CAPÍTULO XLIV

AURELIO SUBIRACHS estaba en un error. En realidad, quien andaba pensando en suicidarse no era Laureano, sino Rogelio. ¡Qué situación la suya! Era cierto que le había pasado por las mientes acabar de una vez con aquella vida que se le había puesto tan cuesta arriba. Mejor dicho, que se le ponía cuesta arriba cada vez más. Desde el incendio del «007» alguien había trazado un signo negro sobre su redonda y calva cabeza.

Murió, a consecuencia, de una embolia, su madre. El más robusto roble del plantío de Llavaneras —ochenta y ocho años— se tronchó. Un día u otro tenía que llegar, pero Rogelio estaba hecho a la idea de que aquella mujer era inmortal. ¡Siempre con la misma facha! Siempre con la misma mirada… Siempre ofreciéndole un tazón de leche. De repente se murió. El entierro fue escueto, estrictamente familiar, y Rogelio tuvo que pedir autorización para desplazarse. Presidió la comitiva, escoltado por sus hermanos, quienes daban la impresión de haberse quedado sin aliento espiritual. Pedro acudió también al cementerio y mientras los albañiles tapiaban el nicho iba diciéndose para su capote que quería heredar el temperamento de su abuela, parecerse a ella. Siempre estuvo en su lugar. Incluso cerró los ojos en la estación en que debió cerrarlos: en otoño. Rosy estuvo también presente, del brazo de Carol, y se sintió desplazada. Sin posibilidad de diálogo con sus cuñados, ni con los árboles, ni con el humus antiguo y oloroso que emanaba de aquella tierra.

A Rogelio le pareció que le extirpaban algo visceral, algo de lo poco que todavía formaba auténticamente parte de su existencia.

De regreso a Barcelona, el abogado, Eusebio Comas, le comunicó que su proceso acababa de entrar en una fase acelerada y que, por las trazas, el juicio no tardaría mucho en celebrarse. Esta noticia, unida al hecho de que Alejo, aunque simulaba ser el mismo había cambiado por completo y luchaba entre bastidores por sacudirse las pulgas, situó abiertamente a Rogelio ante la alternativa que se le presentó unos meses antes: desentenderse de todo y marcharse al extranjero, o quedarse y pechar con lo que viniere.

¿Qué hacer? Era el momento de la gran decisión. De hecho, Rosy no lo animó mucho a marcharse, y tampoco Julián y Margot. París, Méjico… Una barca motora de Arenys de Mar llevándolo de noche —como en las películas— hacia la costa francesa… Y la soledad esperándolo al otro lado, dondequiera que fuese. ¡A los sesenta y pico de años! Si hubiese sido un roble vigoroso como su madre; pero tenía una idea fija que contribuía a inmovilizarlo: el corazón. Con mucha frecuencia notaba aquella opresión en la zona del pecho, hasta el punto que consultó con el doctor Beltrán, el cual dispuso que se le hiciera un electrocardiograma, que, esta vez, sí registró ciertas anomalías.

No le ocultaron que si no sabía sobreponerse a las emociones podía sufrir otra crisis en cualquier momento. La perspectiva, dadas las circunstancias, era terrible, pero lo era mucho más si decidía marcharse, con la inestabilidad y los sobresaltos que ello suponía. ¡Si se pasaba el día tomándose el pulso y aplicándose la mano al costado izquierdo! ¡Si al mirarse al espejo se daba cuenta de que la dolencia que lo aquejaba le había marcado señales inequívocas en el rostro! Y ello pese a haber tomado decisiones drásticas en cuestión de comer, de beber, de fumar cigarros habanos… Últimamente estaba hecho un asceta, merecedor de vivir en el Kremlin. Y descansaba mucho. Se pasaba sus buenos ratos sentado en su sillón preferido del living de la avenida Pearson, mientras Rosy, delante de él, leía el periódico y le echaba el humo a la cara…

El humo a la cara… Antes, Rogelio se levantaba hecho un espadachín y gritaba: «¡Abrir las ventanas, por favor! ¡Aire, aire!»; ahora no se movía, limitándose a suplicar: «Rosy, te lo ruego, que no me dejas dormir».

Resumiendo, descartó la idea de marcharse. Así se lo comunicó a Alejo, que fue quien se lo sugirió una mañana al salir del juzgado. Alejo acarició el puño del bastón y le dijo: «Pues ya sabes lo que esto significa: la cárcel. Yo te acompañaré una temporada, pero luego…».

Rosy se quedó meditabunda. De un tiempo a esta parte notaba que no tenía la cabeza clara, que se armaba un lío, que jamás estaba segura de lo que le convenía. Era lo contrario de Merche, que siempre sabía cuál era su propósito. Claro que, a decir verdad, ninguna decisión que pudiesen tomar solucionaba nada. En ciertos aspectos el destierro era preferible a la cárcel; en otros, lo contrario, con la única ventaja de que lo mismo aquél que ésta suponían para Rosy un respiro, una liberación, un separarse de Rogelio hasta nuevo aviso. El «adiós, muy buenas» lo pronunciaría ella. Pero todo resultaba humillante y Rosy andaba también malucha, aunque de puertas afuera se mantuviera fiel a su juramento de simular «aquí no ha pasado nada».

Julián se alegró de la decisión de Rogelio. Era su teoría: «en la cárcel pagas la deuda». ¡Ah, no cabía duda! Julián demostraba ser uno de los pocos amigos con que el constructor podía contar. Tal vez el mejor, o el más desinteresado, excepción hecha de Marilín, que sufría minuto a minuto los sinsabores de su jefe, que se sentía apegada a aquel hombre —eran muchos años de estar a su lado y de compartirlo todo con él—, y que a gusto se hubiera sacrificado personalmente para que Rogelio quedara libre de cualquier amenaza.

Cabe decir que también Ricardo Marín era merecedor de elogio y que hacía gala, como siempre, de un tacto exquisito. Igualmente podía contar con Aurelio Subirachs, aunque el léxico de éste, mordaz por naturaleza, a veces le producía alguna herida, lo mismo que mosén Rafael, que le hacía alguna visita pero sin poder olvidar que Rogelio pertenecía a las que él llamaba «personas-vientre». En cambio, además del conde de Vilalta, le había fallado Amades. Amades volaba muy alto. Tan alto volaba que Rogelio se enteró con estupor de que, junto con Carlos Bozo, estaba dispuesto a reconstruir el «007». Al principio no dio crédito al rumor; finalmente Amades hizo a la Agencia Cosmos la propuesta de compra, y Rogelio tuvo que rendirse a la evidencia. Y ocurrió que Ricardo Marín, que tenía la mayoría de las acciones, fue partidario de deshacerse de aquellos escombros que tan fatales consecuencias les habían traído y consintió en realizar la operación.

Margot no daba su brazo a torcer. Sentía piedad por Rogelio, y si bien no le negó, como se había prometido a sí misma, la entrada en casa, le resultaba imposible disimular sus sentimientos, lo que no le remordía en absoluto, por estimarlo enteramente justificado.

Pedro, al verlo tan abatido —el muchacho llevó corbata negra por espacio de un mes, por su abuela—, continuaba menudeando los almuerzos en la avenida Pearson, a veces en compañía de Susana. Pedro le notificó a su padre que ya había terminado su ensayo sobre los jóvenes y la Universidad y que probablemente se lo publicaría una editorial madrileña. Rogelio asintió complacido, aunque pensó: «A lo mejor lo leo en la cárcel». Susana miraba las bolsas que se le habían formado a su futuro suegro en las ojeras y sentía lástima de él. Pedro procuraba distraerlo, pero su éxito era escaso. Lo que lo sorprendía era que su padre últimamente le hiciese confesiones extraordinarias como, por ejemplo, que cuando se dio cuenta de que quedaría calvo casi lloró. También le confesó que le hubiera gustado ser un gran cazador, participar en safaris en África y dondequiera que hubiese caza mayor y traerse sus buenas piezas y trofeos. «¡Si te contara! No he hecho casi nada de lo que hubiera querido hacer». También le hubiera gustado ser campeón de billar, y tuvo que conformarse con jugar bien al póquer y al bridge. «Tu padre ha vivido casi siempre de recambios: ésa es la verdad».

El mayor consuelo de Rogelio continuaba siendo su nieto, Antoñito, y desde luego, Carol, que volvía a estar muy cariñosa con él, con el único defecto de que de pronto le había dado por irse a bailar a las boîtes… Sebastián Oriol, su ejemplar marido, que desde que se casó había criado mucha tripa, tenía que acompañarla, pero los bailes modernos lo desconcertaban, no podía con ellos y la volatinera Carol se llevaba por esta causa sus buenos enojos. Era curioso que Sebastián sintiera por su suegro tanto apego. Le perdonaba incluso lo de los meublés. «Están legalizados, cumplen una misión y alguien ha de tenerlos, ¿no es así? Pues se acabó lo que se daba».

Una de las preocupaciones adicionales de Rogelio eran los anónimos, que no paraba de recibir. Naturalmente, no podía ir con ellos a la policía. Suponía que se los mandaban siempre las mismas personas; acaso, los sobrinos de Juan Ferrer, aquellos dos hermanos comunistas, a los que él no pudo ayudar en cierta ocasión, por lo que Rosy le dijo: «Has cometido un error… Algún día te pasarán la correspondiente factura». El caso es que lo amenazaban por carta y por teléfono. Por teléfono salían voces apagadas o roncas, extrañas, como si le hablaran tapándose la boca con un pañuelo. «Si dentro de un par de meses no estás en la Modelo, te mandaremos al cementerio…». «El plazo está expirando, de modo que, espabílate…». ¿Qué hacer? En realidad, no hubiera debido darle importancia, pero se la daba. ¡Tenía miedo! Copado por todas partes, y todavía con miedo suplementario. Tanto, que se llevó al despacho —sin saber por qué, temía que en todo caso lo asaltarían en el despacho—, un viejo revólver que en tiempos le compró a Beatriz en la tienda de antigüedades. Por cierto que, para probar si funcionaba, al encontrarse en el patio de la avenida Pearson y ver al pobre Dog hecho un viejo y que sufría muchísimo, se le acercó y le disparó a quemarropa, dejándolo seco. Rosy se indignó. «Ése no es el sistema… ¡Mira que el insigne Rogelio disparando! Lo normal hubiera sido llevarlo al veterinario para que le pusiera una inyección». Rogelio no hizo caso, subió a su Chevrolet y al llegar a la Constructora guardó el revólver en un cajón de la mesa de su despacho.

Y resultó que ese acto no fue un acto neutro. En cuanto hubo cerrado el cajón se puso, como ya era costumbre, a meditar. Mejor dicho, a repasar su vida, en busca de sus fallos. ¡Cuántos fallos, santo Dios! Ahora se daba cuenta. ¡Mira que decirle a Deogracias que en la vida era preciso apretar los tornillos…! Hubo un momento, cuando la inauguración de «Torre Ventura», en que hubiera podido decir «basta» y vivir tranquilo. Pero llevaba los negocios en la sangre y lo que no fuera eso y escalar, escalar y codearse con gente «de alcurnia» lo aburría. La única excusa que tenía es que siempre fue sincero. Cuando habló de «crear riqueza» habló seriamente y consideraba que era útil a la sociedad. Los intereses que pudiera lesionar se le antojaban nimios al lado de la onda expansiva de beneficios que hacía brotar con su gestión y que alcanzaba a tanta y tanta gente. Y tomar un solar yermo y levantar en él un enorme edificio ¡era una bendición! Todavía se acordaba de aquéllos del Turó Park, que fueron los primeros que encargó a Julián… Y los hoteles, Y tantas cosas. Claro que llegaba un momento en que era preciso detenerse —Margot se lo advirtió sin cesar— y ahí fue donde falló. Una fatalidad. Por eso recordaba con franca envidia a las personas que se habían comportado de distinto modo, que comparadas con él demostraron tener sabiduría. Especialmente se acordaba de don José María Boix… ¡Qué hombre! ¡Y pensar que se hartó de ridiculizarlo! Siempre en paz consigo mismo, aureolado de serenidad. También se acordaba del doctor Beltrán, querido por todo el mundo, que se paseaba arrancando saludos y sonrisas hasta de las piedras. Y del padre Saumells… ¿Entonces Pedro, su hijo? Pedro tal vez se pasara de rosca y acabara como aquellos hippies de que tanto se hablaba o como aquellos muchachos que ellos vieron en París en La Fin du Monde. En el Kremlin se habían recitado ya versos con voz de cazalla; lo que ignoraba era si se habían lanzado alaridos.

Bien pensado, los desahogos que de un tiempo a esta parte tenía con su hijo obedecían a un motivo muy concreto: a Rogelio le hubiera gustado poder amar, amar mucho… No sólo al peluquero Aresti, que quería colocarle un bisoñé, sino a todo el mundo. Porque, sus atenciones con el personal de la Constructora fueron siempre pura estrategia: tenerlos contentos, con dentadura nueva y que la casa marchara por sí sola. Sobre todo, claro, le hubiera gustado amar a Rosy… aunque ésta le echase el humo a la cara. ¡Era tan hermoso amar! Él había experimentado esa sensación algunas veces: poco después del matrimonio; en alguna ocasión en que algún negocio le salió bien; alguna tarde al salir del fútbol, después de haber asistido a un buen partido con el triunfo del Barça… Ganas de abrazar y de regalar puros incluso a los desconocidos. También había amado, los fines de semana, a la gente de Arenys de Mar, desde los camareros del Café Español hasta los viejos jubilados que se reunían en el Ateneo y que ahora a lo mejor le volverían la espalda…

También hubiera debido amar la naturaleza. Pero siempre lo aburrió. ¿Qué hacer? «Si quiere usted aburrirse, podrá hacerlo junto a una piscina». Incluso contemplar el agua verde de la piscina le pesaba a los pocos minutos. Y el mar… Si salió con la lancha de su propiedad fue para exhibir su gorra de patrón, la embarcación y para deslumbrar a los críos que lo acompañaban por las calas próximas, a los turistas y para ponerse, en lo posible, a la altura del deportista Ricardo Marín. Sí, se daba cuenta de que su gama de sentimientos fue pobre, de que la de una persona como Susana, e incluso como Claudio Roig, era infinitamente más vasta. ¿Cuántas horas había malgastado persiguiendo a las mujeres? ¿Y con comilonas? ¡Y cuántos eructos, y cuántos chistes verdes! Alejo le dijo en la cárcel: «Nadie te quita lo bailado». En la cárcel se decían muchas sandeces…

Fruto de ese estado de ánimo era la súbita necesidad que sintió de ser generoso. Pero no para presumir, como antaño, sino de verdad. Cuando leía en el periódico listas de personas necesitadas —las había que pedían un aparato ortopédico, una máquina de coser, ¡revistas viejas para leer!—, a gusto hubiera montado una organización, presidida por Marilín, para complacer todas aquellas peticiones. Ello dio lugar a una escena chusca. Como si se oliera lo que le estaba ocurriendo al constructor, mosén Castelló fue a visitarlo al despacho y a pedirle un donativo para la parroquia. Rogelio, que en otras circunstancias hubiera barrido de un soplo a aquel párroco con bronquitis y preconciliar, aquella tarde le dio un cheque que casi lo tumbó de espaldas. «Pero… ¡don Rogelio!». «Ande, llévese esto, que sé que lo repartirá como hay que hacerlo». Mosén Castelló se santiguó. Y Rogelio, al verlo, se preguntó si no debería confesarse…, lo que no hacía desde que tuvo la angina de pecho. Pero se sentía fatigado y finalmente desistió.

Otra consecuencia de su estado de ánimo era que iba despidiéndose de las cosas, pero con lentitud… Montaba en su coche y, al revés que Laureano, en lugar de apretar el acelerador, daba vueltas sin prisa por las calles de Barcelona, mirando aquí y allá. En todas partes encontraba huella o testimonios de su trabajo, de su trabajo como constructor. ¡El Banco Industrial Mediterráneo! Cuando se inauguró era el no va más; ahora, uno de tantos. Cines, garajes, bloques de viviendas baratas, con aquellos letreros que decían, ¡todavía!, «Construcciones Ventura, S. A.» le regala un piso para toda la vida… Subía al Tibidabo y a Montjuich y se preguntaba cuándo volvería a ver la ciudad desde la cumbre; aparcaba junto a la Catedral y se paseaba por el Barrio Gótico, porque era ya capaz de calibrar su belleza y grandiosidad; pasaba frente al Estadio, frente a la Clínica San Damián, etcétera; evitaba, en cambio, la Modelo y el «007». En una farmacia —¿por qué en una farmacia?— vio el monigote sonriente y gordinflón con la goma pinchada, hecho un trasto, deshinchado. «Éste, éste es el que ahora se parece a mí».

No había nada que hacer. Salvo en momentos esporádicos, Rogelio no conseguía amar ni a las personas, ni a la naturaleza, ni se conmovía especialmente despidiéndose de las cosas. Sentía una tristeza tan honda que desembocaba en la indiferencia por todo lo que no fuera él mismo, su drama personal. Al pensar en lo que se le venía encima —cada minuto era un minuto menos—, le resultaba imposible concentrarse en algo más. De modo que iba asemejándose a un pelele y dándoles vueltas a las mismas ideas: el desprestigio, la cárcel, el corazón enfermo… Nada. No había remedio. En el fondo, su vida dejó de tener sentido y acabó envidiando no ya a las personas cuya sensatez le era conocida y probada, sino incluso a los obreros que pasaban por la calle, a cualquier modistilla, a los borrachos que dormitaban en cualquier banco público. ¡Y no digamos a la juventud! En las Ramblas se tropezó una vez con un par de carteristas de los muchos que conoció en la Modelo y lo saludaron tan ufanos y pictóricos, que no supo qué decirles y se quedó mirándolos con ganas de llorar.

Una mañana despertó y notó algo especial. Era noviembre. Miró afuera y el cielo estaba encapotado. Serafín, en el patio —¿dónde estaba Dog?—, regaba las plantas y el césped.

Rosy se había quedado en la cama —a las once iba la masajista— y se desayunó solo, cómo siempre. En la mesa, el periódico: dos aviones norteamericanos se habían estrellado cerca de la costa de Palomares, en Almería, llevando uno de ellos cuatro bombas atómicas. Tres de dichas bombas fueron encontradas rápidamente en tierra; la cuarta se había perdido en el mar y constituía un grave peligro.

Rogelio no leyó nada más y se quedó con la vista perdida, sosteniendo en alto la tostada con mermelada. Hiroshima, Nagasaki… La bomba atómica lo llevó a pensar en las posibilidades de destrucción. Por el momento sintió una ira incontenible, deseos de destruirlo todo, empezando por aquella mansión… y por Rosy, que últimamente dormía muchas horas boca abajo. Luego fue calmándose pero notó en el pecho más opresión que de ordinario y, en general, más fatiga y una tristeza más honda.

Se fue a la Constructora. Marilín le había preparado la carpeta de «asuntos urgentes» pero Rogelio dijo: «Ya la veré luego». Llegó Alejo, que quería hablar con él. Rogelio lo recibió con cierta frialdad y Alejo le espetó: «Ya estoy un poco harto, ¿sabes? Yo no tengo la culpa de lo que pasa». Y se fue.

Poco después lo llamó por teléfono Eusebio Comas, el abogado defensor, comunicándole que a no tardar se sabría cuándo tendría lugar la celebración del juicio. Rogelio colgó y pensó: «Pronto llegará el momento». Quería llamar a Rosy para informarla, pero pensó que estaría durmiendo aún; y se equivocó. Precisamente en aquel momento lo llamó ella para decirle que le apetecería almorzar en un restaurante y no en casa.

Rogelio asintió con la cabeza.

—De acuerdo. A las dos pasaré a recogerte. ¿Te parece bien? —A Rosy le sorprendió que Rogelio no opusiera ninguna excusa. Colgó, encendió un pitillo y se puso a reflexionar.

Entró Marilín con el vaso de bicarbonato y le recordó que había citado para las doce a Aurelio Subirachs y a Julián. Se trataba de analizar las posibilidades de continuidad de la Constructora mientras él estuviera «ausente». Habían hablado varias veces de ello y los arquitectos no veían otra solución que buscar una persona joven y competente que lo reemplazara, a la que forzosamente habría que dar amplios poderes y una participación en el negocio.

Rogelio le dijo a Marilín: «Llámalos y que vengan otro día. No me siento muy bien hoy…». Evocó las figuras de sus dos amigos y llegó a la conclusión de que en los últimos tiempos también habían envejecido mucho, especialmente Julián. Sin duda Laureano le había dado un fuerte zarpazo. Aurelio Subirachs se conservaba mejor, pero sus bigotes de foca eran blancos y los acariciaba con menos poder.

Marilín lo estaba observando con atención, mordiendo el bolígrafo.

—¿Por qué no se va a su casa? —le sugirió.

—Allá me sentiría peor. —Marcó una pausa—. No estoy para nadie, ¿sabes? —decidió, por fin—. Descansaré un ratito… —y fue a sentarse en uno de los sillones del tresillo, repantigándose en él.

Marilín desapareció discretamente… y Rogelio se quedó profundamente dormido. Durmió hasta la una, hora en que los empleados, al marcharse, hicieron mucho ruido.

Marilín volvió a entrar para despedirse y le dijo a su jefe:

—¿Quiere que lo acompañe?

—¡No, no, estoy bien aquí! —Rogelio parecía haberse recuperado un tanto con el sueño—. Voy a quedarme un poco más. —Miró a la muchacha y añadió—: Anda, vete, no te preocupes… Y ya sabes cuánto te agradezco el interés que demuestras por mí…

La secretaria se marchó, presa de cierta inquietud. Minutos después reinaba un gran silencio en las oficinas.

Rogelio se levantó y se fue a dar una vuelta por aquellos departamentos que tantas veces había recorrido con su autoridad y su buen humor. Estaban vacíos, con montones de papeles en las mesas, con máquinas de escribir, con los cristales separando los distintos despachos. En uno de ellos ¡había alguien! Se asustó. Pero no. Era el contable, Federico, el hijo de «doña» Aurora, de la Pensión Paraíso. Siempre tenía trabajo y se quedaba un poco más.

—¿Qué haces aquí?

—Ya termino, don Rogelio…

—Anda, vete, es la hora.

—De acuerdo.

Federico, que era muy miope, abrió un armario, se cambió las gafas, se puso la americana y se fue.

—Buenos días…

—Buenos días…

La absoluta soledad. Rogelio continuó recorriendo las oficinas y por fin regresó a su despacho. Entonces sonó el teléfono y de nuevo se sobresaltó. Seguro que si descolgaba oiría una voz anónima: «Expira el plazo, espabílate…».

Aguardó a que el teléfono dejara de sonar. Permanecía de pie, mirando a la calle a través del ventanal. Coches, coches en caravana… ¿Adónde se dirigían? Todo el mundo tenía prisa, todo el mundo tenía algo que hacer.

También él tenía algo que hacer. Lo había decidido en el momento en que leyó que se había perdido una bomba atómica en el mar. Él era una bomba perdida en tierra, ajeno a cuanto lo rodeaba. «Me apetecería almorzar en el restaurante —le había dicho Rosy—. La casa se me cae encima».

No sabía si llamar a su mujer o no. «¿Para qué?», se dijo. Tampoco sabía si escribir o no una nota. «¿A quién?». La cosa estaba clara. Pasado el primer momento de escalofrío, en el fondo su decisión no sorprendería a nadie.

No, no era cierto que en momentos así la vida entera desfilase ante los ojos, en la mente. Eso le había ocurrido en las semanas precedentes, pero no en aquel mediodía de cielo encapotado. La verdad era que no se acordaba de nada, que todo se le aparecía confuso, excepto que no tenía salida y que el único remedio era hacerlo y acabar de una vez.

Un moscardón revoloteaba por la cristalera. ¿Lo mataba con un periódico? ¿Para qué? Que viviera su vida, su vida espasmódica y runruneante, su vida de moscardón.

En el momento de dar la vuelta a la mesa para abrir el cajón se acordó de Dog, del disparo a quemarropa que lo dejó seco. Rosy se indignó. ¡Se indignaba tan a menudo! Le dijo: «En esos casos se llevan al veterinario para que les ponga una inyección».

¡Dios, qué cansancio! Y de pronto, qué lucidez… «Construcciones Ventura, S. A.» le regala un piso para toda la vida… ¡O un nicho, qué más daba! Sonríe, monigote, sonríe… Eres la mejor creación de Jaime Amades.

¿Dónde estaría Pedro? En algún restaurante de la calle de Tallers. ¿Dónde estaría Carol? Dándole papillas a Antoñito, al nieto, que era lo que Rogelio más amaba en el mundo.

—Conque… un sustituto, ¿eh? Joven y bien preparado…

Cogió el revólver que le había comprado a Beatriz, lo sospesó un par de segundos, volvió a dar la vuelta a la mesa para instalarse en el centro del despacho y una vez allí quitó el seguro, se apuntó al corazón —al corazón enfermo— y pensando vagamente «adiós, muy buenas» apretó el gatillo y disparó.