MURIÓ, EN GRANADA, la madre de Julián, tiñéndolo todo de luto, especialmente el caserón y la jaula del canario. Días después, en Madrid, Mari-Tere dio a luz a un niño, el primer Montoya, tiñendo de esperanza aquella casa situada en la prolongación de la Castellana. Era la vida que se pasaba la antorcha. Julián y Margot vivían una temporada de vientos contrapuestos, que los zarandeaban sin piedad.
También la suerte estaba echada para Pedro. Además de terminar Milicias, había emprendido la recta final de Filosofía y Letras —lo mismo que Marcos—, pero escribir le interesaba cada vez más. Y a través de la Escuela de Periodismo, cuya nota desconcertante y alegre era Cuchy, se inclinaba de un modo especial por los temas que denunciaran lacras sociales. Nada de novela, por la razón que le dio a Susana: falta de imaginación. Nada de ensayo, porque todavía era muy joven y se sentía poco preparado. Lo que mejor se le daba, de momento, era el reportaje. Había encontrado una revista católica «avanzada», que no sólo le admitía los trabajos, sino que se los publicaba con espectacularidad tipográfica. Se titulaba El Orden Nuevo y en ella colaboraba también el padre Saumells, quien por cierto, y asimismo gracias al Concilio, no sólo vestía también clergyman, sino que había obtenido, ¡por fin!, el permiso necesario para vivir siempre en San Adrián, con la única obligación de irse a dormir al colegio de la Bona-nova.
Bien, ya no podía decirse de Pedro, como antaño denunciara Montserrat, que se desentendía de la pobreza. En realidad iba mucho más allá. Lo mismo se ocupaba de la delincuencia infantil y juvenil que de los niños subnormales, que del problema de los minusválidos, que de los de viejos desamparados o de los obreros sin trabajo. Se documentaba a fondo, donde fuere menester, a veces teniendo que vencer duras resistencias, debido a su aspecto burgués. Susana y el doctor Beltrán lo ayudaban, y no digamos el propio padre Saumells. Resultaba que los niños subnormales se contaban por millares en Barcelona, lo mismo que las personas minusválidas, éstas debido en su gran mayoría a accidentes —muchos de ellos, por imprudencia— de trabajo. La protección legislativa era escasa y, sobre todo, incoherente. En cuanto a la delincuencia infantil y juvenil, solía provenir de los suburbios donde se hacinaban los inmigrantes. Los chicos se escapaban de casa por hostilidad ambiental y no era raro que empezaran a delinquir iniciándose en el homosexualismo, empujados por los pervertidores de menores que iban a la caza —pagando— de presas tan fáciles. Luego llegaban los pequeños hurtos, la integración en una banda y todo lo demás. Pedro se ocupaba también del problema de las madres solteras, ¡de la prostitución! —qué recuerdos…—, de la falta de escuelas, etcétera. Quincenalmente aparecía un reportaje suyo que iba ganándose progresivamente lectores.
Las reacciones en torno fueron muy diversas. Susana estaba, por supuesto, incondicionalmente a su lado, pero le achacaba cierta falta de religiosidad. Era rarísimo que Pedro introdujera entre sus líneas el nombre de Dios. Otro tanto le achacaban el padre Saumells y mosén Rafael. «Tenéis razón, tenéis razón. Pero ¿qué voy a deciros? ¡Todo esto es tan complicado! ¿Por qué Dios permite ese estado de cosas? Veré si me las arreglo… Lo intentaré…». El doctor Beltrán lo aplaudía sin reservas, e igualmente Marcos. Laureano, muy preocupado por lo suyo, cometía la torpeza de leer sólo algunos de los reportajes, lo que a Pedro le sentaba muy mal. «Conforme con que quieras ser un Beatle, pero no por eso has de olvidarte de los amigos». «¡Perdona; Pedro! ¡Perdona! ¡Pero es que Carlos Bozo no nos deja ni respirar!».
Susana, además, tenía miedo de que se convirtiera en un resentido, a fuerza de no tratar más que temas negativos, como si ella en la Facultad de Medicina no viera más que las acciones irresponsables y las muertes. Resentido, no a la manera de Sergio, desde luego, pues Pedro obraba de buena fe, deseando que los problemas se arreglasen, en tanto que Sergio daba la impresión de que lo que le interesaba para sus fines era que dichos problemas aumentaran en lo posible en número y gravedad. Pero sí que adoptara ante la vida una actitud excesivamente pesimista. Tal vez le conviniera escribir también sobre otras cosas. «¿De qué voy a hablar? —le objetaba Pedro, que había empezado a dejarse crecer la barba—. ¿De los lirios del valle o de los peces de colores?».
Naturalmente, el conflicto serio lo vivía en su casa, en la avenida Pearson. A Rogelio ya casi no le cabía duda de que su hijo era marxista y cuando hablaba de que al terminar la carrera lo más probable era que se largase, imaginaba que se dirigía directamente a las oficinas centrales del Kominform. Rosy matizaba un poco más, pero estaba igualmente alarmada y lo cierto era que ya las amigas habían dejado de felicitarla por los trabajos de Pedro.
Dicho conflicto iba a ir en aumento porque Pedro estaba decidido a acabar con la «inconsecuencia» que suponía continuar jugando al «huevo de Colón»; es decir, escribir sobre los dramas humanos desde un palco, sin compartirlos en absoluto, y en verano desde su aireada habitación de «Torre Ventura». Lo que no sabía era cómo se las arreglaría para estar en paz con su conciencia; pero no pensaba renunciar. Sobre todo cuando se iba a San Adrián, y veía aquellos enjambres de churumbeles junto a las fuentes y a las tapias del cementerio, y la taberna «La Chata», y hablaba con el pequeño Miguel, regresaba culpándose de estar haciendo trampas consigo mismo, sin que lo consolara el argumento que se dio cuando su famosa discusión con sus padres: que éstos, internándolo en el Colegio de Jesús y rodeándolo del ambiente adecuado, habían tenido buen cuidado de inmunizarlo incluso contra los remordimientos.
Algo ocurrió que complicó la situación todavía más. De pronto se presentó a Carol el fabricante de lonas con el que había salido una temporada —se llamaba Sebastián Oriol—, y le pidió relaciones formales. Podían casarse cuando quisieran: al cabo de seis meses o de un año. Carol casi perdió la respiración, y lo mismo Rogelio y Rosy, pues la familia de Sebastián Oriol era una potencia económica. Su fábrica cubría de lonas los camiones, los trenes, los barcos… El resultado fue que el pobre doctor Carbonell, cazador de dotes, que por otra parte era mucho mayor que la muchacha, se quedó sin muñequita con que pasar el rato y que el pretendiente formal fue aceptado.
¡La que se armó en la avenida Pearson! Las mujeres ya no hablaban más que de la boda —ni siquiera hablaban de amor—, que coincidiría más o menos con la terminación de la carrera por parte de Pedro. El vestido de novia, el piso —cerca de la avenida Pearson—, los regalos, los invitados, que entre las dos familias cabía suponer que llegarían sin duda a los quinientos…
La irritación de Pedro le salía por los poros.
—Pero ¿qué te has creído? —le decía a Carol, su hermana—. ¿Qué has hecho en tu vida para que se organice una cosa así? ¡Ni que hubieras descubierto el virus del cáncer, si el cáncer es un virus!
A su madre, a Rosy, otro que tal.
—Qué barbaridad… ¿Cuánto dices que costará el vestido nupcial? Bien, no me importa, lo imagino… ¡Sí, podrás lucir tus mejores joyas! Y a ver si tienes la suerte de que ninguna de las invitadas lleve otras mejores… ¡Se casa Carol, se casa Carol! ¡Lo nunca visto! ¡La niña es un portento y el novio un arquetipo de hombre! Esto no me va, madre… No es el ambiente que a mí me gusta. En estos últimos tiempos he visto demasiadas cosas, he palpado demasiadas llagas, para que una cosa así no me revuelva las tripas. ¡Una boda sencilla, como la que tú hiciste en la ermita de Sant Bernat! ¿Por qué no? ¿Qué ha cambiado? ¿Hay agencias de por medio? ¿Hay lonas por en medio? ¡Qué se pudran! Lo lamento, pero yo no resisto ese caos mental en que está sumergida mi familia… Y lo cierto es que me siento desgraciado, pues a medida que voy conociendo la otra cara de la medalla me reafirmo en la idea de que la célula familiar es vital…
Rosy, que con el maquillaje disimulaba en lo posible las patas de gallo, se defendía contra aquel huracán.
—Siempre con las mismas —decía—. No hay modo de que aceptes un hecho tan sencillo como que en la sociedad hay clases, y que siempre las habrá. Estamos hablando de una boda como corresponde a nuestra categoría, nada más. Y gracias a ella una serie de personas solucionarán sus problemas por unas semanas. Con tus teorías todo el mundo estaría muerto de hambre. ¡Sí, ya sé, me repetirás que ése es el sonsonete de tu padre! Puede que tengas razón. Pero… es que me ha convencido. Hacer circular el dinero es importante y veo que nuestros futuros consuegros, los padres de Sebastián Oriol, opinan lo mismo que nosotros. Por cierto, ¿cuándo querrás conocer al novio? A lo mejor te llevas una sorpresa… Es más campechano que tú, fíjate… Sólo que no está obsesionado por lo que no se puede remediar de un plumazo.
Era un forcejeo constante e inútil. Pedro debía saberlo, pero no había manera. Por otra parte, en Llavaneras compartían su opinión —desbordados ante aquel despilfarro que se avecinaba—, y también la compartía el doctor Vidal, el padre de Rosy, El doctor Vidal había comentado: «Pero ¡si Carol no sabe freír un huevo!».
Susana estaba intrigada porque ignoraba si Carol estaba enamorada o no. Se comía a besos a Sebastián, que era rechoncho como ella, aunque más alto, pero ¿cómo podía pasarse en un santiamén de un médico a un fabricante, sin concederse por lo menos un compás de espera? Mosén Rafael se lo resolvía fácilmente: «Las personas-vientre son así…».
A todo esto, Pedro tuvo una alegría fenomenal. Realizó un trabajo de investigación sobre los problemas del Tribunal Tutelar de Menores, lo presentó a un concurso organizado por la Asociación de Padres de Familia y se llevó el primer premio: cincuenta mil pesetas. Lo primero que hizo fue regalar el coche a sus padres —«devolvérselo»— y adquirir una Mobylette idéntica a la de Cuchy. El resto lo guardó. Y empezó a preparar su gran decisión para cuando pudiese dejar la Universidad: ya no se trataba de parar poco en casa, sino de ir acondicionando el Kremlin para quedarse a vivir en él. Arrambló con las bragas, el sostén y otras lindezas por el estilo e instaló en su lugar un diván y una mesa para trabajar. Y algunas noches dormía allí, habida cuenta de que, a raíz de lo de Laureano, la buhardilla había dejado de ser el aglutinante que siempre fue. En consecuencia, a lo mejor llevaba adelante el proyecto y convertía aquello en su hogar. ¿Por qué no? Sólo entonces tendría autoridad moral para escribir todo lo que le hervía en el magín.
Con respecto a la boda de Carol, Cuchy le decía:
—¿Sabes lo que quieren los viejos? Presumir… Presumir ellos. Tu hermana y el tal Sebastián les importan un bledo. ¡Me lo sé de memoria! Yo se lo tengo dicho a los míos: cuando me case, en plan sencillo y que me den en metálico lo que habían pensado gastarse en telas, invitados y caviar. ¡O que no me den nada, no importa! Lo único que me hace falta es la pareja, claro… Porque ahora ¿quién se acerca a Laureano, si se ha convertido en el amante de ese tal Carlos Bozo?
Las salas de fiesta o boîtes de la Agencia Cosmos, decoradas por Héctor, eran un éxito, lo mismo la troglodítica de Benidorm, que las que adquirieron en Barcelona, que las dos que inauguraron en la Costa Brava. Boîtes sicodélicas, con la música a todo volumen, con luces cambiantes, con colores chillones, agresivos. Alejo llevaba las cuentas y Rogelio barbotaba: «No está mal, no está mal…».
En cambio, Rogelio tuvo que dar marcha atrás en su decisión de tomar represalias contra Jaime Amades por su intervención en el asunto de Laureano. Y es que el éxito de Los Fanáticos sobrepasó a no tardar todo lo imaginable… «¡Pensaré lo que debo hacer, no te quepa la menor duda!», había amenazado Rogelio. Lo único que pudo hacer fue rendirse a la evidencia de los hechos.
En gran parte, dicho éxito se debía a la disciplina que les impuso Carlos Bozo, que se convirtió en un déspota. Carlos Bozo, con su barbita de chivo, llevó a la práctica todo lo que les adelantó el día de la prueba: ensayar, ensayar, completar el conjunto con un cuarto elemento, Javier Cabanes, obligarlos a dejarse crecer la melena y adquirir —todo por cuenta de la Agencia Hércules— un órgano electrónico y varios trajes despampanantes, entre ellos un esmoquin de color rojo con solapas muy anchas.
El primer disco, en el que figuraban las dos previstas canciones de protesta —el Vietnam y los tabúes del amor, ambas con letra de Cuchy—, tuvo una resonancia discreta, porque apenas si hicieron propaganda de él. Esperaban lanzarlo caso de obtener el triunfo con el que todos soñaban: el Premio en el II Festival de la Canción Ciudad de Barcelona, que se celebraría en plenas fiestas de la Merced. Ésta era la meta y a ella lo sacrificaban todo.
Por el momento, las relaciones entre los cuatro muchachos eran cordiales, pese a las «diferencias de clase» de que hubiera hablado Rosy, porque vivían unidos por un mismo afán. Laureano y Narciso Rubio, como siempre. Salvador Batalla, tal vez acordándose de su época del restaurante, era un poco el botones del grupo, siempre dispuesto a servir. En cuanto a Javier Cabanes, hijo del empleado de Pompas Fúnebres, su cara de niña llamaba tanto la atención que Héctor hubiera asegurado que era de los suyos, y se habría equivocado. Era un chico normal, que si no perseguía a las chavalas era porque Carlos Bozo no le daba tiempo.
Carlos Bozo les prestó su estudio cercano a Ganduxer para ensayar, advirtiéndoles que la cesión era provisional. «Más adelante deberéis tener uno propio, pues éste lo necesito para mí».
El malestar en General Mitre era muy grande. Cuando la melena de Laureano empezó a crecer hubiérase dicho que el desafío tenía ya su símbolo: lo capilar. Beatriz estaba horrorizada y no comprendía que semejante desatino no pudiera atajarse de algún modo; pero era viuda de notario y sabía muy bien que la mayoría de edad constituía un documento cancelante.
Los cuatro muchachos hubieran querido aparecer en unas Galas de Televisión, pero Carlos Bozo estimó que sería prematuro. Mejor dar el golpe el día del Festival. A medida que éste se acercaba, Jaime Amades demostró conocer su oficio. Apareció un póster de Los Fanáticos —uno de los primeros que se veían en el país—, copia de los tan corrientes en Inglaterra: fondo color de naranja, con las cuatro cabezas silueteadas y llamando mucho la atención. Dicho póster fue pegado en innumerables vallas de la ciudad, a veces muy cerca de los anuncios de la Constructora. Pablito estaba muy orgulloso de él; en cambio, para Julián, Margot y Susana aquello se convirtió en una obsesión desagradable. Andando por las calles lo veían por todas partes. ¿Quién pudo pensarlo? La cabeza de Laureano estaba situada en el centro y era un poco mayor que las demás.
Carlos Bozo concedía tanta importancia al Festival, que todo lo demás desapareció de su mente. Convocó a la prensa y declaró que la canción que había compuesto se titulaba «El amor eres tú» y que entraba dentro del más puro estilo rock. Elogio con entusiasmo a Los Fanáticos, reiterando que por fin había encontrado el conjunto que anduvo buscando durante mucho tiempo. Hizo hincapié en que el solista, Laureano, era estudiante e hijo del conocido arquitecto don Julián Vega: «un intelectual que se pasa a la canción». Con su astucia habitual, y la ayuda de la casa grabadora de discos, se enteró del sistema de votación que seguirían los jurados, repartidos por las cuatro provincias catalanas, e hizo cuanto pudo para presionarlos, sin que Los Fanáticos se enteraran de ello. Los dos hijos del compositor, Ana y Federico, oyeron la canción «El amor eres tú» y a los pocos segundos ya seguían el ritmo con las manos y los pies, lo que podía considerarse de buen augurio.
Por supuesto, el conjunto se había preparado a conciencia y tenían la certeza de aportar algo nuevo, de constituir un revulsivo. Por cierto que la mujer de Carlos Bozo, la bellísima exmaniquí, que se llamaba Nieves, era del mismo parecer. Laureano al verla por primera vez experimentó un dulce estremecimiento, a la par que pensó que podía convertirse en su hada bienhechora.
Por fin llegó la hora de la verdad, el día del Festival, que se celebraría por la noche en el Palacio de los Deportes. Sería retransmitido en directo por Televisión Española y se calculaban en varios millones los televidentes que lo presenciarían en toda España. La expectación era tan enorme que el doctor Beltrán le dijo a su hermana, Carmen: «Ya lo ves, querida. Se habla más de ese festival que del golpe militar del Brasil, que de la muerte de Nehru e incluso que de la muerte de Churchill…».
Entre bastidores, en el Palacio de los Deportes, el ambiente estaba cargado y las actitudes eran varias. A los concursantes veteranos se los reconocía por su aplomo; en cambio, algunos de los debutantes rozaban el histerismo, especialmente dos hermanas gemelas, Pepi y Popi, que se mordían las uñas como si tuvieran un hambre atroz. Laureano y sus muchachos se sentían, sobre todo, desplazados, aunque, por fortuna, en las pruebas de clasificación «El amor eres tú» figuró siempre en buen lugar y los profesionales la consideraban una de las favoritas. Capitaneada por Carlos Bozo, que dirigía la orquesta, era en cualquier caso una amenaza.
En General Mitre los familiares se negaron, por supuesto, a asistir al Festival. Y sólo Susana y Pablito querían ver la retransmisión televisada, Julián y Margot, ni siquera eso. No obstante, cinco minutos antes de la conexión se dejaron vencer por la curiosidad y se sentaron en sus respectivas butacas, en medio de un gran silencio. Abajo, los porteros, Anselmo y Felisa, llevaban ya una hora frente a la pequeña pantalla y parecían dispuestos a romper a aplaudir en cuanto Laureano asomase la cabeza. Susana decía: «A mí, si no hubiera dejado la carrera, todo eso me parecería bien». «No digas ·tonterías», cortaba Margot.
Las cámaras hicieron unos pases por el escenario, por el público —el Palacio de los Deportes estaba lleno a reventar—, y Pepi y Popi inauguraron el certamen. Cantaron fatal, se movían como robots ante el micrófono, sin gracia y totalmente carentes de clase. Luego le tocó el turno a un solista, Marvey, que tenía voz de tenor. Llevaba una camisa bordada y tampoco acertaba a moverse con naturalidad. El tercer participante debió de perder tres quilos en el curso de su actuación, tanto se movió, pero la canción era de un aburrimiento mortal. Pese a todo, el público escuchaba con un respeto extraordinario, todo lo cual, a juicio de los Vega, daba un poco de pena.
Los Fanáticos actuaron en cuarto lugar. Y se llevaron la primera ovación de la noche. Laureano dio el golpe. Con el largo hilo del micrófono en la mano, como el día de la prueba en el estudio de Carlos Bozo, demostró unas cualidades fuera de lo común, con magnetismo… y elegancia. Hubiérase dicho que se trataba de un profesional y todas las miradas convergían en él; los demás quedaron relegados al papel de comparsas. Puso el alma en la actuación —tanto como Carlos Bozo con la batuta— y al terminar juntó los pies y se inclinó ligeramente, con mucho estilo. Esta vez Anselmo y Felisa aplaudieron de verdad, lo mismo que doña Aurora, de la Pensión Paraíso, que Manoli, la portera del taller de Balmes, ¡y que mosén Rafael! También los amigos del Kremlin gritaron «¡y olé!». Y Andrés Puig profetizó: «El premio es suyo. Seguro».
En General Mitre y en la avenida Pearson el ambiente era de difícil descripción. Alguna que otra lagrimita corría por las mejillas. Con la sorpresa de que Julián y Margot se dieron cuenta de que en el fondo deseaban que Los Fanáticos ganasen. ¡Jugarretas del corazón humano! Parecía imposible, pero así era. Rogelio trituraba un habano entre los dientes y Carol y Sebastián Oriol, su futuro marido, alternaban aplausos y besuqueo. En cuanto a Jaime Amades, estaba presente en el Palacio, en un palco, al lado de Charito —ésta engalanada con lo mejor que tenía—; y su nerviosismo lo hacía sudar como si en realidad estuviera en juego el porvenir de la Agencia Hércules.
El resto fue muy monótono y llegó el momento de las votaciones, las cuales iban apareciendo en el marcador electrónico. Los Fanáticos ganaron por unanimidad. «¡Señoras y señores —anunció el presentador, en tono afectado—, el conjunto Los Fanáticos queda proclamado vencedor del II Festival de la Canción Ciudad de Barcelona!». Ovación estruendosa, trofeo, fotografías, desasosiego por parte de Laureano, abrazos entre los componentes del conjunto y Carlos Bozo, saludos y parabienes, el triunfo absoluto. Desde uno de los palcos, Nieves, la exmaniquí, envió a Laureano un beso que llamó la atención del cantante. Los periodistas acorralaron al muchacho y Laureano, en sus declaraciones, demostró haber pasado por la universidad. Cumpliendo órdenes se mostró audaz, sin asomo de timidez. Su vocación era auténtica y comprendía que lo difícil empezaba en aquel momento, pues se encontraba muy lejos de la perfección a que aspiraba. «Mi propósito es elevar la canción llamada ligera a un plano superior». Narciso Rubio, Salvador y Javier aceptaron deportivamente el protagonismo de Laureano, cuyo esmoquin rojo relampagueaba, preludio de la llama de éxitos que prendería en él después de aquella noche decisiva.
Estaba previsto que la canción ganadora sería repetida, de modo que así se hizo con «El amor eres tú». El estribillo fue coreado por la multitud. Imposible pedir más. Sergio y Giselle, sentados en la última fila de general del Palacio, sonreían y comentaban: «La anestesia. Todo el mundo feliz…». Ellos habían filmado una España que no tenía nada que ver con el espectáculo que acababan de ofrecerles las fiestas de la Merced.
El milagro se hizo realidad. «En una noche, a la cumbre», había soñado Laureano. Ahí lo tenía. «A mí me parece que lo que te tienta es la facilidad», le había dicho Margot. Tal vez fuera cierto. Páginas y páginas de los periódicos, portadas, las emisoras de radio dando sin cesar sus discos, el póster inicial invadiendo ciudades y pueblos. La canción ganadora se hizo tan popular como Los Fanáticos. Al cabo de poco tiempo Laureano Vega podía considerarse una vedette, pues Carlos Bozo no dejó de empujar al conjunto, cuya calidad nadie discutía. Andrés Puig, bromeando, le preguntó si también en el Colegio de Jesús harían pagar algo para sentarse en el pupitre en que él se sentó.
Jaime Amades se ocupó en seguida de conseguir contratos y firmó uno para que actuasen en «Bolero». ¡«Bolero»! Julián, al saberlo, se mordió el labio inferior. Una vez más, ¿quién pudo pensarlo? Eran profesionales y cada día lo serían más. Pedro era del mismo parecer que Susana: «Si no hubiera dejado la carrera, nada que objetar». Laureano, ebrio, ni siquiera se acordaba de ello. Por lo demás bastante ocupado andaba estrechando entre sus brazos a Nieves, la mujer de Carlos Bozo, lo que consiguió con una facilidad que lo dejó pasmado. «¡Me di cuenta en seguida, pichoncito…! Estás destinado a triunfar… en todos los terrenos».
Empezaban a ganar bastante dinero, lo que lo emancipaba, desde otro punto de vista, de su familia. En General Mitre la situación se había agravado, pues nadie había cambiado de opinión. Laureano era ya menos huésped. A veces se pasaba dos y tres días sin aparecer por casa. Inesperadamente recibió de tía Mari-Tere una propuesta para rodar una película, producida por su marido. Carlos Bozo negó con la cabeza. «Calma, calma… Estamos empezando. Tiempo habrá».
Laureano supo lo que eran las fans. Más que el padre Duval. Nunca había acabado de tomarse en serio que las vedettes recibieran tantas cartas de admiración, tantas peticiones de fotografías dedicadas y pudieran provocar tantos ataques de vehemencia; entonces lo vivía en su carne. En cuanto lo reconocían iban a por él y él se sabía el príncipe azul de una enorme cantidad de muchachas repartidas por la geografía patria. Carlos Bozo admiraba de Laureano que no se hubiera engreído en absoluto. Al contrario. Era muy responsable y no cesaba de repetir: «Tengo que mejorar… Tengo que corregirme esto y lo otro…». «¡Por favor, quiero que me habléis de defectos!».
Tenía varios. Aparte del erotismo, al que se entregó con frenesí —no sólo con la mujer de Carlos Bozo—, fumaba como un carretero y eso era malo para la voz. Aunque los peores eran el insomnio y los horarios, contrarios al ritmo habitual de la casa. Dormía durante el día, de suerte que Margot tenía que andar continuamente avisando: «¡Chiiiisssssssssst…!». Ello desagradaba especialmente a Pablito, acostumbrado a vivir a su aire.
¡Qué cambio de vida, santo Dios! Rogelio le daba unos manotazos en la espalda y le decía: «¡Arriba, muchacho! ¡Pero ojalá tu ascensor no sea de esos que de repente hacen: plaff!». Laureano se miraba al espejo y apenas si se reconocía. Bendecía el momento en que tomó la decisión de enfrentarse a sus padres. Y no olvidaba que le debía mucho a Cuchy, aunque últimamente podía atenderla menos de lo que se merecía una muchacha que compartió con él un secreto tan profundo…, y que en todo momento lo estimuló. Se sentía culpable de ingratitud. Y Cuchy sufría. Hubieran podido ser felices y ella no le habría puesto ninguna traba para que prosiguiera con su esfuerzo.
También se sentía culpable de ingratitud con su abuela Beatriz. ¿Dónde estaban los tazones de chocolate que le preparaba cuando él era un chiquillo? Beatriz no hacía más que rezar para que Laureano se quedara afónico para siempre. Lástima que no se fumara tantos habanos como se había fumado en su vida Rogelio. Iba al Cristo de Lepanto, como en las grandes ocasiones. Laureano le decía: «Pero, abuelita…, cada cual es cada cual, ¿no? Si estoy triunfando, es porque servía precisamente para eso… y para nada más». Beatriz a gusto le hubiera dado un par de sonoras bofetadas. No lo hacía, pero tampoco se callaba lo que llevaba dentro: «Lo que hay que ver es el final de todo esto, Laureano. Tengo experiencia y sé que no va a ser nada bueno».