SESIÓN UNO

Creí que lo tendría todo controlado, Nadine, de verdad que sí. Después de todos los años de terapia con usted, de las muchas sesiones discutiendo si debía buscar a mi madre biológica o no, al final lo hice. Di el paso. Usted tuvo mucho que ver con la decisión, desde luego. Quería demostrarle el impacto que ha tenido en mi vida, lo mucho que he madurado, la estabilidad emocional que he alcanzado, el equilibrio. Eso era lo que siempre me decía: «El equilibrio es la clave». Pero me olvidé de eso otro que me decía también: «Poco a poco, Sara. Poco a poco».

La he echado de menos, las sesiones, venir aquí… ¿Se acuerda de lo incómoda que estaba al principio? Sobre todo cuando le dije por qué necesitaba ayuda. Pero usted tenía los pies en el suelo, y me pareció una mujer divertida: no se parecía en nada a la imagen que me había hecho de los psicólogos. Esta consulta era tan luminosa, tan bonita, que por muy angustiada que estuviese, en cuanto entraba aquí ya me sentía mucho mejor. Algunos días, sobre todo al principio, no me quería ir.

En una ocasión me dijo que cuando no tuviera noticias mías, sabría que era porque las cosas me iban bien, que si dejaba definitivamente de acudir a su consulta, sabría que había hecho bien su trabajo. Y lo hizo. Este último par de años han sido los más felices de mi vida. Por eso estaba tan convencida de que era el momento oportuno. Creí que podría soportar cualquier cosa, lo que me echasen. Me sentía fuerte, con las cosas claras. No había nada, absolutamente nada, capaz de volver a convertirme de nuevo en la neurótica desquiciada que era cuando la conocí.

Pero entonces me mintió, mi madre biológica, quiero decir; cuando al fin la obligué a hablar conmigo, no me dijo la verdad. Me mintió sobre mi verdadero padre. Me sentí como cuando Ally me daba una patada en las costillas, durante el embarazo, un golpe súbito en las entrañas que me dejaba sin aliento. Sin embargo, lo que me dejó más perpleja fue el miedo de mi madre biológica. Tenía miedo de mí… ¡de mí! Estoy segura. Lo que no sé es por qué.

Todo comenzó hará unas seis semanas, a finales de diciembre, con un artículo en internet. Como una idiota, en vez de quedarme remoloneando en la cama, ese domingo por la mañana me levanté muy temprano —con una cría de seis años en casa, no hace falta ningún canto del gallo para despertarse— y, mientras inhalaba el aroma de mi primer café, me puse a responder mensajes de correo. Ahora me llegan encargos de toda la isla para restaurar muebles. Esa mañana estaba tratando de documentarme y buscar información sobre un escritorio de los años veinte, eso cuando no me estaba riendo con las ocurrencias de Ally. Se suponía que la niña tenía que estar abajo viendo dibujos animados, pero la oí regañando a Alce, nuestro bulldog francés atigrado, por acosar a su conejito de peluche. Para que se haga una idea, nuestro pobrecito Alce tiene un problema de destete, así que a su alrededor no hay cola que esté a salvo.

Entonces, no sé cómo, me salió una ventana emergente con uno de esos anuncios de Viagra, y cuando al fin logré cerrarla, hice clic sin querer en otro enlace y me encontré mirando un titular: «Adopciones: La otra cara de la historia».

Fui desplazándome por las cartas que los lectores habían enviado en respuesta a un reportaje del Globe and Mail y me puse a leer historias de padres biológicos que llevan años tratando de encontrar a sus hijos, de padres biológicos que no quieren ser encontrados, de niños adoptados que habían crecido con una clara sensación de desarraigo, de que no era ése su lugar. Trágicos relatos de puertas que se cierran en las narices. Historias alegres de madres e hijas, hermanos y hermanas que se reencuentran y viven felices y comen perdices.

Se me aceleró el corazón. ¿Y si encontraba a mi madre biológica? ¿Conectaríamos enseguida? ¿Y si no quería saber nada de mí? ¿Y si descubría que había muerto? ¿Y si tenía hermanos y hermanas por ahí que ni siquiera sabían de mi existencia?

No me di cuenta de que Evan se había levantado hasta que me dio un beso en la nuca e hizo un ruidito, una especie de gruñido que habíamos copiado de Alce y que ahora utilizábamos para todo, para expresar cualquier cosa, desde «Menudo cabreo llevo encima…» hasta «¡Qué buena estás!».

Cerré la pantalla y me volví en la silla giratoria. Evan arqueó las cejas y sonrió.

—¿Ya estás chateando con tu novio online otra vez?

Le devolví la sonrisa.

—¿Con cuál de ellos?

Evan se llevó las manos al pecho exageradamente, se desplomó en la silla de oficina y suspiró.

—Desde luego, espero por su bien que tenga un buen guardarropa…

Me eché a reír. Siempre estaba mangándole a Evan sus camisetas, sobre todo si tenía que quedarse con algún grupo en su hotel rural en los bosques de Tofino, a tres horas de nuestra casa en Nanaimo y en plena costa oeste de la isla de Vancouver. Esas semanas, me paseaba con sus camisetas todo el santo día. Me ponía a trabajar sin parar en una nueva pieza de mobiliario y perdía por completo la noción del tiempo, de tal manera que, para cuando él volvía a casa, la camiseta estaba llena de manchurrones y yo tenía que compensarlo haciéndole toda clase de favores para obtener su perdón.

—Siento tener que decírtelo, cariño, pero tú eres el único hombre para mí: no hay nadie más capaz de aguantar mis neuras.

Apoyé el pie en su regazo. Con el cabello negro alborotado y de punta, un pelo que le salía disparado en todas direcciones, y su atuendo habitual, unos pantalones cargo y un polo, parecía un universitario. Mucha gente ni siquiera se imagina que Evan es, de hecho, el propietario del hotel.

Sonrió.

—Bah, estoy seguro de que tiene que haber por ahí algún médico con una camisa de fuerza que te encuentre atractiva…

Hice como que le daba una patada y le comenté:

—Estaba leyendo un artículo… —dije, al tiempo que empezaba a masajearme el dolor punzante que sentía en el lado izquierdo de la cabeza.

—¿Tienes migraña, cariño?

Me aparté la mano de la cabeza y la dejé en el regazo.

—Sólo me duele un poco, enseguida se me pasa.

Me miró con suspicacia.

—Vale, está bien: ayer me olvidé de tomar la pastilla.

Después de años de intentarlo con distintas medicaciones, ahora estaba con betabloqueantes y por fin había conseguido tener mis migrañas bajo control. El truco consistía en acordarme de tomar las pastillas.

Negó con la cabeza, con gesto resignado.

—Y bien, ¿de qué iba ese artículo?

—Ontario va a abrir sus registros sobre adopciones para que la gente pueda hacer consultas públicas y… —Lancé un gemido cuando Evan me apretó un punto de presión en el pie—. El artículo recogía un montón de cartas de personas que han sido adoptadas o que dieron a sus hijos en adopción.

Abajo se oía la risa de Ally.

—¿Y has pensado en buscar a tu madre biológica?

—No exactamente, sólo me ha parecido un artículo interesante.

Pero sí, lo cierto es que sí estaba pensando en buscarla. Sólo que no estaba segura de estar lista todavía. Siempre supe que había sido adoptada, pero no me di cuenta de que eso significaba que era distinta hasta que mamá se sentó un día conmigo y me dijo que esperaban un bebé. Yo tenía cuatro años. Cuando vi que mamá estaba cada día más enorme y papá más orgulloso, empecé a preocuparme por si iban a devolverme. Tampoco supe hasta qué punto era yo distinta hasta que vi la forma en que mi padre miraba a Lauren cuando la trajeron a casa, y luego cómo me miró a mí cuando pregunté si podía tomarla en brazos. Melanie nació dos años después. A ella tampoco me dejó que la cogiera.

Evan, que siempre estaba dispuesto a cambiar de tema mucho antes que yo, asintió con la cabeza.

—¿A qué hora quieres salir de casa para ir al almuerzo?

—A las nunca y cuarto —contesté, suspirando—. Gracias a Dios, Lauren y Greg también vienen, porque Melanie se va a traer a Kyle.

—Bravo por ellos.

A mi padre, Evan le cae fenomenal —seguro que iban a pasarse todo el almuerzo planeando su siguiente fin de semana de pesca juntos—, pero a Kyle no puede verlo ni en pintura. Aunque no me extraña, la verdad. Kyle es un aspirante a estrella del rock que utiliza mucha gomina para el pelo, pero en mi opinión, a la que de verdad está utilizando es a mi hermana. Para ser sincera, lo cierto es que a mi padre nunca le han gustado nuestros novios. Todavía me cuesta creer que vea con buenos ojos a Evan. Sólo le hizo falta un viaje al hotel rural y empezó a hablar de él como si fuera el hijo que nunca tuvo. Aún presume del salmón que pescaron ese día.

—Es como si mi hermana creyera que por el hecho de pasar más tiempo con él, papá fuese a ver, milagrosamente, todas sus buenas cualidades —dije, lanzando un resoplido.

—No seas mala. Melanie le quiere.

Fingí sentir un escalofrío.

—La semana pasada me dijo que será mejor que empiece a concentrarme en ponerme morena si no quiero estar del mismo color que el vestido. ¡Y todavía faltan nueve meses para nuestra boda!

—Sólo tiene envidia, no puedes tomártelo como algo personal.

—Pues francamente, parece algo muy personal.

Ally entró disparada en la habitación con Alce pegado a sus talones, persiguiéndola, y se arrojó a mis brazos.

—¡Mami! ¡Alce se ha comido todos mis cereales!

—No me digas que has vuelto a dejar el bol en el suelo, tontita…

Se rió, apretándose contra mi cuello, y aspiré su aroma fresco mientras me hacía cosquillas en la nariz con el pelo. Con su piel morena y el cuerpo compacto, Ally se parece más a Evan que a mí, a pesar de que él no es su padre biológico, pero sí ha heredado mis ojos verdes, «ojos de gata», los llama Evan. Y también tiene mis rizos, aunque a mis treinta y tres años, los míos ya se han desdibujado bastante, mientras que los suyos siguen siendo tirabuzones prietos y ensortijados.

Evan se puso en pie y dio una palmada.

—Muy bien, familia. Es hora de vestirse.

Una semana más tarde, justo después de Año Nuevo, Evan volvió a su hotel rural unos días. Yo había leído algunas historias más sobre adopción en internet, y la noche antes de que se fuera, le dije que estaba considerando seriamente buscar a mi madre biológica mientras él estaba en Tofino.

—¿Estás segura de que es una buena idea, precisamente ahora? Con todo lo que tienes que hacer para la boda…

—Pero eso es justo parte del problema: estamos a punto de casarnos y yo todavía no sé ni de dónde vengo, podrían haberme soltado unos extraterrestres aquí, en la Tierra.

—Ah, pues ahora que lo dices, eso explicaría unas cuantas cosas…

—Ja, ja, muy gracioso.

Sonrió y a continuación añadió:

—En serio, Sara, ¿cómo te vas a sentir si no logras encontrarla? ¿O si ella no quiere saber nada de ti?

¿Cómo me iba a sentir? Opté por dejar la respuesta a esa pregunta para otro momento y me encogí de hombros.

—Pues tendré que aceptarlo y punto. Las cosas ya no me afectan tanto como antes, pero siento que tengo que hacer esto, de verdad, sobre todo si vamos a tener hijos.

Viví todo el embarazo de Ally con el miedo de lo que podría estar transmitiéndole a través de mis genes. Por suerte, es una niña completamente sana, pero siempre que Evan y yo hablamos de tener hijos, el mismo miedo se apodera otra vez de mí.

—Me preocupa más que eso pueda molestar a mamá y a papá —dije.

—No tienes por qué decírselo; al fin y al cabo, es tu vida, pero aun así, no creo que sea el mejor momento.

Tal vez tenía razón. Ya era bastante estresante ocuparme de Ally y dirigir mi propio negocio, además de encargarme de todos los preparativos de la boda.

—Pensaré en lo de dejarlo para más adelante, ¿de acuerdo?

Evan sonrió.

—Sí, ya. Te conozco, cielo: una vez que tomas una decisión, te lanzas de cabeza.

Me eché a reír.

—Te lo prometo.

Y lo cierto es que sí me planteé esperar, sobre todo cuando me imaginaba la cara de mi madre cuando se enterase. Mamá solía decir que ser adoptada significaba que yo era especial porque me habían elegido precisamente a mí. Sin embargo, cuando tenía doce años, Melanie tuvo a bien confiarme su propia versión de los hechos: me dijo que nuestros padres me habían adoptado porque mamá no podía tener hijos, pero que ahora ya no me necesitaban. Mamá me encontró en mi habitación haciendo las maletas. Tras contarle que me iba a buscar a mis padres «verdaderos» se echó a llorar y luego me dijo: «Tus verdaderos padres no podían cuidar de ti como es debido, pero querían que tuvieras el mejor hogar posible, así que ahora somos nosotros quienes nos ocupamos de ti y te queremos mucho». Nunca olvidé la expresión de dolor de sus ojos, ni lo escuálido que me pareció su cuerpo cuando me estrechó entre sus brazos.

La siguiente vez que volví a plantearme en serio buscar a mis padres biológicos fue después de graduarme; luego, cuando supe que estaba embarazada, y por último, siete meses más tarde, cuando sostuve a Ally en brazos por primera vez. Sin embargo, todas las veces me ponía en la piel de mi madre e imaginaba lo que sentiría si mi hija quisiera encontrar a su madre biológica, lo dolida y asustada que estaría, y nunca di el paso de llegar hasta el final. Quizá en esta ocasión tampoco lo habría hecho si mi padre no hubiese llamado por teléfono para preguntar si Evan quería salir de pesca con él.

—Huy, lo siento, papá, pero se fue ayer. ¿No quieres ir con Greg?

—Greg habla demasiado.

Me supo mal por el marido de Lauren. Sí, mi padre sentía un desprecio absoluto por Kyle, pero es que Greg le resultaba completamente indiferente. Lo había visto marcharse y dejar a Greg con la palabra en la boca más de una vez.

—¿Vais a estar en casa esta tarde? Pensaba ir al cole a recoger a Ally y luego pasarme por ahí a haceros una visita.

—Hoy no. Tu madre está intentando descansar.

—¿Es que le vuelve a fastidiar su Crohn otra vez?

—Sólo está cansada.

—Bueno, pues no pasa nada. Ya iré otro día. Si necesitáis ayuda con algo, decídmelo.

A lo largo de nuestra vida, la salud de nuestra madre había sufrido constantes altibajos. Se pasaba semanas enteras tan tranquila, pintando las habitaciones, cosiendo cortinas y horneando un pastel detrás de otro. Incluso papá parecía casi, casi feliz esos días. Recuerdo una vez que hasta me levantó sobre sus hombros, y la vista desde allí arriba me resultó tan emocionante como la insólita muestra de atención. Sin embargo, mamá siempre acababa haciendo un sobreesfuerzo y al cabo de pocos días recaía en su enfermedad. La veíamos desvanecerse ante nuestros ojos mientras su cuerpo se negaba a retener cualquier nutriente, y hasta las papillas infantiles la hacían salir disparada al cuarto de baño.

Cuando mamá pasaba por una mala racha, papá volvía a casa y me preguntaba qué había estado haciendo todo el día, acaso tratando de buscar algún motivo, o a alguien, para poder cabrearse. A los nueve años, me encontró delante de la tele mientras mamá dormía. Me llevó a rastras a la cocina agarrándome de las muñecas y señaló la pila de platos, llamándome niña consentida, holgazana y desagradecida. Al día siguiente, era el montón de ropa de la colada lo que lo sacaba de sus casillas, y al siguiente, que los juguetes de Melanie estuvieran todos tirados a la entrada de la casa. Se plantaba delante de mí con su imponente cuerpo de obrero y la voz le temblaba de ira, pero nunca gritaba, nunca hacía nada que mamá pudiese ver u oír. Me llevaba al garaje y enumeraba la lista de mis pifias mientras yo le miraba a los pies, aterrorizada al pensar que iba a decir que ya no me quería allí. Luego se pasaba una semana sin apenas dirigirme la palabra.

Me ponía a hacer las faenas de la casa antes de que mamá pudiera encargarse de ellas, me quedaba en casa cuando mis hermanas salían con sus amigas, preparando cenas que si bien nunca obtenían el visto bueno de mi padre, al menos tampoco se granjeaban su silencio. Hacía cualquier cosa con tal de evitar el silencio, lo que fuera si con ello evitaba que volviera a caer enferma de nuevo. Si ella estaba sana, yo estaba a salvo.

Cuando llamé a Lauren esa noche, me dijo que ella y los chicos acababan de volver a casa después de cenar con nuestros padres. Papá los había invitado.

—O sea que, en verdad, sólo era mi hija la que no era bienvenida.

—Seguro que no ha sido eso. Es sólo que Ally es una niña con mucha energía, y claro…

—¿Se puede saber qué significa eso?

—No significa nada. Es una niña adorable, pero lo más probable es que papá haya pensado que tres críos eran demasiado.

Sabía que Lauren sólo intentaba hacerme sentir mejor antes de que yo empezara a soltar pestes de mi padre, cosa que ella odia, pero me saca de quicio que nunca se dé cuenta de que papá me trata de forma distinta, que ni siquiera lo reconozca. Después de colgar, estuve a punto de llamar a mamá para ver cómo estaba, pero entonces me acordé de mi padre diciéndome que me quedara en casa, como un perro callejero al que sólo se le permite dormir en el porche por miedo a que ensucie la casa. Volví a poner el inalámbrico en el cargador.

Al día siguiente rellené el formulario del Registro Civil, pagué mis cincuenta dólares, y me dispuse a esperar. Me gustaría decir que con paciencia, pero después de la primera semana, prácticamente me abalanzaba sobre el cartero cada vez que lo veía. Un mes más tarde, mi Certificado de Nacimiento Original —o CNO, tal como lo llamaba la funcionaria del Registro— llegó por correo ordinario. Me quedé mirando el sobre y me di cuenta de que me temblaba la mano. Evan volvía a estar fuera, en el hotel, y deseé que pudiera estar a mi lado en el momento de abrirlo, pero eso significaba tener que esperar otra semana entera. Ally estaba en la escuela y la casa sumida en silencio. Respiré profundamente y abrí el sobre.

Mi verdadera madre se llamaba Julia Laroche y yo nací en Victoria, Columbia Británica. Mi padre figuraba como «desconocido». Leí la partida de nacimiento y el certificado de adopción una y otra vez, en busca de respuestas, pero sólo oía la misma pregunta: «¿Por qué me diste en adopción?».

A la mañana siguiente, me desperté temprano y me metí en internet mientras Ally seguía durmiendo. Lo primero que hice fue investigar en los registros de los servicios de adopción, pero cuando me di cuenta de que podría tardar un mes más en obtener una respuesta, decidí ponerme a buscar por mi cuenta. Después de navegar por varios sitios web durante veinte minutos, localicé tres Julias Laroche en Quebec y cuatro en Estados Unidos que coincidían más o menos con el rango de edad. Sólo dos vivían en la isla, pero cuando vi que las dos estaban en Victoria, sentí que se me aceleraba el pulso. ¿Era posible que aún siguiera allí, después de todo ese tiempo? Rápidamente hice clic en el primer enlace y el corazón me dio un vuelco cuando me di cuenta de que era demasiado joven, a juzgar por su artículo en el blog de una mamá reciente. El segundo enlace me llevó a la página web de una agente inmobiliaria de Victoria. Tenía el pelo castaño como yo y parecía tener la edad correcta. Estudié su cara con una mezcla de entusiasmo y miedo. ¿Y si había encontrado a mi madre biológica?

Después de llevar a Ally al colegio, me senté ante mi escritorio y rodeé con un círculo el número de teléfono que había anotado en una hoja de papel. «Llamaré enseguida. En cuanto me tome otra taza de café. Después de leer el periódico. Cuando acabe de pintarme cada uña de un color diferente». Al fin, me obligué a mí misma a levantar el auricular del teléfono.

Ring.

«No tiene por qué ser ella, en absoluto».

Ring.

«Debería colgar. Menuda pérdida de…».

—Julia Laroche, ¿dígame?

Abrí la boca, pero nada salió de ella.

—¿Diga? —dijo ella.

—Hola, sí, me llamo… La llamo porque…

«Porque he pensado, como una idiota, que si decía algo brillante te arrepentirías al instante de haberme abandonado, pero ahora ni siquiera me acuerdo de mi propio nombre».

Su tono era impaciente.

—¿Está pensando en comprar o vender una casa?

—No, yo… —Inspiré hondo y lo solté de carrerilla—. La llamo porque puede que yo sea su hija.

—¿Es una broma pesada? ¿Quién es usted?

—Me llamo Sara Gallagher. Nací en Victoria y fui dada en adopción. Usted tiene el pelo castaño y, por su edad, podría ser la persona que busco, así que he pensado…

—Cielo, es imposible que seas mi hija: no puedo tener hijos.

Me ardía la cara.

—Dios… Lo siento mucho. Pensé que… Bueno, tenía la esperanza de que fuese usted.

Su voz se dulcificó.

—No te preocupes, no pasa nada. Buena suerte con tu búsqueda. —Estaba a punto de colgar cuando dijo—: Hay una Julia Laroche que trabaja en la universidad. A veces se confunden y llaman aquí preguntando por ella.

—Gracias, se lo agradezco de corazón.

Todavía tenía la cara ardiendo cuando solté el teléfono en el escritorio y me dirigí a mi taller. Me dediqué a limpiar la mayor parte de los pinceles, luego me senté y me quedé con la mirada fija en la pared, pensando en las palabras de la agente inmobiliaria. Minutos después, volvía a estar frente al ordenador. Tras una búsqueda rápida, la otra Julia apareció en un listado de profesores de la Universidad de Victoria. Daba clases de historia del arte… ¿Habría sacado de ahí mi pasión por las cosas viejas? Negué con la cabeza. ¿Por qué me estaba dejando llevar por el entusiasmo? Sólo era un nombre. Respiré profundamente y llamé a la universidad; me sorprendió que me pusieran directamente con la extensión de Julia Laroche.

Fue ella misma quien respondió, y esta vez tenía mi discurso preparado.

—Hola, me llamo Sara Gallagher y estoy tratando de localizar a mi madre biológica. ¿Dio usted una hija en adopción hace treinta y tres años?

Oí cómo daba un respingo. Luego, silencio.

—¿Oiga?

—No vuelva a llamar aquí nunca más.

Y colgó.

Me puse a llorar. Durante horas. El llanto desencadenó una migraña tan aguda que Lauren tuvo que llevarse a Ally y a Alce. Por suerte, los dos niños de Lauren son más o menos de la misma edad que Ally, y a ésta le encanta ir a casa de sus primos. Odiaba tener que separarme de mi hija, aunque sólo fuese por una noche, pero lo único que podía hacer era estar tumbada en una habitación oscura con una compresa fría en la cabeza y esperar a que se me pasara. Evan llamó por teléfono y le conté lo que había sucedido, hablando despacio por el dolor. Al día siguiente, por la tarde, había dejado de ver auras por todas partes, así que Ally y Alce volvieron a casa. Evan llamó de nuevo esa noche.

—¿Estás mejor, cariño?

—Ya no tengo migraña. Es culpa mía, por olvidarme otra vez de tomarme la pastilla, tonta de mí. Ahora ya voy con retraso con el escritorio, y quería llamar a algunos fotógrafos esta semana y…

—Sara, no tienes que hacerlo todo inmediatamente. Deja los fotógrafos para cuando yo vuelva.

—No, si no me importa. Ya me encargo yo. —Admiraba la personalidad tan relajada de Evan en muchos aspectos, pero en los dos años que llevamos juntos he aprendido que eso de «ya lo haremos luego» por lo general significa que soy yo la que tiene que ir corriendo por ahí como una loca y hacerlo todo en el último momento—. He estado dándole vueltas a lo que pasó con mi madre biológica…

—¿Sí?

—Estaba pensando en escribirle una carta. Su dirección no figura en la guía, pero podría dejársela en la universidad.

Evan se quedó en silencio un momento.

—No sé si es muy buena idea, Sara.

—Si no quiere conocerme, de acuerdo, pero creo que lo menos que podría hacer es darme mi historial médico. ¿Qué pasa con Ally? ¿Acaso no tiene derecho a saber de dónde viene? Podría tener problemas hereditarios, como… como presión arterial alta o diabetes, o antecedentes de cáncer, incluso.

—Cariño… —La voz de Evan era tranquila pero firme—. Cálmate. ¿Por qué dejas que te afecte de esa manera?

—Yo no soy como tú, ¿sabes? No puedo hacer como si nada, como si no me importara.

—Oye, cascarrabias, que yo estoy de tu lado, no lo olvides.

Me quedé callada, con los ojos cerrados, tratando de respirar, recordándome a mí misma que no era con Evan con quien estaba enfadada.

—Sara, haz lo que tengas que hacer. Sabes que tienes mi apoyo hagas lo que hagas, pero, en mi opinión, creo que deberías olvidar el asunto y pasar página.

Al día siguiente, mientras conducía el trayecto de hora y media por la isla, me sentía serena y centrada, segura de estar haciendo lo correcto. La autopista que atraviesa la isla tiene algo especial, siempre consigue tranquilizarme: los pintorescos pueblos y valles, las tierras de cultivo, las apariciones fugaces del mar y las sierras costeras. Cuando me aproximaba a Victoria y mientras atravesaba el bosque natural del Goldstream Park, me acordé de aquella vez que papá nos había llevado allí para ver el desove del salmón en el río. Lauren estaba aterrorizada por la cantidad de gaviotas dándose un festín delante de nuestras narices con el salmón muerto. Yo odiaba aquel olor a muerte en el aire, cómo se te pegaba a la ropa y a la nariz. Odiaba cómo papá iba explicándoselo todo a mis hermanas mientras ignoraba por completo mis preguntas… mientras me ignoraba por completo a mí.

Evan y yo hemos hablado de abrir algún día en Victoria otra empresa de excursiones para el avistamiento de ballenas, porque a Ally le encanta el museo de la ciudad y los artistas callejeros del puerto, y a mí me encantan los edificios viejos, pero por ahora estamos a gusto en Nanaimo. A pesar de ser la segunda ciudad más grande de la isla, aún conserva ese aire de pueblo propio de algunas ciudades pequeñas: se puede pasear por el malecón del puerto, salir de compras por el casco antiguo o ir de excursión a una montaña con unas vistas espectaculares de las islas del Golfo, todo en el mismo día. Cada vez que queremos hacer una escapada, cogemos el ferry a tierra firme, a Vancouver, o bajamos a Victoria a hacer algunas compras. Sin embargo, si en este viaje a Victoria las cosas no salían bien, el camino de vuelta a casa iba a ser muy, muy largo.

Mi plan era dejar la carta solicitando información en el despacho de Julia, pero cuando la secretaria me dijo que la profesora Laroche estaba dando una clase en el edificio anexo, no pude reprimir la tentación de ver qué aspecto tenía. Ni siquiera se percataría de mi presencia. Luego dejaría la carta en recepción.

Abrí la puerta del aula-auditorio muy despacio y entré sigilosamente, de espaldas a la tarima. Encontré un asiento al fondo de la clase, me agazapé —sintiéndome como una maniaca acosadora— y miré a mi madre.

—Como veis, la arquitectura del mundo islámico ejerció una influencia…

En mis fantasías, mi madre siempre era una versión de mí en mayor, pero si yo tenía el pelo castaño, que me caía en ondas rebeldes por la espalda, el suyo era negro, y llevaba un corte muy elegante estilo paje. No le veía el color de los ojos, pero tenía la cara redonda, con una estructura ósea delicada. Mis pómulos son pronunciados y mis facciones, nórdicas. Las líneas de su vestido negro cruzado permitían adivinar un cuerpo juvenil y unas muñecas pequeñas. Mi constitución es atlética. Debía de medir más o menos metro sesenta, mientras que mi estatura es de metro setenta y cinco. Gesticulaba señalando las imágenes de la pantalla del proyector con movimientos elegantes y sin prisas, mientras que yo muevo tanto las manos cuando hablo que siempre estoy tirándolo todo al suelo. Si no fuera porque su reacción por teléfono había sido tan hostil, habría dicho que no era la mujer que estaba buscando.

Mientras escuchaba a medias sus palabras, fantaseé pensando en cómo habría sido mi infancia de haberla tenido a ella como madre. Habríamos hablado de arte durante la cena, servida siempre en una vajilla preciosa, y a veces habríamos encendido las velas en candelabros de plata. En las vacaciones de verano, nos hubiéramos dedicado a explorar los museos del extranjero y mantenido profundas e intelectuales conversaciones mientras tomábamos capuchinos en cafeterías italianas. Los fines de semana habríamos ido juntas de librerías…

Sentí una punzada de remordimiento. «Ya tengo una madre». Pensé en la mujer dulce y cariñosa que me había criado, la mujer que me preparaba compresas de hojas de col para aliviarme las jaquecas cuando ella misma no se encontraba bien, la mujer que no sabía que había encontrado a mi madre biológica.

Al terminar la clase, bajé las escaleras en dirección a la puerta lateral. Al pasar cerca de Julia me sonrió, pero con una mirada inquisitiva, como si tratara de ubicarme. Cuando uno de sus alumnos se detuvo para preguntarle algo, salí disparada hacia la puerta. En el último segundo, miré por encima de mi hombro. Tenía los ojos castaños.

Volví directamente al coche. Seguía sentada allí dentro, con el corazón latiéndome desbocado, cuando la vi salir del edificio. Se dirigió andando al aparcamiento del personal docente. Me acerqué con el coche hacia allí y la vi subirse a un Jaguar blanco clásico. Cuando arrancó, decidí seguirla.

«Detente. Piensa en lo que estás haciendo. Para el coche».

Ja. Como si hubiese alguna posibilidad de que eso fuese a suceder.

Mientras bajábamos por Dallas Road, una de las zonas más exclusivas de Victoria, a la orilla del mar, la seguí desde una distancia más que prudente. Al cabo de unos diez minutos, Julia dobló hacia la entrada circular de una enorme casa de estilo Tudor, frente al agua. Me detuve y saqué un mapa. Aparcó delante de la escalinata de mármol, siguió un camino que rodeaba la casa y luego desapareció por una puerta lateral.

No había llamado a la puerta; vivía allí.

Y bien, ¿qué se suponía que debía hacer ahora? ¿Irme y olvidarme de todo el asunto? ¿Echar la carta en el buzón de la entrada y arriesgarme a que ella no la encontrase? ¿Dársela en persona?

Sin embargo, cuando llegué a la enorme puerta principal de madera de caoba, me quedé allí como una idiota, paralizada, dudando entre meter la carta por debajo de la puerta o dar media vuelta y salir corriendo. No golpeé con los nudillos ni llamé al timbre, pero la puerta se abrió en ese mismo instante: me encontré cara a cara con mi madre. No parecía muy contenta de verme.

—¿Sí?

Tenía la cara ardiendo.

—Sí, hola. La… La he visto antes… en clase.

Entrecerró los ojos. Bajó la mirada hacia el sobre que llevaba en la mano, apretándolo con fuerza.

—Le he escrito una carta. —Me había quedado sin aliento—. Quería hacerle algunas preguntas… Hablamos el otro día por teléfono y…

Me miró fijamente.

—Soy su hija.

Abrió los ojos como platos.

—Tienes que irte.

Fue a cerrar la puerta y metí el pie en el resquicio.

—¡Espere! No es mi intención molestarla, sólo tengo unas preguntas… es por mi hija. —Metí la mano en la cartera y saqué una foto—. Se llama Ally. Sólo tiene seis años.

Julia no quiso mirar la foto. Cuando habló, su voz era aguda y tensa.

—No es un buen momento. No puedo…, de verdad que no puedo.

—Cinco minutos. Es lo único que necesito, luego la dejaré en paz.

Miró por encima del hombro a un teléfono en una mesa del vestíbulo.

—Por favor. Le prometo que no volveré nunca más.

Me llevó a una habitación contigua con un escritorio de caoba y estanterías que iban del suelo hasta el techo. Hizo bajarse a un gato de una silla de respaldo alto en cuero marrón, una pieza de anticuario.

Me senté y traté de sonreír.

—Los himalayos son muy bonitos. —No me devolvió la sonrisa. Se sentó en el borde de la silla, juntando las manos con fuerza en el regazo, con los nudillos blancos de tanto apretar—. Esta silla es una preciosidad —le dije—. Yo me dedico a restaurar muebles, pero esta pieza está impecable. Me encantan las antigüedades. Cualquier cosa vintage, en realidad, coches, ropa…

Me pasé la mano por la chaqueta de terciopelo negro que me había puesto con los vaqueros. Ella tenía la vista clavada en el suelo. Empezaron a temblarle las manos.

Respiré hondo y decidí no andarme con más rodeos y lanzarme de una vez.

—Sólo quiero saber por qué me dio en adopción. No estoy enfadada. Estoy muy satisfecha con mi vida, pero es que… quiero saberlo, simplemente. Necesito saberlo.

—Era muy joven. —Ahora hablaba con voz aguda, aflautada—. Fue un accidente. No quería tener hijos.

—¿Por qué me tuvo, entonces?

—Era católica.

«¿Era?», pensé.

—¿Y su familia? ¿Son…?

—Mis padres murieron en un accidente… después de que tú nacieras.

Esa última parte la dijo a toda prisa. Esperé a que añadiera algo más. El gato se frotó contra sus piernas, pero ella no lo tocó. Advertí cómo una vena le palpitaba con fuerza en la base del cuello.

—Lo siento mucho. ¿El accidente fue en la isla?

—Nosotros… Ellos, ellos vivían en Williams Lake.

Se ruborizó.

—Su apellido, Laroche. ¿Qué significa? Es francés, ¿verdad? ¿Sabe de qué parte de…?

—Nunca lo he buscado.

—¿Mi padre?

—Fue en una fiesta y no recuerdo nada de nada. No sé dónde está ahora.

Miré fijamente a aquella mujer tan elegante. Me resultaba difícil de creer, por no decir imposible, que alguien como ella hubiese acabado borracha en una fiesta y hubiese tenido un rollo de una noche, ni siquiera en su alocada juventud. Me mentía, estaba segura. Intenté que me mirara a los ojos, pero se obstinaba en mantener la mirada fija en el gato. Por un momento, me dieron ganas de cogerlo en brazos y tirárselo a la cara.

—¿Era alto o bajo? ¿Me parezco a él o…?

Se puso en pie de golpe.

—Ya te lo he dicho, no me acuerdo de nada. Creo que será mejor que te marches.

—Pero…

Se oyó el ruido de una puerta en la parte de atrás de la casa.

Julia se llevó la mano a la boca de inmediato. Una mujer mayor con el pelo rubio rizado y una bufanda rosa alrededor de unos hombros estrechos asomó la cabeza en la habitación.

—¡Julia! Me alegro de que estés en casa, deberíamos… —Se interrumpió al verme y en su rostro se dibujó una sonrisa—. Huy, hola… No me había dado cuenta de que Julia estaba con una alumna.

Me levanté y le tendí la mano.

—Soy Sara. La profesora Laroche ha tenido la amabilidad de repasar conmigo un trabajo que le he entregado, pero ahora tengo que irme.

Me estrechó la mano.

—Me llamo Katharine. Soy la…

Su voz se apagó a medida que escudriñaba la cara de Julia.

Interrumpí el incómodo silencio.

—Ha sido un placer conocerla. —Me volví hacia Julia—. Gracias de nuevo por su ayuda.

Ella acertó a sonreír y asintió con la cabeza.

Una vez en el coche, me volví a mirar atrás. Ambas seguían de pie junto a la puerta abierta. Katharine sonrió y me saludó con la mano, pero Julia se quedó mirándome fijamente.

Así que ahora entiende por qué tenía que hablar con usted. Me siento como si estuviera de pie sobre una placa de hielo que se resquebraja poco a poco a mi alrededor, pero no sé en qué dirección moverme. ¿Trato de averiguar por qué mi madre biológica me ha mentido o sigo el consejo de Evan y me olvido y paso página? Ya sé lo que va a decirme, que la única que puede tomar esa decisión soy yo, pero necesito su ayuda.

No dejo de pensar en Alce. Cuando era un cachorro, lo dejamos en el cuarto de la lavadora un sábado que hacía mucho frío porque todavía no había aprendido a no hacerse sus necesidades en casa; el pobre animal se hacía pis tantas veces que Ally siempre estaba intentando ponerle los pañales de sus muñecas. Teníamos una alfombra de cuerda preciosa, de colores muy vistosos, que nos habíamos traído de un viaje a Saltspring Island, y debió de empezar a mordisquear una esquina y luego siguió tirando y tirando del hilo. Cuando llegamos a casa, la alfombra estaba destrozada. Mi vida es como esa preciosa alfombra de cuerda: tardé años y años en trenzarla. Ahora tengo miedo de que si empiezo a tirar del hilo de esa parte de mi vida, todo acabe destejiéndose y me quede con los restos de cuerda en las manos.

Y pese a todo, no estoy segura de poder parar ahora.