LA CONVERSACIÓN SOSTENIDA entre Alejo Espriu y Jaime Amades había de tener pintorescas repercusiones. Desde que Amades supo que su amigo y abogado tenía una baza fuerte, fortísima, contra Ricardo Marín, no cejó. «¡Que reviento si no me lo cuentas! ¡Que te juro que reviento!». Por fin Alejo, que se moría de ganas de compartir con alguien su secreto, le dijo al propietario de la Agencia Hércules:
—Está bien, está bien… Siéntate, que vas a oír algo bueno. ¡Pero júrame que esto morirá en este despacho!
Jaime Amades tuvo un gesto de impaciencia.
—No me ofendas, por favor…
—Te hablé de un asunto de meublés en el que yo estaba metido.
—Exacto. Lo recuerdo.
—Pues bien, resulta que uno de dichos meublés, de cuyo control me ocupo, se llama «La Gaviota».
—La primera vez que lo oigo nombrar.
—Y que en él, una tarde del pasado mes de noviembre, vi entrar al ilustre Ricardo Marín, con una guapa señora, dispuestos a pasar un ratito.
—¡Me interesa el nombre de la señora!
—Es de mi familia. Se llama Rosy.
Jaime Amades tuvo un acceso de tos. No había forma de que se le pasara. Quería un vaso de agua, pero nadie ni nada podía entrar, ni tampoco salir de aquel despacho.
Fue el principio del goce de Alejo, sumamente experto en apurar ese tipo de situaciones. De pronto, Amades se preguntó si no sería una broma; luego fue reflexionando y al cabo terminó por encontrarlo natural. Aparte las diferencias que existían, sin lugar a dudas, entre Rogelio y Rosy, Rogelio se lo tenía merecido. ¡Tantos años con Marilín descaradamente! Y con otras… Una humillación. Además, haciendo memoria, recordó haber atisbado entre Ricardo y Rosy alguna mirada de coquetería; aunque eso, en la clase de sociedad en que ambos se desenvolvían, nunca se sabía si era una mera demostración de elegancia.
Pese a todo, Amades, pensando en Rogelio, apretó los puños. ¡Si algún día llegaba a enterarse! Le daba un ataque. ¡Tan seguro de sí! La vida tenía esas cosas. Y a Amades le dolía de un modo especial que fuera precisamente el banquero pedante quien se hubiera llevado el gato al agua… Recordó el día de la boda, en la ermita de San Bernat, cuando el cura les repitió machaconamente a «los novios» que el matrimonio era una cruz. ¡Poético paisaje, suculento banquete!
Alejo leía perfectamente lo que andaba pensando Amades, pero no le importó interrumpirlo.
—¿Qué crees que puedo pedirle al culpable, Amades, a cambio de un poco de discreción?
Amades reaccionó. Olvidóse de Rogelio y pensó en Ricardo.
—Lo que te dé la gana. La ocasión es única.
—Querría entrar de abogado en Agencia Cosmos. Ser uno más de la plantilla. Con esto, y con saber que él sabe que lo sé, me bastaría, creo yo…
—No está mal. No tendrá más remedio que acceder.
—Así lo espero. ¡Otra cosa, Amades! ¿Qué procedimiento utilizarías para la operación?
—El más directo. Llamarlo por teléfono y decirle que necesitas hablar con él.
Alejo se acarició las patillas, que se hacía teñir en la peluquería Aresti.
—Completamente de acuerdo. ¿Me permites que llame ahora mismo, desde aquí?
—¿Desde aquí…? ¡Bueno! ¿Por qué no?
Así lo hizo. Conseguida la comunicación con Ricardo Marín, éste, no sin sorpresa, accedió a la entrevista. Y los dos hombres quedaron citados para el sábado, a las diez de la mañana, en el propio despacho del director del Banco.
—Por favor, Alejo, sea usted puntual.
—Lo seré.
Antes del sábado, Amades ya había traicionado a su amigo: se lo contó a Charito. Charito soltó una carcajada como un rascacielos y clamó: «¡Y me llaman puta a mí! ¡Y los reputísimos son ellos!». De repente, pareció olvidarse de Ricardo, que tan mal los había tratado siempre, y se refirió exclusivamente a Rosy: «¡La muy guarra! Rogelio será lo que sea, pero al fin y al cabo es un hombre; pero ella… ¡Amades, moviliza a todo el personal de tu agencia publicitaria!», y Charito continuaba desternillándose de risa, lo que le causaba mucho bien.
Amades, visiblemente alarmado, la amenazó.
—Como digas algo a alguien, te mato… ¡Como lo oyes, Charito!
—No seas bobo, anda… ¿No ves que esas cosas son como el amor, que se saborean mejor en soledad? —estiró los brazos—. ¡«La Gaviota»! ¡Con lo bien que me han caído siempre las gaviotas!
La entrevista entre Alejo Espriu y Ricardo Marín fue más breve de lo que hubiera podido esperarse. El despacho del banquero era de una austeridad impresionante, quizá un poco exagerada. Todo de madera, con las puertas forradas de un material aislante. Despacho de director moderno, con el retrato del fundador, su padre, presidiendo.
Alejo fue directamente al grano. Había solicitado verle para hablarle de negocios. Una aspiración suya, muy antigua, era pasar a ser abogado de la Agencia Cosmos. Hasta el presente, todas sus tentativas habían fracasado. Pero las cosas habían sufrido un cambio. Poseía una información que, si sus cálculos no estaban equivocados, podía valerle el puesto. Estaba dispuesto a no hacer uso de dicha información, a callársela, si don Ricardo Marín lo ayudaba a obtener dicho puesto.
—¿De qué se trata? —preguntó el banquero, con aire más bien displicente.
—El asunto está relacionado con una de mis ocupaciones profesionales: soy el encargado-administrador de unos cuantos meublés, meublés lujosos, de la ciudad —la expresión de Ricardo Marín cambió por completo—. Pues bien, el día doce del pasado mes de noviembre, a las siete y cuarto en punto de la tarde, se apeó usted en el interior de uno de dichos meublés, llamado «La Gaviota», sito en las afueras. Iba usted del brazo de una hermosa y conocida mujer. Consígame usted ese hueco en la asesoría jurídica de la Agencia Cosmos y cuente con mi silencio.
Ricardo clavó en su interlocutor una mirada parecida a las flechas de Aurelio Subirachs. Comprendió que el asunto iba en serio. Sintió una terrible repugnancia. Se debatió como un león. Le obligó a Alejo a repetir la fecha, la hora, a describirle el traje que él llevaba, los movimientos que «él y la mujer» hicieron desde que se apearon del taxi hasta llegar al ascensor, le preguntó qué pruebas podría tener de todo aquello, etcétera. Los datos fueron tan matemáticos, que tuvo que rendirse a la evidencia. A partir de ese momento, los músculos de su cara delataron una tremenda crispación, pero demostró saber perder.
—Está bien… Está bien —repitió—. Su propuesta tiene un nombre sobradamente conocido, pero aquí el caballo ganador es usted.
—Eso creo.
—De modo que, por mi parte, no tengo otra alternativa que decirle que sí. ¿Así que lo que le interesa es figurar en la lista de abogados de la Agencia Cosmos?
—Exactamente.
Ricardo Marín tamboreó en la mesa.
—Ya… ¿Y podría decirme… si el asunto le urge mucho?
—Un poco… Compréndalo.
—Es que ya sabe usted que se trata de una sociedad… Tendré que convencer al conde de Vilalta… y a Rogelio.
—Rogelio no pondrá ninguna pega. ¡Soy su abogado…! Y sabe que deseo ese puesto. Encárguese del conde. Estoy seguro de que lo conseguirá.
Ricardo Marín movió repetidamente la cabeza.
—Lo intentaré.
Parecía lo más natural que Ricardo Marín estuviera dispuesto a terminar cuanto antes la escena. Sin embargo, se advertía que estaba rumiando algo. Sin duda se estaba preguntando cómo se las arreglaban los «encargados-administradores» para «saber» quiénes entraban en los meublés… ¡o para «verlos»!
—Si mi deducción es exacta, señor Espriu, estaba usted allí, personalmente, el día de mi visita a «La Gaviota»…
—Deducción correcta. Mis propios ojos le vieron entrar a usted… Por cierto que al identificar a su acompañante me llevé una sorpresa mayúscula…
—Ya…
Ricardo Marín, repentinamente decidido, se levantó. La cadenita de oro que cruzaba el pecho de Alejo encantaba a su propietario, pero molestaba terriblemente a Ricardo Marín.
Por fin Alejo se puso en pie. Entonces Ricardo Marín miró con fijeza a su demandante y le dijo:
—Supongo que no habrá más peticiones…
Alejo sonrió con exquisita naturalidad.
—Si tuviera palabra de honor, se la daría. Pero de veras que me conformo con lo dicho.
El diálogo parecía concluso, pero en ese momento Ricardo Marín mudó el semblante. Le vino a la mente una horrible duda.
—¡Oiga, usted! ¡No existirán fotos de eso…, supongo!
—Que yo sepa, no. Conozco ese truco, pero siempre me ha parecido de un gusto… digamos plebeyo, y lo he desechado.
Alejo habló con tal convicción, que Ricardo Marín pareció tranquilizarse. Sin embargo, ¿por qué dijo: «que yo sepa, no»?
—Confío en poder darle una respuesta antes de una semana.
—Le quedaré muy agradecido.
Ricardo Marín pulsó un timbre y entró, silenciosa, una secretaria.
—Acompañe al señor a la puerta, por favor…
A Ricardo se le hundió el mundo. Tal vez hubiera podido citarse con Rosy en un lugar más seguro. Pero ¿cómo imaginar tan maldita casualidad…? Era el precio que había que pagar por los ratos de placer conseguidos. ¡Rosy era tan hermosa! Aunque empezaba a ser un poco mayor, desde luego…
Tenía que poner manos a la obra. Después de mucho meditarlo decidió jugar la carta que él solía jugar siempre: la de la audacia. Imposible convencer directamente al conde de Vilalta; no sabría qué excusa darle. No tenía otra opción que hablar primero con Rogelio… Ahora bien, ¿cómo enfocarle la cuestión? La única forma viable era contarle lo del chantaje, ¡a condición, naturalmente, de cambiar el nombre de la mujer! Sí, sí, eso era lo pertinente. Con ello incluso evitaría cualquier posible suspicacia por parte de Rogelio, pues ni éste ni nadie podía imaginar jamás que un hombre estuviera dispuesto a arriesgar tanto.
—Rogelio —le dijo en el despacho de la Constructora, rodeados de los calendarios con mujeres en bañador—, estoy en un apuro y tienes que ayudarme. He sido víctima de un chantaje y sólo tú puedes echarme una mano.
La palabra chantaje engarabitó a Rogelio, el alfiler de cuya corbata despidió chispas.
—¿De qué chantaje se trata? ¿Quién es el mentecato? ¿No se puede llamar a la policía?
Ricardo hizo una mueca.
—Nada de policías, por favor… El mentecato es una persona muy allegada a ti, Rogelio: se llama Alejo Espriu…
Rogelio se quedó desconcertado. No conseguía coordinar los elementos.
—¿Has dicho Alejo…? Pero ¿quieres explicarte, por favor?
Ricardo asintió.
—No creo descubrirte nada nuevo diciéndote que tu protegido, o como quieras llamarlo, es un pícaro de siete suelas. Si lo será, que aparte de trabajar para ti y demás, es el encargado-administrador de varios meublés de la localidad. Pues bien, en uno de ellos, llamado «La Gaviota», que sin duda conocerás, el muy tuno me localizó, y me localizó precisamente con la esposa de un alto funcionario de mi Banco… Ya sabes lo que son esas cosas. Total, que se me ha presentado a cobrar la factura, a cambio del silencio. Por lo visto tiene un sitio desde el cual puede contemplar a placer a todos los corderitos que entramos allí tan seguros… y el corderito, con mayúsculas, esta vez he sido yo…
Rogelio, que al oír lo de «La Gaviota» estuvo a punto de pegar un salto, acto seguido se dio cuenta de que la situación tenía su aquél, su oremus, como él hubiera dicho. Por un lado, le sentaba como un tiro que Alejo se hubiera aprovechado de su cargo para una felonía de ese calibre. Por otro, sentía por su «pariente» y abogado tal debilidad —sobre todo desde que se teñía las patillas—, que en seguida notó dentro de sí que, en el momento de la verdad, tal debilidad se impondría sobre cualquier consideración de tipo ético. Por último, pensar que Ricardo —¡marido de la hierática Merche!— lo pasaba bomba con la mujer de un alto funcionario del Banco lo divertía, pese a todo, y mucho; a la par que siempre era consolador comprobar que uno no era el único varón adúltero de la tierra.
—¡Caramba con Alejo…! ¡De modo que administrador de meublés! ¡Y el muy canalla sin decirme ni pío! —Rogelio encendió con lentitud un cigarro habano—. ¿Y en qué consiste el chantaje? ¿Qué es lo que ha pedido? Has dicho que me necesitabas, de modo que no se tratará de dinero…
—No, no, nada de eso —Ricardo Marín procuraba adoptar aire deportivo—. Su ambición… es de tipo profesional. Sencillamente, quiere que lo nombremos abogado dentro de la Agencia Cosmos… Y sabes que el conde de Vilalta, que le tiene alergia, no quiere oír hablar de ello. En resumen, que tienes que ayudarme a resolver ese rompecabezas.
Rogelio estuvo a punto de soltar una carcajada. ¡Con qué poco se conformaba Alejo! Claro que, bien pensado, profesionalmente el asunto no era moco de pavo. Sin embargo…
—¿Crees que el conde accederá fácilmente? —preguntó Rogelio con súbita seriedad.
—Con tu ayuda, así lo espero. He estado dándole vueltas… Le decimos que necesitamos de un tipo como Alejo para solucionar los chanchullos que se presentan con el personal de los hoteles… Que a nuestros abogados, digamos, serios, no les gustan esos manejos. Lo cual, por otra parte, no deja de ser verdad… —Marcó una pausa—. ¡En fin, hay que poner toda la carne en el asador! Tú puedes garantizarle la eficacia de Alejo en determinado tipo de gestión… —Ricardo sonrió—. ¡Lo que hay que evitar a toda costa es la posibilidad de que un servidor muera estrangulado por uno de mis más fieles colaboradores!
Rogelio volvió a obsesionarse con Alejo. ¡Qué tipo! Había hecho suyas sus teorías sobre la ambición, pero el golpe era bajo y repugnante. Y si lo era, ¿por qué él volvía a advertir que, en cuanto lo tuviese delante, tan espigado y tan gentleman, lo perdonaría con tanta facilidad?
—Bien, Ricardo, no te preocupes. Te debo tantos favores, que puedes pedirme eso y cien cosas más. ¡Convenceremos al conde! —Pensó un momento—. Tal vez no estuviera de más echarle un poco de pimienta, de solemnidad, a la cuestión y planteársela tú y yo conjuntamente.
—Ésa es mi opinión.
A gusto Ricardo Marín hubiera dado por finalizada la entrevista, pero Rogelio le entretuvo hablándole de asuntos relacionados con la agencia, sin olvidar de vez en cuando aludir a cómo las mujeres le complicaban la vida a uno. En cierta ocasión, hacía de ello mucho tiempo, él tuvo que vaciar la cartera para taparle la boca a un conserje de hotel.
—Bueno, ¿y qué moraleja sacas de todo esto? —le preguntó Rogelio, por fin.
—Que nunca más pondré los pies en un meublé…
—Lo que me sorprende es que, con tu experiencia, cayeras en esa trampa. A mí esa palabra francesa me ha hecho echar siempre sapos y culebras.
Luego, en la práctica, resultó que el conde de Vilalta no puso mayores objeciones. Lo convencieron de la necesidad de contar en la organización con lo que solía llamarse «un picapleitos» —máxime si querían montar una red de salas de fiestas— y dio el visto bueno. Por lo demás, no tenía nada especial, de carácter grave, contra el tal Alejo Espriu. Únicamente que le parecía un canalla y, peor aún, que se las daba de aristócrata sin serlo. Pero si en cuestiones de negocios hubiera que cerrar las puertas a semejantes ejemplares…
Ricardo Marín suspiró, ¡por fin!, tranquilo. Y Rogelio le dio la enhorabuena. En cuanto a Alejo Espriu, recibió la noticia del plácet disimulando lo increíblemente contento que estaba por dentro. Continuaba viviendo en el Ritz, a cuerpo de rey. Pero aquello le permitiría alquilar un despacho-bufete en cualquier lugar céntrico, con un par de pasantes. Su hermana, Vicenta, en Arenys de Mar, al enterarse le dio un beso y, como si se tratara de su nieto Pedro, le preparó un flan riquísimo.
Dos aspectos desagradables tenía la cuestión. El primero, la reprimenda que Rogelio le soltó a Alejo. Agotó el repertorio de calificativos y latinajos. Comadreja, timador, petardista, torvo, bravucón, todo ello hasta el límite. Pero Alejo lo desarmó.
—¿Qué querías que hiciera? ¿Qué te pidiera consejo? Me hubieras echado a patadas o hubieras avisado al 091… Además, al tiempo: todos saldremos ganando con la operación.
—¡Pero Ricardo es amigo mío!
—Y yo soy amigo… y pariente. ¡No lo olvides!
El segundo aspecto desagradable afectaba a Rosy. A Ricardo le entró un miedo atroz e inventó mil excusas para ocultarlo, pero al mismo tiempo para no reincidir… ¿Cómo hacerlo? Por una parte, había pasado un trago tan amargo —y continuaba pensando en la posibilidad de que existieran fotografías—, que la sola idea de ponerse otra vez en peligro, dondequiera que fuese, lo ponía malo.
Rosy no comprendía lo que podía ocurrirle a aquel hombre del que estaba seriamente enamorada. Imaginó lo peor: que se había cansado, que ella había dejado de gustarle. De nuevo los espejos; y los maquillajes y las revistas de cirugía estética… ¡Claro, Ricardo se habría tropezado con otra mujer más joven, y adiós muy buenas! Los hombres eran así…
—No digas eso, cariño… No hay nada de eso. ¡Tengo muchas preocupaciones…! Ten un poco de paciencia y todo se arreglará.
—Se arreglará… ¿No comprendes, amor mío, que para mí cada día es un año?
El mal humor de Rosy era tan grande que creó en torno suyo un clima ácido, lo mismo en la avenida Pearson que en «Torre Ventura». ¡Cuántas bocanadas de humo a la faz de Rogelio! ¡Cuántos desplantes a Pedro y a Carol, que a veces la miraban como si fuera una extraña! Y no podía desahogarse con nadie, no podía contarle nada a Margot, ni por teléfono ni en cualquier granja de la Diagonal, tomando chocolate. El perro, Dog, pagó también los platos rotos. Dog tenía la cara redonda, las orejas rojizas y los ojos licuosos: cada día se parecía más a Rogelio.