LOS PERIÓDICOS DE LA TARDE anticiparon su salida y, tal como estaba previsto, se mostraron implacables. Efectivamente, no mencionaban ni una sola vez los nombres de Ricardo Marín y del conde de Vilalta; en cambio, ¡Rogelio y Alejo! Sus fotografías en primera página, y todos los detalles… «Las puertas de emergencia, claveteadas», «las puertas de emergencia, claveteadas». Era el estribillo, semejante a los de las canciones de Los Fanáticos.
Cada párrafo era pasto de la curiosidad popular. A Deogracias, el antiguo barbero de Rogelio, se le saltaban las lágrimas: «¡Perra suerte, perra suerte!». Aresti, en cambio, su barbero actual, se abstuvo de participar en los debates que sobre el tema se suscitaron en su establecimiento de lujo. No decía nunca nada que pudiera dañar a ninguno de sus clientes, y aunque a veces simulaba hacer confidencias, bien desmenuzado el asunto resultaba que sus comentarios habían sido neutros. Los empleados de la Constructora y de la Agencia Cosmos devoraron las noticias. Sobre todo los primeros, que dependían exclusivamente de Rogelio, vieron su porvenir en el aire. La mayoría de ellos, además de sentirse abrumados porque querían a la Constructora como si fuera algo propio, que con su esfuerzo habían ayudado a levantar, tuvieron lástima de su jefe y dijeron: «También es una gamberrada lo de las colillas. ¿Y no han detenido a esos jóvenes granujas?». Muy pocos se atrevieron a insinuar: «La avaricia rompe el saco». Pero ¿de qué avaricia estaban hablando, si Rogelio se comportaba con ellos como un padre? Montserrat, en Cosmos Viajes, tuvo un disgusto atroz. Se atrevió a llamar a Julián, entre otras razones porque llevaba bastantes días sin verle el pelo. Por teléfono no se atrevía a tutearlo. «¿Qué puede pasar, señor Vega? Hay que esperar lo peor, ¿verdad?». «Desde luego, Montserrat… Pero descuide usted. En cuanto sepa algo concreto, pasaré por ahí a informarla…».
Ricardo Marín, que pensando en el meublé «La Gaviota» —siempre la espada flotante—, no quería de ningún modo que Alejo pudiera pensar que los abandonaba y que en represalia le contara a Rogelio lo suyo y lo de Rosy, no perdió un minuto y envió en seguida a la cárcel, para que se entrevistara con ellos, al mejor abogado de la Agencia, que se llamaba Eusebio Comas y se había especializado en Derecho Penal. Eusebio Comas, que tenía la manía de usar perfumes caros, lo que en la cárcel era un contrasentido, encontró más abatido a Rogelio que a Alejo, lo que no dejaba de ser lógico. Les comunicó que su primera diligencia consistiría en conseguir la libertad bajo fianza —cuestión de unos quince días—, y que luego buscaría las atenuantes posibles, que por desgracia no eran muchas. De todos modos, tal vez se encontrara la forma de ir alargando el proceso… Rogelio lo interrumpió: «¿No podría cambiarme de ropa?». «Hasta la visita general, no». «¿Y tabaco? ¿Unas cajas de puros?». «Eso… procuraré conseguirlo». Eusebio Comas pensó que era chocante que no le bastara a Rogelio con el humo que salió del «007».
En cuanto se fue el abogado, Rogelio y Alejo volvieron a la carga. Su convivencia iba a resultar difícil en la celda, que era muy pequeña, con dos camastros y una ventana de barrotes muy sólidos. Alejo procuraba, lo mismo que Rosy, aguantar el tipo y el ambiente de la cárcel, y la proximidad de las otras celdas, con delincuentes comunes y de toda clase, le procuraba un extraño placer. Viendo a Rogelio tan hundido, se preguntó qué sentía por él. Se dio cuenta de que, desde el punto de vista afectivo, poca cosa. ¡Qué raro! Gratitud, si. Y lo admiraba y lo encontraba divertido… siempre y cuando tuviera en la mano cartas ganadoras; pero ahora que había cometido un fallo garrafal… le inspiró compasión. No hacía más que orinar. Rogelio tenía continuamente ganas de orinar. «Como continúes así, pierdes diez quilos en una semana». «No dices más que sandeces», barbotaba Rogelio, que siempre se olvidaba de abrocharse algún botón de la bragueta.
En Llavaneras se enteraron de lo ocurrido por los periódicos de la tarde y la madre y los hermanos de Rogelio quedaron estupefactos. La madre guardó silencio, los hermanos dijeron: «Tenía que acabar así…».
Los de Arenys de Mar, en cambio, habían llegado puntualmente, a media mañana, a la avenida Pearson, advertidos por Rosy. La madre de ésta, Vicenta, la de las pirámides de caramelos, no hacía más que exclamar: «¡Pobre Rogelio!». Ella continuaba queriendo igual que antes a su yerno, del que estuvo orgullosa siempre. Y también quería a su hermano, a Alejo, aunque de ése no le extrañó que acabara con sus casi visibles huesos en la cárcel. El doctor Vidal, en cambio, soltó todo lo que llevaba dentro. Rosy lo atajó. «Por favor, papá, que no necesito que remaches el clavo. Todo me lo sé de memoria…».
El doctor Vidal, pese a todo, no se olvidó de su profesión y se puso en contacto con el doctor Beltrán, ya que existía el peligro de que a Rogelio le sobreviniera en la cárcel otra angina de pecho, o algo más grave aún.
El doctor Beltrán, que no se había perdido un dato de los sucedido, previos los tramites necesarios consiguió que les permitieran entrevistarse con el médico de la Modelo, al que pusieron al corriente de la situación. «De momento —declaró el hombre—, el detenido no se queja de nada». «Ya, ya. Pero puede darle cuando menos lo piense». El médico asintió con la cabeza. «Conforme. Estaré al cuidado. Pero, por si la crisis fuera grave y aquí no pudiéramos atenderlo debidamente, denme, por favor, el nombre de la clínica donde lo trataron la otra vez». «Clínica San Damián». «Está bien. Tomo nota».
Los doctores Vidal y Beltrán abandonaron la Modelo. Les hubiera gustado ver a Rogelio y Alejo, pero el reglamento lo prohibía. Sintieron ganas de charlar un rato y lo hicieron en el interior del modesto coche del padre de Rosy.
El doctor Vidal opinó:
—Yo más bien le temo al momento en que lo dejen en libertad… Cuando cese la tensión actual y lo abandonen las autodefensas que lo estarán sosteniendo ahora…
—La verdad, yo no me atrevo a pronosticar nada… —contestó el doctor Beltrán.
Éste añadió luego que la ciudad creaba ese tipo de hombre que iba autodestruyéndose en medio de colchones de plumas. «Si su yerno de usted se hubiera quedado en el campo, en Llavaneras, ahora estaría libre y, en la medida en que esto es posible, en paz consigo mismo».
—Yo echo bastante la culpa a mi hija —acusó el doctor Vidal—. Hija única, ya sabe usted… En mi opinión, todo lo ha hecho al revés.
El doctor Beltrán, después de asentir con la cabeza añadió:
—Por cierto, que la última vez que la vi la encontré muy desmejorada… Tal vez sería conveniente vigilarla también de cerca.
—Hágalo usted, por favor, doctor Beltrán… A mino me hace caso. Hoy, cuando llegué de Arenys de Mar, me ha dado auténtica pena. Bebe mucho, aparte de que está en una mala edad. Tengo miedo de que caiga en una depresión nerviosa… ¡Quiere desafiar a las circunstancias! Y eso es tremendo. Sobre todo teniendo en cuenta que Pedro, al parecer, no tuerce su brazo y que Carol es una bendita que sólo sirve para ser cariñosa y para esperar un bebé…
—Tal vez el nacimiento del nieto sea un consuelo… O una distracción.
—Tal vez. Pero no es inminente.
El doctor Beltrán conocía a los consuegros de Rogelio y de Rosy, a los padres de Sebastián Oriol. Eran «personas respetabilísimas» y todo aquello les habría sentado como un tiro.
—Acaso por ese lado haya también dificultades…
—Sería el colmo. Pero tengo entendido que el marido de Carol es un santurrón, que todo lo ve de color de rosa y que sólo se interesa de veras por las lonas que fabrica y por el ping pong.
—¿El ping pong?
—Sí. Es su manía. Inofensivo, ¿no? A mí me gusta, en Arenys, contemplar las estrellas y jugar al tute.
—A mí me gustan los relojes de pared.
—Y analizar a la gente.
—También, pero lo disimulo… ¿Querrá creer que duermo con antifaz? Si entra una rendija de luz, me desvela.
—Todos los médicos hemos de ponernos un antifaz a veces.
Una vez enterrados los muertos —dramática manifestación de duelo—, Laureano se enfrentó consigo mismo. Estaba desmoralizado y de un humor de perros, confirmándose con ello las previsiones de mosén Rafael. En el chalet de la calle de Modolell no hacía más que discutir con Javier Cabanes por cualquier nimiedad. Se pasaba horas y horas en la cama, tumbado, pero sin poder dormir, estrujando la almohada y fumando. Javier Cabanes tenía cuerda para salir y dar una vuelta, pero Laureano no. Y quien se cuidó de devolver a las respectivas familias todos los objetos pertenecientes a Narciso Rubio y a Salvador, fue Javier. De pronto Laureano reaccionaba extrañamente, negándose a comer o empeñándose en comprar décimos de lotería. Se desahogaba con caprichos, lo que molestaba a su compañero.
—Algún día resucitarás, supongo…
—Supongo. Pero no sé cuándo será.
La prensa, sin necesidad de que nadie la orquestara, se lanzó a una campaña desenfrenada a raíz del accidente. ¿Desaparecerían Los Fanáticos? ¿No desaparecerían? Los periodistas rondaban la calle de Modolell, pero Laureano no quería ver a ninguno y mucho menos permitir que le sacasen fotografías.
—No tenemos nada decidido todavía. Ya se verá.
Esto lo declaraba Javier. Porque Laureano, a decir verdad, de momento no hubiera podido cantar. Parecía como si, hasta nuevo aviso, aquello se hubiese terminado para él. En cierto modo, su actitud recordaba la del conde de Vilalta, que le vendió a Ricardo Marín todas sus acciones de las salas de fiestas, negocio que nunca acabó de ser de su agrado. «Usted haga lo que quiera, Marín, pero yo, de esto, me retiro». Ricardo Marín tenía la sospecha de que influyó en ello la alergia que el conde sentía por Héctor, el decorador, que insensatamente recubrió de plástico el «007».
Laureano topó muy pronto con la realidad, que en este caso se llamaba Carlos Bozo y Jaime Amades. Apenas transcurrida una semana éstos fueron a verlo y le plantearon a lo vivo la cuestión. Lo ocurrido era de lamentar, pero irreparable. Y lo que debían hacer era aprovecharse de la propaganda que les estaban haciendo gracias al suceso y dar otro golpe inesperado: recomenzar. Los Fanáticos no podían abdicar de su misión, puesto que se había salvado su pieza principal, que era Laureano. Y no podían tardar mucho en decidirse, porque otros conjuntos empujaban y los gustos de la gente eran volubles.
—Además, ¿qué vas a hacer, Laureano? ¿Estudiar arquitectura otra vez? ¿Quedarte tumbado en la cama toda la vida?
El muchacho experimentó intensa repulsión —se aprovechaban de los cadáveres para la publicidad— y les contestó destempladamente.
—Por favor, marchaos de aquí y dejadme tranquilo. Si tengo alguna noticia que daros ya os avisaré.
Al otro lado, lo zarandeaban las voces de la cordura. En primer lugar, su propia sensibilidad, de la que también había hablado mosén Rafael. En segundo lugar, la aureola de serenidad que emanaba de Pedro y Susana: Laureano se quedó asombrado al enterarse de la formalización de sus relaciones. Por último, el desconsuelo de sus padres y de su abuela, Beatriz. Había ido a almorzar varias veces a General Mitre y siempre le ocurrió lo mismo. A Julián se lo veía avejentado y padecía de serios trastornos digestivos, de suerte que, por lo pronto, le habían prohibido incluso fumar en pipa. Margot distaba mucho de ser la mujer que en Can Abadal se iba de excursión por los montes de los alrededores. Hacía de tripas corazón y le preparaba a Laureano con amor los platos que sabía que más le gustaban; pero había adelgazado mucho, las canas se habían adueñado de su cabeza y el piano permanecía mudo, lo que era ciento por ciento elocuente. En cuanto a Beatriz, cada día estaba más sorda y más suspicaz. Siempre sospechaba que murmuraban de ella y miraba a Laureano como desafiándolo, con dos ojos que parecían bombas de mano. Por si fuera poco, Pablito tenía muchos discos de otros conjuntos que no eran Los Fanáticos y los escuchaba con auténtica devoción.
La familia… La familia, de la que Laureano casi se había olvidado y que de nuevo se le plantaba delante, porque en el fondo todos habían visto la posibilidad de rescatarlo… ¿Y si lo invitaban a permanecer unos días en Can Abadal, a respirar aire puro? Desde el accidente del «007». Laureano lo había hecho todo excepto buscar un ambiente a propósito para meditar y hacer balance. Se encerró en aquella guarida de Modolell, quizá demasiado cargada de recuerdos, y cultivaba un masoquismo que lo perjudicaba decisivamente.
Y Laureano no quería oír nada de Can Abadal. También aquello estaba lleno de recuerdos, de recuerdos de la infancia, de una época que se le hacía difícil admitir que quien la vivió fue él mismo. Cuando los perros, y la muerte, le daban miedo y su madre era una diosa única. Ahora no le daban miedo ni la muerte ni los perros y su madre se le había alejado del pensamiento, no por culpa de nadie, sino de la propia vida, que reclamaba cada día su ración distinta de júbilo, de amores y de llanto.
—¿Por qué dices que la muerte no te da miedo? —le preguntó Pedro.
—Porque es la verdad. Por lo menos, en esta etapa que estoy trampeando. Al fin y al cabo…
—¿Al fin y al cabo qué? —indagó Susana, intrigada.
—No te preocupes, mujer. No pasa nada. Quiero decir que hay momentos en que lo mismo da. —Guardó silencio—. Te prometo, Pedro, que si a mí me ocurre lo que a tu padre me pego un tiro.
—¿Te das cuenta, Laureano, de hasta qué punto necesitas descansar? Es tu mente la que lo necesita. La existencia, pese a todo, es hermosa y siempre es tiempo de entonar el mea culpa y recomenzar. ¿Por qué no hablas un rato con el padre Saumells? Ya sabes que es un gran hombre y que te quiere mucho. A lo mejor ordena un poco tus ideas y te señala el camino que te conviene… y que nosotros creemos también que es el de Can Abadal.
—No me hables de curas, por favor, aunque vistan de clergyman. No estoy en condiciones. El que salmodió cuando los dieciséis féretros actuó con una rutina indignante. Como un burócrata. Y la ocasión era para tomársela un poco en serio, ¿no?
—No tienes ningún derecho a hablar así, pues sabes muy bien que el padre Saumells no es de esa clase. Y mosén Rafael tampoco.
Laureano tuvo un gesto de cansancio.
—Os empeñáis en que sea feliz… y eso no se compra ni se vende. Cuando fui al Kremlin a visitarte lo era por completo, Pedro, aunque tú no lo creías. Luego pasó lo que pasó y ahora no es cuestión de arreglarlo con parches, ni con aire del campo, ni con psicoterapia clerical. —Mudó el semblante, que volvió a ser enérgico—. ¡Lo que yo quiero es volverlo a pasar bomba y alejar a esos estúpidos fantasmas! —De pronto, miró a Susana y su tono se hizo cariñoso—: Y que la felicidad que los dos sentís desde que os sobrevino el rapto os dure toda la vida.
Susana se acarició el pelo.
—Tal vez el secreto estribe en estar preparado para cuando un acontecimiento así se produzca. Si Pedro y yo nos hubiéramos emborrachado todos los días, pongo por caso, a lo mejor ese rapto no hubiera llegado nunca.
Laureano asintió repetidamente con la cabeza.
—De acuerdo, de acuerdo, querida hermana… Acabaréis siendo perfectos, y esto tampoco sé si se puede resistir.
Tenía que optar entre la propuesta de Carlos Bozo y Jaime Amades y la que su familia representaba. No era fácil elegir. Laureano continuaba de mal café y sumido en la mayor confusión. Por lo demás, sabía que remozar Los Fanáticos implicaba sustituir con otros dos músicos a Narciso Rubio y a Salvador; y con sólo pensarlo se le ponía carne de gallina y se daba cuenta de que echaba de menos a los dos desaparecidos mucho más de lo que en un principio supuso. A todo ello se añadió una circunstancia que agravó sensiblemente su estado de ánimo: su gran flirt de Madrid, o su gran amor, Elizabeth Simpson, la hija del productor de cine inglés, se marchó a su tierra y se limitó a mandarle unas letras de despedida, mucho menos doloridas que su guitarra cuando ardió en el «007» y que se retorció casi gimiendo para decirle adiós. La frialdad de la muchacha indignó a Laureano y lo desmoralizó todavía más. ¡De modo que no le había impreso ninguna huella profunda…! ¡Con las horas que habían pasado juntos, sobre todo, de frenesí sexual! Entonces, como siempre en parecidas circunstancias, surgió a su lado Cuchy. Cuchy daba la impresión de estar aguardando un gesto de Laureano para decirle «aquí estoy». No porque hubiese regañado con Marcos, pero sintió que Laureano la necesitaba.
—No seas mentecato. La elección está clara: cantar. ¡Si eres el número uno! ¡Si todo el mundo lo está esperando! Ya sé lo que te pasa: crees que no es por ti, sino porque la gente disfruta morbosamente cuando ocurre una desgracia. ¡Eso en tu caso no vale! Antes de que se incendiara la boîte ya eras el amo. Lo que me pregunto es por qué me preocupo tanto, cuando lo que debiera hacer es cerrarte también todas las puertas. ¡Como un guarro te has portado conmigo! Peor que Sergio. Pero ¡qué quieres! Soy débil y lo seré hasta que me muera. Conque la inglesita te dio el plantón, ¿eh? ¡No, no, no me lo ha dicho Marcos, ni ningún pajarito! Lo he leído en la prensa, que es peor.
Otro que aconsejó a Laureano lo mismo que Cuchy fue, inesperadamente, Claudio Roig, el aparejador. Tuvo que ir al chalet de la calle de Modolell, porque se precisaban unas reparaciones, y al ver a Laureano en la cama rodeado de colillas y con las sábanas llenas de quemaduras le dijo:
—A cantar, Laureano… Y te lo digo aprovechando que tu padre no nos oye. Es lo tuyo. ¿Sabes? Yo me arrepiento ahora de mi discreción, de situarme siempre en un segundo plano, de haberme ido sacrificando anónimamente por los demás. ¡Triunfaste en toda la línea! Pues adelante a toda vela. Ojalá tuviera yo tu edad y tus facultades. No lo pensaba ni un segundo.
Javier Cabanes dio el golpe decisivo:
—Veinticuatro horas para decidirte. Si no, me voy…
Laureano pasó la noche en vela, estrujando la almohada —el insomnio continuaba siendo su gusanillo, pese a las crecientes dosis de somníferos que se tomaba— y al día siguiente eligió volver a cantar.
Llamó a Carlos Bozo y éste pegó un salto alborozado, al revés que su mujer, Nieves, a la que Laureano había olvidado y que deseaba que el muchacho se hundiera.
Jaime Amades quería celebrarlo y abrazó a Charito con más fuerza que cuando éste le anunció que iban a tener un hijo. Charito se encogió de hombros. «Pero ¿es que pensabas que decidiría otra cosa? Los aplausos son los aplausos… ¡A mí todavía me suenan en los oídos y me vuelven tarumba!».
Pleito resuelto, Carlos Bozo demostró que había estado esperando aquel momento. Todo preparado. Por lo visto el compositor tenía, en vez de corazón, una clave de sol y una clave de fa. Apenas transcurridas cuarenta y ocho horas le presentó a dos músicos del conjunto Los Truhanes, muy buenos, que en principio estaban dispuestos a fichar por Los Fanáticos. El sustituto de Salvador se llamaba Francisco Campos y el «batería» se llamaba Juan Luis Orozco, también de procedencia universitaria. Había colgado la carrera de Ingeniero de Caminos y era un auténtico profesional.
Laureano comprendió que tenía que desperezarse. Acudió al primer ensayo como quien acude a trabajos forzados. Y no había manera de que cantara con entusiasmo, por lo que en seguida se produjo la fricción. Los recién incorporados no eran unos novatos y no estaban dispuestos en absoluto a soportar el vedettismo del cantante. Y Juan Luis Orozco, sin saber por qué, le cayó mal a Laureano. Éste estaba acostumbrado a Narciso Rubio y decía que no se adaptaba al ritmo del nuevo «batería», pese a que objetivamente hablando —Carlos Bozo se desgañifaba afirmándolo— era mejor que aquél.
—Claro, a ti lo que te gustaba era el caramelo y yo le doy fuerte, como tiene que ser.
Poco a poco Laureano fue reencontrando su antiguo estado de ánimo, hasta el punto que se atrevieron a grabar un disco pequeño. Pero ocurrió que tuvo poca salida, en tanto que los discos anteriores, desde el incendio de la boîte se vendían más que nunca, como rosquillas.
Pero eso no significaba ningún fracaso. En compensación los contrataron, en condiciones óptimas, en el «Bolero» —el «Bolero» otra vez— y tuvieron un éxito fenomenal. El día del debut la expectación era enorme —Charito estaba allí— y el local se llenó de bote en bote. El conjunto sonó ¡y de qué forma! Por unos instantes Laureano se olvidó de su mal café y lo dio todo, como si quisiera vengarse de su amargura interior. Y Francisco Campos y Juan Luis Orozco estuvieron a su altura y los críticos al día siguiente dijeron más o menos: «Con perdón de los muertos, pero el conjunto ha mejorado».
Todo el mundo estaba convencido y contento, excepto Laureano. Éste, pese a las palabras de Cuchy, continuaba creyendo que gran parte del éxito se debía a la morbosidad de la gente. Carlos Bozo, astuto, le sopló al oído:
—Te equivocas. Y te hablaré con franqueza. No sólo ha mejorado el conjunto, sino también tu voz. Tu voz es ahora más dramática… Y eso, si el oficio no me engaña, es siempre calidad.
¿Calidad? Tal vez. Por lo menos, eso era lo que creía Montoya, el marido de su tía Mari-Tere, productor de cine en Madrid. Les oyó cantar en un viaje rápido que hizo a Barcelona y acto seguido reiteró su propósito de filmar una película basada en el conjunto. ¡Ahora podía escribirse un guión fascinante, con un gancho irresistible!: el mundo de la juventud y del cante pop… y al final el incendio de una boîte, con un número de muertes muy superior al que hubo en la realidad.
—Una secuencia apasionante, de las que hacen época. ¿Eh, qué opinas, Laureano?
Laureano opinó… que sentía asco otra vez. Otra vez la repulsión, otra vez aprovechándose de los muertos. Le dijo a Montoya todo lo que pensaba, pero éste no se dio por vencido, no cejó. Habló con Carlos Bozo y con Jaime Amades. Carlos Bozo, esta vez, se entusiasmó. «La idea es genial». Formaron un cerco en torno al muchacho, utilizando toda clase de argumentos, el más contundente de los cuales —lo empleó, por teléfono, la mismísima Mari-Tere— era que en la vida todas las tragedias acababan convirtiéndose en materia artística.
—En tu propia cesta tienes el ejemplo —le dijo—. La guerra del Vietnam, para Los Fanáticos, se convirtió en una canción.
Laureano no chaqueteó. Aquello le tocaba mucho más de cerca. «No habrá película». Sin embargo, Montoya organizó un tinglado publicitario basado en su pretensión. La prensa habló del asunto «como rumor», como «noticia procedente de fuentes bien informadas». Y se armó un alboroto de consideración, acaso porque aquello coincidió con la puesta en libertad bajo fianza de Rogelio y de Alejo. Los primeros en protestar fueron los parientes de las víctimas, si bien algunos de ellos andaban muy atareados haciendo números sobre la posible indemnización. «¡Como se atrevan a explotar un asunto así!».
Sin embargo, y puesto que la inestabilidad del muchacho era un hecho, Laureano empezó a dudar. «En tu propia cesta tienes el ejemplo. La guerra del Vietnam, para Los Fanáticos, se convirtió en una canción». Sí, empezó a tentarlo aquella aventura, que además de cantar le ofrecía otros muchos alicientes. ¡El cine! Salieron muchos defensores del proyecto. «El cine tiene la obligación de reflejar la vida y de hecho se han filmado millares de películas basadas en la realidad». Los tres restantes componentes del conjunto estaban decididos desde el primer día y no comprendían la actitud de Laureano. El propio Javier, que fue testigo de la tragedia, no veía en aquello nada fuera de lo normal.
Laureano tuvo uno de sus prontos y una mañana se levantó diciendo que aceptaba. Lamentación entre los detractores, alegría de Montoya, Carlos Bozo y demás, publicidad. La película se rodaría en Barcelona… ¡Laureano se enteró con sorpresa de que mientras él dudaba habían escrito el guión! Su pareja sería una bailarina de flamenco muy joven, Olga Baeza, que se pasaría todo el rato persiguiéndolo y que al final moriría carbonizada. Era una muchacha bellísima, con unos ojos como sacados de un lago nórdico, e inmóvil. Laureano la había conocido en un cóctel en Madrid y le habían dicho: «No te hagas ilusiones. Es de lo más decente que hay».
¡Eso ya se vería! Laureano había vuelto a dar la razón a mosén Rafael: a partir del debut en «Bolero» retornó a la concupiscencia… En este sentido se estaba convirtiendo en un obseso, y sus últimas tendencias perversas, después de la vigilia se le habían acentuado, hasta el extremo que Cuchy tuvo que pararle los pies. «¡No, eso no, hijito!». Y Laureano ni siquiera chistó.
En definitiva, llegó a Barcelona todo el material necesario, junto con el director. El director se llamaba Gabriel Llorca y era íntimo de Carlos Bozo. También llevaba barbita de chivo. El rodaje duraría unos dos meses, salvo imprevistos. Montoya y Mari-Tere se habían anticipado para firmar el contrato —Laureano, al leer la cifra que le correspondía casi se tambaleó—, y Margot, que invitó a su cuñada y al productor, se hacía cruces de que Mari-Tere fuera la misma persona que se deshizo en lágrimas porque Julián no le quiso buscar trabajo en Barcelona. Margot iba de decepción en decepción. Y Julián, que por un momento había creído que Laureano no haría la película, continuaba con sus trastornos digestivos y sin poder fumar en pipa, empleando como sucedáneo los caramelos de malvavisco del padre Saumells.
Los imprevistos surgieron. ¡Uno de ellos fue Sergio! Sergio llegó de París… y al enterarse de que en la película la pareja de Laureano era una «bailaora» de flamenco se acarició su cabeza, otra vez rapada, y le dijo al muchacho: «Nunca pensé que te prestaras a semejante humillación». Sergio estaba de mal humor, porque también lo habían humillado a él. Giselle lo abandonó de sopetón, sin apenas explicaciones, y se fue con uno de los hippies canadienses amigos de Bernadette, que se cansaron de dormir bajo los puentes del Sena y se marcharon a la isla de Ibiza a llevar una vida muy poco acorde con las teorías marxistas sobre la producción y el trabajo.
Otro imprevisto: por más que hizo Laureano no consiguió arrancar de la joven Olga Baeza ni un beso siquiera, a no ser los que figuraban en el guión. «¡Eh, chico! ¿Qué te has creído?». Laureano no estaba acostumbrado a los fracasos de ese tipo y se quedó viendo visiones.
También lo molestó darse cuenta de que sólo servía para cantar. El resto, un desastre. No sabía moverse ante las cámaras. Hubiérase dicho que estaba paralizado, que le sobraban los brazos, las piernas, y no acertaba a sonreír. Ello obligó a modificar una serie de escenas: más canciones y acortar la historieta y los diálogos. «Pero ¿cómo es posible? ¡Si con el micrófono en la mane haces lo que te da la gana!». Olga, en cambio, que había hecho películas desde niña, se encontraba en su elemento y ponía cara de infinita paciencia repitiendo una y otra vez, por culpa de Laureano, las secuencias. Y con todo, lo peor fue el incendio de la boîte. Cinematográficamente salió perfecto. Calcado lo que ocurrió. Laureano revivió aquellos momentos trágicos con una intensidad que le arañó las entrañas, sobre todo porque Francisco Campos y Juan Luis Orozco, que morían cerca del bar —Olga Baeza aporreando las puertas de emergencia—, demostraron, en sus papeles respectivos, ser consumados artistas. Un poco caracterizados, casi llegaron a parecerse a Narciso Rubio y a Salvador. Laureano sufrió tanto que en varias ocasiones estuvo a punto de decir: «¡basta!». Pero temió que lo llamaran timorato y aguantó.
Aguantó hasta el final de la película, pese a que el ambiente era raro alrededor. Y el día del estreno, que fue multitudinario, pasó una vergüenza loca. Aparte de que al verse no se gustó ni pizca, era evidente —resultó evidente para todo el mundo— que Olga Baeza lo borraba de la pantalla, excepto en un par de números pop. El muchacho se irritó sobremanera y se preguntó si no habría dado un mal paso. La ocasión fue que ni pintada para Sergio, que casi soltó una carcajada —no se reía jamás—, y también la mujer de Carlos Bozo. «Para que veas. A lo tuyo… y de ahí no pasas».
Luego la película fue a provincias y en los pueblos gustó mucho más. ¡Tanto peor! El nerviosismo elevado al cubo. Y la fatiga. Porque el rodaje tuvo que simultanearlo con las actuaciones y apenas llegados al final empezaron las giras otra vez, sin parar, de una a otra población, de una a otra sala de fiestas, durmiendo en el coche, en el tren o en el avión y acosado por la creciente popularidad. Muchas veces no sabía en qué localidad se encontraban. A tanto llegó el cansancio de Laureano, que perdió varios quilos en pocas semanas y su carácter se tornó insoportable.
Por otra parte, le entró un miedo absurdo e injustificado: miedo a perder la voz. Si al levantarse se notaba un poco afónico se descomponía y se pasaba una hora haciendo gárgaras. ¡Había oído hablar tantas veces de que aquello podía ocurrir! Visitó a un par de médicos especialistas y ambos lo tranquilizaron, pero no le bastó. La duda la llevaba dentro y se pasaba el día tarareando y escuchándose, por si advertía algún fallo. Se puso un pañuelo al cuello y tenía sueños fantásticos, en los que era frecuente que se quedase mudo de repente. Empezó a fijarse en las personas mudas y sentía por ellas una compasión especial.
Todo ese desequilibrio había de tener un desenlace consecuente. Y así fue. De regreso a Barcelona, una noche, en el chalet de la calle de Modolell, apuntaba el alba y no había conseguido pegar ojo. Y gente muda lo perseguía por todas partes. Entonces cogió un tubo de Luminal e ingirió todas las pastillas que quedaban, sin tomarse la molestia de contarlas, pues por culpa del hábito le hacían poco efecto. Y se durmió en el acto. Al cabo de un par de horas Javier Cabanes tuvo que entrar en su cuarto y al ver el aspecto de Laureano y el tubo vacío a sus pies lanzó un grito «¡Maldita sea!». Laureano tenía la tez amoratada. Javier comprobó que, por fortuna, la respiración y el pulso eran normales, pero en cambio la inmovilidad del muchacho era extraña y sus miembros se le caían, inertes. Javier, temblando de pies a cabeza, llamó por teléfono al doctor Beltrán. «¡Venga en seguida! ¡Rápido!». El doctor acudió con toda la celeridad posible y puso manos a la obra. «¡Insensato!», no cesaba de repetir. Le hizo un intenso lavado de estómago y le inyectó un antídoto. La terapéutica se mostró eficaz y al cabo de unas horas Laureano estaba recuperado. «La dosis que se tomó no era mortal, pero…», comentó el doctor Beltrán.
Juan Luis Orozco, que continuaba mirando esquinadamente a Laureano, cuidó de que la noticia se filtrase, a pesar de las advertencias del doctor Beltrán. Y se formó la bola de nieve, saltando al ruedo —saltando incluso a la prensa— la palabra suicidio… Laureano estaba tan deshecho que no se tomaba la molestia de desmentirlo con energía. «¿Qué suicidio ni qué ocho cuartos? No podía dormir y me tragué todo lo que había en el tubo, nada más».
Difícil contener el alud. El sensacionalismo hizo de las suyas y para el gran público quedó flotando la duda, ante el regocijo de Carlos Bozo, pues también aquello era publicidad. Cuchy se hartó de defender al muchacho, pero fue inútil. Sólo su madre, Merche, le dio crédito; su padre, Ricardo Marín, sólo a medias… «Se ve que lo de la película le sentó como un tiro». Algún crítico se atrevió a escribir: «Olga Baeza le dio un baño y el gran Laureano no pudo soportarlo».
Naturalmente, Julián y Margot también dudaron… El aspecto del muchacho era poco estimulante y daba pábulo a cualquier tipo de suposición. Entonces ocurrió que el doctor Beltrán le ordenó, previsoramente, un reposo un poco largo. ¡Ahora ya no había excusa! Can Abadal. Carlos Bozo dio su consentimiento, pero a condición de que Laureano hiciera antes una fugaz aparición en televisión, para que la masa —los fans— se convencieran de que estaba vivo y de que no había pasado nada. Laureano no tuvo más remedio que acceder, y fue lo curioso que cantó como nunca.
Se trasladaron a Can Abadal. En esta ocasión Julián lo abandonó todo, incluso a Rogelio, pese a que éste, en la avenida Pearson —¡y en la Constructora, adonde había vuelto haciendo chascar los tirantes!— lo necesitaba a su lado. Aunque quien más los echaría de menos sería Rosy, ya que la compañía de Margot, que se multiplicaba para atender a unos y a otros, era insustituible.
En Can Abadal la naturaleza estaba haciendo de las suyas. Era primavera y los campos y las vaguadas se habían puesto hermosos, como para celebrar la salvación de una vida. Los cipreses montaban la guardia a la entrada, el sauce llorón estaba al servicio de quien pasase a su vera y en el pórtico el aire fresco circulaba que era una bendición de Dios. Rosario, la sirvienta, decía: «Aquí el señorito Laureano se repone en tres días». Lo contrario de lo que pensaban los porteros de General Mitre, Anselmo y Felisa, quienes leyeron en los ojos del muchacho que aquello no iba a ser tan fácil.
Julián invitó a Pedro, que también lo abandonó todo —el Kremlin— y se fue a la masía. Susana no estaría presente porque, habiendo terminado la carrera, trabajaba en la consulta de un pediatra y no podía permitirse el lujo de ceder a los sentimentalismos.
Can Abadal era el sosiego, la paz, y a Laureano le dio por llorar. Sin saber por qué, de pronto se ponía a llorar como cuando era niño —y no a causa de los recuerdos— y nadie se atrevía a consolarlo. «Que se desahogue —decía Margot—. Eso es bueno». ¿Bueno? Beatriz no era de esa opinión. «Los hombres no lloran». Su marido, el notario Abadal, no había llorado jamás. Claro que tampoco tuvo jamás motivos análogos para desahogarse.
Margot, pasadas las primeras cuarenta y ocho horas, sentóse al lado de Laureano, junto a la piscina, y le dijo:
—Hijo, no quiero sermonearte. Simplemente quería preguntarte si admites ahora que lo que te anuncié el primer día, cuando nos comunicaste que abandonabas la carrera y querías cantar, era verdad o no.
Laureano, todavía con las huellas de lo que le había ocurrido, negó, como siempre, con la cabeza.
—De ningún modo, mamá. Una mala racha. Eso nos sucede a todos. A lo mejor un día a papá se le cae una casa y tampoco puede dormir.
Margot marcó una pausa y con la punta de la zapatilla trazó un signo en el suelo.
—Entonces ¿no te ha pasado por la imaginación que a lo mejor te equivocaste y que podrías recomenzar tu vida de antes?
—¿Quieres decir volver a estudiar?
—Exactamente.
—Sí, lo he pensado. ¡Cuando no se duerme se piensan tantas cosas! Me siento tan lejos de los libros de arquitectura como Carol de abandonar el bebé que acaba de tener…
—Es una lástima… —comentó Margot—. Sería un camino más seguro, menos peligroso.
—¿Y de dónde has sacado que me gusta la seguridad y que me molesta el peligro?
—No fanfarronees conmigo, Laureano. Soy tu madre y te conozco. En el fondo eres débil, mucho más débil que Susana… y que Cuchy. Pablito es más fuerte que tú. Pablito está convencido de que te tomaste las pastillas en serio, aunque no por lo de la película, sino porque te dan miedo los otros conjuntos que andan pisándote los talones.
—Pablito es un gili y le pegaré un par de tortas. En cuanto a ser débil o fuerte, ¿con qué se come eso? ¿Quién lo es y quién no lo es? ¿Qué es papá? Constantemente se acaricia la mejilla derecha… Y «tío» Rogelio —es curioso que ahora me moleste tanto llamarlo «tío»— ¿qué es? Tal vez Alejo sea fuerte, puesto que es partidario de volver a levantar el «007».
Las zapatillas de Margot borraron los signos que habían trazado en el suelo.
—Es lástima que no te hayas enamorado de una muchacha formal. Eso me bastaría para estar tranquila. Pero me consta que buscas lo fácil, o lo que pueda darte popularidad. Es decir, en todos los terrenos huyes de lo sólido, de lo que tiene cimientos firmes.
—Según Pedro y Susana, eso de enamorarse es un rapto. No es culpa mía si no me han raptado aún.
—Tienes los ojos turbios, Laureano. Y ésa no es la predisposición adecuada.
—Es el tributo que se paga por el éxito. Porque… he tenido éxito, ¿no, mamá? ¿O es que vas a negarlo?
—¿Cómo voy a negarlo yo si te lo pronostiqué desde el primer día? Pero lo que cuenta es tener éxito con el espejo. ¿Te gustas cuando te miras al espejo?
—Como todo el mundo. A veces sí, a veces no. Y depende del espejo.
—Yo sé que no te gustas. Y te has engreído tanto que no soportas un «no». Y la vida es una cadena de «noes». ¡Fíjate en el que tú nos has lanzado al rostro a tu padre y a mí! —Margot hizo una pausa y de repente añadió—: Pero vamos a darte una sorpresa, ¿sabes? Ésta es la última prueba. Si después de este reposo continúas destruyéndote a ti mismo… allá tú. No dejaremos de quererte por eso, pero no vamos a sentarnos en un rincón y morirnos de pena. Tenemos derecho a continuar viviendo, y viviremos…
Fue una salida inesperada. Laureano se quedó asombrado y hubiera jurado que el agua de la piscina cambiaba de color y que el sauce llorón levantaba sus ramas en señal de protesta.
—¿Qué significa esto? ¿Es un desafío?
—Tómalo como quieras.
Laureano se dio cuenta de que estaba en falso. Acababa de descubrir que en el fondo le gustaba que los demás sufrieran por él, y a lo mejor por eso echaba tanto de menos a Narciso Rubio. O estaba tan seguro de la fidelidad de sus padres, que la posibilidad de que le dijeran: «allá tú…», en vez de suponer un alivio lo desazonaba. «Soy un ser vampiresco», se dijo por dentro, aunque disimuló.
—Ya sería hora de que me dejarais en paz.
—¡Cómo! ¡Esto es el colmo! Has hecho lo que te ha dado la gana. Nos hemos limitado a obedecer las órdenes del doctor Beltrán. Él te salvó la vida —según tú, es lo que deseabas— y nos dijo que te trajéramos a descansar. Hemos cumplido con nuestro deber y sanseacabó.
Acercóse Julián, que se había ido por los atajos a dar una vuelta.
—¿De qué estáis hablando? —y sin transición el arquitecto agregó—: El campo está hermoso… ¡Sí, lo está! A lo mejor me dedico a la arquitectura bucólica…
Laureano tenía una brizna de hierba en los labios.
—Nada… —contestó—. Hemos estado hablando de cimientos firmes…, y del derecho a continuar viviendo… Y también de la imagen que nos devuelve el espejo.