CAPÍTULO XXXIX

ANTES DE REGRESAR a Barcelona hablaron largamente con Sergio. Éste andaba a la sazón recopilando material para una película sobre «las atrocidades cometidas por los nacionales». En los archivos de París encontraba mucha cosa y estaba en contacto con una serie de embajadas de países del Este, especialmente la rusa, aunque encontraba muchas dificultades. Pedro y Marcos huyeron de ese asunto como de la peste, más que si estuviesen en España. «Allá tú, amiguito. A nosotros, el asunto de la guerra… —y añadieron, riendo—: Nosotros fabricamos el amor».

Sergio estaba muy relacionado con exiliados del Partido y en París se lo veía más en su ambiente. Y aunque allí era uno de tantos, mientras que en Barcelona podía presumir, había algo en su manera de hacer que disgustaba a Pedro y a Marcos. Se le veía cada vez más obsesionado por su idea y capaz de cualquier cosa para llevarla a la práctica, sin el menor escrúpulo. Ello provocó en los dos muchachos cierta aversión hacia él, que en Barcelona no habían experimentado jamás.

De regreso a la Ciudad Condal se encontraron conque habían ocurrido algunas cosas. Entre ellas, que, inesperadamente, el padre Saumells, conforme a las nuevas corrientes de la Iglesia, había sido nombrado director del Colegio de Jesús. Es decir, había pasado del casi ostracismo a la jerarquía máxima. Su predecesor en el cargo, el padre Tovar, estuvo a punto de irse a misiones, pero el padre Saumells lo tranquilizó.

—No irá a suponer que me moverá espíritu de venganza… Lo único que haré será democratizar el Colegio, nada más.

Su nueva ocupación le impidió ir a San Adrián y delegó la misión en mosén Rafael, quien le destinaría el tiempo que pudiera. Mosén Rafael puso en práctica la idea del padre Saumells para el nuevo curso: instalar allí una Escuela Parroquial, puesto que muchos niños del barrio no tenían aula a la que asistir. Legalizó dicha escuela, contrató a varios maestros y el curso, mal que bien, empezó inscribiéndose un centenar de alumnos, casi en su totalidad hijos de inmigrantes. Mosén Rafael confiaba en su buena voluntad, en la ayuda de Dios y en la ayuda del pequeño Miguel…

Carol había regresado encantada del viaje de boda y al parecer esperaba un bebé. «Eso es lo malo de tener hijos —comentó Rogelio—. Se expone uno a que lo hagan abuelo». Carol también había pasado por París y también se había enterado de la existencia del fenómeno hippie, aunque ni ella ni Sebastián, su marido, sabían qué opinar. Los vieron y los confundieron con los beatniks. «¡Por Dios! —les dijo Pedro—. Que no tienen nada que ver…».

Pedro, fiel a su decisión, se instaló definitivamente en el Kremlin, que de hecho había ya dejado de ser el centro de reunión de la pandilla, pues la decoración había cambiado por completo y se habían producido una serie de deserciones, entre las que destacaban las de Laureano y Narciso Rubio. En el momento de notificar el traslado a sus padres se produjo una escena un tanto desagradable. En el fondo, ni Rogelio ni Rosy habían acabado de tomarse en serio la amenaza del muchacho de abandonar la avenida Pearson.

—¿Qué vamos a decirte? ¿Que cuando te canses de tu quijotada encontrarás abiertas las puertas de esta casa? Lo sabes de sobra… De todos modos, la humillación que nos haces pasar es de las que no se las salta un galgo.

—¿Humillación? No tengo ganas de discutir. De momento, me dedicaré a escribir y a dar clases particulares y pensaré algo para el futuro. El viaje a París me ha dado muchas ideas.

—¡Oh, claro, a nosotros también nos dio muchas! Por cierto, ¿comunicaste tu decisión a Juan Ferrer y a Chantal?

—Sólo a medias. Varias veces enfocamos el problema, pero son muy educados y prefirieron quedarse al margen del asunto. Ahora bien, predican con el ejemplo, dándole a Bernadette toda clase de libertad…

—¿La niña también se ha ido a vivir por su cuenta a un cuchitril?

—No, eso no. Pero es que la rodean de un ambiente que no le disgusta como el vuestro me disgusta a mí. Y por supuesto hace lo que se le antoja. Y no creo que sea nada malo.

Rosy intervino.

—Nada tan relativo como el concepto de bueno y malo.

—Eso es verdad.

Rogelio tamboreó en la mesa y preguntó:

—¿Imprimirás unas tarjetas con tus nuevas señas?

Pedro acusó la ironía y respondió:

—No creo. De todos modos, vosotros las conocéis de memoria.

Marcos preparó su primera exposición. Con lo que pintó aquel otoño y con lo que se trajo de París —debidamente cribado—, pensaba inaugurarla por Navidad. Se retrasó un poco, pero no importaba. La exposición, en unas galerías de arte vanguardista, fue un éxito para el muchacho. No sólo las críticas lo pusieron por las nubes, sino que lo vendió casi todo. Entre sus clientes figuraba Héctor, que se dispuso a colocar algunos de los cuadros en locales de cuya decoración se ocupaba, ¡y Ricardo Marín!, que le compró seis telas en concepto de inversión. El banquero se olió que allí había calidad y ni corto ni perezoso fue señalando con el índice seis piezas de gran tamaño, que figuraban entre las más caras.

Los temas preferidos por Marcos eran los relacionados con los volcanes, y algún día pensaba llenar con ellos grandes murales. En su producción dominaba el rojo, lo que significaba que había superado el rechazo que, a raíz del accidente de Fany, sintió por dicho color. No se trataba de volcanes en erupción; más bien los incendios eran sugeridos por llamas restallantes que cruzaban como un tumulto, por cráteres fríos, yertos, etcétera. Ni siquiera él sabía por qué ese tema le interesó. De repente en París, viendo los cuadros del pintor noruego, pensó en la fuerza «volcánica» que emanaba de ellos y encadenó la idea. Por otra parte, era licenciado en Filosofía y Letras. Y entendía que la vida humana era eso, una sucesión de volcanes, que todo lo arrasaban y que luego se morían, quedaban sin vida. Los sentimientos, los pensamientos, los mismos sueños y deseos estaban hechos de una materia que el fuego, primero con su crepitar y luego convirtiéndose en ceniza, simbolizaba perfectamente. Algún crítico había intuido esa correlación, aunque por regla general hicieron excesiva literatura. Lo que a Marcos le interesaba era la pintura, la calidad pictórica y el grito o el silencio de sus colores. Tal vez en la próxima exposición se dedicara a paisajes lunares o al bullebulle del fondo del mar.

Su padre se mostró encantado con el resultado de la prueba y con la independencia económica que ello dio al muchacho. La pintura era un arte noble, un complemento de la arquitectura, a su modo de ver, y no estaba demostrado que para ser un excelente pintor la inteligencia fuera un obstáculo, como algunos pretendían. Marcos alquiló un estudio con mucha luz, un ático en la calle de Zaragoza, donde también instaló un diván por si se le antojaba quedarse a dormir allí. Cuchy lo ayudo. Cuchy estaba indignada con Laureano porque la tenía postergada —¡la vedette podía elegir a barullo!— y continuaba con su paradójico estribillo: «yo necesito un ídolo del que ser esclava, para ser libre en todo lo demás». Su ídolo actual era Marcos. También se acostaban juntos y también su acoplamiento era perfecto, aunque esta vez sin riesgos, pues Cuchy, después de la experiencia, se tomaba las debidas precauciones.

Marcos era muy generoso con sus telas y las regalaba sin pensárselo mucho. El padre Saumells tuvo pronto una en su despacho de director, que remozó de arriba abajo. El doctor Beltrán, con buenas maneras, rechazó el obsequio. «¡Hijo mío! ¡Si todo lo que yo tengo son antiguallas! ¿Dónde quieres que meta esto? No pegaría en casa, hazte cargo». Pedro, en el Kremlin, contó con tres «volcanes» de Marcos, por lo que el rincón donde los colocó fue llamado el rincón vesubiano, en el que el joven «asceta» podía calentar su espíritu. Cuchy llenó de cráteres su habitación y mucha lava corrió también por «Torre Ventura» y Can Abadal. Julián estaba entusiasmado con la pintura de Marcos y pensaba: «Ojalá a Laureano le hubiera dado por ahí».

Sin duda la influencia hippie había sido decisiva para el muchacho, que ardía en deseos de irse a Ibiza y Formentera —donde, en efecto, se habían instalado varias «colonias»—, y hacer la prueba con el LSD. ¡Si encontrara a Harry, el americano! ¡O al inglés! Y si no, pronto conectaría con otros, que serían como hermanos gemelos. Una de la ventajas de los hippies era que no exigían tarjeta de presentación.

—Cuchy, ¿querrás acompañarme? Lo pasaríamos bomba.

—Por mí… ¡figúrate! Pero no sé si mis padres querrán. Mi padre quiere enviarme una temporada a Inglaterra a perfeccionar el idioma, lo cual, dicho sea de paso, no sería mala idea.

—¡Si te vas a Inglaterra te enamorarás de un hippie! ¡Serás la esclava de otro dueño!

—¿Y a ti qué más te da? Tampoco me quieres de veras.

—Yo no quiero de veras más que a mis pinceles… y a mi hermano Rafael.

—¿Lo ves?

—Lo que ocurre es que a lo mejor le pido a Rafael que nos case…

—¡Fanfarrón, que no eres capaz!

—Por supuesto que no. Sin contar conque harías un mal negocio.

Y que antes tengo que probar otras hierbas de las que el Señor hace crecer del suelo…

—Te ha picado lo de las drogas, ¿verdad?

—¡Te diré! Ni fu ni fa…

El calificativo que convenía al éxito de Laureano era el de «apoteósico». Los Fanáticos eran reclamados de todas partes. Ya no actuaban solamente en Barcelona sino que andaban de gira sin cesar, por Madrid, Bilbao, Valencia, ¡Granada!, etcétera. Ello sin contar las apariciones en televisión, las emisiones radiofónicas y las grabaciones de discos. Era un esfuerzo físico agotador y una prueba muy dura para el sistema nervioso.

Al compás de esa escalada Jaime Amades no paraba tampoco un momento y la propaganda que lanzaban al ruedo era un modelo de afinamiento. Lo último que se le había ocurrido era publicar unas pequeñas biografías en forma de folletos, que se vendían muy baratos y con los que inundó los quioscos de periódicos. La biografía de Laureano fue la primera que apareció y para ilustrarla el muchacho arrancó del álbum familiar fotos muy queridas. Cuando Margot se dio cuenta ya no estaban allí. «¡Pero, mamá! ¡La publicidad tiene sus exigencias!». En dichos folletos se contaban ínfimos pormenores de sus vidas, de sus cortas vidas, y cabe decir que Laureano cuidó muy bien de dejar constancia del amor y admiración que sentía por sus padres. «Pero la música es mi vida y cuando subo a un escenario me transformo».

En el fondo, no debía de haber más que motivos para estar contentos. ¡Todo el mundo felicitaba a Julián y Margot! Los que no lo hacían eran excepción y Beatriz, al comprobarlo, se quedaba perpleja y le decía a Gloria, en la tienda de antigüedades: «Esto es un calcetín vuelto al revés». Una de las fans de Laureano era precisamente Merche. ¡Merche! Así que Jaime Amades marró al suponer que las amistades de los Vega considerarían poco «finolis» el camino emprendido por Laureano. Éste era invitado aquí y allá y se consideraba un honor que aceptara estar presente, aunque sólo fuera por unos minutos. Y en poco meses conoció a un sinnúmero de personalidades, cuyas esposas solían estar gorditas. Merche decía: «Canta que es un primor y el conjunto suena que da gusto». Merche quería estar al día y su hija Cuchy le daba la razón. En cambio, en honor a la verdad era preciso reconocer que las canciones de su repertorio iban siendo cada vez más triviales. Pero ello no ocurría porque sí, ni porque a Carlos Bozo se le hubiera acabado la inspiración; el «déspota» lo hacía a propósito. A Carlos Bozo, una vez conseguida la fama, le interesaba la mayor popularidad posible. De suerte que no tenía inconveniente en servir al público la mercancía que éste solicitase masivamente; y el público, cuanto más pegadiza o estridente fuera la música, tanto más le gustaba. «No preocuparse. De vez en cuando un número serio, para demostrar que hacéis simplemente lo que os pasa por las narices; por mis narices, quiero decir».

Todo ello originaba que las liquidaciones a través de la Sociedad de Autores subiesen como la espuma. Por cierto, que la opinión de Carlos Bozo era que debían hacer ostentación de lo que ganaban. «Nada de inversiones anónimas ni de cajas de caudales. El público es muy sensible al exhibicionismo. En todo caso, más adelante puede pensarse en montar algún negocio, como los Beatles…».

Y entretanto, un descapotable rojo cada uno… y a vivir. Carlos Bozo les aconsejaba que de vez en cuando salieran los cuatro en fila, como para una carrera. Todo el mundo los reconocía. Javier Cabanes conducía de maravilla; Salvador Batalla, con torpeza, pese a lo cual siempre se las ingeniaba para pasar frente al restaurante en que en tiempos trabajó. Otras veces subían los cuatro a un solo vehículo y sus impresionantes melenas y su indumentaria obligaban a los transeúntes a volver la cabeza.

Habían alquilado un chalet silencioso en la calle de Modolell, no muy lejos del estudio de Carlos Bozo que al principio les sirvió para ensayar. Ya éste les había advertido que se lo cedía provisionalmente. Ahora disponían de algo propio, con todo lo necesario. De hecho, poco a poco aquello iba convirtiéndose en su vivienda, pues era espacioso y disponía incluso de pequeño jardín, ideal para aparcar. El chalet estaba bien amueblado y podían llegar a Barcelona a la hora que fuese y tenerlo a su disposición.

Lo bautizaron con el nombre del conjunto, Los Fanáticos. Y su posesión había de repercutir en la organización de la vida cotidiana en General Mitre. En efecto, murió repentinamente Dolores, la mujer que desde hacía tantos años cuidaba de Beatriz, y ésta se encontró sola en su piso oscuro de la calle del Bruch. Beatriz, además, sufría los achaques propios de su edad. En cuestión de poco tiempo había envejecido mucho, con sordera progresiva y varices. En resumen, parecía lo más conveniente trasladarla a vivir a General Mitre. ¡Laureano vio el cielo abierto! Aquél iba a ser el primer paso… Le ofreció su habitación. «Puedo trasladar parte de mis enseres al chalet de la calle de Modolell y aquí me reserváis una cama en el cuarto de Pablito. ¡Estoy tanto tiempo fuera! Y a lo mejor pronto iniciamos giras por el extranjero…».

La sugerencia, pese a lo que significaba, terminó por ser aceptada, si bien en el momento del traslado Margot se entristeció sobremanera. Tuvo la impresión de que lo que el padre Saumells había querido evitar, que perdieran definitivamente al muchacho, acababa de producirse. Los muebles sobrantes de Bruch fueron a parar a Can Abadal. Pablito rezongó: «¡No admitiría en mi cuarto a nadie más que a Laureano!». Éste, para el chico, continuaba siendo un dios. Junto con Amades, era su mejor propagandista y ciertamente en el Colegio de Jesús, cuya democratización era un hecho, enseñaba a sus compañeros los pupitres que Laureano ocupó.

Habían surgido, desde luego, algunas pegas. Una de ellas, la embriaguez de Laureano; o para ser más preciso, su engreimiento, que en los comienzos no lo afectó. Continuaba pidiendo que le señalaran los defectos, pero se sabía el alma del conjunto y este hecho le hizo perder pie, a semejanza de lo que le ocurrió a Rogelio al empezar a tener éxito. Influía también en ello la distancia intelectual que lo separaba de sus compañeros. La convivencia no era fácil ¡A veces soltaban unos disparates! ¡Y las dedicatorias de los autógrafos! Laureano procuraba disimular, condescender, pero de pronto asomaba su protagonismo, que los demás aceptaban con menos buen talante que al principio. «¡Eh, que somos cuatro, no lo olvides!». El más engallado, ¿quién pudo decirlo?, no era Narciso Rubio, sino Javier Cabanes, el de la cara de niña, que tocaba el órgano electrónico con auténtico arte.

Carlos Bozo no veía todavía motivo de alarma, pero estaba pendiente de todos los detalles. Más de un conjunto se había ido al traste por esas rencillas de apariencia insignificante. Nieves, su mujer, comentaba: «Eso va a ser una batalla difícil. ¡Laureano es tan superior a los demás!». Por fortuna, Jaime Amades tuvo buen cuidado de que en las biografías todos quedaran más o menos a la misma altura.

Claro que la primera víctima de ese cambio era el propio Laureano… La vanidad, de que ya les habló a sus padres al comunicarles su decisión… ¿Cómo podía a su edad, resistir tanto halago? «Deberías contestarme todas esas cartas… —le decía a Cuchy—. Y enviar en mi nombre, dedicadas, todas esas fotografías». Cuchy le respondía sacándole la lengua. «¡Allá tú con tus admiradoras! Yo lo paso bestialmente bien con Marcos, que está mucho más volcánico que tú».

La vanidad había hecho presa en Laureano y no existía antídoto eficaz. ¡Ganaba más dinero que su padre, que Julián! ¡Y era infinitamente más conocido que él! Si no se quedaba afónico —había conseguido fumar menos— le esperaban unos años, muchos años, de estar en el candelero. Todo al alcance de su mano. No había festival que no se lo llevase por delante. ¡Hasta sus excompañeros de la tuna le rindieron un homenaje! ¡Y otro que tal sus excamaradas del campamento de Castillejos! Creyóse un personaje importante, pues además los periodistas le preguntaban su opinión sobre todo, sin olvidar nada, desde lo que sentía al cambiar de boquilla hasta el misterio de la Trinidad. Tenía que opinar sobre política internacional, ¡sobre la juventud!, sobre la felicidad, sobre la sociedad de consumo y la miseria, sobre las dificultades de llevar una vida íntima, sobre los Rolling Stones y sobre Beethoven y Mozart… En este último caso, se acordaba de su madre y rendía culto a la música clásica. ¡Pero mentía como un bellaco! ¡De un tiempo a esta parte no la podía soportar! Estaba convencido de que entre todos creaban sonidos nuevos y que en las salas de fiestas en que actuaban —por cierto que Ricardo Marín y Alejo azuzaban a Rogelio para que lo contratase—, estaban fraguando una auténtica revolución, más explosiva de lo que Sergio podía imaginar, o de lo que podía imaginar Giselle. Las letras, el texto, le importaban cada día menos. Su guitarra y su voz. Y un creciente dominio de las tablas. Y una educación de privilegio. Y su magnetismo personal, que hubiera permanecido ignorado de continuar con la arquitectura. ¡Si hubiera querido aceptar las propuestas de Amades para anunciar productos! Una camisa que se hubiera puesto en la «tele», y centenares de camisas idénticas vendidas al día siguiente. O una marca de licor o una loción. Y la vanidad era una carga pesada, por cuanto obligaba a mantener una pose constante y a soportarse a sí mismo.

Otra de las pegas que habían surgido era la ya conocida: el erotismo. Laureano exageraba. Pero con una particularidad desagradable: se estaba pervirtiendo. Lo normal lo fatigaba, lo encontraba rutinario, por lo que poco a poco iba deslizándose por una pendiente que sin duda hubiera merecido los plácemes más entusiastas de Alejo Espriu.

Por cierto, que donde más ocasión tenía de sacar partido de su palmito y de sus favorables condiciones era precisamente en Madrid, gracias a su tía Mari-Tere. Cada vez que iba a la capital, Mari-Tere lo ponía en contacto con el ambiente del cine y de los espectáculos, donde, como es lógico, se movían mujeres de gran apariencia, flanqueadas de prostitutas de tres al cuarto. Y tuvo más de un éxito sonado. Los periódicos le atribuían sin cesar noviazgos de postín, no sólo con conocidas vedettes sino incluso con muchachas poseedoras de título nobiliario. Su último flirt, que él creía que podía llegar a ser algo más, era una actriz inglesa, hija de un productor de cine más importante que Montoya, llamada Elizabeth Simpson. Laureano estaba loco por Elizabeth, que tenía mucha clase, y que tan pronto vestía pantalones vaqueros como se presentaba con un abrigo de visón blanco que barría el suelo. Era muy experta en cuestiones sexuales y tenía al muchacho absolutamente dominado. Aquello era un peligro contra el que ni siquiera Carlos Bozo podía luchar. De momento, la pletórica juventud de Laureano podía con todo y aun cuando Narciso Rubio continuaba reclamándole cordura, lo cierto era que se recuperaba en seguida de los cansancios que le sobrevenían; pero todo aquello iba en contra de las normas de autodisciplina que todo profesional tenía que respetar.

A todo esto, Carlos Bozo les consiguió un contrato para actuar dos meses en varias repúblicas sudamericanas. Cruzaron el charco y cantaron allí. Cierto que tuvieron el mismo éxito que en todas partes, pero Carlos Bozo cuidó de que los corresponsales de prensa lo multiplicaran por ciento. Y a su regreso, en el aeropuerto de Barcelona, se organizó una verdadera manifestación, con centenares de fans que llevaban una gorrita con el nombre de Los Fanáticos y que agitaban banderas. Cuando los cuatro muchachos descendieron del avión, el cordón de guardias fue desbordado y se precipitaron sobre ellos y les estrujaron. Laureano, que al aparecer en lo alto de la escalerilla se había mostrado encantado, llegó a pasar momentos de verdadero pánico, hasta que se encontró a salvo en el interior de un coche que lo condujo al chalet de la calle de Modolell.

Ni que decir tiene que tal efervescencia contrastaba con la vida voluntariamente elegida por el que fue siempre su mejor amigo: Pedro. Curiosa trayectoria la de los dos muchachos. Durante muchos años, existencias paralelas; de pronto, la separación. El hijo de Rogelio Ventura, en una buhardilla y comiendo en modestos restaurantes de la calle de Tallers; Laureano, hijo de Julián Vega, quien un buen día subió con timidez la escalera de «Construcciones Ventura, S. A.», nadando en la opulencia. Pedro dedicado a escribir una monografía precisamente sobre la rebelión estudiantil en la universidad, sin la menor garantía ni siquiera de encontrar quien se la editase; Laureano cantando sus dos últimos éxitos: «Tú eres mi vida» y «Arriba, corazón», con los que iban acercándose a la conquista del «disco de oro».

Laureano a veces se acordaba de Pedro y notaba un cosquilleo muy particular. Desde su «globo» de vanidad estaba incapacitado para valorar debidamente la resolución adoptada por su amigo, que le parecía a todas luces exagerada; pero el afecto que sentía por él permanecía intacto, de suerte que, de pronto, poniéndose cualquier casquete y unas gafas para no ser reconocido por la calle, tomaba el camino del Kremlin e iba a visitarlo. A veces se encontraba allí con Susana y los diálogos no resultaban tampoco del todo fáciles. Susana estaba a punto de terminar su carrera y de momento su propósito era hacer una temporada de prácticas con algún famoso pediatra.

La tesis de Pedro era muy sencilla: quien exageraba era Laureano.

—Ya no voy a meterme en si hiciste bien o mal en abandonar la carrera; pero te mueves en un mundo que es artificial. Tus padres tenían razón al decir que el barro te llegaría a la cintura.

—Pero ¿por qué hablas así? No te entiendo.

—Prometiste que elevarías la canción ligera a un plano superior; pues bien, yo escucho todas vuestras producciones y lo que veo es que hacéis lo que todos: dar de comer a la masa… Por otra parte, leí tu biografía, la del folleto, y quedé asombrado. ¿Por qué contarle a la gente intimidades que sólo os pertenecían a vosotros? A esto, los que manejamos libros lo llamamos enajenación. No vives para ti; tus dueños son los demás.

—Son cosas de la profesión, ¿no crees? Tú no vives para los demás, cuando en principio parece lo aconsejable; te encierras en tu cápsula y ahí me las den todas. ¡Menudo disgusto el de tu familia! Con la diferencia de que yo he demostrado que estaba justificado; tú, no.

—Estás en un error. En primer lugar, nuestras familias no pueden compararse. Creo que yo nunca me hubiera ido de General Mitre; de la avenida Pearson es otro asunto. Tu madre se llama Margot y la mía Rosy, con que… Y tu padre es arquitecto y el mío tiene hasta boîtes de esas en las que vosotros berreáis y que huelen a marihuana. En segundo lugar, estás quemando las etapas, mientras que yo prefiero el ritmo lento. Me temo que cualquier día te encuentres conque se te acabó la curiosidad. Y entonces ¿qué? ¿Te acuerdas de nuestra salida… al «Molino» y a la casa de los espejos? Laureano… Mi querido Laureano… ¿Sabes lo que te digo? Que hay algo importante que se te ha escapado.

—¿De qué se trata?

—No te has dado cuenta de que el maniquí eres tú, de que sois vosotros, y no la mujer de Carlos Bozo.

—Sigo sin comprenderte.

—Sí, todo está perfectamente calculado y organizado. No es que vaya a discutir que habéis armado la marimorena, y no sólo entre la juventud; pero Sergio acertó, como tantas veces. El manager es vuestro dueño absoluto. Carlos Bozo y Jaime Amades os manejan como si fuerais títeres. Ya sólo falta que os obliguen a cortaros de una determinada manera las uñas de los pies.

Laureano se rió.

—¡Estás hablando como mi abuelita!

—No importa. Tu abuelita acostumbra hablar muy bien. Te digo que Sergio acertó y que cuanto más subís, más esclavos sois de esa odiosa estrategia que me ha traído a mí a ese remanso de paz. ¿Quieres una prueba?

—Naturalmente. Anda…

—El recibimiento en el aeropuerto…, en gran parte fue organizado. Susana se enteró en la Facultad. Carlos Bozo en persona repartió las gorritas y alquiló unos autocares. ¡No, no, no…, no te sulfures! No quiero decir que no hubiera ido un montón de mecanógrafas a esperaros, entre otras razones porque era día de fiesta; pero de banderitas y de desmayos, nada. Todo calculado y organizado. ¿Te satisface esto?

Laureano se mordió el labio inferior. Pero disimuló.

—¡De acuerdo, de acuerdo! Todo eso forma parte del caldo. En ese terreno podría contarte yo más detalles todavía… ¿Qué voy a decirte? Ni me satisface ni me molesta, puesto que la espontaneidad brota por otros lados, sin que nuestros apoderados puedan intervenir para nada. ¿Pueden obligar a llenar a precios caros las salas donde actuamos y a las amas de casa a comprar discos? ¿A que no?

—Sí, con la publicidad. ¡Eh, cuidado, que no estoy negando que formáis un buen conjunto!; pero de todo vuestro repertorio apenas si se salvan media docena de canciones. El resto pasará.

—Ni tú ni nadie puede afirmar que tal o cual música pasará. Sólo el tiempo determina lo que es clásico y lo que no lo es. Además…

Pedro lo interrumpió con un gesto. Por el ventanuco del Kremlin entraba una luz tamizada, de polvillo de oro, que hacía grata la estancia allí. ¿Adónde se fueron el columpio y la rueda de carro? Sólo quedaban la cabeza del negro y la máscara de Carnaval.

—Laureano, dime una cosa… ¿Estás realmente contento de ti mismo? Contéstame como me hubieras contestado aquella vez que fui a verte cuando tenías la gripe…

Laureano, que se había quitado el casquete y las gafas oscuras, tardó un rato en contestar.

—Estoy seguro de que no me vas a creer. Soy todo lo feliz que puede ser un hombre. Nunca disfruté tanto, ni siquiera cuando le pegaba puñetazos al padre Comellas ni cuando hacía excursiones en Can Abadal. Ahora bien, no soy tan idiota como para no pasar momentos de soledad. Pero eso nos ocurre a todos, cualquiera que haya sido nuestra opción. ¿No crees que el padre Saumells, que es un santo y que no canta «Arriba, corazón», pasa momentos de soledad?

—Desde luego. Pero los pasa… y a ti te irán trabajando por dentro. ¿No has notado, por ejemplo, que estás perdiendo la capacidad de afecto, que es lo que suele ocurrir a los que vivís tan de prisa?

—Creo que no… Lo que ocurre es que ahora quiero de otra manera…

—¿Y no le temes al posible hastío, producto de conflicto entre lo que has logrado y los sacrificios reales que has hecho para ello? Porque, si recapacitas un momento, verás que te has comido el pato en menos de cinco minutos. Entonces sobreviene lo que yo, desde mi celda, denomino «el tedio que produce lo inmerecido».

—Sé por dónde vas, pero la verdad es que no tengo tiempo para afinar tanto… Tengo que cuidar de mi melena, y de otras cosillas por el estilo, ¿comprendes? —e hizo un gesto y sonrió, dando a entender que en cuestión de análisis tan minucioso se encontraba desentrenado.

—No te las des de cínico, que todavía no te va, ni de superficial, que te conozco demasiado. El día es largo y las noches también, sobre todo si, como tengo entendido, padeces de insomnio… En serio, Laureano, ¿adónde te diriges con un descapotable rojo a través de la opulencia, contra la que tanto habías despotricado? ¿Te acuerdas de aquellos versos sobre los perros que nos recitó Giselle? ¿Y qué hay al final de la autopista? Tienes veintidós años y cada día al levantarte te toca la lotería. ¡Sabes de sobra que la naturaleza humana no resiste tanto azar, tanto mimo! Digas lo que digas, me considero más afortunado que tú…

Laureano giró la vista en torno.

—Si mal no recuerdo, una de tus máximas preferidas es que el hombre tiene que ser libre, ¿no es así? Pues acordemos que somos afortunados los dos, y en paz…

—¡Quia! Hay diferencias otra vez. Lo mío irá a más, porque garrapateando palabras en un papel y pensando voy labrando mi estatua con material perdurable; lo tuyo irá a menos, y acabará como la moneda que teníamos dentro de la pecera —¿te acuerdas?—, símbolo del capitalismo que había de naufragar…

—No me llames capitalista, porque gasto todo lo que gano.

—¡Círculo vicioso!

—Exactamente.

—Reconoces que no se sabe dónde caerá la jabalina.

—Caerá donde yo quiera, pues si no tuviera buen pulso no podría tocar la guitarra. De momento, no dramatices, que no hay motivo. Te he dicho que soy feliz y no creo que con ello haga daño a nadie.

—A tus padres, a ti mismo…

—Con mis padres, simple incompatibilidad… Me empujaban en una dirección y yo he seguido otra. Respecto a mí mismo, ¡no hay nada que me desagrade positivamente!

Esa alusión a la frase que solía emplear el padre Tovar en el Colegio de Jesús tuvo la virtud de dar un vuelco a la conversación. De nuevo se sintieron como dos chavales que, con uniforme blanquiazul, se paseaban por los claustros, las manos en la espalda.

Pedro decidió seguir la corriente para no hacerse pesado.

—¿Sabes que al padre Saumells lo han nombrado director? —preguntó.

—¡No me digas!

—En serio. Y el Pancho, a sus órdenes…

¡El Pancho! Entonces no me quería mucho; ahora, supongo que me habrá condenado…

—No era tan malo como parecía.

—Quizá no. Pero ocurre que el mundo da muchas vueltas…

Pedro miró con fijeza a su amigo.

—Demasiadas vueltas, Laureano…

Éste solía reaccionar en el momento más impensado.

—¡Bien, tengo que irme! A disfrazarme otra vez para pasar por la calle… y a ensayar.

—Vuelve cuando quieras. A estas horas estoy siempre aquí.

Se abrazaron.

—¡Adiós, querido sabio!

—Adiós, querido «fanático»…

Ojos húmedos. Luz tamizada que llegaba de fuera. Poco después, un gran silencio.