CONFIRMÁNDOSE LOS RUMORES, instalóse la televisión en España, primero en Madrid, luego en Barcelona, luego en Sevilla, hasta que los repetidores cubrieron toda la red nacional. Un verdadero regalo de Reyes, que Jaime Amades hubiera podido anunciar como «el salvavidas del país», o, en un plano más amplio, como «el mundo entero dentro de casa». El juguete invadió los hogares. Ante los escaparates de las tiendas del ramo se arremolinaban los curiosos, y en muchos bares y cafés, desde el exterior veíase a los clientes con el vaso en la mano y la mirada fija en un punto alto, donde estaba situado el televisor.
Rogelio y el conde de Vilalta fueron de los primeros que adquirieron un aparato. «El mejor y el de pantalla más grande». Pero con rapidez vertiginosa brotaron en tejados y azoteas las antenas, antenas metálicas y en forma de cruz, auténticos pararrayos contra el tedio y la pereza mental. Aquello era un milagro, y los milagros congregan multitudes. Adquirieron televisión gente que apenas si tenía para comer. Las ventas a plazos recibieron otro impulso esperanzador. Algunos inmigrantes relacionados con Julián se desprendieron de parte de su ajuar para obtener un aparato. Las siglas de Televisión española eran TVE y pronto se hizo popular el dicho: Te Veo Empeñado.
Aquello iba a ser la caja de sorpresas. Para los seres solitarios, una excelente solución. Gloria, por ejemplo, al salir de la tienda se pasaba sus buenos ratos viendo el desfile de imágenes, y lo mismo cabía decir de la propia Beatriz y su criada Dolores, y de Carmen, la hermana del doctor Beltrán, encantada porque salían muchos dibujos animados cuyos protagonistas eran animales. El doctor había reflexionado lo suyo antes de adquirir un televisor, porque supo que el lavado de cerebro a través de la selección de noticias sería escalofriante; pero no podía negarle ese obsequio a Carmen, que hasta entonces sólo había podido lloriquear con los seriales radiofónicos. Por cierto que el doctor pronto informó a sus amistades de que en algunos manicomios se daban casos de enfermos que se excitaban increíblemente ante la televisión, en tanto que otros, por el contrario, se amansaban que daba gusto. Claudio Roig tuvo en su propio hogar la prueba de que aquello era cierto. La pareja de «viejecitos» a su cuidado se dividió: ella, tranquila, sonriente; él, pegando de repente puñetazos en la mesa.
El «mundo nuevo» de que habló el padre Saumells lo fue para todos, con toques especiales para los niños. Yolanda, en casa de Ricardo Marín y Merche, se tendía boca abajo en la alfombra, con las manos en la barbilla, y se requerían unos buenos azotes para mandarla a la cama. Un hijo de Pepe Morales, el que fue profesor de guitarra de Laureano, arrinconó juegos y libros y dijo: «Prefiero la “tele”». En el hogar de los Vega, lo de Pablito fue de locura. Se pasaba el día nervioso esperando a que empezara la programación. Los programas que prefería eran aquellos en que intervinieran niños como él, niños de verdad y uno de los cuales, con el que se sentía identificado por ley natural, fuera superior a los demás. Abajo, en la vivienda de los conserjes, Anselmo y Felisa, junto con sus dos hijos, pasaban veladas deliciosas ante la pequeña pantalla, además de que el expastor les decía a sus herederos, puesto que ambos trabajaban en un taller mecánico: «Es un buen porvenir especializarse en la reparación de esos cacharros».
Hay que decir que Julián estaba entusiasmado, porque el invento era la confirmación de sus predicciones. «¿Te has dado cuenta, Margot? Ya no sólo enviamos al espacio monos que regresan sanos y salvos, sino que en un segundo, desde millares de quilómetros, nos traen a casa una imagen nítida, perfecta. Es la simultaneidad. Es el no va más. No sé adónde iremos a parar». «Yo sí lo sé —le contestaba Margot—. Habrá que vender el televisor. Primero, por Pablito: ya lo ves. Luego, por Laureano y Susana. ¡Menudos bobalicones! Y luego por mí…, que me olvido hasta de que la casa ha de estar en orden». Y Margot se reía, bromeando con Julián.
Lo que no impedía que con su comentario hubiera dado en el clavo. Había familias cuya vida se transformó por completo. No sólo dejaron de dialogar y olvidaron pequeños y habituales quehaceres, sino que sus componentes se sentaban siempre, incluso en la mesa, formando semicírculo delante del televisor, lo que originaba que prácticamente sólo se vieran de perfil. «Hay padres e hijos que llevan unos meses viéndose sólo de perfil», ironizaba Aurelio Subirachs.
Aurelio se chanceaba mucho sobre la calidad de lo que ofrecía la televisión, pero no tuvo más remedio que reconocer que en alguna ocasión ésta proporcionaba emociones de una intensidad inusitada. En su caso, fue ver a su hijo sacerdote, por Semana Santa —por fin le dieron permiso para cantar misa—, aparecer en el televisor como ayudante en un Vía Crucis solemne que fue retransmitido desde el interior de la Catedral. Todos se quedaron inmóviles al ver a Rafael tan diáfano, tan claro —superior a la realidad—, moviéndose con tanta unción, concentrado y responsable. Tenían ganas de acercarse a la pantalla y ver si lo podían palpar, mientras algunas lágrimas correteaban por las mejillas. Fernando, el tercero de la dinastía, el que quería «esquiar y romperse una pierna», cosa que ya había conseguido, dijo: «Yo quiero salir un día en la “tele”». «¡Por Dios! —exclamó Aurelio Subirachs—. ¡No te vayas al Seminario tú también!». Y las sorpresas continuaron. Retransmisiones de fútbol —la fantástica panorámica del nuevo Estadio del Barça encandiló a Rogelio—, concursos y muchas canciones. ¡Canciones, música moderna, música pop! Los ídolos que hasta entonces Laureano. Narciso Rubio, Cuchy y Carol sólo habían podido oír en disco, gracias al revolucionario invento se hicieron vivos, como de carne y hueso, ante ellos. Para Laureano constituyó un trauma fuerte. Por primera vez, aunque no llevase el uniforme de la tuna, se tomó el pelo a sí mismo diciéndose que tal vez algún día, salvando las distancias —y sin quebranto de su profesión— pudiera imitar entre los amigos a Elvis Presley, del que dijeron que estaba «para parar un tren». Tenía una sexualidad de tipo animal que repelía a unos mientras atraía a otros con mucha fuerza. Con un chorro de voz que inutilizaba cualquier objeción. Era el rey del rock and roll, aunque también cantaba canciones religiosas y folklóricas, porque al parecer en su vida privada era un romántico: había sido camionero y lo descubrieron a raíz de grabar un disco en el aniversario de su madre. A Narciso Rubio, muy entendido, le llamó la atención el ritmo del twist, que desbancó por completo a otros anteriores, como el mambo y el cha-cha-cha. Todo aquello era también una intrusión imparable. Abundaban más los solistas que los conjuntos, y los cantantes más populares eran norteamericanos, y norteamericanos blancos, aunque influidos por el ritmo negro. Lo dramático, según explicó un comentarista en una retransmisión, era que, por algún extraño maleficio, algunos de dichos solistas habían muerto en accidente; otro, un tal Little Richard, que era el preferido de Jorge Trabal, había abandonado súbitamente el canto para dedicarse a la vida contemplativa.
¡Lo nunca visto, lo nunca esperado! Una noche, de repente, en General Mitre, se oyó la voz de Susana gritando: «¡Papá, mamá, tía Mari-Tere en la televisión! ¡Tía Mari-Tere, seguro!». La familia acudió completa y vieron, efectivamente, a la hermana de Julián anunciando con mucho donaire una marca de vino del Sur, de Jerez. «¡Ése, ése es el jerez que prefiere usted…!»; y su índice pareció clavarse entre los dos ojos de Julián.
Hubo aplausos, estupor y otra vez aplausos. Julián se sintió apabullado. Llamaron a Granada, donde había diversidad de opiniones, y se enteraron de que aquello iba en serio, de que una agencia había contratado en firme a la muchacha «que quería abrirse camino» y que estaba haciendo un curso intensivo de dicción —el acento andaluz la perjudicaba— para ver si la admitían de locutora en los propios estudios de Madrid. Por lo pronto, los anunciantes estaban satisfechos con su trabajo y ella cobraba sus buenos dineros.
A partir de ese día muchas veces ponían la «tele» en las horas en que sabían iba a salir su anuncio, al que siguieron otros de detergentes y electrodomésticos. ¡Lástima! Porque Mari-Tere tenía picardía, era muy expresiva y los Andrés Puig hubieran preferido verla acariciándose con intención unas medias de una fibra especial o acercándose a los labios voluptuosamente una copa de una bebida cualquiera.
Todo eso, tan imprevisible, conectó con Jaime Amades, con su profesión. De hecho, el regalo de Reyes fue, sobre todo, para él, que consiguió para Agencia Hércules la exclusiva de un cincuenta por ciento de los anuncios televisados que Cataluña pudiera proporcionar.
—Mi querido amigo Alejo Espriu —le dijo Amades a su flamante abogado, al término de seis meses—, eso no es el gordo, pero poco le falta. Fíjate en los números… Tengo que ampliar las oficinas. Te juro que me gustaría tener las señas del inventor del aparatito de marras para poder enviarle un regalo.
—Aprovecha la ocasión —le aconsejó Alejo—. Esas cosas no pasan dos veces y en estos momentos hay docenas de agentes como tú que te odian a muerte. Y que naturalmente, odian a Charito.
Alejo, hablando con Amades, hacía siempre referencia a Charito, porque sabía que el hombre continuaba hipnotizado por su mujer.
—De todos modos, el asunto no es fácil —le decía Amades—. Para conseguir anuncios que tengan garra hace falta un equipo formidable. Las ideas han de ser mías, pero luego el equipo ha de desarrollarlas.
——Sin embargo, la «tele» te lo da un poco hecho: las imágenes se mueven, lo que, si no me equivoco, tú consideras fundamental.
—¡Ay, mi querido Alejo! Hay muchas maneras de moverse. Salen anuncios que dan pena, ésa es la verdad.
—Hasta ahora los tuyos son morrocotudos.
—¿Te digo una cosa? No me extraña el éxito de la hermana de Julián. Tiene algo especial. En Cataluña, seamos sinceros, es difícil encontrar un punto así.
—¿Por qué la llamas punto?
—Si quieres, la llamaré puntos suspensivos… Esa profesión es muy peligrosa.
Jaime Amades y Alejo Espriu se llevaban bien, porque eran un poco de la misma cuerda. Astutos, sinuosos, sabían lo que querían y por dónde llegar a ello. Y ambos habían sufrido humillaciones antes de ser lo que eran. Amades ya ni se acordaba del asma y Alejo, que a veces lo llamaba Hércules, ni se acordaba de los sablazos de los amigos. Amades era basto; el otro, elegante; pero coincidían sorprendentemente en las simpatías y antipatías. La «tele», por ejemplo, los aburría sobremanera, lo que por parte de Amades no dejaba de ser una ingratitud. Querían mucho a Rogelio, al que consideraban su «padrazo»; en cambio, sus socios, Ricardo Marín y el conde de Vilalta, les caían gordos… Alejo detestaba al conde porque éste le había puesto el veto como abogado de la Agencia Cosmos, que era su gran ilusión, y Amades sentía repeluzno por el banquero, por Ricardo Marín, porque siempre los trató, a él y a Charito, con displicencia, lo mismo que Merche: como si fueran escarabajos o miasmas.
Tal coincidencia en las antipatías se puso de manifiesto, con repercusiones graves, con motivo de encargar Rogelio a la Agencia Hércules unos anuncios sobre los dos hoteles de Lloret de Mar, que por fin iba a inaugurar la cadena Cosmos. Amades y Alejo cambiaron impresiones sobre los socios de Rogelio en dicha cadena. Y Alejo, de pronto, en un arranque al que infinidad de veces había estado a punto de sucumbir —para él guardar un secreto era una tortura— le dijo:
—¿Qué harías tú, querido Amades, si tuvieras una baza contra Ricardo Marin? Quiero decir una baza fuerte. Algo así como poder decirle: «Si no me das esto ahora mismo, mañana, a través de la “tele”, hago saber al país que eres un farsante y un hipócrita redomado».
A Jaime Amades se le humedecieron las manos y se lamió las encías.
—No perdería ni un segundo. ¡A por él! Es un pedante insoportable. Tú también eres pedante, pero del género simpático.
—Sin embargo, en las películas eso tiene un nombre feo, ¿verdad? Chantaje…
—Yo creo que, cuando las cosas están justificadas, no tienen nombre… Por cierto: ¿puedo saber de qué baza se trata?
Alejo se quedó inmóvil y luego fue sobando con lentitud el puño de plata del bastón.
—Resulta que estoy metido en un asunto de meublés… ¡Muy metido, para ser más exacto! ¿Comprendes por dónde voy?
Amades comprendió hasta tal punto que empezó a sudar a mares.
—Si no me das más datos, reviento.
—¡Oh, por favor, amigo Hércules! No revientes todavía, que a lo mejor, si me decido y hay que informar al país, voy a necesitarte…
Continuaba fulgurante la trayectoria de los chicos, que periódicamente se reunían en el Kremlin, en la buhardilla. La sinergia, el «ambiente» de que el padre Saumells habló a Margot, maduraba con extrema rapidez la personalidad de cada cual. A la vuelta de cada esquina dejaban un pedazo de lo que fueron antes.
Laureano dejó colgada una asignatura en junio, las matemáticas —lo que lo obligó a posponer la serenata de la tuna prometida a su madre—, pero aprobó en septiembre y así tenía prácticamente en el bolsillo el anhelado ingreso en la Escuela Superior de Arquitectura, pese a la dificultad de los dibujos. ¿Reacción? Protesta, cumpliéndose asimismo la profecía del padre Saumells. La reconciliación de Laureano con su padre había sido fácil, gracias al respeto mutuo y al buen hacer de Margot, pero los enfrentamientos se sucedían por cualquier fruslería. El vocabulario del muchacho, copiado de la Facultad, en los últimos tiempos se centraba en la palabra «burguesía», aun a sabiendas de que vivía integrado en ella. Las damas de la «buena sociedad» barcelonesa, entre las que se contaban Rosy y Merche, organizaron un Concurso de Belleza Infantil para recabar fondos en pro de la «Lucha contra el Cáncer». Se recibió una invitación para que Pablito se presentase y Laureano protestó; menos mal que Margot se había anticipado a rechazar la sugerencia. Julián le daba al muchacho una cantidad fija para sus gastos y el muchacho protestaba. «¿En qué quedamos? —le decía Julián—. ¿O protestas porque consideras que te doy demasiado?». Proliferaban en la ciudad los edificios bancarios más suntuosos aún que el Banco Industrial Mediterráneo, con columnatas de mármol, y Laureano protestaba. «Parecen panteones», decía. Julián le increpaba: «Pero ¿qué te pasa con los Bancos? Antes te gustaban. ¿Por qué no te vas a Nueva York a hacer un cursillo de Economía?». «Esa palabra es peligrosa, papá».
En cambio, el chico no protestaba contra sí mismo de que el concepto de lo erótico hubiese cambiado para él. Y a fe que tenía motivos. Repetidas veces volvió a la calle del Carmen, a la casa con la Virgen y el farolillo en la entrada. Influido por Andrés Puig y también por el clima estudiantil, había pasado a considerar aquello un desahogo natural, aunque luego fuera a confesarse. No obstante, la palabra «prostitución» no le gustaba, aparte de que temía contraer alguna enfermedad, lo que hubiera supuesto la catástrofe. Tenía que buscar otra solución. Y por supuesto, se negó a «desahogarse» en algunos cines de las Ramblas, próximos al puerto, en cuyas últimas filas, según informes, y con el consentimiento de los acomodadores, que debían de cobrar comisión, siempre había mujeres dispuestas a masturbarle a uno por una cantidad realmente ridícula.
Su compañero Narciso Rubio, que en los estudios avanzaba también, aunque con mayores dificultades, valoraba las cualidades de Laureano y había empezado a quererlo de verdad, considerándolo su líder particular. Lo imitaba en muchas cosas, incluso en la manera de coger el pañuelo para sonarse. Narciso Rubio continuaba borracho por la música, por lo que la teoría que Laureano le explicó, según la cual la arquitectura era una danza, lo dejó embelesado y le dio ánimo para continuar. Además, Laureano había conseguido que el padre de Narciso, capataz de obras, trabajase para Rogelio, para la Constructora, en muy buenas condiciones, lo que el muchacho le agradeció sobremanera. Narciso Rubio era un poco camaleónico. Dócil fuera de casa, con los suyos era un déspota. Si lo contradecían, les daba con la puerta —o con la «batería»— en las narices. ¿Por qué lo haría? Curiosa manera de protestar. Muchacho poco agraciado físicamente, con cara caballuna y orejas tan separadas que a veces no parecían suyas.
En Filosofía y Letras, Pedro y Marcos estaban en segundo. En el primer curso ambos se permitieron el lujo de entregar a sus respectivos padres varias matrículas. En segundo, Marcos iba un poco a la pata coja. El muchacho había empezado a pintar y perdía mucho tiempo.
Marcos llevaba la pintura —o los colores, como él decía— en la sangre y no había quien lo parase. Sus cuadros, que en el Kremlin tenían mucho éxito, intentaban representar, por el momento, fosfenos, es decir, las manchas o centellas que pueden verse cerrando los ojos y apretándose con los dedos las pupilas. Descubrió que el repertorio era más reducido y automático de lo que pudiera pensarse e invitaba a sus amigos a que lo comprobasen. Le salía algo original y el propio Aurelio Subirachs le decía, mientras contemplaba las telas y se acariciaba los bigotes de foca: «Conque fosfenos, ¿eh? ¡Vaya! No está mal, no está mal…».
Pero otras cosas —o personas— distraían a Marcos. Por ejemplo el comportamiento de su hermano Rafael, el joven sacerdote, flamante vicario nada menos que de mosén Castelló, con el que no estaba de acuerdo en nada, ni siquiera en la manera como debían sostener la hostia y el cáliz en el momento de alzar. Rafael tenía una forma muy curiosa de protestar: se había propuesto convertir el sacerdocio en amistad compartida con los fieles. Marcos lo veía actuar y a veces no se hubiera movido de su lado. «Religión significa amar al otro, pero obrando, ¿comprendes? Todo lo demás es sacrilegio». «No jurarás el nombre de Dios en vano»: éste es el mandamiento. Marcos acabó por confiarse a él plenamente, contándole incluso que le había llegado de Cuba un pájaro tropical exiliado, una muchacha que se hacía llamar Fany —Fidel Castro había expoliado todos los bienes de su familia y huyeron refugiándose en España—, la cual le quitaba el sueño y era la causante de que anduviera demacrado y relegase a un plano astral el latín y el griego. Rafael le preguntó: «Hermosa mujer, ¿no es eso?». «¡Desde luego!». Entonces el sacerdote dijo: «Mejor sería que te olvidaras de ella, claro. Pero si no te sientes con fuerza, por lo menos ten cuidado y no la dejes embarazada». ¡A Marcos le pareció que descubría un fosfeno nuevo! ¡Decididamente, los tiempos eran otros! ¡Decididamente, el pobre mosén Castelló debía prepararse para una suerte de cuaresma perpetua con su nuevo vicario!
¿Y Pedro? Pedro discutía a menudo con su padre. Éste continuaba profetizándole al muchacho el mayor de los fracasos, debido a la carrera que eligió, a la que había que añadir su ingreso en la Escuela de Periodismo. «El día que yo cierre la cartera pasarás más hambre que un judío pobre». Rogelio siempre decía que los judíos ricos eran los seres más felices del mundo, pero que los judíos pobres eran los más desgraciados. «¡Los periodistas! Mendigos disfrazados, que andan a la caza de la gente famosa para sacarle los cuartos. Los únicos que se defienden son los que hacen crónicas deportivas, o crítica de cine y teatro, porque cobran de todas partes para decir que fulano de tal es un campeón o una auténtica vedette».
Y el caso es que Pedro había empezado ya a publicar algunos artículos en una revista universitaria. Y dejaba asomar la oreja como un novato. Aparte de un demoledor trabajo sobre el destronado rey Faruk, hablando de su fortuna, y de la inmensa cama circular que descubrieron en su palacio, también se metía obsesivamente con la «burguesía»: con la burguesía entendida como postura de asentimiento al sistema establecido, sin espíritu renovador, aunque el sistema estuviera plagado de injusticias. Según Rogelio, nunca se le ocurriría, ¡eso no!, hablar de que muchos obreros, mal llamados «productores», no daban golpe, pasándose media jornada liando tabaco de picadura, comiendo bocadillos y yéndose a echar un trago al bar más cercano. A Rosy, en el fondo, la satisfacía ver el nombre de su hijo impreso en una revista. Sentíase orgullosa. Las amigas comentaban: «¡Caramba con Pedro! ¿De dónde le salen tantas ideas? Ha heredado tu inteligencia, Rosy, la ha heredado de ti».
La complejidad del temperamento de Pedro, cada día más intelectualizado, lo distanciaba progresivamente de su padre, que a menudo terminaba por decirle: «Haz lo que te parezca». Por ejemplo, el muchacho no estaba seguro de ser bueno. A principios de verano, había aceptado que su progenitor le regalara un coche —inconsecuencia, jugar con ventaja, «el huevo de Colón»—, y con la frialdad que a veces lo caracterizaba juzgaba que las ventajas del «huevo» eran superiores a cualquier posible sentimiento de escrúpulo. En cambio, con frecuencia se preguntaba, sinceramente angustiado, por qué aquella noche en que salió con Laureano, en vez de compadecer a la prostituta que le tocó en suerte, se indignó porque la mujer actuó «como una máquina». ¿Qué quería, pues? ¿Que se hubiera enamorado de él, de su juventud estrenada, o que por unas perras le hubiera entregado lo más dulce y entrañable de su persona?
Otro motivo de desgarro para Pedro —también presentido por el padre Saumells— era que se sentía a sí mismo «hijo de la guerra», lo que llegaba a enfurecerlo. Rogelio, su padre, al igual que el padre de Laureano, Susana y Pablito, habían hecho la guerra, ¡y una guerra civil!, y al finalizar ésta los engendraron con la misma violencia con que antes dispararían con un mortero o desearían la muerte de «los otros». ¡Qué mundo les habían dejado! La comunidad partida en dos mitades: una mirando al pasado, otra al futuro. Y vencedores y vencidos. Con barrios como el de la avenida Pearson y otros como aquel en que Miguel, el «monaguillo», vivía en San Adrián.
También había trabado amistad con el joven sacerdote Rafael. ¡Qué suerte que éste lo comprendiera! Un día en que le confió que no lograba perdonar a su madre su frivolidad —a Rosy le había dado por maquillarse escandalosamente y por no perderse un solo vernissage—, Rafael le dijo: «Si en el mundo en que te mueves lo aceptaras todo sin rechistar, un servidor te suspendería en la asignatura de la vida. Tus padres no aspiran más que al bienestar, es decir, forman parte del estamento que en el Seminario algunos llamábamos de “personas-vientre”. Tú visas más alto y por eso te contradices y estás descontento. Lo que has de procurar es no faltarles al respeto y pensar que muchas veces no disparas contra ellos concretamente, sino contra el estamento que representan. Pero continúa analizando, continúa…».
Otro motivo de descontento: no le hacía el menor caso a Carol, su hermana. ¡Con lo que ésta lo adoraba! Claro que ¿hacía la muchacha algo que pudiera interesar a Pedro? No protestaba contra nada, como no fuera de ser tan bajita… y zurda. No había aprobado el examen de Estado, ni siquiera en septiembre, y teóricamente se preparaba otra vez. Pero también se había matriculado en el Instituto Británico, donde no le veían nunca el pelo, y en el Instituto del Teatro, porque quería ser actriz o, mejor dicho, salir es televisión, no precisamente «anunciando productos» sino en algún programa como, por ejemplo, «Escala en Hi-Fi».
Carol era una muñeca para Pedro, una muñeca que no coleccionaba cajitas ni sandalias, sino espejos, y que vivía su mundo al margen de cualquier preocupación seria. No le importaban ni los judíos ni el rey Faruk, puesto que ya lo habían destronado. En el fondo, únicamente le interesaba su persona y los chicos, de los que decía que todavía no había encontrado uno solo que supiera besar de verdad. Había hecho buenas migas con Narciso Rubio gracias al twist y continuamente le pedía dinero a su padre para comprarse discos, para irse al bar Miami, próximo a la Universidad, para cigarrillos, etcétera. Con toda evidencia, iba para «persona-vientre». Por fortuna, también se anticipaba a las objeciones de los demás: «¡Si ya lo sé! ¡Si soy una inútil, un desastre!». Estas declaraciones, unidas a su naricita chata y respingona y a sus ojos un poco almendrados, le valían muchas simpatías. Al parecer, en los últimos tiempos la rondaba el hijo mayor de un importante fabricante de lonas, lo que a Rogelio y a Rosy les parecía de perlas.
Jorge Trabal y Susana estudiaban medicina. Primer curso, después de haber salvado la serie de obstáculos previos. Jorge continuaba fascinado por el tema de la esterilidad, y tal vez por ello era virgen todavía. Algunos veían en él posibles tendencias homosexuales, pero ese tipo de murmuración acostumbraba a carecer de base. Por supuesto, era el único asiduo al Kremlin que no había besado a Carol.
¿Y cómo se produjo la decisión de Susana? ¡Qué gigantesco salto dio la muchacha en aquel período de tiempo! Los indicios que hicieron sospechar que le interesaría la medicina fueron tomando cuerpo hasta convertirse en realidad. Algo ocurrió ya, sintomático, el día en que dejó el Liceo Francés. En vez de pedir un regalo, cualquier chuchería, le rogó al doctor Beltrán que la llevase al Hospital Clínico a presenciar una autopsia. El doctor Beltrán accedió y ella estuvo a punto de desmayarse, pero no se desmayó. Aguantó firme, y por primera vez comprobó que un ser humano podía ser abierto en canal, y desgajado y cortado a trocitos sin que ella, Susana, perdiera el dominio de sí misma y la ilusión de continuar existiendo. El doctor Beltrán se limitó a dictaminar: «Sobresaliente».
Después del examen de Estado, la resolución de la muchacha fue tajante: medicina, en la especialidad de pediatría. Susana necesitaba de una profesión cálida. Tal vez fuera ésa su manera de protestar. Había leído en alguna parte que la técnica era fría, pero que no lo era la ciencia. «Y la medicina es una ciencia, ¿verdad, doctor Beltrán?». «¡Huy, chiquilla! Por lo menos, eso tendría que ser…».
Grande fue la sorpresa de sus padres al enterarse de que la cosa iba en serio, aunque no veían razón alguna para que no fuera así, y tampoco para oponerse. Únicamente, Margot le preguntó repetidas veces:
—Pero ¿estás segura, Susana? ¿Lo has pensado bien?
—Lo he pensado y lo he sentido, mamá.
Julián, desde luego, estaba perplejo. ¡Una mujer-médico! ¿Por dónde coger aquello? Claro que, después de lo de Mari-Tere…
—Susana, por favor, escúchame un momento… Ser enfermera me parece natural. ¡Pero ser médico es algo muy distinto!
—Papá, compréndelo. No me veo haciendo cirugía. Ni siquiera dirigiendo un balneario de reumáticos. Pero la pediatría me parece muy apropiada para una mujer.
Julián admitió que eso era cierto.
—Sin embargo —objetó—, ¿cuándo he visto yo que los niños te interesaran a ti de un modo especial?
—Eso no tiene nada que ver, papá. ¿Es que tú acariciabas las paredes antes de hacerte arquitecto?
—Pues, no, la verdad… —confesó Julián—. Más bien pensaba en hacerme ingeniero agrónomo.
—Ahí tienes. ¿Cuento, pues, con tu bendición?
—¡Qué remedio!
Cabe decir que, en el fondo, lo mismo Julián que Margot se sintieron orgullosos de Susana, sobre todo cuando desde Granada «tío Manolo» exclamó: «¡Por fin un colega en la familia!». Comunicaron la noticia a las amistades. Y el propio Laureano, que tan pronto se sentía muy cerca de su hermana como parecía ignorar su existencia, le dio la enhorabuena.
—De todos modos, prepárate… —le advirtió—. Prepárate a oír palabras gordas en la Facultad. En cuanto descubran que eres una santita, te recrearán los oídos.
—¡Bah! —replicó Susana—. En primer lugar, no soy una santita. Y luego, además, sabré adaptarme. ¿Es que me has visto hacer el ridículo alguna vez?
Carol, al enterarse, tuvo un rapto de celos. Lo contrario de Anselmo, el conserje, que quería mucho a Susana. Al verla entrar le dijo, quitándose la gorra: «¡Buenos días, doctora!». Susana soltó una carcajada. «¡Menudo espía tenemos en la casa!». «Nada de eso, señorita. He querido darle la enhorabuena».
A punto de finalizar el curso —el primero de la carrera— Julián se empeñó en hacer una especie de balance, cuyo resultado fue que la vocación de Susana persistía y que, además, la muchacha aseguraba haber aprendido mucho en aquellos meses, y no sólo en lo referente a las asignaturas. La medicina ayudaba a formarse un concepto de la vida, era una experiencia directa, a veces brutal, pero del todo necesaria.
—Si concretaras un poco, Susana…
—Por ejemplo, yo vivía en el limbo. En casa todo habían sido siempre comodidades. Ahora he visto cada escena… Si supieras lo que ocurre en el Hospital… Esperando a que uno se muera para que haya una cama libre. Dan ganas de gritar.
—¿No estarás exagerando?
—Ni tanto así. Y se trata de vidas humanas. Y del dolor. ¿Te das cuenta? ¡Y mejor que no te hable de los niños! Los traen a montones, depauperados…
—Entre las muchas cosas que yo me temía —me replicó Julián—, una de ellas era ésta: que la medicina iba a amargarte el carácter. ¡Qué te convertiría en una mujer triste, cuando en el fondo tú eres alegre! No hay más que verte por la calle, andando… ¿Vale la pena, hija, que pierdas eso tan maravilloso que hay en ti?
—Estás en un error, papá. El peligro que yo he visto en la Facultad no es el de la tristeza. ¡Si allí no se hace más que contar chistes verdes y de humor negro! Laureano me lo anticipó y tenía razón… No, a lo que yo le temo es a la indiferencia.
—¿Indiferencia? No te comprendo.
—Está muy claro. Tanto analizar el cuerpo humano… Sentirse impotente ante tantas enfermedades… Saber que todo depende de que el corazón se pare o no se pare… El otro día trajeron a un hombre que tuvo un colapso en la calle. Lo ingresaron ya cadáver. Era un señor de no sé dónde, muy conocido. ¿Comprendes por dónde voy? Se acaba dudando de muchas cosas.
Julián echó una bocanada de humo.
—¿Y eso no es tristeza?
—¡No! La mayoría de médicos se muestran alegres. Están acostumbrados y las gentes que consiguen curar, y las vidas que salvan, los compensan con creces. Te estoy hablando de otra cosa… Pero ¡ya me entiendes! Ante un derrame cerebral o un infarto se desmoronan muchos mitos.
Susana protestaba contra la vida, contra sus reglas de juego… Julián se levantó… y sólo se le ocurrió medir a grandes zancadas la habitación.
Aparte de eso, Susana se sentía atraída por Pedro, pero procuraba no pensar en eso. Hacía alguna escapada a San Adrián para confesarse con el padre Saumells y de paso ver y observar a los niños del barrio. Sentía aversión por Andrés Puig, que con el pretexto de que «ya había echado a volar» le soltaba inconveniencias; Laureano le decía: «No te preocupes, hermana. Cualquier día se estrellará con su cochecito y te librarás de él».
Luego, estaba Cuchy. La pelirroja Cuchy había dado un cambio de no te menees. Igual que Pedro, había ingresado en periodismo, pero la atraía más la radio, donde le encargaron varios guiones, porque demostró mucha agilidad. Trabajaba para una emisora juvenil. Cuchy estaba enamorada de la juventud. Y le preocupaba el tema de los derechos de la mujer. El turismo empezaba a ser masivo en el país —Agencia Cosmos había dado en el clavo—, y el comportamiento de las mujeres de fuera le dio mucho que pensar.
Cuchy era una loca pecosa y encantadora. Para conseguir ir despeinada se pasaba horas ante el espejo, tantas como Carol para aprender a bailar. Se ponía en los ojos un colirio que se los hacía brillar de una manera extraña. Era espasmódica hablando, porque lo era su cerebro. Improvisaba, saltaba de un tema a otro, lo que obligaba a no perder una sílaba de lo que decía. Al enterarse de las reyertas de Laureano y Pedro con sus respectivos familiares les aplastó a ambos la nariz con el índice —era su costumbre— y los llamó tontos de capirote. A los padres no había que hacerles el menor caso. Vivían encorsetados por una serie de normas que habían pasado a la historia.
—Mi padre, el gran Ricardo, sigue borracho con el golf… ¡A caminar se ha dicho, que es muy sano! Bien, cuanto más lejos se vaya, mejor… Mi madre gasta como la Taylor; pues yo, lo mismo. ¿Por qué he de quedarme atrás? ¡Al Miami se ha dicho! ¿Y sabéis cuál es su sistema de protesta? Cambiar de pareja… ¡Si os contara…! Pero ¿para qué, si conocéis el paño mejor que yo? Lo que les pasa es que envidian nuestra juventud. Darían todo lo que tienen para ser jóvenes. ¡Como empeñarse en ser bombero! ¡Al diablo con ellos! Yo voy a hablaros con franqueza: el día que deje de ser joven, me suicido. ¡Palabra! Si Sergio me lo permite, claro… ¿Queréis bailar? ¡Uf, qué aburridos sois! Así no hay manera de volverse tarumba…
El encanto de Cuchy, aparte de su picardía y sus formas de mujer, era que hablaba de ese modo pero cavilaba más de lo que podía suponerse. Pedro había escuchado por curiosidad varios de sus guiones radiofónicos y se llevó la mayor de las sorpresas. Eran guiones breves sobre escritores famosos. El de Dostoievski le salió fenomenal. Y también el de Kafka, que por cierto fue un hombre que odió a su padre con toda el alma. Cuchy se pirraba por biografiar a Antonio Machado, sin conseguirlo, pues el director de la emisora no se lo permitía. Pero llegó a pensar si Cuchy no fingiría veleidosidad y no haría tonterías para que no la tomaran por marisabidilla.
—No, no, nada de eso, cariño… ¡Lo que pasa es que yo necesito ídolos, lo confieso! Quiero ser esclava de alguien… y libre para los demás. Ahora soy esclava de la juventud, lo que me permite decir, sin que ocurra nada, que a los viejos los parta un rayo.
Por último, estaba Sergio… Sergio había terminado tercer curso de Derecho y cumplió con su promesa de irse por Europa en autostop. Nadie supo cómo se las arregló —¿pasaría por el monte?— puesto que tenía que incorporarse a las Milicias Universitarias, lo que le impediría hacer los documentales de cine que se había propuesto, que llevaba en la mollera. Regresó justo para aparecer fugazmente en el Kremlin e irse a la mañana siguiente al campamento de Castillejos. Había recorrido Francia —en París visitó a su primo Julio—, Bélgica y Dinamarca. El hecho fue que no regresó solo. Regresó con una muchacha de Bruselas, que sin duda tenía mucha personalidad. No hablaba una palabra de español. Sergio la presentó a todos en el Kremlin —se llamaba Giselle— diciendo que la tenía depositada en una pensión de la calle de Tallers. «¿Vuestro lema no es “Somos amigos”? Pues Giselle y yo somos amigos. ¿Todos enterados?».
Cuchy se llevó un berrinche de campeonato. Hubiera tirado de los pelos de Sergio. No pudo articular una sílaba.
—¿Cuántos años tiene Giselle? —preguntó Laureano.
—Veinte. Veinte años recién cumplidos.
Fue una velada incoherente, porque Sergio continuaba cohibiéndolos a todos, máxime teniendo en cuenta que aquella noche, por primera vez, estuvo muy charlatán. Sí, antes de dedicarse en serio a la política —de momento sólo había tomado parte en un par de algaradas estudiantiles que le valieron sendas palizas fenomenales de la «poli»—, quería hacer cine. Ser director. Era su pasión. Le gustaba el cine italiano, «porque reflejaba la vida». También alguna película francesa, «impecablemente construida y sin prejuicios». El cine español, por el contrario, era bajo de techo, folklórico y respondía a la realidad del país: una isla mental, marginada de toda cultura seria y con retraso de varios lustros con respecto a Europa —esto lo había podido comprobar en su reciente viaje—, e incluso con respecto a Norteamérica.
Tenía ganas de felicitarlos, porque demostraban buena voluntad. ¡El Kremlin! Se acordaba mucho de ellos, aunque no debían mirarle como si llegara del Polo Norte… Lo que ocurría era que, escuchándolos, los notaba como deseando tener un esqueleto sin conseguirlo, exactamente lo que en su casa le ocurría a su madre. Hacían como los loritos, pero sin actuar. «Todavía la “poli” no os ha pegado, ¿verdad?». Sin embargo, ya era mucho que se lamentaran de cosas y protestaran… Él era catalanista y marxista, interesante combinación. Catalanista en el interior, marxista en un plano general. Para acabar con muchas anomalías que ellos detestaban, empezando por el virreinato de los militares, a cuyas órdenes él entraría al cabo de pocas horas, la única solución era que Cataluña se separara de Castilla, que con eso de que era yerma se dedicaba a copar los puestos de mando y tenía a los catalanes en un puño, ocupados en sus labores. Luego, la solución para acabar con los Concursos de Belleza Infantil y similares, directamente conectados con el hambre en los países subdesarrollados, era el marxismo. En Rusia los hijos de los obreros se hacían ingenieros o químicos y la obsesión de la juventud era estudiar. Nadie pensaba allí en el twist, y tampoco en el dinero, por cuanto el elemento de transacción no eran los rublos, sino el trabajo. Y el ajedrez, gimnasia mental, era asignatura obligada en las escuelas. Mao Tsé-Tung, en China, iba un poco más allá, pero tal vez pecase de utópico. El peligro de las razas amarillas, milenarias, era que sin darse cuenta fundían las ideas en el horno de su tradición, con lo que éstas perdían su eficacia práctica. Un gran tipo, realista y a la vez legendario, era Fidel Castro. Fidel se encontró con una sociedad parecida a la de Barcelona y Madrid, y además con el país explotado por los yanquis, y estaba llevando a cabo una bella revolución. Su peor enemigo era la rumba; pero se saldría con la suya. Y tuvo la astucia de entrar en La Habana enarbolando estandartes con la Virgen del Cobre, etcétera.
Menos mal que no estaba allí Fany, la exiliada; pero Marcos tosió. Sergio Amades, que ignoraba lo de la cubanita, se dio cuenta de que algo ocurría… y se calló. Era su arma. Por lo demás, Pedro, que estuvo escuchándolo con mucha atención, se reafirmó en la idea de que Sergio no era un simple teórico, un teórico un tanto utópico, como un pequeño Mao Tsé-Tung. sino un hombre de acción, capaz de montar en cualquier sitio una imprenta clandestina, acaso, en el propio campamento de Castillejos. Por descontado, era culto. Probablemente se saldría también con la suya y conseguiría algún día hacer un cine de calidad. Lo malo era su profecía según la cual la imagen, en un futuro próximo, acabaría con el fuego fatuo, impreciso, de la palabra: profetizaba poco menos que la lenta desaparición de la letra impresa y Pedro quería escribir… Pero, en resumen, tenerlo enfrente era siempre una lección.
Aquella noche todos hubieran querido conocer más a Giselle. El idioma no suponía ninguna barrera, ya que prácticamente todos hablaban francés; pero Giselle se había mostrado retraída, no sabían si por timidez o por creerse superior. Llevaba el pelo caído a ambos lados de la cara, era marxista, como Sergio y la experiencia española la fascinaba. Tenía una voz ronca, como de beber cazalla. Por fin, acosada, habló. Y se refirió a las protestas juveniles en el mundo y dijo que en los Estados Unidos, por ser el centro del imperialismo capitalista, proliferaban más que en ninguna otra parte, aunque en la Europa en que vivían —el Este era otra cosa— se estaba cociendo una irrefrenable revolución. Los dos temas centrales de protesta, ya muy antiguos en los Estados Unidos, eran la guerra y la desigualdad. Muchas canciones y muchos poemas hablaban de ello. Si les apetecía, podía recitarles algunos trozos, que se conocía de memoria.
—¡Claro que sí, Giselle! Te escuchamos.
Qué buen amigo es nuestro Congreso,
Que vigila todas nuestras costas,
Y gasta tres cuartos de nuestros impuestos
En prepararse para la guerra…
Las bombas modernas caerán sin duda,
Cargadas de gloria, alegría y regocijo,
Qué privilegio será el enterrar
A todos los que matemos con nuestro dinero.
—Ahora, si queréis, os recitaré algo sobre la desigualdad. O, mejor dicho, sobre el deseo de acabar con ella.
—¡Adelante!
Un perro, un perro, un perro.
A mi perro le gusta tu perro,
Y a tu perro le gusta mi perro.
Estoy hablando de perros.
Perro blanco, perro negro,
Perro perdiguero y perro callejero,
Hablo de todos tos tipos de perros…
¿Por qué no podemos sentarnos juntos debajo de un árbol?
Todos estaban bastante impresionados. Debajo de lo que acababan de oír latía un lenguaje nuevo. Giselle parecía la actriz que Carol hubiera deseado ser.
Pedro le preguntó si «había algo en el mundo que no alcanzara a comprender» y Giselle, luego de alzar su puntiaguda barbita, dijo:
—¡Sí, muchas cosas! Entre ellas, el dolor de los niños.
Susana, a quien todos miraron, juntó las manos con cierta solemnidad.
—¿Haces algo para mitigarlo? ¿Para ayudarlos?
—Soy marxista —contestó Giselle, simplemente.
—Dinos algo más que no comprendas —intervino Laureano.
—El dolor de los animales —y la muchacha miró al techo, como si mirara a Dios.
—Nos gustaría saber si eres vegetariana —preguntó Pedro.
Giselle se quedó sorprendida y contestó que no. Entonces Andrés Puig, sin más, bostezó ostensiblemente.
Pese a todo, Giselle era mucha Giselle, y todos se dieron cuenta. Cuchy, que rabiaba como un lingote en el fuego, pensó que la chica ya había puesto en práctica por cuenta propia «los derechos de la mujer» de que ella hablaba por la radio. ¡Veinte años! ¿Se habría escapado de casa?
—¿Qué profesión tiene tu padre?
—Es militar.
¡Santo Dios! Aquello dio un vuelco a la conversación y volvió a poner en primer plano el ingreso de Sergio en Milicias. Lo acribillaron a preguntas.
—¿Qué harás cuando te pongan el uniforme?
—Llamadlo por su nombre: camisa de fuerza.
—Dicen que la «mili» marca huella.
—Procuraré que en mi caso no sea así.
—¿Y la Patria?
—Imaginaos… Gibraltar… ¿Qué se me ha perdido allí?
—¿Y si te contagias? Somos más borregos de lo que parece.
—En eso tenéis razón. Lo primero que muchos reclutas hacen es quedar embobados ante la arenga del coronel; lo segundo, sacarse una fotografía; lo tercero, decir que la vida del campamento, con eso de la camaradería y tal, es agradable. Pero a mí no me ocurrirá eso… Yo aprovecharé los ratos libres para estudiar, sobre todo si me meten en el calabozo; y los permisos… para venir a ver a Giselle —y por primera vez le pasó la mano por el cuello y la atrajo hacia sí.
En el último momento, Laureano le dijo:
—Se me olvidaba una cosa, Sergio: eso del marxismo, para mí, ni hablar.
—Bien, allá tú. Ya te irás enterando.
Pedro intervino a su vez.
—Si no lo has vivido, ¿cómo puedes saber que no es también una camisa de fuerza, como el uniforme que te pondrán mañana?
Sergio contestó, anudándose el pañuelo de seda que llevaba a modo de corbata:
A mi perro le gusta tu perro,
Y a tu perro le gusta mi perro.
Hablo de todos los tipos de perro.
¿Por qué no podemos sentarnos juntos debajo de un árbol?