POCO DESPUÉS se produjo la explosión de los Beatles, cuya onda expansiva no tardaría mucho en llegar a todos los rincones, sin exceptuar a Barcelona, sin exceptuar General Mitre.
Cuatro muchachos de Liverpool —John, Paul, George y Ringo—, bien lanzados por el manager Brian Epstein, al término de un duro forcejeo, pues no conseguían encontrar casa grabadora, irrumpieron en el mundo del disco y de la canción como un fenómeno ciclónico sin precedentes. Aparte de su sonoridad, que efectivamente parecía aportar algo nuevo, en dicha explosión influyeron la indiscutible personalidad de los componentes del conjunto, su picante sentido del humor, ¡una vez más la indumentaria que adoptaron! y detalles de apariencia anecdótica, pero que se revelaron decisivos, entre los que cabe citar el peinado, la melena larga y bien recortada que al natural o en forma de peluca se impuso primero en Inglaterra y luego en los cinco continentes. De nuevo el desafío a las formas establecidas. El histerismo colectivo en torno a los Beatles, a cuya mitificación contribuyó en gran medida su aceptación por parte de los adultos, llegó a extremos realmente exorbitantes. No sólo provocaban la alteración del orden público dondequiera que actuasen, sino que la «Metal Box» de Londres fabricó 50 000 mecheros con la imagen grabada de los cuatro cantantes; la «Wallpaper Manufacturers» vendió 100 000 rollos para empapelar paredes, con el tema Beatles; la «Selcol Products» suministró 130 000 guitarras de juguete semanales y otras tantas baterías, gracias a que dichos instrumentos llevaban impresas las firmas de los Beatles; un panadero de Liverpool vendió en dos días 100 000 panecillos bautizados con sus nombres; la «Mobil Oil» pagó una fuerte suma por el derecho de regalar fotografías de los Beatles en sus gasolineras de Australia… Resumiendo, la expansión llegó a ser tal que se inventó el vocablo Beatlemanía. Les bastaba con anunciar un nuevo disco para vender en Londres, por anticipado, quinientos mil ejemplares; en el colegio en que estudió Ringo llegaron a pagarse seis peniques por sentarse un momento en el sitio que el «batería» del conjunto ocupó, y ellos mismos llegarían a declarar «que eran más populares que Jesucristo».
Por otra parte, en torno a los «muchachos de Liverpool» se expandió todavía más la moda o el estilo ye-yé. Eran ye-yés los chicos y las chicas, los jerseys, las viseras, las camisas, las corbatas, los zapatos, los abalorios, los nuevos maquillajes… La influencia ye-yé se extendió a muchos órdenes de la vida, incluidas las publicaciones semanales —el conde de Vilalta estaba al tanto de la cuestión— y la manera de andar. La ética ye-yé era la ética de la «desvinculación de las trabas de costumbre». Los ye-yés ricos lo eran por capricho y lo que en verdad les importaba era ser vistos; los de clase media se desahogaban con ese mimetismo, ya que no podían comprarse un coche; los de extracción «humilde» veían en la nueva modalidad la única forma de salir del anonimato y llamar la atención. Ninguno de ellos quería reformar la sociedad, como Sergio; se conformaban con poder vivir a su manera, sin pisar los rieles impuestos por los mayores.
Laureano, que había dejado por completo el hockey sobre patines, al oír los primeros discos de los Beatles y sobre todo al verlos actuar por la «tele», sintió que algo muy hondo se removía dentro de él, infinitamente más fuerte que la emoción que experimentó escuchando al padre Duval. De éste lo separaba la intencionalidad: Laureano estaba muy lejos de ser un asceta o un místico, o de aspirar a «juglar de Dios». En cambio, ¡encandilar a millares de fans! Llevaba mucho tiempo con este deseo latente y habló de ello con Narciso Rubio, el «batería». Pero precisamente el éxito de los Beatles los asustó. Laureano quedó desconcertado. Así, al pronto, no veía ninguna incompatibilidad entre su hipotética aspiración y la carrera de arquitecto. Precisamente al aprobar —con mucho esfuerzo— un nuevo curso solicitó que le compraran una guitarra eléctrica, que acarició como se acaricia el símbolo de una victoria o la cabeza conquistada del enemigo. Era un instrumento brillante como los pensamientos que lo invadían. Pero no podía evitar sentirse un poco ridículo. Una de las pruebas que realizó de cantar con micrófono acompañándose de la nueva guitarra, tuvo lugar en la sacristía de la parroquia de mosén Castelló. Aprovechando una breve ausencia de éste habló con mosén Rafael, y el vicario accedió encantado, facilitándole uno de los dos micrófonos de que disponían en la iglesia. Testigos de excepción el propio vicario, Narciso Rubio, Cuchy y Carol. La sacristía se llenó de sonidos que querían ser inéditos, como los que habían brotado en Liverpool y que se llamaban del «río Mersey», que pasaba por la ciudad. El resultado fue más bien alentador. Laureano se convenció de lo que había sospechado siempre: con la ayuda del micrófono la voz podía proyectarse al otro confín sin necesidad de desgañitarse, como le ocurría en la tuna. Cantó, además de folklore patrio, unos compases de She loves you, de los Beatles. Mosén Rafael aplaudió. Cuchy se entusiasmó y acercándosele lo llenó de besos. Carol se mostró un poco reticente —«te falta ritmo»— y Narciso Rubio le dijo con franqueza: «Tendrías o tendríamos que trabajar mucho…».
¡Eso ya lo sabía Laureano! Pero el remusguillo interior permanecía intacto. De otro lado, todo contribuía a mantener su validez. Por doquier proliferaban cantantes, solos o acompañados, cuyas facultades no eran superiores a las suyas. Y conseguían su auditorio. En la «tele» sus extravagantes siluetas —copias de Liverpool— hacían que Beatriz y millares y millares de personas como ella se santiguasen… pero se mantuviesen firmes ante la pequeña pantalla. Por si fuera poco, la tía de Laureano, Mari-Tere, se encontraba ya en Madrid, en los estudios de televisión, independizada y actuando como actriz. Había dejado los anuncios y de momento sólo figuraba en papeles segundones, pero en compensación corría el rumor de que la cortejaba un conocido productor de cine.
Pedro, enterado de los escarceos de Laureano, se creyó en la obligación de advertirle que se anduviese con cuidado. Él no veía tan claro que pudiera simultanear aquello con la carrera. ¡Atención a los espejismos! Corría el riesgo de autosugestionarse y que los estudios empezaran a pesarle primero como un impedimento, más tarde como una losa.
—¡No digas idioteces! Es una especie de broma…
—Te conozco y no lo veo así. La posibilidad del triunfo halaga tu vanidad y a poco que te descuides ese chisme eléctrico te hipnotizará.
Susana era del mismo parecer que Pedro. Temía que la broma se convirtiese en algo más serio y lamentó mucho que Claudio Roig, el aparejador, hablando de la cuestión, le dijera a Laureano, sin duda con la mejor intención: «A ti lo que te ocurre es que quieres tener tu propio nombre, y no ser simplemente el hijo de Julián Vega. Es decir, lo mismo que le ocurre a Marcos Subirachs».
Fue éste un argumento al que en principio Laureano apenas si prestó atención, pero que poco a poco había de abrir brecha en él. Sin embargo, en medio de los sueños se imponía la realidad. ¿Cómo empezar? Narciso Rubio lo azuzaba. «Podríamos empezar tú y yo, ensayando durante unos meses —quizá, en el Kremlin— y luego procurando tocar en alguna sala de fiestas. ¡Claro que convencer a tu familia…! Yo en ese aspecto no tengo problema».
Laureano, que aquel año tenía que irse a Milicias, pensó que tendría tiempo para decidir la cuestión. No quería dar un paso en falso y la imagen de sus padres lo obsesionaba. Margot, al oír la guitarra eléctrica había dicho simplemente: «Prefiero la otra». No obstante, el muchacho estaba cada vez más convencido de que el móvil era auténtico, de que él sentía verdaderamente aquella música, como la sentía Carol al ponerse a bailar. Mosén Rafael tomó una actitud acorde a su temperamento: «Podría ser, podría ser… Esa nueva música es un grito, cara al futuro, que significa muchas cosas. ¿Has oído a Joan Baez cantando folk? ¡Vaya letras! La llaman “La Madona de los desheredados”. Ahora bien, tienes que estar muy seguro de ti. Vete a Milicias. Allí te dará tiempo a probarte a ti mismo y a probar tus facultades».
También Sergio opinó sobre el particular, con ocasión de coincidir en el Kremlin con Narciso Rubio y con él. Era un domingo por la tarde. A lo primero Laureano encontró solo al «batería» ensayando, ensayando con los palillos y el bombo. Pocos minutos después llegó Sergio, que ya había terminado Derecho y se proponía instalarse en París, o por lo menos pasar allí largas temporadas, en compañía de Giselle.
Narciso Rubio cesó de meter ruido y Laureano y Sergio hablaron de muchas cosas. A Sergio le dio por empezar abordando una vez más el tema de la libertad. Según él, había muchas clases de libertad, y no únicamente «el hacer lo que a uno le diera la gana», que era lo que pretendían la mayoría de muchachos todavía sin destetar. Existía la libertad física —un prisionero no era libre—, la libertad civil —los esclavos no eran libres—, la libertad política —los países colonizados no eran libres—, etcétera. Pero la libertad más importante, y de la que menos se hablaba, era la de poder decidir, y decidir a través del discernimiento: en otras palabras, la libertad «psicológica», que no podía ser fruto ni de la imposición, ni del azar, ni del apasionamiento, ni del metabolismo, sino del gobierno de la razón. En la sociedad capitalista tal libertad era imposible, por cuanto el bombardeo de solicitaciones obligaba al individuo a trabajar cada día más para ganar más y gastar más y consumir productos ideados por otros.
Laureano estuvo a punto de replicarle que en la sociedad marxista se sufría de un bombardeo todavía peor: las consignas, o la obligación de obedecer bajo amenaza de traslado a Siberia o de un tiro en la nuca, pero he aquí que Narciso Rubio, que rabiaba por hablar con alguien del embrionario proyecto de su amigo de convertirse en «cantante», le contó a Sergio el trauma que les había producido el éxito de los Beatles y todo lo que habían rumiado a raíz de ello; lo único que se calló fue que la prueba más conspicua la hubiera realizado en una sacristía.
Sergio, que siempre se sentaba en un taburete junto a la rueda de carro, cerca de la pecera con monedas dentro, pareció sentirse a sus anchas.
—Sí, eso de los Beatles es algo serio. En el fondo, protestan; entretanto, ganan millones y millones de libras esterlinas. Tal vez pudiera aplicarse a ellos el título de esa película «Hijos de Marx y de la Coca-Cola». No sé en qué parará todo eso, pero en estos momentos hay decenas de millares de muchachos como vosotros que aspiran a imitarlos. No sé qué deciros. Os bloquean las concupiscencias. Creo que lo que os convendría sería continuar con la arquitectura y abandonar todo lo demás. Un edificio siempre parece más sólido que una guitarra, sobre todo si ésta es eléctrica. Claro, me preguntaréis por qué yo quiero irme a París a hacer cine —aquí, con la censura, es imposible—, en vez de entrar en la Agencia Hércules o de hacerme pasante de un sólido abogado; nuestros casos son distintos. Yo tengo, ya lo sabéis, un ideal, y un ideal proyectado hacia los demás; a vosotros os tienta, por un lado, satisfacer una necesidad instintiva, la nueva música; por otro lado, un triunfo personal lo más espectacular posible.
Laureano lo interrumpió.
—No olvides que todo esto son lucubraciones… Lo mismo podíamos haberte hablado de que queríamos actuar en una de tus películas…
—¡No, no, por favor! Que sé leer en el fondo de vuestros ojos… En fin, lo único que querría añadir es que si de verdad decidierais un día cambiar de rumbo, no tendríais otra alternativa que imitar a los Beatles en todo, con todas las consecuencias…
Sergio dijo esto último en un tono inhabitual, de suerte que Laureano se sintió intrigado.
—¿A qué te refieres?
—A una cosa muy concreta. ¿Cómo lanzaros, solos, aislados, a ese inasible mundo de la fama? Tendríais que aceptar forzosamente, como los Beatles hicieron, la ayuda de un manager.
—¿Un manager? —preguntaron al unísono.
—Desde luego. Ya conocéis la historia, ¿no? Los Beatles son esclavos de su manager, que les dicta hasta los chistes que tienen que contar y que ha dispuesto que cuando el conjunto actúa se reserven en primera fila unas cuantas docenas de sillas para paralíticos, para ciegos, etcétera. Eso impresiona mucho.
Narciso Rubio soltó una carcajada.
—¿Un manager? Todo esto es una locura. ¿Y dónde encontrarlo?
Sergio se encogió de hombros.
—¡Yo qué sé! Tal vez la Agencia Hércules… Tal vez mí padre —y soltó una carcajada a su vez, lo que no ocurría muy a menudo.
Laureano se rascó una ceja. Todo aquello le parecía jocoso.
—Tendría gracia el asunto —bromeó—. Tu padre, manager del cantante Laureano Vega. ¡Supongo que encontraría un nombre artístico adecuado para mí, como encontró la figura del monigote gordinflón para la Constructora!
Repentinamente, Sergio se puso serio. Dijo que, llegado el caso, su padre, u otro agente cualquiera, podría ser eficaz y obtener un éxito. Además, ¡todo aquello entraba en las reglas del juego! Los adultos habían descubierto que el mundo de los jóvenes «modernos» era un campo ideal para la explotación. Los trataban como a utensilios, como a cosas. Eran productos utilitarios fáciles de convencer para que compraran toneladas de chucherías y quilómetros de telas varias, siguiendo la moda. Un mercado de consumo comparable al de los coches. ¡Ahí sería nada fabricar un nuevo ídolo! Cuchy también hablaba de eso, incluso en sus guiones radiofónicos.
Narciso Rubio, sin dejar de reír, pegó un golpe en el bombo que resonó como si hubiera micrófono.
—¡No había oído nada tan peregrino en mi vida! —comentó—. ¡Ja, ja! Ya me veo en las portadas de las revistas… con una melena hasta los hombros.
Sergio lo miró.
—Eso de la melena, como todo lo demás, tendría que decidirlo el manager…
De pronto, como se produjo el accidente de Fany o como estalla un motín, hubo un descalabro en «Construcciones Ventura, S. A.». Un edificio de seis pisos que la empresa levantaba cerca de la avenida Meridiana se vino abajo estrepitosamente, en pleno día, causando la muerte de dos obreros e hiriendo a otros cuatro.
El hecho fue tan aparatoso que se movilizaron los bomberos, los fotógrafos, la policía… y los parientes de las víctimas. Después de las primeras diligencias, en las que Alejo acompañó, asesorándolo, a Rogelio, fueron detenidos el arquitecto, que se llamaba Eduardo Ripoll y era «nuevo en la plaza», el aparejador y el capataz. Rogelio quedó pendiente de que se esclareciese el asunto y se supiera si, como propietario de la Constructora, él era también responsable.
Pese a la libertad condicional de Rogelio, los primeros días fueron abracadabrantes. Rosy olvidó otras angustias, Pedro se formuló mil preguntas, Carol supuso que se le habían acabado los aperitivos en el bar Miami. Menos mal que su padre afirmaba su inocencia, asegurando que él suministró el material indicado, de buena calidad, sin camuflajes, sin escatimar nada. Los culpables serían, efectivamente, el arquitecto, que erraría en los cálculos; el aparejador, o bien el capataz, «que habría hecho de las suyas con el hierro y el cemento», cosa corriente.
—Pero tu obligación era vigilar la obra, ¿no?
—¿Cómo iba a hacerlo? La tecnificación no es de incumbencia de la empresa constructora. Además, ¡en estos momentos estamos construyendo treinta y dos edificios! Tenía confianza en mis hombres, nada más. El arquitecto me lo recomendó el propio Aurelio Subirachs.
Pronto se supo que los trámites serían largos: informe de los expertos, papeleo, declaraciones, etcétera. Además, los parientes de las víctimas no cejaban y pedían indemnizaciones astronómicas. Y Alejo pudo enterarse de que en los archivos de la Policía, así como figuraban los nombres de los líderes de la agitación estudiantil, figuraba la ficha completa de Rogelio Ventura desde sus comienzos de «hombre moderno, de hombre de acción». Y el resumen de la ficha era un gran interrogante.
El día de la Virgen del Pilar, mientras fuera llovía con mansedumbre, lo que las plantas del jardín exótico de la mansión de Rogelio agradecían visiblemente, el propietario de «Construcciones Ventura, S. A.», después del opíparo almuerzo, que transcurrió sin discusiones pero fríamente, empezó a sentirse mal. El primer síntoma se pareció a la opresión en el pecho que notó cuando al mando de su Chevrolet se dirigían a Malgrat. Pero en esta ocasión, inmediatamente después sobrevino un dolor intensísimo que, partiendo de la región cardiaca, se irradió hacia el cuello, hacia la espalda y hacia el brazo izquierdo, todo ello con acompañamiento de sudoración fría, extrema palidez y una terrible sensación de angustia. Rogelio, aterrorizados los ojos, desencajados, tuvo la impresión de ser víctima de un fulminante ataque cardiaco, de un ataque mortal. Quedóse inmovilizado en el sillón y por unos instantes perdió el conocimiento. El susto en la casa fue indescriptible y mientras Pedro salía disparado en busca del médico más cercano, el doctor Sabarís, que vivía en la propia avenida Pearson, dos números más abajo, Rosy, arrodillada al lado de Rogelio, no sabía hacer otra cosa que temblar y tomarle el pulso, que, sorprendentemente, era normal, así como la respiración. El sufrimiento de Rogelio era tan grande que cada segundo les parecía a todos un siglo, y Carol lloraba como una loca, lo mismo que las dos doncellas de servicio. Hasta que, inesperadamente, transcurridos unos dos minutos de la crisis, la angustia pareció disminuir, así como la sudoración. El médico no había llegado aún, pero todos se asieron a ese rayo de esperanza. Rogelio tenía mejor color, pero estaba en un estado de terrible abatimiento, con muchas ganas de eructar y de orinar.
Por fin llegó Pedro con el doctor Sabarís. Éste, con sólo ver al paciente y saber la evolución que se había producido, pensó en seguida en un angor, en una angina de pecho. A fin de dilatar instantáneamente las arterias coronarias para que la afluencia de sangre fuese mayor, le suministró por inhalación tres gotas de nitrito de amilo y le dio una pastilla de trinitrina para disolver debajo de la lengua. Acto seguido Rogelio registró una evidente mejoría, lo que permitió pensar que el diagnóstico inicial fue correcto y que el peligro momentáneo había pasado. Sin embargo, el doctor Sabarís fue partidario de llamar con urgencia una ambulancia e internar al paciente en la Clínica de San Damián, donde podrían hacerle un electrocardiograma, un chequeo en regla, y donde dispondrían de todo lo necesario si sobreviniese alguna complicación. Entretanto, explicó a la familia que la angina de pecho no tenía nada que ver con el infarto de miocardio o similares; pese a ello, nadie se tranquilizó. El que menos, Rogelio, que continuaba convencido de que aquello era el principio del fin.
Fue la primera vez que entró en el jardín de la avenida Pearson una ambulancia, lo que provocó la cólera irrefrenable de Dog, el sustituto de Kris, que cuidaba de discriminar a los visitantes. Sus ladridos se oyeron desde «Torre Ventura». Rogelio llegó a la clínica en estado lamentable. Inmediatamente ingresó en la sección de cardiología, y el electrocardiograma, que se realizó en medio de general expectación, no registró ninguna anomalía sensible. La cosa, pues, parecía clara. Se procedería al chequeo; mientras, el paciente debería permanecer en estado de reposo absoluto.
Los análisis confirmaron la tesis del doctor Sabarís y renació la confianza. Ni siquiera se repitió la crisis. Sólo se enteraron de lo ocurrido los íntimos; acordóse que para los demás no se mencionaría para nada la angina de pecho. La versión oficial sería «peritonitis», lo que justificaría su estancia en la clínica y la prohibición de las visitas. Los médicos del establecimiento, entre los que figuraba el doctor Carbonell, el exayudante del doctor Beltrán, que quería casarse con una mujer rica, decían: «Ahora es preciso que el enfermo se convenza de que esto ha sido leve y no complique la situación. Por otra parte, su naturaleza es muy robusta, lo que no deja de ser una gran ventaja».
«¡Esto ha sido leve!». Rogelio tardaría mucho en convencerse. El corazón… Consigo mismo y con Rosy no podía disimular su espanto. Pedía un espejo, se tomaba el pulso a cada momento. Y a escondidas incluso de su mujer, habló con una de las monjas de la clínica para que fuera a confesarlo el padre Saumells, el cual acudió puntual a su cita. Y Rogelio, que no se confesaba desde el Congreso, lo hizo con minuciosidad edificante. Se confesó hasta de haber llevado en una cajita de cerillas los ojos de aquellos milicianos… El padre Saumells lo escuchó con atención y al final le impuso como penitencia… que se acordara de Dios también en los momentos buenos. «¡Lo prometo, padre, lo prometo!». Al quedarse solo, Rogelio se llevó las manos a la cara, rompió a llorar y le prometió a Dios que si lo curaba cambiaría radicalmente de vida. «¡Haré lo que sea, lo que sea!».
El doctor Beltrán, que acudió a verle, así como el padre de Rosy, el doctor don Fernando Vidal, le advirtieron de que a partir de aquel momento debería vigilar el peso, dejar de fumar, llevar una vida menos traumatizada, etcétera. Oyendo esto, se puso en evidencia la doble personalidad de Rogelio. Con todos aquellos que se interesaron por él convencidos de que se trató de «peritonitis», demostró un temple singular. Cogía el teléfono y les decía, sacando fuerzas de flaqueza para bromear: «Dentro de dos meses no se me conoce ni la cicatriz». En cambio, con los íntimos —excepto con sus hijos, delante de los cuales no quiso aparecer como un gigante con los pies de barro—, se dejaba ganar por el abatimiento. A Ricardo Marín, a Alejo, a Aurelio Subirachs, a Jaime Amades —quien al conocer la verdad sudó mucho más que el propio Rogelio—, les decía: «Ya lo veis. De pronto, ¡zas!».
Bueno, no dejaba de ser un consuelo que tantas personas se interesaran por él, empezando por la directiva en pleno del Club de Fútbol Barcelona, cuyo presidente le aseguró que mientras él no se restableciese no ganarían ningún partido. Por supuesto, Alejo procuró molestarle lo menos posible con el asunto del pleito de «Construcciones Ventura, S. A.», aunque en un par de ocasiones no tuvo más remedio que pedirle una firmita… Por suerte, el asunto evolucionaba también favorablemente. El arquitecto, moralmente, parecía no tener culpa, pues sus planos estaban en regla; en cambio, uno de los aparejadores y el capataz incurrieron en contradicciones e iban revelándose como presuntos responsables. Al parecer, escamoteaban el material y lo sustituían por otro de calidad inferior. Todo ello hacía que, por lo menos el prestigio personal de Rogelio llevara trazas de quedar a salvo.
Los íntimos se portaron muy bien con Rogelio. Querían estar al corriente minuto a minuto. Ahora bien, quienes mayormente interesaban al enfermo eran Pedro y Carol. Efectivamente, no quiso de ningún modo que éstos se dieran cuenta de su cobardía. «No pasa nada, hijos, no pasa nada. Cuidado con las emociones, con el alcohol… Millones de personas han sufrido un angor, y tan campantes».
Sí, aquello era curioso. Postrado en la cama, a Rogelio lo invadían oleadas de ternura hacia sus hijos. A Carol la contempló como hacía mucho tiempo que no la contemplaba, como a carne de su carne, y se dio cuenta de lo graciosa que era y le agradecía en el alma que la muchacha le diera un beso al entrar y otro al despedirse. A punto estuvo de pedirle perdón por lo poco que se había ocupado de ella. Respecto a Pedro, le dio a entender que en adelante se interesaría por sus problemas íntimos, que respetaría su vocación y sus inclinaciones, que no lanzaría ningún exabrupto ni haría la menor gala de despotismo, por discrepantes que fueran sus opiniones, que procuraría, en fin, ganarse su amistad, a poco que Pedro pusiese algo de su parte para que así fuera.
Varias veces a Pedro, a quien la palabra angor se le incrustó en la mente como una blasfemia, se le humedecieron los ojos… Y entonces Rogelio se dio cuenta de que el muchacho tenía buen porte, una cabellera vigorosa —¡él, en cambio, tan calvo!—, de que lo esperaba toda una vida, con todas las bazas en la mano para triunfar. En parte, se sintió orgulloso… Era su hijo, su prolongación, aunque no le diera por los negocios sino por estudiar. Rogelio se sentía ignorante y procuraba en lo posible elegir las palabras. Llegó a preguntarse si los libros, sobre los que tanto había ironizado, no enseñarían a comportarse mejor en los momentos de aflicción, a semejanza de lo que le dio a entender el sacerdote con respecto a las relaciones con Dios.
Rosy, que estaba al quite, en una ocasión llamó a Pedro aparte, en el propio pasillo de la clínica, y le dijo:
—Parecéis uña y carne. ¡Vivir para ver!
—¿Por qué no? Ha estado grave. Y hay que saber perdonar.
—Sí, claro, eso es verdad…
«Sí, claro, eso es verdad…». Tales palabras, y sobre todo el tono con que fueron pronunciadas, implicaban la confirmación irrefutable de que su madre consideraba, pese a todo, que aquel hombre que estaba tendido en la habitación de al lado era un gigante con los pies de barro. Que ella lo acusaba de muchas cosas de las que no conseguía perdonarle. Esto último entristeció increíblemente al muchacho, el cual desde hacía mucho tiempo se había dado cuenta de que su madre al lado de otro hombre hubiera sido una mujer menos insensata, que no se habría levantado a las doce, ni habría jugado tantas horas al bridge, ni habría llenado la casa de almohadones…
Los días que Rogelio permaneció en la clínica, a todos les parecieron años. Ése era otro aspecto de la cuestión. Sin él la mansión de la avenida Pearson carecía de sentido. Sobraba espacio, hubieran podido cerrarse la mitad de las habitaciones. Rogelio, con su innata vitalidad, llenaba la casa, lo que significaba que algo muy varonil y peculiar habitaba comúnmente en aquella naturaleza suya que los médicos habían declarado robusta.
Por fin Rogelio fue dado de alta y esta vez no fue la ambulancia, sino su Chevrolet, el que lo devolvió a su domicilio.
Rogelio detestaba tanto la clínica, el olor a éter y a quirófano que de ella emanaba, que al encontrarse en su lecho se sintió mucho mejor. Tuvo la impresión de que la palabra hogar no era fútil, que encerraba algo verdadero, y contempló con amor los muebles y cachivaches que en circunstancias normales le pasaban inadvertidos.
Su madre y sus hermanos, que habían estado en la clínica una vez —Rosy mandó avisarlos—, lo visitaron de nuevo en la avenida Pearson.
—Tienes buena cara —le dijeron.
—¡Pse! Esos zarpazos siempre se notan…
Su madre se acercó y lo besó en la frente. Sus hermanos permanecieron tiesos junto a la cama y al despedirse le estrecharon la mano con indisimulable cordialidad.
A partir de aquel momento cuidaron de él el doctor Beltrán y el padre de Rosy, ninguno de los cuales se fiaba excesivamente de los especialistas de la Clínica de San Damián, a los que consideraban excesivamente teorizantes.
Actuando de común acuerdo, el doctor Beltrán, repleto de experiencia, y el padre de Rosy, que conocía muy bien a Rogelio, le trazaron un plan de vida un tanto severo, sobre todo para los meses inmediatos.
Rogelio, después de escucharlos, tuvo un momento de tristeza.
—Así, pues… esto se acabó, ¿no es eso?
—¿Qué es lo que se acabó?
—¡No sé! Llevar una vida normal… Si lo he entendido bien, he de considerarme un enfermo…
—¡Nada de eso! —replicó el doctor Beltrán—. Su constitución, ya se lo han dicho, es muy fuerte. ¡Ya quisiera yo parecerme! Pero ya no es un chaval, ¿comprende? Y ha luchado usted mucho.
—Sí, claro…
«Ya no es un chaval…». El padre de Rosy confirmó esta apreciación. Fuera los cigarros habanos, fuera los whiskies, fuera las emociones fuertes… ¡Vivir sin emociones! ¿Sería eso vivir? ¿Y cómo evitarlas si por un lado las casas se derrumbaban y de otro lado por menos de nada se ponía ahora sentimental?
Superado el período de reposo, se reintegró a la Constructora. Antes de ir se dio una buena fricción de agua de colonia e incluso había ensayado el tono de voz con que pronunciaría las primeras frases.
—Buenos días…
—Buenos días, don Rogelio. ¿Cómo está usted?
—Bien, muy bien. ¿A ver, la correspondencia?
Ése era el diálogo que tenía previsto. Pero todo ocurrió de otro modo. El portero al verlo se abrió en una gran sonrisa alegre, pues Rogelio siempre se mostró generoso con él. Marilín, que continuaba con la costumbre de morder el bolígrafo, le tenía preparada una carpeta que decía: «Asuntos urgentes». Algunos empleados habían sugerido presentarse colectivamente a darle la bienvenida, pero la idea no prosperó. Sin embargo, todos se alegraron de saberlo de nuevo en su sillón. Todos le debían favores y aquello suponía la continuidad de la empresa en que se ganaban el pan.
Rogelio se pasó toda la mañana tentando sus propias fuerzas, con frecuentes escapadas al lavabo para mirarse al espejo. Y la conclusión fue positiva. Al día siguiente, reunión en la Agencia Cosmos, con Ricardo Marín y el conde de Vilalta; asesor jurídico, Alejo. ¡Sosiego, normalidad! En resumen, al cabo de un mes había recobrado la confianza y su temperamento rebrotó, sobre todo delante de los demás, dispuesto a recuperar el tiempo perdido. Volvía a ser dueño de sí mismo, con esporádicas auscultaciones a su corazón. ¡Al diablo con el lenguaje susurrante de los médicos! Los de la clínica hicieron mucho teatro, pues de algún modo habían de justificar sus honorarios —¡menudos honorarios!— que le enviaron por correo, en un sobre inmaculado. No probaba el alcohol, pero empezaba a acariciar las botellas. No fumaba, pero de vez en cuando se incrustaba un puro en la boca, sin encenderlo, sólo masticándolo un poco. Asistía ya a las reuniones de la directiva del Barça, donde fue recibido con una ovación, y aceptó un par de invitaciones para cenar en sus restaurantes habituales, por cuestiones de negocio. Rosy le advertía: «Cuidado, Rogelio… Ten cuidado. Cena ligero. No cometas tonterías». ¡Ah, el conservadurismo de las mujeres!
Una cosa quiso evitar: enfrentarse con los familiares de los obreros víctimas del accidente, que se empeñaban en hablar con él. Le dio a Marilín órdenes estrictas en tal sentido. «Diles que no estoy». Había tomado las medidas necesarias para que se les indemnizase sin regateos, al margen de lo que estipulase en su día la ley. «¿Qué más puedo hacer? No puedo resucitar a esos pobres desgraciados. La cosa ocurrió como ocurrió y no tiene remedio». Entretanto, el arquitecto había sido puesto en libertad y parecían definitivamente responsables el aparejador y el capataz.
Y a todo esto, Rogelio se dedicó a hacer balance del comportamiento de unos y otros en el decurso de la prueba. Un «¡hurra!» para Julián y Margot, pendientes de él como si se tratase de sí mismos. «No olvidaré nunca vuestras pruebas de afecto». Un «¡hurra!» para Carol, que seguía mostrándose cariñosísima… y que a raíz de todo aquello había empezado a salir con el doctor Carbonell. «¡Carol! Tengo la impresión de que se me ha metido una mota en el ojo izquierdo…», le decía Rogelio. Y Carol, que se daba muy buena maña para esas cosas, se alzaba de puntillas. «A ver… Ven aquí, cerca de la luz… Abre, abre un poco más». Rogelio entonces se reía y le pegaba un cachete. «Anda, que ha sido una broma». Un «¡hurra!» para Rosy, que no lo abandonó un solo instante, que demostró entereza y valor, aunque luego se quejaba de que todo aquello le había dejado como resaca una horrible jaqueca…
¿Y Pedro? Pedro era, en cierto modo, la nota oscura de la canción. Lo de uña y carne había pasado a la historia. No habían vuelto a discutir, pero el muchacho adivinó que su padre era vulnerable. Por un lado, esto lo humanizó a sus ojos; por otro, entendió que su temperamento fanfarrón quedaba menos justificado. Como fuere, el muchacho había vuelto a sus cosas y paraba poco en casa. Salía mucho con Susana, quien también había seguido minuto a minuto el curso de la enfermedad. Tal vez Pedro fuera más voluble de lo que parecía y al comprobar que su padre volvía a ser el de antes, se ausentase con el pensamiento, aprovechándose precisamente de que aquél le prometió dejarlo en plena libertad.
¿Y las promesas de Rogelio al padre Saumells? ¡Ay, era tan agradable vivir! ¡Qué hermoso estaba el Tibidabo en los días claros, de mucha luz! ¡Qué hermoso estaba Montjuich, y cuánto carácter tenían las Ramblas, con tanta gente paseando, con los quioscos al aire libre, los puestos de pájaros, de flores, de lotería! Barcelona era una bellísima ciudad, por más que Julián se empeñase en que sería necesario derribar barrios enteros y volverlos a edificar.
Dios era otra nota oscura… Más oscura, quizá, o más misteriosa que Pedro. «Acuérdese de Dios también en los buenos momentos…». Dios estaba lejos. A semejanza de Pedro, apenas si paraba en casa…