SERGIO APARECIÓ DE NUEVO en el Kremlin, en compañía de Giselle. Encontró algo encrespado el ambiente de la buhardilla, debido a la decisión de Laureano, que había alertado a los padres de aquella comunidad.
El joven marxista llegaba de «Europa» y habló a sus amigos de un nuevo movimiento juvenil que había surgido en Copenhague y, principalmente, en Amsterdam. Giselle había convivido con algunos de sus miembros y se mostraba bastante interesada. Se llamaban los provos, abreviatura de «provocadores», y en cierto sentido eran anarquistas, aunque sin agresividad. En su mayoría eran descendientes de parejas que al terminar la II Guerra Mundial no tuvieron dónde cobijarse. Su dramática infancia los marcó de tal modo que en vez de preguntarle a la sociedad: «¿Qué debo hacer?», le preguntaban: «¿Por qué debo hacer esto?». Y lo preguntaban con tal espontaneidad que a menudo la sociedad no sabía qué responderles.
Estaban también convencidos de que a base del llamado progreso, trabajo en serie y viviendas-colmena, dentro de un engranaje capitalista, competitivo, el hombre acabaría siendo esclavo de su propia ambición. Al principio no tenían ningún programa, limitándose a burlarse de todo lo que ellos llamaban folklore protocolario y moral, pero pronto los provos de Amsterdam se habían lanzado a una curiosa campaña, titulada la Campaña Blanca. Lo primero que hicieron fue lanzar una bomba de plástico contra la estatua de un general que había ganado muchas colonias para Holanda, pero que al propio tiempo había matado a mujeres y a niños inocentes. Luego propusieron al Ayuntamiento pintar de blanco todas las chimeneas de las fábricas, y colectivizar y blanquear también todas las bicicletas de la ciudad, que sumaban casi un millón. Todas las bicicletas de Amsterdam serían blancas y estarían a la disposición de todos los ciudadanos, descongestionando así la circulación, pues los coches particulares podrían quedar en las afueras. Al casarse, vestían de blanco lo mismo el novio que la novia. El ideólogo del grupo era un concejal, que simbólicamente había regalado dos bicicletas blancas al Ayuntamiento de Londres. El blanco significaba para los provos la purificación, y poco a poco iban enriqueciendo su sistema de ritos. «No se sabe si su aventura prosperará, pero es otro síntoma de lo que está ocurriendo en el mundo. Brota como un halo de poesía que pretende protestar contra la injusticia reinante».
Sergio añadió que no dejaba de ser curioso que, en el momento en que en Dinamarca y Holanda se producía aquella epidemia de blancura, él hubiera llegado con Giselle dispuesto a filmar un largo documental sobre la «España negra»: la España sórdida, lo mismo en el terreno religioso —sentimiento trágico—, que en el terreno social —miseria—, que en el del curanderismo, más arraigado en ciertas regiones de lo que pudiera pensarse.
—He logrado reunir algún dinero y vamos a ver si esta vez conseguimos algo eficaz. En París le he dado un buen empujón al oficio. Vengo mejor preparado. Ignoro si el resultado podrá proyectarse aquí; si no, en Francia me lo estrenarán de mil amores.
La reacción en el Kremlin fue de curiosidad doble, por los provos blancos y por la España negra. Giselle no había cambiado en absoluto —los mismos cabellos lacios a ambos lados de la cara, la misma barbilla alzada, la misma voz de cazalla—, salvo que chapurraba un poco el español. Andrés Puig les preguntó si ellos se habían casado de blanco y Sergio le contestó que aquello no venía a cuento.
Sergio, después de comentar la decisión de Laureano, que lo sorprendió sólo a medias, añadió que por desgracia en España las fuerzas revolucionarias estaban muy disgregadas, especialmente porque la lucha de los estudiantes no sincronizaba con la de los obreros. «Todos actuáis por cuenta propia, sin buscar una fórmula coherente de acción. Eso es ir al fracaso». Era la táctica de Sergio. De pronto hablaba con la «pandilla» como si todos sus integrantes estuviesen comprometidos como lo estaba él. No les pedía la opinión; lo daba por hecho. Cada vez tenía que salir alguien —solía ser Pedro—, encargado de advertirle que el marxismo tenía para ellos un interés meramente especulativo, pero que en la práctica los atraía escasamente. «Hay doctrinas menos drásticas, más democráticas, con las que nos sentimos más afines». Dionisio Pascual, el del colmado, que perteneció al Frente de Juventudes y era partidario del orden público a toda costa, se preguntó si tenía que denunciar o no a aquel intruso de la sahariana de cuero. «Déjalo —le dijo Marcos, echándole un capote a Sergio—. Está hablando así para impresionar a Giselle».
El caso es que Sergio salió disparado por las rutas de España para su reportaje filmado. No le faltó tema, vive Dios. Lo acompañaban, además de su amante parisiense, un par de colaboradores. Tenían que hacer mil cabriolas para eludir la vigilancia de las autoridades, pero iban saliéndose con la suya. A menudo la presencia de Giselle y su acento francés les abrían todas las puertas. También el título de abogado que él ostentaba les resultaba de utilidad. «¿Abogado? ¡Oh!, adelante, adelante…». Hubiérase dicho que los abogados —con permiso de Alejo Espriu— sólo podían defender causas justas.
Giselle vivió diversas e intensas emociones ante determinadas realidades del país. Por descontado, éste daba mucho de sí.
Al igual que el padre Saumells, mosén Rafael, vicario del reverendo Castelló, no desperdiciaba ocasión de poner en práctica las facilidades que daba el Concilio, entre las que de momento no figuraba retirar de la iglesia el dedo de San Hermenegildo. A resultas de ello, un buen día, previa enconada discusión con su párroco, se vistió de clergyman —traje gris, camisa gris, alzacuellos blanco—, que le daba un aspecto muy varonil. Mosén Castelló porfió. Aseguró que para que renunciara él a la sotana tendría que pedírselo Pablo VI en persona.
Con su flamante indumentaria se presentó en su casa, provocando un sonoro alboroto. Excepto su madre, a los demás les dio por reír. Aurelio Subirachs se rió al verlo, y no digamos Marcos y Fernando. «¡Caramba, hijo! ¡Pareces de los nuestros!». «Nada, nada, está muy bien. Todo esto es mucho más natural».
Mosén Rafael se quedó a almorzar con su familia y les habló de que pronto se suprimiría el severo ayuno eucarístico, de que la misa oída el sábado por la tarde sería válida para el domingo, etcétera. En resumen, la barca se había puesto en marcha y él suponía que antes de un año sería obligatorio celebrar el santo sacrificio de cara al público, de cara a los fieles.
También les habló de los movimientos juveniles que, como muy bien sabía el doctor Beltrán, lo tenían realmente obsesionado. Por supuesto, se dispuso a citar a los provos, pero resultó que Marcos se le había anticipado. Entonces aludió a los últimos rebeldes salidos a flote: los capelloni, en Italia. Los capelloni afirmaban que ambicionar bienes materiales era cortarse las alas antes de echar a volar. Que el amor materno era a menudo un amor de «pulpo», que estrangulaba al hijo y lo bloqueaba con inhibiciones. Que poner la ciencia al servicio de la política —los sabios nucleares en Estados Unidos, Rusia y China— era una amenaza planetaria. Que hasta el momento los «administradores de las religiones» habían alentado (en Occidente) a los poderosos, o condenado a sus adeptos (en Oriente) al hambre y a la muerte. Eran partidarios de la supresión de las fronteras y de las aduanas y de la unificación de la moneda. De la libertad sexual a partir de los dieciséis años. Y de muchas cosas más. «Estamos buscando el camino —decían—. Dentro de nosotros hay algo que no nos deja comulgar con vosotros. Esperad que os asimilemos o que creemos un mundo nuevo con nuestros compañeros». Los capelloni no tenían filosofía de ninguna clase ni podían tenerla. No aceptaban partido. En el momento en que se cuadricularan, dejarían de ser capelloni.
Aurelio Subirachs, que sentía mucho respeto por su hijo sacerdote, le preguntó:
—Bien, bien, de acuerdo… ¿Y qué opinas tú de los capelloni?
—Bien y mal, todo a la vez —contestó mosén Rafael—. Son unos extremistas carentes de experiencia. Es lo lógico. En una habitación a oscuras se tropieza con los muebles.
El arquitecto se tomó de un sorbo la taza de café.
—La verdad, Rafael —dijo—, he de confesarte que todo esto empieza a inquietarme. No sé por qué, frente a los movimientos parecidos que vi en Norteamérica, Inglaterra y demás, no reflexioné lo bastante sobre el particular. Ahora veo que el asunto empieza a tocarnos de cerca y reacciono con el más decepcionante de los egoísmos. Veo que nuestras barbas empiezan a remojarse y me digo: «cuidado». Me refiero, por si no lo has supuesto, a Laureano. Ya estás enterado, ¿no es cierto? ¿Qué opinas? Un poco serio, ¿no te parece?
Mosén Rafael se tomó a su vez la tacita de café.
—Comprendo que es un choque brutal para sus padres. Pero no me atrevo a opinar, a juzgar de antemano… Conozco a Laureano y me guardaré muy bien de afirmar que está pasando el sarampión. Además, y si resulta que triunfa, ¿qué? No hay nada malo en el hecho de formar un conjunto y cantar. Claro, abandonar la carrera a la mitad es una lástima, pero repito que no me atrevo a juzgar al muchacho.
El arquitecto, como le ocurría en esos casos, hinchó su rostro hasta parecer una ampliación. Luego sonrió.
—Tu respuesta justifica el clergyman que te has puesto. Yo diría que te ilumina el alzacuellos.
—Lo lamento, pero no puedo hablar de otro modo.
Marcos se puso de parte de su hermano sacerdote y una vez más aplaudió en su fuero interno su proceder. Entonces Aurelio Subirachs se mostró más reticente aún, pues temía —lo mismo que Rogelio con respecto a Pedro— que su segundo hijo le diera algún día una sorpresa de las gordas.
—La verdad —se dirigió de nuevo a Mosén Rafael—, si en el confesonario eres tan indulgente, entre tú y el padre Saumells acapararéis a toda la juventud de la ciudad.
Mosén Rafael, en ademán poco habitual, se acarició la solapa.
—Modestamente he de declarar que creo que lo estamos consiguiendo ya…
Jaime Amades no olvidaba que le había pedido a Laureano el permiso paterno. Estuvo minuto a minuto al corriente de la situación, como el mundo entero cuando Juan XXIII entró en agonía. Y se las ingenió para arrimar el ascua a su sardina. Los padres de Laureano habían dicho «no», pero ante la amenaza del muchacho de hacer uso de sus derechos y marcharse de casa habían claudicado. Porque claudicar era retenerlo en el hogar, «para controlarlo en lo posible». Jaime Amades se dijo a sí mismo que él no tenía la culpa de que hubiera sido necesario jugar esa baza que no le gustaba, de la falta de decisión de Julián y Margot y entendió que ello le despejaba el camino para llevar el asunto adelante.
No contaba con la reacción de Rogelio. Cuando éste se enteró de que iba a ser precisamente la Agencia Hércules la encargada de lanzar a Laureano Vega —y de que fue el propio Jaime Amades quien conectó con Carlos Bozo—, se indigno lo indecible.
—Pero ¿te das cuenta de la que has armado? ¿No comprendes lo que esto significa para los padres del chico? ¿Por qué has metido la nariz en ese estercolero?
Jaime Amades simuló asustarse, pero en el fondo estaba tranquilo.
—No me hables así, por favor. Si no, lo mando todo a hacer gárgaras. Sabes como yo que le exigí a Laureano el visto bueno familiar; y que yo sepa, no se lo han negado, por lo menos de una manera oficial. El negocio puede ser muy bueno y he aprendido de ti que en esos casos hay que prescindir de sentimentalismo…
—Hay una cosa sagrada, y es la amistad. ¡No sabía que fueras capaz de emborracharte!
—Mi amistad con los Vega es muy relativa. Tratándose de ti sería otra cosa. Además, ¿qué pretendes? Oír que en este despacho se apela a la moral resulta una novedad… ¡No, por favor, no pongas esa cara! Te repito que si sigues así lo mando todo a hacer gárgaras.
—¡Pues hazlo de una vez y se acabó!
Jaime Amades tuvo una expresión sinuosa.
—¿Y el negocio? ¿Y sabes lo que puede representar para el chico? Carlos Bozo se entusiasmó. ¡El número uno, fíjate! Dentro de seis meses, sus padres, orgullosos…
—Déjate de bobadas…
—¡Que no son bobadas, Rogelio! ¡Que Laureano es un tío, ya lo verás! Y él está dispuesto de todos modos… Además… —marcó una pausa—, no deja de ser gracioso, y perdona, que seas tú quien se ponga en contra de ese proyecto. Cuando Pedro decidió estudiar… lo que está estudiando, casi lo matas. Querías que se hiciera arquitecto o que se preparase para los negocios. ¡Pues Laureano ha optado por los negocios, fíjate!
Rogelio intentó sonreír.
—No confundamos las cosas, por favor… Lo que yo quería para Pedro no tiene nada que ver con lo de Laureano…
—Pero ¿qué pasa con el chaval, vamos a ver? ¿Por qué has mencionado la palabra estercolero?
—Sé lo que ocurre con los conjuntos musicales… Y tú también lo sabes.
—¿Desde cuándo te preocupa a ti lo que sucede, si hay billetitos de por medio? Te conozco desde hace veinticinco años. Conozco tu vida y milagros, desde tus comienzos al salir de la cárcel hasta la apoteosis de «Torre Ventura», y de la Agencia Cosmos. ¡Rogelio, no sé de qué estás hablando!
—Amades, que sueles ser un cobardica, y en esta ocasión te desconozco…
Jaime Amades sacó el pañuelo y se lo pasó por la frente.
—¿Cobardica…? Eso ha pasado a la historia, Rogelio. ¿Quieres que te diga lo que te disgusta de este asunto?
—¡Anda, dilo! ¿Por qué no?
—¡Ah, estoy seguro de que Charito me daría la razón! Lo que te disgusta, y lo que sin duda disgustará a tus amigos, es que lo que ha elegido Laureano os parece poco finolis… ¡Sí, sí, tal como lo oyes! Ricardo Marín, la elegante Merche… ¡qué sé yo! Lo que no es finolis huele mal. De puertas afuera, se entiende; de puertas adentro uno puede dedicarse a lo más sucio sin que pase absolutamente nada…
Rogelio estaba estupefacto. Si, a Jaime Amades se lo habían cambiado. Sin duda era cierto que el problema aquel de las neuronas que le planteó un día no existía ya.
—Tengo la impresión de que me estás insultando… por primera vez en esos veinticinco años que nos conocemos. ¿Y sabes lo que has conseguido? Pues ponerme nervioso. ¡Si serás mentecato! ¿Quién ha hablado de poco finolis? A mí lo que me preocupa son los Vega, a los que considero como cosa propia, ¿comprendes?
—¿Los Vega? ¡Te repito que dentro de un año, orgullosos de su hijo…! ¡Si lo sabré yo!
—No seas insensato. Aquí lo que pasa es que tú eres un padre muy particular. ¡Hay que ver, con el hijito que te ha salido! Y tú como si nada. Cualquier día va a poner una bomba en un cuartel de artillería y no por ello dejarás de ir a la Agencia Hércules… «Me ha salido con esas ideas, ¡qué le vamos a hacer!». En cambio yo, los Vega y todos los demás amigos a que te has referido, defendemos el futuro de nuestros hijos prescindiendo de lo que nosotros, por equis circunstancias, hayamos podido ser… ¡Dile esto a Charito de mi parte, por favor! Y tú no lo olvides…
Jaime Amades tuvo un mohín de disgusto.
—Me desagrada discutir contigo, ésa es la verdad… Vamos a ver, pues, si aclaramos de una vez la cuestión. Considero que lo de Laureano es un negocio como otro cualquiera, que entra de lleno en mi campo y que puede significar un montón de dinero… Y puesto que sus padres han aceptado la situación, como tu madre aceptó la que tú le planteaste al marcharte de Llavaneras, todo lo que puedas decirme no me hará cambiar de opinión: seré el representante del muchacho, el representante de Los Fanáticos. ¡Y sólo el tiempo dirá si me he equivocado o no!
Rogelio se levantó y con los pulgares hizo sonar los tirantes.
—¡De acuerdo! Yo continúo creyendo que no debiste tocar esa tecla. Y puesto que la has tocado, debes atenerte a las consecuencias… ¡Pensaré lo que debo hacer, no te quepa la menor duda!
Jaime Amades se frotó las manos, sudorosas.
—Hazme saber cuanto antes tu determinación… La cosa va de prisa, ¿comprendes? Ya están ensayando la grabación del primer disco…
—¡Has apretado el acelerador!
—También en eso he seguido tu ejemplo…
Sólo un detalle evitó que Rogelio tuviera el exabrupto definitivo: ver en la pared el rostro gordinflón y sonriente —«Construcciones Ventura, S. A.»— que había ideado Jaime Amades.