LA BODA DE CAROL fue el golpe de gracia para Pedro. Por fin decidieron celebrarla en Montserrat. Una caravana de coches subió al monasterio. Los casó, por razones de amistad, mosén Rafael. Rogelio y Rosy hubieran preferido que lo hiciera el arzobispo de Barcelona, pero éste se negó, precisamente porque la boda era de tanto postín. En la plática, mosén Rafael dejó clara constancia de que aquellas ostentaciones no eran de su agrado y los espectaculares sombreros de las señoras, que contrastaban con el canto gregoriano que se estilaba en la basílica aletearon en señal de protesta.
La pequeña Carol estaba muy hermosa con su vestido blanco. Rosy parecía rejuvenecida y Rogelio llevaba con bastante naturalidad el chaqué, aunque en ese aspecto Ricardo Marín y el conde de Vilalta le ganaban la partida. El número de invitados era, efectivamente, superior a los quinientos, muchos de los cuales decidieron guardar como recuerdo el menú, firmado por los novios. Alejo aprovechó la ocasión para contar unos cuantos chistes subidos de tono, mientras Margot observaba al novio, a Sebastián Oriol, y pensaba que todo aquello había sido un poco precipitado, lo cual no significaba que el resultado no fuera feliz. A Margot le ocurría que a veces empezaba a desconfiar de las programaciones a largo plazo.
Sebastián Oriol se comportó con mucha llaneza, ganándose la simpatía de todo el mundo. Cineastas y fotógrafos no cesaron un momento de utilizar sus cámaras. Rogelio quería tener constancia plástica de todos y cada uno de los detalles de la ceremonia. «Quiero —dijo— que mis nietos vean que se hicieron las cosas como debían hacerse».
Eso lo dijo pensando en Pedro, aunque éste no lo oyó. Pedro se había negado a ponerse chaqué y se mantuvo en un plano muy discreto. A la hora del baile Carol se dijo, con su amor de siempre: «Pero ¿es que no estás contento?». Pedro le contestó: «¿Por qué me preguntas eso? Estoy contento de que te cases, pero sabes de sobra que hubiera preferido que lo hicieras con más sencillez». «¡Huy, chico, continúas viviendo en las nubes!».
Laureano fue inevitablemente el centro de muchas miradas. Montserrat no le quitaba los ojos de encima, pensando que antes de la melena se parecía mucho a su padre, a Julián, pero que ya era «otro». Montserrat se emocionó mucho cuando Carol fue a darle un par de besos con afecto especial, recordando sus tiempos de institutriz. Al fin y al cabo, ella fue quien le explicó a Carol cuándo una niña empezaba a ser mujer…
Julián se preguntó por el porvenir de Susana. ¡Cuántas veces había deseado que ésta le diera la noticia de que había formalizado sus relaciones con Pedro! Pero últimamente, ante la conducta de éste, empezaba a dudar. En realidad no sabía a qué atenerse. Tal vez le ocurriera que, aparte de su profesión, la vida le estuviera resultando demasiado complicada.
De pronto, Sebastián y Carol salieron del monasterio en un coche ampuloso repleto de flores de azahar, y comenzó su luna de miel. Viaje por varios países europeos. A Carol todo le parecía un cuento de hadas —el Kremlin quedaba lejos— y era completamente feliz.
Pedro y Marcos terminaron la carrera y una vez cumplido el consabido tiempo de cuartel decidieron conjuntamente llevar a cabo su antiguo plan de salir al extranjero. De momento, proyectaron pasar el verano en París. Sergio los había informado de que en la Ciudad Universitaria podrían vivir con poco dinero si tenían la suerte de encontrar alojamiento en algún pabellón.
Aurelio Subirachs no vio ningún inconveniente en darle a su hijo lo necesario para el viaje, que efectuarían en tren, y para pasar un par de meses. Marcos se lo tenía merecido. No le habían suspendido en ninguna asignatura y de momento no le planteaba problemas graves, excepción hecha de que solía contestar a todo: «ni fu ni fa…».
Pedro disponía de algunas reservas, por el premio que ganó y por las clases particulares que estuvo dando, y además confiaba en el azar. En el momento de sacar el pasaporte se sintieron importantes, lo cual era ingenuo, pues había transcurrido mucho tiempo desde que Rogelio, Rosy, Julián y Margot se habían ido a París y cruzar la frontera era ya de lo más natural.
En la avenida Pearson hubo sus más y sus menos con motivo de dicho viaje. Fuera Carol, por primera vez Rogelio y Rosy se encontrarían solos. Además, ¿qué haría el muchacho en París? De cabeza a La Fin du Monde, si es que todavía existía… Rogelio hubiera deseado que Pedro se instalara en el Hotel Catalogne, donde por lo menos Juan Ferrer y Chantal podrían espiar un poco sus andanzas; pero Pedro se negó. Con mucho gusto iría a saludarlos, pero quería vivir independientemente. «Probablemente, en la Ciudad Universitaria». En realidad, estaba decidido a no aceptar un céntimo, ni siquiera por banda, de sus padres.
—¿Y qué piensas hacer allí?
—No lo sé. De momento, mirar… He terminado la carrera, estoy un poco cansado de tantos libros y ahora me apetece mirar…
—Hay mucho que ver, desde luego, en París… Pero es cuestión de saber elegir.
—Marcos tiene un olfato fenomenal. Y supongo que encontraré algún plano de la ciudad…
Todo a punto, salieron, con muy poco equipaje, para su destino. El tren cruzó toda Francia, llevando aquellas dos vidas que se iban al encuentro de lo desconocido. El viaje fue casi enteramente nocturno, pese a lo cual apenas si conciliaron el sueño. En las estaciones los silbidos de la locomotora los alertaban y a menudo colocaban las manos en forma de visera procurando leer el nombre al otro lado del cristal. A veces no veían el nombre, pero si rayos de luna sobre los rieles. Cuando amaneció, Francia les ofreció su aspecto ubérrimo, casi lujurioso. Después, los suburbios. Por fin, la estación de Austerlitz.
Sergio los esperaba, en compañía de Giselle. Éstos vivían en un modesto apartamento en rue de l’Harpe. Fueron con ellos a la Ciudad Universitaria y consiguieron ser admitidos en el Pabellón Español. Adquirieron buen número de tickets para el comedor colectivo, de manera que el inicio no podía ser más halagüeño.
París los impresionó más que la luna sobre los rieles. Era una moneda de sonido peculiar, de una calidad inimaginada. Dos recién licenciados en Letras, ¿qué más podían pedir? Sergio no había abandonado sus zapatos de goma, silenciosos. Sin moverse de la Ciudad Universitaria tenían ya mil mundos a su alcance, en los pabellones, tan varios y sobre la hierba verde. Y no digamos en el Barrio Latino. Enviaron diversas postales diciendo escuetamente: «Como el pez en el agua». Marcos no escribió ni una sola vez: «ni fu ni fa…». Pedro se lamentó con Susana: «Lástima que no estés tú aquí…».
Sergio los invitó a ver la proyección de su documental sobre la «España negra», que se daba en un cine-club próximo a la plaza de Ternes. En España, tal como era de suponer, se lo habían prohibido. Pedro y Marcos aquilataron todo el valor de testimonio de aquellas imágenes y sintieron intenso escalofrío al comprobar que los españoles se dedicaban todavía a determinadas manifestaciones; sin embargo, resultaba exagerado no poner la contrapartida, ni una gota de miel en medio de tanta acidez. «Yo creo que te pierdes por estar polarizado en una sola dirección, sin ver los múltiples aspectos de la realidad. En el fondo, imitas a tu padre, con su teoría del machaqueo…».
Defendióse Sergio.
—Es que España es así, como todas las colectividades extremistas. Por eso un baño de Francia no os vendrá mal. Aquí se cultiva el matiz. Si pergeñara un documental sobre este país, donde también se encuentran manifestaciones necrofílicas, no tendría más remedio que dar el contrapunto. Allí no lo estimé necesario.
El caso es que el documental tenía éxito y que, aparte de que muchos franceses iban a verlo, no había exiliado español o emigrante un poco culto que se lo perdiera.
Pedro, antes de proseguir su itinerario, quiso cumplir con un deber de cortesía y se presentó en el Hotel Catalogne. Chantal, pese al tiempo transcurrido desde que lo viera en el Congreso Eucarístico, lo reconoció en seguida. «Mon cher Pedro…!». Juan Ferrer, excepto en la estatura y la delgadez, le encontró mucho parecido con Rogelio. Por cierto, Pedro miró a aquel hombre con emoción muy particular, al pensar que había salvado —por dos veces, si no estaba equivocado— la vida de su padre. «En cierto modo, se la debo yo también». En cuanto a los hijos del matrimonio, Maurice, que trabajaba ya en el hotel, descargando en lo posible de su labor administrativa a Juan Ferrer, le pareció ser un tanto anodino, lo contrario que Bernadette. Bernadette era una muchacha muy expresiva —recordaba un poco a Cuchy—, decidida y temperamental. Pedro sabía de ella, por una de las cartas que les había escrito Chantal, que se pasó una larga temporada en Inglaterra y que quería redimir lo irredimible. Por descontado, daba la impresión de tener ideas propias y mucho mundo interior.
—¿Por qué no te quedas en el hotel esta temporada? Te haríamos un trato especial, puesto que el parecer quieres vivir sin contar con la ayuda de tus padres.
—No, no, muchas gracias. Estoy con un amigo. Además, el ambiente de la Ciudad Universitaria me gusta mucho.
—Como quieras. Pero, si te cansas, por las razones que sea, ya lo sabes.
Pedro no podía sospechar que su encuentro con Bernadette tuviera mayores consecuencias. Quedaron en verse, en salir juntos un sábado o un domingo, pues los demás días la muchacha trabajaba en la oficinas de la UNESCO. Y gracias a ella Pedro y Marcos —Marcos se pirró por Bernadette en seguida—, oyeron hablar por primera vez de un movimiento juvenil que había empezado pegando fuerte y como dispuesto a hacer tabla rasa de todos los anteriores. Se trataba del movimiento hippie, nacido en los Estados Unidos, en San Francisco, y que estaba proliferando en forma vertiginosa.
—En París tenéis ya hippies. En el Boulevard Saint Michel, en el parque de Luxemburgo, en el Sena, en la propia Ciudad Universitaria… Y yo misma lo soy, pero sólo sábados y domingos; es decir, soy una hippie de «plástico», como ellos dicen, un tanto sofisticada. Aunque reconozco que sus ideas me apasionan.
Bernadette era de la misma estatura que Susana. Pelirroja, como Chantal, con sonrisa ingenua y orejas pequeñísimas, que su peinado dejaba al descubierto. Muy huesuda y de espaldas anchas, que le conferían prestancia al andar. Apenas si se maquillaba, excepto sábados y domingos. Los fines de semana, para ponerse a tono con los compañeros de que les había hablado, se pintaba los ojos, los párpados, hasta las uñas de los pies y se colgaba abundantes abalorios metálicos, que le daban mucho sexy. Llevaba sandalias romanas y guardaba en un cajón una túnica dorada, larga hasta los pies. También guardaba una serie de calcomanías que podían pegarse en cualquier parte del cuerpo a modo de tatuajes. Extraño contraste el de su facha con sus ideas y predisposiciones. Seguramente era capaz de cualquier cosa, cuando parecía una simple y modosita secretaria inteligente.
A Pedro se le cayó la baba al comprobar que sus padres, para dejarla en libertad, no se amparaban siquiera en que «estaba pasando el sarampión y en que ellos a su edad también protestaban». Reconocían que el mundo se estaba transformando, que era bueno que así fuese y estimaban lógico que los jóvenes se adaptasen a él. Casi lo ilógico era lo de Maurice, integrado desde un principio, sin crisis intermedia, en la sociedad antigua que el hotel, ¡hasta qué punto!, significaba. La UNESCO era otra galaxia, con miras a escala universal. Bernadette podía decir —y hacer— lo que se le antojara, sin que nadie le pidiera explicaciones. ¡Qué enorme distancia la separaba de la avenida Pearson! A lo sumo se le discutían los puntos de vista, como podía hacerse entre camaradas.
—¡Esto es una bendición de Dios, Bernadette! Si mi hermana Carol hubiera intentado largarse los fines de semana con gente desconocida, partidaria del amor libre, le quitaban la dote y en estos momentos no estaría casada con un dignísimo fabricante de lonas llamado Sebastián Oriol.
—Sí, mis padres son muy comprensivos, ésa es la verdad. No comparten mis ideas —sería pedir demasiado—, pero por eso mismo su actitud es más meritoria. Aunque te advierto que si no me admitieran tal y como soy, me largaría de casa.
Quedaron en que los presentaría al grupo hippie con el que había entrado en contacto, que iba y venía del parque de Luxemburgo, frente a la Sorbona, a los andenes del Sena. Así lo hicieron. El sábado por la noche Pedro y Marcos conocieron bajo los puentes a un americano de Los Ángeles, desertor de la guerra del Vietnam, a un canadiense, a un inglés, a varias parejas francesas, la mayoría de ellos universitarios y menores de veinticinco años. Sólo retuvieron el nombre del americano, Harry; los demás fueron pronunciados rápidamente y resultó imposible acordarse, además de que la actitud de los interesados era indolente y nadie tenía interés en que sobresaliera su propia identidad.
Al parecer, Bernadette era querida por todos. Todos tuvieron una expresión de alegría al verla. Al saber que sus acompañantes eran españoles, el inglés exclamó: «¡Caramba, eso está bien! Probablemente, algunos de nosotros nos iremos a las islas Baleares: a Mallorca o Ibiza. ¿Creéis que las autoridades nos permitirán vivir allí?».
Pedro no supo qué contestar.
—No molestando a nadie, es posible. Si lleváis documentación, claro.
—¡Oh, por favor, nosotros no molestamos a nadie!
El aspecto de Pedro y Marcos era de tal avidez de saber que los hippies, por boca de Harry, se compadecieron de ellos y los pusieron un poco al tanto de lo que pretendían con su manera de hacer. Bernadette, si surgía alguna dificultad idiomática, ejercía de intérprete o aclaraba algún concepto.
Harry, como todos los demás, llevaba una mochila, un saco tubular que le servía de almohada y una rueda de flores colgada del cuello. Era todo su capital, de acuerdo con su tesis de reducir al mínimo las necesidades materiales. Tocante a sus normas de conducta, destacaban la de ser fiel a uno mismo por encima de todas las cosas; buscar la libertad como máximo bien; aceptar a los semejantes sin discriminaciones; odiar exclusivamente la guerra y respetar todas las cosas del Universo porque eran buenas.
Por el momento estaban repartidos en pequeñas colonias, en las grandes ciudades americanas y también en el campo. Estas últimas formaban las «comunidades agrícolas» y habían redescubierto el trabajo del campo, a la manera primitiva, al revés de lo que ocurría con la música, que tenía que ser estereofónica y lo más avanzada posible; con algún que otro instrumento romántico, como la guitarra o la flauta de caña, por supuesto. «Depende del momento y de las circunstancias, ¿comprendéis? La consigna es: “Haz lo que te parezca, cuando te parezca y donde te parezca”. De modo que si a uno le apetece tocar la flauta de caña, allá él».
Los primeros hippies habían salido, en su mayor parte, de familias acomodadas o de clase media. Convencidos de la injusticia que presidía el vivir de sus padres, abandonaron sus hogares y se plantaron en el centro de las grandes ciudades californianas. San Francisco primero, Los Ángeles después, etcétera. Luego llegaron avanzadillas a Nueva York y de allí pasaron a Europa, sobre todo, a Londres y París. Pero la telaraña —a veces, así la llamaban— se iba extendiendo y probablemente llegaría al Próximo Oriente y al Asia Central siguiendo la ruta de las drogas.
—¿De las drogas?
—Sí, ya hablaremos de eso más tarde.
El adjetivo hip significaba, en su argot, «el que sabe, el que comprende, el que está iniciado o está dentro». Sus lemas eran el amor, el poder de las flores y el ejemplo. Harry entregó una flor a Pedro y otra a Marcos, los cuales no supieron qué hacer con ellas. Predicaban la no-violencia, la alegría infantil, la sinceridad, y amaban los pájaros, las campanillas —como las que aquella noche Bernadette llevaba en el cinturón—, las cuentas y los amuletos y los colores vivos.
Los hippies buscaban una mística que los liberara de la esclavitud del dinero, de suerte que a la aritmética la llamaban «el viaje deprimente». Harry, que era un mocetón como un sargento de película de Hollywood, inclinó hacia abajo el pulgar. En San Francisco alguien les dio a un grupo de ellos un billete de cien dólares. El grupo rompió a pedazos el billete y cada miembro se tragó simbólicamente un trocito de aquel papel moneda que consideraban denigrante. Sólo aceptaban el intercambio con cosas elaboradas por ellos mismos o lo necesario para, en un momento de apuro, ayudar a un compañero.
Los hippies habían dicho basta a la rutina, a la falta de imaginación. Significaban una ruptura de todas las barreras. Creían que el centro del egoísmo estaba en la sobreestimación del propio Yo, del Yo anterior a la «comunicación con los otros», a la hermandad y a la entrega a los demás, que era lo que perseguían. «Goza libremente de todo, excepto de aquello que pueda perjudicar a los demás». Su gran «sacerdote» era el profesor Timothy Leary, que iba de un centro a otro predicando la buena nueva y cuya expresión de éxtasis se parecía a la del filósofo francés Lanza del Vasto. Harry ponía cara de niño y el canadiense escuchaba como cansado. Se interesaban por la figura de Buda, porque siendo de familia poderosa se fue, regresó con sólo un pensamiento y un tazón de arroz y predicaba la «liberación»; por Cristo, «un tipo formidable»; por San Francisco de Asís, que abandonó a su familia de ricos mercaderes italianos y vivió entre los pájaros y los animales; por Gandhi, debido a la no-violencia; y también les interesaba Aldous Huxley, que cantó las alabanzas de los alucinógenos, etcétera. En algunas de sus sesiones celebraban los funerales del Yo anterior. «Si algún día os decidís a ingresar en nuestro clan, celebraremos los funerales del Yo que os ha esclavizado hasta ahora. Los de Bernadette no los hemos podido celebrar aún, porque, ya os lo habrá dicho, es sólo una hippie de plástico». Y se rieron.
Su lema por antonomasia era: «No fabricamos la guerra sino el amor». Eran una clase ociosa. Su profeta lejano. Alien Ginsberg, había escrito: «El viaje hacia nuestro interior es la respuesta a la sociedad de consumo. Durante siglos los hombres han viajado hacia el exterior, como Colón; ahora la dirección ha sido invertida». «El primer deber del hombre es descubrirse a sí mismo».
Una de las fórmulas más directas de conocerse a sí mismo era la respuesta a la pregunta que les hicieron anteriormente sobre el uso de las drogas. Los hippies se drogaban —no todos, claro está—, acto al que denominaban «irse de viaje» o «ponerse en órbita». Usaban muchas clases de droga; para empezar, la marihuana o grifa, que se pasaban unos o otros como la pipa de la paz y repitiendo las palabras del Génesis: «Que la hierba crezca del suelo»; pero también tomaban drogas fuertes, como, por ejemplo, el LSD. Ese tipo de alucinógeno, de ácido lisérgico, desarrollaba, al parecer, las facultades intelectuales y potenciaba los sentidos hasta un límite increíble. Se extraía de un hongo una de cuyas especies era ya conocida por los aztecas y los mayas, cuyos artistas seguramente lo mascaban, a juzgar por el carácter de sus obras, muy semejantes a las que salían de las manos de los que ahora trabajaban bajo su efecto. Los hippies consideraban que la nicotina y el alcohol eran estimulantes falsos.
De dichas drogas había nacido la cultura sicodélica, de la que probablemente habrían oído hablar y que el diccionario inglés Randoms House definía como «un estado mental de calma profunda, de trauma estético y de impulso creador». Si el bautizo de los hippies era el amor, bautizo que se realizaba con flores y no con agua, sus sacramentos eran las drogas, a las que llamaban eucaristía. A través de ellas perseguían la belleza y la fusión con el cosmos. A través de ellas rechazaban la idea de que existieran diferencias sustanciales entre el hombre, las estrellas, los animales, los vegetales y las piedras. En pleno «viaje», en pleno estado de trance, afirmaban que los gatos y las plantas les parecían hermanos y que la creación entera, con todas sus especies, estaba situada a un mismo nivel.
A Marcos le interesó especialmente que bajo los efectos del LSD se crearan obras artísticas comparables a las de los aztecas y los mayas, que él admiraba profundamente. Pedro preguntó:
—¿Y no existe el peligro del hábito y, en consecuencia, de la auto-destrucción?
—¡Claro que existe! Pero eso es ya cuestión de cada hippie, de cada individuo en particular.
El inglés intervino de nuevo y se anticipó a otras posibles objeciones. Lo cierto era que el movimiento empezaba y que era un tanteo, una búsqueda en la oscuridad. Lo indudable era que los esquemas anteriores de vida habían fracasado y había que buscar algo nuevo; pero no estaban convencidos, ni mucho menos, de haber descubierto la verdad ni la solución del problema que suponía el hecho de existir. El tiempo les iría indicando lo que debían corregir. De momento, una estética, cierto quietismo, un tipo de contemplación parecido al hindú o al de la secta Zen, y el amor por los demás. Aquilatar la importancia de las pequeñas cosas creadas y la maravilla —era un ejemplo— de poder estar sentado bajo un árbol, que era una de las formas más bellas que podían encontrarse, junto con la de los ríos cuando discurrían en libertad. Desde luego, lo importante era haber roto con las cadenas que estrangulaban al hombre práctico, al consumidor y pagador de impuestos. ¿Utopía? También el futuro juzgaría si lo era o no. Las grandes revoluciones del mundo fueron siempre tildadas de utópicas, porque se avanzaban a los demás. Lo que no podía tolerarse era una sociedad de odio y de esclavos del poder y de la burocracia. Era un atentado contra la dignidad de la persona. Los hippies querían ser personas y no cosas. «No fabricamos la guerra, sino el amor».
Pedro insistió en sus preguntas.
—Pero ¿verdaderamente sois partidarios del amor libre?
Esta vez fue Bernadette la encargada de contestar.
—¡Por supuesto! —y para demostrarlo, primero se acercó a Marcos y le dio un beso en la boca de forma que lo dejó turulato y luego hizo lo mismo con Pedro—. Y cuando queráis puesto que por mi parte no existe repugnancia, lo hacemos de una manera completa.
El pasmo de Pedro y Marcos provocó la hilaridad general. Las chicas francesas que había allí, tendidas junto a sus mochilas, los miraban como si fueran monaguillos.
—Tenemos una habitación, una chambre de bonne, aquí cerca, en rue Casettes, que sirve para el caso.
Marcos se encalabrinó, mientras Pedro no salía de su asombro. De repente, este último se puso serio. Excepto lo de las drogas y lo del amor libre, que se le antojaba peligroso, el resto de la tesis hippie que había oído lo había impresionado hondamente, no sólo por la naturalidad con que fue expuesta sino porque saltaba a la vista que no era una mera especulación sino una certeza de «estar haciendo el bien», como ellos decían. Y significaba, ¡qué remedio!, un espaldarazo a su ansia de liberarse de sus padres, como el Concilio …Vaticano II significó un espaldarazo a las teorías del padre Saumells.
No iban a hacerse hippies en una noche, porque eran dos seres pensantes, recién llegados, y les temían a los deslumbramientos como si tuvieran que cruzar de nuevo por la carretera de Malgrat y se les acercara en dirección contraria un camión lechero; pero no echarían en saco roto lo oído.
Marcos le dijo a Bernadette, con su amplia sonrisa y su pelo alborotado, de pintor de fosfenos:
—Oye, Bernadette… Estoy entusiasmado. Si no existe repugnancia, y te juro que por mi parte tampoco, ¿cuándo podremos ir a esa habitación, a esa… chambre de bonne de que has hablado, y que está tan cerca?
—¡Oh, cuando quieras! Esta misma noche. Pero dentro de un rato, ¿no te parece? Se está bien aquí, junto al río, aunque el pobre no discurra con libertad.
Marcos puso cara seria, o cómica.
—Tú mandas. Por mí…
Bernadette sonrió. Y le preguntó a Pedro si él también querría ir. Y si querría ir con ella o con alguna de las compañeras que había bajo el puente.
Pedro miró a las campanillas que Bernadette llevaba en el cinturón.
—Hoy contigo, desde luego… Y a ser posible, antes que Marcos.
Bernadette soltó una carcajada.
—¡Ya salió el español!
Pedro se encogió de hombros.
—No lo puedo remediar…
Lo malo era que los grupos de hippies se sucedían como los viajeros en el Metro. Apenas si uno de ellos paraba quince días en París, o en el mismo lugar de la capital. Se dispersaban. A Bernadette no le importaba cambiar —¿dónde estaría Harry?—, porque si bien todos tenían sus rasgos peculiares, existían entre ellos denominadores comunes que estimaba válidos. Y según su teoría «no era un bien prolongar demasiado la intimidad en el plano personal». A Pedro y a Marcos les costaba algo más adaptarse a las nuevas caras, en las que registraban mayores diferencias que Bernadette. Se refugiaban en la muchacha, en su amistad constante, tan desinteresada. Sin embargo, ocurrió que Marcos demostró mayor entusiasmo, por lo que pronto Pedro empezó a dar marcha atrás, dejando de acostarse con ella, sin que por eso Bernadette se molestase.
Cabe decir que, al margen del fenómeno hippie, París los excitó. Era un mundo completo en sí, más estimulante que las descripciones que de él habían oído. En la Ciudad Universitaria convivían con jóvenes de todas las razas —muchas naciones tenían su pabellón particular—, y aquella mezcla era un encandilamiento. Un Kremlin elevado al cubo. La libertad cultural existente noqueó a Pedro, y a Marcos lo aupaban las tentativas pictóricas de toda suerte. El tiempo se les pasaba en un soplo y Bernadette les decía: «¿Por qué no os quedáis? Ya encontraríamos algo para que os ganarais el pan y el vaso de rouge…». Más de una vez estuvieron tentados de aceptar. Pensando en el regreso, Barcelona se les antojaba gris. Pero no querían caer en la trampa de los fáciles espejismos. En el fondo, las cosas solían ser lo que uno fuese por dentro. Y una determinación de ese tipo no podía tomarse al buen tuntún.
Pedro no escribió una sola línea, pese a que en una metrópoli como aquélla las «lacras sociales» saltaban también a la vista; en cambio, Marcos se sintió muy animado viendo lo que pintaban los demás. Se consideró capaz de alcanzar un nivel medio respetable, y más aún. Como fuere, se hinchó con los pinceles y la paleta. Casi podía decirse que salía a cuadro diario, muchos de los cuales se los guardaba Bernadette en el Hotel Catalogne. Y fue su afición a pintar lo que lo llevó a probar con timidez las drogas. Marihuana, nada más, que le espabiló la mente, pero sin pasar a mayores. Le dieron varias veces un pitillo diciendo lo del Génesis: «Que la hierba crezca del suelo». No se atrevió con el LSD, pero lo cierto era que ardía de deseos de probarlo. Un noruego al que conoció, bajo los efectos de la droga exhumaba su subconsciente y pintaba trallazos vertiginosos, o figuras extáticas con muchos brazos, o espirales verdiazules que tenían una fuerza extraordinaria. Y algo parecido podía decirse de un negro de Detroit. «Algún día lo probaré —decía Marcos—. Pero aquí, por las buenas, sin control médico, sin saber la dosis que me corresponde, no me atrevo». Pedro le advertía: «Como me entere de que lo has probado, te meto en un vagón de carga y te devuelvo a Barcelona». «No hay para tanto», comentaba Bernadette, que todavía no se había «iniciado», pero que por las trazas no tardaría en hacerlo.
Sergio se manifestaba en contra de los hippies, como de todo lo que fuese ocio. «El hombre ha de trabajar para el bien de la comunidad». En cambio, le satisfacía que las drogas proliferasen… «Que se pudran», exclamaba, lo mismo que Alejo al hablar de las orgías sexuales.
Pedro y Marcos almorzaron varias veces en el Hotel Catalogne, invitados. Y Chantal y Juan Ferrer se rieron recordando la estancia en París de los padres de Pedro y de los padres de Laureano y Susana. «Parecían chiquillos con zapatos nuevos. ¡Los maravilló hasta la torre Eiffel!». Advirtieron que los muchachos estaban algo inquietos y con mucho tacto los internaron sobre las posibles causas. Y ambos se confiaron a ellos, sobre todo Pedro, que les contó sin tapujos su problema familiar. «El tipo de vida que llevan mis padres… ¡Mi padre llegará a tener tanto dinero como Rotschild! Si no se interpone un infarto, claro».
Juan Ferrer y Chantal se encontraron en una situación incómoda. No podían, en ausencia de Rogelio y de Rosy, criticar a éstos, pero tampoco ser hipócritas. «Claro, en España esas desigualdades y ese frenesí deben de ser corrientes…». «Pues sí —admitió Pedro—. Pero yo sufro en mi carne lo de mi propia casa». No sabían qué decirle. Tal vez obrara cuerdamente independizándose. Sin embargo, mucho cuidado. «En París se ven muchos fracasos, ¿comprendes, Pedro? Antes tienes que medir muy bien tus propias fuerzas».
Juan Ferrer opinaba que si Pedro se quedaba en España acabaría por perder el ánimo y claudicar, lo que en su caso equivaldría a ser desgraciado. Todo hacía presumir que las circunstancias del país no iban a cambiar en el futuro. «Tal vez te convinieran nuevas experiencias, como esa que estás viviendo en París». Con la carrera que tenía, acaso pudiera solicitar irse de lector, o de profesor de español, a alguna universidad extranjera; quizá a los Estados Unidos. «Lo que no veo es que en Barcelona puedas hacer nada positivo. El ascetismo cansa, un día u otro, y entonces todo se viene abajo». Pedro se descorazonó. No sabía por qué, pero en París había experimentado el aletazo del desplazamiento. Quién sabe si era menos frívolo que Marcos o si le faltaba una mujer —¿Susana?— que le hiciera compañía con garantía de continuidad.
—Lo más horrible es que a veces me parece que soy un cobarde… —confesó súbitamente.
Aquello desató a Chantal.
—¡No digas insensateces! —lo increpó—. Eres víctima de un determinado ambiente, nada más. Ya me di cuenta cuando el Congreso. Ni Maurice ni Bernadette tienen esas dificultades, ya lo ves… Y nosotros trabajamos, pero nunca seremos Rotschild ni nada que se le parezca. Te hablaré con franqueza, Pedro, puesto que tú has sido tan espontáneo: un muchacho de tu sensibilidad nunca podrá firmar un pacto con los hipnotizados por el dinero. De modo que repito lo de antes: mide tus fuerzas y actúa en consecuencia. No estoy segura de que tu solución sea marcharte al extranjero, por lo menos para un período muy largo. Es probable que en Barcelona encontraras tu campo de acción. Y en el peor de los casos, servirías de ejemplo… Desertar es en el fondo un poco cómodo, ¿no crees? ¡Y te lo dice la mujer de un exiliado que llora con sólo oír el nombre de su ciudad!
—La entiendo muy bien, Chantal.
—Me alegro mucho. Y perdona que haya hablado con tanta sinceridad…
Pedro marcó una pausa, y de repente se volvió hacia Juan Ferrer.
—¿Puedo hacerle una pregunta? —le dijo, en tono misterioso.
—Desde luego.
—Mi padre, en la cárcel… ¿fue valiente?
Juan Ferrer se rascó una ceja.
—Imagino que desearías que te dijera que no. Pero te mentiría. —Guardó breve silencio—. Tu padre, en la cárcel, demostró ser todo un hombre.