CAPÍTULO XXXV

LA SUERTE ESTABA ECHADA. Laureano, después del golpe recibido con lo de Cuchy, se interesaba cada vez más por la música y cada vez menos por los estudios. El entusiasmo inicial se le había ido desflecando entre los dedos como un pedazo de tela demasiado vieja. La profecía estaba a punto de cumplirse, en lo que influían además otra serie de circunstancias, destacando las huelgas de la Universidad, que le dejaban al chico mucho tiempo libre. Hay que añadir que la carrera se le antojaba progresivamente difícil, lo mismo que le ocurría a Narciso Rubio, y que se repetía una y otra vez que en el mejor de los casos jamás llegaría a ser una figura.

Por otro lado, lo deslumbraban aparte del éxito de los Beatles y de Johnny Halliday, los festivales de la canción que se celebraban por doquier en España. ¡El que tenía el santo de cara y salía vencedor…! En una noche, a la cumbre. El triunfo en otros menesteres y en otras artes exigía años y años de sacrificio previo, de aprendizaje a fondo: cantar ópera; ballet; pintar; escribir; como pretendía Pedro… La canción ligera era básicamente instinto al servicio de determinadas facultades. Con eso y un poco de suerte bastaba. Nadie podía afirmar que a él iban a faltarle esas premisas.

Otra razón a su favor era que lo peor que podía pasarle era que fracasara. Bien ¿y qué? En tal caso, podía bajar la cabeza y reemprender la carrera. Naturalmente, tenía que señalarse un plazo a sí mismo: por ejemplo, dos años. Si transcurrido ese período no había alcanzado la meta se daría por vencido, pero por lo menos no le quedaría el reconcomio de no haberlo intentado.

Antes de plantearles la papeleta a sus padres, que era el punto delicado y oscuro de la situación, habló con sus compañeros Narciso Rubio y Salvador Batalla, con quienes ganó el concurso de villancicos en la emisora de Cuchy. El primero estuvo a punto de destrozar el bombo y el segundo la guitarra, el clarinete y la flauta. «¡Ya era hora de que te decidieses! Somos buenos, ¡podemos ser los mejores! Y ahora no nos vengas con que te has echado para atrás».

No era probable. Sin embargo, no podía afrontar el conflicto familiar que se produciría sin tener bien atados los cabos. Desde el primer momento se acordó el consejo que les dio Sergio, según el cual si resolvían seguir adelante necesitarían de un manager, de un apoderado, que podía ser la Agencia Hércules.

¡Jaime Amades! Laureano recordó a aquel hombre bajito, sinuoso y astuto, que a fuerza de saber infiltrarse había llegado a ser una potencia en publicidad. Sí, era la persona indicada para escuchar su proyecto. Imaginó la entrada en la agencia: «Señor Amades, necesitamos un apoderado. Y hemos pensado en usted». Nunca les jugaría una mala pasada, debido a la amistad y condicionamientos que lo unían a Rogelio e incluso a la familia Vega. Y disponía de todos los recursos necesarios: olfato, dinero, tentáculos en todos los terrenos de la propaganda, experiencia, ¡incluso entrada franca en la televisión! En virtud de su contrato para los anuncios televisados procedentes de Cataluña, tenía fácil acceso a esa formidable, única plataforma de lanzamiento. Con sólo una indicación suya podrían intervenir seguro en cualquiera de las Galas dedicadas a la canción que se transmitían semanalmente.

Jaime Amades podía conectar con garantía —ellos no— con alguno de los profesionales en boga, que no sólo componían las canciones, sino que cuidaban de los arreglos, que asesoraban a las casas de discos, que se conocían de pe a pa los entresijos del éxito, además de todos los trucos electrónicos para que la música del conjunto «sonase» como era debido. ¡Si consiguieran interesar a Carlos Bozo! Carlos Bozo era sinónimo de victoria. Se había llevado de calle una serie de festivales y los cantantes arropados por él subían como los cohetes espaciales o como los anhelos de Laureano. Su figura era popular. De mediana estatura, llevaba una cabellera idéntica a la de Ringo, el «batería» de los Beatles, pero con el suplemento de una barbita de chivo un tanto sarcástica. Tenía aspecto de bohemio y, en cambio, fama de trabajador meticuloso y concienzudo hasta la exasperación. Rondaba los cuarenta años y, según una de las revistas editadas por el conde de Vilalta, estaba casado con una bellísima exmaniquí. Se decía que antes de dar por bueno un disco lo sometía al dictamen de un curioso tribunal: el que formaban su hija Ana y su hijo Federico, de quince y catorce años respectivamente. Si éstos daban muestras de aburrimiento, Carlos Bozo reflexionaba el asunto por espacio de un mes.

Decidieron ir a ver a Jaime Amades.

—¿Qué prefieres? —le preguntó Narciso Rubio a Laureano—. ¿Que vayamos los tres o ir tú solo?

Laureano se acarició la mejilla derecha, como solía hacer su padre.

—Creo que, la primera vez, será mejor que vaya yo solo.

—¿Has pensado todo lo que vas a decirle?

—Sí, Voy a decirle que no me diga que no sin antes consultarlo con Charito, su mujer.

—Señor Amades, necesitamos un apoderado. Y hemos pensado en usted.

Jaime Amades se encorvó sobre la mesa, al revés de lo que hubiera hecho Rogelio, que en ocasiones semejantes se echaba para atrás en el sillón. El despacho del propietario de la Agencia Hércules se parecía al del constructor, salvo que en vez de calendarios con mujeres en bañador estaba repleto de carteles de publicidad.

Jaime Amades escuchó con suma atención las palabras de Laureano. Se quedó de una pieza, lo que en su caso significaba que se empapó de sudor. Sabía que el muchacho tocaba la guitarra y había oído hablar del villancico premiado; pero lo suponía a punto de construir rascacielos y no de haber decidido «profesionalizarse» musicalmente. ¡Los Pájaros! ¿No sería un pájaro el tal Laureano? No. Podía decirse que lo conocía desde que nació. Le miró a la cara. El chico estaba serio y su aire era de soñador. Frente ancha, ojos brillantes, con un misterio dentro, boca muy parecida a la de Margot cuando ésta hablaba de algo muy querido. Llevaba un jersey de cuello alto que le sentaba muy bien. Dedos finos y largos, elegantes. Muy ágil de movimientos, con una voz muy segura, como seguros eran sus propósitos. La viva estampa del «jovencito dispuesto a todo» para obtener su deseo.

—¿Tus padres saben algo de esto?

—No. Primero he de tener la certeza de que puedo contar con usted.

—Es el pez que se muerde la cola. Antes necesitaría saber lo que ellos piensan.

—Tal vez quepa una solución. Usted se estudia el asunto y me da su respuesta. Si es afirmativa, yo me encargo de convencerlos. —Laureano agregó—: Por otra parte, desde hace tres meses soy mayor de edad.

—No me gustaría tener que jugar esa baza.

—A mí tampoco. Pero, con franqueza, creo que no habrá necesidad.

La actitud de Jaime Amades demostraba que, en principio, el asunto le había interesado. Anteriormente tuvo ocasión de intervenir publicitariamente en varias preparaciones de recitales y a raíz de ello se enteró de las cifras que se manejaban en ese mundo desconocido para él. Laureano le aportó más datos sobre el particular. El hombre se dijo que el lanzamiento de un hijo de un famoso arquitecto, estudiante y de buena familia, podía ser motivo de escándalo. En consecuencia, desde el punto de vista profesional, la jugada era tentadora. Cuando se enterase Alejo se retorcería de gusto y blandiría gloriosamente su bastón. Además, ¡apoderado! El cincuenta por ciento de los derechos de autor, de los beneficios. Bueno, eso no se sabía. Otro detalle a estudiar.

—Voy a pensarlo, sí, voy a pensarlo. Comprenderás que me has pillado de improviso. Por otra parte, hay que saber si esto tiene base; quiero decir…, tengo que asegurarme de que hay calidad.

—Hay un procedimiento rápido para enterarse. Consiga usted que algún experto en música moderna nos escuche, y que le dé su opinión.

—¿Quién podría ser?

—Yo le sugeriría un nombre: Carlos Bozo. ¿Ha oído hablar de él?

—¿Carlos Bozo? ¿Casado con una exmaniquí? ¡Claro! Ha estado aquí, en este despacho. En un par de ocasiones nos ha encargado publicidad.

—Es el mejor. Tiene una especie de varita mágica para conseguir el éxito y se las sabe todas.

—Ya…

De pronto, Laureano miró a Jaime Amades con ojos suplicantes y picaros.

—¿Puedo pedirle una cosa?

—Desde luego.

—Hable del asunto con su mujer… Estoy seguro de que se pondrá de mi parte.

Jaime Amades emitió su clásica risita de conejo y volvió a encorvarse sobre la mesa. La sugerencia le hizo gracia.

—¡Consejo inútil, Laureano! No hago nada sin consultárselo… Es un problema de supervivencia, ¿comprendes?

Charito, recordando sus tiempos del Paralelo, se puso incondicionalmente de parte de Laureano. «Si el chico es artista, ¿por qué no? Sería un crimen cortarle las alas». Habló con gran convicción. Amades titubeaba. «Conozco el paño, Amades… Adelante».

Faltaba dar el paso decisivo y Jaime Amades lo dio: conectó con Carlos Bozo. El prestigio de Agencia Hércules allanó todas las dificultades. El compositor acudió al despacho de la agencia ganado por la curiosidad, llevando consigo una carpeta llena de partituras, su cabellera a lo Ringo y la perilla sarcástica. «A lo mejor quiere hablarme de algo de televisión…».

En absoluto. Jaime Amades, después de invitarlo a un café —una máquina automática los hacía en serie—, le habló de Los Pájaros. De ser otro el interlocutor, Carlos Bozo se hubiera largado inmediatamente. Todos los días recibía propuestas en ese sentido. Pero Agencia Hércules no podía haberlo molestado sin un fundamento. Había oído hablar de Julián Vega. «Es su hijo, sí. A mí me parece que tiene mucha personalidad, y una vocación a prueba de bomba».

Carlos Bozo sonrió. Nada de eso podía darse por cierto hasta haberlo demostrado. No existían recetas para el éxito, y las opiniones previas no contaban.

Jaime Amades, interesado, le preguntó más o menos «cómo se fabricaba un ídolo». Y Carlos Bozo le demostró «que se las sabía todas». Un ídolo de verdad no se fabrica; un ídolo falso, sí. Un cantante pop, para abreviar —pop venía de popular—, era alguien que, con sólo aparecer ante el público juvenil, lo magnetizaba o no lo magnetizaba; eso era todo. Con su voz, con su manera de moverse, fuera guapo o feo, tímido o cínico, inteligente o imbécil. Ocurría como con los toreros: llenaban la plaza o no la llenaban. Él aprendió la lección a fuerza de poner esperanzas que luego fallaron. El público juvenil tenía su brújula, que además cambiaba de rumbo muy a menudo, y decía «sí» o decía «no». La palabra fan venía de «fanático» y eso no había que olvidarlo. Tal vez el que mejor hubiese definido la situación fuera el apoderado del famoso conjunto inglés los Rolling Stones, quien dijo que un auténtico cantante pop —o un auténtico conjunto pop— era aquel que conseguía que los adolescentes y los jóvenes bailasen siguiendo el ritmo con la pelvis…

—¿Comprende usted?

Jaime Amades estuvo a punto de pedir otro café, pero siempre temía excitarse demasiado.

—Desde luego.

Ésa era la base sobre la que había que operar. Naturalmente, había gente que quedaba descartada de antemano, y había casos en que valía la pena arriesgarse. Porque se trataba de hacer una inversión… Un buen lanzamiento era algo bastante costoso, aun contando con los medios con que contaba la Agencia Hércules.

Jaime Amades le preguntó si, en el supuesto de que, después de oír a Los Pájaros, él viera posibilidades, estaría dispuesto a componer para ellos, a fijarles un estilo, a ser su ángel tutelar, en suma. En las condiciones que oportunamente podrían establecerse.

—Estoy dispuesto a todo menos a fijarles un estilo. Eso deben traerlo ellos por su cuenta. Lo más que puedo hacer es sugerir algunos retoques, pulir esto o aquello, pero nunca traicionar su manera de ser.

—Ya…

Carlos Bozo volvió a sonreír.

—Es otra opinión del apoderado de los Rolling Stones

La prueba se efectuó en el estudio de Carlos Bozo, instalado con absoluta seriedad, con toda clase de transformadores, amplificadores, magnetófonos, etcétera. Situado en una calle tranquila, en una travesía de Ganduxer, reunía las mejores condiciones acústicas.

Laureano acudió más nervioso que a cualquiera de los exámenes a que se había presentado en la Escuela. Sabía que éste era irrepetible, Narciso Rubio, en cambio, estaba sereno, aunque se abstuvo de escupir como era su costumbre. El camarero Salvador Batalla, achatado, con sus largos y grotescos brazos, era el símbolo del temblor.

Carlos Bozo se fijó especialmente en Laureano, cuyo aspecto, en principio, le causó excelente impresión. Y llegó el momento. Los tres aspirantes ocuparon los lugares que les indicó Carlos Bozo, y éste les hizo una señal. Laureano, de pie en primer término, pegó un grito, que los altavoces repitieron a una potencia increíble, mientras una cinta magnetofónica empezaba a girar. Habían elegido una canción de Johnny Halliday: Pour moi, la vie va commencer. La habían ensayado horas y horas. No les salió del todo mal. La voz de Laureano delataba que estuvo cantando en la Tuna, pero era vibrante, dúctil, con buena impostación, gracias a las lecciones que en el Colegio de Jesús le había dado el padre Barceló. El final fue arrollador. Laureano hubiera repetido el estribillo hasta el infinito, mientras Salvador arañaba con crueldad la guitarra y Narciso Rubio enloquecía con la «batería».

Al terminar, Carlos Bozo se limitó a decir: «Otra». Eligieron una canción española muy conocida, que había ganado un festival. Y luego dos o tres del mismo género, en las que se alternaban unos pocos compases de verdadero rock con otros muchos folklóricos y sentimentales. Y siempre con un in crescendo al final, repetido, repetido…

Laureano se había propuesto dar lo mejor de sí mismo y lo dio. Le había pedido a Carlos Bozo un micrófono de mano con el hilo muy largo, lo que le permitió pasearse, volverse de pronto de espaldas al público, inexistente, ponerse de perfil, nuevamente de cara, tener súbitos desplantes e iniciar, cuando menos se esperaba, una serie de movimientos ondulatorios con todo el cuerpo, que sin duda invitaban al contagio y dilataban al máximo las pupilas de Jaime Amades. La agilidad del muchacho era realmente felina y aunque su gama de recursos aparecía aún bastante limitada, podía aquilatarse sin esfuerzo la posible orientación.

—Basta —dijo en un momento determinado Carlos Bozo, cerrando el magnetófono.

Los chicos sudaban a mares. Se los veía más dueños de sí que al empezar, lo que era buena señal. Carlos Bozo encendió un pitillo. Su expresión era impenetrable. No porque buscase algún efectismo; se esforzaba por disimular que se había entusiasmado. Faltaba matizar, pero admitía que el grupo tenía un sinfín de posibilidades. Estaba a punto de pensar que acaso hubiera encontrado lo que durante tanto tiempo anduvo buscando.

Laureano se creyó en la obligación de llenar aquel silencio.

—Hágase cargo de que somos aficionados. Nunca hemos actuado en público y sabemos que el problema es de experiencia, de llegar a dominar las tablas. De todos modos, nos hemos fijado mucho… Lo que pasa es que nos faltan canciones escritas exclusivamente para nosotros. Yo soy muy partidario de adaptar la música a las facultades de cada cual; y lo mismo diría con respecto a la letra. La mayoría de las letras son de un cursi subido, no sé por qué, y lo que nos gustaría serían letras con auténtica intención.

Fueron unos segundos que a todos les parecieron eternos. Jaime Amades entrelazaba los dedos, se restregaba las manos. Él no había entendido nada —aquella música le parecía toda igual—, pero intuía que el asunto iba viento en popa y que incluso el gran tribunal, es decir, Ana y Federico, los hijos de Carlos Bozo, reaccionaría favorablemente.

Por fin Carlos Bozo se decidió a hablar. «No está mal, no está mal». No le importaba confesar que se había llevado una agradable sorpresa. Había que trabajar mucho, pero materia prima no faltaba. La «batería» un poco confusa y Salvador —¿se llamaba Salvador?— de vez en cuando se retrasaba un poco. Y Laureano simulaba una naturalidad que, tal como muy bien había dicho él mismo, por lo pronto no existía aún. Pese a ello, entendía que, por su parte, podía dar el visto bueno y su consejo —eso lo dijo volviéndose a Jaime Amades— era que valía la pena arriesgarse…

Narciso Rubio tiró los palillos al aire sin molestarse siquiera en recogerlos. A Salvador se le humedecieron los ojos y Laureano quedó mudo: tal era su emoción.

A continuación, Carlos Bozo se extendió sin más en una serie de consideraciones. El asombro de sus oyentes era total, pues parecía que daba por hecho el asunto y que se estaba ocupando ya de los detalles. Si entre todos llegaban a un acuerdo, lo primero que había que hacer era cambiar el nombre del conjunto. Nada de «pájaros». En cuestión de canciones era muy peligroso aludir a la ornitología. Así, de entrada, y visto el fervor con que cantaban, se le ocurría que merecían llevar un nombre en el que él había pensado muchas veces: Los Fanáticos. Era agresivo y se recordaba con facilidad. Los Fanáticos. ¿Acaso no lo eran? Parecían haber nacido en Los Ángeles o en Liverpool y no en barriadas de Barcelona con escasa tradición rock.

Además del nombre, había que cambiar el número. Faltaba un elemento, debían ser cuatro. Un cuarteto sonaría mucho más. Él podía llamar al muchacho que les hacía falta, que tocaba la guitarra y el órgano eléctrico. Músico excelente, se le ocurrían melodías porque las llevaba dentro desde que lo parieron, aunque desconocía la armonía y las reglas elementales de la orquestación. Se llamaba Javier Cabanes y su padre estaba empleado en Pompas Fúnebres, pero eso no importaba. Sí, Javier completaría espléndidamente la combinación, porque tenía cara de niña. En todo conjunto moderno que se preciase y que quisiera simbolizar algo relacionado con el porvenir, se necesitaba que por lo menos uno de sus componentes tuviera cara de niña.

Luego era absolutamente preciso pensar en la presentación, en el aspecto externo. La apariencia no influía gran cosa cuando no había calidad; pero cuando la había, era fundamental. Ahí estaba el ejemplo de los Beatles. Tenían que dejarse crecer la melena hasta los hombros. Los cuatro con melena. Tres, de una manera estudiadamente anárquica; Laureano, que sería el solista, el ídolo, o, en términos militares, el capitán, muy bien compuesta, con las filigranas que el pelo permitiera. Ahí estaba para ello el peluquero de moda, Aresti, que tenía como clientes a todos los cantantes y artistas y que había convertido el corte de cabello en un arte, componiendo «cabezas» y no dando simplemente tijeretazos.

Tiempo les daría a pensar en lo demás, llegado el caso. Por ejemplo, el traje. Deberían tener varios, aunque así, a simple vista, él los veía enteramente vestidos de rojo, con las solapas muy anchas. «El color rojo es un color fanático, ¿no es así? Pues eso».

—Me comprometo a componer canciones adaptadas a vuestra manera de hacer. Me comprometo a cuidar de los arreglos y a ensayar hasta que perdáis diez quilos cada uno. Tal vez lo mejor sería grabar de momento un disco, un 45, con cuatro canciones, dos de ellas de protesta. ¡Ah, sí, eso es también fundamental! No es que sea axiomático, ni mucho menos, que todas las letras hayan de tener intención, pues a veces, según la música, basta con que sirvan al ritmo, aunque no sean otra cosa que sílabas inconexas, o meras interjecciones; pero, para empezar, yo haría algo… no sé, por ejemplo contra la guerra del Vietnam… O contra los tabúes que hasta ahora han rodeado a las cuestiones del amor… —Carlos Bozo se acarició la perilla y añadió—: Ahora, el señor Amades tiene la palabra.

Jaime Amades se sentía desbordado. Aquello que empezó siendo mera anécdota llevaba trazar a ser algo importante. ¡Los Fanáticos! Le dio por pensar que sería el negocio de su vida, aunque no le gustaba lo de apoderado; preferiría ser llamado «representante». Representante de Los Fanáticos. ¿Lo pondría en las tarjetas? ¡Charito estaría contenta!

—Después de escuchar al señor Bozo, Agencia Hércules está dispuesta a estudiar el aspecto legal del asunto…

Los tres chicos se abrazaron en el centro del estudio, mientras Carlos Bozo decía:

—Desde luego, aquí hay alguien inteligente… ¡Mira que empezar cantando Pour moi, la vie va commencer…!

Laureano se enfrentó con sus padres. Sufría mucho porque sabía el disgusto que les iba a dar, pese a lo cual estaba dispuesto a no renunciar por nada del mundo. Pensó si le convenía hablar antes con Susana, pero decidió que sería un acto inútil, puesto que conocía de antemano la reacción de su hermana. También pensó en recabar la ayuda del padre Saumells, pero se le antojó humillante. El problema era suyo y él tenía que dar la cara.

El chico, aupado por las palabras de Carlos Bozo, sintió que lo ganaba un aplomo inhabitual en él. Era la certeza de que elegía el camino recto, de que la música iba a ser su realización como persona. Eligió un momento en que no hubiera nadie más en casa y les contó todo lo sucedido desde que empezó a intuir aquello con Narciso Rubio. Los meses que lo anduvo meditando; las razones en contra; el poner en un platillo de la balanza la carrera, que de pronto lo fatigó, y en el otro la gloria íntima de descubrir su verdadero afán; el placer que experimentó al cantar y la posibilidad de comunicar a los demás su arte, etcétera. También les contó las gestiones que había hecho con Jaime Amades y con el compositor Carlos Bozo, el resultado de la prueba y que Jaime Amades fue el primero en exigirle el consentimiento de sus padres, que era lo que les pedía aquella tarde.

—Lamento mucho plantearos esta papeleta, porque os conozco y sé lo que vais a pensar. Tú, papá, soñabas con que siguiera tus pasos; tú, mamá, seguro que imaginas que ese mundo de la canción es algo que ha de conducir inevitablemente al desastre, por lo menos al desastre espiritual. Cuando ganamos el concurso de villancicos y os alarmasteis, os pregunté: «¿Me han suspendido alguna vez?». Fui sincero. Entonces estaba lejos de sospechar que las cosas rodarían de esa manera y que llegaría a la conclusión de que lo que realmente quiero es cantar y no ser arquitecto. Pues bien, sigo siendo sincero hoy. Sois, os lo juro, los dos seres que más quiero en este mundo: dejadme probar. Y si me doy cuenta de que estaba equivocado, si fallo, si no triunfo como es mi ambición, lo aceptaré y reanudaré los estudios. De modo que lo que os pido es un margen de confianza… Nada más.

Julián, mientras su hijo estuvo hablando, no pudo hacer otra cosa que llenar de humo la habitación: tan fuertes fueron las chupadas que dio a la pipa. Julián, que ya peinaba canas, en cuyo rostro se marcaban ya las huellas de tanta lucha, ante el aplomo de su hijo quedó desconcertado. Casi fue este aplomo lo que más lo irritó. Laureano les había hablado como si se tratara de cambiar de marca de tabaco, y se trataba de cambiar el rumbo de la existencia y de poner en ridículo el apellido que llevaba.

Margot, por su parte, a duras penas consiguió contener los sollozos. Conocía a su hijo. Leyó en su rostro que nada lo haría cambiar de opinión. Pese a ello, debían intentarlo.

Habló Julián. Lo malo era que Laureano prácticamente se había anticipado a todas las objeciones; el muy cuco se había preparado a conciencia la lección.

—¿De modo que lo que pides es un margen de confianza? Supongo que lo primero que debería hacer sería llamar al doctor Beltrán, pues esto no puede ser otra cosa que un ataque de locura. ¡Colgar la carrera porque el niño quiere cantar! Formar un conjunto y deambular por ahí pegando gritos como esos que salen en la «tele» y que a veces hasta se vuelven de espaldas al público. «Dejadme probar. Y si me doy cuenta de que estaba equivocado, lo aceptaré y reanudaré los estudios». ¡Mil veces no, amiguito! Afirmas que lo has meditado mucho; ¡pues vuelve a empezar! Piensa que tus padres, que según dices son los dos seres que más quieres en este mundo, se niegan en redondo a que te metas en ese barro. Porque no es sólo tu madre la que piensa que eso es barro, ¿comprendes? Yo también lo pienso así. Dedicarse profesionalmente a eso es entrar en un clima ambiental que no se sabe dónde termina ni cómo retirarse luego de él; no hay más que ver el aspecto de la mayoría de los que ya están metidos hasta la cintura. ¿Quién diablos te ha vaciado la cabeza, vamos a ver? ¿Narciso Rubio? ¿Las modistillas que a lo mejor se disputarían un pedazo de tu camisa? Sí, acertaste al decir que siempre soñé con que seguirías mis pasos, que me parecen muy dignos. Y mi alegría era muy grande viendo cómo ibas venciendo los obstáculos para llegar al final. Ahora de pronto, ¡zas! El pasatiempo se convirtió en obsesión. ¡Y pensar que yo mismo te pagué un profesor de guitarra! ¿Por qué aquel día no pillé una hepatitis? Laureano, escúchame bien. La respuesta de tu padre es: ¡no!

Laureano, que ya esperaba el anatema, no dio muestras de sorpresa, pero sí de incomodidad. ¿Cómo conciliar puntos de vista tan dispares?

Miró con fijeza a su padre.

—Papá, no te exaltes, por favor. Ya te he dicho que no se trata de una improvisación. Me estás hablando en un tono que no me parece el más adecuado.

—Tu padre ha hablado muy bien, Laureano —intervino Margot, interrumpiéndolo—. Y estoy completamente de acuerdo con él. ¡Un conjunto musical! Bien sabes que si aquí hay alguien amante de la música, ese alguien soy yo; pero lo que tú te propones es dedicarte a una grotesca caricatura de la música. No dudo que entre un millar de canciones habrá unas cuantas que se podrán soportar, e incluso serán bellas; pero en su inmensa mayoría son berridos absurdos, una manera de pasar el rato, copia engañosa de un tipo de ritmo reiterado y obsesivo que está bien y es sincero entre ciertas razas que cultivan el tan-tan, pero que en personas como tú resultan por completo sofisticadas. A mi me parece que lo que te tienta es la facilidad. Los libros son una montaña y has visto una puerta abierta al triunfo cómodo y halagador, es decir, a las modistillas… Un par de discos, tu buena planta, un poco de contoneo, ¡y a salir en los periódicos! Lo otro hay que sudarlo, y sudarlo de verdad. Hijo mío, todo eso es un espejismo. Porque esos triunfos son fuegos fatuos y lo otro es duradero. ¡Y no pienso dudar de tu éxito, fíjate! De modo que el fallo de que hablaste probablemente no se produciría, sino todo lo contrario. Hasta cabe admitir que, por una serie de circunstancias, te harías el amo del cotarro; pues bien, es a eso a lo que le temo. Porque la caída seria luego igualmente vertical. Los gustos cambian en cuestión de días y lo que hoy hipnotiza mañana es arrinconado como un trasto. ¡Cantante de música ligera! ¡Cantante de moda! Yo no te enseñé solfeo ni quise que te aficionaras al piano para llegar ahí. Y cuando en París le pedí a Rosy que te trajera una guitarra, tampoco pude sospechar que un día nos hablarías como acabas de hacerlo. Yo creo que la hepatitis la voy a tener ahora si no nos dices que todo ha sido un mal sueño… de tu juventud. Y por descontado, mi negativa es también rotunda, Laureano.

La incomodidad de éste se acrecentó. La seriedad y el dolor de sus padres eran superiores a cuanto él imaginara. Los argumentos que empleaban eran más sentimentales que lógicos, pero resultaba imposible razonar una repulsión tan profunda. Por otra parte, ¿cómo demostrarle a su madre que esa música que ella despreciaba casi en bloque tal vez fuera tan buena como pudo serlo en otros tiempos la que ella amaba? ¿Que los años habían pasado y que la juventud moderna no era un mal sueño, sino un cuenco tan vasto que en él lo mismo cabía lo primitivo —el tan-tan— como la pasión por la cibernética o la pasión por la libertad? ¡La libertad! Ésa era la palabra, que en cierta ocasión analizó con su padre y que debía poner en práctica… «La libertad es algo que uno de repente desea… y ya está». Esos berridos absurdos y en apariencia sin sentido eran gritos lanzados por quienes, debido a su edad, no querían vivir de normas redactadas en pergaminos de la Edad Media. Nada de fuegos fatuos; cada día que pasara los gritos serían más fuertes y se oirían más lejos. ¿Y por qué su padre habló irónicamente del «niño que quería cantar»? Una vocación podía ser tan auténtica para lo uno como para lo otro. ¿Y por qué habló del barro hasta la cintura? Bueno, el trance era amargo y había que pasarlo.

—Creo que la discusión sería interminable…, y que el problema no es dialéctico, sino de sensibilidad. Y que uno lo mismo puede corromperse ejerciendo de arquitecto que dedicándose a la canción ligera. Supongo que hay precedentes, ¿verdad? Lo que pasa es que los deslices de los artistas son más aparatosos que los que pueden cometerse ejerciendo una profesión con diploma universitario. Yo creo que inmoral puede llegar a serlo más fácilmente un arquitecto sin vocación, y creo que ése sería mi caso; en cambio, la música moderna, si quien la interpreta ha recibido una formación como la que vosotros me habéis dado, ¿qué peligros puede encerrar? La vanidad… No veo otro. Por lo menos, no veo otro que no exista en cualquier otro lugar. Porque, para aprovecharse de las modistillas no hay necesidad de entrar en el mundo pop; los abogados, los banqueros, los constructores…, no se quedan cortos al respecto. ¡Vamos, digo yo!

El forcejeo duró largo rato aún, con raptos coléricos por parte de Julián, con toques de ternura por parte de Margot y también del propio Laureano. Pero nadie daba su brazo a torcer. Por fin, agotados todos los recursos, Julián, que sabía que el chico era mayor de edad, se levantó, dio unos pasos por la habitación y, volviéndose hacia él, se apoyo en la chimenea y le dijo:

—Bien, veo que no hay manera de convencerte… ¿Puedo preguntarte hasta dónde estarías dispuesto a llegar con tal de salirte con la tuya?

Laureano se levanto a su vez. Y sin perder la calma contestó, mirando alternativamente a su padre y a su madre:

—Hasta marcharme de casa.

Fue como un latigazo. Margot se llevó las manos a la boca y Julián enrojeció y se quedó inmóvil.

Fuera, unas nubes habían cubierto la montaña del Tibidabo. El clima era húmedo, inhóspito. La ciudad se había vestido de gris y daba la impresión de que todo estaba silencioso.

Julián, enfurecido, habló con Rogelio. Y Rogelio lo desanimó. No había nada que hacer. «Ya sabes las peloteras que he tenido yo con Pedro, ¿verdad? Ahora te ha tocado a ti… ¡Sí, sí, no lo dudes, sería capaz de marcharse de casa! De alquilar un piso con sus amigos ¡y adelante con los faroles!».

—Pero ¿crees que eso se puede consentir?

—Lo que creo es que tenemos perdida la partida… Cualquier día Pedro nos saldrá con que también está dispuesto a marcharse. Rosy está convencida de que en cuanto termine la carrera se largará…

Por su parte, Margot fue a cambiar impresiones con el padre Saumells. Y el resultado fue idéntico.

—Margot, hace mucho tiempo que te pronostiqué que vuestros hijos os plantearían problemas graves… y elementales. Ven las cosas de otro modo, no tienen remedio. La carrera lo ha cansado y a lo mejor su vocación por la música es auténtica. Y de nada te servirá decirle que esa música no es de tu agrado; es la suya y se acabó. Por lo demás, creo que cometeríais una insensatez permitiendo que se marchase de casa. El mal menor es agachar la cabeza, dejarle que pruebe, y retenerlo. Por lo menos de ese modo podréis controlarlo un poco; si no, lo perdéis definitivamente…

Margot se mordió casi con rabia el labio inferior.

—Sí, claro…