CAPÍTULO XXVIII

EL DOCTOR BELTRÁN era un hombre singular. Había nacido el día de Navidad de 1901; pronto cumpliría, pues, sesenta años. El hecho de haber nacido al comenzar el siglo veinte y en la misma fecha que Aquel a quien Beatriz llamaba «Hijo de Dios» y el doctor Beltrán, partidario de matizar, «Hijo del Hombre», le permitía afirmar, en tono festivo, que reunía las condiciones necesarias para ser profeta. Pero no era profeta, sino médico. Beatriz estuvo a punto de casarse con él; pero a última hora el instinto conservador que dominaba a la madre de Margot se impuso, y Beatriz prefirió unir su vida a la de un notario, profesión que a su juicio ofrecía mayores garantías.

Andando el tiempo, el doctor Beltrán se congratuló de que Beatriz le diera calabazas. No se casó, y descubrió que la soltería era su dote más apreciable. Porque lo que mayormente amaba en la vida era la independencia. ¿Peligro de convertirse en cascarrabias? Eso no rezaba con él. Jovial por temperamento, trabajador por naturaleza, se defendía sin gran esfuerzo contra el oscuro acecho de la soledad. Su casa era alegre, porque al lado del doctor, su hermana, Carmen, acabó siéndolo también. «Haremos un pacto —le había dicho al proponerle que se fuera a vivir con él—. Teniendo en cuenta que yo no nací para ser sargento, cada día tendrás que adivinar las órdenes que yo debería darte, y las cumplirás a rajatabla. ¡Voluntariamente se entiende! A cambio, te garantizo muchos años de vida y que cada día te arrancaré dos carcajadas lo menos». Últimamente tenía un chófer particular, que lo acompañaba a las visitas domiciliarias —empezaba a fatigarse—, al que rescató de un garaje donde lo trataban mal. Se llamaba Montagut y había sido muy revolucionario. Montagut estaba encantado con el médico y con el empleo. «Nunca hubiera imaginado —le decía a su mujer—, que un hombre aficionado al tenis y a cosas por el estilo, a cosas de los ricos, pudiera ser, como lo es el doctor Beltrán, demócrata de verdad. ¡A mí que me mande lo que quiera! Estoy a su lado».

El doctor Beltrán, físicamente, tenía, como Dog, cierto parecido con Rogelio —corpulento, estatura mediana, brazos cortos, paso firme—, con la ventaja de no ser calvo y de haber pasado por la Universidad. Con cierta tendencia a curvar la espalda, debido a la costumbre de inclinarse sobre el lecho de los enfermos. Guasón como siempre, al terminar la carrera prometió que nunca obligaría a un paciente, al auscultarlo o mirarle la garganta, a decir «treinta y tres»; y cumplió su promesa. Su hermana le decía que al ponerse la bata blanca se transfiguraba. «¡Tonterías! —replicaba el doctor Beltrán—. Es sólo la apariencia. También los curanderos se ponen plumas en la cabeza o amuletos en el cinto. ¡Hay que impresionar a la clientela!».

Durante la guerra el doctor Beltrán prestó servicio en un hospital de urgencia, y su campechanería le salvó la vida. Los milicianos le querían tanto, que siempre le decían: «Al que intente tocarle un pelo, ¡pum!»; y volteaban la pistola. Más peligro pasó desde que finalizó la contienda, pues el hombre jamás se abstuvo de manifestar sus opiniones y de cantarle las verdades al lucero del alba. Ahora bien, lo hacía de tal modo que a nadie se le pasó nunca por las mientes llevárselo a comisaría, ni siquiera al coronel Rivero, de cuya salud —el corazón le daba algún sustillo— estaba al cuidado.

El doctor Beltrán, lo mismo que el padre de Rosy, el doctor don Fernando Vidal, no había querido especializarse. Siempre lo atrajo ser internista, médico de cabecera. Y también esa circunstancia lo ayudó mucho, tanto mientras silbaban las balas como después. «Imagínate, Carmen —ironizaba con su hermana—, que me hubieran traído un miliciano herido en la cabeza y hubiera tenido que decirles: “Perdonad, camaradas, pero yo sólo entiendo de la región lumbar… o de los huesos del metatarso”. ¡La hecatombe!». También ahora le parecía hermoso, y le resultaba útil, atender a todo el mundo: lo mismo a su clientela, perteneciente más bien a la «burguesía» de que se hablaba en el Kremlin, que por las mañanas, en el Hospital, a la reata de enfermos pobres, desvalidos, que esperaban con ansia su llegada y cuyo principal defecto consistía en no saber explicar con precisión qué era exactamente lo que les dolía.

En el Hospital, su joven ayudante, el doctor Carbonell, competente pero codicioso y que andaba a la caza de una mujer rica que le instalara la consulta, lo consideraba anticuado, pero sentía adoración por él. Llevaba tres años trabajando a su lado y todavía no acertaba a explicarse cómo el doctor Beltrán, teniendo como tenía ideas tan personales, tan propias, se adaptara tan limpiamente a cualquier circunstancia.

—¿Cómo se las arregla usted, doctor, para estar de acuerdo con todo el mundo sin estarlo en el fondo con nadie?

—¿Me está usted llamando hipócrita, doctor Carbonell?

—¡De ningún modo, doctor Beltrán!

—Pues verá… No hay tal misterio. Parto de la base de que no hay verdades absolutas, Je que todo el mundo tiene su parte de razón. Esa teoría, que dicho sea de paso es de lo más elemental, me permite entenderme con todo el mundo, incluso con usted.

El joven doctor Carbonell, que sufría la tortura de sentirse muy distinto según la persona que tuviera delante, asentía con la cabeza y permanecía mirando al maestro.

—¿Podría usted decirme cómo ha llegado a semejante conclusión?

El doctor Beltrán se encogía expresivamente de hombros.

—¡Pero si lo sabe usted de sobra, amigo mío!: estudiando farmacología. ¿Es que no se ha dado cuenta? ¿Cómo se puede ser buen médico sin conocer uno por uno los ingredientes de que se compone la fórmula que se receta? ¡La bioquímica, doctor Carbonell! Viendo las reacciones que producen las sustancias, uno no tiene más remedio que admitir nuestra pintoresca limitación, y, en consecuencia, ser tolerante… Usted sabe en lo que convierte a un hombre una descarga de adrenalina, ¿verdad? A mí me interesan mucho los tóxicos… ¡Farmacología, doctor! Y aceptará usted los planteamientos ajenos con un desparpajo que lo dejará asombrado.

Por supuesto, él aceptaba los planteamientos ajenos. Lo cual no le impedía formular objeciones, con su característico léxico mordaz. Y puesto que su clientela era muy extensa, le sobraban ocasiones para exhibir sus dotes de polemista. Además, le encantaba pasar de un paciente a otro, de una a otra mentalidad. Era como un abanico que se desplegaba ante él, incitándolo a ejercitar su esgrima intelectual. Otra de las ventajas de ir convirtiendo en amigos a los clientes que trataba.

Últimamente, debido a una tozuda epidemia de gripe, que perdonó a muy pocos, tuvo ocasión de dialogar con una serie de conocidos. Con otros coincidió en otros lugares, por otros motivos, y era curioso observar cómo automáticamente se constituía en el centro de atracción.

—¡Conforme, amigo Julián! Los americanos han hecho estallar la primera bomba de hidrógeno y han botado el primer submarino atómico. Sí, ya era hora de que se produjesen esos avances, de que los médicos viéramos el interior de los cuerpos sin necesidad de hacerles previamente la autopsia, y de que mi hermana Carmen pudiera colocar en una lavadora eléctrica las batas blancas que mis enfermos, de vez en cuando, manchan con su sangre… ¡Recuerdo que mi padre, también médico, visitaba a los enfermos a la luz de una vela o de un quinqué de petróleo! Ahora bien, ¿estamos seguros de que esas conquistas aumentarán nuestra felicidad? ¿Significan que seremos más libres o que nuestra agresividad disminuirá? ¿Se molestará usted si le digo que me ha impresionado ver cómo su hijo Pablito trataba a puntapiés los costosos juguetes que tiene amontonados en su cuarto, en tanto que guardaba intacto un caballo de cartón? Ésa es la clave de la cuestión. ¿No le parece que, hasta el presente, la electrónica va por un lado y el espíritu por otro? ¿Se encontrarán algún día y se darán un abrazo? Tal vez tenga usted razón y haya que intentar a toda costa automatizarnos para rendir más. Sin embargo, yo he vivido automatizado toda mi vida, rindiendo lo mío, apoyándome en la voluntad. ¿Sistema periclitado? ¡Por favor, no olvide tomarse esos jarabes y hacerse esas inhalaciones que le he recetado! La cantidad exacta, y a las horas que le he prescrito en ese papel…

Hablando con el padre Saumells, los términos del diálogo eran similares.

—Sí, padre Saumells. Está usted pasando una dura prueba y poca gente comprende los esfuerzos que usted hace y cuáles son sus intenciones. Llegó usted muy ilusionado y se ha encontrado con una realidad más bien triste. Como médico he de darle un consejo: no se lo tome a la tremenda. Acierta usted al afirmar que el capitalismo es una provocación, y que las Sociedades Anónimas se llaman Anónimas para que nadie sepa quién explota a los que trabajan para ellas. De todos modos, exterminar a los tipos humanos como Rogelio Ventura, como Ricardo Marín —para no citar al conde de Vilalta, sin el cual no tendríamos yute para nuestras alpargatas—, ¿no cree usted que equivaldría a entregar toda la economía a una única Sociedad Anónima, elefantiásica, que sería el Estado? Ya habrá usted visto lo de Rusia, ¿no? Murió Stalin, que en paz descanse, y ahora resulta que el comunismo funcionaba bastante peor de lo que nos decían. ¡Conforme, conforme, padre Saumells! ¡Ambos sistemas son calamitosos, claman al cielo, y a causa de ello la juventud, que es un tesoro, se rebelará! Mejor dicho, está armando ya la marimorena… Pero, entretanto, tal vez pudiéramos encontrar una solución intermedia… ¿O quizá algunos países escandinavos la han encontrado ya? ¿Qué opina usted de los países escandinavos, padre Saumells? ¡Le repito lo que antes le dije! No se lo tome a la tremenda. Ingiera sus caramelos de costumbre y cuente algún chiste de vez en cuando. ¡A menos que le guste que venga a verle cada semana en calidad de doctor!

Hablando con Jaime Amades —a quien el doctor Beltrán consideraba un ejemplar humano muy digno de atención—, el médico iba asintiendo con la cabeza, mientras le tomaba la tensión.

—Le comprendo, señor Amades, le comprendo… La publicidad es un gran hallazgo. Y ahora con la televisión, ¡no digamos! La masa es ignorante, clínicamente imbécil y ni siquiera capaz de elegir por su cuenta lo que le conviene. Entonces llega la Agencia Hércules y le dice: «¡Compre esto y lo otro!». Estoy con usted. En el fondo, es una labor social comparable a la de la Cruz Roja, en la que tanto trabaja nuestra común amiga Beatriz. Además, hay que crear estímulos, sí, señor. Despertar necesidades. De otro modo continuaríamos viviendo como vivían nuestros abuelos, que colgaban del techo del comedor un papel matamoscas, lo que objetivamente considerado era una porquería, y que sólo se limpiaban los dientes la víspera de la Fiesta Mayor… Naturalmente, no estoy seguro de que los insecticidas desarrollen la mente ni de que los dentífricos limpien el alma. Pero, en fin, señor Amades, usted ha podido ofrecerle a Charito, que por cierto es muy vistosa y agradable, toda clase de comodidades, y si no he oído mal tienen ustedes intención de hacer un crucero marítimo por las islas griegas… ¡Me parece muy bien, se lo digo de veras! ¡Ah, y no se preocupe demasiado porque su hijo, Sergio, tenga colgado en la cabecera de la cama un retrato de Lenin! Claro que puede tratarse de un rechazo contra el sistema de publicidad que usted utiliza, pero ¡quién sabe!; a lo mejor se trata de una simple jugarreta del subconsciente, de esas que Freud gustaba de analizar… Por lo demás, tranquilícese… Está usted a doce y medio de máxima y a ocho de mínima. Normal…

Con Aurelio Subirachs era distinto. Se conocían prácticamente de pequeños aunque el doctor era mayor. Simpatía recíproca: el doctor Beltrán había salvado a la esposa del arquitecto de un par de arrechuchos bastante serios. Aurelio Subirachs era un enamorado de las grandes urbes, de forma más militante aún que Julián, y eso casi llegaba a irritar al doctor. Según éste, las grandes urbes, aparte de que uniformaban el mundo, esclavizaban por completo al hombre y eran culpables de su soledad. Los ciudadanos marchaban en fila, sin llevar siquiera un número en la espalda. Barcelona, en ese aspecto, daba pena, sobre todo para quienes, como ellos, habían conocido la anterior, tranquila y sosegada. Debido a los coches y a los semáforos, los ojos humanos se habían convertido en células fotoeléctricas reactivas. Ya no se podía andar, caminar, pasear: a lo máximo a que podía aspirarse era a no morir aplastado por un camión. La técnica suplía a la cultura, a la que se le asignaba meramente el papel de los antiguos bufones en la Corte: es decir, se le permitía que entretuviera a unos cuantos con sus críticas, pero de ningún modo que pusieran en práctica sus conclusiones. Si él, como médico, se fiara sólo de los aparatos y de los resultados de los análisis, una tercera parte de su clientela estaría ya en los cementerios… Por supuesto, no quería dramatizar, y menos con alguien que llevaba en el bolsillo un pedazo de cordel y otro de alambre… Pero era preciso destinar un tiempo a la contemplación y otro tanto a cultivar las inmensas posibilidades del propio yo. Por encima del hombre mismo no había nada, sólo mitos enfáticos y pretensiones escupibles, y rodeado de toda clase de comodidades dicho hombre podía sentirse absolutamente desgraciado. Parte de la humanidad, engreída por haberse cruzado la barrera del sonido, parecía estar olvidando un hecho tan obvio, y los resultados podían verse con sólo leer cada día las páginas de sucesos de los periódicos… Claro que no se trataba de lamentarse, sino de actuar; pero ¿acaso el pensamiento y el descanso no eran también actos? Él podía garantizarle que gran número de personas sólo se preocupaban de mejorarse a sí mismas cuando se sentían enfermas; entendiendo por mejorarse recobrar la salud. Luego, otra vez la enajenación materialista. Por cierto: ¿qué opinaba de todo eso su hijo Marcos, el que pintaba fosfenos y solía afirmar que el mundo le producía náuseas? Y, sobre todo, ¿qué opinaba Rafael, el sacerdote, cuyas primeras embestidas le habían llamado la atención? ¡Si Aurelio pudiera conseguir que Rafael tuviera una gripe benigna!: eso le daría ocasión de charlar un poco con él…

Hubo que esperar cierto tiempo a que este encuentro pudiera verificarse; y cuando se efectuó, fue más bien de rebote; es decir, quien enfermó no fue Rafael, sino su jerarca inmediato, el bueno de mosén Castelló, el cual, en el decurso de una novena que celebró en el templo a una temperatura no muy superior a los cero grados, pilló una pulmonía de campeonato, A raíz de ello, mientras mosén Castelló rezaba y sudaba en la cama bajo un cúmulo de mantas, rodeado de jarabes, inhaladores, ¡y antibióticos!, el médico y el joven sacerdote dialogaron a placer en la habitación contigua, al calor de una estufa.

Y resultó que el doctor se encontró con un hombre optimista por naturaleza, sólidamente formado, que creía también en el futuro, pero desde un punto de vista esperanzador… Lo caduco, caduco estaba y sobre ello no podía construirse nada nuevo. Jamás conseguiría que el santo varón que era mosén Castelló, después de sobrevivir a la pulmonía aceptara que instalar calefacción en la iglesia no suponía una ofensa a Dios y que los confesonarios eran como pequeñas cárceles malolientes vinculadas a la iglesia inquisitorial, y que deberían desaparecer.

—Doctor, me alegra oírle decir que hay que cultivar la interioridad de uno mismo, el propio yo. De todos modos, en terrenos como éste hay un gran problema de lenguaje, perfectamente registrable entre las diversas generaciones. Mi hermano Marcos entendería al instante lo que queremos significar; mucha gente mayor, en cambio, está tan mal acostumbrada, y eso lo he comprobado precisamente en esos confesionarios, que si se le dice esto entiende a rajatabla que su obligación es prescindir literalmente de los demás.

—Sé que habla usted en serio, querido mosén Rafael, porque en mi profesión he comprobado algo parecido. Sin embargo, un hombre como usted, dotado y entusiasta, puede hacer mucho. Ha de dar el campanazo de alarma. Ahora bien, me preocupa una cosa: me han dicho que, dentro de su moderno concepto del ministerio sagrado, le concede usted mucha importancia a las estadísticas. ¿Es eso verdad, o se trata de una murmuración?

Mosén Rafael sonrió.

—Depende del género de estadística, doctor Beltrán. Por ejemplo, me interesa relativamente, como base para mis acciones futuras, controlar cuántas personas cumplen en la parroquia con el precepto dominical. Eso le preocupa a mosén Castelló, y no digamos al señor arzobispo. Ahora bien, enterarme, por un documento oficial de la UNESCO, que en este año de 1961 en que estamos, la mitad de toda la población mundial tiene menos de veinte años, es algo que no puede dejarme indiferente, ¿no le parece?

—¿Ha dicho usted la mitad de la población?

—Exactamente. Pero aún hay más. Acaba de celebrarse el «Día Mundial del Niño». ¡Qué raro que no se haya usted enterado! Estoy seguro de que Susana lo ha seguido al dedillo. Pues bien, al término se ha facilitado otra nota según la cual hay actualmente en la tierra más de mil millones de niños. ¿Imagina usted cuál será su mentalidad dentro de cuatro lustros? Los temores de que hablaba usted a mi padre en su conversación ¿existirán para ellos?

El doctor Beltrán se rascó el cogote y se acercó un poco más a la estufa.

—Lo que no comprendo es que hable usted de eso en tono triunfal. No se ofenda usted, pero me recuerda a ciertos oradores de la «tele»… Si no sienten esos temores —las grandes urbes, el trabajo en serie, la muerte bajo las ruedas de un camión—, ¿cómo se defenderán contra la embriaguez del progreso, contra la tendencia a carcajearse al oír la palabra nostalgia? Porque se da el caso de que lo fundamental del hombre no habrá cambiado nada cuando esos mil millones de niños tengan la edad que tiene usted ahora. Por más que ciertos órganos se adapten a la función, su psique continuará reclamando alimentos muy elementales, en tanto que el mundo externo habrá avanzado infinitamente más. En ese caso, ¿de dónde saldrá la fuerza compensatoria, cómo podrá detenerse tan gigantesco desfase?

—En mi opinión, doctor, será la propia sociedad la que fabricará los antídotos necesarios. Mejor dicho, ha empezado ya a hacerlo. Por lo demás, al hablarle a usted de los temores que los hombres del mañana no sentirán, no me refería precisamente al vértigo de la velocidad, a los rápidos cambios de color, a las urbes multitudinarias, que a eso sí que los órganos se habrán adaptado; me refería más bien a que esos hombres del futuro sentirán, como siempre se ha sentido, el horror al vacío y ya no renegarán ni del pensamiento ni de la cultura, aunque las formas de uno y otra sean distintas. Sabrán de sobra que rodeados de robots pueden ser desgraciados.

—¿Está usted seguro?

—Seguro, no; pero así lo espero. Y me guío por mi propia intuición. Doctor, ha mencionado usted la embriaguez del progreso. ¿Puedo hacerle una pregunta? ¿Ha oído usted hablar de esa buhardilla llamada el Kremlin? ¡Me alegro mucho! Aunque es una verdadera lástima que no la haya visitado… Puedo garantizarle que tiene un enorme interés. Es también una intuición. Y hay millares de buhardillas como ésa, en América y en Europa, y que apuntan en todas direcciones. A ello me refería al decirle que los antídotos han empezado a funcionar… ¡Lo cual no significa que en ellas se adore a la nostalgia! En el Kremlin hay la cabeza de un negro sobre una columna salomónica, y ello quiere indicar que hay que acabar con la discriminación racial…

El doctor Beltrán se adaptó los lentes sobre el caballete de la nariz.

—¿De modo que, según usted, vicario de una conocida parroquia barcelonesa, hay que cifrar la esperanza en el buen funcionamiento de esas buhardillas?

—No se burle usted, doctor. Aunque en el fondo es lógico que lo haga. Millares y millares de representantes de esos menores de veinte años de que antes le hablé empiezan a predicar con el ejemplo. Mi padre, a su regreso de los Estados Unidos, habló de la cuestión también en tono jocoso; el señor Vega, un poco menos. En cualquier caso, lo cierto es que brotan por doquier gran cantidad de movimientos juveniles que no aceptan esa enajenación materialista a que usted se refirió. Algunos de esos movimientos son violentos, no se puede negar. Al ritmo del rock and roll y similares se destrozan escaparates, salas de espectáculos, la tapicería de los coches de primera de los trenes, etcétera; pero hay otros movimientos que son pacíficos. Yo diría que casi bucólicos. Los beatniks, por ejemplo. Buscan lo que usted propone: tener tiempo para pensar. Son muchachos y muchachas que abandonan sus confortables hogares y que se sientan en los parques públicos de las grandes ciudades o se van al campo, con sólo un hatillo y algún instrumentos musical primitivo…

—He oído hablar de ellos, mosén Rafael. Incluso creo haber visto alguna fotografía… La impresión que dan es de que no se lavan.

—¡Otra vez con sus ironías! Bien, bien, es usted muy dueño, doctor. Por mi parte, creo que el asunto es serio. Se dedican a trabajos manuales, primarios, como la alfarería… Llevan pantalones vaqueros. Y es curioso observar que los principales núcleos han surgido de las universidades…

—¿Tienen algo que ver con el marxismo?

—¡No, no! Precisamente lo que persiguen es la libertad.

—¿Y con el existencialismo nihilista?

—Tampoco. Por el momento, carecen de líderes filosóficos que merezcan el nombre de tales. No se trata de la negación de la realidad, ni de una invitación al suicidio. Por el contrario, más bien cantan a la alegría de vivir, y a la fraternidad…

—¿Qué significa la palabra beatnik?

—Eso no está muy claro. Pero, si no estoy equivocado, en su jerga vendría a significar «romper o destrozar la mala hierba para plantar una semilla nueva».

—¿No se habrán pasado al otro extremo y serán los nuevos trovadores del ocio?

—¡Bueno! Si lo toma usted así… Yo insisto en que hacen mucho más que eso. Son un reto a lo que usted mismo ha afirmado detestar. Porque convendrá conmigo en que sería más cómodo para ellos seguir los caminos trillados y que los papás pagaran los gastos…

—Eso desde luego… Pero ¿cree usted que serán tenaces? ¿Cree usted que esos movimientos tendrán continuidad?

—¡Si ya le dije que no han hecho más que empezar!

—Mucha promiscuidad… en todos los órdenes, ¿no?

—¿Y no hay mucha promiscuidad… en nuestra respetable sociedad establecida?

—Además, hay muchos fetos que no consiguen desarrollarse…

—Yo confío en que ésos se desarrollarán… En el plano religioso, por ejemplo —porque no querría olvidarme de que es el mío—, hay un hombre que ha visto claro y que también es optimista: el papa actual, Juan XXIII. ¡Da la impresión de que no le importaría vivir en una buhardilla! ¿No lo cree usted así? Y su sentido del humor es el clásico de la juventud…

—Desde luego, la frasecita de que hay que quitar el polvo que se ha acumulado sobre la Iglesia durante siglos…

—Eso hace concebir grandes esperanzas con respecto al Concilio Vaticano II, ¿no cree?

—Con respecto al Concilio, es innegable. Pero ¿sabe usted lo que me preocupa? Si se quita ese polvo ¿qué encontraremos debajo? Y sobre todo ¿qué pasará con mosén Castelló? De la pulmonía se salvará; pero de según qué tipo de reforma le impongan…

—¡Ah, yo estaré aquí para ayudarle a soportarlo!

—¡Ni pensarlo! Precisamente será usted su dedo acusador…

—Es mi obligación, ¿no le parece?

El doctor Beltrán levantó cuanto pudo el tono de la voz.

—¡Pues mire usted…! ¡Ahora que no nos oye, le diría que sí! —Y el médico y el joven sacerdote soltaron una carcajada.

Es preciso añadir que la enfermedad de mosén Castelló no sólo contribuyó a que el doctor Beltrán pudiera ampliar el abanico de sus opiniones. Fue causa de un acontecimiento lateral, que sumió en la mayor perplejidad a mosén Rafael.

En uno de los momentos de crisis que el párroco sufrió, el hombre, que era muy aprensivo, le pidió a su joven vicario que le confesase.

Mosén Rafael pensó: «¿Qué pecados puede haber cometido este hombre, desde su punto de vista?». ¿Falta de celo en su labor? ¿Dormirse un poquitín al leer el breviario? ¿Cierta rutina en las genuflexiones ante el Santísimo o al tomar agua bendita? Porque no era imaginable que se confesara de que, sin darse cuenta, en la parroquia disculpase con más facilidad los pecados de los ricos que los de los pobres, ni de que cultivase un tipo de religión capaz de sembrar el pánico entre los mil millones de niños que, según la UNESCO, poblaban la tierra.

Pues bien, no hubo nada ni de lo uno ni de lo otro. Ante el asombro de mosén Rafael, el reverendo Castelló se confesó, ¡por primera vez! —¿qué tipo de examen de conciencia retroactiva lo llevaría a semejante decisión?— de su ofrecimiento a las autoridades al término de la guerra civil; es decir, de haberse quitado la sotana, de haberse introducido, disfrazado de miliciano, en un campo de concentración, donde se dedicaba a escuchar las conversaciones de los demás detenidos, a los que luego denunciaba con absoluta tranquilidad.

Mosén Rafael, que jamás supuso que una cosa así hubiera sido posible —era más docto en futurismo que en historia—, tuvo que tragar saliva antes de hablar. Y entonces cayó en una tentación corriente en las confesiones: la curiosidad. Con morosidad, con complacencia, imitó la manera de hacer de su penitente en otros campos de responsabilidad y le pidió detalles.

—¿Cuántos detenidos calcula usted que llegó a denunciar?

—Pues, no sé… No podría precisarlo…

—Haga un esfuerzo de memoria, es conveniente…

—Quizá… unos cuarenta… Tal vez algo menos.

—Y… ¿se enteraba usted de la suerte que los denunciados corrían luego?

—No, eso no… —Marcó una pausa—. Sin embargo, conociendo las costumbres, no puedo negar que más o menos podía imaginarlo…

—¿Alguna pena de muerte?

—Sí, claro… Supongo que sí… Lo menos seis o siete…

Mosén Rafael, sentado al lado de la cama del enfermo, sintió que las vaharadas de alcanfor lo mareaban. Y también lo molestaba la casi absoluta oscuridad de la habitación.

—¿Se arrepiente usted de tales acciones? ¿No estaría dispuesto a repetirlas?

—¡No, no! ¡Dios mío, no!

—Todo eso es grave, reverendo… Usted era sacerdote y no tenía por qué confiar a la justicia humana la suerte de personas que sostenían ideas opuestas a las suyas, aunque en nombre de dichas ideas hubieran cometido delitos. Su cometido debió ser simplemente procurar que se reconciliaran con Dios, a través de la confesión…

—Sí, padre…

—¡Bien! —mosén Rafael suspiró. En ese momento se acordó de su juventud, ya que durante unos minutos se había sentido un viejo—. En penitencia, en la primera misa que celebre usted rezará especialmente por todas las personas que denunció. Y aparte de eso, un padrenuestro…

Mosén Castelló se movió bajo las mantas, indicio de que supuso que su vicario le impondría una penitencia mucho mayor. Precisamente había querido humillarse y confesarse con él porque imaginaba que sería más severo que cualquier otro sacerdote de su edad o de su manera de pensar.

—Así lo haré, padre…

—Ahora, el yo pecador…

Y mosén Rafael, todavía muy mareado, le dio la absolución. Al término de ella, mosén Castelló, sacando un brazo de debajo de la manta, cogió la mano derecha del vicario, la atrajo hacia sí y se la besó.