CAPÍTULO XLII

A LAS TRES SEMANAS JUSTAS de ingresar en la cárcel, Rogelio y Alejo salieron en libertad bajo fianza. Fianza de cuantía importante, pero que para la Agencia Cosmos era una ridiculez. Imposible pedir más diligencia por parte del abogado defensor, Eusebio Comas, quien una vez más demostró sus exhaustivos conocimientos profesionales, tal como Ricardo Marín había previsto.

Rogelio, en la Modelo, recibió muchas más visitas que Alejo, pero ello no le ayudó a levantar cabeza. De repente se acordaba de los muertos —Alejo, jamás— y estaba perdido. No es que sintiera pena por ellos, pero el delito le parecía monstruoso. Comía muy poco —el rancho colectivo le daba náuseas—, y continuaba con incesantes ganas de orinar. Resultado, que adelgazó sensiblemente, lo que en cierto modo mejoraba su aspecto. «Has perdido la alegría y la tripa», se mofaba Alejo, que lo que mayormente echaba de menos era el bastón.

Alejo confiaba mucho en Eusebio Comas…, en el prestigio y en el dinero. Creía que el abogado —colega suyo, no cabía olvidarlo—, una vez se encontraran en la calle echaría mano de mil triquiñuelas para alargar indefinidamente el proceso y conseguir que, a la postre, la pena fuera lo más reducida posible. No porque viera la posibilidad de sobornar a la justicia; simplemente, los intereses creados y aplacar la cólera de los parientes de las víctimas, a base de ofrecimientos generosos para las indemnizaciones.

—¿Qué sacarás con hacerte mala sangre? Acuérdate de la angina de pecho. Mucha calma, confianza en tu nombre… y en la suerte. ¿No me habías predicado mil veces que creías en la suerte? Pues demuéstralo.

El gran alivio del constructor, y al propio tiempo su gran pesadilla, era dormir. Dormía —y roncaba— horas y horas. Y tenía sueños absurdos, aunque de signo distinto a los de Laureano. No soñaba con que se quedaba mudo y con que los mudos lo perseguían; soñaba con que se quedaba ciego. Las sortijas de Rosy brillaban tanto que de pronto le quemaban las pupilas y se quedaba ciego. Entonces acudía Marilín que lo acariciaba e intentaba consolarlo, y le daba a beber un vaso de bicarbonato. También soñaba con que lo condenaban a fregar el piso de todas las habitaciones de todos los hoteles de la Agencia Cosmos. Se veía con delantal, arrodillado y fregoteando, en Lloret de Mar, en Mallorca, en Torremolinos. Al despertar, pegaba un brinco en el camastro y se encontraba siempre con el mismo espectáculo: la luz incierta del amanecer al otro lado de los sólidos barrotes.

A la salida de la cárcel no lo esperaba su Chevrolet, sino, por discreción, un taxi, en el que iban Rosy y Julián. El taxi depositó primero en el Ritz a Alejo —éste se dirigió a pedir la llave como si llegara de un crucero por el Caribe—, y luego continuó camino hasta la avenida Pearson, donde Dog pegó, en el patio, unos saltos jubilosos que Rogelio le agradeció sobremanera. El jardinero, Serafín, se quitó la gorra y le dio los buenos días, nada más. Las doncellas aguardaban aturulladas y el resto de la casa… parecía repleto de whisky. Rosy mandó traer botellas de whisky de distintas marcas, aun sin saber si a Rogelio le apetecía y si le sentaría bien. Fue una suerte que Julián estuviera presente, pues la pareja, a solas, no hubiera sabido cómo resolver la situación.

Rogelio no podía con su alma. La libertad lo impresionó menos de lo que esperaba… porque sabía que era provisional. Rosy, al darse cuenta de este hecho, reaccionó con energía. Se le hacía raro ver a Rogelio tan delgado y poder hablarle de tú a tú, sin rejas de por medio, sin el horrible locutorio en el que, para dialogar con los demás detenidos, unos vecinos vociferaban a pleno pulmón, mientras otros parecían estar en un confesonario.

—Por favor, Rogelio, es la hora de la verdad… No chaquetees ahora. Yo me he mantenido en mi puesto todo ese tiempo y tú debes hacer lo mismo. Los dos a solas no podemos mentirnos, porque de nuestro amor no quedan ni las cenizas, dicho sea sin metáfora; pero de puertas afuera, más unidos que antes. Y tú, firme en tu puesto, en la Constructora, en la Agencia, en los clubs… Ir a todas partes —a los estrenos de gala—, como si nada hubiera pasado. Si te echas para atrás y te descubren acomplejado, te aplastarán como a una chinche.

—No es fácil lo que me pides —replicó Rogelio—. En mis condiciones enfrentarse con la sociedad no es comer gambas a la plancha. Todo el mundo sabe lo que pesa sobre mis espaldas, que tengo que presentarme a la policía los días uno y quince de cada mes y que no puedo ausentarme de Barcelona sin pedir permiso.

—Deja que los demás piensen lo que quieran. Tienen razón, por supuesto, pero tú ya no lo puedes remediar. Se trata de salvarte a ti mismo, de no andar mendigando por ahí un saludo o que te encarguen la construcción de una casa de dos pisos.

Intervino Julián.

—Además, la prueba te servirá para saber quiénes eran amigos tuyos de verdad y quiénes lo eran por conveniencia o frívolamente.

—Claro, claro —admitió Rogelio—. Cuando hay tempestad es cuando sabemos qué techo nos cobija. Pero por más esfuerzos que hago no soy 1 de antes. A lo mejor logro superar el bache, como Alejo, y adaptarme a la idea de que si no lo hago así estoy perdido, como dice Rosy.

—¡Cómo! Y te lo repetiré hasta la saciedad. —La mujer agregó—: Y piensa que los que más te criticarán son los que tienen las manos igualmente sucias, con la salvedad de que las órdenes que han dado no han acarreado ninguna desgracia. —Rosy era la que más bebía y añadió—: Aquí, desde luego, el que tiene razón es Marcos: el mundo entero está podrido, y no tú solamente. Las excepciones se cuentan con los dedos de una mano. Eso tiene que consolarte y darte ánimo.

Julián no compartía este punto de vista ni coincidía con las directrices del diálogo, pero sí con la finalidad de que Rogelio no se quedara encerrado en casa como si siguiera en la Modelo.

—En esas tres semanas Aurelio y yo, con la ayuda de Marilín, hemos procurado que en la Constructora tu ausencia se notara lo menos posible. Tengo entendido que Ricardo Marín y Montserrat han hecho lo mismo en la Agencia Cosmos y que los hoteles y demás funcionan como siempre. Rosy te ha estado hablando de simular, de puertas afuera, que estáis unidos… ¡A lo mejor os embaláis y esto os sirve para esa reconciliación en regla que todos estamos esperando! A veces las grandes aflicciones obran milagros y ése sería el mejor que podría Hoveros del cielo. —Julián, mirándolos a los dos, recordando los muchos años que hacía que los trataba, se emocionó un poquitín—: La verdad es que daría cualquier cosa para que de las cenizas que Rosy ha citado renaciera entre vosotros un poco de amor…

Rosy se envaró. Llevaba un collar de perlas y tiró de él lo justo para no romperlo.

—Muchas gracias, Julián… Pero conseguir amor bajo fianza es entre nosotros más difícil que conseguir la libertad.

Rogelio opinaba lo mismo… pero con harto dolor. En la cárcel había meditado mucho sobre el particular. Y aun cuando culpó a Rosy, en gran parte, del camino que emprendió y en consecuencia de los resultados —incluso con respecto a los hijos—, se dijo que su error más grave fue no cuidar del matrimonio como cuidó de los negocios. Su gran fracaso fue ése. Por eso las palabras que había pronunciado Julián le hicieron mella de un modo especial. Por eso el día en que el arquitecto y Margot fueron a verlo al locutorio, al observar que sin darse cuenta iban cogidos de la mano, experimentó una sacudida y una ráfaga de celos que aquella noche incidieron en sus sueños sobre la ceguera. Ciego se necesitaba estar para no advertir que Rosy era más importante que la Constructora y que cualquier operación destinada a conseguir dinero. Pero sin duda era tarde para volver a empezar, y por desgracia él no creía en los milagros…

—Vamos a dar tiempo al tiempo —declaró, en un tono de voz más enérgico—. Por lo pronto, estaré muy ocupado poniéndome una máscara cada mañana y saliendo por ahí…

En la Constructora no hubo problema. Hizo chascar los tirantes, encendió un cigarro habano y todo el mundo en su puesto, empezando por Marilín, a la que hizo un obsequio en premio a su reconocida fidelidad. Rogelio se enteró, aparte de lo que le contó Julián, de que su secretaria se había ido al «007» de madrugada y que su tez era espectral y su llanto sin consuelo.

Los funcionarios de la empresa procuraban no mirarle a los ojos, nada más. No se atrevían. O no querían patentizar lo que sentían o tenían miedo de que «don» Rogelio no fuera el mismo. El encargado de la correspondencia le entregó varios anónimos que se habían recibido y que contenían amenazas. Rogelio los leyó, fingió no afectarse y dijo: «¡Basura! A la papelera».

Donde hubo problema fue precisamente en el Club de bridge. Su entrada en él, del brazo de Rosy, fue espectacular. Merche se volvió ostensiblemente de espaldas. Hubo carraspeos, tos, espirales de humo de cigarrillo que volaron hacia el techo. Pero la mayoría lo saludaron y manifestaron alegrarse de verlo otra vez. El conde de Vilalta se mostró casi tan duro como Merche. Le dijo que deseaba hablar con él y se fueron al reservado en el que solían fabricarse los adulterios. Allí le cantó las cuarenta. Lo que había hecho no tenía nombre, no existía la menor excusa. Le suponía enterado de que había vendido a Ricardo Marín las acciones de las salas de fiestas y si no hizo lo mismo con las restantes de la Agencia Cosmos fue en atención al banquero y porque en los hoteles se jugaba limpio. «Hay cosas que un caballero como yo no puede dejar pasar». Rogelio se contuvo, consultó sin disimulo su reloj, como si tuviera prisa, y declaró: «Es usted muy dueño, señor conde»; y se levantó y regresó al salón, donde tenía lugar un reñido campeonato.

También hubo problema en Arenys de Mar. Lo peor fue el encuentro con su suegro, el doctor Vidal. El doctor Vidal se calló lo de su visita a la Modelo, pero quiso dejar bien sentado que, de saber con quién se la había, no le hubiera concedido la mano de su hija.

—No exageres, Fernando —terció Vicenta—. Un mal paso lo da cualquiera.

Rogelio, consciente de que ni en los días triunfales su suegro lo miraba con simpatía, no intentó siquiera defenderse. Aguantó como pudo el chaparrón. Hubiera dado lo que fuere para recibir la visita de su madre, que seguro que lo hubiera tratado con el cariño austero de siempre; pero para verla y para ver a sus hermanos tuvo que ir él al plantío de Llavaneras, donde la escena fue todavía más tensa que de ordinario.

Una sonrisa en medio de ese círculo adverso: el nacimiento del nieto, del hijo de Carol. Era varón y se llamó Antonio, Antoñito para la familia. Cierto que los consuegros no disimularon sus sentimientos de hostilidad cerca de Rogelio, ni el primer día ni el día del bautizo; pero el nieto… El nieto era una bendición, y a Rogelio con sólo mirarlo se le humedecían los ojos. Experimentaba una sensación dulce, como hacía tiempo que no recordaba otra igual. «¡Se parece a mí! ¡Es igual que Carol!». Sebastián, el padre de la criatura, aficionado a las lonas y al ping pong, admitió que era cierto. Era un muchacho que, a fuerza de no tener complejos, vivía en un mundo bastante real, sin inventarse nunca gratuitos eufemismos.

Antoñito había de ser la nota alegre y cristalina en la vida de Rogelio, quien en cuanto podía hacía una escapada y se iba a verlo. Carol lo recibía de buen talante. Y el crío lo miraba sin acusarlo absolutamente de nada, lo que para el constructor era una recompensa inapreciable. Si alguna vez sonreía, el contento del abuelo era tal que no podía describirse.

Duras las relaciones con Pedro, con su hijo. Rogelio esperaba que éste lo aguardaría en el taxi, a la salida de la cárcel. Al no verlo sufrió una decepción. En cambio, el muchacho almorzó al día siguiente con ellos en la avenida Pearson, y cabe decir que repitió el gesto muy a menudo, mucho más a menudo que antes. Pero ocurría que no había diálogo posible, que no encontraban motivo de conversación.

Pedro no quería tocar el tema del «007» ni valerse de ello para reforzar su postura. Lo hizo con su madre y bastaba. Entonces ¿de qué hablar? Rogelio a veces se mostraba ocurrente y contaba anécdotas de su vida pasada, que llenaban los minutos; otras veces cometía la torpeza de aludir a incidencias de su estancia en la cárcel y entonces la atmósfera se hacía espesa. Menos mal que de tarde en tarde se le ocurría preguntarle a Pedro por lo que estaba haciendo. Entonces el muchacho se animaba y le contaba que seguía escribiendo su ensayo sobre la «rebelión estudiantil en la Universidad», analizando las causas, las causas por las cuales eran precisamente los universitarios los que, en aquel asalto a los valores establecidos, llevaban la voz cantante. Rogelio lo escuchaba ahora con mucha atención. Porque, al parecer, aquello ocurría lo mismo en España, que en Francia, que en Estados Unidos, que en el Japón. En otras circunstancias el constructor hubiera pegado un puñetazo en la mesa… o hubiera eructado; entonces, no. Se interesaba por detalles del esfuerzo que Pedro llevaba a cabo… y le deseaba mucha suerte.

Lo cual no significaba que Pedro estuviese contento de sí mismo. Tenía muy presente las palabras de mosén Rafael —«tienes que estar al lado de tu padre»— y al ver que no conseguía cumplir su promesa se sentía culpable. ¡Con lo que Rogelio lo necesitaba! Porque la lucha del constructor era realmente titánica, atizado por Rosy, que fiel a su consigna quería hacerlo aparecer en público como si ninguna mancha oscureciese su vida. Y eso era imposible. En el gremio recibía muchos desplantes —y los recibía de personas como Gloria—, como le ocurría a la propia Rosy en la peluquería, en las boutiques, en los lugares más impensados. Tuvo que dimitir de directivo del Barça, por la muerte, en el «007», de la hija mayor del que actuaba de tesorero. Aunque lo peor eran los periódicos. Continuamente publicaban noticias referentes al proceso que se seguía, y casi siempre cargando la nota con mala intención. Entonces Rogelio a gusto hubiera permanecido oculto en la avenida Pearson. Cabe decir que por lo general conseguía dominarse; sin embargo, muy a menudo se auscultaba el corazón, porque temía que también éste en cualquier momento le jugara una mala pasada.

Lo que lo impresionaba era oír a Los Fanáticos. Cuando cantaban por radio, o salían en la televisión, o veía alguno de sus posters por la calle —sin Narciso Rubio y sin Salvador—, se arrebolaban sus mejillas, entre otras razones porque había vuelto a engordar. ¡Y con motivo de la película! Durante varias semanas no se habló de otra cosa. Entonces el incendio del «007» se instalaba en su mente y se ponía nerviosísimo. Menos mal que Carol no estaba en casa con sus eternos discos pop y que Margot los invitaba con frecuencia a General Mitre, donde, si bien Beatriz lo miraba de mala manera, Margot los obsequiaba con su sonrisa de siempre. ¡Ay, los esfuerzos de Margot! Eran también de padre y muy señor mío. Había retado a Laureano y debía hacer honor a ese reto; pero además, Rogelio la repugnaba —todos sus pronósticos se habían cumplido— y sólo el sentimiento cristiano y los ruegos de Julián podían lograr que disimulase. Cuando pensaba que Laureano pudo ser una de las víctimas en la boîte le daba una especie de mareo que a duras penas conseguía vencer.

Los Fanáticos eran una obsesión para Rogelio, porque se encontraba con su efigie por todas partes, como se encontraba con algunos edificios levantados por la Constructora o con el monigote regordete y sonriente, que ahora se le antojaba una alusión cáustica. ¡Y Amades se empeñaba en torturarlo hablándole de sus éxitos! Rogelio miraba al exasmático y estaba seguro de que también pararía en la cárcel, lo mismo que Carlos Bozo. Si alguien podía calibrar hasta qué punto la pareja estaba materializada y explotaba a «Laureano y sus muchachos», ese alguien era Rogelio. ¡Rosy tenía razón! Aquello era también una estafa —se quedaban con una buena tajada de los ingresos— y nadie ponía por ello el grito en el cielo.

Lo malo para Rogelio era que continuaba con las mismas aversiones, con los mismos miedos. Más que nunca lo hubiera asustado subir a un avión; y más que nunca —puesto que continuaba recibiendo anónimos— seguía asustándolo quedarse solo… Antes, Amades lo acompañaba a todas partes; pero ahora… No tuvo más remedio que acudir a Alejo, aunque sus relaciones con éste se habían complicado lo suyo. Alejo, que exhibía ya otro bastón con puño de plata, a menudo se excusaba —tenía mucho trabajo y estaba mucho más tranquilo que Rogelio—, pero frecuentemente lo acompañaba, y hasta se avenía a jugar a las cartas con él en la avenida Pearson, lo mismo que en la Modelo, aun a sabiendas de que en este terreno con el constructor no tenía nada que hacer.

A todo esto, le llegó a Rogelio, por el ángulo más inesperado, otra complicación: los meublés. Uno de los periodistas fisgones, amigo de Sergio, aprovechándose de que a raíz del sumario instruido contra Rogelio se exhumaba la vida de éste en todos los terrenos, se enteró de que el hombre era propietario de cinco meublés, entre los cuales figuraba «La Gaviota». En el periódico apareció una noticia redactada de forma sibilina y equívoca, que dio pie a toda clase de interpretaciones. Total, que el asunto, al pasar de boca en boca, fue desvirtuándose de forma alarmante. Pronto resultó que Rogelio no sólo tenía meublés sino una red de casas de prostitución y que muchas vedettes del «Molino» estaban a sueldo suyo, como lo estaba la gogó filipina del «007».

Complicación… Todos cuantos se enteraron de aquello sintieron un repeluzno difícil de dominar. El conde de Vilalta exclamó: «¡No me extraña absolutamente nada!». Margot se mordió las uñas y en un arranque poco habitual en ella afirmó que hasta nuevo aviso Rogelio no volvería a entrar en General Mitre. También Julián se indignó —a veces se preguntaba por qué defendía con tanto ahínco al constructor— y Aurelio Subirachs lanzó seis flechas seguidas a la diana de la pared de su despacho. En cuanto a Carol, no supo qué decir —casi quería esconder a Antoñito para que Rogelio no lo viera—, y Pedro, muy a pesar suyo, se enfrentó de nuevo con su padre en términos de una dureza extraordinaria.

Rogelio se defendió como un león. Negó que aquello fuera verdad. «Esto es una infamia. Ahora todo son calumnias y van a colgarme hasta atracos a las joyerías y asesinatos de guardia civiles». Hablaba con tal convicción que algunas personas dudaron, pues era cierto que todo el mundo se atrevía con los árboles caídos. Además, ¿de dónde había salido la noticia? ¿De un periodista? ¿De Sergio? Sabido era que los periodistas inventaban cualquier cosa; y en cuanto a Sergio, sus ideas eran harto conocidas y siempre apuntaba en la misma dirección.

Ricardo Marín, al oír el nombre de «La Gaviota», tembló de pies a cabeza, pues se acordó, naturalmente, del chantaje de Alejo. ¿Y si Alejo le había contado a Rogelio «lo suyo y lo de Rosy»? ¿Y si Rogelio utilizaba también «el mirador»?

Como siempre en esos casos, optó por la audacia, por jugárselo todo a una carta y llamando a Rogelio le increpó.

—¡De modo que cuando fui a consultarte lo del chantaje que me estaba haciendo Alejo, el propietario del meublé de marras eras tú! ¡Y tú sin soltar prenda! ¡Y Alejo fisgoneando, inspeccionando, para ti, en ese sucio negocio! Rogelio, te ruego que me des ahora mismo una explicación, si es que la explicación existe; de lo contrario, tendré que hablarte como nunca lo he hecho hasta ahora…

Ricardo Marín no cesaba de tragar saliva. Le temía a la reacción de Rogelio más que a una bayoneta. ¡Si Rogelio estaba enterado! Pero al instante se dio cuenta de que no era así. Rogelio se deshizo en explicaciones.

—Si en aquel momento te hubiera confesado que yo era el dueño de «La Gaviota», hubieras podido sospechar que también estaba al corriente de quiénes entraban y salían, lo cual no era cierto. Eso era privativo de Alejo, que, como sabes, es un pervertido. Por eso me callé. Luego ya no hubo ocasión de volver a tocar el tema y bastante hice con contribuir a que Alejo cumpliera su palabra de no delatarte, de no comunicar a nadie la identidad de la mujer que te acompañaba…

Ricardo Marín recobró la respiración. Tan eufórico se sintió, que tuvo arrestos para atacar nuevamente a Rogelio por lo de los meublés lo de las casas de prostitución no se lo creyó jamás.

—Realmente, has sido un tipo incansable —le dijo—. No te ha importado de dónde ni cómo llegaba el dinero a tus manos. ¿Qué necesidad tenías de embarcarte en un asunto así?

Rogelio se acordó de las palabras de Rosy: el mundo está podrido.

—¿En serio crees que un meublé es algo más inmoral que un banco, que el Banco Industrial Mediterráneo? Ricardo, eres demasiado inteligente para afirmar una cosa así.

Ricardo Marín sonrió. No podía evitar sentir simpatía por el constructor.

La otra persona que supo, por boca de Rogelio, que lo de los meublés era verdad, fue Rosy. A Rosy no podía engañarla —la mujer le leía los ojos, los pensamientos, la médula de los huesos— y le confesó: «Pues sí. ¿Qué más da una cosa que otra? Además, es un asunto que está legalizado, permitido por la ley. Las casas de prostitución, no, pero los meublés, sí. Alejo me lo sugirió y acepté».

Rosy, enterada también de que entre los que le pertenecían figuraba «La Gaviota», no tembló como Ricardo, porque ignoraba lo de que en la entrada existiera «un mirador» y porque Rogelio, caso de conocer su infidelidad, la hubiera estrangulado o poco menos. Pero el desprecio que sentía por su hombre se acrecentó más aún.

—Realmente, eres un cerdo, Rogelio… Dicho sea sin perdón. Dondequiera que haya cochambre, estiércol, allí estás tú.

Rogelio no quería prolongar aquella conversación. Pero se dio cuenta de que el odio de su mujer se había duplicado. Y a partir de ese día advirtió que en todas partes era recibido con mucho más recelo que al salir de la cárcel. Por lo visto lo de los meublés, pese a estar legalizados, causaba una impresión terriblemente desagradable.

No sabía qué hacer. Poco a poco iba adentrándose en un callejón sin salida. Por otro lado, el abogado, Eusebio Comas, se mostraba escasamente optimista. Le daba esperanzas con respecto a la duración del proceso, pero era muy realista en al cuestión de las indemnizaciones y, sobre todo, en cuanto a los años de cárcel que el fiscal pediría para él —con Alejo sería mucho más indulgente—, y que no tendría más remedio que cumplir.

Rogelio se amilanó. La carga del desprestigio le pesaba ya mucho, y ponerse la máscara todos los días aún más… Pero la perspectiva de unos años de cárcel era superior a sus fuerzas.

Así las cosas, inesperadamente, y gracias a Alejo, se le abrió una perspectiva inédita. Una mañana en que salían ambos de declarar en el juzgado, Alejo lo detuvo en la acera y le dijo:

—¿Sabes lo que he pensado? Yo, en tu lugar, me largaría…

Rogelio se quedó inmóvil y lo miró, parpadeando.

—No te entiendo. ¿Qué quieres decir?

—Lo que he dicho. Que me largaría al extranjero… Situaría allí todos los fondos que pudiera y a vivir. —Se volvió hacia el edificio que acababan de abandonar y haciendo un gesto añadió—: Adiós, muy buenas.

La primera reacción de Rogelio fue tacharlo de chalado y delirante. ¡Menuda solución! ¿Adónde se iría? Si tuviera treinta años, cuarenta… y le fuera factible volver a empezar… ¡En el extranjero no conocía más que a Juan Ferrer y lo tildaría de cobarde! Además, ¿y Rosy? ¿Qué haría con ella? ¿Y aceptaría Rosy irse con él? ¿Y de dónde sacar los arrestos para pegar un salto así?

Alejo no se tomó la molestia de entrar en detalles. «Piénsalo…», le dijo. Subieron a un taxi y le pregunto: «¿Te dejo en la Constructora?».

Rogelio estaba un poco aturdido y contestó:

—Pues sí.

Así lo hicieron. Alejo siguió viaje hacia el Ritz y Rogelio subió a su despacho y se encerró en él. No era hora de oficina y estaba solo. De las paredes habían desaparecido incluso las mujeres en bañador. De pronto Rogelio empezó a acariciarse la papada, tirando de la piel colgante. ¿Y si Alejo tenía razón? Fueron unos minutos alucinantes, durante los cuales sus ojos brillaron más que los chismes de oro que llevaba en la muñeca y en la corbata. Realmente, tal vez no estuviera mal pensado… «¡Adiós, muy buenas!». El problema de situar buena parte de sus fondos al otro lado de la frontera no era grave, lo mismo si podía contar con Ricardo Marín como si no. Tampoco veía imposible convencer a Rosy, pues la pobre se estaba cansando también de dar la cara y envejecía por días en aquel ambiente hostil. Cierto que él carecía de pasaporte y necesitaba permiso hasta para irse a «Torre Ventura»; pero eso se solucionaba con facilidad. Sencillamente, pagando a algún pescador de Arenys de Mar para que, con una barca motora, en una noche loca o cuerda —¿cómo saberlo?— los acompañara a la costa francesa.

Lo invadió una extraña calma, encendió un veguero y repensó la cuestión. Y no vio otra salida. Al fin y al cabo lo había perdido todo, excepto la fortuna, y sólo de ésta se podía valer. La cárcel era esquizofrénica, sus hijos lo habían abandonado, por lo menos espiritualmente. Le quedaban algunos amigos, ¡el nieto!, pero poco podían hacer por él. Y tal vez en el extranjero —París, Méjico…— Rosy cambiara de actitud y firmara con él un tratado de paz, o por lo menos estuviera dispuesta a mostrarse más tolerante.

No tomó ninguna decisión, porque lo último que hubiera pensado aquella mañana al levantarse era eso. No obstante, se fue a la avenida Pearson con esa idea en la cabeza. Y durante el almuerzo se la soltó a Rosy, absteniéndose, sin embargo, de decirle que la sugerencia era de Alejo.

Rosy también se quedó pasmada, sosteniendo en alto el tenedor. La invadió una ráfaga de sentimientos contrarios. Marcharse ella… ¡ni hablar! «A los treinta años, a los cuarenta, sí; pero ahora…». En principio, en cambio, no le parecía mal que se marchase Rogelio, siempre y cuando le dejara a ella las cosas en regla. ¡Por fin se liberaría de él!

—¿Sabes que es una cosa para pensarla? —le dijo—. Confieso que no se me había ocurrido.

Rogelio se animó.

—¿De veras te parece… digamos razonable? ¿O factible?

Rosy cambio de expresión. ¡Ojo! No quería equívocos.

—De entrada, me parece factible…, y razonable, que te marches tú… Marcharme yo es otro cantar.

Rogelio se hundió.

—Pero… ¡Rosy!

—Sí —le interrumpió la mujer—. Comprendo lo que vas a decir. Pero, de momento, no veo por qué he de seguirte… Eres tú quien ha de ir a la cárcel, ¿no es así? —Marcó una pausa—. ¡Oh, no me hagas caso! ¡Me ha pillado tan de improviso! Estoy como borracha. Es cuestión de reflexionar.

Rogelio se sentía humillado. Que Rosy admitiera la posibilidad de que se marchara él solo se le antojaba una afrenta. En esas condiciones, desde luego, no valía la pena proseguir el diálogo.

Rosy leyó, como siempre, su pensamiento y dio un astuto giro a la conversación.

—Por supuesto —añadió—, mi papel aquí, sola, no sería tampoco muy lucido… ¡Lo mejor es lo que te dije antes!: déjame reflexionar…

Rogelio quiso dejar bien sentado que él solo no se iría y de momento el peloteo se aplazó.