MARCOS RECIBIÓ UNA CARTA de Bernadette comunicándole que había decidido pasar en Ibiza el mes de vacaciones que le correspondía, con los hippies que conoció en París: Del uno al treinta de agosto. «¿Por qué no vas tú también? Estaré en la playa de Santa Eulalia… Lo pasaríamos estupendamente. Yo te recuerdo mucho. Y si Pedro quiere ir también, tanto mejor».
El muchacho se quedó pensativo. En Ibiza estaba también Giselle. ¡Era tentador! Se había quedado con las ganas de prolongar aquella experiencia y de decirles «ni fu ni fa» a las drogas sicodélicas. Por descontado, él era libre y podía ir; Pedro, ni hablar. Ni siquiera se atrevería a proponérselo.
Entonces pensó en Laureano. ¿Por qué no hablarle del asunto? Un mes, imposible, debido a los compromisos, a los contratos; pero una semana… Precisamente a Laureano, según rumores, le habían ordenado descansos periódicos y él había prometido obedecer.
Marcos se agarró a esta idea porque quería mucho a Laureano y estaba preocupado por él como todo el mundo, como su familia, como todos sus amigos, como el doctor Beltrán. Y se dijo que tal vez conocer el mundo hippie lo obligara a reflexionar. La libertad, el desarraigo, la falta de apetencias… ¡Quién sabe! Podría cantar para ellos, en la playa de Santa Eulalia, cerca de los árboles y cerca del mar, y no lo pagarían con dinero por la actuación, pero sonreirían beatíficamente y le corresponderían con sus propias canciones, a su manera y tocando los instrumentos quizá ingenuos de que dispusiesen. ¡Si estuviera Harry, el americano! ¿Por qué una flauta de caña y una vida primitiva y unos rostros nobles no podían hacerle un bien a Laureano?
El hijo de Aurelio Subirachs, pintor por vocación y bohemio por instinto, escéptico y a la vez enamorado de la vida, aguardó turno para poder hablar con su amigo, que después de Can Abadal había vuelto a sus actuaciones en cadena y tan pronto cantaba en Valencia como en Zaragoza, y que era verdaderamente un esclavo. Por fin lo consiguió en el chalet de la calle de Modolell.
Laureano tenía tan buen aspecto y lo recibió tan efusivamente, que Marcos pensó: «Me mandará a hacer gárgaras. ¡Hablarle de reposo! Me equivoqué de puerta». Pero le expuso su idea y, ante su asombro, Laureano se tomó de un sorbo una Coca Cola, como la noche del incendio del «007» y le dijo, tirando también la botella vacía a un rincón:
—¿Sabes que tu propuesta no es ninguna tontería? Exactamente tengo que descansar cinco días al mes, pero cinco días seguidos… ¿Tú cuándo te vas?
—El día uno de agosto quiero estar allí. ¡Ah, si conocieras a Bernadette! Saldrías ahora mismo… y Giselle no está nada mal, ¿verdad?
—Giselle… —murmuró Laureano—. ¿Sabes que han metido a Sergio en la cárcel?
—¿Cómo? No… No sabía nada. ¿Cuándo?
—Ayer. Su padre está desesperado. Aparte del cine subversivo que estaba preparando en París, aquí le han descubierto una tonelada de octavillas de no te menees.
—Está visto que la cárcel es un lugar tentador…
—A mí me tienta más Ibiza… —dijo Laureano, estirando los brazos—. Me revienta no saber nada de los hippies, sólo lo que he leído y oído. Les gusta mucho el pop… A lo mejor me hacían un monumento.
—No lo creas. Los que yo conocí, son partidarios de la inmovilidad. Lo cual no significa que sean insensibles. Probablemente se concentrarían más que tus fans, pero no te halagarían en absoluto. Todo lo bello les parece de lo más natural.
—… Ya —Laureano siguió meditando y de repente añadió—: Hablaré con Bozo y con mis compañeros y mañana te daré una respuesta. ¿A qué día estamos de julio?
—A veinticuatro.
Laureano volvió a estirar los brazos.
—¡Huy, las francesas…! Y Giselle… Supongo que hacen locuras.
Marcos se rió.
—Casi te lo puedo garantizar.
Carlos Bozo le dijo que podía disponer del ocho al catorce de agosto y Laureano se decidió. Se puso de acuerdo con Marcos y en la fecha prevista se reunió con él en Ibiza. Allí estaban, efectivamente, Bernadette y Giselle.
El grupo no era muy numeroso —unos treinta o cuarenta— y vivían en la playa, algunos en pequeñas tiendas de campaña. La primera sorpresa que se llevó Laureano fue que, excepto las dos muchachas, nadie más había oído hablar de él. Lo tomaron por uno de tantos curiosos que asomaban la nariz por el campamento. Cuando Bernadette los informó de que era un cantante muy famoso y que deseaba quedarse unos días con ellos, contestaron que «bueno».
El ambiente era idílico. Elaboraban variedad de bagatelas y amuletos —collares de concha, de semillas, brazaletes, sandalias, artesanía de influencia árabe o india, etcétera—, y cada día algunos se destacaban por los alrededores, intentando colocar la mercancía o intercambiarla por lo indispensable para comer. No faltaban los competidores de Marcos —éste se había traído sus bártulos— que pintaban o dibujaban. Comían sobre todo fruta. Laureano se preguntó cómo hubieran reaccionado de haberse presentado allí con su descapotable rojo. No le hubieran hecho caso, o quizá lo hubieran tirado al mar.
Laureano no quiso comunicarle a Giselle que Sergio estaba en la cárcel, para no crear complicaciones. Giselle iba con un canadiense, aunque parecía dispuesta al intercambio. Cuando Marcos la interrogó sobre los motivos de su trueque de vida —del mundo marxista al mundo hippie había un buen trecho—, ella dijo sencillamente que se había cansado de la tensión constante, de luchar, y que Sergio y los suyos terminaron por parecerle utópicos. «Claro que a lo mejor ahora he caído en una utopía mayor aún, pero por lo menos aquí me permiten descansar».
¡Por supuesto! Bernadette decía: «En la UNESCO no paro de trabajar. Cuando estoy aquí me pregunto por qué». Tanto era el descanso, tanta la quietud, que Laureano comprendió en seguida que no lo resistiría. Y ya la primera noche les pidió prestada una guitarra y, aunque sonaba horriblemente, los obsequió con un recital.
Entonces se produjo su segunda sorpresa. La mitad del grupo se limitó a leves aplausos, pero la otra mitad se excitó. Se pusieron a bailar en la playa con un sentido del ritmo y un respeto que era difícil encontrar en las boîtes. Puede decirse que cayeron en trance y no le permitían a Laureano que se tomara un respiro. Cabe decir que él les correspondió gustosamente; entre canción y canción, se oían comentarios en diversos idiomas y el rumor de las olas. Bernadette se le acercó y le dijo: «¡Eres épatant!».
Al término del recital los que habían bailado se bañaron desnudos; los demás daban la impresión de no sentir nunca la necesidad de lavarse. Pero no formaban dos comunidades separadas, sino que volvieron a mezclarse como antes.
Marcos se acostó con Bernadette, rememorando su temporada de París, y Laureano con Giselle. Al muchacho le sorprendió que Giselle se comportase como una novata y ella le dijo: «Sergio daba poca importancia a esto y la verdad es que hasta ahora a mí me ocurría lo mismo». Laureano no supo si indignarse o si considerar que aquello podía ser también un aliciente.
El día siguiente fue el día de las preguntas. Laureano se llevó otra sorpresa: no faltaban quienes habían olvidado que fue él quien actuó la víspera. Y en muchos casos le costó arrancar confidencias; menos mal que Marcos y Bernadette le ayudaron. En principio él creyó que todos los que estaban allí se habrían peleado con sus padres, y no era así. Cierto que en la mayoría de los casos se habían producido fricciones, por estar en desacuerdo con el tipo de vida que las familias llevaban; pero abundaban los que respetaban a sus progenitores y los excusaban diciendo que «habían heredado aquel tipo de educación y que era lógico que fueran como eran». Sus convicciones eran, por lo general, profundas, pero sin rencor: novedad para Giselle… y para Laureano. No se sabía adonde iría a parar todo aquello, pero el presente era de por sí importante y un hecho incontrovertible.
—¿Qué opinas de la guerra?
—Una porquería.
—¿Y tú?
—Que me maten; yo no dispararé jamás.
—¿Y tú?
—¡Guerra, guerra! Ninguna guerra ha sido nunca justa. La guerra es la crueldad.
—¿Y tú?
—Las medallas del héroe son el símbolo de la traición a la humanidad.
Laureano insistió:
—¿Cómo definirías al hippie?
—No lo sé. Ser hippie es algo que se siente.
—¿Y tú?
—El hippie elimina, elimina y se queda con lo que le duele o le hace feliz y con el amor por los demás.
—¿Y tú?
—Ser hippie es creer en uno mismo y en que las propias posibilidades son ilimitadas si uno llega a encontrarse.
La mayoría de ellos hicieron su clásico canto a la naturaleza en general —«lo que nos rodea es una lección constante»—; elogiaron a las flores —«viven sencillamente, para alegría de nuestros ojos»— e incluso a las espinas —«hacen daño, pero nosotros estamos acostumbrados a dar sangre»—. Andaban descalzos para «identificarse más con lo natural». «Me siento más libre viviendo bajo el cielo estrellado que en casa de mis padres». «Tengo un árbol que parece un palacio; creo que no me lo merezco». «Durmiendo en el campo el paso del tiempo se advierte a ritmo de corazón. En el firmamento lees tu propio nombre hasta que te duermes y parece como si hasta los bichitos fueran diciéndote: tú también tienes derecho a estar aquí». Aquella comunidad había recogido a una serie de perros enfermos, que nadie quería, y los cuidaba con verdadero amor.
Celebraban sus fiestas, sobre todo, cuando había luna llena. Bajo la luna llena se pasaban la noche en vigilia, en un extraño silencio, casi religioso, en torno a unas fogatas, hasta que al amanecer estallaban en gritos y cantos de alegría y mientras unos se bañaban los otros se ponían a bailar. En otras fiestas se tatuaban de arriba abajo. Una de las chicas, amiga de Bernadette, estaba convencida de que el mejor medio para conocer a los demás era mirarlos a los ojos. «Los ojos lo delatan todo. Con sólo mirar a los ojos de las personas sé si pueden ser amigas o si tengo que huir de ellas». Laureano hubiera querido cerrar los suyos, porque de un tiempo a esta parte todo el mundo le decía que su mirada no era la misma de antes. «Ya sabemos que hay quien nos considera unos vagos, pero otros nos defienden afirmando que no hacemos daño a nadie».
—¿Y cuando tenéis hijos?
Había un par de niños pequeños en la comunidad, y daban un poco de pena. Vestían estrafalariamente, como los mayores, y daban la impresión de estar un poco abandonados.
—Solemos enviarlos a nuestras familias.
—¡Eso no es jugar limpio!
—Quizá no. Pero cada cual hace lo que quiere.
La mayoría sentían curiosidad, aunque sin profundizar, por las religiones orientales, especialmente por el Zen, el taoísmo y los vedas, y muchos pensaban proseguir viaje hacia Marruecos —lo árabe los atraía— y luego irse hacia la India y el Nepal. Por descontado, prácticamente todos creían en Dios y hablaban de ello casi con exaltación.
—Dios es la vida.
—Cada día doy gracias a Dios por conservarme la vida.
—Si pensara que Dios no existe, ya me habría suicidado.
Muchos creían también en la telepatía y, algo menos, en la astrología.
Laureano se impresionó un tanto ante esas afirmaciones religiosas, pues por su parte había dejado de pensar en ello desde hacía mucho tiempo. Dios… ¡qué extraña lejanía! Casi tan lejano como el Colegio de Jesús. Y pensando que Dios existía, ¿cómo concebir que se incendiaran las boîtes y muriesen dieciséis jóvenes? Pero no se trataba de impugnaciones apologéticas, sino de que aquella comunidad, que se bebía a sí misma y contemplaba en vez de diluirse en la acción, creía en Dios y en su contacto personal y directo con los hombres. No dejaba de ser curioso y otro motivo de reflexión… para quien tuviera tiempo y querencia —quizá Marcos— de reflexionar.
¡Las drogas! Casi todos fumaban o tomaban drogas. Eso se veía porque se pasaban unos a otros los pitillos, porque utilizaban las jeringas y porque lo confesaban sin ambages. Aunque existían muchas diferencias a la hora de elegir y las reacciones eran muy diversas. No era lo mismo tomar marihuana que anfetaminas, o tranquilizantes —¡barbitúricos!— que opio o heroína, o que alucinógenos como el LSD. Giselle, por ejemplo, no había pasado de fumar hachís —un desertor de la Legión trajo cierta cantidad— y tuvo la sensación de que flotaba, y le dio un ataque de risa. Bernadette había probado varias —ninguna alucinógena— y se había sentido «más sincera», «como liberada», «con deseos de expansionarse», pero sin muchas ganas de repetir la prueba. Y el acto sexual, bajo el efecto de la droga, no le procuró mayor placer. Marcos, en los días que llevaba allí, sólo había hecho «un viaje», con una cantidad ínfima de LSD. Se negó a contarle a Laureano lo que experimentó, puesto que el tema no le gustaba. Se limitó a decirle que su percepción aumentó, que vio colores preciosos, que la música le pareció más bella y que en todo cuanto veía aparecían calidades desconocidas; aunque luego el abatimiento que le sobrevino, la abulia, lo asustaron.
Laureano quiso hacer honor al diagnóstico del doctor Beltrán —«el muchacho busca sensaciones nuevas»—, y puesto que disponía de poco tiempo, ya que los cinco días se le irían en un soplo, pidió probar, sin más dilación, una cantidad también pequeña de LSD.
Nadie se opuso. Bernadette lo presentó a un drogadicto, que por su larguísima melena, su laxitud, su túnica azul celeste y el encogimiento de su pecho hubiera podido muy bien tomarse por el guru, por el guía o el alma de la comunidad, aunque en realidad no era así, sino el más solitario de todos sus componentes. Nadie sabía de dónde sacaba el LSD, pero no le faltaba jamás y lo suministraba a precio módico, en terrones de azúcar que empapaba previamente. Se llamaba Edward, era inglés, pero chapurraba el español. Llevaba ya una temporada en Ibiza, pero le molestaba que dos de las muchachas estuvieran embarazadas y tenía la intención de trasladarse a Formentera.
—Te daré un terrón de azúcar con doscientos microgramos. Eso bastará para tu primera experiencia. Y te garantizo que la droga es auténtica.
Laureano se sentó en la arena, a la hora del amanecer, en mangas de camisa, e ingirió el terrón de azúcar. A los pocos segundos experimentó una suave náusea y una cierta rigidez en el cuello. Minutos después sintió la irreprimible necesidad de defecar, de modo que mirando a Edward le pidió perdón —éste asintió— y bajándose los pantalones defecó, aunque en pequeña cantidad.
Ello pareció proporcionarle una sensación de descanso, hasta que se repitieron las náuseas. Y de pronto volvió a mirar a Edward, imaginando que era el maestro que lo conduciría por caminos jamás hollados y vio que su rostro se transformaba, alternativamente, en el de Cristo y en el de un sátiro, para volver a la primera expresión.
En ese momento Laureano se sintió invadido por una «nueva conciencia», relacionándolo enteramente todo con lo sagrado. Los que lo rodeaban, Marcos, Bernadette, Giselle y una pareja de daneses, cogidos de la mano, eran sacerdotes y sacerdotisas. Todo lo que había en la playa era sagrado: la tienda de campaña de Edward, el altar; los utensilios, cálices; las botellas, lo mismo; una bolsa de plástico era una hostia y todo aparecía tocado por el dedo de la consagración. Laureano adoró sobre todo una de las botellas, verdes, que comenzó a irradiar una luz sobrenatural, hasta que de pronto se trocó en una imagen obscena, fálica.
Edward le preguntó:
—¿Qué ves y qué sientes ahora?
Laureano entendió perfectamente las palabras, aunque le parecieron llegar de muy lejos.
—Ahora oigo música pornográfica, y ello me llena de indignación, porque los cálices que hay aquí me van a despreciar.
Poco después Laureano cerró los ojos. Sus manos tocaban la arena de la playa y le pareció que la arena quemaba. Entonces tuvo una visión de lo futuro y oyó voces, pero las oyó sólo en el interior de su cerebro, como en una caverna. Se encontraba, como el resto de la Humanidad, sobre las cumbres montañosas de la Tierra, escuchando el discurso que les dirigían dos figuras a muchos centenares de quilómetros de altura. A pesar de su altitud, podían divisarlas perfectamente. Les dijeron que eran los ancianos de aquella parte del Cosmos y habían perdido ya la paciencia con las criaturas terrestres. La recalcitrante, egoísta, avarienta, bélica y bárbara Humanidad se había excedido a sí misma, y ahora que había sido descubierto el poder nuclear, la ultrajante raza que se estaba desarrollando en nuestro planeta podía intentar subvertir todo el orden cósmico. Por tanto, el «Consejo de ancianos» había decidido que, a menos que la Humanidad hallase algo en sus creaciones con lo que justificarse a sí misma, sería aniquilada.
Tras de haber escuchado este mensaje, los terrestres se diseminaron, Laureano en cabeza, escudriñando en sus bibliotecas, museos, historias y parlamentos en busca de algún invento o descubrimiento que pudiera ser la justificación de toda la Humanidad. Exhibieron las grandes joyas del Arte: los Leonardo da Vinci, los Miguel Ángel, los Praxíteles. Pero los ancianos sacudieron la cabeza y exclamaron al unísono:
—No es suficiente.
Entonces mostraron las grandes obras de la literatura, pero resultaron igualmente insuficientes. Buscaron las obras de los místicos; tampoco. Les ofrecieron las figuras de los genios de la religión: Jesús, Buda, Moisés, San Francisco, pero los ancianos se echaron a reír exclamando:
—No nos basta.
Fue entonces, cuando la destrucción parecía inminente y ya todo el mundo se había abandonado a su destino, cuando Laureano pidió una guitarra, alguien se la dio y se puso a interpretar a Juan Sebastián Bach.
Los ancianos escucharon aquellas melodías y grandes lágrimas plateadas, de increíble resplandor, resbalaron por sus luminosos cuerpos, cayendo en medio de un silencio sepulcral. Este silencio se fue propagando hasta que ellos mismos lo rompieron para decir:
—Es suficiente. Uno que justifica la tierra.
Laureano se tumbó en la arena. Su cuerpo era una serpiente o un cocodrilo que evolucionaba hacia la forma humana. No sabía qué edad tenía, si era un niño o un viejo, y oyó un nombre: Beatriz. Aunque la zeta se repetía y parecía un silbido. Su cuerpo empezó a pesarle, lo que le produjo una enorme sensación de fatiga. Cada extremidad le pesaba toneladas y el cerebro debía de pesar como la Tierra entrevista anteriormente con los ancianos. Sus sensaciones táctiles —tenía la guitarra en la mano— eran variadísimas, del hueco del instrumento salían gnomos y si abría los ojos no sabía si lo estaba contemplando sólo Edward —con cara de Cristo o de sátiro— o una multitud, y si la multitud estaba quieta o bailaba rock. Alguien lo aplaudió, pero él quería bailar y no podía; su cuerpo era de plomo. Quería cantar y no se atrevió: le hubiera salido un chorro de voz que hubiera destrozado el Universo. Vio ante sí un gato que le pareció él mismo y también que era como un piano de cola, con teclado en vez de dientes. Luego el aire se llenó del olor amoniacal de la muerte. Olor a amoníaco, a pis, como en el taller de su padre, en el cuarto donde sacaban copias de los planos. Él y el gato estaban matando a mucha gente; a todo el mundo, excepto a Edward. Y por fin tuvo una sensación de agonía, experimentó un sufrimiento inexplicable y sintió ganas de coger la botella verde, que disponía de gatillo, y de pegarse con ella un pistoletazo en la sien.
Poco después abrió los ojos. No estaba tumbado, sino que continuaba sentado. Notaba la boca seca y la lengua espesa. Recobró consciencia y reconoció a los que lo rodeaban.
—Hola…
—Hola…
Vio a su lado el montón de excremento.
—Es mío, ¿verdad?
—Sí.
Lo sepultó con la arena y luego con la manga de la camisa se secó el sudor.
—No me acuerdo de nada, pero creo que lo he pasado fatal.
Hubo un silencio.
—¿No te acuerdas de nada? ¿De nada absolutamente? —le preguntó Bernadette.
—Sólo oigo… un poco de música y sé que me quería suicidar… —Mudó la expresión y añadió—: ¡Y que no podía moverme!
Pegó un salto y se puso en pie, aunque tambaleándose, como para demostrarse a sí mismo que aquello fue una pesadilla.
Edward le dijo que lo mismo podía tener una amnesia total sobre lo que había visto y vivido, como poco a poco ir recordándolo todo con nitidez, en sus mínimos detalles.
—Pero ¿tienes la sensación de que algo tuyo, de muy adentro, se ha enriquecido, o no tienes esa sensación?
Laureano, que había vuelto a sentarse, y que sepultó un poco más los excrementos, titubéo:
—Creo que sí… Aunque no sé en qué puede consistir dicho enriquecimiento.
Edward, más aureolado que nunca, más decrépito que nunca, sonrió y a Laureano le pareció que le veía en la boca el teclado de un piano.
—La clave está ahí —dijo el inglés—. Estas experiencias no se pueden hacer así; y ahora apenas si se dispone de medios para hacerlas de otra manera. Pero día llegará en que esas drogas se controlarán a placer, las dosis convenientes, la forma de tomarlas, el momento exacto, y entonces el hombre dará un salto gigantesco en su propia evolución. Tal como vivimos ahora somos parásitos, no avanzamos, no utilizamos el increíble potencial latente en nuestra biología. El mundo del futuro son las drogas. El mundo del futuro es la bioquímica.
Giselle sonrió. Estaba fumándose un pitillo de marihuana y se lo pasó a Bernadette diciendo:
—Que la hierba crezca sobre el suelo.
Bernadette dio una chupada y pasó el pitillo a Marcos. Marcos repitió la frase y luego añadió: «La marihuana no es nada. Es ni fu ni fa».
Al día siguiente Laureano recordó pe a pa todo lo que había vivido en el transcurso de la experiencia. Con perfecta claridad. Pero le ocurrió que le resultó imposible sacar la menor conclusión. ¿Qué simbolizaba el «Coro de ancianos» que quería aniquilar la Tierra? ¿Los vicios eran una réplica del Apocalipsis? ¿Y por qué la forma de serpiente o cocodrilo evolucionando hacia la persona humana? ¿Y la pesadez del cuerpo y el gatillo en la botella verde?
Le costaba admitir que aquello fuera idéntico a cualquier sueño o pesadilla tenido cualquier noche, sin necesidad de drogarse. Y Edward le afirmó rotundamente que las diferencias eran radicales. «Son alegorías hondas, alegorías muy hondas, que responden a algo verdadero del pasado o del futuro. Si repitieras el viaje otras muchas veces te darías cuenta de que lo de la nueva conciencia es un hecho, con sólo doscientos microgramos en un terrón de azúcar».
Laureano no tenía intención de repetir la prueba. Se lo impedía su temperamento espasmódico y que se cansaba de todo, costándole llevar algo, metódicamente, hasta el final.
—Iré pensando en lo que me has dicho, Edward… Es posible que tengas razón y que algún día descubra ese ignoto significado.
La vivencia hippie le aportó poca cosa más. Aparte de su actitud, que de repente se tornaba glacial, dicha vivencia iba a ser demasiado corta. Preguntó algunas cosas más: cómo compaginar aquella vida con el progreso, indispensable; con la necesidad del trabajo o producción; hasta cuándo resistirían aquella marginación de la sociedad, etcétera. Las respuestas fueron diversas, vagas o consistieron en otras tantas preguntas: qué entendía él por progreso, por trabajo o producción, por sociedad… Estaban contribuyendo a mejorar el mundo, aunque en muy pequeña escala, pues el mundo era inmenso, pero encima de todo les bastaba con no participar en absoluto en las insensateces que cometían sin cesar los gobernantes, las jerarquías, etcétera. «Los hippies son el porvenir». «Mañana todo el Occidente será Hip». «El movimiento hippie es la más fantástica aventura moderna de la juventud». «No aportamos nada nuevo, sólo ser mejores».
Nada de aquello le bastó a Laureano, ni introdujo en sus galerías interiores la más leve conmoción escrupulosa con respecto a la vida opulenta que él llevaba. Ahora casi le dolía no haberse presentado allí con el descapotable rojo. De modo que las buenas intenciones de Marcos —enfrentarlo con el desarraigo, con la falta de apetencias y demás— fracasaron, como antes, en el Kremlin, habían fracasado las especulaciones de Pedro. Laureano volvía a estar seguro de sí mismo, y a no ser porque a través del LSD la playa —y lo restante— le pareció sagrada, hubiera llegado a la conclusión de que aquel fenómeno espiritual colindaba, entre los que se lo tomaban en serio, con la paranoia.
Marcos iba a quedarse en Santa Eulalia, en la isla, todo el mes de agosto, con Bernadette y con sus cuadros. Había vuelto a pintar, estimulado por el éxito de la exposición que hizo al regreso de París. Laureano advirtió que dichos cuadros acusaban a la sazón influencias sicodélicas, pues se habían acabado los volcanes y aparecían por todas partes ojos, narices, orejas, corazones, formas obscenas, una especie de sublimación del cuerpo humano, del organismo en plenitud. El mundo sensorial, «el aumento de la percepción», atributos cenestésicos. A su modo de ver, eran menos originales que los anteriores, más entroncados con el conocido surrealismo. Bernadette estuvo de acuerdo con Laureano. «Sí, es curioso. La droga es una arma de dos filos. Puede llevar a la cumbre, pero también puede mutilar la inspiración».
El catorce de agosto, tal como estaba programado, Laureano se encontraba en Barcelona, en el chalet de la calle de Modolell. Carlos Bozo lo estaba esperando, no sólo para darle el parte de las futuras actuaciones, sino para anunciarle que se había decidido que Los Fanáticos se presentasen al I Festival, que se celebraría en Roma, de la Canción Mediterránea. «Será a finales de octubre. Habrá que prepararse a fondo. Ya tengo medio escrita la canción. Y a ver si tú y Orozco conseguís de una vez dejar de reñir».
¡Roma, Festival Internacional…! Aquello le sonó a gloria, a «música de Juan Sebastián Bach». La sola participación justificaba muchas cosas. Y quién sabe si se mostrarían capaces de dar la campanada.
—¿Cuándo inicias la campaña de prensa?
—A primeros de septiembre.
—¿Así que mañana al «Buena Sombra»?
—Exacto.
—¿Dónde está Javier?
—Por ahí anda, leyendo tebeos.
—¿Amades?
—Acatarrado.
Jaime Amades pretendía que Carlos Bozo y Laureano acabarían hablándose en monosílabos, o por señas. Se conocían ya tanto y trataban siempre tan exclusivamente los mismos temas, que poquísimas palabras les bastaban para entenderse.
Actuaron en el «Buena Sombra» una semana seguida. Una semana durante la cual ni siquiera llamó a su familia. Tampoco ésta lo llamó a él y se dio cuenta de que odiaba a Rogelio —a «tío» Rogelio— más que Merche… Cada vez que leía algo de él lo llamaba «asesino», como los jóvenes de la Modelo detenidos por motivos políticos. Esto último Laureano lo supo porque fue a ver a Sergio al locutorio de la cárcel y Sergio se lo contó. Por cierto, que el hijo de Amades en el fondo estaba contento de pasarse una temporada en chirona. Allá dentro podía hacer una gran labor de proselitismo y leer mucho. «Se estaba captando muchos adeptos, puesto que el peor enemigo del país seguía siendo la ignorancia y en cuanto se abría un poco los ojos de la gente ésta respondía con entusiasmo e incluso con gratitud».
Laureano, en esa visita, dio una muestra más de crueldad. Le puso al corriente a Sergio de que estuvo en Ibiza… con Giselle. «La chica parecía feliz con el canadiense, hasta que llegué yo y lo suplanté. ¿Sabes que no le enseñaste absolutamente nada? Sólo estaba preparada para hacer la primera comunión».
Sergio, rapada la cabeza, se clavó las uñas.
—Le enseñé lo que era el marxismo… Se cansó y prefirió la vagancia; allá ella. Mi pronóstico es que tendrá un final más bien triste…
—¿Más triste que el tuyo?
—Desde luego. —Sergio agregó—: Pero menos que el tuyo.
Tres días después, Laureano estuvo a punto de darle la razón al hijo de Jaime Amades. Le ocurrió lo que nunca pudo sospechar. Despertó a eso de las doce y al ir a orinar notó un intenso dolor… y que segregaba pus. Inmediatamente supo de qué se trataba; blenorragia. Era la primera vez que contraía una enfermedad venérea, pero había oído hablar tanto de ello que estaba archienterado. En las últimas semanas no había ido más que con Giselle, de modo que fue Giselle, con toda seguridad, quien se la contagió. La maldijo con toda su alma y la metáfora de la primera comunión se le antojó fuera de órbita.
Empezó a sentirse mal y tuvo fiebre. Se metió en la cama y meditó lo que debía hacer. Y la fiebre le subió. No quedaba otra solución que avisar al médico y advertir a sus compañeros —y a Carlos Bozo— de lo que le sucedía. En un estado de súbita desesperación llamó a Javier, quien abandonó por unos instantes sus tebeos, y le comunicó la noticia. Javier lo insultó.
—¡Eres un mentecato! ¡Ni un niño de teta caería ya en esas trampas! Ahora se cura fácilmente, pero de momento no podremos actuar. ¡Bonito cartel!: «Suspendido por blenorragia de Laureano Vega».
Juan Luis Orozco se mofó de él.
—Realmente, se necesita ser ingenuo… ¡Buen recuerdo de Ibiza! Vivan los hippies y viva la salvación universal…
Carlos Bozo se indignó también y fue avisado un especialista, el doctor Cremades, que lo trató con penicilina. Sin embargo, cuatro o cinco días no se los quitaba nadie. Amades, ya curado del catarro, fue a verlo y Laureano, en su único gesto de humildad, le pidió que no le dijera nada a Charito…
En cuanto a su familia, los llamó por teléfono y les dijo que tenía la gripe. «No es nada. Un poco de fiebre». Margot sintió deseos de ir a verle, pero se contuvo. «Bien, hijo. Tennos al corriente… y que te mejores».
Laureano, obligado a guardar cama, volvió a padecer de insomnio y a disponer de mucho tiempo para pensar. Y se dio cuenta de que odiaba a mucha gente, además de a «tío» Rogelio. Y de que amaba a poquísima. Otros, como «tía» Rosy, quedaban en una zona intermedia. Tan pronto sentía cierta ternura por ellos como los despreciaba. Aunque lo normal era la completa indiferencia a ráfagas, claro… ¿Qué sentiría si se muriera Carlos Bozo? Imposible adivinarlo, puesto que seguía acordándose especialmente de Narciso Rubio y de Salvador… ¿Qué sentiría si se muriera su abuela, Beatriz? ¿Y por qué, bajos los efectos de los alucinógenos, la z de su nombre silbó como la locomotora de un tren? Se acordó de Merche… ¡La muy coqueta! Maldita Giselle… Por su culpa se sentía tan lejos del erotismo como de actuar en el «Buena Sombra». Aunque el médico le aseguró que el sábado podría estar ya en el escenario y «moverse» como si nada hubiera pasado.
El sábado… Era un plazo muy largo. Era raro que no se le ocurriera coger un libro, aunque no fuese de arquitectura. Sólo poner discos y la «tele».
De pronto, ¡el padre Saumells! El padre Saumells se había enterado de que estaba malo, llevaba mucho tiempo sin hablar con él y se dijo: «¡Voy a visitarlo!».
—No queda más remedio que hacerlo así, puesto que tú no tienes tiempo de pasar por el Colegio… Antes ibas a verme incluso a San Adrián, pero ahora eres famoso y sólo se te puede pescar si estás enfermo…
Laureano se ocultó un poco más bajo la sábana. Estaba esperando a que el padre Saumells le ofreciera un caramelo de malvavisco y no transcurrió ni un minuto siquiera.
—Para la gripe no te hará ningún daño, hijo… Al contrario.
Laureano no supo lo que le ocurrió. Tuvo un pronto de soberbia, de reto. Una necesidad irrefrenable de contar la verdad.
—Es que no tengo la gripe, padre… Ésa fue la excusa para la familia. Tengo unas purgaciones de tamaño natural.
Sorpresa como las que se llevó en Ibiza. Pensó que el religioso pondría cara de susto, y no fue así.
—Claro, claro, es lógico. Con la vida que llevas y tu escasa experiencia…
—¿Escasa? —Laureano lo miró de hito en hito, con exageración.
—Me refiero a la vida en general, ¿comprendes? A todos los que triunfáis tan temprano os ocurren cosas de ese tipo. Yo las pillé también, durante la guerra, porque me nombraron teniente más o menos a tu edad…
—Ya… —Laureano estaba desconcertado.
—Pero ahora no es nada. Entonces la curación era mucho más difícil. De todos modos, mejor no abusar, ¿entiendes?
Fue un diálogo entrecortado, pues el padre Saumells se dio cuenta en seguida de que el muchacho rechazaría cualquier tipo de sermón. Atacando por el lado sentimental —el religioso se había fijado una meta— le puso al corriente de las últimas novedades del «colé», desde que a él lo nombraron director.
—Ahora aquello es una democracia, ya te lo puedes imaginar. Y se hacen unos tests exhaustivos para conocer las inclinaciones de los alumnos y saber si sirven o no para el estudio. ¡Si vieras al pequeño Miguel! Me ha dado recuerdos para ti… Está hecho un matemático. A lo mejor te adivinaba la cifra que ganas cada mes…
Esto último lo dijo no sin cierta sorna, que a Laureano no le pasó inadvertida.
—No necesito contable, padre… Los números están muy claros.
El padre Saumells continuaba teniendo una aureola especial y sólo gracias a ella el chico permitía que estuviera allí, a su lado, en plan amistoso pero inspeccionándolo.
—Pienso muchas veces en ti, Laureano… Y a menudo me pregunto si obraste bien o si cometiste un disparate. Yo al principio más bien te defendí, pero a medida que pasa el tiempo no sé qué pensar.
Laureano se puso nervioso.
—Lo que no entiendo es por qué todo el mundo se empeña en opinar sobre lo que hago o hubiera podido hacer. ¿Por qué a los demás los dejan tranquilos?
—No deja de ser una distinción —contestó el padre Saumells—. Por lo demás, no olvides que tú estás en un escaparate. No mueves un dedo que no tenga resonancia, y hagas lo que hagas sale en los periódicos.
—Pero una cosa es mi vida profesional y otra mi vida particular. Esta última deberían respetármela. Y conseguiré que me la respeten, aunque sea a fuerza de mordiscos.
—Yo creo que tú tienes la culpa, por lo menos en gran parte —opinó el padre Saumells—. Se te ve crispado, compréndelo. Capaz de tomar las decisiones más imprevistas. ¡Has cambiado tanto! Y conste que no he venido a pedirte que cantes en las Congregaciones Marianas…
Laureano no pudo menos de sonreír. Aunque inmediatamente se puso serio.
—Las Congregaciones Marianas… Ya ni me acuerdo del «yo pecador»…
El religioso vio una puerta abierta.
—Ni de Dios tampoco, supongo… O muy rara vez.
—No tengo tiempo. ¡Tantos ensayos! Y siempre de un lado para otro… Además, en el «colé» me contaron demasiadas mentiras.
—¡No lo dirás por mí, supongo!
—No, no, hablo en general. El padre Sureda, por ejemplo… ¿Sigue hablando del infierno?
El padre Saumells titubeó.
—Imagino que sí… —Luego agregó—: Yo sigo predicando el evangelio.
—Los evangelios son muy contradictorios. Hay pasajes que no he conseguido comprender nunca.
—A mí me ocurre eso con tu música —sonrió el religiosa—. En términos generales, me gusta, pero a veces… A cada uno lo suyo.
Hubo un silencio. El religioso, como de costumbre, echó una mirada a su reloj y luego preguntó:
—¿Y por qué esa tirantez con tu familia, Laureano? ¿Puedo hablarte de eso o me tratarás a patadas, como a veces tratas a los fotógrafos?
Laureano cambió de postura en la cama.
—¿De quién cree usted que es la culpa, vamos a ver?
—Enteramente tuya, por supuesto.
—Ya lo suponía.
—Natural. Tus padres son tus padres y has olvidado eso tan elemental. Habrán cometido errores, pero pocos. Simplemente, presintieron desde el primer día que si te daban un micrófono te convertirías en un perdonavidas. Y eso es lo que ha sucedido.
El muchacho se dio cuenta de que el religioso había decidido desafiarlo y lo miró otra vez de hito en hito.
—Yo no perdono la vida de nadie.
—Eso es lo malo.
—No juegue a lo fácil, por favor. Quiero decir que soy el mismo de antes, pero que he de protegerme contra la popularidad y defender mi independencia.
—Si no fuera más que eso, no se te iría secando el corazón.
—¡Eso suena bien para ponerle música!
—Y si fueras el mismo de antes serías capaz de sonreír espontáneamente; ahora no puedes.
—Ha venido usted con banderillas, ¿eh?
—No tengo por qué ocultártelo. Que tú no seas feliz, pase. Pero que siembres la infelicidad alrededor, entre personas que yo quiero muy de veras, eso me parece excesivo.
Laureano adoptó aire fanfarrón.
—¿Y qué es lo que piensa hacer?
—Nada. Absolutamente nada… —Volvió a mirar el reloj—. Marcharme pronto, porque en el «colé» tengo que hacer. Simplemente, dejar que los días pasen… y leer cada mañana el periódico.
—Eso… es como una amenaza, ¿verdad?
—¡De ningún modo! En lo que a mí toca, el día que sea, en el momento que sea, me llamas y estoy a tu disposición. Yo te quiero como siempre, Laureano. Digamos que eso es más bien… una profecía.
—También usted ha cambiado. Antes no se las daba de profeta.
—Ni ahora tampoco. Pero tu caso es tan evidente que no se necesita ser ningún lince para anticiparse. Hastío, blenorragia, resentimientos… ¿Qué se puede esperar? —El religioso se levantó—. ¿Quieres otro caramelo?
—No gracias. Ya me ha dado bastantes…
—Bien, pues queda con Dios… No te ofenderá que me despida de esa manera, ¿verdad? En mi caso la profesión y la vida privada se confunden…
—Sí, conozco el tema.
—Pues que te alivies… y hasta otro día. ¡Ah! Y te felicito porque, como cantar, cantas bien…
—Tal vez me esté tomando el pelo, pero resulta que es la verdad.
El padre Saumells se fue. En realidad el religioso se comportó de aquella manera porque creyó que era lo más conveniente para el chico. No tenía la menor esperanza de influir en él seguidamente; pero a veces una palabra se grababa en el cerebro y en un momento determinado…
Laureano se puso hecho un basilisco. Encendió un pitillo y quemó, como siempre, la sábana. «¡Habráse visto! El famoso padre Saumells… ¡Hizo la guerra, claro! Y hoy se ha acordado de eso…».
Entró Javier y le preguntó:
—Un curita… ¿Ha venido a confesarte?
Entró Juan Luis Orozco y le gastó la misma broma.
—Nada de eso —contestó indiferente Laureano—. Un antiguo amigo de la familia. Durante la guerra también pilló purgaciones…
—¿Eso te ha dicho?
—¡Oh, es un gran tipo! Pero hoy tenía un día malo.
—A lo mejor te ha cantado cuatro verdades —hizo el «batería».
—Orozco, no empieces…
—¿Yo? ¡Por mí…! Con tal que el sábado puedas orinar sin tanta jeremiada y podamos tocar en el «Buena Sombra»…
—Gracias por tu interés.
—No hay de qué.
El percance se superó y Los Fanáticos volvieron a estar en el candelero. Rogelio hacía lo imposible por acercarse a Laureano y tener una conversación con él. No sabía por qué, pero sentía la necesidad de una reconciliación. Pero Laureano se mostraba inflexible. Dieciséis muertos se interponían entre los dos. No había nada que hacer.
Carlos Bozo consiguió que, antes del Festival de Roma, el conjunto actuase en una velada en el Olympia de París, al lado de otras orquestas. Era el mes de septiembre. Tuvieron mucho éxito, la crítica los trató muy bien y el público los obligó a bisar la canción.
Fue un viaje rapidísimo, de ida y vuelta, de modo que Laureano apenas si vio nada de la capital de Francia. El tiempo justo de dar una vuelta en taxi, de comprar un libro para su madre —¡buen detalle!— y de saludar a Bernadette, que fue al Olympia a escucharlos.
—Buen recuerdo el de Ibiza… —le dijo Laureano, irónicamente.
Bernadette, que ignoraba lo de la enfermedad venérea, contestó:
—Ya lo imagino. Giselle te echó mucho de menos… —Luego añadió—: Marcos se quedó allí. Últimamente volvía a pintar mejor, pese a que Edward lo convenció para que se tomara de vez en cuando algún terrón de azúcar…
La prensa española había empezado la propaganda de la actuación de Los Fanáticos en Roma. Por desgracia, no sería retransmitido por Eurovisión. Y a finales de octubre, conforme a lo previsto, tuvo lugar el acontecimiento.
¡Santo Dios, qué fracaso! En sexto lugar… La canción, compuesta por Carlos Bozo, se titulaba «Siempre adiós» y no gustó a los jurados. El conjunto cantó como siempre, tal vez algo nervioso, pero la canción falló. Pasó inadvertida. La melodía era melindrosa —parecía napolitana— y ganó, con toda justicia, un conjunto griego, con algo de mucha mayor fuerza.
Regresaron cabizbajos, después de una tremenda discusión. Se jugaban mucho en el Festival y si hubiera conseguido ganarlo el paso era definitivo. Carlos Bozo se defendió con ahínco. A su entender fallaron ellos, sobre todo, Laureano, que cantó sin convicción.
—¡En los ensayos dijiste que la melodía te gustaba!
—Sí, pero los ensayos se hacen en casa. Allí me di cuenta en seguida de que era una birria… Además, yo la defendí como siempre. Simplemente, era mala y no gustó.
La prensa española dio la noticia con grandes titulares, no sin cierto regocijo por parte de algunos críticos. Los Fanáticos tenían enemigos y otros conjuntos —Los Truhanes, por ejemplo— gozaban de creciente predilección. Tal vez los desplantes de Laureano estuvieran influyendo en ello. «Los Fanáticos fracasan en Roma». «Sexto lugar». «Sólo Albania detrás de Los Fanáticos», etcétera.
Nadie los recibió en el aeropuerto. Jaime Amades no se atrevió a movilizar ni autocares, ni gorritas, ni banderolas. Sólo había algunos periodistas, pero Laureano, que a la ida dejó el descapotable rojo en el propio aeropuerto, echó a correr hacia el coche y consiguió escabullirse.
Y a partir de ese día cundió en el muchacho, de nuevo, el descorazonamiento. Y su válvula de escape fue precisamente el coche…, como en otros tiempos le ocurriera a Andrés Puig. Puesto que en el chalet de la calle de Modolell discutía siempre con Orozco, se ponía al volante y se lanzaba por esas carreteras al buen tuntún. Aurelio Subirachs se cruzó con él en la Diagonal y dijo: «¡Está loco! ¡Se matará!». El arquitecto estaba seguro de que era eso lo que pretendía y reconsideró el incidente aquel de los barbitúricos. Claudio Roig no era de la misma opinión. Por una vez contradijo a su jefe. «Laureano no se suicidará. No tiene temperamento para hacerlo. Está pasando una crisis, eso es todo».
Julián y Margot se enteraron del frenesí con que Laureano conducía y se preguntaron si, tratándose de eso, no debían intervenir. Aurelio Subirachs les dijo que sí; el padre Saumells, como siempre, los desanimó.
—Creo que sería un error… Después de la visita que le hice, creo que lo único que cabe es desearle suerte…
—Pero ¡padre!
—Sí, que los hados le sean favorables, nada más.