CAPÍTULO XXV

LA SITUACIÓN DEL PADRE SAUMELLS en el Colegio de Jesús era realmente enojosa. El clima general entre los profesores del Colegio con respecto a la marcha del país crecía en optimismo, al compás de los acontecimientos. Algo así como lo que le ocurría a la Agencia Cosmos. El director, padre Tovar, que tenía voz de orador, admitía algunas deficiencias, atribuibles en gran parte al boicot internacional, pero las consideraba harto compensadas por las facilidades que encontraban en la divulgación religiosa. «Nunca España había vivido una época comparable en ese terreno». El padre Saumells estimaba que la tónica de dicha expansión era contraproducente, impropia a todas luces, porque se centraba más que nada en las prácticas externas. Religión fetichista, como solía llamarse, basada en procesiones, jubileos, indulgencias, «misiones», súplicas implorando la lluvia, veneración de reliquias y obsesión por el sexto mandamiento, por los escotes y los besos en las películas.

El padre Saumells, a ratos, sufría mucho, porque lo embargaban los escrúpulos. Y es que, en el fondo de su corazón, declaraba responsables, por lo menos en un porcentaje muy elevado, a las grandes jerarquías eclesiásticas españolas, las cuales por lo visto tampoco se enteraban de nada de lo que ocurría alrededor. Desde el fin de la guerra —él lo vio en Tarragona— se adscribieron al triunfalismo. En vez de dedicarse a ayudar en todos los aspectos, y sin que hubiera lugar a dudas, a los que perdieron, a los humildes y a los pobres —el Evangelio hablaba claro al respecto—, se habían aliado con los vencedores. ¡Problema de conciencia formular una acusación de tal calibre! Pero los hechos no dejaban mentir. En la prensa, inevitablemente, las fotografías de un general al lado de un obispo. Los colegios religiosos de enseñanza gozando de toda clase de prebendas, y algunos de ellos, incluido el suyo, acumulando riquezas como cualquier Sociedad Anónima en régimen de prosperidad. Una coalición Estado-Iglesia o Iglesia-Estado que el hombre, para no andarse con rodeos, calificaba de contubernio.

El caso es que, pese a las advertencias previas del padre Tovar, desde el inicio del curso el padre Saumells empezó a soltar en clase frases que se clavaban como dardos en los atónitos oídos de los alumnos. Y lo mismo en las pláticas en la capilla y en los contactos con las personas que iba conociendo.

Poco podía durar aquello, máxime teniendo en cuenta que a las quejas del claustro se unieron las de muchos cabezas de familia. El Padre Provincial lo llamó para formularle la acusación concreta: en vez de limitarse a enseñar, como era su obligación, se dedicaba a hacer política, y un tipo de política que gustosamente habrían rubricado los prohombres de la República, el resultado de cuya gestión era de todos conocido. Julián estaba indignado con él y contento de que Laureano hubiera dejado ya el Colegio. Rogelio, que se lo tomaba medio en broma, apodándolo el anarquista, decía siempre que, comparado con el padre Saumells, su amigo Juan Ferrer, dueño del Hotel Catalogne, era como un canónigo de la catedral.

Lo que más desconcertaba al religioso era que ni siquiera saliesen en su defensa las familias de los alumnos que estudiaban en el Colegio becados o gratis, sin pagar un céntimo: familias de funcionarios modestos, o de obreros que trabajaban catorce horas diarias, o que habían estado en la cárcel. No daban fe de vida. O no se enteraban de nada, o tenían miedo, o estaban resignados. Ninguno de ellos decía «esta boca es mía».

—¿Gimo van a decirlo —señalaba el doctor Beltrán, uno de sus pocos confidentes— si la boca no es suya? Primero se la taparon, y ahora se han acostumbrado ya… No cuente con ellos, padre Saumells. Aceptarán sin protestar todo lo que les echen, y más.

A su vez, el padre Comellas, profesor de cultura física, que estimaba mucho al padre Saumells, le decía:

—¿Qué pretende usted? ¿Siendo peso pluma noquear a un peso pesado?

El padre Saumells se llevaba a la boca un caramelo de malvavisco.

—No pretendo nada, padre Comellas. Simplemente, usted sabe que el cristianismo no es lo que se anda predicando por aquí, que el cristianismo es otra cosa muy distinta. Y además, usted sabe igualmente que el mundo, sociológicamente hablando, marcha en otra dirección. Y que los muchachos, los jóvenes, lo intuyen, aunque de momento no lo parezca.

¡Bueno, tal vez en eso llevase razón el religioso llegado de Alemania! En el Colegio —y ése era el punto de referencia más inmediato—, su aureola crecía por días. Aparte de que los alumnos afirmaban unánimemente que, desde el punto de vista pedagógico, en todo cuanto atañese a la manera de enseñar, el padre Saumells era muy superior al resto de los profesores, sentían hacia él una atracción especial. Presentían que había en su figura algo auténtico, fuera de lo común. Por lo demás, dicha aureola se intensificó el día en que alguien dio la noticia de que el religioso, por razones ignoradas, tenía la intención de dejar el Colegio e irse a vivir con los obreros en cualquier barrio próximo a Barcelona, como, por lo visto, habían hecho algunos sacerdotes «en el extranjero». Ni que decir tiene que todo ello se tradujo en un hecho concreto: gran número de alumnos abandonaron el confesionario del padre Sureda, que anteriormente se veía abarrotado, y acudieron a confesarse —como desde fuera lo habían hecho Laureano y Pedro— con el padre Saumells. Encontraban en éste más comprensión, más tolerancia, menos amenazas. Por si fuera poco, apenas si les imponía penitencia…

Beatriz, que había conocido al religioso, sacando de él una impresión resueltamente negativa, comentó:

—¡Natural! Es lo más sencillo: dar facilidades…

Pero no había nada sencillo en la vida del padre Saumells. Las decisiones que se tomaron contra su postura fueron precisas: lo amordazaron. Las «órdenes superiores» fueron tajantes. En clase, ceñirse estrictamente a los textos de enseñanza. En la capilla, hasta nuevo aviso, se abstendría de toda plática, limitándose escuetamente a la lectura de los textos sagrados. En las oraciones de la misa, se guardaría muy bien de saltarse bonitamente las preces «por la salud y prosperidad del Jefe del Estado»; etcétera. Cualquier transgresión de dichas órdenes acarrearía sobre él medidas disciplinarias de mayor cuantía. ¡Y por supuesto, de momento quedaba desestimada su petición de abandonar el Colegio e irse a vivir con los obreros! La fuerza de los religiosos radicaba precisamente en la vida comunitaria, en la próxima y recíproca ejemplaridad.

Algunos alumnos se sintieron decepcionados. «Ha chaqueteado, como todo el mundo». Otros, conocedores de lo ocurrido, lo defendían. «¡No seáis idiotas! ¡Se lo han prohibido! ¿No se le nota en la cara lo triste que está?».

Era cierto. El padre Saumells estaba triste, lo cual no significaba que se resignara a cruzarse de brazos. No iba con su temperamento. De modo que, «en espera de que los tiempos cambiasen», se las ingenió para ser útil. ¿Cómo? En el único campo en el que nadie le ponía dificultades y que consideraba importantísimo: la orientación vocacional de los alumnos… El padre Saumells estimaba que uno de los tumores malignos de la sociedad española era ése: pocas personas ocupaban en ella el lugar que les correspondía, sin exceptuar al señor arzobispo y al padre Tovar. Nadie, ni el Estado, ni los profesores, ni las familias, se ocupaba en analizar metódicamente las facultades de los chicos. El porvenir de éstos se decidía casi siempre por rutina, por improvisación, porque «parecía que la cosa iba por ahí», y desde luego, a tenor del clasismo imperante. Los ricos, a estudiar, a estudiar lo que fuera, aunque odiasen los libros; los demás, por talento que tuviesen, prácticamente sin otra opción que dedicarse a oficios manuales. «Así van las cosas, padre Comellas. Vivimos rodeados de químicos y abogados que deberían ser carpinteros o electricistas, y de guardias de tráfico que deberían ser médicos o ingenieros. Hablando en plata, ¡una canallada!».

Cabe decir que la idea le vino al padre Saumells a través de un ejemplo muy concreto. Un muchacho de San Adrián, que se llamaba Miguel y cuyo padre, maquinista de la RENFE, cobraba un sueldo mísero, estudiaba el último curso del bachillerato y en su casa ya le habían anunciado que luego tendría que ponerse a trabajar. Desgarbado, feo, pero dotado de una memoria prodigiosa y loco por las matemáticas, Miguel fue a confesarse con el padre Saumells y, después de recibir la absolución, le contó lo que le ocurría y a continuación le espetó a bocajarro: «Usted es el único que puede ayudarme, padre… ¡Si no puedo continuar estudiando, me mataré!».

El padre Saumells se quedó estupefacto. Recordaba los ojos de Miguel: parecían dos bellas metáforas. «¡Te prohíbo que hables así, Miguel! ¡Lo que has dicho es horrible!». El chico sollozaba. «No me importa. ¡Si no puedo estudiar, me mataré!».

El padre Saumells se prometió a sí mismo hacer los imposibles para resolverle la papeleta a aquel proyecto de hombre o de muerto que tenía a sus pies. Y a partir de ese momento empezó a hacer gestiones similares para otros muchachos que se encontraban en situaciones parecidas. Vale decir que encontró personas dispuestas a echarle una mano, entre ellas Julián. A raíz de eso, y para trabajar con rigor, propuso en el colegio —y consiguió que se lo aceptaran— efectuar unos tests psicotécnicos para calibrar las posibilidades de cada alumno. ¡Cuántas sorpresas! ¡Y cuánta ignorancia, también, y cuánto egoísmo, por parte de algunas familias, que con un poco de esfuerzo hubieran podido salvar una vocación!

En marcha ese mecanismo, no quedó satisfecho todavía. Enterado de que en la barriada de Miguel, en San Adrián, no había iglesia, pidió permiso a los superiores —y se lo otorgaron— para adecentar allí un almacén de trapos e ir los domingos a decir misa para los vecinos y a confesar…, si alguien se tomaba la molestia de arrepentirse de algo.

¡Lo consideró un triunfo estimulante, pese a que, de momento, los vecinos no respondieron a su llamada como él imaginó! Pero era un ensayo. Y Miguel, bajito, activo y rebosante de gratitud, lo ayudaba cuanto podía. Se convirtió en su sacristán, en su monaguillo, en su enlace con el vecindario, y consiguió que su padre, a raíz de aquello, mientras trabajaba en la RENFE redujese su ración diaria de blasfemias.

Esas cuñas del padre Saumells tuvieron sus repercusiones. Laureano y Pedro, ganados por la curiosidad, quisieron visitarlo en la barriada. El religioso les mostró la «iglesia», aunque fue muy parco en los comentarios. No así Miguel, que con las llaves del templo en la mano se sentía rey en su feudo. «Tiene doscientos metros cuadrados y el techo rebasa los cuatro metros». «Mi madre tarda más de una hora en barrer desde la entrada al presbiterio». «El domingo pasado repartimos once comuniones».

Pero lo que más desconcertó a los muchachos fue recorrer el barrio. Viviendas raquíticas, chozas, niños desnudos, mujeres haciendo cola en las fuentes, escombros por todas partes. En la tapia del cementerio había inscripciones groseras. Pasaron delante de una taberna que ponía «La Chata» y Miguel les dijo: «Mi padre, cuando no está de servicio, viene aquí a jugar al tute». Una fábrica de productos químicos despedía un hedor tan fuerte, tan repelente, que Laureano y Pedro, mientras sacaban el pañuelo para taparse la nariz, exclamaron: «¡Qué barbaridad! Pero… ¿hay alguien que puede trabajar ahí?». Esta vez el desconcertado fue Miguel. «No comprendo. ¿Qué os pasa? ¡Yo no huelo nada!». «¿Cómo? ¡Si es asfixiante! Vámonos…». Miguel abrió los brazos en cómico ademán, en el momento en que apareció un gitano tocando un organillo y todos los churumbeles del barrio se congregaron tumultuosamente en torno.

Laureano y Pedro, al otro domingo, repitieron su visita a San Adrián, a la hora de la misa. Y ocurrió lo inevitable: Julián se enteró. Y supuso que se trataba de una estratagema del padre Saumells para «enfrentar a los hijos de la opulencia con los hijos de la pobreza». Laureano le contó la verdad —la iniciativa fue suya y de Pedro, no del religioso—, y Julián le dio crédito.

Pero ello, junto con las sesiones del Kremlin, que al arquitecto no le hacían pizca de gracia, motivaron la primera fricción un poco seria entre él y su hijo.

Dialogaron en el cuarto del chico. El arquitecto se dio cuenta en seguida de que se las había con un «hombrecito» con ideas propias, fruto sin duda de su contacto con la Facultad; y Laureano envidió a Pedro, al que su padre, Rogelio, lo dejaba completamente tranquilo.

—Si te apetece visitar al padre Saumells me harás el favor de ir a verlo al Colegio y no a ese almacén de trapos convertido en iglesia. ¿Qué se te ha perdido allí? Ahora sabes de qué se trata… Yo lo ayudaré en eso de los estudios de los muchachos; pero esas barriadas obreras me las conozco mejor que él. Se llevará la sorpresa de su vida. Todo el mundo le pedirá favores hasta que lo estrujen; y en cuanto no pueda conseguirles lo que le pidan, le volverán la espalda.

Laureano no se impresionó como Julián esperaba.

—Me parece que eso ya lo sabe el padre Saumells, porque se queja de que la gente no le responde como desearía. Pero él va allí a hacer lo que pueda, y se acabó. De momento, quiere conseguir que borren las inscripciones grosera*, de la tapia del cementerio.

—¡Je! Las escribirán de nuevo. Y peores.

—Las borrará otra vez.

—¡Bien, no discutamos bobadas! Ya me has oído. Se acabó lo de San Adrián. Y en cuanto al Kremlin, vamos a suponer que el nombre lo habéis elegido en broma… No voy a prohibirte que os reunáis en una buhardilla; pero cuidado con armar escándalo. Y cada vez que celebréis una de esas ceremonias, quiero que estés en casa a la hora de salida de los espectáculos. Y conste que te hablo en singular porque parece que Susana no se siente allí muy a gusto.

—Susana puede hacer lo que quiera. Yo lo paso muy bien y hasta ahora, que yo sepa, no hemos armado ningún escándalo. Charlamos, bailamos, la juventud… —Laureano se mordió el labio inferior—. Papá, ¿por qué no me tienes un poco más de confianza?

—¿Qué entiendes tú por confianza?

—¡Yo qué sé! Ya no tengo la edad de Pablito, ¿no crees?

—¿Y quién te ha dicho lo contrario? Pero me preocupan tus estudios… y tu manera de pensar. No tengo mucho tiempo para controlarte y quiero ver las cosas claras.

—Creo que las cosas están clarísimas.

—Entonces, ¿qué quieres? ¿Más libertad todavía?

Laureano se calló. La palabra «libertad» lo sumió en un silencio total, porque, lo mismo que Pedro, también él se había enamorado de las ocho letras que la componían. Por fin dijo:

—Me conformaría con tener libertad… a secas. —Cambió el tono de la voz—. Ya va siendo hora, ¿no te parece?

Julián lanzó un exabrupto.

—¡Oye! ¿Qué mosca te ha picado? ¿He de entender que me estás dando órdenes?

—No he pretendido tal cosa. Me has preguntado y te he respondido: eso es todo.

Enrojeció Julián. Apretó los puños. Como siempre, se sentía muy seguro de sí.

—¡Libertad! ¡Ya salió la palabrita! ¿La aprendiste del padre Saumells… o de Sergio?

Laureano se enfureció, aunque consiguió disimular.

—Libertad no es una palabrita… Es algo que uno de repente desea… y ya está.

—¡Pues tendrás que esperar un ratito todavía! ¡Y basta de majaderías!

El resto del diálogo fue tenso y breve. Julián salió del cuarto de su hijo dando un portazo y Laureano se sorprendió a sí mismo haciéndole un feo ademán. ¡Julián estuvo a punto de darse cuenta! Y se fue pasillo adelante barbotando: «Libertad, libertad…».

Margot no tardó en enterarse de la escena. Se decidió a intervenir, porque entendió que otros brotes sucederían al que acababa de producirse. Sin embargo, quería asesorarse con alguien. ¿Con quién? No había más que el padre Saumells. De hecho, en todo lo que no fuera política, éste ejercía una intensa influencia sobre Julián, y sobre Laureano de una manera absorbente. Margot supuso que el padre Saumells sabría encuadrar el asunto en sus límites precisos.

Le pidió audiencia y el religioso se la concedió en seguida.

—Padre Saumells… ¡Te juro por mi honor que no vengo a hablarte de lo mal que está el servicio doméstico!

—¡Por Dios, Margot! ¿Por qué dices eso? Estoy a tu disposición.

Entonces Margot le contó lo ocurrido entre Julián y Laureano. Y acto seguido le formuló la pregunta clave, la pregunta que desde hacía tiempo le ocupaba la mente.

—Padre Saumells, el mundo marcha muy de prisa… ¿Estamos seguros de que sabemos educar a nuestros hijos?

El padre Saumells, al oír esto, sonrió… Margot decía que eso ocurría a menudo con los religiosos: ante los problemas de familia, sonreían. Lo que no significaba que no se los tomasen en serio. El padre Saumells, por supuesto, tuvo una expresión que denotaba elocuentemente que iba a tomarse muy en serio lo que le había dicho Margot.

—Margot, voy a hablarte con absoluta franqueza… La cuestión que me planteas es fundamental, y lamento anticiparte que no podré ofrecerte ninguna solución satisfactoria… Bien, para centrar el asunto, te diré que ya no se trata de saber o no saber educar a los hijos. ¿Qué quieres hacer ante una decoración como la del Kremlin que me acabas de describir? Tú misma lo has dicho: el mundo marcha muy de prisa. Antes no había más que columpios y máscaras de Carnaval; ahora hay bragas colgadas de un cordel… y, lo que es más importante, símbolos sociales. ¡Puedo garantizarte que ni Julián ni yo, cuando la guerra, podíamos imaginarnos esto!; y seguro que cuando en París viste aquellos ataúdes y aquellas calaveras estabas muy lejos de sospechar que pronto los equivalentes te tocarían de cerca, ¿verdad?

Margot hizo una mueca. Recordó lo que el corazón le dijo en la boîte La Fin du Monde con respecto a Laureano. Se acarició la cabellera de forma que delató su preocupación.

—De todos modos, padre Saumells, ¿qué podemos hacer? ¿Dónde terminan nuestras posibilidades?

El religioso empezó a acariciarse las falanges de los dedos de la mano izquierda.

—Creo que vuestras posibilidades terminan donde empieza el ambiente que rodea a vuestros hijos, ¿comprendes? Naturalmente, los consejos en la intimidad, y, más que eso, los buenos ejemplos en casa, continúan teniendo mucha importancia. Sin embargo, hay que partir de una base que antes no existía: de pronto, hoy irrumpe en el espíritu de los chicos un tercer elemento, que es el ambiente, lo que se huele por la calle, y da al traste con todo. ¿Comprendes lo que quiero decir? Según el temperamento, claro está. Susana, por ejemplo, no reaccionará nunca como Laureano, con lo cual no quiero decirte que Susana no pueda plantearte problemas. ¡A lo mejor te los plantea un día más graves aún, precisamente por su sentido de la responsabilidad!

Margot parpadeó.

—No te entiendo, padre Saumells…

—Está claro, Margot… Tus hijos —por cierto, que siempre se me olvida decirte que los quiero mucho—, no son ni mejores ni peores que los demás… de su clase social. ¿Entiendes ahora por dónde voy? Los hombres como tu marido, como Rogelio, como tantos otros, están creando un tipo de riqueza que os afecta primero a vosotras, las mujeres, luego a vuestros hijos y, colectivamente, a toda la sociedad. Están elaborando un tipo de sociedad que, ¡ya lo sabes!, a mí —para usar una frase del padre Tovar— «me desagrada positivamente». Entonces ocurre que vuestros hijos viven desfasados de la realidad. ¡Si hubieras visto a Laureano y a Pedro en San Adrián, tapándose la nariz ante una fábrica de productos químicos! Sólo conocen el mundo por un agujero, ¿comprendes?, y los agujeros son muchos. En cuanto se salen de su órbita —del barrio en que viven, del «colé», etcétera— reciben una descarga que los hace capaces de cualquier cosa. ¡La Universidad, por ejemplo! Allí es donde han oído la palabra libertad…

—Continúa, por favor, padre Saumells…

—No sé si he avanzado algo… ¡Ah, si supiera explicarme con precisión! ¿Quieres un caramelo?

—No, muchas gracias.

—Entonces, yo tampoco lo tomaré… Pues, volviendo al asunto, el problema es complejo, porque también ahí se ha introducido un elemento nuevo: los débiles se rebelan contra los fuertes, como queriendo hacer verdad lo de «los últimos serán los primeros». —El padre Saumells cambió de tono de voz—. ¿Tú lees el periódico, Margot?

—Sí… —contestó ésta, pillada de improviso—. Lo más importante, por lo menos…

—Entonces, habrás visto lo que sucede: los países subdesarrollados y los países explotados han dicho basta. Te habrás enterado de lo de los guerrilleros de Kenia, ¿verdad? Pero lo verdaderamente importante es la victoria de Fidel Castro en Cuba. ¡Oh, sí, sí, los débiles han dicho basta y a lo mejor tienen más suerte que yo con mis superiores…! Esto, puedo asegurártelo, invierte los términos de la cuestión, porque afecta a todos los órdenes de la vida, lo que hace que los mayores continuemos considerando como normales muchas cosas que empiezan a dejar de serlo, y, sobre todo, que habrán dejado de serlo por completo dentro de unos pocos años… ¡Pongamos, cuando Pablito tenga la edad de Laureano!

Margot bebía las palabras de su interlocutor, pero estaba impaciente.

—¿Podrías ponerme un ejemplo, por favor?

—¿Un ejemplo…? ¡Pse! Eso depende de muchas circunstancias, del clima histórico de cada país, de las formas culturales… El meollo de la cuestión es la protesta, ¿comprendes? ¡Métete esto en la cabeza, Margot!: la protesta. Vuestros hijos han empezado a protestar… De momento, puesto que son tan jóvenes y no saben de qué se trata, engullen unos cuantos slogans primarios, pero la intención es profunda, porque intuyen que hay algo injusto en el engranaje que hasta ahora ha estado funcionando y que nosotros hemos considerado como de «sanos principios». En Francia, por supuesto, ya que los intelectuales siguen vigentes, el existencialismo, ya lo viste. En Alemania, os lo he contado muchas veces, el gamberrismo, los instintos, la acumulación de bienes materiales, pero también el ansia de saber… En los Estados Unidos, la violencia… En España, por las razones que también conoces sobradamente, ya sabes cuál es mi criterio, y ahí va el ejemplo que me pedías: aquí vuestros hijos pasarán de la indiferencia y los tebeos a formularos preguntas tan elementales como: «Mamá, ¿por qué eres tú la señora y Rosario la criada?». ¡Oh, no, no te escandalices! Mejor que pienses en lo que podrás responder… Margot, prepárate… Lo que han cambiado son los signos. ¡Ah, con otra particularidad referida a España!: deberías intentar convencer a Julián, aunque ya sé que eso es imposible, de que los jóvenes no quieren oír hablar de nuestra guerra… Para nosotros fue crucial; para ellos es algo inexistente y que les produce un tedio infinito.

Margot reflexionaba. Todo aquello se le antojaba certero… Sin embargo, ¿qué conclusión cabía sacar? ¿Qué los «sanos principios» ya no eran sanos? En ese caso ¿qué otros valores había que proponer a cambio? Porque no iba a pretender el padre Saumells que renunciaran a vivir en General Mitre y se fueran al Barrio Chino… o a San Adrián. ¡Ay, los libros de pedagogía que ella se leyó!

—Creo que voy siguiendo tu pensamiento, padre Saumells… Además, siempre te lo dije: desde que me case me asusta ese futuro que se avecina sin remedio… Ahora bien, ¿por qué me dijiste que po podrías ofrecerme ninguna solución? ¿Cómo es posible que no puedas decirme: debéis hacer esto, debéis hacer aquello…?

El padre Saumells, ¡entonces sí!, sacó una cajita idéntica a la que regaló a Susana y después de un ademán pidiendo permiso se ofreció a sí mismo un caramelo de malvavisco.

—Margot…, cuando te dije que lamentaba no poder ofrecerte ninguna solución, me refería a una solución infalible. Ahora bien, ¡claro que podéis hacer algo! O intentarlo, por lo menos. Pero sin la menor garantía de éxito, entiéndeme… Me refiero, ¡ya lo habrás supuesto!, a la religión… Sea lo que sea, pase lo que pase, antes que vuestros hijos se vayan de vuestro lado debéis procurar inculcarles en el alma la idea de que sin una fe trascendente todo está perdido… Pero… ¿qué voy a contarte sobre esto, si sabes tú más que yo? Lo único, quizá, machacarles con valentía que la religión no es lo que se lleva, y que el cielo me perdone, en el Colegio de Jesús y similares… ¡Eso son supersticiones… y finanzas! Una religión viva y adulta, centrada en los Evangelios que yo intentaba explicarles… Es decir, en la idea de Cristo, en un tipo de iglesia sacrificada y austera como esa que Julián ha estado proyectando y cuyos bocetos me enseñó en su taller… ¡Lo malo es que eso es muy difícil, Margot! Entre todos, hemos desprestigiado a sus ojos la palabra «religión»… De eso sabe algo el hijo mayor de Aurelio Subirachs, el sacerdote, que ya debería haber cantado misa, pero que no lo autorizan porque salió del Seminario echando chispas… Pero, en fin, te repito que ni aun convenciéndolos emocionalmente hay ninguna garantía de éxito. La ciencia y la técnica, que tanto encandilan a tu marido, producen malas digestiones, cuando, bien aplicadas, podrían ser manifestaciones gloriosas, y se lo llevan todo por delante. Ésa es la realidad, Margot: prepárate… Laureano ha levantado el índice; Susana, todavía no… ¿Qué ocurrirá? ¿Y qué ocurrirá, repito, con Pablito? Dicen que ahora van a instalar, y ya era hora, la televisión… ¡Un mundo nuevo! Imágenes, información, el hombre en medio, vapuleado como un pelele… A tus hijos, inmersos en la sociedad de que te he hablado, lo mismo puede darles por la frivolidad, por pediros un coche y mucho dinero para sus gastos, que adscribirse, fichar, como diría Rogelio, por la juventud consciente… ¡En este último caso, su rebeldía, su protesta, será todavía mayor! Porque una cosa hemos de reconocer, Margot: nuestra experiencia ha fracasado. El mundo que les hemos legado es maquiavélico y cruel, y tiene que desmoronarse como cualquier edificio mal construido.

Margot se quedó estupefacta. Recordó las preguntas que Laureano y Susana hicieron cuando la mujer vecina de Can Abadal se ahogó en el pozo. Y Pablito, que estaba saliendo, efectivamente, un diablillo autoritario y respondón, aprovechándose de los mimos para procurar adueñarse del hogar. Sí, desde luego, el camino era espinoso… ¿De dónde, Señor, sacar tantas fuerzas? Margot se sentía un poco mareada. Claro que era tenaz…

—Padre Saumells… ¿qué debo hacer? Me siento abrumada…

El religioso miró a Margot con rara intensidad.

—Lo que te he dicho: lo que puedas… ¡Si hubiese muchas mujeres como tú, las cosas no hubieran llegado a ese extremo…!

Margot movió la cabeza.

—No sé por qué dices eso… ¡Ni siquiera he sido capaz de vencer la indiferencia religiosa de Julián!

El padre Saumells negó con energía.

—Margot, voy a decirte una última cosa: tú no tienes la culpa de eso… Julián, aparte de que nació en Granada, en un caserón que ya conoces, se está deshumanizando un poco con esos Bancos de mármol y tal. Pero recuerda un consejo, porque parece que no hago más que echarte jarros de agua helada: no intentes abarcarlo todo. Por encima de todo, Dios dirá. Y de momento, recuerda que la vida se compone de pequeños detalles. Lo primero que debes procurar, pues, al llegar a tu casa, es conseguir la reconciliación entre Julián y Laureano.

—¡Son muy orgullosos!

—Tú también… Luego, le dices de mi parte a Laureano que eso de la libertad a secas es una tontería, que un universitario debe saber concretar… En cuanto a Julián, convéncelo por tu cuenta de que su hijo tiene razón: la libertad es algo que uno de repente desea… y ya está. Y que no tiene más remedio que aguantarse.

Margot sonrió.

—De acuerdo. Lo intentaré…

La mujer se levantó. Parecía haberse recuperado. El padre Saumells se levantó a su vez. Entonces, ella, sonriendo, le dijo:

—Padre Saumells… ¿y qué debo hacer para que Julián y tú os reconciliéis también? ¡Siempre andáis a la greña!

El religioso contestó:

—Aquí no vas a tener problema… Tal como van las cosas, en España un hombre como él puede llegar hasta a ministro. Y el día que eso ocurra, haré como hacen nuestros obispos: me pondré a sus pies.