CAPÍTULO XL

LA ÚLTIMA «BOÎTE» adquirida por la Agencia Cosmos se llamaba el «007» y estaba situada en la avenida de Sarriá, cerca de la Diagonal. Tuvieron que remozarla enteramente, y aun así les costó mucho levantarla, sacarla adelante, pues los antiguos dueños la habían desprestigiado por completo. Héctor la decoró a base de luces sicodélicas y mobiliario de colores violeta y negro. Había una vitrina con varias pistolas y muchos posters en las paredes. Casi siempre estaba en penumbra, excepto en algún momento en que la luz estallaba como un parto precipitado o como una rotura esquizofrénica. Disponía de un anfiteatro con unos cuantos palcos, de dos pistas, de un tablado para los músicos y de un camarín coquetón para éstos y los artistas. El bar quedaba en un rincón, rodeado de divanes. Funcionaba como todas las de la Agencia: el responsable directo, según una cláusula de los estatutos, era Rogelio; el administrador, Alejo.

Encontraron un sistema para darle un empujón definitivo: contratar por quince días a Los Fanáticos. Por fin se impuso el criterio de Ricardo Marín. Rogelio no tuvo más remedio que enfrentarse con Julián y Margot: «Ya lo veis. Estoy atado. El argumento que emplean es que hay que aplastar a la competencia y que el negocio es el negocio. Además, a estas alturas ¿qué más da?». Margot tuvo una sonrisa entre desanimada y despreciativa. Llevaba algún tiempo sonriendo así a veces, lo que en ella era nuevo.

Hicieron diana. Todas las noches el «007» se llenaba hasta los topes, en un ir y venir constante. Podían calcularse en unos trescientos jóvenes, chicos y chicas, los que desfilaban por allí, previo el pago de la entrada, doble de lo normal. En los palcos del anfiteatro se veían algunos matrimonios adultos, tipo Amades y Charito. Amades y Charito acudieron la primera noche para oír a Laureano. Charito rebosó de satisfacción. «¿No te dije que “adelante”? Ahí tienes al mocoso. Esas cosas me las huelo yo a la legua».

Los Fanáticos llevaban ya una serie de días actuando y el entusiasmo no menguaba. Casi se hizo obligatorio pasar por el local a la salida de los espectáculos. Era un fenómeno de mimetismo de los que encantaban al doctor Beltrán.

Sin embargo, la visita más inesperada —y en cierto modo, la de más categoría—, los muchachos patroneados por Laureano los recibieron el viernes: hicieron acto de presencia no sólo Rogelio y Rosy, y Ricardo Marín y Merche, lo que hubiera podido considerarse normal, ¡sino los mismísimos Julián y Margot!

Fue una decisión imprevista, sugerida por Merche. Los tres matrimonios habían asistido juntos a un estreno cinematográfico en el Coliseum y, al encontrarse en la calle, y puesto que la temperatura era cálida, Merche propuso:

—¿Por qué no nos vamos al «007»? Aquello debe de estar a rebosar…

Julián y Margot supusieron que bromeaba y no le hicieron caso, pero he aquí que Ricardo Marín compartió la idea de su mujer.

—Desde luego, a mí me gustaría ver actuar a los muchachos… —Se dirigió a los padres de Laureano—. ¿Por qué no os animáis y le damos una sorpresa a vuestro hijo? Al fin y al cabo…

Margot, viendo que la propuesta iba en serio, se irritó.

—En todo caso, dádsela vosotros. Ni a Julián ni a mí se nos ha perdido nada en el «007»…

—Se os ha perdido Laureano… —insistió Merche—. ¿Os parece poco?

Fue un forcejeo lento y difícil, que tuvo lugar en plena calle, mientras los respectivos coches, inmóviles, parecían aguardar la decisión.

Lo cierto es que, inesperadamente, Julián empezó a chaquetear. El arquitecto había pensado muchas veces que tal vez les conviniera ver actuar a Laureano directamente en un escenario, sin necesidad de la televisión. En el fondo no es que esperase grandes revelaciones porque había estado en varias boîtes y sabía a qué atenerse; pero por dentro le picaba la curiosidad. Y aquella noche se encontraba en un estado de ánimo a propósito, sin saber por qué. Rosy remachó el clavo: «Yo, desde luego, si actuase Pedro no resistiría a la tentación».

Lo espinoso era convencer a Margot. Ésta se había cerrado en banda y mostraba su estupor ante el hecho de que Julián admitiese la posibilidad de aceptar. Finalmente el arquitecto, al que Rogelio estimulaba con miradas relampagueantes, atacó con fuerza:

—Margot, no creo que nuestra asistencia signifique complicidad. Sencillamente, veremos a nuestro hijo en su ambiente y luego le sueltas bonitamente lo que te parezca. La verdad es que hasta ahora sólo hemos hablado de oídas… y que la razón que ha dado Rosy me parece válida.

Margot tardó mucho en dar su brazo a torcer, pero tampoco quiso llevar hasta ese extremo su papel de aguafiestas. Por otra parte, ¡Laureano en su ambiente, en su propia salsa! ¿Qué cara pondría su hijo al verlos? ¿Y qué facha tendría sobre el podio, dominando a placer la sala? Acabó cediendo, bajo la condición de estar sólo un ratito y largarse.

Todos de acuerdo, los coches enfilaron lentamente la avenida de Sarriá. Había toda clase de vehículos delante de la boîte, y un trasiego incesante. Algunos gamberros hacían estallar petardos. Los números «007» parpadeaban en la fachada, punteando con picardía la noche.

Alejo, que andaba por la puerta de entrada blandiendo su bastón, al reconocerlos se quedó estupefacto. Pero disimuló y se limitó a decir, señalando la riada de muchachos y muchachas que iban pasando por taquilla: «Eso es el no va más».

Cruzaron el umbral en el momento en que Laureano se retorcía sobre el tablado, lanzando un gemido que estremeció de placer a Merche y que a Margot le llegó al alma. Ella permaneció quieta contemplando a su hijo, que sudaba a mares y que hacía temblar el podio. Julián estaba también muy impresionado y sus acompañantes no decían nada, respetando la reacción de cada cual.

De pronto, Margot giró la vista en torno a la boîte, excepcionalmente decorada aquellas noches. Colgaduras de plástico en todas partes y tiras de confetti cruzando el techo. Luces cambiantes, destacando los colores negro y violeta imaginados por Héctor y que conferían al local una extraña seriedad. ¡En la vitrina, las pistolas…! Pero lo que mayormente convulsionó a Margot fue lo que ocurría en las pistas, situadas a un nivel algo más bajo. En ellas muchas parejas se movían como sonámbulas, siguiendo el ritmo del conjunto, y también seres solitarios que bailaban por cuenta propia, casi en trance. La influencia hippie en la indumentaria era evidente. A Margot la invadió una tristeza inexpresable. Más que nunca se convenció de que aquello respondía a un primitivismo superficial, mezclado con un deseo confuso de evasión. En las mesas y divanes muchas parejas en actitudes relajadas o besándose sin entusiasmo. En los laterales, de pie, mucha gente esperando turno o mirando con cara inexpresiva o fuera del tiempo. Los camareros, de melena larguísima, hacían filigranas para llevar de un lado a otro las bandejas.

Al cabo, volvió a mirar a su hijo, que no cesaba de contonearse y de cantar, ahora con la guitarra en la mano. ¡Cuántos recuerdos afluyeron a su mente! Desde la primera vez que lo llevó al parvulario hasta el día en que les dijo: «Estaría dispuesto a marcharme de casa». Desde luego, podía negársele cualquier cosa menos que se daba en cuerpo y alma.

Los amigos de Margot estaban pendientes de lo que ella decidiera —Merche, a gusto se hubiera lanzado a la pista—, y entonces Margot les dio a entender por señas que el volumen de la música empezaba a dañarle los oídos. En efecto, el ruido era infernal. Se llevó los índices a los oídos como indicando: «esto es excesivo para mí». De hecho, a Rosy le ocurría lo mismo, aunque se había abstenido de confesarlo. Entonces Rogelio fue indicándoles que lo siguieran, al tiempo que conseguía hacer oír su voz:

—Vamos al camarín a esperar a que Laureano tenga un descanso…

Aceptaron, y se abrieron paso como pudieron. El camarín estaba situado detrás del tablado de los músicos —éstos no los vieron—, y al llegar allí Margot dio un suspiro de alivio. Los demás sonrieron, incluso Julián. En el fondo su actitud significaba: «no hay que tomarse las cosas a la tremenda». Alejo, que hacía los honores, abundaba en este parecer. Les señaló los sillones y taburetes que había y lo coquetón que era el saloncito, con muchas flores, espejos, varios instrumentos, un enorme cartel de los Beatles y una puerta que comunicaba directamente con el exterior. Por último, en gesto de anfitrión abrió una nevera situada en un rincón y dijo:

—¿Qué les sirvo a los señores?

Todos se acomodaron y pidieron el refresco que les apeteció. Y al encontrarse con el vaso en la mano se produjo un silencio, que nadie se atrevía a romper.

Por fin Rogelio, moviéndose incómodo en el taburete que le tocó en suerte dijo:

—Palabra que yo no entiendo a esa juventud. Son capaces de pasarse horas así, absolutamente entregados…

Margot, que había pedido una naranjada, intervino:

—¿Estáis seguros de que se divierten? Muchos dan la impresión de bailar por inercia, o de estar fatigados antes de empezar.

—Nada de eso —rectificó Merche—. Son ritmos nuevos, que los hacen vibrar de otra manera. Eso es todo. Para Yolanda, y para Pablito, ese mundo es el más natural.

Alejo, que había permanecido de pie, dijo súbitamente:

—Avisaré a Laureano de que estáis aquí —y salió.

El comentario de Merche: «para Yolanda, y para Pablito, ese mundo es el más natural», había interesado a todos y mataron la espera dándole vueltas a su significado. Realmente, los gustos cambiaban con una celeridad increíble y era preciso reconocer que la finalidad del baile había dejado de ser «el agarrao». Tratábase de dejarse ganar por la música, de fundirse con ella con la máxima intensidad. Había como una tendencia juvenil a convertirlo todo en rito, lo que en cierto sentido podía considerarse un atraso. Claro, era preciso tener en cuenta que las «parejas» disponían de muchísimas más facilidades y ocasiones que antes para desahogarse pasionalmente. «En el “007” pueden dedicarse tranquilamente al cultivo de la castidad».

—Lo que sorprende es la falta de imaginación —machacó Margot—. De cada ciento que bailan sólo uno tiene cierto estilo. Los demás repiten siempre el mismo gesto, la misma figura y hala, venga y dale —y se tomó otro sorbo de naranjada.

—No es fácil tener estilo —apuntó Merche.

—Pues que se queden en casa —selló Margot.

En ese preciso momento ¡apareció Laureano! Y detrás de él Javier Gabanes, con más cara de niña que nunca. Los dos muchachos estaban empapados de arriba abajo y sin duda muy excitados. Narciso Rubio y Salvador Batalla se habían ido al bar, donde los aguardaban unos amigos.

En cuanto Laureano se había enterado, por Alejo, de que estaban allí sus padres, no dio crédito a lo que oía. Pero veía que era verdad.

—¡Qué alegría! —les dijo, mirándolos con expresión agradecida—. Perdonad que no os dé un beso, pero antes tendría que ducharme. ¿Qué ha pasado? —y sediento como estaba, se dirigió a la nevera, tomó una Coca Cola y abrió la botella con los dientes.

—No ha pasado nada —explicó Julián—. Salimos del cine y Merche propuso: «¿vamos al “007”?». Y aquí nos tienes…

Laureano se tomó de un sorbo la Coca Cola y tiró la botella vacía a un rincón. Daba la impresión de gran potencia y Merche se lo comía con los ojos. Aquella noche Los Fanáticos llevaban camisa blanca bordada, cinturón ancho, acharolado, y pantalones vaqueros muy estrechos. El muchacho sentóse en el único sillón que quedaba libre, relajándose.

Javier Cabanes había permanecido aislado, bebiéndose también su Coca Cola, y Laureano lo presentó.

—Os presento a Javier Cabanes, el mejor músico del conjunto. Javier, mis padres y unos amigos.

Javier inclinó la cabeza. En aquellos momentos, en la boîte sonaba una banda estereofónica y Laureano, después de escucharla un momento, hizo una mueca de desagrado.

—Bien… ¿Y qué os ha parecido esto? —reanudó el diálogo—. No es tan fiero el león como lo pintan, ¿verdad?

—Eso, según se mire… —contestó su madre.

—¡Bah! Hay mucha naturalidad en todo, mucha espontaneidad —continuó Laureano—. Todo el mundo se comporta como le da la gana y nadie se mete con nadie.

El muchacho no acababa de hacerse a la idea de que sus padres estuviesen allí y en cuanto tos miraba estaba a punto de soltar una carcajada.

—¿Os dais cuenta? Todas las noches igual. No cabe un alfiler…

—Eso es bueno para todos —rubricó Rogelio.

Era difícil ordenar la conversación, pero Merche acudió en ayuda del muchacho. También ella era la primera vez que lo veía actuar en un escenario y se confirmó en lo que ya suponía.

—Tienes mucha clase, Laureano. Haces lo que quieres…

—Vamos adquiriendo oficio —admitió el muchacho, haciendo un gesto displicente.

Merche continuó con el tema, comparándolos con otros conjuntos, mientras Margot y Julián no cesaban de observar a su hijo. De nuevo los había invadido cierto malestar. Laureano estaba efectivamente engreído, como convencido de que lo que hacía era trascendental.

—¿Puedo confesarte una cosa? —le dijo Margot—. Yo he podido resistir el volumen de la música unos cinco minutos, no más…

—¡Oh, claro! —admitió Laureano—. Al principio ocurre eso. Pero cuando uno entra en ambiente… Es cuestión de acostumbrarse.

—Si tocamos más bajo la clientela se queja —intervino Javier Cabanes.

—Se trata de llegar al paroxismo, ¿no es eso? —incidió Julián.

—Más o menos —aceptó Laureano.

Continuaron charlando sincopadamente, hasta que el muchacho se enteró de que su madre les había hecho prometer que se largarían en seguida.

—¡Oh, no, de ninguna manera! —protestó, levantándose—. Por un día que has caído en la trampa… ¿Sabes lo que vamos a hacer? Ahora está bailando una gogó de diecisiete años, filipina… Nos asomamos un momento, quiero que la veas. Tendrás que aceptar que detrás de ese ritmo puede haber más de lo que supones…

Todos parecieron dispuestos a ver a la gogó, de modo que Margot no tuvo más remedio que inclinarse.

—De acuerdo. ¿Cuándo empieza?

—Te dije que ya está bailando. De modo que cuando quieras…

Todos se levantaron y cruzaron el camarín. Alejo, que los precedía, corrió el cortinaje y se encontraron en el mismo plano que el tablado, en cuyo podio una muchacha de movimientos felinos y cabellos negrísimos se movía con indiscutibles arte e intención.

—Es la mejor gogó de la ciudad —afirmó Laureano.

No pudieron añadir nada más. En aquel preciso instante se produjo lo que nadie pudo imaginar nunca. ¿Cómo era posible que Rosy no lo presintiera, que no hubiera visto un halo extraño en torno a la luna?

En uno de los palcos del anfiteatro dos chicos jugaban a tirarse el uno al otro las colillas encendidas. De pronto, una de dichas colillas se desvió y dio contra el plástico que recubría, decorándola, una de las columnas. Inesperadamente, brotó de ella una súbita llamarada. Al solo contacto con la colilla el plástico de la columna ardió, de suerte que varias mujeres que ocupaban la mesa vecina se pusieron en pie y lanzaron un grito de espanto. Inmediatamente dos caballeros, con mucha serenidad, al tiempo que reclamaban calma arramblaban con los tapetes de las mesas más cercanas y procuraban con ellos ahogar al fuego. Al no conseguirlo, probaron fortuna con una cortina que colgaba a su lado y que arrancaron de un tirón.

Pero fue inútil. ¿Qué materia era aquella que recubría la columna, que ardía como si se tratase de algodón empapado en gasolina? El revuelo en el palco fue fenomenal, pues la llama trepaba rápidamente hacia el techo, también de plástico e igualmente inflamable. En la penumbra del «007» los lengüetazos de fuego resultaban aparatosos y las vallas laterales habían empezado asimismo a arder, incluso las más próximas a la puerta de salida.

—¡Fuego! ¡Fuego!

En pocos segundos el terror recorrió la boîte, cuyo espectáculo contrastaba con el del baile sonambulesco que ofreciera hacía poco. Las llamas recorrían el techo y el plástico, al derretirse, goteaba un líquido pegajoso y espeso que empapaba a las personas y encharcaba el suelo. Los ocupantes del anfiteatro se lanzaron por la escalerilla, mientras los confettis ardían y algunos papeles volaban encendidos, como monigotes de mal agüero. El humo empezaba a hacer de las suyas y se apoderó del «007» lo peor, lo inevitable: la confusión. Un camarero apareció encima del bar con un extintor, pero tenía delante a todos los ocupantes de los divanes en torno, que se habían levantado y que, sin cesar de gritar, empezaban a empujarse para abrirse paso hacia la salida. «¡Fuego! ¡Fuego!». En efecto, todo el plástico era terriblemente inflamable, ardían algunas mesas y se desplomó una valla de no se sabía dónde. En el momento en que empezaron a apagarse algunas luces el pánico fue de tal calibre que Rogelio y sus acompañantes comprendieron que la puerta sería insuficiente para engullir aquella masa, que se atropellaba y se caía, los más fuertes abriéndose paso con brutalidad.

—¡Las puertas de emergencia! —gritaban Julián y Ricardo Marín.

Inútil. No sólo nadie los oía, sino que se veían al fondo grupos que aporreaban dichas puertas —había dos, cercanas al bar—, sin conseguir abrirlas. Inverosímilmente, no cedían. «¡Están claveteadas!», se oyeron algunas voces. «¿Cómo…?». Rogelio palideció, porque al instante se acordó de que el responsable era él. Alejo, la primera noche, le había dicho que muchos desaprensivos aprovechaban dichas puertas para colarse o para marcharse del bar sin pagar, y Rogelio, sin pensarlo un momento, le dijo: «ciérralas con candado». El sistema se evidenció vulnerable y entonces Rogelio dio la orden fatal: «Clavetéalas y se acabó». Alejo había cumplido la orden y ahora todos los que se encontraban en aquel sector de la boîte intentaban en vano acercarse a la puerta que daba a la calle.

El histerismo era absoluto. Gritos, ayes y el color rojo, no imaginado por Héctor, el dueño absoluto del «007». Alejo había acudido al camarín para llamar a los bomberos y a los servicios médicos de urgencia —por fortuna, la línea funcionó—, mientras Ricardo Marín y sus acompañantes, puesto que el lugar que ocupaban quedaba por el momento a salvo y en el camarín había una puerta por la que se podía escapar, procuraban dar a entender a los grupos vecinos que existía esa posibilidad.

Gracias a este descubrimiento se produjo la gran bifurcación, que permitió que buen número de afortunados pudieran ganar la calle.

Laureano intentó por todos los medios localizar el paradero de Narciso Rubio y Salvador Batalla, pero el humo obturaba toda visión. Tampoco estaba seguro de si Carlos Bozo se encontraba o no en el local. Alejo fue llevado a empellones hasta el exterior, lo mismo que Rogelio y que todos sus amigos —Margot tosía aparatosamente— y que la gogó filipina. Rogelio se preguntó por un momento si no le valdría más permanecer dentro. Javier Cabanes consiguió no apartarse hasta después de haber visto cómo una llama se apoderaba del órgano electrónico, lamiendo vorazmente sus teclas. Laureano no se acordó siquiera de su guitarra eléctrica, que caracoleó al encenderse, que fue encogiéndose y retorciéndose como bailando para sí misma su adiós.

Pronto el incendio fue tan colosal —gigantesca ampliación de la colilla— que por desgracia los bomberos no iban a llegar a tiempo, excepto para evitar que se propagase a los locales vecinos. El «007» estaba condenado a la catástrofe. Iban saliendo a la calle personas con síntomas de asfixia, con quemaduras y con magulladuras graves o leves. Y en tanto muchos de los que estaban a salvo se alejaban de la boîte y formaban a distancia un semicírculo, contemplando el espectáculo, más cruel que un cuadro vesubiano de Marcos, otros ofrecían sus coches particulares para llevar al hospital a los heridos.

Oyéronse las sirenas de los bomberos acribillando la noche. Todo el barrio se alertó. También llegaron las ambulancias. Unos y otras actuaron con rapidez. Sin embargo, la gente sólo pensaba en los que se habían quedado dentro. Imposible hacer un cálculo. Por descontado, los más expuestos habrían sido los que se encontraban por el lado del bar, adonde se habían ido precisamente el «batería» y el «guitarrista-flautista» de Los Fanáticos.

Algunos bomberos habían intentado entrar para salvar alguna vida, pero las llamas los rechazaron. No había más remedio que extinguir totalmente el fuego y ver luego la magnitud de lo ocurrido. Tardaron una buena media hora en conseguirlo. En cuanto se apagó la última llama, el humo continuaba surgiendo espeso de los rescoldos. Los bomberos entraron: bastantes cadáveres. Fuera, la gente se mordía los puños, ya que quien no tenía al lado al ser querido no sabía si éste se había salvado o no. Los vehículos que continuaban aparcados eran espectadores de excepción.

Oyéronse las sirenas de la policía. Rogelio sintió una opresión en la zona cardiaca, aunque de momento no parecía demasiado fuerte. Alejo estaba allí: con el tumulto, había perdido su bastón.

Mientras los bomberos trabajaban dentro como podían —el techo parecía resistir—, los policías interrogaban a los testigos presenciales. Éstos, unánimemente, hacían referencia especial a la rapidez con que prendieron las llamas y a las puertas de emergencia, claveteadas. Los policías preguntaron por el encargado o responsable de la boîte. Fue el momento decisivo. Alejo, pero también Rogelio y Ricardo Marín, no tuvieron más remedio que presentarse. Los policías los protegieron contra cualquier reacción súbita de la muchedumbre, mientras Rosy, Merche y Margot, situadas junto a sus coches, estaban muertas de pánico.

—¿Por qué estaban claveteadas las puertas?

Alejo titubeó. Comprendió que se lo jugaba todo. Pero no tuvo más remedio que declarar la verdad: dichas puertas eran aprovechadas para entrar sin pasar por taquilla y para salir del bar sin abonar la consumición, y se había decidido ponerles candado, pero el sistema se reveló ineficaz. Entonces, y mientras durara la actuación de Los Fanáticos, se decidió clavetearlas.

—Pues sí que fue una idea…

Alejo no quería delatar a Rogelio, pero los policías llamaron al comisario y éste llegó y apretó el cerco. Pronto quedó claro que el «007» pertenecía a la Agencia Cosmos, que era una Sociedad Anónima, pero que el responsable de la boîte, a todos los efectos, así como del resto de las que poseía la Sociedad, era Rogelio. Quedó claro que una decoración a base de un plástico de tal modo inflamable no era la más idónea para un local de ese tipo. Y sobre todo, estaba lo de las puertas de emergencia.

El comisario se dirigió a Alejo.

—¿Quién le dio a usted la orden de clavetearlas?

Alejo titubeó de nuevo, pero por fin pronunció el nombre otra vez:

—Don Rogelio Ventura.

Rosy se llevó las manos a la cara. Estaba visto que los máximos cargos recaían sobre el constructor, cuyo aspecto inspiraba lástima. La situación no podía ser más tensa, pues Ricardo Marín y las mujeres, al enterarse de que Rogelio, para salvar unas miserables perras, fue capaz de dar una orden semejante, sin poderlo evitar sintieron una mezcla de desprecio y de asco. «Pero ¿es posible?». «Pero…». Rogelio no decía nada. Jamás se le ocurrió pensar a lo que se exponía.

El comisario se dirigió a Rogelio, a Ricardo Marín y a Alejo.

—No tengo más remedio que rogarles que se vengan conmigo a Jefatura. Hay que aclarar algunos puntos. —Dirigióse a los acompañantes—. Si ustedes quieren ir también, tendrán que permanecer fuera del despacho mientras se levanta el atestado.

Rosy y Merche, naturalmente, se mostraron dispuestas a ir. Y también Julián y Margot, pues Laureano les dijo que no los necesitaba. Laureano, junto con Javier Cabanes, permanecería allí, aguardando la confirmación de lo que casi podía darse como seguro: que Narciso Rubio y Salvador Batalla figuraban entre las víctimas.

Los policías se llevaron a los tres presuntos detenidos y sus acompañantes los siguieron en sus respectivos coches, mientras las ambulancias continuaban haciendo sonar sus estridentes sirenas.

En Jefatura el interrogatorio fue muy laborioso —las mujeres y Julián aguardaban en el vestíbulo—, y el comisario estaba en contacto continuo con las patrullas apostadas junto a la boîte. De momento, podía asegurarse que el número de víctimas rebasaría la docena. Una vez levantado el atestado, el comisario se dirigió a los interrogados y les comunicó:

—Ahora serán conducidos ustedes ante el juez de guardia, y el juez dictaminará lo que estime más procedente.

Nuevo traslado, otra vez los coches de los acompañantes siguiendo al de los detenidos.

El juez se hizo rápidamente cargo de la situación, que con toda evidencia era grave. Y previas algunas consultas tomó su decisión. Ricardo Marín podía irse a su casa cuando quisiera; Rogelio y Alejo quedaban procesados por supuesto delito de «imprudencia punible» e ingresarían inmediatamente en la cárcel.

Rogelio estaba abrumado. Sin embargo, tuvo fuerzas para preguntar:

—¿La Modelo?

—Sí.

Esta palabra lo vapuleó más aún. Esta vez no tendría allí a ningún Juan Ferrer dispuesto a protegerlo.

Alejo pensó que la cárcel Modelo no se parecería en nada al Ritz, y su máxima preocupación era calcular el margen de responsabilidad que podía cor responder le. «Al fin y al cabo, yo sólo obedecí la orden».

Ricardo Marín salió del despacho del juez y fue el encargado de transmitir la noticia. Rosy volvió a llevarse las manos a la cara. «No podréis verlos. Los han retenido dentro y los trasladarán cuando quieran». En el fondo, tal vez fue mejor cancelar aquello sin que mediara la despedida. El cruce de miradas hubiera sido duro. Merche estaba horrorizada, igual que los demás.

—Desde luego —comentó Ricardo Martín—, les enviaré inmediatamente el mejor abogado para defenderlos.

Al amanecer se supo la verdad. Los bomberos habían ido aislando los cuerpos, que pudieron ser identificados casi en su totalidad, gracias a que, además de los amigos, se movilizaron las familias, fue revisada la documentación de coches que nadie reclamaba y se estaba en contacto con los hospitales.

Las víctimas eran, exactamente, dieciséis, la mayoría de ellas por asfixia. Sólo cuatro cuerpos aparecían completamente carbonizados y no se sabía a qué nombre correspondían. Murieron, efectivamente, Narciso Rubio y Salvador Batalla, de suerte que Los Fanáticos quedaban reducidos a la mitad. También había muerto Andrés Puig, quien había acudido por su cuenta, solo. ¡Andrés Puig! ¿Quién pudo imaginarlo? Siempre habían pronosticado que moriría estrellado contra un árbol con su coche; y había muerto estrellado contra una puerta de emergencia que no se podía abrir. Asimismo pereció la hija mayor de un directivo del Club de Fútbol Barcelona, a la que el fuego sorprendió en los lavabos. El resto eran muchachos y muchachas que contaban entre los dieciséis y los veinticinco años. Cuchy había estado a punto de ir, pero a última hora le entró sueño y desistió.

Laureano estaba aterrado, lo mismo que Javier Cabanes. Laureano lo estaba doblemente porque en el acto se dio cuenta de que su sentimiento por la pérdida de sus compañeros era más bien escaso; lo que le dolía era lo que aquello significaba para el conjunto musical. Esto le dio idea de que su corazón se le había enfriado, como iban enfriándose los rescoldos de la boîte. Algo parecido podía decirse de Carlos Bozo —aquella noche se había quedado en casa y fue alertado al instante— y de Jaime Amades. Javier, en cambio, lloraba a moco tendido. Quería mucho a Narciso Rubio y a Salvador. «¡Es espantoso! —se repetía una y otra vez—. ¡Es espantoso!». El relente de la madrugada y la fatiga infinita les aconsejaban alejarse del lugar e irse al chalet de la calle de Modolell; pero estaban al llegar los padres de Narciso y Salvador, a los que habían llamado por teléfono, y tenían que esperarlos. Y entretanto, Laureano pensaba: «Si Alejo no me hubiera avisado que mis padres me esperaban en el camarín…». Su intención era también ir al bar.

La noticia había corrido por la ciudad y empezaba a llegar la gente más inesperada. Entre ella, Aurelio Subirachs y Marcos. Éste había dado un suspiro de alivio al saber que Cuchy no había acudido a la boîte. En cuanto a Aurelio Subirachs, después de oír los consabidos datos referentes a la facilidad con que el plástico ardió, lamentó —y no era la primera vez— que Agencia Cosmos confiara tanto en Héctor, el decorador. ¿A quién podía ocurrírsele colocar en una boîte nocturna semejante material? Mientras se acariciaba los bigotes de foca, vieron aparecer a Marilín, la secretaria de la Constructora, pálida como un espectro. No hubo más remedio que contarle la verdad sobre su jefe y la chica se deshizo en un llanto sin consuelo.

Mientras tanto, las escenas entre los parientes de las víctimas eran desgarradoras. Ya lo habían sido en el momento en que se les permitió entrar en el local para la identificación. Los dieciséis cuerpos —cuatro de ellos, reducidos a ceniza— yacían alineados, cubiertos cada uno con la correspondiente sábana. Eran dieciséis manchas blancas ocultando a la muerte. En ocasiones, nada más entrar los parientes atisbaban ya un pedazo de ropa en el suelo, un zapato, un brazalete o cualquier insignificante objeto personal. Luego se habían retirado, pero en su gran mayoría montaban la guardia allí, esperando no sabían qué.

Acababan de llegar los ataúdes. Dieciséis ataúdes. La intención era colocar los cuerpos dentro y trasladarlos luego a la parroquia del barrio, donde se instalaría la capilla ardiente. Los parientes de los muertos, al ver los ataúdes, sufrieron nuevas crisis de dolor y querían acercarse a ellos, pero los policías se lo impidieron. Podrían hacerlo más tarde, en la parroquia. Lo malo iba a ser lo que ocurriría con los cuatro carbonizados. Nadie estaría seguro de que aquél era realmente el cadáver del ser querido. El directivo del Club de Fútbol Barcelona se encontraba en esta situación y permanecía reclinado en una pared de la calle, como alelado.

La entrada de Rogelio Ventura y de Alejo en la cárcel tuvo lugar a primera hora de la mañana y fue espectacular. Rogelio llevaba la corbata torcida, Alejo se esforzaba por mantener su aire de gentleman.

En la cárcel había heterogeneidad de presos. De momento, los destinaron a una celda aparte. La tensión entre ambos era muy grande, ya que Rogelio entendía que Alejo no tenía ninguna necesidad de haberlo delatado.

—¿Pues qué querías? ¿Que cargara yo con toda la culpa y me cortaran el pescuezo?

Los detenidos de las celdas vecinas los vieron y dos de ellos reconocieron en el acto a Rogelio: eran el capataz y el aparejador de aquel edificio que tiempo atrás se construía en la Meridiana y que se derrumbó. Su alegría fue muy grande, pues, aun sabiéndose responsables, siempre creyeron que el constructor atacó duro contra ellos y que si personalmente se salvó fue sin duda con argucias, como todos los constructores. Al enterarse de los motivos de la detención exclamaron: «¡Menuda!».

También había presos políticos, entre ellos jóvenes estudiantes.

—¿Ha venido sin esmoquin? ¡La sociedad de consumo! ¡Qué raro!

—¡A callarse! —gritaban los vigilantes.

Uno de los muchachos hizo bocina con la boca:

—¡Aquí hay puertas de emergencia siempre abiertas! ¡De modo que podréis salir cuando queráis!

El abatimiento de los dos ingresados era absoluto. No acertaban a hablarse. ¡Cuando salieran los periódicos de la tarde! Seguro que sus fotografías aparecerían en primera página y que darían toda clase de detalles. Seguro también que Ricardo Marín y el conde de Vilalta se las arreglarían para que sus nombres no figuraran impresos ni una sola vez. «¡Canallas!», barbotó Rogelio, que se hacía un lío con sus pensamientos y que a lo mejor, pese a todo, encontrarían el modo de salvarse.

¿De salvar qué? ¿El pellejo? ¿La Constructora? ¿La Agencia Cosmos? ¿Y quién salvaba a los dieciséis muertos?

Rogelio se acordó de pronto de que Alejo era abogado y le preguntó:

—¿Cuál es tu opinión?

Alejo le dijo que, muy probablemente, y dado que la instrucción del sumario iba a durar mucho tiempo, en cuestión de unos pocos días podrían conseguir la libertad bajo fianza.

Al salir del Juzgado, Ricardo Marín y Merche regresaron a su casa y Julián y Margot fueron los encargados de acompañar a Rosy a la avenida Pearson. Hubieran querido que se fuera con ellos a General Mitre, pero Rosy se negó. Y durante el trayecto sólo dijo:

—¡Ya lo veis! Estuvimos en el Coliseum, en plan de estreno, y luego la hecatombe…

Al llegar a la avenida Pearson, Rosy hizo dos cosas. Llamar a su hija, Carol, y a Sebastián, para enterarlos de lo ocurrido; y luego irse al lavabo y maquillarse. Sin embargo, estaba deshecha y el maquillaje no significó la menor solución.

Julián y Margot no se atrevían a comentar por menudo lo sucedido. Simplemente estaban allí para hacerle compañía y por si necesitaba algo.

—Sí, necesitaría un marido que de repente no se convirtiera en Nerón.

Los Vega no sabían qué decir. Margot, finalmente, habló, ya que Rosy tendría que afrontar a toda costa la situación.

—Esto va a ser un poco fuerte para él… y para ti. Sólo queríamos decirte que estaremos a tu lado siempre, pase lo que pase.

Rosy se emocionó lo que le permitían las circunstancias.

—Ya lo sabía. De vosotros ya lo sabía. Pero el bochorno va a ser tan espantoso que mucha gente me retirará el saludo incluso a mí. ¿Cómo me presento ante las amistades? Rogelio se lo tenía merecido, pero ¿yo? —Apretó los puños y, por un momento, los dientes. Luego agregó—: ¿Cómo se me ocurrió casarme con él?

Margot no podía fingir. Era su gran defecto o su gran virtud.

—Lo grave no fue casarte con él, sino el camino que ambos emprendisteis luego. No podía conducir a nada bueno. No sabía por dónde explotaría la cosa, pero estaba segura de que explotaría.

Rosy se había tomado ya varias copas para reanimarse y se tomó otra.

—Sí, conozco tu teoría. ¡Ay, Margot! Es fácil hablar, sobre todo cuando las cosas ya no tienen remedio. A veces me dejé llevar… por el cansancio. Por el escepticismo. En estos momentos lo que siento es asco, nada más. Con Rogelio no había absolutamente nada que hacer, como no fuera separarse de él y buscar consuelo en otra parte.

Intervino Julián.

—Y a todo eso…, Ricardo Marín y el conde exentos de toda culpa…

—Bueno, eso es natural. El responsable de las boîtes era exclusivamente Rogelio. ¡Siempre con sus ganas de presumir! Pasándose de listo…

—Eso no cuenta para el caso. Nadie podía sospechar un accidente así.

Rosy parecía no escuchar y hablar para sí misma.

—Y siempre rodeándose de consejeros, por ejemplo, Alejo, capaces de adularlo y de hacerle elegir sistemáticamente lo peor. Si, la cosa está clara, porque tiene muchos enemigos. Ahora saldrán a relucir cosas horribles, y todas recaerán sobre Rogelio. Me di cuenta viendo la reacción de Merche. Merche es una amiga excelente… a condición de que nada sucio la salpique. Y esta vez hay muertos de por medio, y la reacción popular será incontenible.

No había nada que objetar. Rosy miró a Margot de frente y le dijo:

—Y ahora tengo que ir a ver a Pedro. Sin falta. ¡La escena será de aúpa! De golpe y porrazo le hemos dado la razón. —Hizo un ademán de impotencia… ¡y, con la copa en la mano, eructó!—. La vida es un engaño absurdo, una inmensa broma y en cualquier esquina, te portes como te portes, te espera el golpe fatal.

—¿Por qué dices eso?

—Porque vosotros no caísteis en ninguna de nuestras trampas, y ahí tenéis a Laureano…

Margot prefirió no dar esto por oído y acercándose a su amiga la rodeó con un brazo y le dio un beso en la frente.

—¿Quieres que te acompañemos al Kremlin?

Rosy iba a contestar que no, pero en ese momento se oyó el llavín de la puerta de entrada y ésta se abrió. Acababan de llegar Carol y su marido, Sebastián Oriol.

Carol, pese a estar encinta y encontrarse muy mal, echó a correr en dirección a su madre y se colgó en sus brazos.

—¡Mamá, mamá! ¡Qué horror!

Sebastián Oriol no sabía qué hacer. Era de natural extraordinariamente optimista y le costaba mucho tomarse los hechos por su lado feo. Siempre le parecía que cabría una solución. Pero en aquel caso…

Carol se dirigió a Julián y Margot.

—Os agradezco mucho que estéis aquí, haciéndole compañía a mamá.

Rosy les explicó detalladamente lo ocurrido, terminando con la sentencia del juez.

—A estas horas tu padre habrá ingresado ya en la cárcel, hija… Con su trajecito nuevo… y con Alejo.

—¿Puede preverse lo que ocurrirá?

Sebastián Oriol opinó:

—Tal vez se encuentren atenuantes… No hubo intención expresa de dañar.

Julián movió la cabeza.

—El juez decretó procesamiento por imprudencia punible y también oí hablar de homicidio doloso, que me sonó peor. Además, tú no viste a los parientes de las víctimas montando la guardia delante de la boîte… Pedirán lo que sea… y es muy natural.

Carol y Sebastián se enteraron de que Rosy se disponía a ir al Kremlin y se ofrecieron también para acompañarla. Pero Rosy se negó.

—Es una situación que he de afrontar yo sola. Yo sola quiero hablar con Pedro. Quiero ver si mi hijo es de carne y hueso… o un monigote de nieve sin reflejos.

Esta vez quien movió la cabeza fue Margot.

—Mejor que no te ilusiones, Rosy… Tú misma dijiste antes que de golpe y porrazo le habéis dado la razón.

Rosy, repentinamente decidida, se mostró dispuesta a cancelar la situación.

—¿Quién me lleva en coche? Eso sí lo necesito.

Acordaron que la llevarían Sebastián y Carol. Y Julián y Margot se despidieron —«hasta muy pronto…»— y se fueron a General Mitre.

La luz en la calle era ya intensa, pues el sol iba ascendiendo. Se veían las siluetas clásicas de las primeras horas del día: obreros al trabajo, entrando en el Metro; basureros; camionetas que se preparaban para el reparto; zonas solitarias; talleres que levantaban sus puertas metálicas…

—Y la vida continúa, ¿verdad? —comentó Margot.

Julián asintió.

—Hasta tal punto, que dentro de nada verás que el «007» vuelve a funcionar…

La escena en el Kremlin fue compleja. Pedro acababa de lavarse en una jofaina y, torso desnudo, se estaba secando con una toalla no muy limpia. Rosy se lo contó todo, sin paliar nada, y la primera reacción del muchacho fue brutal. «¡De modo que mi padre dio la orden…!». Estuvo a punto de romper algo de la buhardilla, cualquier cosa. Mientras iba vistiéndose, de prisa, sin prestar atención, contempló a su madre. La vio tan ojerosa y exhausta, esforzándose tanto por mantenerse dignamente erguida, que sintió lástima. «¿Te preparo un poco de café?». «No, gracias. He tomado mucho coñac en casa». Menos mal que Laureano se había salvado, y que se habían salvado Marcos y Cuchy; pero Pedro se quedó anonadado al enterarse de lo de Narciso Rubio y Andrés Puig. ¡Narciso Rubio, que tantas horas se había pasado ensayando allí mismo, en el Kremlin —escupiendo a menudo—, y tan feliz el hombre con su triunfo! ¡Andrés Puig, con su eterno desasosiego, roto por dentro desde la niñez, que sin duda habría acudido a la boîte impelido por su obsesión por las mujeres! A Salvador Batalla apenas si lo conocía, aunque había leído el folleto biográfico que publicó sobre él Jaime Amades.

Pedro se dispuso a prepararse café para él. Necesitaba algo caliente. Pero en ese momento vio que Rosy se sentaba en un taburete, sollozando. Entonces lo dejó todo y se le acercó y la abrazó como llevaba mucho tiempo sin hacerlo. Y repitió más o menos las palabras de Margot. «Mamá, algo así tenía que ocurrir un día u otro. No se ahora con reproches. No puedo más». Rosy había hecho acopio de ahora con reproches. «No puedo más». Rosy había hecho acopio de entereza para enfrentarse con su hijo y ahora que lo tenía delante desfallecía.

Éste fue el toque de atención para Pedro. Continuó consolando a su madre como pudo, y en cuanto vio que empezaba a recuperarse volvió a la carga, porque tampoco sabía fingir. No es que se comportara como un monigote de nieve sin reflejos, pero se mostró duro y tajante.

—No voy a aprovecharme de la ocasión, mamá —le dijo, en tono mesurado—, para repasar la trayectoria que os ha llevado a esta situación y para justificar las decisiones que yo tomé con respecto a vosotros; pero repito que lo que ha sucedido, o algo similar, era inevitable. Mi padre llevaba mucho tiempo corrompido por el maldito dinero, con una inconsciencia que nunca conseguí explicarme. Cuando la angina de pecho tuve la esperanza de que cambiaría, pero me equivoqué. A veces ni siquiera las advertencias del corazón sirven para nada. ¡Ahora, en la cárcel, con su inseparable Alejo! Y decía que era yo, con mis escritos, quien desprestigiaba el apellido familiar… No entiendo nada de leyes, pero sospecho, mamá, que has de prepararte para lo peor. No creo que esta vez el coronel Rivero pueda serle de ninguna utilidad. Y ahora se dará cuenta de que muchos de sus amigos lo eran por interés, porque era un vencedor; detrás de las rejas, le volverán la espalda. Es el precio que se paga por la autosuficiencia y por el «abrirse paso a codazos» y el «cueste lo que cueste»…

Rosy, que continuaba sentada en el taburete, se irguió en él como pudo.

—Dijiste que no aprovecharías la ocasión, y lo estás haciendo a modo. No he venido a verte para que me machaques todavía más. Se trata de pensar lo que se puede hacer en estas circunstancias. Puedo contar, desde luego, con Julián y Margot. También con Ricardo Marín y con Aurelio Subirachs. Pero tú eres el hijo de ese hombre que está entre rejas, y a ti te corresponde actuar.

—¿Actuar…? ¿Qué es lo que puedo hacer, mamá? Dieciséis muertos…

—Hacerme compañía. Mejor dicho, estar a mi lado. Eso es lo único que te pido.

Pedro se paseaba por la buhardilla mesándose la negra barba que se había dejado crecer.

—¿Me estás pidiendo que regrese a casa?

—Te estoy pidiendo muchas cosas. La primera, que el día de la visita general a la cárcel, que es cuando dan permiso para hablar con los detenidos, vayas a ver a tu padre… ¡Bien, bien, me alegro de que estés dispuesto a ello! Esperaba eso de ti. Luego, que te abstengas de comentar nada con las amistades… con la dureza con que sueles hacerlo. Ya se cuidarán los buitres de lanzarse sobre la presa, como tú mismo has indicado. Y por último, sí, sería para mí el mejor consuelo que te instalaras de nuevo en la avenida Pearson, ya que Carol se casó y estoy completamente sola, con las doncellas y con Dog. ¡Claro, ya sé que es pedir mucho! Pero, si no puedes llegar a tanto, por lo menos establece un puente. Vente a comer algunos días, y algunas noches quédate a dormir. Que no tenga yo la sensación de que me has desamparado…

Pedro se plantó ante su madre, cuyo tono de voz había vuelto a ser normal.

—De acuerdo en todo, mamá, excepto en lo de volver a la avenida Pearson… Abandonar este refugio —y giró la vista en torno—, ahora menos que nunca. Ésta es mi balsa de salvación. En cambio puedo, ¡no faltaría más!, ir a verte a menudo. En estos últimos tiempos no lo hacía… porque tenías con quién hablar. Iré. Pero no creas que el amor que siento por ti, que he sentido siempre, me impide ver las cosas claras. Perdona que te hable con tanta franqueza, pero la ocasión se lo vale, si no estoy equivocado. Tú eres en buena parte responsable de lo que ha ocurrido. Si desde el primer día hubieras aconsejado a mi padre de otra manera… Pero eras la primera en dejarte deslumbrar, ¡hemos hablado tantísimas veces de ello!, por esa carrera sin fin de las comodidades y la riqueza…

Rosy se encalabrinó.

—¡Ya salió el sonsonete! ¡Y no eres el único que me reprocha esto! ¡Si con tu padre no hubo nunca nada que hacer! ¿Quieres que te diga cuál hubiera sido su reacción si yo hubiera empezado con sermoncitos? Dejarme plantada, pasarme una pensión e irse a vivir con otra. Así. Por lo menos, de ese modo hemos mantenido las apariencias. ¡Con lo cual no quiero decir que a mí no me hayan gustado las comodidades y las riquezas! Ya conoces mis teorías al respecto.

—¿Entonces, de qué te quejas ahora?

—De mi mala suerte, Pedro… Muchas mujeres obran como yo, sus maridos son como tu padre, o peores, y no se produce ningún incendio ni en su casa ni en ninguna parte.

—¿Debo entender que ni siquiera ahora te arrepientes de nada?

—Si empezamos a hablar de arrepentimientos… ¿Has sido tú un santo, Pedro? ¿No tienes de qué acusarte, pese a ser un chiquillo aún? Estás muy satisfecho de tu decisión… —esta vez fue Rosy quien giró la vista en torno al Kremlin—, pero quizá en el fondo has elegido lo más cómodo. Tal vez tu deber hubiera sido continuar a nuestro lado… y soportarnos. Personalmente, he de decirte que con tu ruptura me hiciste mucho daño. Y supongo que a tu padre lo mismo.

—¿No irás ahora a declararme responsable a mí?

—Responsable, no. Pero, desde luego, con nosotros has pecado de soberbia. A veces puede más una palabra dulce que cien desplantes.

—Tú misma dijiste que con mi padre era perder el tiempo.

—Tratándose de mí, desde luego; contigo hubiera sido muy distinto.

Llegados aquí, ambos se dieron cuenta de que se habían desviado, de que por ese camino no llegarían a ninguna parte. Se habían olvidado de la cárcel, del proceso que se les venía encima, del escándalo popular, de la soledad de Rosy…

Ésta se calló, y dio la impresión de estar a punto de sollozar de nuevo. Entonces Pedro no supo lo que le ocurrió. ¡Sus sentimientos eran tan contrapuestos! Pensó en el «007», en las puertas de emergencia —«clavetéalas y se acabó»— y en lo amargo que había sido su despertar aquel día.

—Tal vez cupiera una solución —dijo, procurando dulcificar su voz—. Podríais vender la casa de la avenida Pearson y tú irte a vivir con Carol, ahora que mi hermana va a darte un nieto dentro de poco…

Rosy negó con la cabeza.

—¿Yo con Carol? Ni hablar, chico. No hay diálogo con mi hija. Una lástima, pero es así.

Pedro dio la impresión de que esperaba esa respuesta.

—Pues si eso no te convence, ni te convence «Torre Ventura», ni irte a Arenys con los abuelos, ¿por qué no desafías en serio a los buitres de que antes hablaste? Creo que habría un medio, y conste que no estoy bromeando.

—¿Cuál?

—Venirte a vivir aquí conmigo… Aquí hay sosiego… y paz.

Rosy miró a su hijo con expresión indefinible. Por un momento le pareció que lo odiaba, aunque estaba harta de odio y lo que necesitaba era lo contrario.

—Estás completamente equivocado, Pedro —dijo, por fin—. ¡Estaría bueno! —Señaló la máscara de Carnaval—. Venir yo aquí… ¿Crees de veras que en este cuchitril hallaría yo el sosiego y la paz?

Pedro se encogió de hombros. Hacía lo posible para no parecer un cínico.

—¿Por qué no? A condición, claro, de adecentarlo un poco…, y de que cambiases completamente de mentalidad.

—Ya… Convertirme en un asceta, ¿no es eso? La teoría del autodominio y esas cosas. —Guardó silencio—. ¿Crees que en un momento pueden tirarse por la borda años y años de determinada manera de vivir?

—A mi padre le habrá ocurrido eso, supongo… Y tendrá que aguantarse.

—A la fuerza, pero no por propia voluntad, que es lo que tú me pides… —Miró con fijeza a su hijo y añadió—: ¡Es curioso! Vine a pedirte que regresaras tú a la avenida Pearson; y tú le das la vuelta al argumento y me propones lo contrario… En el fondo, eso es lo que sueles hacer siempre, si la memoria no me falla.

Pedro volvió a encogerse de hombros. Había hablado completamente en serio y con la máxima naturalidad.

—Entonces… ¿cuál va a ser tu decisión?

Rosy mudó de expresión, sacando fuerzas de flaqueza.

—Continuar viviendo yo sola en la avenida Pearson… y haciendo como si no hubiera pasado nada. ¡Aguantar el tipo! Tu madre aguantará el tipo, Pedro… Sin taburetes… y sin sollozar.

Dicho esto, se levantó. De su actitud emanaba cierta dignidad, que 110 pasó inadvertida para Pedro, Sin embargo, éste comprendió que sus mundos eran absolutamente distintos y que jamás, ni siquiera en momentos como aquéllos, se establecería comunicación.

—Mamá, te agradezco que hayas venido, porque sé lo que esto significa para ti… Y lamento que no hayamos llegado a un acuerdo en lo principal.

Rosy asintió repetidamente con la cabeza.

—Yo también lo lamento de veras… En el trayecto, mientras iba acercándome, me había creado ciertas ilusiones. Había olvidado por completo que estás por encima del bien y del mal…

—No hables así, te lo ruego… Sabes que no se trata de eso.

—No, no se trata de eso… Pero le falta poco. —Rosy abrió el bolso para empolvarse—. De todos modos, no te preocupes. Ya me las arreglaré.

Se produjo un silencio embarazoso y Pedro se asía desesperadamente a alguna posible solución que no se le hubiese ocurrido.

Por fin se declaró vencido y lo aceptó. Y mudando de expresión a su vez preguntó:

—¿Qué día puedo ir a la Modelo?

—El primer día de visita es el jueves… —Rosy cerró el bolso y esbozó una sonrisa, que le salió forzada—. ¡Bien, aquí te dejo, en tu celda bendita!

—¿Quieres que vaya a por un taxi y te acompañe a casa? Estás muy fatigada…

—Nada de eso, hombrecito… Quédate con tus cosas, y prepárate tu café caliente, que te está haciendo mucha falta. —Ya en la puerta, volvió a mirar con fijeza al muchacho y añadió—: ¡Y no te instales teléfono, para que no podamos molestarte!

Pedro hizo un ademán de impotencia.

—Mamá…, que quede bien claro que no he querido ofenderte…

Poco después Pedro se fue al «007». Había llamado a Susana y quedaron en encontrarse allí. Su intención era ver a Laureano, pero éste ya no estaba. Susana le dijo que después de hablar con los padres de Narciso Rubio y de Salvador Batalla las fuerzas le fallaron y el muchacho se había ido a descansar al chalet de la calle de Modolell.

—No podía con su alma…

Pedro se encontró con Susana frente a la boîte, es decir, a una distancia de unos cien metros, pues el local continuaba vigilado por los guardias. Había multitud de curiosos. De toda la ciudad acudía gente y los comentarios se parecían como gotas de agua. Aparte de la indignación general, los padres aprovechaban para despotricar contra los locales como el «007», «expuestos siempre a toda clase de peligros». Los hijos decían: «Ha sido un accidente. Igual pudo haber ocurrido en un hotel o en un cine de lujo». Abundaban los jóvenes hinchas de Los Fanáticos. Todos mostraban su desconsuelo. ¿Dónde estaban las gorritas y las banderas con que fueron a esperarlos al aeropuerto? Los nombres de Narciso Rubio y Salvador Batalla, que tenían sus partidarios, corrían de boca en boca.

Pedro y Susana se enteraron de que la capilla ardiente había sido ya instalada en la parroquia y se dirigieron allá, pues la boîte no era más que un montón de escombros. En el último momento Pedro oyó vociferar a un hombre que había perdido a su hijo. Decía que si lo dejaban acercarse a ese tal «señor Ventura», lo estrangulaba con sus propias manos.

En la parroquia, el panorama era de intenso dramatismo. Los dieciséis féretros ocupaban la nave central —los bancos fueron arrinconados—, y al lado de cada uno de ellos había varias personas quietas, llorando. Algunas se habían arrodillado. Al parecer, de los cuatro cadáveres carbonizados sólo dos pudieron ser identificados con toda certeza, gracias a una prenda personal; los dos restantes, no se sabía a quiénes correspondían y aquello creaba entre los deudos una incertidumbre, una trágica confusión.

La pareja se dirigió a los féretros de Narciso Rubio y Salvador Batalla, rodeados de gente. Susana propuso rezar en voz baja un padrenuestro y Pedro asintió con la cabeza. Así lo hicieron y Pedro se dio cuenta de hasta qué punto le resultaba raro rezar. Había perdido por completo la costumbre. Sin embargo, en una ocasión como aquélla, los templos se le antojaban completamente justificados.

En medio de todo, reinaba un gran silencio. Nadie tocaba la batería, ni la flauta, ni lanzaba gemidos sicodélicos. Nadie cantaba tampoco «Arriba, corazón». Los corazones de los que entraban y salían se deslizaban por el suelo o andaban como de puntillas para no hacer ruido.

Abandonaron la iglesia, y a la salida se tropezaron nada menos que con mosén Rafael, que llegaba, como ellos mismos, del «007». Se había enterado a primera hora, pero estuvo ocupado hasta aquel instante. A Pedro le dijo: «No sé qué decirte. Todo esto es increíble… —Dirigióse a Susana—: ¡Menos mal que Laureano se ha salvado!».

El sacerdote renunció a entrar en seguida en la iglesia y los acompañó un rato, deambulando por el lugar.

—No os importa, ¿verdad?

—¡Qué va! Al contrario…

Mosén Rafael le dijo a Pedro que necesitaría mucho valor. Estuvo en contacto con el padre Saumells y éste le garantizó que los dos detenidos podrían salir en libertad bajo fianza. Y entonces empezaría el verdadero calvario, pues todo el mundo los miraría como a dos marginados de la sociedad. Y tendrían pendiente siempre sobre sus cabezas la sentencia de última hora, que en el caso del padre de Pedro por fuerza iba a ser muy dura. «Ha de ser muy ingrato vivir en libertad sabiendo que al término del proceso el reingreso en la cárcel, quizá por unos cuantos años, es seguro».

Pedro miró al sacerdote. ¿Qué pretendía? Lo conocía demasiado para suponer que quería ensañarse con él. ¿Responsabilizarlo? Tal vez.

—¿Por qué me cuentas todo eso? —le preguntó.

—Porque ahora te conviertes en la pieza clave de la familia. Porque ahora vas a tener ocasión de demostrar que dentro de la nueva juventud hay valores de primer orden. No voy a pedirte que ayudes a tu padre en los negocios; pero sí que, cuando salga con libertad provisional, olvides todos los rencores y cuides de él.

Pedro se detuvo en la acera.

—¿Y cómo se hace eso, si aquí dentro no se siente nada, sólo repugnancia? —y se tocó el pecho.

—Venciendo esa repugnancia —mosén Rafael se pasó el índice entre el alzacuellos y la piel—. Si no, ¿de qué sirve vivir como un ermitaño?

Susana se puso de parte del vicario.

—Es verdad, Pedro. Mosén Rafael tiene razón. Es la gran ocasión para ti de demostrar que los jóvenes servimos para algo. Si el movimiento se demuestra andando, a partir de ahora tu movimiento ha de ser el del perdón.

Pedro negó con la cabeza.

—Es muy fuerte lo que voy a deciros, pero mi padre tiene lo que se merece. Nada más. Y mi madre también. Mi madre ha estado en el Kremlin hace un rato. Ha sollozado, se ha mostrado orgullosa, me ha pedido muchas cosas… Ha hablado de todo excepto de esos dieciséis féretros que están alineados ahí… —y se volvió hacia la iglesia—. Los domina el egoísmo y a cualquier gesto de tenderles la mano a la larga lo llamarían pusilanimidad.

Mosén Rafael porfió.

—Hay que obrar el bien prescindiendo de si los beneficiarios lo comprenderán o no, lo agradecerán o no. En el Evangelio eso está muy claro. Y tratándose de los padres, no digamos. Te repito, Pedro, que vas a ser la persona clave… Para ellos y para Laureano.

—¿Para Laureano?

—¡Toma! ¿No te das cuenta? Pasará una crisis horrible, y sólo tú podrás ayudarlo.

—Laureano saldrá adelante por su cuenta…

—Eso crees. No ha perdido la sensibilidad. Querrán hacerlo actuar otra vez, y pronto, en cuanto los periódicos hayan dejado de hablar del «007», y algo en él se resistirá a hacerlo. Necesitará un amigo, y ese amigo has de ser tú. No irás a suponer que la perfección consiste en escribir sobre los minusválidos… y entretanto encerrarse en una torre de marfil.

Aquellas palabras se parecían a las que Rosy había pronunciado en el Kremlin.

—También a mí me preocupa mucho Laureano —dijo Susana—. ¡Vivía en las nubes! Ahora habrá visto que son de plástico y no sé lo que será de él…

Mosén Rafael apostilló:

—Si no le echáis una mano, también por ese lado puede llegar lo peor… ¡Y bien sabéis que yo había defendido siempre su derecho a elegir!

Pedro le preguntó:

—Entonces ¿qué es lo que te ha hecho cambiar de opinión?

El vicario se mordió el labio inferior.

—Mi experiencia de sacerdote me dice que últimamente Laureano se había dejado ganar por la concupiscencia… Y en eso estoy de acuerdo con mosén Castelló: o se corta por lo sano, o se está perdido.

Aquí terminó la conversación entre los tres. Mosén Rafael añadió que tenía que regresar a la parroquia, pero que antes deseaba «rezar un padrenuestro» junto a los féretros, junto a la capilla ardiente.

—Así que, adiós. Hasta otro día. Mucha suerte…

—Adiós, mosén Rafael.

—Y no olvides lo que hemos hablado, Pedro…

El vicario se fue. Quedaron juntos, solos, Susana y el muchacho. Se miraron. No supieron lo que les ocurría. ¡Cuántas sensaciones! ¡Y 5 qué tiempos los esperaban!

Pedro notó que se estremecía. Se disponía a decir algo y advirtió que le costaba esfuerzo hablar, que se le hacía un nudo en la garganta.

Recordó el vozarrón de aquel hombre que perdió a su hijo y que quería «estrangular con sus propias manos a ese tal señor Ventura».

—¿Sabes, Susana? —dijo, por fin—. Creo que yo también voy a necesitarte a ti…

La calle se convirtió en temblor, lo mismo que las miradas y que el cuerpo y el espíritu de Susana. Pedro había utilizado un tono completamente distinto del de siempre.

—Ya sabes que puedes contar conmigo…

Las palabras se acabaron ahí. Sin darse cuenta, se cogieron de las manos. Apretaron fuerte. Nunca se habían apretado tan fuerte las manos. La costra se había roto en mil pedazos y un nuevo sentimiento acababa de nacer, intenso, muy intenso. Tanto que, pese a las circunstancias, sintieron el aletazo de la felicidad.