MUCHAS, MUCHAS NOTICIAS en todos los campos, algunas de ellas relacionadas con el extranjero.
Por fin Ricardo se decidió a darle a Rosy una excusa hasta cierto punto válida para interrumpir de momento sus relaciones. «Tengo la impresión de que Merche sospecha algo —le dijo—. No quise advertírtelo en seguida por si mis temores eran infundados, pero le he cazado varias ironías que me han alarmado. ¡Seamos sensatos, Rosy! Date cuenta de lo que supondría un escándalo así». Rosy se tragó la píldora… sólo a medias. Porque a lo largo de todo el crucero por las islas griegas el comportamiento de Merche fue de tal naturalidad, que era difícil imaginar que su capacidad de disimulo llegara hasta tal extremo. Sin embargo, entraba dentro de lo posible, y Rosy no podía obligar a Ricardo a tirar por la calle de en medio. Le quedaron sus dudas, desde luego, y su correspondiente mal humor, que se acrecentaron a raíz de un comentario que hizo ella referido al miedo que sentía Rogelio a montarse en avión. Rosy le dijo a Ricardo: «¿Pues qué te creías? Mi marido en el fondo es más cobarde de lo que parece. Tiene una doble personalidad». Y Ricardo contestó: «¡Bueno! Todos somos cobardes en determinadas ocasiones… Y todos tenemos siempre dos caras». ¿Qué quiso dar a entender con ello? ¿No era una clarísima alusión? Como fuere, la mujer se sentía humillada, se aburría mortalmente y entró en una etapa de excitación que a duras penas conseguía dominar. Por fin, convencida de que hasta nuevo aviso lo de Ricardo era irrecuperable, decidió acudir a la consulta de un conocido psiquiatra, el doctor Balcells, quien supo tratarla con tan exquisito tacto que Rosy salió de allí viéndolo todo de un modo distinto. Era posible que Ricardo no le mintiera, que no se tratase de fatiga, y también era posible que ella no aparentara tener la edad que se sentía por dentro. El doctor Balcells, más alto que Ricardo, era sin duda un gran conocedor del corazón humano y cabía admitir que su ayuda pudiera serle eficaz.
Entretanto, recibieron de París una cariñosísima carta de Chantal, con posdata de Juan Ferrer. Chantal, de vez en cuando, llenaba seis o siete páginas poniéndolos al corriente de las últimas novedades de la familia y del Hotel Catalogne. En esa ocasión les comunicaba que su hijo, Maurice, continuaba estudiando en el Politécnico y parecía que el negocio del hotel no le disgustaba; en cuanto a la hija, Bernadette, era otro cantar. Tenía su criterio y se había ido un año a Londres, trabajando au pair, para aprender inglés. Carol exclamó: «¡Eso me gustaría a mí!». Chantal proseguía la carta diciéndoles que Bernadette era muy temperamental, de ideas muy avanzadas, y muy convencida de lo suyo. «Con deciros que quiere redimir el mundo…». Era de suponer que empezaría redimiendo a Inglaterra. Chantal aprovechaba la noticia para hacer un inciso e informarlos de que, en Francia, el problema de la juventud, del que tanto hablaron cuando su estancia en París —«por cierto, ¿cuándo volveréis?»—, se había complicado en gran manera. El existencialismo que ellos conocieron seguía vigente, aunque con otros matices, pero habiendo dejado paso a otras fórmulas de manifestación generalmente violentas. Nada de quietismo, de pasarse horas y horas inmóviles en las caves y en los cafés; más bien lo contrario. Mucha delincuencia infantil y muchos «gamberros», que en Francia eran llamado blousons noirs y en otros países de otra manera. Era un fenómeno generalizado, del que era una lástima que no pudieran hablar largamente… Juan Ferrer, en la posdata, les reiteraba su afecto, como siempre, y tachaba a Chantal de alarmista. «Cada vez nos asustamos más de cosas que de hecho son muy normales». En cuanto a Bernadette, la pobre era una infeliz —una infeliz muy inteligente, eso sí—, muy sensible a los cantos de sirena de su generación. Sin embargo, si la sangre llegaba al Támesis no sería por culpa suya…
Por su parte, Beatriz recibió, fechada en Los Ángeles, una carta de su hermano, Antonio. De «tío Antonio», como lo llamaban en la familia. Les contaba una odisea casi idéntica a la que Fany, el pájaro tropical cubano que tanto había impulsado la pintura de Marcos, le contó a éste a su llegada. Tío Antonio vio confiscados por Fidel todos sus bienes en La Habana y decidió emigrar a los Estados Unidos, junto con su mujer. Por dos veces pagaron los pasajes, sin resultado. A la tercera, y después de sobornar a unos milicianos, los dejaron subir a un avión y se encontraban en Los Ángeles, «libres por fin de aquella horrible pesadilla», pudiendo subsistir gracias a unos dólares que él tenía depositados previsoramente en un Banco de Nueva York. «Ya sabéis dónde me tenéis —terminaba diciendo tío Antonio—. El mundo da tantas vueltas que quién sabe si desde Norteamérica algún día podré prestaros algún servicio. Este país es un cuento de hadas. Nosotros le debemos gratitud, porque nos ha admitido como exiliados, con posibilidad de nacionalizarnos un día; pero es que, además, ¡en una clínica de Los Ángeles me han prometido curarme el reúma!».
La carta de tío Antonio fue muy comentada, dada la opinión que en el Kremlin se tenía de Fidel Castro y de su ejecutoria. Laureano y Pedro, que ya habían oído de labios de Fany datos realmente estremecedores —Marcos un buen día se decidió a presentarles la chica, que era preciosa y hablaba con seductora espontaneidad—, llegaron a la conclusión, por un lado, de que no era nada fácil pechar con una herencia como la que el dictador Batista habría dejado en el país, y por otro, de que llevar a cabo una revolución, aunque fuese en una pequeña isla del Caribe, era asunto más que complicado, máxime si debido al bloqueo de los Estados Unidos no había más opción que pactar con Rusia y pedirle ayuda. Tío Antonio en su carta aludía a ese aspecto de la cuestión y añadía que, en cualquier caso, «las barbas de Fidel y la astucia del Che eran dos tumores malignos que habían brotado, como dos volcanes, en Hispanoamérica». Esta última frase indignó a los muchachos, partidarios de la descolonización y de que el azúcar fuera para los campesinos. «¡Estaría bueno que nadie protestara! El petróleo es vuestro, yo me lo quedo. El nitrato es vuestro, yo me lo quedo. ¡Lo sentimos por Fany, pero probablemente dichas barbas y dicha astucia son la única solución!».
De Roma llegaron también singulares noticias: el Concilio. Se había inaugurado y en seguida se vio que la frase de Juan XXIII según la cual era preciso «quitarle a la Iglesia el polvo que se había acumulado en ella durante siglos» iba a ser una realidad. Juan XXIII, ya inmensamente popular —un escritor español lo definió como el papa «horizontal, democrático», en contraposición a su antecesor, Pío XII, «vertical y autocrático»—, por lo visto estaba decidido a que en aquella reunión ecuménica de la Iglesia no se ventilaran únicamente reformas litúrgicas y administrativas, sino a que se atacase a fondo la cuestión. De hecho, se estaba haciendo ya. Surgían voces de cardenales, sobre todo centroeuropeos, y de obispos del tercer mundo, de países de misión, exponiendo ideas sobre el concepto de autoridad, sobre las confesiones no católicas, etcétera, que obligaban a mosén Castelló, ya restablecido de la gripe, a llevarse las manos a la cabeza y luego a rezar para que los «progresistas» no se pasaran de la raya, Mosén Rafael, que estaba muy satisfecho del tono del Concilio, le decía: «¿Qué es lo que teme, reverendo? ¿Que el Espíritu Santo se vaya de vacaciones?». Mosén Rafael más bien sospechaba que luego vendría el conservadurismo con la rebaja; pero el padre Saumells, con el que había intimado, lo animaba, entre caramelo y caramelo de malvavisco. «¡Se avanzará, se avanzará lo inimaginable! ¡Esto no podía seguir así de ninguna manera! ¡Por fin tenemos un papa que antes de serlo hablaba, en Venecia, con los limpiabotas! La opinión de los limpiabotas cuenta, ¿no cree usted? Todos tienen su alma en su almario, y no precisamente de betún». Beatriz le preguntaba a mosén Castelló: «¿Estamos seguros de que Satanás no se ha sentado muy cerca del Vaticano, espiando? ¡Cuando mi hija regresó de París me habló de eso de las misas vespertinas y de otras cosas increíbles! ¿Adónde iremos a parar? ¡Si hasta quieren modificar el Credo! Yo no entro en la iglesia sin mantilla, ¡yo no! A menos que usted, mosén Castelló, por obediencia a lo que se acuerde en el Concilio me obligue a ello…». Mosén Castelló se llevaba a la nariz, ¡todavía!, el tubo de inhalaciones. «Veremos cosas muy graves, Beatriz… De todos modos, todo estaba ya previsto por la madre Ráfols y en el Libro del Apocalipsis».
Por último llegaron noticias de fuera, muy directas, a través de Ricardo Marín y de Aurelio Subirachs. Agencia Cosmos había acordado entrar en contacto con agencias de viajes francesas, inglesas y alemanas, a fin de concertar la venida a España de «grupos de turistas à forfait», que garantizasen lo más posible una continuidad en la clientela de los hoteles en cadena. Ricardo Marín salió para París, Londres y Hamburgo, y Aurelio Subirachs, siempre dispuesto a husmear lo que se construía al otro lado de los Pirineos, se decidió a acompañarlo.
El viaje resultó un éxito completo. Ricardo Marín, para esos lances, era tan astuto como para los suyos el Che Guevara. Suscribió varios contratos en firme, ¡que Alejo Espriu revisó, dándoles el visto bueno!
El caso es que Ricardo Marín y Aurelio Subirachs vieron, en el transcurso de su viaje, muchas cosas. Algunas, relacionadas con España; otras, no. Las relacionadas con España se referían más bien a la emigración. En todas partes, y no sólo en los países que visitaron, se encontraban trabajadores españoles; los había también, y numerosos, en Bélgica y Suiza. Por lo visto se habían cansado de la jornada doble, del pluriempleo, de quemarse la sangre sin conseguir apenas lo indispensable para vivir, pues con el turismo los precios habían sufrido un considerable aumento. Rogelio era testigo de excepción de esa huida masiva, pues en pocos meses se le habían ido más de treinta albañiles y otros tantos peones. Claro que inmediatamente podían cubrirse esas bajas con nuevos inmigrantes andaluces, que llegaban con toda la familia; pero, aparte de que, como decía Margot, «¡pronto en Cataluña bailaremos todos el zapateado!», no dejaba de ser chusco que, en el momento en que España empezaba a industrializarse, se marchaban al extranjero muchos obreros especializados, y que para suplir a éstos se desploblara el campo, precisamente cuando se anunciaba el inicio de la Reforma Agraria. «¡Carambola perfecta!», hubiera exclamado Sergio.
Fuera de eso, Ricardo Marín y Aurelio Subirachs comprobaron que emigraban también muchas criadas, especialmente a Francia y a Inglaterra. A veces eran los propios turistas los que se las llevaban. «Da pena verlas allí, sin conocer el idioma, sin conocer a nadie, excepto a otros compatriotas. En París, rue de la Pompe, hay unos sacerdotes que se ocupan un poco de ellas, pero en general están al albur de cualquier tunante y expuestas a toda clase de peligros. ¡Si en su mayoría no saben leer ni escribir! No exageramos un ápice si os decimos que en ciertos casos ese asunto se parece a una verdadera trata de blancas».
Con respecto a la vida en el extranjero, ambos estuvieron de acuerdo en que si en España se avanzaba diez, en la Europa occidental se avanzaba ciento, de modo que la distancia sería cada vez mayor. Pero lo que más les había llamado la atención —y el tema se estaba convirtiendo en una pesadilla—, era la presencia de la juventud en todas partes, presencia mucho más visible y aparatosa que la de los trabajadores españoles.
No cabía más remedio que hablar de la cuestión. Ricardo Marín informó de que aquellos muchachos sin afeitar y aquellas muchachas desaliñadas que empezaban a verse aquel verano por el litoral catalán, a los que mosén Rafael llamaba beatniks, y que comían fruta y dormían en la playa, eran el pan nuestro de cada día en todas las ciudades que habían visitado. Por lo visto, era verdad que habían abandonado sus hogares y que eran partidarios de la vida en común, hasta el punto que procuraban incluso no enamorarse individualmente, cosa que en la práctica debía de resultar un tanto difícil. Libertad sexual absoluta, y entendida como mera necesidad biológica. Con fondo de guitarra o armónica, según, y canciones beat, de jazz, o del Oeste.
—Es preciso reconocer que hay algo atractivo en ellos. ¡Vivir sin reloj! Debe de tener sus ventajas… Y ese aire romántico, contemplando las pequeñas cosas, sin avergonzarse de nada y de espaldas al qué dirán. A veces, viéndolos, me he preguntado si realmente vale la pena preocuparse tanto por el qué dirán. Yo hice la prueba en Londres de mirarlos a ellos, en grupo, y luego mirar a los transeúntes normales que pasaban con carteras bajo el brazo; y estos últimos me parecían algo así como prisioneros, como seres uniformados en el vestir, en el peinar, en todo. Como si llevaran un letrero que dijese: «¡la sociedad nos obliga a caminar de esta manera!». Naturalmente, no pretendo insinuar que a partir de hoy deje de afeitarme, que ande por la acera arrastrando los pies y que me presente en el Banco con pantalones vaqueros. Tampoco veo cómo podría funcionar el mecanismo sin el dinamismo que el progreso impone; pero recordar esa sensación oxigenante que a veces sentimos en verano al despojarnos de nuestras vestimentas y tumbarnos al sol, francamente me ha impresionado. Ha sido el tema predilecto durante nuestro viaje con Aurelio Subirachs.
Éste fue más explícito aún, y el auditorio —Julián, Rogelio, Rosy, Margot, etcétera— bebía materialmente sus palabras. A juicio de Aurelio Subirachs, Ricardo Marín había definido perfectamente ese movimiento juvenil pacífico y pacifista, por el que él sintió igualmente la misma atracción. Ahora bien, no todo terminaba ahí. Había otros grupos juveniles, dispersos, cuyas características eran precisamente lo más opuesto que darse pudiera a lo bucólico y tranquilo, y confiaba en que Ricardo Marín le daría la razón.
El banquero asintió con la cabeza y Aurelio Subirachs continuó:
—Mi hijo Rafael está bastante enterado de esto. He pasado por el indescriptible rubor de no poder contarle nada nuevo, pese a haberlo yo visto con mis propios ojos y él no. Son las jugarretas del alud moderno de información, para quienquiera que sienta curiosidad. Claro que la prensa de aquí, lo mismo que la radio y la «tele», dan la versión que les parece; pero hay que reconocer que en este asunto exageran poco. Casi, casi me atrevería a decir que se quedan cortos. Lo que ocurre, y, esto es básico, que no es lo mismo situar mentalmente la cosa en España que verla allí, en circunstancias ambientales completamente distintas. Quiero decir que lo que aquí parecen bombas allá no llegan a petardos.
—¿De qué grupos estás hablando? —preguntó Margot, que no se perdía nada referido a la juventud—. ¿De los teddy-boys, de los rockers, de los mods…?
Algunos de los presentes miraron con asombro a Margot; en cambio, Aurelio Subirachs pareció agradecerle la pregunta.
—Intentaré explicarme, Margot. Tú, siempre al quite… Los teddy-boys son, en realidad, la versión anglosajona de nuestros gamberros, lo que significa que se parecen muy poco a éstos; pero, en fin, en su mayoría son de extracción humilde, visten como los gángsters americanos y llevan una navaja en el cinto. En su versión alemana se comportan como los muchachos que al terminar la guerra mundial gozaban destrozando lo que quedaba de los edificios, rompiendo cristales, etcétera. Ahora bien, lo de los rockers y los mods parece más serio, o cuando menos obedecer a causas más profundas. Sí, una de las cosas que he aprendido en este viaje ha sido que no es lo mismo ser rebelde que ser revolucionario. Un joven rebelde es aquel que se limita a decir «no», a protestar contra el ambiente que le rodea; un joven revolucionario es aquel que quiere transformar de arriba abajo dicho ambiente, y hacerlo a través de la acción, si lo cree necesario. La diferencia es tan abismal como tomarse una limonada o un buen trago de tequila mejicana. Nuestros hijos, para poner un ejemplo, creo que hasta ahora a lo máximo que llegan es a ser rebeldes; Sergio, por el contrario, el hijo de Amades, es un revolucionario. Y algún otro habrá, por lo menos en potencia, en nuestra colección.
Tal declaración produjo cierto alboroto. Ricardo Marín estuvo de acuerdo con Aurelio Subirachs. Nadie podía dudar de que él, al margen de su intervención anterior, dictada por nostalgias de las que en un momento determinado nadie podía dimitir, era un burgués a ultranza, tan hincha de la sociedad de consumo como Rogelio pudiera serlo del Barça, y fiel a la divisa de que la igualdad había que conseguirla por arriba y no por abajo; no obstante, reconocía que la explosión demográfica tenía tales exigencias que serían necesarias Organizaciones Juveniles que cubrieran la vida instintiva y las apetencias espirituales de los seres situados entre los catorce y los veinticinco años, para fijar unos cotos aproximados. Y era obligado confesar que tales Organizaciones Juveniles no existían en parte alguna. De modo que los jóvenes buscaban por cuenta propia el sucedáneo y se agrupaban como Dios —o el diablo— les daba a entender. En España, naturalmente, el problema era grave, aunque paliado por el famoso conformismo de que hablaba siempre el doctor Beltrán y por el cerrojo al que tantas ventajas atribuían el coronel Rivero y colegas. ¿Cómo podían el Frente de Juventudes, el SEU, la Acción Católica y las Congregaciones Marianas —no recordaba ninguna otra agrupación permitida— llenar la vida de una sociedad plural, contradictoria, solicitada por tantos y tantos mitos y realidades de signo opuesto?
Margot, tenaz, insistió, mirando a Aurelio Subirachs:
—Por favor, Aurelio… ¿Quieres darnos tu versión de esos grupos violentos llamados rockers y mods, cuya violencia obedece a causas profundas? Supongo que a todos nos interesará saber si nuestros hijos respectivos, a los que has aludido, formarían parte de esos clanes y si, caso de vivir allí, serían rebeldes o revolucionarios.
Aurelio Subirachs, que siempre regresaba de Londres con la cabeza más parecida a un balón de rugby que antes del viaje, tamboreó en la mesa.
—Procuraré sintetizar, porque entrar en detalles sería interminable; el que quiera ampliaciones, que hable con mi hijo Rafael. De otro lado, tampoco puedo dármelas de experto. Es más fácil construir un rascacielos que hurgar en un corazón humano, y hacedme el favor de perdonarme la pedantería de la frase. Al grano, pues; rocker puede significar, quizá, balanceo; y es que los rockers, al bailar, adoptan el ritmo rock, pero con cierto contoneo, con cierto aire displicente de reto, al igual que cuando caminan. No puede decirse que se hayan segregado totalmente de la sociedad, por lo menos en Inglaterra; en Francia no hay, pero sí vimos, y muchos, en Hamburgo. Por lo común son trabajadores de fábricas inhóspitas y lúgubres, lo que les ha creado un resentimiento. Ahora bien, puesto que cobran un buen sueldo y por consiguiente tienen poder adquisitivo, descubrieron que su instrumento de protesta podía ser la motocicleta. Se han comprado potentes motocicletas y formando verdaderos equipos siembran el pánico dondequiera que pasan, con cierta predilección por los campings donde hay burgueses con coches y remolque, o bañistas en playas de moda, en sus tumbonas. Visten chaqueta de cuero brillante y se pintan una calavera al dorso. Eso de la calavera tiene precedentes, como sabéis… Un tanto chulescos, sobre todo si hay fotógrafos. Contrariamente a los indolentes beatniks, su divisa es la potencia, la vitalidad. Cuando los tachan de delincuentes contestan que, comparados con sus progenitores, que en noches de bombardeo mataron a millares y millares de indefensos ciudadanos, son hermanas de la caridad… Y en cierto sentido no les falta razón. También dan otra excusa: la vida de los burgueses los aburre. Por eso los excita quemar los pajares de las granjas, destrozar las mesas de un bar o de una sala de té. Si alguna muchacha quiere entrar en el clan tiene que prestar juramento de obediencia. ¡Esto es curioso! En resumen, son machotes, y también partidarios del amor libre.
Rogelio preguntó si, por casualidad, habían visto algunos rockers en acción. Intervino Ricardo Marín.
—¡Bueno! Los hemos visto pasar en bandadas, con sus motocicletas…; pero en acción creo que sólo una vez. Una pandilla que entró en el bar de al lado del hotel y que, dirigiéndose al gran tocadiscos del fondo, lo destrozaron a puntapiés porque tocaba un tango. Luego se largaron.
Aurelio Subirachs asintió.
—Fue algo visto y no visto. Yo sólo recuerdo algo las calaveras en las espaldas de las cazadoras. Pero, para que os hagáis cargo de la complejidad de la sociedad inglesa, cuya principal virtud es que lo digiere y lo absorbe todo, las camareras del café pusieron una cara de pánico que no puede describirse; en cambio, son las propias mamás y las propias hermanas de los rockers las que les lavan a éstos los atuendos con la calavera. Y las chicas que suben a sus motos parecen estar diciendo: «yo voy con un rocker». En cuanto a la policía, si no arman alboroto, los protege.
—¿Y los mods? —preguntó Margot.
Aurelio Subirachs se acarició los bigotes de foca.
—La verdad es que no sé si mod es la abreviación de moda o de moderno; mas para el caso, lo mismo da. Los mods son la fórmula femenina o feminoide de los rockers. También van en motocicleta, pero en motocicletas menos potentes. De extracción menos proletaria, aunque procedentes también de los suburbios de Londres, son mucho más jóvenes y empezaron presentándose inmaculadamente vestidos, como si fueran miniaturas de grandes hombres de negocios. La impresión general es que persiguen lo mismo que los rockers —acabar con la monotonía de las costumbres burguesas—, pero no basándose en la fuerza, sino en la caricatura y la extravagancia. De los rockers podría sospecharse que en tiempos de Hitler se hubieran alistado en las juventudes nazis; de los mods, no. Su melodía de fondo es que cambian de estilo y de apariencia cada semana, lo que tiene que costarles un dineral. De tez pálida en su mayoría, tan pronto se peinan a cepillo, como se dejan crecer la cabellera hasta los hombros, como se hacen teñir el pelo, a veces rizado, con colores exóticos. Y lo mismo aparecen con vestimenta universitaria —jersey de cuello alto y zapatillas de ante—, como con trajes de algodón, de colores muy claros, o lo que sea. Desde luego, hay infinidad de chicas mod, y ésa es otra peculiaridad. ¡Podéis imaginar su indumentaria, en la que confían para su revolución! Nos perdimos, por unos días, el asalto de dos o tres mil mod-girls a la televisión londinense, vestidas de forma tan estrafalaria que en nuestro amado y temido Kremlin les hubieran negado la entrada. Resulta difícil creerlo, pero ha habido chicas mod que han llegado a afeitarse las cejas e incluso la frente, como las damas medievales. Y todas en serie, hasta el extremo de que las llaman tickets. Nota a destacar es que las relaciones entre sí son menos emocionales que entre los rockers. No hay dependencia de un sexo en favor del otro. En los clubs mods, las chicas se prestan o no se prestan al baile, al canto y al amor, según les apetezca. Como si hicieran hincapié en que quieren elegir con quien comunicarse. ¡Todo ello en nombre de la solidaridad!; pero con exclusión de los mayores, claro, porque éstos llevan traje gris, chaqué, bombín y las madames francesas floreros en la cabeza. No les interesa, como a los rockers, la mecánica, los tiovivos eléctricos y volantes, los autos de choque, las máquinas tragaperras, la velocidad; pero se parecen a ellos en su desprecio por las damas elegantes —con perdón—, por los banqueros —con perdón—, y por el espectáculo de las joyerías y de las peleterías. ¡En fin! Es muy difícil conectar con ellos si se han rebasado los cuarenta, y uno lleva reloj de oro como el de Rogelio, o un sombrero de fieltro como el mío. Y a veces, desde luego, se unen a los rockers, forman causa común y los ayudan a quemar los pajares de las granjas y a destrozar los coches con remolque de los campings…
Cada cual, sin advertirlo, se puso a pensar por su cuenta: «¿mis hijos serían rockers o mods?». Julián y Margot pensaron que sus dos mayores, Laureano y Susana, no serían ni una cosa ni la otra, y eso los tranquilizó. Ricardo Marín y Merche pensaron que Cuchy sería mod. No les dolió, porque no se trataba de un hecho, sino de una abstracción. Rogelio y Rosy vieron a Pedro discutiendo con unos y con otros, y a Carol, mod ciento por ciento, aunque no con las cejas afeitadas. ¡O quizá montada feliz en la motocicleta de un rocker! Era difícil adivinarlo. Aurelio Subirachs veía a Marcos convertido en mod… por los colores. Sergio, el revolucionario, los animaría a todos a que persistiesen en su actitud, a que continuasen cada cual a su manera, al objeto de acabar con las peleterías, con los bombines y con las tumbonas en la playa de moda.
Entonces intervino Merche para clausurar la reunión. Habló con su característico aire de suficiencia, después que los caballeros se desvivieron para encenderle el cigarrillo que sacó de la pitillera de oro.
Durante su estancia en Londres, en «su» época estudiantil, nada de lo que habían contado existía. ¿O quizá sí? Porque Inglaterra fue siempre el centro de las protestas extravagantes. Ella no podría olvidar nunca una escena que vivió: un centenar de policías acordonados protegiendo a otros tantos estudiantes que protestaban… contra Scotland Yard. El dato era civilizado, a su modo de ver, y no andar por el mundo pegando palos de ciego. No, ella no creía que los rockers y los mods y los beatniks —ni siquiera los teddy-boys—, pegaran palos de ciego. Era muy posible que consiguieran, por lo menos en parte, lo que se proponían: acabar con muchos de los llamados valores establecidos. ¿Con razón? ¿Sin razón? Ella no era quién para opinar, porque pertenecía a la casta de los privilegiados y deseaba que todo continuase igual. Por lo pronto, los obligaban a todos a reflexionar, a hurgar en todo aquello, como ocurría en aquella reunión. Claro que esas cosas podían olvidarse pronto, como muy pronto se habían olvidado muchos españoles de la tremenda lección de la guerra civil. Quizá los muchachos de esos movimientos tan de actualidad acabasen fatigándose y, por ley de vida, reintegrándose a la sociedad normal. Si se enamoraban, por ejemplo, estaban perdidos; en eso los beatniks tenían toda la razón. Ella se enamoró de Ricardo, porque era banquero —y fiel…— y estaba perdida. ¿O no? Sin embargo, su opinión era que la generación peligrosa era la que venía más tarde, pisándoles los talones a los de Londres, París, Hamburgo, y a los del Kremlin… Era Fernando, el tercero de los Subirachs; era Pablito, era Yolanda… Yolanda le hacía ya unas preguntas que Cuchy, con toda su desfachatez, no le había hecho jamás. ¡Y era una chiquilla! Ésos llevaban en la sangre, según la aguda tesis de Aurelio, no la rebeldía, sino la revolución. Era cuestión de prepararse. Cuando oyeran un tango no destrozarían el tocadiscos, sino todo el local. A menos, claro, que les diera por bailar el tango otra vez…
Todos se rieron de este final inesperado. Y todos, por dentro, lloraban un poco. Y fueron despidiéndose poco después, entre abrazos, apretones de manos, besos y sonrisitas que hubieran levantado en vilo a cualquier aprendiz de rocker que hubiera pasado en un radio de diez quilómetros…
Efectivamente, aquel verano era motivo de comentario que en el litoral catalán hubieran aparecido grupos de beatniks, que se instalaban en las playas y llevaban una vida espontánea y natural, sin hacer el menor esfuerzo por conectar con la sociedad. Mosén Rafael hizo un recorrido y dijo: «Probablemente eso irá en aumento. Irán bajando del norte, de los climas fríos, en busca del sol».
Su actitud —porque mosén Rafael insistía en que aquello no era una teoría, sino una actitud— contrastaba con el frenesí de muchas familias de veraneantes, que se pasaban el día buscando cómo llenar las horas. Lo mismo en casa de Ricardo Marín, en Caldetas; que en «Torre Ventura», en Arenys de Mar; que en el chalet que Aurelio Subirachs se había construido entre Canet de Mar y San Pol, la preocupación de gran parte de sus moradores era cómo emplear el tiempo. Incluyendo Can Abadal, tal vez cupiera excluir a los dos arquitectos —Aurelio y Julián—, y a Margot y Susana, éstas con cierta capacidad de contemplación; el resto, no paraba un momento. Pablito, como si hubiera oído la conversación anterior, quería ya una motocicleta. La mañana era más fácil de resolver, gracias al baño; ¡pero las tardes, después de la siesta! Y éste fue el motivo del rayo maléfico que inesperadamente cayó sobre aquella comunidad de amigos.
Todo ocurrió como en una película americana. Aurelio Subirachs invitó a todos, grandes y chicos, un sábado por la tarde, para festejar en su chalet la ampliación que había hecho de la piscina, con un fondo de mosaico a base de sirenas e iluminación muy peculiar. Pero al cabo de poco rato se produjo la inevitable división. Los mayores se encontraban a gusto allí y tenían la posibilidad de prolongar la merienda, de charlar o jugar al bridge; los jóvenes se aburrían. Y puesto que disponían de tres coches —el de Marcos, el de Pedro y el de Andrés Puig, que veraneaba en San Pol—, decidieron llegarse hasta Blanes, donde había una sala de fiestas que no conocían. Tal vez luego se llegaran hasta Lloret de Mar.
Así se acordó y los tres coches salieron sin que nadie se fijara quiénes montaban en cada uno de ellos. «¡Cuidado, que hay mucho tráfico!». «¡No os preocupéis, no tenemos prisa!».
Sin embargo, apenas transcurridos tres cuartos de hora, sonó el teléfono y una de las doncellas, alarmada, avisó a Aurelio Subirachs. Éste tomó el aparato y la noticia que oyó lo dejó blanco como la más blanca de las mods londinenses: un accidente. Se había producido un accidente a la entrada de Malgrat y en aquellos momentos, en la Clínica San José de dicha población, había un muchacho —el conductor del coche— con conmoción cerebral, llamado, según la documentación, Marcos Subirachs. También se hallaba en la clínica la única chica que lo acompañaba —ocupante del asiento al lado del volante—, sin documentación de ninguna clase, y que acababa de fallecer. Por último, otro chico, Jorge Trabal de nombre, que iba sentado en la parte de atrás del coche, estaba también sin conocimiento.
Aurelio Subirachs apenas si consiguió mantenerse en pie. El teléfono estaba allí mismo, y aunque acababan de iniciarse varias partidas de bridge, no tenía la menor posibilidad de disimular. Todo el mundo comprendió que algo pasaba y lo acribillaron a preguntas, y él confesó la verdad. Lo de los chicos no parecía grave, aunque era prematuro asegurarlo; en cambio, la chica había muerto y nadie podía identificarla, lo cual les dio a entender que los dos coches restantes habrían seguido camino de Blanes sin enterarse de lo ocurrido.
¡Santo Dios! No había un minuto que perder. La obsesión de todos era quién sería la chica. En un santiamén movilizaron los coches de Aurelio y Rogelio y los tres matrimonios emprendieron el viaje a Malgrat. El nombre de la Clínica San José se había incrustado en sus mentes y la situación era insólita. ¡Qué desgracia! ¿Quién se habría montado en el coche de Marcos? Nadie lo sabía y era imposible adivinarlo. Precisamente les gustaba cambiarse. De modo que lo mismo podía tratarse de Susana, que de Cuchy, que de Carol. Había caravana en la carretera, lo que acrecentaba la angustia del momento, y los automóviles que venían en dirección contraria parecían enemigos.
Todos y cada uno se aferraban a cualquier idea para suponer que se trataba de la hija de los demás…, y ello les causaba intenso dolor. Tal vez el más afectado fuera Rogelio, puesto que notó una opresión en la zona cardiaca, sin que pudiera llevarse la mano al pecho, protegiéndose, porque conducía su Chevrolet. ¡Y los habían advertido! ¡Cuidado con el tráfico! Claro que a lo mejor el pobre Marcos no había tenido la culpa y algún coche se le echó encima sin darle tiempo a esquivarlo. La verdad era que llevaba poco tiempo conduciendo, pero precisamente por eso era cauto y censuraba siempre a Andrés Puig que apretase como un loco el acelerador.
Al término de una peregrinación como no recordaban otra igual, con intervalos de silencio cortante, llegaron a Malgrat. Allí mismo, en la entrada del pueblo, en la cuneta, vieron el coche de Marcos con el morro materialmente destrozado; enganchado a él, un camión lechero, con el morro abollado. Motoristas de tráfico, un corro de gente, el conductor del camión, que había resultado ileso, ¡y que había sido el culpable al querer adelantar!
Se dieron a conocer y un motorista les indicó la clínica, que estaba situada a unos quinientos metros.
—¿Conoce usted el nombre de la chica?
—No, no. Aquí quedó con vida, pero murió nada más llegar al quirófano.
La entrada en el establecimiento sanitario sería difícil. Les costaría a todos mucho renunciar a la prioridad y guardar el respeto que se debían entre sí.
Pero afrontaron la situación y se dirigieron a la enfermera de guardia. Ésta les dijo que no sabía nada fijo y los condujo por un pasillo interminable, al final del cual apareció un médico. ¡Médico que les dio la más sorprendente de las noticias! Uno de los heridos, Jorge Trabal, acababa de recobrar el conocimiento y les había facilitado el nombre de la chica difunta: se llamaba Fany y era de nacionalidad cubana.
Estalló una mezcla de sollozos, gritos y jaculatorias. Margot se reclinó en la pared, Rogelio pudo por fin llevarse la mano al pecho; nadie comprendía nada, puesto que Fany no había estado en el chalet de Aurelio Subirachs. Una especie de alegría eléctrica se apoderó de todos, alegría que procuraban disimular.
—¿Alguien de ustedes es pariente de la chica?
—¡No, no!
¿Qué había ocurrido? Aurelio Subirachs recordó que la familia de Fany veraneaba en Calella, que cogía de paso, y logró coordinar los elementos con cierta verosimilitud. Lo más probable era que Marcos la hubiera llamado diciendo que pasarían a recogerla y que así lo hubiera hecho, retrasándose con respecto a los otros dos coches.
Hubo unos momentos de extremo desconcierto. El médico les informó que el llamado Marcos Subirachs parecía también fuera de peligro.
—¡Oh, gracias, Dios mío! Gracias, doctor…
Por fin dieron permiso a una sola persona —fue elegido Ricardo Marín— para que entrase en la habitación en que estaba internado Jorge Trabal. Y a los pocos minutos Ricardo salió y les confirmó que la suposición de Aurelio Subirachs había sido certera: Marcos había llamado a Fany antes de salir y la recogieron en Calella, al borde de la carretera, en el lugar que habían concertado. A la entrada de Malgrat un camión que venía de frente se les echó encima sin darles tiempo a nada. Por cierto que cuando Jorge se enteró de que Marcos se había salvado, se le antojó inexplicable. También ratificó que los demás de la «pandilla», que se les habían adelantado, habrían llegado a Blanes y allí estarían, esperando inútilmente. En el coche de Pedro se habían montado Susana y Carol; en el de Andrés Puig, Cuchy, como siempre, y Laureano.
Habían pasado a una sala de espera y estaban todos sentados, reunidos allí, porque les prohibieron ver a Marcos. ¿Y la pobre Fany…? En absoluta soledad. Por lo demás, ignoraban las señas de su familia en Calella. Tendrían que esperar a que Marcos pudiera darlas.
Tan pronto cedía la tensión como todos volvían a sollozar. Rogelio tenía ganas de encender un cigarro —la opresión hacía cedido y no estaba prohibido fumar—, pero no se atrevió. Margot rezaba, lo mismo que Antonia, la mujer de Aurelio. Y todos se arrepentían de la alegría casi histérica que habían experimentado al oír, escuetamente, el nombre de Fany, «de nacionalidad cubana».
Jorge Trabal y Marcos se restablecieron pronto. Pero Marcos, pensando en la sangre muy querida de Fany, tardaría mucho en pintar algo utilizando el color rojo. Fany fue enterrada en Calella y, a raíz del entierro, varios miembros de las familias afectadas conocieron a los padres y hermanos de la muchacha, que no cesaban de llorar, pues ella era la voz cristalina y gozosa y el nexo de todos los demás. Pedro y Laureano —éste, mientras esperaban en Blanes, tuvo un trágico presentimiento aunque lo guardó para sí— se exprimían el cerebro pensando cómo la vida estaba pendiente de la cosa más imprevisible…, por ejemplo, de un camión lechero. Fany había huido de Cuba, lo mismo que «tío Antonio», para salvarse, y había encontrado la muerte a la entrada de Malgrat, al disponerse a conocer una nueva sala de fiestas.
El conductor del camión, que se comportó como un rocker de Hamburgo, fue condenado. Marcos, reaccionando como un mod, tardaría también cierto tiempo en reclamar otro coche. Rogelio no olvidó la opresión que sintió en la zona cardiaca. Era muy aprensivo. Rosy tenía razón al hablar de su vertiente cobarde, de su doble personalidad.
Los periódicos dieron una noticia muy escueta. Los beatniks no se enteraron de nada. El sol salía todas las mañanas y se derramaba sobre el mar, sobre la arena, sobre las carreteras y los cementerios. La vida continuó.