CAPÍTULO XXXIII

LAUREANO, EN MILICIAS, tuvo ocasión de dedicarse a su ejercicio predilecto: soñar. Excepto Pedro, que insistía en que la ventaja de estudiar Filosofía era que con ella se aprendía a matizar, los demás compañeros lo aupaban en su proyecto de probar suerte con la guitarra eléctrica y su espléndida voz. A poco que se lo propusiera, desencadenaba en el campamento un entusiasmo muy superior al de las arengas de los jefes y oficiales.

—Yo que tú, colgaba los libros y me subía al primer escenario.

—Pero ¿te das cuenta? ¡El mundo es tuyo! ¡Las chavalas se te comerán!

Fuera del campamento, sus grandes animadores eran Narciso Rubio y Cuchy. Ésta, que desde la aparición de Giselle había dejado de pensar en Sergio y elegido como pareja a Laureano, estimulaba al muchacho. Cuchy había conseguido varios éxitos con sus guiones radiofónicos, obteniendo un premio, y también llevaba viento en popa la Escuela de Periodismo, aunque para ello la pluma se le resistía un poco más. «Por lo visto hace falta más experiencia para la letra impresa que para la radio». No obstante, imaginaba a Laureano cantando canciones compuestas al alimón por él y por Narciso Rubio, con letra de ella. Laureano negaba con la cabeza. «Estás loca. ¡Componer! De momento, si acaso, cantar lo que haya por ahí y le vaya a mi estilo, si es que tengo algún estilo».

Podría decirse que los temores de Pedro y Susana se confirmaban. La carrera empezaba a pesarle a Laureano, fascinado por la nueva posibilidad. Andaba a la pata coja cuando hubiera podido emprender con firmeza la recta final. No decía nada a sus padres, pero éstos notaban que algo ocurría. Cogía los libros de texto como si fueran una carga y apenas si le preguntaba a su padre nada referente a la profesión. En cambio, no se perdía en la «tele» ninguna retransmisión de música moderna y a veces se entusiasmaba de forma delirante, arrastrando a Pablito, ya que no a Susana. Y se pasaba muchos ratos con el tocadiscos. Y con la guitarra. Rosario, la sirvienta, se preguntaba: «¿Por qué no tocará aires de mi tierra?».

Acordaron que, en todo caso, debían ser tres los componentes del conjunto. Les faltaba otro guitarrista que además tocase algún otro instrumento, por ejemplo, el clarinete. Narciso Rubio cuidó de ello. No paró hasta localizarlo. Un camarero de un restaurante de segunda categoría, que también tenía sus aspiraciones y que en el local escuchaba todo el día la radio a todo volumen. Se llamaba Salvador Batalla. El apellido parecía simbólico. Cuando Laureano lo conoció, no pudo evitar un movimiento de retroceso. Salvador tenía la cabeza pequeña y los brazos enormes y grotescos. Había en él algo de simio. Pero ensayaron en el Kremlin y su sonido era bueno. Además, tocaba la flauta y el clarinete. «¡Magnífico, magnífico!». Su voz era más bien de bajo, exactamente lo que les hacía falta.

—¿Qué nombre le pondríamos al conjunto?

Después de mucho pensarlo se decidieron por Los Pájaros. No era un gran hallazgo, pero quién sabe… Sonoro y fácil de recordar.

Laureano vivía una etapa de desconcierto absoluto. Apenas si veía a Marcos, a Jorge Trabal, a Carol, apenas si dialogaba con su madre, con Margot. A su padre, Julián, lo veía sólo de tarde en tarde, pues el hombre continuaba más atareado que nunca. No resistía Can Abadal, y no porque les temiese, como de pequeño, al viento y a la muerte, sino porque le temía a la calma. Rápido de reflejos, perseguía constantemente sensaciones.

Le estaba muy agradecido a Cuchy por el interés que se tomaba por sus cosas. La relación entre ambos no dejaba de ser original y hubiera podido decirse de ella que no estaba prevista en el Concilio… Habían empezado a besarse sin gran emoción, pero poco a poco fueron habituándose y cada vez sentían más necesidad el uno del otro. Cuchy estaba en su apogeo. Lo que ocurría era que Laureano no podía olvidar que él era el sustituto de Sergio. Sin embargo, la inhibición desapareció. Se citaban en el Kremlin y allí, un buen día, encontrándose solos, como quien se toma una horchata, se hicieron el amor, descubriendo que eran capaces de apasionarse hasta extremos insospechados. Fue una sorpresa recíproca, un acoplamiento perfecto, el inicio de unos encuentros que iban a ser periódicos y de una intensidad creciente.

—¿Por qué no cantas con nosotros, Cuchy? Formaríamos un cuarteto…

—Contigo prefiero el dúo, ya lo ves… Nunca creí que llegaras a gustarme tanto.

—A mí me vuelves loco.

—Yo lo estoy ya. Escucha mañana mi guión radiofónico. Es fieramente sentimental.

—Tus adverbios son una delicia. ¡Fieramente!

—Es lo que te mereces.

—Muchas gracias.

Todo ocurría en medio de una especie de inconsciencia difícil de explicar, muy lejos del sentido común que presidían los actos de Pedro y Susana. Laureano y Cuchy habían roto el cordón umbilical. En cuanto los escrúpulos meneaban el rabo, los rechazaban con expeditiva displicencia, lo cual no presuponía que ambos no se hallasen preparados, ¡y de qué forma!, para justificar su actitud. Precisamente Cuchy se daba sus buenos atracones de leer y Laureano, menos bloqueado por las asignaturas de la carrera, se dedicaba a meditar cuestiones personales y a fantasear como cuando, en el parvulario, dibujaba puentes larguísimos que terminaban donde terminaba el papel.

Por parte del muchacho, contribuía también a todo aquello el nuevo rumbo que, inevitablemente, había tomado la carrera de arquitecto. Ya no era cuestión de querer ser algo más que «el hijo de Julián Vega»; era que la profesión en sí se había modificado por la base. Claro que todavía el individuo podía marcar sus creaciones con su peculiar impronta; pero ya no podía abarcar la obra entera, casi ni siquiera firmarla. En trabajos de menor cuantía, sí, pero en los que ocupaban a su padre, a un Aurelio Subirachs… Los tiempos de don José María Boix habían fenecido e incluso hablar de labor de equipo tenía otro significado. En las vallas, la lista de nombres activos era cada vez más larga. Para levantar un rascacielos era preciso que interviniese un geólogo que estudiase previamente el terreno y sus resistencias; luego, hacían falta «especialistas» en estructuras, depósitos de carburantes, aire acondicionado, ascensores, etcétera. En la cadena de hoteles de la Agencia Cosmos todo ello quedó muy claro, empezando por las cocinas, donde Aurelio Subirachs había imaginado hacer filigranas por cuenta propia. ¡Sí, sí! En definitiva, la arquitectura requeriría cada día más una combinación de elementos que había puesto en un brete a Laureano, siempre con tendencia a ser él mismo, admirador de las hazañas personales de los exploradores, de las islas que brotaban por sí solas en el mar.

Cuchy le dijo a Laureano:

—Laureano, tengo el honor de informarte de que mi emisora ha convocado para Navidad un concurso radiofónico para conjuntos aficionados. Concurso de villancicos. ¡Me iré a dormir a un pesebre un año seguido si no os presentáis! No sois ángeles, pero sois pájaros. ¡Seguro que os lo lleváis de calle! Con flauta y todo… ¡a ver!

Medio en broma, medio en serio, Salvador Batalla, que era el más músico de los tres, dio con un villancico catalán antiguo, le hizo un pequeño arreglo, ensayaron de firme y ganaron el concurso. La flauta fue decisiva… Y la voz de Laureano.

Revuelo en casa de Narciso Rubio —éste más despótico que nunca con los suyos—, revuelo en el restaurante en que trabajaba Salvador, revuelo en General Mitre… No porque el asunto les diera gran popularidad, pero el trío —con el correspondiente nombre— salió en los periódicos ya que Cuchy cuidó de que así fuera.

Julián y Margot se encontraron con la papeleta de tener que felicitar a su hijo —un villancico…—, pero preguntándole al propio tiempo por sus intenciones.

—¿Me han suspendido en alguna asignatura?

—Verás…

—¿Me han suspendido o no?

—Hasta ahora no…

—¡Entonces, dejadme cantar al niño que nació en Belén…!

¿Cinismo? No se sabía. Quizá sí. O combinación de elementos, como en la moderna arquitectura.

Poco después se produjo lo inesperado. En General Mitre sonó el teléfono. Susana le dijo a Laureano: «Es para ti… Cuchy». Laureano se puso y Cuchy, con voz que delataba que algo grave ocurría, le dijo que tenía necesidad de verle inmediatamente.

—Pero ¿qué ocurre? ¡Estoy estudiando!

—Por favor, Laureano… Es muy urgente.

Se citaron en el bar Miami. Y un cuarto de hora después el muchacho escuchaba de labios de Cuchy la más insólita, de las confesiones: «Lo siento mucho, Laureano, pero es preciso que lo sepas. Estoy embarazada».

El suelo se hundió bajo los pies de Laureano. Éste, agarrándose a un clavo ardiente, miró a la chica con la esperanza de que se tratase de una broma pesada. ¡Cuchy era capaz de eso y de mucho más! Pero, por desgracia, el semblante de la muchacha no mentía. Estaba ojerosa y pálida. Y un gran miedo se le había acumulado en la mirada.

—Es horrible, Laureano… He esperado cuanto he podido confiando en que no sería verdad. Pero ahora ya no me cabe duda. No me obligues a darte más detalles.

Laureano se mordió los labios hasta casi hacerlos sangrar. Y en un segundo reconstruyó el comportamiento de Cuchy en las últimas semanas. Varias veces la chica le había dicho que se encontraba un poco mal. Y se la veía nerviosa y preocupada. Pero Laureano no le había concedido mayor importancia. Y ella misma lo tranquilizó. «Nada, no pasa nada. Mis padres me dan la lata, como siempre. Tonterías». Laureano comprendió toda la verdad.

—Pero… ¡Cuchy!

—Ya lo ves, Laureano. ¡Por favor, tienes que ayudarme!

La muchacha rompió a llorar. Y Laureano experimentó en un momento toda clase de sentimientos: despecho, ternura, piedad, odio… Odio contra Cuchy y contra sí mismo, por no haber tomado más precauciones.

—¿Qué podemos hacer? ¡Por favor, dime algo! Estoy desesperada…

Laureano hubiera querido hablar, pero no podía. Porque evidentemente era preciso hacer algo, tomar una decisión. Y debía tomarla él, él y nadie más. Cuchy, con su pequeño bolso inmóvil sobre la mesa, al lado de dos botellas de Coca Cola, era incapaz de la menor iniciativa.

—Cuchy, esto es una catástrofe… —Laureano añadió—: ¡Somos un par de imbéciles!

Eso ya lo sabía la muchacha. Pero lo que importaba era buscar una salida. Laureano hizo un esfuerzo enorme para coordinar sus ideas y al final llegó a la conclusión de que las opciones eran muy escasas. En realidad, no había más que dos. Una, comunicar la noticia a las respectivas familias… y casarse. Otra… abortar.

¡Casarse…! ¡Qué extraña palabra! ¡La vida entera se encerraba en ella! Abortar… Verbo horrible… En él se encerraba un peligro enorme. Y un tremendo delito, para el que Laureano al pronto no se sentía preparado.

El muchacho sacó fuerzas de flaqueza y expresó en voz alta su pensamiento.

—Supongo que no existen más que esas dos soluciones, que no hay una tercera…

Cuchy asintió con la cabeza. ¡Había meditado tanto!

—No. no la hay…

Marcaron una pausa. Otras parejas estaban alrededor, cogidas de la mano o besándose.

—¿Entonces…?

Cuchy tomó también de la mano a Laureano. Y le miró a los ojos con intensidad. ¡Qué lejos estaba de ser la muchacha frívola que hablaba de dormir un año seguido en un pesebre! Y el caso es que tenía aspecto de niña. O a Laureano se lo pareció.

Laureano se disponía a hablar; pero Cuchy, con voz inesperadamente firme, se le anticipó:

—Yo prefiero abortar.

El chico vivió de nuevo encontrados sentimientos. Por un lado, desprecio por la muchacha; por otro lado, tuvo una sensación de alivio…

Abortar. Sí, el verbo era horrible. Pero, en definitiva, corriente… Cada día más corriente, según versión popular. Por supuesto, era un delito. Pero ¿no era también un delito unir dos vidas para siempre por el mero hecho de no haber sido precavidos? ¿Y el escándalo que supondría elegir la otra solución? Laureano pensó en su madre… ¡Qué espanto!

El chico tardó en contestar unos minutos que a Cuchy le parecieron siglos. Pero por fin cabeceó repetidamente:

—Yo también lo prefiero…

Cuchy tuvo ganas de echársele al cuello, sin saber exactamente por qué. En aquel momento sintió que quería de veras a Laureano y que no le hubiera importado casarse con él si todo aquello se hubiese producido en circunstancias normales. No sabía si lo que la embargaba era gratitud, porque lo cierto era que al notar los primeros síntomas había maldecido a Laureano. Cuando tuvo los primeros mareos, y luego los primeros vómitos… Pero en aquel instante se sentía unida a él por algo misterioso. Algo que se rompería, pero que todavía no estaba roto. Sí, Laureano había dicho: «Yo también lo prefiero», pero el tono de su voz fue grave, hondo. No delató frialdad. La frase fue un llanto.

Cuchy, por fin, se incorporó levemente y le dio un beso en la mejilla. Y Laureano se lo devolvió. Y se miraron el uno al otro como si fueran los dos únicos seres existentes en el mundo. Unidos por un secreto profundo, por un secreto que nadie más podía compartir.

Y el secreto estaba allí, en el interior de Cuchy, en las entrañas de la muchacha, cerca del bolso pequeño, inmóvil, y de las botellas de Coca Cola erguidas en la mesa. Era un secreto sangrante, atroz y dulce. Era un ser, un ser posible, que había brotado al margen de su voluntad, pero real. Por espacio de unos segundos les pareció que lo amaban. Que ya tenía forma concreta y que era la viva estampa de los dos.

—Cuchy… Lo siento. Lo siento de veras.

La muchacha reclinó la cabeza en el hombro de Laureano.

—Me ayudarás, ¿verdad?

—Claro que sí…

Procediendo por eliminación, Laureano concluyó que la persona más indicada para solucionarles el problema era Sergio. Por suerte, se encontraba en Barcelona, de regreso de París. Primero había pensado en Charito… pero no se atrevió. Y ni hablar de plantearles siquiera el asunto al doctor Beltrán o al doctor Trabal. Sin duda habría en una ciudad como Barcelona médicos que practicasen el aborto, pero ¿dónde estaban?

Sergio se mostró comprensivo y eficaz. Lo primero que hizo fue serenar el ánimo del muchacho, que al quedarse solo se sintió desamparado. Como era de suponer, le soltó un sermoncito de los suyos. «En la vida hay dos clases de viciosos. Los listos y los insensatos. Vosotros sois de estos últimos». Luego, por un momento, sonrió irónicamente, pensando en Cuchy, en los tiempos en que la conoció y la chica no lo dejaba ni a sol ni a sombra. Pero a partir de ahí puso manos a la obra.

—Nada de médicos —le dijo a Laureano—, porque al enterarse de quiénes sois te pedirían una fortuna. Hay mujeres que se dedican a eso; pero es cuestión de andarse con cuidado. Muchas de ellas lo hacen a bulto, utilizando una aguja de hacer calceta. Dame veinticuatro horas y encontraré una experta que se conozca de verdad el oficio. ¿De cuántos meses dijiste que está Cuchy?

—De dos meses.

—Bien. Mañana te quedas en casa y te llamaré sin falta. Y yo mismo os acompañaré.

Así fue. Al día siguiente Sergio llamó a Laureano. Se citaron en el bar Miami. Se había informado debidamente, habiendo encontrado una excomadrona que ofrecía el máximo de garantías que en estos casos podían darse.

—Digo, esto, porque un aborto es siempre un aborto, ¿comprendes? Siempre existe el riesgo de una complicación… Pero, en fin, no se dedica a otra cosa y por lo visto trabajo no le falta. Dispone del instrumental necesario y hasta se toma la molestia de desinfectarlo antes.

Laureano no podía con su alma. «Instrumental, se toma la molestia de desinfectarlo, ¡riesgo de complicación!».

—¿De modo… que no hay una seguridad total de que todo salga bien?

—Pero ¡chico! ¿Es que llegas de las Hurdes? ¿Quién puede hablar de seguridad total? Pero te digo que la comadre es de confianza. Puedes darte por satisfecho.

Laureano vaciló.

—¿Por qué has dicho comadre?

—Porque a las que se dedican a eso se las llama así. ¿O crees que se merecen un nombre más bonito?

Laureano apuró de un sorbo la tercera copa de coñac.

—Bien, de acuerdo. ¿Y cuándo podremos ir?

—Hoy mismo. Nos espera a las cinco. Tomáis un taxi y pasáis por casa a recogerme.

El asunto marchaba a toda velocidad… El precio estipulado eran dos mil pesetas. Laureano no disponía de ellas, Sergio tampoco. Fue a pedírselas a Andrés, inventando una excusa, y Andrés se las prestó.

Laureano, con el dinero en la cartera, llamó a Cuchy. Y a las cinco menos cuarto la pareja, en compañía de Sergio, se dirigía en taxi Ramblas abajo, en dirección a la calle del Conde de Asalto. Cuchy, pese a estar muerta de miedo, tenía buen aspecto, aunque se había pintado los ojos menos que de costumbre. Apenas si se habían cruzado unas palabras. La chica se había limitado a mirar a Sergio con sincero afecto y a decirle: «Muchas gracias. No olvidaremos esto nunca».

Sergio mandó parar el taxi delante de una pastelería y se apearon. Echaron a andar. Y de pronto, al llegar a una casa de fachada cochambrosa y puerta estrecha, aquél dijo:

—Aquí es.

Subieron lentamente. La escalera estaba oscura y olía mal. A no ser por el recio pisar de Sergio, Laureano hubiera titubeado en seguir adelante.

Les abrió una muchacha joven, que llevaba en las orejas dos aros enormes. Sergio le hizo una seña y la muchacha dijo:

—Un momento.

No había sillas en el vestíbulo. Tuvieron que esperar de pie.

Minutos después reapareció la chica y dirigiéndose a Cuchy le ordenó que pasara.

—Tú sola. Vosotros esperáis aquí.

Laureano iba a decir algo, pero Sergio lo inmovilizó con la mirada. Cuchy, antes de penetrar en la habitación, se volvió hacia los dos muchachos e intentó sonreír, pero no lo consiguió. Sergio, segundos después, le dijo a Laureano:

—Hazte cargo. Esto no es apto para menores.

Laureano encendió un pitillo y hubiera dado otras dos mil pesetas por sentarse en una silla.

El cuarto de «operaciones» era pequeño y destartalado. Pero en el centro había una mesilla de quirófano. A Cuchy le sorprendió que la comadre no estuviera presente. Pero se limitó a obedecer las órdenes de la muchacha de los grandes aros en las orejas, la cual la ayudó a desnudarse y le indicó la postura en que debía colocarse en la mesa. Con la cabeza inclinada para atrás y las piernas abiertas de par en par.

En cuanto Cuchy estuvo dispuesta en esa postura, la «ayudante» le tapó los ojos con un pañuelo. Cuchy estaba tan asustada, que apenas si se atrevía a respirar. Aunque comprendió que de lo que se trataba era de que no viera tan sólo a la comadre, la cual querría guardar su clandestinidad.

Por fin oyó unos pasos y, poco después, una voz segura, autoritaria, pedregosa.

—Conque… dieciocho añitos, ¿eh?

El corazón de Cuchy se lanzó al galope. Incapaz de pronunciar una sílaba, la chica movió las piernas. Y la voz sonó de nuevo.

—¡No, eso no! Quieta… Aquí la que ha de moverse soy yo.

No habría anestesia, a fin de que Cuchy pudiera marcharse luego en seguida, por su propio pie. Sólo una inyección de ergotamina y unas gotas de cornezuelo de centeno.

—Tranquila, muñeca. Comienza la sesión. ¿A ver, separa un poco más? ¿Un poco más…? Eso es. ¡Bueno! Hoy es miércoles y los miércoles suelo tener suerte…

Cuchy notó el contacto de algo metálico, que intentaba abrirse paso poco a poco, provocar la necesaria dilatación. De pronto, una punzada tremenda. Cuchy lanzó un gemido.

—¡Chiiiiiiist! Qué cuando lo hiciste no te quejabas…

Súbitamente, una sensación dulce. Hemorragia. «¡Maldita sea! Eso no…». Cuchy supuso que algo ocurría, pero, tapados los ojos, no podía ver a la comadre. Ésta, a la vista de la sangre, se asustó. Pero actuó con gran rapidez de reflejos. La «ayudante» le dio una jeringa y la comadre le puso a Cuchy una inyección de oxitocina.

Esperó unos segundos.

—¿A ver? Separa un poco más… Bien… Quieta otra vez.

Otra punzada, esta vez más honda.

—Ahí está… ¡El muy guarro! —La comadre acababa de localizar el embrión diminuto y real que por unos segundos Cuchy y Laureano, en el bar Miami, habían amado—. Ya es mío… ¡Ah, ja!

Cuchy lanzó otro gemido y la voz pedregosa cortó una vez más.

—¡Silencio! Después del gusto viene el disgusto…

El embrión se desprendió y fue extraído. Y Cuchy oyó:

—¡Hala! Al retrete…

¿Al retrete…? Cuchy contuvo un sollozo. La «ayudante» salió de la habitación. Y regresó unos momentos después. Pero Cuchy casi se había desmayado y no se dio cuenta del tiempo transcurrido ni de lo que la comadre hacía para rematar la intervención.

—¡Listos! Hasta la próxima, muñeca…

Cuchy se había recuperado y oyó con claridad los pasos de la comadre, que abandonó a buen paso la habitación. Inmediatamente después, la chica de los aros le quitó a Cuchy el pañuelo que le tapaba los ojos. ¡Extraña sensación! ¿Estaban a oscuras o había luz? La chica la ayudó a bajarse de la mesilla y a ponerse en pie.

—¿A ver? ¿Sólita…? Bien… Ya está.

Cuchy estaba pálida. Ahora sí que su aspecto era «espectral». Pero, en realidad, sufría poco. En realidad todo había sido sencillo, más sencillo que cuando le extrajeron la muela del juicio.

Empezó a vestirse. Y la «ayudante» le dio las debidas instrucciones. Tal vez pasara unos días con un poco de fiebre y notara dolores en el bajo viente y en los riñones. Pero podía hacer vida normal.

—Te tomas esos antibióticos —le dio un papel doblado.

Cuchy tomó su bolso, sacó el espejo, se peinó un poco y guardó la receta. Y pagó a la chica la cifra estipulada.

—¿Vamos?

Cuchy asintió. La «ayudante» abrió la puerta y salieron al vestíbulo.

Laureano y Sergio miraron a Cuchy con ojos implorantes. Cuchy, curiosamente serena, los tranquilizó.

—Sin novedad.

Laureano, a gusto, se le hubiera echado al cuello. Pero no era el momento adecuado para efusiones semejantes.

—Con Dios… —les dijo la «ayudante». Y los dos muchachos y la chica salieron a la escalera, más oscura que antes.

—¿Te ayudamos a bajar?

—No creo que haga falta… —Cuchy probó, y bajó por sí sola un peldaño y luego otro—. No, no hace falta.

Poco después se encontraban en la calle, que hervía de gente. De gente que traía y llevaba paquetes, que se detenía ante los escaparates, ajena a lo que acababa de suceder. ¡Qué próximos y qué lejos vivían unos de otros los seres humanos!

—Esperad un momento, que voy por un taxi.

Laureano salió disparado hacia las Ramblas. Cuchy notó otra sensación de mareo y Sergio la sostuvo asiéndola del brazo.

—Ánimo. Esto se acabó.

—Sí, no ha sido nada.

Sergio miraba a la chica con expresión un tanto irónica. Ella le preguntó:

—¿Te divierte eso?

—Ahora sí…

Cuchy le sostuvo la mirada.

—De todos modos, muchas gracias.

—¡Bah! —Sergio se encogió de hombros. Me informé bien antes de traeros aquí. Y ahora lo que te conviene es dormir veinticuatro horas…

Cuchy iba a decir algo, pero en aquel momento se detuvo delante de ellos un taxi, con Laureano dentro. Éste les hizo una seña, mientras abría la puerta.

—Subid.

Sergio dijo.

—Si no os importa, yo me quedo. Misión cumplida, ¿no?

Laureano insistió.

—¡De ningún modo! Dejamos a Cuchy en su casa y tú y yo nos vamos a un café a charlar un rato. Me horroriza quedarme solo.

Sergio, que tenía el rostro más afilado que nunca, se negó.

—Nada de eso. Cuchy, ya se lo dije, a dormir… Y tú te vas también a tu casa y no tienes por qué quedarte solo: coges la guitarra, o te entretienes repasando la lección que acabas de aprender.

—¿Qué lección?

—Que es más difícil vivir que matar.

Resultó chocante que, pasado el trance, quedase mucho más desalentado Laureano que Cuchy. A los pocos días, el temperamento nervioso y espasmódico de la muchacha la ayudó a reaccionar, como si lo sucedido fuese algo natural. Laureano, en cambio, no daba pie con bola. A ello contribuyeron sin duda las últimas palabras de Sergio, que fueron metálicas, como agujas de hacer calceta…, o más científicas, como bisturíes.

Cuchy le dijo:

—¿A qué embrollarte el cerebro? Aquello no era vida consciente todavía… ¿Crees que más adelante yo me hubiera atrevido? ¿Y la cantidad de abortos que se producen sin que nadie los desee? La naturaleza tendría que morirse, pues, de remordimientos… ¡A lo hecho, pecho! Te juro que no voy a desesperarme por eso. Los guiones, la Escuela, y seguir queriéndote como antes… Porque resulta que yo te quiero, ¿sabes? Pensé que me enamoraría de un miserable y nada de eso: me he entrampado con un chico sentimental como cualquier modistilla. ¡Para lo que le sirven a una los colegios de pago!

Y Cuchy se reía.

—No te entiendo, Cuchy, no te entiendo… Me esfuerzo y no acabo de comprenderte. ¡Si soy un miserable! ¡Si estoy viendo que lo somos todos! La que menos, la comadre… Esto no me vuelve a ocurrir a mí en la vida… ¿Por qué seremos así? ¿No nos haría falta un poco de oxígeno? ¿Y cómo puedes bromear sobre lo que ha ocurrido? ¿Cómo puedes tranquilizarte diciendo: «¡a lo hecho, pecho!»?

—Saltas de un tema a otro, querido. ¡Eso ño es ser un miserable! El mundo pasional es tan real como el de la ira o como esa sed que tengo desde el día que Sergio nos acompañó. ¡Menudo descubrimiento! Si no estuviera prohibido pronunciar nombres propios… Pero te apartas de la cuestión. Yo lo que deseo saber es si me quieres igual que antes o no. ¿Eh, qué me contestas a eso, chato? Porque, como me digas que no, entonces sí que me da fiebre y me tomo una dosis triple de antibióticos.

Laureano no sabía qué decir. Se sentía unido a Cuchy. Experimentaba hacia ella un sentimiento mixto de adhesión afectiva —quizá algo más aún—, pero con un fondo de desasosiego e incluso repugnancia.

—Claro que te quiero igual que antes. Pero ahora, sensatez, ¿no te parece?

—Sensatez significa gozar de la vida. O sea, continuar viéndonos, aunque tomando más precauciones…

—¡Cuchy, no seas loca! ¡Primero hay que digerir todo esto!

—Pero ¡si será lento el hombrecito! Yo lo he digerido ya… ¿Sabes que si continúas hablando así me pongo a chillar?

—Hala, no digas tonterías…

Y la pecosa Cuchy lo cogió del brazo y lo besuqueó en las mejillas.