CAPÍTULO XXXIV

REUNIÓN EN LA AGENCIA COSMOS. Los balances demostraban que la idea de fundar la sociedad había sido cualquier cosa menos un aborto. Por supuesto, todo el negocio giraba en torno del turismo, que empezaba a ser masivo. Eran varios millones los extranjeros que cada verano cruzaban la frontera española. Los periódicos interpretaban el hecho como un reconocimiento tácito del «orden» que imperaba en la nación. Las gentes estaban cansadas del caos político y de los incidentes que se producían en sus patrias respectivas y acudían a España porque sabían que en España podrían disfrutar tranquilamente de sus vacaciones, sin temor a disturbios, a manifestaciones, a bombas. «España es un oasis de paz y el mundo empieza a reconocerlo».

En la Agencia Cosmos no se discutía ese punto de vista. Rogelio, que ahora siempre andaba con tabletas medicinales en los bolsillos, Ricardo Marín y el conde de Vilalta se limitaban a comprobar que los beneficios eran pingües, que las urbanizaciones próximas al mar en que andaban metidos eran un éxito, que los hoteles funcionaban y que los «viajes colectivos todo incluido», motivo del desplazamiento del banquero y de Aurelio Subirachs a Inglaterra, Francia y Alemania, estaban dando el resultado apetecido. Clientela garantizada por las agencias, éstas más atentas a la contabilidad que al trato mejor o peor que se diera a los grupos que enviaban.

Los tres socios estaban de acuerdo respecto a las ventajas que el turismo ofrecía en todos los órdenes y se reían de que Julián se sintiese molesto por el hecho de que tantos españoles se ocupasen en estudiar idiomas. «¿Por qué? —se lamentaba el arquitecto—. ¿Es que si nosotros nos fuéramos a veranear a la Costa Azul o a las Islas Británicas los franceses y los ingleses estudiarían nuestra lengua? ¡Ni hablar! Pues que aprendan ellos el castellano».

A Rogelio le hacía gracia observar el comportamiento de los comerciantes. Todos se dedicaban con entusiasmo a remozar sus tiendas y sus escaparates. Apenas se habían caído las hojas de los árboles y en las casas habían empezado a encenderse las estufas, y ya muchos establecimientos se preparaban «para la próxima temporada». «Esto nos queda muy pequeño. Hay que derribar ese tabique». «¿Te has dado cuenta? A los alemanes les gusta el vino… Vamos a decorar el local a base de pellejos de vino y de azulejos que digan: El agua para los peces. O algo por el estilo». Fondas de mala muerte compraban una nevera y una cocina eléctrica y ponían en la fachada: Restaurante. En muchos bares, los dueños se habían dado cuenta de que a los extranjeros los chiflaba el marisco y pintaban gambas y almejas en las paredes. Se sacaba mucho partido de los borricos. A los turistas les encantaba retratarse montados en ellos. También los artesanos se lanzaban a idear figurillas representando toreros, bailarinas flamencas y hasta guardias civiles, y los ceramistas enfocaban su producción a base de jarrones, platos y ceniceros con las siluetas de la Giralda, El Escorial, la catedral de Burgos, las montañas de Montserrat…

Los párrocos de los pueblos, sobre todo los de la costa, estaban tan asustados como mosén Castelló. El turismo era el ataque frontal de Lucifer contra las sanas tradiciones españolas y el catolicismo de las gentes. Ya no había hotelero que en verano tuviera tiempo de ir a misa y habían aparecido tantos gigolos como en Italia. Por lo visto, la moralidad del país era débil como un papel de fumar, un castillo de arena, que cuatro esculturales señoritas suecas habían barrido de un puntapié. O acaso tuviera razón Alejo cuando decía que el catolicismo era para los pobres, porque enseñaba a conformarse. Que la moneda fuerte invitaba a hacerse protestante o ateo.

Al conde de Vilalta le impresionaba especialmente el empuje de que daban prueba muchas personas de edad avanzada, sobre todo de países nórdicos, que tenían arrestos para cruzar todo el continente llevando en bandolera la máquina fotográfica. Le llamaban la atención, singularmente, las mujeres. «Hay que reconocerlo —decía—. ¡Son feas como el diablo! Pero no se resignan, como las nuestras, a quedarse en casa a hacer calceta».

A juicio de Ricardo Marín, otra positiva influencia que traían los turistas era que atenuarían un poco la tendencia ibérica a los extremismos.

—El asunto está claro. Hasta ahora había dos clases de españoles, todos equivocados. Los que creían que todo lo extranjero era perfecto y los que creían que sólo aquí el hombre era portador de valores eternos. Cinco años de afluencia de gente de fuera y nos colocaremos en el justo medio: reconoceremos que en todas partes cuecen habas y que si nosotros nos emborrachamos, los ingleses también. Y que si hay aquí siluetas estilizadas como la de mi hija Cuchy, hay francesitas que tampoco son mancas. En fin, la teoría del intercambio, siempre saludable. Al margen de esto, y con permiso de los párrocos costeros, no es mal ejemplo ver que muchos extranjeros se van a la playa con un libro en la mano…

Agencia Cosmos acordó construir un hotel en Benidorm, uno de los focos turísticos más importantes, y una sala de fiestas en la misma localidad. ¡Por fin la obsesión de Rogelio!: las salas de fiestas, o, mejor dicho, las boîtes. Probablemente adquirirían en Barcelona otras dos que andaban pachuchas, y procurarían desempolvarlas y sacarlas a flote. La de Benidorm se llamaría «La Caverna» y debería tener aspecto troglodítico. La entrada, un dolmen; dentro, ambiente selvático; el conjunto musical tocaría sobre una plataforma de piedra rojiza y habría dos jaulas colgadas del techo en las que cupieran un par de parejas que pudiesen bailar hasta el hartazgo.

Todos coincidieron en que el hombre idóneo para llevar el control de esa nueva aventura que los tentaba era Alejo, puesto que hacía muchos años que andaba ocupado en ese menester. Por lo demás, y pese a la complejidad de sus relaciones con Ricardo Marín y con el conde de Vilalta —¿por qué la boîte de Benidorm no se llamaba «La Gaviota»?—, Alejo había hecho honor a su promesa de que su ingreso en la Agencia Cosmos sería beneficioso para todos. Aparte de que parecía disponer de un aparato de fumigación para escampar a los inspectores de impuestos, sus periódicas visitas a los hoteles se habían mostrado verdaderamente eficaces. Los gastos de personal habían disminuido al tiempo que aumentaba su rendimiento. Un número de magia, que lo retrotraía a los años en que buscaba con ahínco posibles y lucrativas patentes de invención.

Alejo, al enterarse de la decisión de abrir boîtes, se alegró enormemente. Aquel ser alámbrico, con aspecto de sacristán concupiscente, cada día se distanciaba más de lo que significase virtud. Dondequiera que pudiese comprobar que había corrupción, gozaba lo suyo. El agujero en el tabique de uno de los meublés a su cuidado era el mejor palco que tenía en la vida, y de haber sabido lo de Laureano y Cuchy hubiera sido feliz. En el Hotel Ritz, en su ostentosa habitación, se dedicaba a leer libros de «aberraciones sexuales». La pornografía normal no le bastaba; buscaba aberraciones, desde el lesbianismo al tribadismo o lo que fuere. Sabía bien que aquello era señal de impotencia, pero no le importaba reconocerlo. Y también contaba con medios expeditivos para alejar los escrúpulos cuando éstos meneaban el rabo. En el fondo, el turismo le interesaba a Alejo en ese aspecto. ¡La promiscuidad de los campings! ¡Los líos en las pensiones y apartamentos! «Que se palpen los muslos. Que se pudran. ¡Adelante!». ¿Cómo imaginar que fuese hermano de Vicenta, la madre de Rosy, ingenua mujer cuya máxima satisfacción era que Rogelio continuara llevándole pirámides de caramelos?

De ahí que Alejo hiciera tan buenas migas con el decorador oficial de la Agencia Cosmos, el que decoró la avenida Pearson y «Torre Ventura». Se llamaba Héctor y era homosexual. De unos cuarenta y cinco años de edad, cejas arqueadas, boca en línea recta que se cerraba con cierta dureza, uñas largas y bruñidas. Vestía aparatosamente. No hacía el menor esfuerzo por disimular su condición. A veces sufría ataques de melancolía y se desahogaba con Alejo, contándole sus fracasos o desengaños. Alejo, entonces, procuraba consolarlo, y al oírlo experimentaba una extraña mezcla de placer y repugnancia.

Héctor sería el encargado de decorar «La Caverna» en Benidorm, y todas las boîtes que se abriesen. En principio él buscaba siempre motivos de mar. Le gustaban mucho los marineros y se había recorrido muchos puertos de Europa tentando a la suerte. En Marsella le gastaron una broma y le tatuaron una sirena en la pierna izquierda, con un corazón atravesado. Lo consideró una vejación que procuraba ocultar a la mirada de los extraños.

Rogelio le tenía simpatía porque se divertía mucho con él. A Rogelio lo del homosexualismo no le cabía en la cabeza y cuando Héctor le decía que «tan natural era una cosa como la otra» el constructor le contestaba que aquello era una «burrada per se». Héctor se defendía como gato panza arriba y aseguraba que la juventud, sin darse cuenta, se dirigía cada vez más al unisexo, como se demostraba en la manera de bailar, en el sentido de camaradería, etcétera. «En los Estados Unidos cada vez hay más muchachos imberbes y los senos de las muchachas son cada día más pequeños. ¡Te estoy hablando en serio, Rogelio! La gimnasia, la alimentación…». Rogelio se desternillaba de risa, risa que en ocasiones se le cortaba en seco; por ejemplo, si pensaba que, según el último análisis, tenía muy alto el colesterol.

Cada pieza iba colocándose en su lugar. Los hijos de Anselmo y Felisa le habían hecho caso a su padre y se habían especializado en reparar aparatos de televisión. Ganaban sus buenos dineros, aunque aspiraban a más, por lo que semanalmente rellenaban muchas quinielas. Las quinielas hacían furor. Jugaban a ello no sólo los aficionados al fútbol, sino personas como Carmen, la hermana del doctor Beltrán, y, por supuesto, el padre Saumells. El padre Saumells, a escondidas, rellenaba siempre un par de boletos, porque quería mejorar el aspecto de la improvisada iglesia de San Adrián y asegurarse de que su brazo derecho, el pequeño Miguel, podría continuar estudiando matemáticas, También doña Aurora, de la Pensión Paraíso, hacía sus pinitos, y los hacía a voleo. «No entiendo ni jota, pero tengo la corazonada de que un día acertaré un pleno yo sólita. Entonces regalaré la pensión y me dedicaré a recorrer hoteles de lujo».

Mari-Tere se salió con la suya y se casó con el productor de cine que, según rumores, la cortejaba en Madrid. Era un productor de películas comerciales, del tipo de película que horrorizaba a Sergio. Se llamaba Juan José Montoya, nombre que le cuadraba perfectamente. También era andaluz, tenía mucho gracejo y entendió que Mari-Tere sería una magnífica jefe de relaciones públicas. Hablar de matrimonio pasional hubiera sido exagerado, pero las bases de amistad y respeto eran serias.

La boda se celebró en Granada, adonde se desplazaron Julián y Margot, que llevaban mucho tiempo sin ver a la familia. Mari-Tere le agradeció a Julián que se hubiese negado a buscarle un empleo en Barcelona. «No hubiera conocido a Juan José. Ilustre hermano, muchas gracias».

Les impresionó comprobar que todos habían envejecido mucho, especialmente la madre de Julián, que estaba bastante enferma, hasta el punto que se sintió incapaz de ir a la iglesia. Apenas si salía ya de casa, pero continuaba abanicándose y cuidando con solicitud el canario de turno. Don Arturo se apoyaba bastante más que antes en su bastón, y ninguno de sus contertulios del Casino faltó a la ceremonia. «Confío en que Mari-Tere me dará un par de nietos más». El que mejor se conservaba era Manolo. El médico sabía cuidarse y de vez en cuando se sacaba una radiografía. Al igual que Ricardo Marín, jugaba al golf. «Los beatniks tienen razón: contacto con la naturaleza. De todos modos, ese asunto lo habían inventado ya los gitanos…».

La flamante pareja viviría en Madrid, en un piso de la prolongación de la Castellana. Mari-Tere daba la impresión de sentirse feliz. «Ya lo ves —le dijo a Margot—. Empecé anunciando jerez en la “tele” y me caso con un cineasta de Jerez de la Frontera. Si a alguno de vuestros hijos le tienta el cine, ya sabéis…». Margot hizo un gesto que indicaba: «No creo que las cosas vayan por ese camino…».

Regresaron a Barcelona, donde, con un mes de intervalo, se murieron lo dos «viejecitos» de que cuidaba Claudio Roig. Primero murió la mujer y hubiérase dicho que él no logró soportar su ausencia. El aparejador se quedó solo, y el padre Saumells y Julián tuvieron ocasión de demostrarle el afecto que le profesaban, lo mismo que Aurelio Subirachs. Claudio Roig se sintió desconcertado. Se dio cuenta más que nunca de que la buena acción que llevó a cabo durante tantos años lo había llenado espiritualmente, y que en adelante necesitaría una compensación. No podía refugiarse, como Alejo, en el vicio; si acaso, en el trabajo. No obstante, tal vez hiciera falta algo más. ¿Y si se casaba, imitando a Mari-Tere y a Juan José Montoya? ¡Alguna vez le tentó acercarse… precisamente a Montserrat! Nunca se había decidido, y tampoco se decidió. Al final se resignó, advirtiendo claramente que resignarse en el fondo le producía un gozo inexplicable. Curiosa trayectoria la del excamarada de Julián en Zapadores. Tal vez hubiera en él algo de masoquismo, en cuyo caso Alejo hubiera leído gustosamente su biografía.

Montserrat, por su parte, se encontraba en un callejón sin salida. Se había enamorado de Julián «a lo loco», penetrando en un mundo que de hecho no era el suyo. «Julián, cariño, ¿qué significo para ti? En el fondo, un entretenimiento…». «¡Querida, no hables así, por favor! Te quiero de veras y soy feliz contigo. Pero ¿qué puedo hacer?». Claro, claro, la situación familiar no podía cambiarse… Montserrat estaba al borde de la depresión nerviosa. Su padre, notando su tristeza, le preguntaba: «¿Qué te ocurre, hija? ¿Alguna preocupación seria? ¿Por qué no me lo cuentas?». Ella procuraba disimular. «Nada, padre. Eso de la agencia de viajes es un lío. A veces me precinto si ese ir y venir de la gente tiene algún sentido…».

Luego, estaba la Universidad… También en ella cada pieza ocupaba su lugar. Los disturbios aumentaban, reflejo de lo que ocurría en otros países. Asambleas «no autorizadas», pancartas, ocupaciones de Facultad, huelgas, protestas por la detención de cualquier compañero, cócteles Molotov contra la Policía Armada, cuyos miembros, debido a su uniforme, eran llamados los «grises». En Madrid, Barcelona, Valencia y Sevilla se habían levantado barricadas, llegándose a paralizar el tráfico público en algunos sectores. Seguro que algunos líderes movían los hilos de todo aquello, pero una gran masa de estudiantes los seguía espontáneamente y otros lo hacían por mimetismo. Y es que, a decir verdad, las injusticias eran muchas, aparte de que los ánimos se habían exaltado con el asesinato del presidente Kennedy, con la intervención americana en la guerra del Vietnam y la mitificación de Mao. Los vasos comunicantes, las repercusiones a distancia de que había hablado Beatriz.

El más activista, aunque a su manera, era Andrés Puig en la Facultad de Derecho. Con tal de no tener que estudiar, para el hijo del joyero las huelgas eran peritas en dulce. Andaba por entre los corros buscando prosélitos y luego decía en casa: «La Facultad cerrada hasta nuevo aviso. Me voy a dar una vuelta».

El caso de Marcos era distinto. Marcos había sufrido horrores con el accidente que le costó la vida a Fany y desde entonces había pasado del «mundo-náusea» a «los-avatares-de-la-vida-son-injustos»; sintiendo que la única fórmula viable de desahogo era la agresividad. Tomó de ello conciencia universitaria y se dedicó a la acción, lo que le valió una serie de porrazos y la retirada temporal del carnet. Lo que más le gustaba eran los incendios, tal vez por su condición de pintor. No intervino en el lanzamiento de cierta cantidad de líquido inflamable contra un catedrático «fascista» y tampoco en la introducción de papeles encendidos en el interior de varios buzones de correos, cuyo contenido ardió. Eso eran gamberradas. Pero sí militó entre los «incendiarios de periódicos». Montañas de periódicos fueron quemadas por las calles en señal de protesta por la forma tendenciosa con que eran dadas las noticias referentes a la Universidad. Marcos contemplaba las llamas, oía crepitar el papel y no le importaba que el humo se le metiera por la nariz y le llenara los pulmones.

Aunque lo que él quería era romper amarras, como se le habían roto a Fany. Terminar la carrera y marcharse fuera, tal vez a Londres, a ver mundo y a pintar. ¿Cómo se ganaría la vida? Eso estaba por ver, lo mismo que el enfrentamiento con su padre, Aurelio Subirachs. Ya no se dedicaba a representar fosfenos; se hallaba en su época amarilla. Cuadros amarillos que lo mismo podían ser trigales molidos que retazos de pergamino, que cotos de desierto por los que transitaban invisibles beduinos. A su hermano sacerdote, mosén Rafael, le decía: «Son sensaciones. No busques nada más».

También era distinto el caso de Pedro. Pedro había vuelto a discutir con su padre, aunque en tono menor, e iba madurando lo suyo. En principio estaba a favor de cualquier agitación estudiantil, pero no quería detenerse en la anécdota. Entendía que lo que fallaban eran los pilares: el exceso de alumnado; la escasa dedicación de buen número de profesores; el enfoque de muchas carreras, marginadas de las necesidades de la vida moderna; el método de exámenes, delirante a todas luces; el hecho de que las cátedras fueran vitalicias —«las oposiciones y un puro para toda la vida»—, etcétera. Y por descontado, continuaba revolviéndole el estómago que sólo el uno por ciento de hijos de obreros tuviera acceso a los estudios superiores. En opinión de Pedro, ¡y del padre Saumells!, tal discriminación era un crimen que justificaba por sí solo un replanteamiento total del problema universitario.

En el plano personal, el muchacho había tomado varias decisiones. Descontento de sí mismo, buscaba el camino del deber. Juzgó que había llegado el momento de ganar algún dinero por su cuenta. Y se puso a dar clases particulares. A lo máximo que podía llegar, puesto que también quería terminar la carrera y otear luego el horizonte foráneo, era a enseñar dos horas diarias. Pero la ilusión que le hizo cobrar por primera vez algo sudado por él mismo, fue enorme. Sintióse un poco autojustificado. A Rosy el asunto le pareció humillante y Rogelio se encogió de hombros. «Ya no me sorprende nada, conque…».

La gran amiga del muchacho era Susana. También ésta compartía la agitación estudiantil, aunque le dolían tantas huelgas porque ello suponía perder muchas clases; y sólo había tomado parte en un homenaje a dos poetas silenciados por el Régimen: Machado y Hernández… Susana hacía honor a la confianza depositada en ella y llevaba estupendamente la carrera. Todo el mundo esperaba que ambos, de un momento a otro, anunciaran su noviazgo, pero las cosas no eran tan sencillas. Se habían encontrado dos temperamentos reflexivos. Pedro no estaba enamorado; Susana, tampoco. Se hubieran pasado horas y horas hablando, intercambiendo conocimientos —filosofía por medicina— y devanándose los sesos en torno a ese grandioso tema que era la vida. Y Susana intentando vencer la profunda crisis religiosa por que atravesaba Pedro; pero ni una palabra de amor. «Parecemos dos seres ya mayores que se hacen compañía», reía Susana. «Es verdad. Pero he descubierto que éste es el verdadero romanticismo», replicaba Pedro.

Susana le decía a Pedro que debía escribir una novela y presentarla a un premio literario. «Escribes a maravilla y te expresas con precisión extraordinaria. ¿Por qué no lo intentas?». Pedro negaba con la cabeza. «Si algo he aprendido en la Facultad es a conocer mis límites. Para escribir novelas hace falta imaginación, y yo no la tengo. Cuchy me daría ciento y raya. Me enseñas un papel blanco y no veo más que papel blanco. Cuchy, en cambio, vería un valle nevado, un traje de novia, infinitos campos de algodón…».

La nota disonante entre los dos era que Susana continuaba fascinada por el mundo de los niños, puesto que especializarse en pediatría seguía siendo su objetivo, y los niños a Pedro lo tenían sin cuidado. Le parecían un mundo divertido —por unos minutos—, pero intrascendente o provisional. Todo lo que era provisional lo colocaba a la defensiva.

—Pero ¿cómo puedes decir que el mundo de los niños es intrascendente? En la infancia quedamos marcados para siempre… Yo no me canso de analizar a Pablito, que es un déspota que se las trae… Por culpa de todos, claro está. Y si tuviera un hermanito de tres años, me volvería tarumba.

—Te repito que es un mundo provisional, Susana. Soy filósofo y sé lo que me digo.

—En ese caso, sólo te interesará de verdad el tema de la muerte.

—Tal vez.

Era mentira. A Pedro lo entusiasmaba vivir y estaba lleno de proyectos, lo mismo que Susana. Susana sabía que para su especialidad necesitaría estudiar a fondo pedagogía, psicología, sociología… Estaba dispuesta a ello y también, como todos, pensaba en el extranjero.

—¡He descubierto por qué me gusta tanto hablar contigo!

—¿Por qué?

—Porque eres un niño grande.

—Gracias, pequeña mamá…

Otra pieza que ocupaba su lugar era mosén Rafael. El vicario vivía atento a las voces que llegaban del Concilio más que a lo que le contaban las viejas en el confesonario. Y había llegado a ciertas conclusiones. Pese a la impronta de ejemplar sencillez que había dejado tras sí Juan XXIII y a que en el Concilio se hablase mucho y se dijeran cosas muy fuertes —su querido e inefable párroco estaba hecho un basilisco—, él abrigaba el temor de que el tiempo menguara el ímpetu de los «progresistas» y que la crisis que sufría Pedro —y que éste no le había ocultado— se propagase como una epidemia. La Iglesia había sido narcisista y autocrática durante siglos y le iba a costar mucho objetivizar su obra. Y los «integristas» tenían todavía mucha fuerza en la Curia romana. Mientras vivieran —y que el Señor le perdonase— los Ottaviani y demás…

—¿Le digo una cosa? —azuzaba a mosén Castelló—. Yo al próximo papa, lo nombraría de raza negra. Y, desde luego, en la parroquia escondería bajo siete llaves ese dedo de San Hermenegildo que Dios sabe de dónde ha salido y que a lo mejor es de madera. ¡Ay, eso de las reliquias! ¿Sabía usted que en un pueblo de Valencia, Liria, se venera una pluma de las alas del Arcángel San Miguel?

Mosén Rafael a veces tenía salidas que recordaban a Cuchy. Por cierto que Cuchy acababa de comprarse una Mobylette.