CAPÍTULO XLV

EL PROCESO CONTRA ROGELIO se cerró, quedó cancelado, para toda la eternidad. El veredicto se lo dio él a sí mismo, con una rotundidad que ningún tribunal humano hubiera podido igualar. Rogelio fue su propio juez y rubricó la sentencia con un charco de sangre.

Los medios de difusión se apoderaron de la noticia y la divulgaron a los cuatro vientos. No todos los días se cobraba una pieza de ese tamaño. No se disimuló que se trataba de suicidio, pero el tono general fue de respeto. La muerte cubrió con un telón discreto lo que quedaba atrás, los «errores» de Rogelio, sobre los cuales precisamente los periódicos, desde el incendio del «007», se habían ensañado con extrema dureza.

Rogelio, por supuesto, se equivocó al pensar que su decisión, «pasado el primer momento de escalofrío no sorprendería a nadie». En realidad sorprendió a casi todo el mundo, especialmente a quienes ignoraban —y era la inmensa mayoría— que sufría una afección cardiaca. Por lo común se le tenía por un luchador que ni siquiera en las circunstancias en que se hallaba iba a declararse vencido. La persona que acaso menos se extrañó fue Alejo. Alejo, que fue de los primeros en enterarse, la última vez que habló largo con Rogelio, al oír de sus labios que desistía de marcharse al extranjero, de poner tierra de por medio, le miró a los ojos con profunda curiosidad y se dijo: «Está tan acorralado que es capaz de cometer una locura».

Rosy estaba deshecha, humillada, en un estado de desconcierto total. «Por fin habrá quedado liberada de aquel monstruo», comentó Merche. En verdad que ésta no anduvo del todo equivocada con su comentario, pero Rosy hubiera preferido, naturalmente, que el vehículo liberador no hubiera sido un revólver.

Se fue unos días a Arenys de Mar. Pero no a «Torre Ventura», que parecía otro cementerio, sino a casa de sus padres. Allá volvió a tomar contacto con su vida de antes, con la ponderación de su padre, con el eterno trajinar de su madre —«se acabaron para siempre las pirámides de caramelos»— y con el telescopio de la azotea. El doctor Vidal le preguntó a su hija si no había presentido, cuando la última luna llena, algún acontecimiento fuera de lo normal; ella dijo que sí, que vio el halo rojo, rojo y muy intenso, pero que no quiso mencionarlo para no provocar las chanzas de siempre o algún temblor que quizá luego no quedara justificado.

Lo que mayormente contribuyó a su desconcierto fue que tuvo que hacer frente, muy pronto, sin pérdida de tiempo, a problemas concretos que la muerte de Rogelio planteaba. Heredera universal, era la responsable de sus bienes y de la suerte de sus empleados. Sus asesores fueron Julián, Aurelio Subirachs y Ricardo Marín, y Rosy hizo todo cuanto los tres hombres le aconsejaron.

Carol quedó estupefacta y no hacía más que llorar y que mecer al bebé, a Antoñito. Sebastián, su marido, no encontró paliativos, no encontró el lado bueno; aunque reaccionó violentamente contra sus padres al oírles decir que «aquella mancha afectaría para siempre a toda la familia». Carol continuaba siendo una gatita y desde que se casó, hueca de responsabilidades propias, su cerebro se había dormido más aún frente a las cuestiones importantes. Ella servía para ser feliz, para escuchar música bailable y contonearse y para confesar que sí, que era una nulidad y que «no sabía siquiera freír un huevo». Pero Sebastián la adoraba. Mosén Rafael opinaba que había criaturas así, nacidas para «personas-vientre» y que lo serían toda la vida, a las que, por algún misterio inexplicable, nadie les pedía cuentas jamás. De todos modos, la muchacha le hizo prometer a Sebastián que cada mes irían a llevar flores a la sepultura de su padre. Sebastián asintió, pero estaba convencido de que no cumplirían la promesa más allá de dos o tres veces.

A Pedro, el hecho lo pilló totalmente desprevenido. Tantos libros y tanto filosofar, y no había caído en la cuenta de que «eso» podía suceder. Fue como si le golpearan en la nuca con un martillo. No se puso corbata negra, como por la abuela, pero ello no significaba que no le doliese el alma. ¡Cuántas cosas pensó! Entre otras, que su padre no había puesto jamás los pies en el Kremlin, que siempre fue para él sinónimo de dislocación. Luego, naturalmente, se preguntó qué parte de culpa podía corresponderle, y ahí se enfrentó con un muro. Imposible saberlo. No podía atribuirlo a su brusca separación de la familia, que arañó el amor propio de ésta y demostró la incompatibilidad existente, pero nada más. Tampoco a las interminables discusiones —sobre todo, en los aniversarios y días festivos—, en que quedaba patente que las palabras «libertad», «sinceridad», «guerra», «burguesía», etcétera, tenían para cada cual distinto significado. Por el contrario, se dijo que si se hubiera dedicado a los negocios en vez de estudiar la carrera, acaso hubiera podido influir benéficamente sobre su padre, ejercer de freno en su desmesurada ambición; pero especular sobre esto era perder el tiempo. Él no había nacido para las finanzas, como su padre no había nacido para soportar una derrota prolongada.

El padre Saumells luchó por vencer los escrúpulos del muchacho. «Deja de torturarte. Le faltó fuerza moral para resistir tanta adversidad». Mosén Rafael fue del mismo parecer, repitiendo una vez más que las causas desencadenantes fueron el becerro de oro y el distanciamiento generacional existente, característico de la época, y cuya clave de arco no había que buscarla ni en los padres ni en los hijos, sino en los bandazos y bruscos cambios que daba el mundo. «Os separaban varias galaxias y era inútil procurar tender un puente. No eres culpable de nada, puedes dormir tranquilo».

A Pedro le hacía daño, desde luego, comprobar que en el fondo se sentía, como su madre, aliviado… Aunque también le sobraba el método del revólver. Su padre era una espada que flotaba sin cesar sobre su cabeza, y lo hubiera sido igualmente —o quizá todavía más— de continuar marchándole todo viento en popa. Precisamente si algo le remordía era que, la última vez que almorzó con él en la avenida Pearson, se dio cuenta de que el hombre se esforzaba titánicamente por cambiar, por romper su costra y lanzarse abiertamente a amar… Pedro lo advirtió por el modo como trataba al servicio. Se quedó pasmado y asistió a aquel espectáculo psicológico como a una experiencia fascinante. ¡«Don» Rogelio Ventura quería amar… y no podía! Su gran fracaso fue éste, peor que el del «007». De haber superado la prueba, a lo mejor se hubiera reconciliado consigo mismo y se hubiera salvado.

Como fuere, la catástrofe unió al muchacho más aún, si era posible, a Susana, que estuvo a su lado desde el primer instante. Se produjo entre ambos una ligera discusión, pues Susana entendió que Pedro tenía que dedicarse a hacer compañía a su madre, a Rosy, y Pedro se sentía incapaz; por fortuna, la decisión de la mujer de irse a Arenys de Mar zanjó la cuestión y a partir de ahí la pareja de novios se dedicó a compartir la amargura de los hechos, a amarse… y a hacer planes para el porvenir.

Les resultaba un tanto extraña esta palabra, «porvenir», por cuanto una tumba, símbolo de inmovilidad, se había plantado ante ellos. Pero no cabía más remedio. La semiorfandad los empujaba precisamente en esa dirección. Entonces oyeron cantos de sirena, procedentes de París; es decir, Pedro volvió a acordarse de los consejos que le dio Juan Ferrer en el Hotel Catalogne. Juan Ferrer le dijo que debía marcharse de España y buscarse un puesto fuera, por ejemplo, de lector o profesor en alguna universidad de los Estados Unidos. El consejo no cayó en saco roto y el muchacho habló del asunto con Susana. Y ésta casi palmoteo de satisfacción. «¡Por mí, encantada! Los Estados Unidos… Tú de lector o profesor, y yo haciendo prácticas en algún hospital. No creo que sea tan difícil conseguirlo. Podríamos escribir a “tío” Antonio, el hermano de mi abuela que huyó de Cuba y que vive en Los Ángeles, y es probable que él mismo nos lo arreglase o nos pusiese en contacto con alguien. ¡Oh, sí, sería maravilloso! Claro que, antes de marcharnos tendríamos que casarnos…».

—¿Casarnos? —Pedro simuló asustarse y Susana se acarició la cabellera rubia.

—¡Naturalmente! Mosén Rafael me pregunta siempre cuándo es la boda —Susana mudó de expresión—. Ahora, pasado un tiempo prudencial de espera, es la ocasión, creo… ¡Vamos, si es que continúas queriéndome!

Pareció que el asunto quedaba decidido, aunque ño dejó de causarles cierta impresión que la muerte de Rogelio hubiese precipitado los acontecimientos y les hubiese abierto aquella puerta.

—De todos modos —concluyó Pedro—, mi madre es muy rica, pero yo no aceptaré un céntimo. Es condición sirte qua non.

—¡Oh! Eso no tiene importancia.

La muerte de Rogelio ilustró a Pedro en otro aspecto, relacionado con los sentimientos del prójimo: los pésames que recibió. Recibió muchos y en seguida sabía a qué atenerse, si eran sinceros o no. Resultaba evidente que su padre contaba con pocas simpatías, o que las había perdido al caerse del caballo. Palabras rápidas, rutinarias, y se acabó. Con excepciones y matices, claro. Por ejemplo, recibió la visita de Marilín… Marilín no pronunció una sílaba; sólo lloró. Y tal vez gracias a ella en la tumba de Rogelio se renovaran periódicamente las flores. También fue sincero Claudio Roig. «¡Qué espanto, Pedro, qué espanto! Yo creo que ha sido lo del corazón…». Marcos regresó por fin de Ibiza justo por aquellas fechas y su sorpresa fue mayúscula. Tanto como la que se llevó Pedro al oír la versión de su amigo —Marcos preparaba otra exposición—, el cual le dijo: «Si tu padre hubiera conocido de cerca la vida de algunos hippies auténticos y hubiera tomado media docena de veces LSD no se habría suicidado». Pedro llegó a la conclusión de que Marcos se había habituado un poco a las drogas, y aquello no le gustó ni pizca; pero el momento no era para sermones, y tampoco serviría de nada prevenir a su padre, a Aurelio Subirachs. «También a los dos los separaban varias galaxias». Quizá pudiera tratar del asunto con su hermano, con mosén Rafael, aunque el vicario solía ponerse siempre de parte de la juventud, ocurriese lo que ocurriese.

¿Y Cuchy? Cuchy soltó el trapo, pese a que en su casa se encontraba entre dos fuegos: el desprecio de su madre, Merche, por Rogelio y el respeto de su padre, Ricardo Marín. Cuchy quería a Rogelio sin saber por qué, tal vez porque en «Torre Ventura» le dio siempre carta blanca para pisotear el césped, en tanto que en su torre de Caldetas tenía que caminar con sumo cuidado. Cuchy le dijo a Pedro:

—¡Para que veas! A veces a los viejos se los puede echar de menos. Cuando veía a tu padre en el Chevrolet, tan seguro, con tanto habano, me contagiaba su satisfacción. ¿Por qué lo habrá hecho? ¡Tenía que haberse largado! A lo mejor tú no estás enterado, pero yo oí hablar de ello… ¡O sobornar a los jueces! Con tanto dinerito… Y ahora ¿qué vas a hacer? Después de tantos años de haberle vuelto la espalda…

En el gremio de constructores casi se celebraron festejos. Aparte de que la competencia era mejor tenerla bajo tierra, Rogelio había aplastado sin compasión a más de uno. «¡Ya era hora! ¡Viva el monigote gordinflón!». Pedro recibió también una nota de Sergio, escrita en la cárcel, que decía escuetamente: «Lo siento»; luego se enteró de que la frase era incompleta. Lo que Sergio andaba diciendo en la Modelo era que lamentaba el suicidio porque le hubiera gustado compartir la encerrona con el «famoso financiero señor Ventura». «Aquí, entre rejas, todos iguales, hubiéramos podido comparar, delante de testigos, el capitalismo con el marxismo. ¡Hubiera sido el no va más!».

¿Y Jaime Amades, el padre del joven militante comunista? Jaime Amades se tomó la molestia de subir al Kremlin, desafiando aquella horrible y altísima escalera. Y la entrevista con Pedro fue un poco dura, porque Amades daba muestras de sentirse vivamente afectado y sudaba —le sudaban las manos, la frente y las axilas— y Pedro estaba convencido de que fingía; y no era así. Amades había traicionado últimamente a Rogelio, pero ante la muerte, y pese a los irónicos comentarios de Charito, se achantó. En fin de cuentas, ¡fueron muchos años de amistad íntima! Todo le vino a la memoria, puesto que fue el constructor quien lo sacó de la nada. Pero Pedro lo escuchó como quien oye llover —sabía que Amades y Carlos Bozo reabrían el «007»— y en cuanto pudo lo acompañó a la puerta.

—Tu madre fue más comprensiva que tú —le dijo el propietario de la Agencia Hércules.

—Mi madre es libre de hacer lo que le parezca.

Visita inesperada de pésame fue la de Montserrat, la exinstitutriz. Pedro, al verla, no pudo olvidar que fue la primera mujer cuyos senos lo hicieron estremecer. La muchacha estuvo tajante. «Yo estaba convencida de que tu padre acabaría mal. Siempre lo estuve. Pero lo siento de veras». Pedro le dijo: «Muchas gracias, Montserrat».

¿Y Laureano? También subió la escalera del Kremlin, disfrazado con su gorra, con sus gafas oscuras y con su bufanda, que le servían para cruzar las calles sin ser reconocido. Laureano se había afectado como nadie, quizá porque veía cierto paralelismo entre la vida que él llevaba y la que llevó Rogelio. En cuanto Pedro le abrió la puerta lo abrazó y no cesaba de darle palmadas. Pedro estaba mucho más sereno, de suerte que hubiérase dicho que el huérfano era Laureano.

—Chico, no sé qué decirte…

Susana estaba presente, y lo invitaron a entrar. Laureano, en cuanto veía a su hermana, se desconcertaba. Susana despedía un halo muy distinto al que se respiraba en el chalet de la calle de Modolell. La muchacha se le acercó y le dio un beso. En cuanto Laureano se quitó la gorra, la melena le cayó sobre los hombros como una cascada.

Pedro lo invitó a tomar un café y el muchacho aceptó. Y mientras Susana lo preparaba, Laureano se lanzó a hablar. «¡Me lo temía, me lo temía; lo del “007” fue demasiado gordo! ¡Hay pecados excesivos para un ser humano!». Él podía hablarles del asunto porque —era la primera vez que se lo confesaba a alguien—, también le había pasado por las mientes la idea del suicidio. Sí, últimamente llevaba una vida más bien delirante, incluso con una enfermedad venérea de por medio. Por un lado borracho de vanidad, por otro recibiendo en Roma el palo del siglo. Con mejor voz que nunca, pero soñando conque se quedaba mudo. Con otros conjuntos que les pisaban los talones y problemas engorrosos con Carlos Bozo y Jaime Amades. Cansado, muy cansado y a punto de secársele el corazón —sí, lo reconocía—, salvo en raras ocasiones, como la que estaba viviendo en aquellos momentos.

Susana le sirvió el café y Laureano se lo agradeció inclinando la cabeza.

—¡Ah, si sólo tomara café! Pero ahora me ha dado por el alcohol. Necesito estimulantes. Todos nosotros necesitamos estimulantes; y luego lo contrario, relajantes y somníferos, ya lo sabéis, para poder descansar.

Pero lo del revólver no acababa de explicárselo. Sería por los dieciséis muertos, que debían de pesar como los de toda una ciudad. O tal vez estuviera escrito en su destino. Laureano les recordó que su padre, Julián, fatalista por naturaleza, decía siempre que al nacer todo el mundo llevaba marcado su destino, lo que seguramente aprendería de las gitanas del Albaicín. El padre de Pedro no iba a ser una excepción, y al ordenar clavetear unas puertas pronunció su sentencia de muerte.

De un tiempo a esta parte él, Laureano, también era fatalista. No había más que observar la dispersión, la extravagante y epiléptica dispersión de los que formaron la pandilla del Kremlin. Hijos de los mismos padres, unos eran ángeles y otros diablos, éstos aspiraban a la perfección, aquéllos a vegetar. Los había que se habían reintegrado a la sociedad de los mayores, como Carol, como Jorge Trabal, que también se había casado y había abierto una consulta sobre su única manía, que continuaba siendo la esterilidad; otros se habían marginado, como Marcos y como Sergio, y como él mismo; otros se columpiaban entre dos nadas, como Cuchy, malgastando sin ton ni son cualidades de primer orden. Narciso Rubio, Salvador y Andrés Puig se habían anticipado a todos, se habían instalado ya en el más allá, y si era cierto, como antaño les contaba el padre Sureda, que en el cielo sonaban violines, seguro que los dos primeros estarían tocando el violín. Por último, ellos dos, la pareja que tenía delante…, Pedro y Susana. «Sí, aspirando a la perfección. Pero a lo mejor de repente os cansáis de la lucha que esto supone, o de tanta felicidad, y sucumbís a cualquier tentación de tres al cuarto y caéis más bajo que yo. O bien os casáis y tenéis un hijo y os sale subnormal. Entonces ¿qué hacer? Quererlo, claro, quererlo toda la vida…, pero llevando en el pecho una losa, la losa de los desgraciados».

En resumen, todo el mundo estaba condenado a morir, pero todo el mundo —y los jóvenes más que nadie— estaba condenado a vivir… Y a veces era más difícil lo segundo que lo primero, como así lo entendió el padre de Pedro. «Yo, lo repito, también he estado a punto de entenderlo así, y creo que lo que me ha salvado no ha sido ni la familia, ni la religión, ni los millares de fans, ni la guitarra, ni la juventud, sino la cobardía. En los momentos de mayor abatimiento he sido un cobarde y ha bastado con que Javier Cabanes, con su cara de niña y sus tebeos, me dijera: “Anda, levántate”, para obedecerlo sin rechistar».

A Susana no le gustaba el terreno en que Laureano se había adentrado, porque denotaba que se iba deprimiendo progresivamente y que casi se complacía en ello.

—No digas tonterías, Laureano, por favor. Tú nunca has pensado en serio en lo que estás diciendo. Todos tenemos nuestras horas sombrías, pero luego cualquier cosa nos hace reír. La situación del padre de Pedro era muy distinta.

—Querida hermana, en la Facultad de Medicina te enseñaron muchas cosas, pero te faltan otras muchas por aprender. En mi profesión hay una serie de precedentes, de chicos y de chicas más jóvenes que yo que se han suicidado. Es una profesión apasionante, pero que te introduce una rata, una rata de muchos colores, en el pecho. Claro que depende, como siempre, de la sensibilidad. ¡Y lo malo es que hay por ahí cosas tantálicas! Mujeres, coches… ¿Por qué me habrá entrado esa manía de la velocidad? ¡Ah, qué bien me ha sentado este café! Susana, eres única, te lo digo yo, que hasta nuevo aviso soy el cantante de moda…

El diálogo continuó. Todo el rato, Pedro y Susana estuvieron pendientes del momento en que pudieran introducir en él la palabra «arquitectura». Resultaba tan evidente que Laureano iba dando tumbos para abajo que más que nunca sintieron la imperiosa necesidad, y la obligación, de procurar rescatarlo; pero no hubo ocasión. De pronto, la expresión de Laureano era la de un hombre feliz y aquello los coartaba.

—¿Permites, Laureano, que yo también te dé el pésame a ti?

La pregunta de Pedro pilló desprevenido al cantante de moda.

—No te entiendo. ¿De qué se trata?

—Nada nuevo, por supuesto. Lo que te he estado diciendo sin parar. Mientras no te vea sin melena y estudiando arquitectura, no creeré que no tienes tú también un revólver en la mano…

Rosy volvió a instalarse en la avenida Pearson. Liquidó la Constructora y, naturalmente, los meublés; en cambio, conservó las acciones de la Agencia Cosmos, con lo que se convirtió en socio del conde de Vilalta… y de Ricardo Marín. Ante semejante perspectiva, ella y el banquero no pudieron menos de recordar la temporada de frenesí amoroso que vivieron juntos y que Rosy ignoraba por qué, de repente, se consumió.

Julián y Margot iban a verla con frecuencia. La tesis de Margot, desde el primer momento, fue el vivo calco de la de Beatriz: a Rogelio le falló la religión. Un ser religioso no se suicida. En el momento de la tentación saca fuerzas de flaqueza, se acuerda de Dios y no lo hace.

También hablaba a menudo del distanciamiento y ruptura de padres e hijos; es decir, de las galaxias. Era una catástrofe. Para unos y para otros. «Rosy, si Rogelio y tu hijo hubiesen estado más unidos, no hubiera ocurrido eso». Rosy se encogía de hombros. «¿Estás segura? Me gustaría conocer la opinión de vuestro Laureano…».

Margot no hablaba de la frialdad de la técnica ni de la de los números, porque Julián la hubiera fulminado con la mirada; pero sí hablaba de la paz de Can Abadal. Entonces Julián le recordaba el caso de aquella mujer campesina, vecina suya, que sin saber por qué una tarde caliente de agosto se suicidó tirándose al pozo.

Julián iba más allá. Según Aurelio Subirachs, que no paraba de lanzar flechas en su taller y de viajar por el extranjero —y de observar a su hijo Marcos, aunque no quisiera meterse con él—, el futuro avanzaba hacia la destrucción de la naturaleza entendida como fuente de sosiego —los que la entendieran así serían declarados peligrosos para la sociedad—, y hacia la destrucción del tradicional concepto de familia. De no torcerse las cosas, la generación de Pablito, de Yolanda, de Fernando Subirachs, se comportaría más o menos como la actual. Es decir, muchos jóvenes rebeldes serían reabsorbidos, porque los mayores eran muy astutos y conocían sus puntos flacos; pero la generación de Antoñito, el hijo de Carol —y los hijos que Pedro y Susana pudieran tener, en España o en los Estados Unidos…—, declararía que la familia era una célula egoísta, un clan despótico, que bloqueaba al individuo conminándolo a ser un desertor… o un Caín.

Margot negaba con la cabeza, rotundamente. Según ella, así como había melodías inmortales para el piano, el amor seguiría existiendo siempre. La gente se enamoraría, y al enamorarse desearía vivir conjuntamente hasta la muerte. Y entretanto, querría tener hijos; y esa constante biológica tan elemental sería más fuerte que las conquistas del año 2000 y que las previsiones de Aurelio Subirachs.

Rosy escuchaba: no quería opinar. Había decidido hablar poco, aun a costa de sentir más hondamente la soledad. Para ella el amor había dejado de existir hacía tiempo, hasta que nació Antoñito, al que adoraba, y a raíz de ello había vuelto a brotar. De modo que ¿cómo adivinar, cómo saber quién tenía razón? Sin embargo, se inclinaba por las teorías del padre de Marcos y creía firmemente que los Alejos de turno —Alejo Espriu había sido ya juzgado y volvía a estar en la cárcel, pero no tardaría en salir— abundarían cada vez más.

—Por favor, Rosy, ¿por qué esa costumbre de fumar echando el humo a la cara? Es molesto, ¿no te das cuenta?

—Claro que me doy cuenta, Margot… Pero soy incapaz de corregirme un defecto. —Marcó una pausa—. Ni siquiera consigo corregirme, como Rogelio, del defecto de existir…

Benidorm, Barcelona, Benidorm, 1967-1971.