CAPÍTULO XXIX

OCURRIERON MUCHAS COSAS. Una de ellas, que Julián llevó a Montserrat a la cama. Julián fue un día a Cosmos Viajes y en vez de pedirle a Montserrat un billete para cualquier avión, le dijo: «Necesito verte… y a solas». La muchacha traicionó todas sus ideas relativas a la «burguesía» y se dejó llevar por aquel bulto humano vigoroso y alentador. Se citaron, Julián recogió en un taxi a la exinstitutriz y tuvo la suerte de no caer en «La Gaviota». Nadie se enteró. Montserrat temblaba de emoción; Julián, un poco menos. Desde aquel día se vieron, aunque espaciadamente, y el arquitecto estaba asombrado de poder compaginar aquello con su sincero amor por Margot. Claro que de vez en cuando sentía remordimientos, pero no los suficientes como para renunciar. Por lo visto tenía razón el conde de Vilalta al afirmar que los hombres eran polígamos «por la gracia de Dios». Porque ¡él no hubiera consentido ni que le cogieran a Margot el dedo meñique! ¡Ni que ésta soñara con ello! Lo incomprensible era que arriesgase tanto. ¿Y si por un azar Margot se enteraba? Era curioso que, a veces, al ver a Susana se ruborizase… Pero la juventud y belleza de Montserrat lo halagaban, le ponían una venda en los ojos, lo arrastraban como un vendaval.

También ocurrió que Charito le contó a Sergio lo que había entre Ricardo Marín y Rosy. Es decir, traicionó la promesa que le hizo a Amades de guardar silencio al respecto. Claro que la culpa fue de la propia Rosy, que junto con Merche tuvo con Charito uno de sus clásicos desplantes. En efecto, era cierto que Amades y su mujer querían hacer, como indicó el doctor Beltrán, un crucero por las islas griegas, organizado por una compañía naviera. Luego resultó que Amades se vio obligado a cancelar los pasajes —¡imposible dejar tantos días la Agencia Hércules!— y Charito tuvo que conformarse con un viaje a Andorra. Pues bien, sus plazas las ocuparon precisamente Rosy y Merche…, pero sin dignarse siquiera decirle: «¡qué lástima!» y mucho menos invitarla, tratar de que pudiera acompañarlas. Todo lo contrario. Lo tramaron con absoluta reserva y Charito no se enteró hasta que la motonave estuvo en alta mar.

—¿Te das cuenta? —le dijo Charito a su hijo, a Sergio, después de contarle la jugarreta—. ¡Siguen tratándome como a una escoba! ¡Las muy canallas! ¡Ay, tienes razón, hijo, hablando como lo haces de esa gentuza! ¿Y quieres saber algo más? ¡Cuando las llamo reputísimas no lo hago porque sí! ¡El pobre Rogelio lleva unos cuernos como de aquí a Nueva York! —y se llevó los dedos a la frente, como si fueran antenas—. ¡Rosy se entiende con el banquero; pero así, a modo, en un meublé que tiene nombre de pájaro! ¡Y luego van las dos y viajan en el mismo barco! ¿Me traes un poco de sal de fruta? Todo eso me revuelve el estómago…

Sergio estuvo a punto de reírse… Casi lo consiguió. ¡Menuda noticia! Ésta no le interesó por lo que tenía de cotilleo, sino porque, en un momento determinado, podría demostrarles a Pedro, a Carol, a Cuchy —a lo mejor, a todos los del Kremlin— qué clase de tipejos eran sus padres. Claro que Cuchy lo daba por descontado; pero, probablemente, refiriéndose a los padres de los demás… Lo corriente era creer que sólo llovía en tejado ajeno.

Giselle regresó a Bruselas dejando tras sí una huella de autenticidad y de marxismo. A trancas y barrancas, debido a que Sergio estaba en Milicias, ayudó a éste, en los días de permiso, a filmar un documento en una fábrica de cemento, que salió raquítico, sin aliento, por falta de medios económicos. Algunos amigos de Sergio, que nadie conocía, lo ayudaron un poco, pero no lo bastante, y Sergio no quería pedirle un céntimo a su padre, a quien ya le había hecho saber que, cuando terminase Derecho, no contase con él para la Agencia Hércules. «Has encontrado a Alejo, que es tu otro yo, ¿qué más quieres? Yo me dedicaré a lo mío, probablemente en París». Giselle, al marcharse, prometió a la pandilla del Kremlin que regresaría al otro verano y que probablemente permanecería más tiempo en Barcelona. La experiencia española le había interesado más aún de lo que supuso. ¡Menudos bikinis, menudas juergas a lo largo de la costa! Los turistas lo pasaban en grande y estaban dando un buen empujón al país… «Da la impresión de que a las autoridades, con tal de obtener divisas, sus ideas sobre la moralidad pública les importan un carajo».

Las relaciones entre Giselle y Sergio tuvieron la virtud de liberar a Cuchy de su obsesión por éste. Pasado el primer berrinche —quería morderlos a los dos—, en una de sus características piruetas sacó la lengua ante el espejo y exclamó: «¡Que se vayan al diablo!»; y a partir de ese momento empezó a hacerle caso a Laureano, aunque éste no acababa de acostumbrarse a la idea de que la cosa fuera de verdad.

Laureano, en aquellos meses, había de ser protagonista de pequeños acontecimientos. Continuaba yendo con Pedro a San Adrián a visitar al padre Saumells —desobedeciendo las órdenes de Julián—, y se daba la circunstancia de que el religioso empleaba a menudo el mismo lenguaje que Giselle, o por lo menos se refería a los mismos puntos.

Evidentemente, la sociedad que los rodeaba era escandalosamente hipócrita, y los ejemplos podían alinearse. Mientras los espectáculos que se desarrollaban en las playas, salas de fiesta y demás no hacían reaccionar en absoluto a los representantes del orden público —los cuales, al parecer, tenían orden de hacer la vista gorda con los extranjeros—, para el consumo interno de los españoles —censura de libros, de cine, de teatro, ¡de televisión!— el criterio que se seguía era casi trapense, o digno de mosén Castelló después de purificarse con su confesión. Pero lo más grave era que con las familias ocurría algo similar. Matrimonios que en Barcelona guardaban la compostura y todos los preceptos habidos y por haber, hacían frecuentes escapadas a Perpiñán para ver la última película de Brigitte Bardot, o se iban a Montecarlo a jugarse los cuartos a la ruleta. Muchos colegas de Julián —y no digamos de Rogelio— daban la impresión de que no les importaría derribar la Catedral para levantar allí un edificio moderno para despachos, y, según Marcos, el arte «vanguardista», que básicamente pretendía reflejar la miseria subyacente por doquier, bajo toda apariencia —paredes desconchadas, guijarros inertes, el alma solitaria y los mismísimos excrementos—, gracias a los marchands estaba vendiéndose a precios fabulosos.

Laureano y Pedro estaban impresionados ante la retahíla de ejemplos de este jaez, y no lograban comprender que los superiores del padre Saumells, viendo lo que éste sufría en el Colegio de Jesús, le negasen el permiso para instalarse en San Adrián de modo permanente, como era su deseo. Al fin y al cabo, en las iglesias céntricas de Barcelona sobraban sacerdotes, opinión compartida, ¡cómo no!, por mosén Rafael. Beatriz, Margot, Gloria, ¡Amades, Merche, Rosy! hubieran podido comulgar, en sus barrios respectivos, veinte veces al día; en cambio, la barriada en que el pequeño Miguel vivía, que albergaba ya unos cuarenta mil vecinos, según cálculos del padre Saumells, estaba completamente desasistida. Las viejas que cruzaban a destiempo la vía del tren podían sufrir un accidente grave —e incluso morir—, lo mismo que las niñas de piernas fláccidas que iban a por agua, sin posibilidad de tener al lado un cura. Y el cementerio era un lugar tan lógico, a cien pasos de donde residía Miguel, que no asustaba a nadie. Los chiquillos, dándole sin saberlo la razón a Julián, continuaban garabateando en sus tapias palabras soeces, extraídas del léxico de Charito.

—Padre Comellas —le preguntaba el padre Saumells—, ¿qué puedo hacer?

—Lo mismo que hasta ahora. Obedecer…

—No sirve para nada.

—Está usted equivocado. Los alumnos del Colegio de Jesús no lo olvidarán a usted nunca. Ni los ricos ni los pobres —el padre Comellas lo miraba con afecto y añadía—: Y yo tampoco…

El padre Saumells por un momento se sentía estimulado, pero luego les decía a Laureano y a Pedro: «Todo inútil».

Laureano discutía a menudo con Susana sobre sus respectivos estudios. Susana se lamentaba también con su hermano de la indiferencia que flotaba sobre la Facultad de Medicina, a la vista de tanta dolencia incurable y de tantos cadáveres al día. Laureano le decía:

—Es curioso. Mamá insistiendo siempre en que la arquitectura a la larga deshumaniza, debido a tanto cálculo objetivo, y ahora resulta que la profesión que tú has elegido es peor.

—¡No digas eso! —protestaba Susana—. La medicina no deshumaniza sino a los que ya lo estaban antes de empezar. ¿No ves al doctor Beltrán? La arquitectura, con las construcciones en serie, con los bloques que parecen cárceles, desde luego puede haceros mucho daño… Pero cuando el médico se encuentra ante el paciente prescinde de todo lo que te he dicho y se muestra tan humano que es capaz de inyectarse él mismo lo que sea o de sorber los mocos del recién nacido. ¡En ese momento ama, ama de verdad!

—Éste es el juego del gato y el ratón, querida… En primer lugar, hay muchos médicos incapaces de inyectarse nada. ¿Qué opinas del doctor Martorell? Y tú misma has contado del Seguro y del Hospital cosas que ponen los pelos de punta. En segundo lugar, un arquitecto consciente, al proyectar un edificio, piensa también, ¡amándolas!, en las personas que habrán de habitarlo. Y en cuanto a las construcciones en serie y a los bloques que parecen cárceles, obedecen a una necesidad: las masas se incorporan a la vida social y hay que colocar a la gente en algún sitio mejor que en las barracas.

—¡Bueno! Supongo que el problema es muy parecido. Que en muchos casos lo que falla no es la honestidad individual, sino el sistema, la organización. ¿Te haces cargo? Unos y otros están desbordados. Es de esperar que algún día eso se resolverá.

En el fondo, tales diálogos no dejaban de tener su encanto. Por lo menos, eso opinaba Margot, si por casualidad, o porque estaba al quite, alguna vez los oía. Susana no preocupaba a Margot, ¡pero sí Laureano! ¡Tenía unas salidas! Se cumplían en él los vaticinios del padre Saumells. Y el muchacho recitaba de vez en cuando para sí unas extrañas estrofas referentes a que «todos los perros debían estar juntos bajo el mismo árbol». ¿Qué podía significar? ¿Algo equivalente a la pregunta: «Mamá, ¿por qué tú eres la señora y Rosario la criada?»? Y por supuesto, bastaba que apareciese un cura en la «tele» dispuesto a pronunciar un sermón para que el chico pegara un salto en el sillón y exclamara: «¡Vaya! ¡Otro rollo!»; y se iba a su cuarto. Lo que era de lamentar, sobre todo si estaba delante Pablito, que había ingresado ya en el Colegio de Jesús.

Margot no quería de ningún modo que Laureano se le escapase. Y puesto que seguía considerando que la música era vehículo de perfección, estaba siempre dispuesta a tocar el piano para él, aunque no siempre el repertorio que elegía era de su agrado. Últimamente le pedía con frecuencia que la acompañara al Palacio de la Música cuando daban algún concierto que valiera la pena. ¡Julián no tenía nunca tiempo!; Margot tampoco, pero se las ingeniaba para encontrar un hueco.

A raíz de esto Margot y Laureano vivieron juntos una escena singular. Anuncióse la actuación, en dicho Palacio de la Música, de un sacerdote francés, el padre Duval, que acompañándose a la guitarra había empezado cantando por los cafés y tabernas de París, con gran éxito, al parecer, canciones en las que hablaba de Dios. No se sabía si tenía una gran voz, si era un gran artista, pero al parecer arrebataba a los oyentes. Lo llamaban eso, «el juglar de Dios», y ya se atrevía a presentarse en salas de concierto. Una vez más Margot se preguntó por qué esos hallazgos, esos pioneros —l’abbé Pierre era otro ejemplo— surgían siempre de la vecina Francia.

—¿Qué te parece, Laureano? ¿Vamos?

—¡Desde luego! Eso no me lo pierdo yo.

Susana quiso también acompañarlos. Y recibieron un impacto de los que hacen época. El Palacio de la Música estaba abarrotado de un público expectante y el padre Duval solo en el escenario, a la luz de los focos, con su aire ascético, su guitarra, su escasa voz un tanto temblorosa, sus canciones mezcla de tristeza y de esperanza. Aquello era muy distinto de un Elvis Presley o de un Bill Halley con el rock and roll, y también muy distinto de Giselle. El padre Duval protestaba admitiendo en sus letras, que él mismo componía, que las noches eran a veces largas y angustiosas, pero que el quid estaba en pedirle a Dios que precisamente se hiciera presente en medio de la noche. Y repetía que todos éramos hermanos. Pero no decía «perros bajo un mismo árbol», sino hombres y almas bajo un mismo cielo estrellado.

A Margot se le saltaban las lágrimas y el Palacio de la Música se venía abajo. ¿Habría muchos matrimonios de los que hacían una escapada a Perpiñán? No se sabía. Susana permanecía extática como ante una aparición. La reacción de Laureano fue distinta. Admiró al padre Duval por su valentía, por su sinceridad, porque su rostro y su aureola no mentían y lo imaginó perfectamente tocando en la taberna «La Chata», del barrio de Miguel en San Adrián; pero por segunda vez —la primera fue en la «tele»— se vio a sí mismo actuando y enardeciendo a la multitud. Y es que se dio cuenta de algo tópico y fundamental: con un micrófono en la mano no hacía falta ser tenor italiano. Bastaba con ser poeta… y con que las letras tuvieran intención. Y la música un ritmo contagioso. Ahora bien, ¿era él poeta? ¡Solista de la Tuna, nada más! Su más ferviente admirador —que también estaba en la sala— era Narciso Rubio, que tenía la desagradable manía de escupir, lo mismo para mostrar asentimiento que lo contrario. ¡Él no era poeta! Él iba para arquitecto… humanizado, nada más. No obstante, ¡qué hermoso tener, como tenía el padre Duval en aquella velada, a unos cuantos millares de oyentes pendientes de la propia voz y de los propios movimientos!

En la segunda parte del programa, el padre Duval logró todavía una mayor concentración y con sólo dos palabras en los labios —Dios y los hombres— enardeció al Palacio de la Música y prácticamente convirtió a Margot en un mar de lágrimas.

Al día siguiente todos los periódicos publicaron entrevistas con el padre Duval y las declaraciones de éste fueron un modelo de sensatez y de fe humilde y tenaz. No se parecía en nada al padre Saumells ni a mosén Rafael; era un romántico, un enamorado de las melodías sencillas; era, ni más ni menos, el «juglar de Dios».

Laureano pasó unos días obsesionado por la figura de aquel hombre que se había dicho a sí mismo: «puesto que ellos no vienen a mí, yo iré a ellos». ¡Claro, seguía sin renunciar a cantar también en los cafés y en las tabernas! Pero ¿cómo era posible que los clientes de dichos establecimientos no le dijeran: «¡Lárgate!»? Era por su tez pálida, por su aureola, por la cálida autoridad de su guitarra.

Laureano habló con Cuchy del fenómeno y Cuchy le dijo:

—¡Sí, si estuvo en la radio! Es un tío… No creo que haya truco, no. Pero ¡qué más da! ¡Supongo que tiene un pasado horrible y quiere lavarlo! ¿Me das un pitillo? Me gustaría hacer un guión de su vida. ¡A lo mejor nos saldría un Verlaine harto de beber! O es hijo de un clochard de los puentes del Sena. ¡Ya no me fío de nadie! ¿Viste la que me hizo Sergio? Pero ahora te tengo a ti… ¡Oye! ¿Por qué no das tú un recital en el Palacio de la Música? Claro que ¿qué ibas a cantar? ¡Si no conoces nada de la vida, ni has pasado ninguna noche angustiosa, como no fuera cuando tuviste la gripe! De todos modos, podrías hablar del beso que voy a darte dentro de pocos segundos… ¡Anda, prepárate, que se acerca Carol y quiero que lo vea! Y deja en paz al padre Duval…

Llegó Carol y le hablaron del sacerdote. Prometió comprar un disco suyo.

—Sin embargo —dijo—, no creo que tenga ritmo, no creo que sirva para bailar…

En la Facultad de Filosofía y Letras era corriente la opinión de que nadie podía amasar una cuantiosa fortuna sin emplear medios ilícitos o lesionar los intereses de los demás. Dicha opinión había dado mucho que pensar a Pedro, quien hasta entonces se había abstenido de indagar las posibles causas de los éxitos financieros de su padre. Tampoco lo hacía a la sazón, pero un sexto sentido le indicaba que no todo debía de ser trigo limpio en la cuestión. De modo que el muchacho se sentía menos ufano que antes con el emblema o símbolo de «Construcciones Ventura, S. A.», es decir, del monigote de goma hinchado y sonriente. Además, había cazado al vuelo frases elocuentes: «hay que luchar, luchar»; «hay que abrirse paso a codazos»; «duro, duro con ellos». Sinónimos de «el fin justifica los medios». Resumiendo, hacía mucho tiempo que Pedro no conseguía evitar una mueca al ver cómo se derrochaba el dinero en la avenida Pearson y en «Torre Ventura».

Sin embargo, las disputas entre Pedro y Rogelio se habían basado fundamentalmente en la vocación del muchacho, en la carrera que éste eligió; pero, últimamente, sin saber por qué, y precisamente cuando en la casa se festejaba algo, un aniversario, lo que fuere, que invitaba a la alegría, los ánimos se encrespaban y tenía lugar alguna escena borrascosa. Desde luego, al margen de la opinión sobre los negocios, eran muchas las cosas de Rogelio que desagradaban a su hijo: que Rogelio sintiera tanta pasión por el fútbol —si el Barça perdía estaba tres días de mal humor—; que en la mesa se refocilara con los mondadientes; que, con los viajes que había hecho a Madrid, sólo una vez se le ocurriera entrar en el Museo del Prado; que apenas hablara de su madre y de sus dos hermanos, que vivían en el plantío de Llavaneras, etcétera. ¡Precisamente Pedro estaba orgulloso de sus parientes! Desde que tenía coche iba a verlos de vez en cuando. De sus tíos le gustaba la sensación que daban de seguridad, de estar en el sitio que les correspondía; de la abuela le gustaba todo, hasta la manera de cortar las rebanadas de pan.

El día del cumpleaños de Carol no fue excepción. La tradición se mantuvo. El hecho empezaba a ser tan automático, que Rosy le había dicho varias veces a Margot: «Tiemblo cuando se acerca el domingo o una fiesta cualquiera. El año pasado, el día de mi santo, creí que Rogelio echaba de casa a Pedro».

Con frecuencia la causa desencadenante era minúscula. Un comentario poco afortunado de alguien; alguna respuesta altiva de una sirvienta; Dog, que se ponía pesado, o cualquier noticia que trajese el periódico.

En el aniversario de Carol el factor determinante fue el porrazo que Pedro se había dado la víspera con el coche. Era el tercero del mes. Los dos primeros fueron simples rozaduras, pero este último suponía tres semanas de reparación.

Rogelio preguntó:

—¿Cómo ha sido eso? A ver, explícate.

—Culpa mía, por supuesto —confesó Pedro—. Bajaba por las Ramblas y me distraje con los quioscos de libros. El volante se me fue un poco hacia la izquierda y embestí un taxi. Lo lamento.

Rogelio, que sentía un respeto reverencial por los coches, movió la cabeza varias veces consecutivas.

—No debí comprarte el coche. Te retirarán el carnet. O te pegarás una torta que saldrá en la página de sucesos.

El tono le salió desabrido y Pedro se colocó a la defensiva.

—Te he dicho que lo lamento, papá.

—Ya lo sé. Pero ándate con más cuidado.

Se produjo una tregua que hubiera podido imaginarse era de paz. Nada de eso. El clima era ya propicio para que brotase la chispa. Y el ruido de los cubiertos comenzó su tarea.

—Llama para que traigan el champaña, Carol.

—Sí, papá.

Otro silencio. Rosy se dio cuenta de que Rogelio estaba de mal humor. No soltaba ninguna de sus carcajadas y se secaba los labios con la servilleta desplegada.

—¿Y tú, Carol? ¿En qué empleas las larguísimas horas que tiene el día? Te he perdido un poco la pista.

Carol miró con asombro a su padre.

—¡Pero, papá! ¿No sabes que voy al Instituto Británico y al Instituto del Teatro?

—¡Es verdad! Quieres salir en la «tele», como Mari-Tere… Y además, hablando en inglés. ¡Bien, hija! El examen de Estado falló; a lo mejor con eso te sales con la tuya.

De nuevo el tono de Rogelio, bien a su pesar, le salió duro. Por supuesto, algo había leído en el periódico que le hizo poca gracia algo relacionado con la vida sedentaria, con la obesidad o con la economía. Por fortuna, en aquel momento llegó el champaña, con el que era preciso brindar en honor de Carol, y el hombre hizo marcha atrás. El tapón salió disparado hacia el techo, y Rogelio empezó a llenar las copas.

—Bien, dejemos esto por hoy. ¡Por muchos años, Carol! ¿Te acuerdas, Rosy, del día en que la niña nació?

—¿Cómo no voy a acordarme?

Todos bebieron, todos se rieron un poquitín y bromearon sobre lo fea que era Carol al llegar al mundo. Rosy aludió a su crucero por Grecia, contándoles una vez más que la bebida más corriente en el país era el agua. «¡Hay que ver lo que les gusta el agua a los griegos! En todas partes sirven un vaso así de grande. ¡Y hay que beberlo! Merche no podía más…».

Carol, que no hizo el menor caso del agua griega, preguntó con coquetería:

—Pero ¿tan fea me trajiste al mundo, mamá?

—¡Un horror! —insistió Rogelio, animándose—. Te juro que entonces nadie hubiera podido sospechar que algún día querrías ser una vedette.

Pedro, que también había leído en el periódico algo que no le había gustado —Agencia Cosmos inauguraría otros dos hoteles, esta vez en Calella—, miró con fijeza a su padre, Y advirtió que éste, como siempre, para evitar flatulencias, se había echado migas de pan en el champaña, migas que atraían hacia sí los ácidos. El muchacho no supo lo que le ocurrió. Hubiérase dicho que le entraron de pronto ganas de pelea.

—Ojalá Carol saliera una buena actriz, ¿no te parece papá?

—¡Psé! Te diré…

—No pretenderás que todo el mundo se dedique a los negocios…

Rogelio se bebió con calma el champaña, paladéandolo. Su ventaja era ésta: sabía esperar.

—Te he dicho muchas veces —intervino por fin— que los negocios son también un arte. Tú no lo crees así, claro. Las finanzas son para los tontos, ¿verdad?

—Yo no he dicho eso.

—Pero lo piensas. No recuerdo que una sola vez se te haya ocurrido a ti pasar por la Constructora o por la Agencia Cosmos.

Pedro apuró de un trago el líquido que tenía en la copa. Luego contestó:

—Tampoco recuerdo que una sola vez se te haya ocurrido a ti pasar por la Facultad. Y sabes que mis estudios son para mí tan importantes como para ti tus despachos.

Rogelio se encogió de hombros.

—La filosofía no es mi fuerte, ya sabes. —Y añadió—: Y alguien tiene que pagar las facturas, ¿no es eso?

Rosy tosió. Se dio cuenta de que Rogelio había cometido uno de sus clásicos errores. Pedro endureció sus facciones hasta el límite, más que en las fotos «expresionistas» que tenía en su cuarto, y replicó:

—Escucha una cosa, papá. En lo que va de mes, es la tercera vez que me echas eso en cara. Si te soy una carga, ¿por qué no hablas claro, por qué no me dices «me he cansado» y se acabó la cuestión?

Rogelio no se inmutó.

—¡Alto, muchacho! Si me hubiera cansado, te lo habría dicho. Simplemente quiero que sepas que todo esto —y Rogelio miró alrededor, a la casa confortable y al jardín exótico que se veía a través de la ventana— me ha costado mis sudores.

Pedro se echó para atrás, en postura irónica. Recordó los comentarios de la Facultad y las frases «hay que abrirse paso a codazos», «duro, duro con ellos». No aludió a eso, pero dijo:

—Que yo recuerde, no te he pedido nunca nada. Carol y yo estamos aquí porque vosotros lo quisisteis —miró también a Rosy—. Partiendo de esta base…

La chispa había brotado. Rosy se irritó lo indecible ante la salida de tono de Pedro. Rogelio dudó entre soltar un taco o pegar un puñetazo en la mesa. Prefirió lo primero.

—¡Coño con el crío! ¡Nos ha salido fanfarrón… y amargado! Porque… tú eres un amargado, ¿verdad, niño? ¿O prefieres que te diga con franqueza lo que eres?

Pedro se había engallado.

—Puedes decir lo que quieras. Te escucho.

Rogelio contrajo las manos como si apretara algo. No esperaba el reto de Pedro. La indignación le salía por los ojos. Pero decidió contenerse.

—Mejor que no lo diga… por ahora. Pero todo llegará.

Carol intentó salvar la situación. Les recordó que era su cumpleaños y que en honor de todos había estrenado aquel flequillo que le llegaba hasta las cejas.

—¿No te gusta mi flequillo, papá? Mírame bien… —abrió los brazos como queriendo abarcar a toda la familia y añadió—: ¿Por qué no podemos vivir en paz?

—Eso digo yo —intervino Rosy.

Todo inútil. Se enfrentaban dos soberbios, y un flequillo era poca cosa para conseguir que cedieran.

Rogelio volvió a la carga. Pero esta vez sin especulaciones ni rodeos. Le dijo a Pedro, primero, que seguiría considerándolo un amargado mientras no le demostrara lo contrario. Segundo, que en adelante no se tomaría la molestia de interesarse por los porrazos que pudiera pegarse con el coche. Tercero, que le gustaría aclarar sin dilación por qué no utilizaban el famoso Kremlin simplemente para bailar y divertirse, sino que se lo brindaban a Sergio para que soltara sermoncitos que no venían a cuento. «Por lo visto os lo pasáis en grande, ¿eh? Y en la despedida de esa tal Giselle, que al parecer comparte las ideas de Sergio, refiriéndoos a las Milicias, hablasteis del uniforme y de la bandera como si fueran trapos sucios. ¿Puedo saber lo que significa todo eso?».

Pedro comprendió por dónde iban los tiros. ¡La política!

—Esa buhardilla forma parte de mi mundo —dijo—. Estamos a gusto allí. Hay una máscara de Carnaval y un columpio. Y una talla de madera con la cabeza de un negro. Y una pecera con unas monedas dentro, ahogadas las pobres. Pero la cosa no va por donde piensas. Sergio dice lo que se le antoja, como todos; en cuanto a mí, es cierto que la idea de vestirme de caqui y de coger cualquier arma me saca de quicio. Sin embargo, no temas, todavía no soy comunista… —Marcó una pausa—. Me asquea, desde luego, la futilidad de tanto lujo —miró en torno, como anteriormente lo hiciera Rogelio—, pero no me atrevería a afirmar que el comunismo sea la solución ¡Es una pena que mi padre no lea La Codorniz de vez en cuando! Le pusimos el Kremlin como pudimos ponerle el Taj Mahal o el Vaticano. Se nos ocurrió porque habíamos colgado allí el cuadro de Guernica, de Picasso. —Pedro añadió—: Habrás oído hablar de ese cuadro, ¿no es cierto? Y de Guernica también, supongo…

Rogelio hizo un mohín.

—Has dicho, si mal no recuerdo, que no te atreverías a afirmar que el comunismo sea la solución. ¿Podría saber a qué tipo de solución te refieres?

—Pues… no sé. —Pedro miró a la chimenea—. Por ejemplo, a la posibilidad de que todo el mundo pueda calentarse en invierno…

Rogelio acertaba a duras penas a dominarse. Había rodeado a Pedro de comodidades y el tiro le había salido por la culata. Se acordó por un momento de las ideas de Montserrat, la exinstitutriz.

—Quieres redimir a la humanidad ¿no es eso? ¿Puedes decirme qué has hecho hasta ahora en tal sentido? Yo doy trabajo a mucha gente y además la pago bien. ¿Crees que he de repartir lo que he ganado?

Pedro se encogió de hombros.

—No se trata de una acción individual, aunque eso también cuenta. Es todo el montaje el que falla. En Barcelona hay casi más Bancos que escuelas. Y eso ha de acabar un día u otro.

Rogelio, de pronto, empezó a sentirse a sus anchas. Parecióle que los argumentos de su hijo eran débiles.

—Ya… Lo que quieres es la igualdad para todos. ¡Durante la guerra oí hablar de eso! Y a los dos meses unos eran comisarios y otros no. —Pedro callaba y Rogelio remachó—: ¿Tienes tú la misma mentalidad que Trini, la sirvienta? ¿Quieres que tus catedráticos se pongan a fregar platos?

Pedro tuvo un gesto displicente.

—No es por ahí… y tú lo sabes. Sé que hay diversidad de talentos, y hasta de condiciones físicas. Pero el que se dedique a fregar platos ha de ser respetado como cualquier otro y ha de tener las mismas oportunidades.

—Comprendo. Las teorías del padre Saumells. ¿Y qué hacemos con los holgazanes?

—A ésos la vida se encargará de darles su merecido.

—En ese caso, he de repetirte que todo lo que tengo se lo han merecido estas dos manos —y las mostró en la mesa, abriéndolas de par en par.

—Admitamos que la cosa ha sido así… ¿Crees que ello te da derecho a organizar cócteles a base de ciento cincuenta invitados, como cuando la puesta de largo de Carol? ¿Y a servirles caviar? ¿Y a comprar esas dos lacas chinas —las miró— sin que te importen un bledo? —Pedro, aupado por sus propias palabras, miró a Rosy—. ¿Y mamá? ¿Cuánto dinero tiene en joyas? ¡Cuando os vais a cenar por ahí parece un escaparate! Un escaparate… espantosamente ridículo.

Rosy, que no esperaba el ataque, se descompuso.

—¿Qué te pasa con mis joyas? —se defendió—. ¿Es que no tengo derecho a ponérmelas? ¿Qué tienen de malo? —y adviniendo que Pedro miraba con sarcasmo sus pendientes añadió—: ¿O va a resultar que sí, que defiendes los pañuelos rojos en el cuello y las alpargatas? ¡Nunca creí que fueras capaz de insultarme de esa manera!

Pedro, súbitamente, pareció serenarse.

—Mí intención no ha sido insultarte. Lo que he buscado es un ejemplo. ¿No comprendéis que estoy hablando de símbolos? ¡Es todo vuestro tipo de sociedad lo que me produce malestar! No puedo con ella, ésa es la verdad.

Rogelio volvió a erigirse en protagonista.

—Tu madre tiene razón, estás borracho. Vives en las nubes. Ignoras lo más elemental: que para que la sociedad funcione hay que comprar lacas chinas, pendientes y hacer circular el dinero. De lo contrario, todo el mundo a pedir limosna.

Pedro se rascó la cabeza.

—Conozco la canción. Pero entretanto, las tres cuartas partes de la humanidad se muere de hambre.

—¿Y qué quieres? ¿Que los invite a todos a caviar?

—Te repito que lo que falla es el montaje, el sistema. Y que los hombres de tu generación, y los de las anteriores, en vez de afrontar el problema sobre esta base, os dedicasteis a organizar vuestras famosas guerras…

—¡Vaya con el mocoso! Otra vez la cantinela de la guerra. ¿Crees que la hicimos por gusto? Si tomamos un fusil fue precisamente para defender lo que tú mencionas tanto en tus artículos: la libertad. Y porque nos pegaban cuatro tiros si llevábamos corbata. ¿A que nunca le preguntaste a Margot por qué mataron a su padre y quién lo hizo? Lo hizo esa gentuza que ahora te da a ti tanta lástima. El padre de Margot era un hombre honrado y había trabajado toda su vida, como tantos otros.

Pedro no se arredró.

—Eso no cambia los términos de la cuestión. Esa gentuza, como tú la llamas, era ignorante. La falta de escuelas no es cosa de hoy… Y la culpa de ello la tenían los de arriba. La guerra fue un desatino y te repito que a lo que hay que aspirar es a que lleve corbata todo el mundo. En cuanto a que defendisteis la libertad, yo no veo ahora libertad por ningún lado.

Rogelio, al oír esto, puso cara apoplética.

—¿Por qué dices que no hay libertad? ¿Qué entiendes tú por libertad, vamos a ver?

Pedro volvió a encoger los hombros.

—Eso sería muy largo de explicar… Y tampoco lo comprenderías. Ni tú ni ninguno de los que ganasteis.

—¡Sistema perfecto! —replicó Rogelio—. Sería muy largo de explicar… Nosotros no comprendemos nada. ¡Claro, claro! Los que tenéis experiencias sois vosotros. Todavía andáis con el biberón y ya habéis encontrado la piedra filosofal.

—Nosotros no pretendemos haber encontrado nada —contestó Pedro—. Lo único que sabemos es que vosotros fallasteis y que continuaríais cerrando el paso a todo lo que atentara contra vuestros privilegios. Si me lo permites, confío en que la juventud, en cuanto consiga dejar el biberón, sabrá hallar otras soluciones.

Rogelio se disponía a contestar, pero esta vez se le anticipó Rosy.

—Estás jugando a lo fácil, Pedro. Acusar está al alcance de cualquiera; poner el remedio… es cosa de hombres de mucho fuste. Y desde luego, en todo caso hay que empezar por hablar sin resentimiento. Y tú estás resentido. De acuerdo con que hay que mejorar las cosas; pero siempre respetando ciertas reglas… ¡Por favor, déjame terminar…! Para empezar, has olvidado algo elemental en un muchacho que se las da de redentor: que con quienes estás hablando es con tus padres. Nunca jamás me hubiera yo atrevido a hablarles a los míos en el tono en que tú lo haces.

Pedro asintió repetidamente con satisfacción, como si acabaran de suministrarle el argumento definitivo.

—¡Ahí está! Lo que pensaban los padres no se podía discutir. Anatema. La rotura empezaba ahí. Tampoco se podía discutir lo que decía el maestro ni lo que decía el confesor. Es cierto que nosotros no hemos encontrado la piedra filosofal, y que encontrarla no es fácil; pero por lo menos hemos barrido unos cuantos tabúes. Por de pronto hemos encontrado eso: la comunicación. Tal vez sea ésa la primera definición de lo que entendemos por libertad… —Miró a su madre con gran seguridad y prosiguió—: Reconoce que si no le decías a tu padre lo que pensabas era por miedo. Y el miedo convierte a las personas en hipócritas.

Rosy protestó.

—No se trata de miedo. Se trataba de respeto. Hay jerarquías que es preciso respetar.

—Sí —insistió Pedro—, pero hasta cierto punto. La jerarquía no es un problema de escalafón. Es algo que en todo caso hay que ganarse a pulso. —Marcó una pausa y concluyó—: Otro de nuestros descubrimientos es la sinceridad.

Rogelio, ¡por fin!, acertó a sonreír.

—Ya salió la palabrita. Vuestro gran hallazgo es la sinceridad. No es la insolencia, ni la desfachatez; es la sinceridad. ¡Adelante, pues! ¿Por qué no eres sincero contigo mismo, con tus ideas, y empiezas a vivir por tu cuenta? Hoy mismo podrías hacerlo, y de paso le das una lección a tu madre; te vas al garaje y les dices que, cuando tu coche esté arreglado, lo regalen al limpiabotas de la esquina…

Carol, sin saber por qué, sintió ganas de aplaudir a su padre. Pero la expresión de Pedro le impidió hacerlo. Pedro se había quedado meditabundo, No en vano se había culpado muchas veces a sí mismo de inconsecuente. ¡Sí, acusar era más fácil que pasar a la acción! Entonces pensó que sus padres eran los primeros culpables de su falta de reflejos. En efecto, desde que nació lo educaron para que entrara en su terreno, lo mismo que hicieron con Carol. Condicionaron su voluntad. ¡Lo llevaron al Colegio de Jesús! Por lo tanto, eran responsables incluso de su inconsecuencia…

Así lo manifestó, con acento en el que se mezclaban la frustración y la dignidad, añadiendo luego que ese aspecto de la cuestión cada vez lo dañaba más hondamente; y que, por descontado, no había dicho al respecto la última palabra…

Rosy se alarmó. Veía capaz a Pedro de romper cualquier día la costra que se interponía entre sus ideales y su vida real. ¡Los títulos de los libros que tenía en su cuarto! Por el contrario, Rogelio apuró los restos de champaña, convencido de que había machacado a su hijo y de que éste continuaría especulando, colgando cuadros de Picasso, ridiculizando en sus gacetillas universitarias al exrey Faruk y a la «sociedad burguesa», llamando hipócritas a todas las generaciones anteriores a la suya; pero incapaz de renunciar a sus prebendas.

—¡Bien! —concluyó, levantándose de la mesa—. Creo que hemos llegado a un acuerdo, ¿verdad?

Pedro lo miró con la misma intensidad de siempre y contestó sencillamente:

—No.

Pedro, que no tenía nada de frívolo, hubiera querido admirar a sus padres y no lo lograba. Tampoco lograba ser valiente. Fue sincero al advertirles que tocante a sus «inconsecuencias» no había dicho su última palabra; al quedarse solo se dio cuenta de que por el momento no tomaría ninguna resolución práctica, que ni siquiera prescindiría del coche, que fue el reto que más le dolió. Pensó que el coche no era ningún lujo, sino una necesidad «para ir a la Facultad y para trasladarse de un sitio a otro», como lo demostraba que el padre de Marcos acababa de regalarle a éste uno de segunda mano, más potente que el suyo.

En el Kremlin se desahogó con sus compañeros sobre la escena familiar. Andrés Puig opinó que Pedro veía fantasmas donde no los había. Él no discutía con su padre: lo explotaba nada más. «He encontrado un recurso que me va de maravilla. Le digo que es el hombre que más entiende de joyas de Europa, y él tan pancho. Y mi madre otra que tal. Le doy mi palabra de que no tendrá jamás ninguna arruga y me llena de besos». Por su parte, Jorge Trabal dijo: «Tu padre tiene razón en una cosa: eso de redimir al prójimo es un mito. Cristo lo intentó y ya ves: andamos todavía a cuatro patas. El noventa por ciento de la gente es deficitaria mental. Morimos tan pronto, que no nos da tiempo a mejorar».

Cuchy era de otro parecer. Le había dado por acariciar siempre la cabecita del negro, representante de las razas oprimidas. Ella insistía en que todo intento de aproximación con los padres era inútil, debido a la diferencia de edad. «Ya conocéis mi teoría: son unos vejetes. Tu padre, Pedro, tan gordito y tal, cualquier día os da el susto del siglo. No entienden nada. Les dices cuchara y entienden camisón, les dices negro y entienden arco iris. ¡Tú a lo tuyo! Ellos han bailado ya lo que les correspondía. ¡Y eso que mi madre se las da de modernísima…!».

Laureano y Susana trataron el tema con más respeto, sobre todo la muchacha, aunque ambos admitieron que el paso de los años no perdonaba a nadie. «Sin embargo, hay mil maneras de llevar el asunto. No hay ninguna necesidad de faltarles ni de darles mayores disgustos. Cada cual ha de ir trazándose su camino, pero procurando razonarlo de la mejor manera. ¡Y terminan por aceptar! Me molesta horrores que los tratéis como si ya estuvieran fuera de juego. Yo todos los días aprendo de ellos algo. Me recordáis a Pablito, que a veces nos mira a Laureano y a mí como si fuéramos sus abuelitos».

Algunos ni siquiera se molestaron en dar su opinión. Sergio no estaba: había vuelto a encerrarse con sus libros, dispuesto a terminar la carrera. Particularmente interesante le resultó a Pedro el parecer de un nuevo ingresado en el clan. Lo había llevado Cuchy, porque hacía también periodismo; pero Narciso Rubio, vecino suyo, lo conocía de mucho antes. Era un muchacho de origen modesto, que se llamaba Dionisio Pascual. Ayudaba a su padre en un pequeño colmado que tenían cerca del Turó Park y que iba prosperando. Dionisio alternaba el mostrador con la Escuela de Periodismo, pues tenía aficiones literarias, que se le habían despertado a través de varios concursos de televisión.

La opinión de Dionisio era tajante: los padres eran rutinarios, pero se les debía gratitud por sus desvelos y por su amor. «Yo me hago esta reflexión: un día me casaré y tendré hijos y también me gustará que éstos me hagan caso y me quieran». «En un país como el nuestro, agresivo y en el que todo el mundo se pasa de listo, hay que respetar todo lo que represente autoridad». ¡Ay, ahí se le notaba a Dionisio que había militado en el Frente de Juventudes! Por lo demás, no lo ocultaba. Era la nota discrepante en aquel ambiente partidario de la libertad a ultranza. ¡Le parecía bien incluso que hubiera censura, y censura severa, aunque admitía que debía extenderse igualmente a los extranjeros! «Yo lo veo en la tienda. ¡Repito que el país se las trae! Todo el mundo procura colarse y si uno se descuida roban hasta los quesos de bola con el celofán y todo, y se pelean por cualquier memez. ¡Las señoras y las chachas! En resumen, todo lo que se haga para mantenernos a raya me parece bien. Y los que creéis que enfrentándoos a los padres o contándoles cuentos eso va a cambiar, sentaos en un sillón y esperad, porque hay tela para rato. El horno no está para bollos. Porque, si los padres chaquetean, acordaos de esto: los militares son los militares».

No se sabía si Dionisio duraría mucho o poco en el Kremlin. Porque, escuchándolo, la mayoría acababan por ponerse muy nerviosos, a excepción de Cuchy, que continuamente lo interrumpía para pedirle: «¿Me das fuego, mi amor?». ¡Orden público! ¡Autoridades! En la Universidad, al menor conato de protesta, porrazo y a la comisaría. Menos Laureano y Jorge Trabal, todos habían pasado ya la prueba de fuego ¡y Pedro tenía paralizados precisamente en censura dos artículos que escribió con mucha ilusión! En cuanto a las autoridades y miembros de entidades oficiales, precisamente porque la nación estaba plagada de Dionisios Pascual y de conformistas de otro tipo, podían reunirse en ágapes continuos y podían ir colgándose en el pecho unos a otros relucientes medallas.

Resumiendo, Pedro en la encrucijada, como siempre. Por un lado, acordándose del proverbio oriental que más de una vez lo había frenado, evitando que se lanzase sin ton ni son a la bohemia: «Caminante, lleva contigo siempre dos muletas, que en el momento más impensado puedes necesitarlas». Por otro, acordándose de las palabras que le dirigió mosén Rafael, a poco de conocerlo: «Sí en el mundo en que te mueves lo aceptaras todo sin rechistar, un servidor te suspendería en la asignatura de la vida. Tus padres no aspiran más que al bienestar, es decir, forman parte del estamento que en el Seminario algunos llamábamos de “personas-vientre”. Tú visas más alto y por eso te contradices y estás descontento. Lo que has de procurar es no faltarles al respeto y pensar que muchas veces no disparas contra ellos concretamente, sino contra el estamento que representan. Pero continúa analizando, continúa…».