CAPÍTULO XXXII

MURIÓ JUAN XXIII. Conmoción inapelable, mucho más trascendente que la de Rogelio. ¡Se contaban tantas cosas del Papa! Tantas como de los Beatles… Una de ellas podía ilustrar el tono de los comentarios. Por lo visto, alguien quiso disuadirlo de la idea del Concilio diciéndole:

—Pero ¿cómo se atreve Su Santidad a convocar un Concilio a los ochenta años?

A lo que Juan XXIII replicó:

—Tenéis razón, sí… Pero… Y si espero a los noventa ¿quién me dice que para entonces estaré bien?

El papa «horizontal, democrático», que hablaba con los limpiabotas y que era enemigo del boato y del protocolo, había conseguido tal popularidad y era tan luminosa el aura de bondad que lo rodeaba, que en cuanto se supo que había entrado en agonía podría decirse que la vida se paralizó, y no sólo en España. Segundo a segundo, a través de la «tele» y de todos los medios de comunicación, el curso de dicha agonía fue seguido prácticamente por el mundo entero, por grandes y chicos, sin distinción de credos. Algunas gentes consideraban que de hecho eso era ya un milagro. Países como el Japón, tan alejados del Vaticano como Ricardo Marín de la humildad, vivían pendientes de la vida-muerte de aquel anciano. Las comunidades judías, árabes, hindúes, etcétera imploraban al cielo por Juan XXIII. No había precedentes de nada semejante. Charito lloriqueaba: «¡es un santo, un santo!». Quizá Sergio, o los sobrinos de Juan Ferrer, que querían marcharse a Alemania a trabajar, hablaran de «psicosis colectiva»; pero en este caso ¿quién la buscó? Juan XXIII no movió un dedo para que fuera así. Él se limitó a ser lo que era: un hombre que retrocedió de golpe a las fuentes de los textos evangélicos, que al resultar elegido fue considerado como simple «papa de transición» —al ir al Cónclave llevaba ya el billete de vuelta para Venecia— y que paradójicamente, con el Concilio y su personal ejemplo había provocado la revolución más trepidante que la Iglesia había conocido durante decenios. Un hombre gordo, afable, feo, de buena voluntad.

Juan XXIII, por fin, murió. Y corrió como una inmensa lágrima por toda la humanidad. Y después de su muerte siguió hablándose el mismo lenguaje referido a su persona. Nadie lo calificaba de «divino inspirado», ni de «clarísima mente», y mucho menos de «omnipotente faraón»; simplemente, lo que Charito dijo: un santo, y un santo alegre. Beatriz no salía de la iglesia; mosén Castelló hubiera deseado celebrar varias misas a la vez; en el propio Kremlin se notó… como una amputación y la «batería» de Narciso Rubio guardó silencio unos días. Mosén Rafael, que a veces se sentía culpable de tibieza, de falta de piedad, reaccionó. ¡Qué lástima que aquel hombre de Dios hubiese muerto sin culminar su tarea! Era portador de austeridad y de esperanza. Sobre todo, de esperanza para los jóvenes. Varias veces había dicho que el Concilio era para todos, pero que había que pensar especialmente en las generaciones futuras, en los jóvenes. Mosén Rafael sabía que se hubiera entendido mucho mejor con el «campesino» Juan XXIII que con el «campesino» mosén Castelló.

El padre Saumells, que sorprendentemente había conseguido permiso del padre Tovar para pasarse una temporada en Roma, asistiendo de cerca al Concilio, regresó entusiasmado. No sólo de la figura de Juan XXIII, al que la pagana Roma atribuía ya una serie de curaciones milagrosas, sino de la marcha dei Concilio. ¡Era el espaldarazo a muchas de las cosas que él había intentado en vano predicar en el Colegio de Jesús y en la iglesia de San Adrian! Era un concilio revolucionario, a mucha distancia del Vaticano I. Naturalmente, entre sus 2500 obispos los había retrógrados —por ejemplo los españoles, hasta el punto que en Roma se decía últimamente que cuando éstos tomaban la palabra algunos padres conciliares se quitaban el auricular—, pero había teólogos como el padre Congar, como los cardenales Frings y Suenens, etcétera, que hablaban con una claridad que escandalizaba a muchos, pero que era como un tedéum anticipado. ¡Y lo que se decía en los pasillos! Iban a ponerse sobre el tapete el celibato de los sacerdotes, el acceso de las mujeres al ministerio sagrado, el estudio a fondo de la doctrina marxista, el diálogo, en mesa redonda, con los protestantes, la palabra «deicida» aplicada al pueblo judío, etcétera. Por lo demás, era el primer Concilio «libre», sin injerencias de autoridades civiles que lo condicionasen, sin hipoteca. Esto era muy importante.

Como lo era la labor de la prensa. ¡Ay, la prensa! Al padre Saumells le dolía en el alma que los periódicos españoles sólo registraran, por lo general, lo epidérmico, las reformas litúrgicas previstas para la Santa Misa, la reforma del breviario, etcétera, callándose taimadamente —no había otra palabra— la temática principal, que era la vuelta o regreso al seno de la Iglesia primitiva. Sí, era una lástima —y quizá un pecado— que España sólo recibiera del Concilio ecos lejanos y deformados, que no supiese que los obispos negros se paseaban y hablaban con majestad cautivante e ignorase, por ejemplo, el diálogo que un periodista sostuvo con un prelado de Indonesia, quien había explicado que en sus pueblos se veían obligados a admitir parte de la liturgia aborigen, que era rica y bella y presidida muchas veces por las danzas, las canciones, las representaciones teatrales, los juegos.

Un periodista le preguntó a uno de ellos:

—¿Y Su Excelencia preside esas fiestas?

—Naturalmente, y muchas de ellas con báculo y mitra.

—¿Incluso cuando se trata de danzas?

—¿Por qué no? La danza expresa los sentimientos del corazón humano. Pero no deben pensar ustedes en las danzas occidentales. Para el oriental la danza es una cosa muy seria, profundamente religiosa. ¿Por qué no habíamos de usarla también los católicos?

—He aquí —decía el padre Saumells— un ejemplo de lo que hay que renovar. Pensar que a menudo hemos confundido catolicismo con occidentalismo. Otro hecho presentido por los jóvenes…, cuyos ritmos se inspiran en los de la tierra toda, en una especie de ecumenismo musical. Se trata de no aniquilar nada que provenga de dentro, sino de desmaquillarlo de inmoralidad y de conferirle dimensión cristiana. Por eso a mí no me disgustaría celebrar misa con fondo de música actual, adaptada a la suprema sencillez de la ceremonia… Y estoy seguro de que eso llegará, como hace muchísimo tiempo que ha llegado a Indonesia…