EL PASO DEL TIEMPO… El paso del tiempo inquietaba a Margot. «Me roban los días, Julián. Se me pasan volando. ¿Cuántos años llevamos casados? Y me parece que fue ayer. ¿Te acuerdas de cuando, en Granada, en el viaje de novios, subimos a la sierra y pillé un catarro tremendo? Por poco si aquello acaba con la luna de miel. ¿Y te acuerdas de cuando vivíamos en el estudio de Balmes? Nos faltaba espacio incluso para discutir…».
Julián era el reverso de la medalla. El tiempo transcurría lentamente para él. No porque supiera exprimir mejor la densidad de cada minuto, que para eso Margot se pintaba sola; simplemente, el trabajo llenaba tanto su vida que acababa fatigado. Su cerebro se fatigaba y lo convertía en uno de esos relojes de arena en los que media hora parece una eternidad. «Es curioso A mí me parece que desde que nos casamos ha pasado un siglo. ¡Por favor, Margot, entiende lo que quiero decir! No te cambiaría por ninguna otra mujer. ¡Si hasta te perdono que no te guste el Banco Industrial Mediterráneo! Y estás tan joven como cuando nació Susana… Pero tengo tantas cosas que hacer, que cada día me parece que he de subir una cuesta, que una semana es una semana y que un mes es un mes. No, no tengo la sensación de que la vida se pasa volando».
Tal vez, de vivir en el campo, la óptica fuera distinta. La ciudad era vampiresca. En el fondo, a no ser por los estudios de los chicos, y naturalmente, por Julián, acaso a Margot no le hubiera importado quedarse siempre en Can Abadal. «Deberíamos decidir de una vez si somos de tierra o de cemento». Barcelona se estaba motorizando, llenando de coches —por lo visto, la factoría SEAT, y otras factorías, funcionaban ¡y de qué modo!— y todo el mundo andaba agitado comprando a plazos, especialmente, aparatos electrodomésticos. Influencia americana —el pronóstico se cumplía— y aumento del nivel de vida en algunos sectores muy concretos, que sin duda los economistas sabrían localizar.
Margot hablaba de ello a veces con Anselmo, el conserje, mientras inspeccionaban el correo. Se referían al hecho de haber sido él pastor y de que no acabase de adaptarse a la ciudad.
—Pero, vamos a ver, Anselmo. ¿Qué conoce usted de Barcelona para que le tenga esa manía?
—Conocer, conocer… este vestíbulo. Pero en fin, las Ramblas me gustan. Por lo menos allí hay pájaros.
—¿Y el puerto no le gusta?
—Nunca me ha tirado el mar.
—Habrá subido a Montjuich, supongo…
—¿Para qué?
—¡Bueno! Para estirar las piernas.
—Subí una vez con Felisa y tomamos una cerveza. Sí, se ve mucho barullo —el conserje añadía—: Lo que me gusta es la Catedral.
—¡No me diga!
—Claro. Todo aquel barrio es tranquilo.
—¿De modo que le interesan los monumentos?
—Pues… no entiendo de eso. Pero me gusta la piedra vieja. Los castillos en el monte, por ejemplo.
—¿Y el Paralelo? Todos los forasteros van a parar allí un día u otro…
Anselmo se espolvoreaba el uniforme.
—Felisa dice que sale muy caro…
«Deberíamos decidir de una vez si somos de tierra o de cemento». Julián pretendía que la sabiduría —y también se trató ese tema en el Congreso de Urbanismo de París—, podía consistir en acertar en armonizar ambas cosas. Las grandes urbes eran indispensables, aun a costa de perder una buena porción de libertad y de que fuese un error vivir completamente de espaldas a la naturaleza; pero no convenía exagerar. El campo, a la larga, era triste.
—Todo el año en Can Abadal te aburrirías, Margot. Aunque nos llevásemos allí el piano…
—Quizá sí.
Susana intervenía:
—¡Seguro, mamá! ¡Fíjate si me gusta a mí Can Abadal!; pero el campo a la larga fastidia y te pone triste.
Bien, excelente tema para reflexionar. Pero, por el momento, desde el punto de vista de las posibilidades prácticas, era inútil especular sobre la cuestión. El trabajo de Julián, Laureano a la Universidad, Susana en el último curso del bachillerato, Pablito a punto de entrar en el colegio… Todos se encontraban en parecidas condiciones. Ricardo y Merche habían dado una gran fiesta en su finca de Caldetas, con ocasión de la puesta de largo de Cuchy; por cierto, que en ella Alejo se divirtió de lo lindo viendo bailar discretamente a Ricardo con Rosy. Pero vivir allí todo el año sería imposible, incluso pensando en el porvenir de Yolanda, que pronto haría la primera comunión. Y los Ventura, los padres, eran gente asfáltica ciento por ciento. «Torre Ventura», ¡muy bien!: un poco de oxígeno. Pero, como le había dicho a Rogelio el barbero-arqueólogo de Arenys de Mar: «Eso tiene la ventaja de que si quiere usted aburrirse puede hacerlo junto a una piscina».
La ciudad tenía muchos atractivos. Impulsaba las relaciones, el comercio, la cultura, tantas cosas… De no ser por la ciudad ¿podría Julián, que viajaba tanto, acercarse tan a menudo a las oficinas de Cosmos Viajes y decirle a Montserrat, en el mostrador: «Montserrat…, ¿te ha dicho alguien que cada día estás más mona bajo ese uniforme azul?»? Y Montserrat, hija de un modesto maestro de escuela izquierdista, muchacha con vocación de fiscal de la sociedad que la rodeaba, ¿hubiera escuchado con agrado, con halago —caso de vivir en el campo— tales palabras en boca de Julián? Claro que, tocante a amoríos y resentimientos, la ciudad y el campo debían de estar ya armonizados, debían de ser simétricos y hallarse a la par…
Doble error de Rogelio, en cuestión de pocos días. El primero, no haber querido mover un dedo en favor de dos sobrinos de Juan Ferrer, que trabajaban de conductores de autobuses. Los muchachos, a raíz de una protesta pasiva que tuvo lugar en Barcelona al anunciarse una subida de las tarifas de los tranvías, fueron sorprendidos por la policía repartiendo unas octavillas en catalán, en las que se invitaba a los ciudadanos a una manifestación subversiva. Fueron llevados a la cárcel, y se descubrió que pertenecían al partido comunista. Ni siquiera lo negaron. Dieron el nombre de Rogelio, pero éste rehusó hacer nada, pensando en que su tío, Juan Ferrer, les confesó que todo lo que ocurría en Rusia lo tenía absolutamente decepcionado. Tuvo que ir a verlos entre rejas, y ambos, después de escuchar sus razones, lo miraron con dureza y como diciendo: «Algún día nos encontraremos…». Rogelio se apresuró a escribir a Juan Ferrer contándole llanamente lo ocurrido, y advirtiéndole además de que en cualquier caso era muy dudoso que una intervención suya en favor de los muchachos hubiese sido de alguna utilidad.
Pese a todo, pese a que Juan Ferrer contestó mostrando comprensión, Rosy estimó que Rogelio había cometido un error.
—¿Te das cuenta de lo que has hecho? ¿No comprendes que es peligroso? Eso no te lo perdonan…
Rogelio se arrellanó en el sillón y tomó el periódico.
—¡Tonterías! ¡Como intenten darme la lata…! —De pronto, oyó un ruidito y gritó—: ¡Carol! ¡A ver si acabas de una vez con tu dichosa armónica!
El segundo error lo cometió con respecto a Pedro. Al enterarse de que no quería estudiar arquitectura, en vez de aceptar deportivamente el hecho, como Aurelio Subirachs lo aceptó al oír a Marcos, tuvo, efectivamente, un ataque… de furor. Es decir, se cumplió lo que Pedro le anunció a Laureano, pese a que Rogelio de entrada confesó también que estaba seguro de que, llegado el día, tendría que escuchar «aquella sarta de disparates referidos a Filosofía y Letras».
—Pero ¿qué te has creído, demonios? Años y años trabajando por vosotros y ahora me sales conque nada de nada de lo que a mí y al negocio pueda interesarnos. ¿Qué es eso de la Filosofía, si puedo enterarme? ¿Con qué se come? ¿Y eso de las Letras? Camino fácil para la bohemia, supongo, para estar sin una gorda; a menos, claro, que la familia vaya echando una manita… ¡Sí, ya sé, ya sé que eres inteligente y tal! Coeficiente altísimo, lo sé… Demasiado. Precisamente por eso me duele más aún. Ahí tendrás a Laureano, labrándose un porvenir, y justo al lado de su padre; tú, en cambio, adiós muy buenas… ¡Ah! ¿Y qué has dicho de la Escuela de Periodismo? Los periodistas, mientras no se demuestre lo contrario, son también unos muertos de hambre, ¿verdad? Y pensar que tengo además otros muchos asuntos, y que ninguno de ellos roza ni de lejos lo que tú quieres estudiar… ¡Agencia Cosmos! Menudo campo… Hoteles, turismo, seguramente, cadenas de salas de fiestas… ¡Bueno, tal vez ahí te veamos alguna noche pidiéndole a un camarero una naranjada… o vodka! Yo qué sé… Mi hijo un filósofo. El hijo de Rogelio Ventura, conocido empresario de la localidad y que maneja algo así como doscientos empleados, hablando solo por las calles, citando a Platón y similares. ¡Para reírse, vamos! ¡Para llorar! No sé si tengo algún medio para impedir que sigas adelante, pero lo pensaré…
Todavía continuó el discurso. Pedro, mutis. Carol, escuchando alelada, pues nunca vio a su padre tan enfurecido. Rosy…, echando de vez en cuando bocanadas de humo directamente a la cara de Rogelio, lo que obligaba a éste a pegar un salto en el sillón y a gritar: «¡Abrid las ventanas, pronto! ¡Aire, aire!». Por las ventanas abiertas daba Rogelio la impresión de que quería tirar a Pedro.
Rosy se puso de parte de su hijo. Fue una escena dura, más dura, si cabe, que la de la cárcel, puesto que tenía lugar entre miembros de la misma sangre. Y sin posibilidad de que nadie tendiera un puente de aproximación, por cuanto Rosy no soportó la brutal reacción de Rogelio, lo que la llevó a no acertar tampoco con el tono adecuado. Claro que era una lástima que a Pedro no le atrajera lo de la construcción, ni lo de la hostelería y el turismo, que no le interesara ni siquiera la economía, que se estaba convirtiendo en una auténtica especialidad. Pero eso quedó claro desde que ingresó en el parvulario y el chico encontraba sin esfuerzo palabras esdrújulas. El mismo Rogelio lo admitió al inicio de la discusión. ¿A santo de qué, pues, semejante rapto colérico?
—Rogelio, eres injusto con tu hijo. Nunca te engañó. Cuando de chico le trajiste de no sé dónde aquel juego de arquitectura con piezas adhesivas no supo qué hacer con él, y en cambio Laureano consiguió filigranas. Su mundo no va por ahí. Eso no se puede modificar. Es como si a ti te hubieran obligado a quedarte en el plantío de Llavaneras. ¿Qué hubieras contestado? ¡A la porra! Pedro es un chico pausado, meditabundo, enamorado de los libros y no de los ladrillos ni de los billetes. ¿Qué vas a hacerle? No me lo matarás, supongo… Yo me he quedado tan tranquila porque ya lo sabía.
—Tú lo sabes siempre todo.
—A veces pareces menos listo de lo que te crees, de lo que se creen tus doscientos y pico de empleados y de lo que Jaime Amades propaga por ahí. Yo, en tu lugar, hubiera ahorrado esta escena familiar, que ojalá sea la última, y le hubiera preguntado: «¿Qué, Pedro? ¿Matricularte de latín y griego?». Naturalmente, a ti el latín y el griego te parten de risa y de llanto, todo a la vez, y crees que los que conocen esos idiomas hablan solos por la calle. ¡Si te dieras cuenta de que existe otro tipo de palacio además de los que tienen los Rothschild! ¡Si te dieras cuenta de que determinados estudios harán falta cada día más, precisamente en una sociedad que se está llenando de neveras, de garajes y de obreros que llevan cascos de distintos colores! Si te dieras cuenta de lo equivocado que estás… Acaso eructaras menos, la vida cotidiana a tu lado fuera más fácil y Carol tuviera permiso para dedicarse a estudiar la armónica…
Los chicos se retiraron sin decir ni pío. La atmósfera era tan tensa y desagradable que sintieron como un hondo temor de que sus padres llegaran a insultarse, lo que para ellos significaría la desmoralización. Entonces se quedaron solos Rogelio y Rosy, en el enorme living de la avenida Pearson, cuyas dos últimas adquisiciones habían sido dos lacas chinas que les colocó el decorador de turno.
¡No estaban acostumbrados a dialogar frente a frente sin la compañía de otras personas! La situación los pilló desprevenidos y de momento no supieron qué hacer. Por fin decidieron lo peor: mirarse. ¡Dios mío! Fue como tirarse a la cara, en vez de humo, ojos, los ojos. Rogelio captó en los de Rosy como un desprecio esencial, apenas amortiguado por un halo de ternura atribuible sin duda a los años de vida en común; por su parte, Rosy captó en los de Rogelio algo que la repelió. ¡Cómo habían cambiado desde que los vio por primera vez, un día cualquiera en Arenys de Mar! Antes eran alfileres, pero despidiendo destellos de jovialidad y benevolencia; después, sobre todo por la noche, cuando ya había bebido él sus buenos whiskies, tenían una licuosidad viscosa y brillaban un poco como las baratijas que exhibía Marilín.
No se les ocurrió nada. No se les ocurrió hablar de nada, ni replantearse todo lo dicho buscando un término medio dictado por el sentido común. «Bien, veremos en qué para todo esto…», farfulló Rogelio. Y después de suspirar con rabia, en ademán de autodefensa tomó el periódico y lo abrió cubriéndose la cara con él.
El parapeto. Un parapeto de papel, contra el que pasaron a estrellarse, ¡otra vez!, las bocanadas de humo de Rosy. Ésta, por unos momentos, se hundió. ¿No tendría ella la culpa del desapego de Rogelio y de la creciente animosidad que sentía hacía él? Recordó unas palabras de Margot: «fracasar en el matrimonio es fracasar en la vida». ¿Podía admitir que todo estaba perdido? Su amor por Rogelio no fue nunca pasional, pero sí lo bastante sólido como para sentirse protegida, para convivir amistosamente y para tener un par de hijos…
Nada que hacer. Rosy se dio cuenta de que, hasta nuevo aviso, no haría el menor esfuerzo para vigorizar sus sentimientos. Y la razón había que buscarla en aquel otro hombre que, súbitamente, sé había adueñado de su existencia: Ricardo Marín. En efecto, Rosy, en el período transcurrido desde que inició sus relaciones íntimas con el banquero, se había enamorado de él más y más. Ricardo tenía sensibilidad y su buena crianza se revelaba en mil detalles. El día de la puesta de largo de Cuchy dirigió unas palabras a los asistentes a la fiesta y se ganó a todos con pasmosa facilidad. «El mundo es ahora de Cuchy. Que haga de su vida lo que quiera. Incluso, si le apetece, puede ponernos en ridículo a Merche y a mí. Lo que ocurre es que estamos seguros de que no lo hará, porque las graciosas pecas que tiene en la cara y en los brazos, y el traje que ha estrenado esta noche, en cierto modo son como una especie de alianza o pacto voluntario que la une a nosotros, a sus padres». Ricardo era tan señor que a menudo no necesitaba siquiera pronunciar ese tipo de frases más o menos brillante, prefiriendo la sonrisa amable, el ademán cariñoso, la discreción. Decían de él que en cuestión de negocios era también implacable. Chi lo sa? Tal vez la frialdad de Merche, que no quería perder nunca, hubiera influido en ese sentido.
Mientras Rogelio iba leyendo el periódico, un pensamiento empezó, paradójicamente, a atormentar a Rosy. ¿Ricardo, en sus frecuentes viajes, no se iría con otras mujeres?
La bocanada de humo del cigarrillo de Rosy saltó esta vez el periódico e inundó el rostro de Rogelio. Éste se puso en pie. «¡Abran las ventanas, pronto! ¡Aire, aire!».
Rosy le dijo:
—Cariño, perdona… Están abiertas de par en par.
La Universidad… A la postre, todo el mundo fue a ocupar el puesto que le correspondía. Andrés Puig, a la hora de matricularse anduvo cambiándose de una a otra fila —y no fue el único caso—, como si se tratara de elegir entre varias tiendas iguales. Finalmente eligió Derecho porque le dijeron que era lo más fácil y porque vio en la cola una chica que le gustó.
El último y reciente plan de estudio para los aspirantes a arquitectos exigía un curso previo, selectivo, en la Facultad de Ciencias. Luego, otro año preparando el ingreso. Vencidos estos dos obstáculos, se obtenía plaza en las aulas de la Escuela Superior de Arquitectura.
Laureano, en consecuencia, se matriculó en la Facultad de Ciencias, no sin cierto mal humor, porque entendió que varias de las asignaturas que debía cursar serían una pérdida de tiempo. Sin embargo, pronto el ambiente universitario lo ganó. Constituyó para él un choque de alta temperatura. Observando a sus compañeros se dio cuenta de que el año selectivo provocaba una heterogeneidad un tanto desconcertante. Aparte de eso, al lado de los muchachos serios, de los que estudiaban con sincera vocación, abundaban más de la cuenta los irresponsables, que se pasaban el día en los bares y a los que se veía capaces de empeñar los libros y de imaginar cualquier treta con tal de proseguir sus andanzas teniendo engañadas a sus familias, que a lo mejor con gran sacrificio los habían enviado desde cualquier pueblo.
Convirtióse en un buen estudiante. Ante su asombro, la Geología le interesó; tal vez se debiera a las conversaciones con su madre en Can Abadal. Una chica le dijo que el año de ingreso tenía dos asignaturas huesos: el dibujo lineal y el dibujo artístico. Laureano se encogió de hombros. El dibujo, cualquiera que fuese el género, le parecía «tirado»; la chica comentó: «Pues buena suerte».
El choque fue, más que nada, emocional. Ser universitario era colgarse una etiqueta importante, gozar de una espléndida oportunidad. Pero también fue un choque de léxico, y de léxico como vehículo de expresión de todo un repertorio ideológico. Muchas cosas que en el Colegio de Jesús se admitían sin más, sin discusión, allí eran puestas en tela de juicio cuando no arrinconadas como si fuesen basura. Ello afectaba especialmente a temas de autoridad —padres, profesorado, etcétera—, de política y, por supuesto, de religión. Se hablaba de todo con una crudeza y un desparpajo que ponían carne de gallina. Una vez más Laureano pensó en Sergio, que en la Facultad de Derecho debía de gozar de una aureola realmente impresionante.
Por el momento trató a muchos chicos y chicas sin intimar con ninguno. Algo le aconsejaba no desertar de su «pandilla» de siempre, especialmente, como es lógico, de Pedro; de Pedro y de Cuchy, por la que bebía los vientos, aun cuando ella no le hacía mucho caso. No obstante, procuró rodearse sobre todo de aquellos que luego estudiarían, como él, arquitectura. Y dentro de ese núcleo la música le proporcionó una nueva amistad: un muchacho llamado Narciso Rubio, pariente lejano —y pobre— de don José María Boix, el cual lo apadrinó en los primeros años del bachillerato. El padre de Narciso Rubio era capataz de obras y soñaba con que su hijo fuese arquitecto; pero Narciso Rubio se pirraba por la música, y por la música moderna. Tocaba la batería, que lo volvía loco. Armaba un ruido infernal. En cuanto Laureano le habló de la rondalla que tenían en el Colegio de Jesús, Narciso Rubio lo convenció para organizar una tuna en la Facultad. «Yo tocaré la pandereta… ¡Tú la guitarra y serás el solista! Menuda voz… Con un poco de suerte, la mejor tuna de la ciudad». No cejaron hasta encontrar cinco compañeros que quisieron secundar su proyecto. Y de golpe y porrazo Laureano se sorprendió capitaneando la agrupación. A base de una colecta consiguieron la indumentaria precisa, con muchas tiritas de colores, el banderín y nombraron incluso una madrina: la alumna que le previno a Laureano de que aprobar las dos clases de dibujo en el ingreso era difícil.
Estudios, pues, y la «Tuna de la Facultad de Ciencias». Lo primero, bien; lo segundo, regular. Al principio, el coro dañaba los oídos. Pero a fuerza de ensayos consiguieron cantar «Clavelitos», «Cielito lindo», «Triste y sola», etcétera, con cierta coherencia. ¡Sí, Laureano tenía una espléndida voz, voz ya varonil! Y sentido del ritmo. Esto último debió de heredarlo de su madre, a quien, por cierto, esas canciones sentimentales emocionaban sobremanera.
—¿Cuándo me dedicáis una serenata, Laureano?
—A final de curso, mamá. Si es que apruebo todo, claro…
Vencida, ¡qué remedio!, la resistencia paterna, Pedro ingresó en la Facultad de Filosofía y Letras, junto con Marcos. Dejó para el año siguiente lo de la Escuela de Periodismo. Refiriéndose a Marcos le dijo a Laureano: «Soy más afortunado que tú. De entrada, ya tengo un eximio colega». Eso. lo dijo porque lo pasaba muy bien con el futuro «pintor abstracto», al que entonces le había dado por dibujar constantemente pájaros tropicales, como si descubriera que éstos eran «manchas» misteriosas pero auténticas, manchas abstractas pero de verdad.
También para ambos la Universidad fue un compromiso, una revolución. Y en cierto sentido, superior a la de Laureano, por cuanto los cerebros que pululaban por aquellas aulas eran más dados a disquisiciones interminables y por banda que la geometría y que las fórmulas de química elemental.
El léxico era asimismo crudo y cortante, y abundaba la preocupación social. «¿Os habéis fijado? Todavía puede leerse: Ni un hogar sin lumbre ni un español sin pan. ¿Cuántos hijos de obreros hay en esta facultad? Creo que anda uno por ahí, perdido…».
Pedro recibió un impacto de los que hacen época. Si su padre hubiese podido leerle el pensamiento, se hubiera alarmado todavía más y se hubiera tragado enteros los cigarros habanos. A los dos meses de haberse iniciado el curso —coincidiendo con las tremendas dificultades con que, en el Colegio de Jesús, se encontraba el padre Saumells, el cual había empezado a decirles a los alumnos todo cuanto sentía—, había sufrido una evolución acelerada. Es decir, estaba donde podía presumirse que estaría al cabo de mucho más tiempo; pero los profesores, el alumnado de los cursos superiores, el clima reinante, en fin, despertaron con peligrosa rapidez lo que él llevaba dentro desde hacía mucho: una suerte de fatalismo… y una evidente frialdad intelectual. Iba en busca de lo profundo: allí lo tenía, sin necesidad, por el momento, de citar a Platón. La tesis de Marcos, y también de Laureano, era que Pedro, sin dimitir de su copiosa dosis de humanismo, iba camino de instalarse en una especie de palco desde el cual contemplaría el discurrir del tiempo y el jadear del prójimo como si presenciase una académica partida de ajedrez. Acaso la escena con su padre lo había marcado, poniéndole al descubierto determinadas limitaciones que los oropeles de la vida solían ocultar. Como fuere, a veces daba la impresión de que las personas eran para él insectos, con la atenuante de que era también frío y objetivo consigo mismo, por lo que estaba convencido de que el primer insecto era él.
Soñaba con escribir, eso por descontado. Escribir era ampliar horizontes. No echaba de menos el tipo de imaginación de Laureano —sacarse de la manga fantasmas—, sino más bien descubrir por intuición lo ocultado debajo de lo minúsculo, como hacían ciertos buscadores de setas. Imaginar era para él encender repentinamente una bombilla en una habitación oscura pero repleta de objetos. No se trataba de partir de la nada, sino del todo. Mucha ambición, claro… ¿Cómo compaginarla con sus habituales dudas, fruto de su escepticismo? Y lo curioso era su tendencia a la acción, como lo demostró aquella noche dominguera en la calle del Carmen —él y Laureano se habían confesado con el padre Saumells—, y en las pullas que le metía a Sergio cada vez que éste, al que cerebralmente admiraba mucho, estaba a punto de exagerar la nota o de hacer demagogia.
Pero escribir significaba estar al día y colocar varias palabras por encima de las demás, según su importancia. Y he aquí que la palabra que más lo vapuleó en la Facultad fue la palabra «libertad». La oía por todas partes, en boca de todos, sobre todo de los que mostraban algún tipo de ambición inteligente. Había que tener libertad para leer cualquier libro, y en España muchos estaban prohibidos. Libertad para desear el triunfo de Fidel Castro en la heroica batalla que éste estaba librando en Cuba, en Sierra Maestra. Libertad para garrapatear protestas en las paredes, para el amor, para marcharse adonde uno creyera que podía desarrollar su personalidad. En ese sentido ^enteró de que un buen porcentaje de alumnos mayores estaban esperando terminar la carrera para largarse inmediatamente de España.
Pedro entró en todo ese juego con cierta dificultad, como si llevara todavía un lastre, pero admitiendo que la palabra «libertad» era la más hermosa que había oído. Aquello fue para él un paso adelante, decisivo, que lo liberó, que desbloqueó en muchos aspectos su curiosidad. No obstante, tocante a marcharse a donde fuere, dio marcha atrás. Tal vez más tarde se adaptara a la idea. Por el momento, no quería precipitar los acontecimientos y mucho menos que lo pillara el microbio de que su padre le habló, la bohemia, prefiriendo avanzar según le aconsejase el raciocinio. Algún día se marcharía, sin ninguna duda, ¡a conquistar el mundo!, como pensaba hacerlo el soñador Marcos, hijo de un infatigable viajero. Pero, por lo pronto, estudiar, ¡e incluso cumplir el servicio militar cuando la hora llegase! Jurar bandera, aunque maldita la gracia que le hacía comprometerse a ciertas cosas. Luego, sí, el pasaporte y le diría adiós no soló a «Construcciones Ventura, S. A.», sino a ciertas presiones que desde que entró en la Facultad se le hacían cada vez más patentes. Se le había quedado grabado en la memoria un proverbio oriental que decía: «Caminante, lleva contigo siempre dos muletas, que en el momento más impensado puedes necesitarlas».
Pedro tanteó al chismoso Alejo Espriu y éste le informó de que había una buhardilla alquilable en un viejo caserón de la calle del Duque de la Victoria, inmueble que había sido propiedad de la Constructora. Dicho y hecho. Fue a verla y era justo lo que necesitaba. Un garito detestable y sombrío, debajo mismo de la azotea, pero con un par de ventanucos al exterior y que podía acondicionar a placer. La propietaria era una vieja magra, que andaba como a tientas y que por una cantidad ínfima, que aceptó como si fuera un tesoro, se avino a entregarle las llaves por un año. La idea de Pedro era que la «pandilla» no se dispersase, tener un local propio donde reunirse cuando les apeteciera y les fuera posible. Su idea era aglutinar más que nunca el clan, ya que cada cual empezaba a campar por sus respetos.
Dicha idea fue acogida con tal entusiasmo que Pedro se vio desbordado. Laureano dijo: «¡La decoración, a cargo de los arquitectos!». Marcos añadió: «Hala, a convertir esto en un lugar sin ataduras de ninguna clase, donde podamos liarnos a tortazos y reírnos de la Madre Superiora». Andrés Puig añadió: «Y donde podamos hacernos el amor».
No hubo quien detuviera el alud. En poco menos de dos semanas la buhardilla quedó transformada en cuchitril esquizoide. Cada cual aportó su grano de arena, demostrativo de los saltos en el vacío que podía dar la imaginación. Las paredes quedaron enjalbegadas; se llenaron de recortes de periódico y de trozos de arpillera; fue colgada una reproducción del cuadro Guernica, de Picasso —Sergio no tardó en aparecer por allí—, y en una pecera fueron introducidas varias monedas, símbolos de que el capitalismo estaba destinado a naufragar; del techo pendía un columpio; alguien llevó una columna salomónica y sobre ella colocó la cabeza de un negro; una rueda de carro apareció en un rincón; fue prendido un cordel y con dos pinzas fueron colgadas en él unas bragas y un sostén, etcétera.
Cuando la obra estuvo realizada le echaron un vistazo y excepto Susana, que se puso seria y preguntó: «Pero ¿qué es lo que os proponéis?», los demás gritaron: «¡Eureka!». Cuchy aplaudía a rabiar, mostrándose mucho más feliz allí que cuando su puesta de largo.
—¿Qué nombre le pondremos al tugurio?
—Eso: El Tugurio —sugirió alguien.
—No, no, algo con más enjundia.
—¡La libertad!
—Ni hablar —protestó Pedro—. Esa palabra hay que tratarla con muchísimo respeto.
De pronto, Marcos, impresionado por el sputnik que acababan de lanzar los rusos, debido al cual todo lo de aquí abajo le producía más náuseas que nunca, propuso:
—¡El Kremlim!
Sin saber por qué, la propuesta fue aceptada por aplastante mayoría.
—¿Cuál será nuestro lema?
Difícilmente, debido a la exaltación colectiva, podían elaborarse tantos disparates en tan poco tiempo. Jorge, el hijo del doctor Trabal, sugirió tímidamente: Pulvis eris et in pulvérem reverteris. «¡Fuera, fuera!», se oyó. Andrés Puig dijo: «¡A vivir del cuento!». «Cuidado… —le replicó Pedro—. Creo que no has comprendido bien». Intervino Cuchy: «¡Queremos la hermandad universal!». «¡No me digas!», le contestaron. Las frases brotaban como de un hontanar. Alguien llegó a proponer: «¡Abajo la genética!». Pedro se indignó, y Susana, que siempre estaba pendiente de él, se lo agradeció con la mirada. Estaban desorbitando el asunto. La buhardilla tenía que ser núcleo de la reunión de todos y para todos, incluido el nuevo amigo de Laureano, Narciso Rubio, que en seguida quería trasladar allí sus platillos y su bombo, su «batería», pues en su casa le decían que aquello no se podía resistir. Pero no debían confundir la buhardilla con el manicomio ni dedicarse a fabricar bombas. El lema podía ser: «Somos amigos», nada más. Sencilla y llanamente. Pedro habló con tal autoridad que todo el mundo se sometió; y el lema quedó sellado entre el cuadro de Guernica, la rueda de carro y el columpio.
Faltaba únicamente la mascota. El Kremlin debía tener su mascota. Al término de otro tira y afloja se eligió una máscara de Carnaval, de cartón, una cara de payaso con la nariz roma y la tez enharinada. En eso Pedro transigió. No, como dijo Andrés, «porque la vida fuese una payasada», sino porque debajo de las máscaras se ocultaba siempre la verdad, a veces triste, a veces alegre.
Quedaron en que se reunirían allí, fijo, todos los sábados por la noche, amén de otros días extra que se anunciarían de antemano. Bailarían, discutirían sobre lo divino y lo humano y representarían obras de teatro de vanguardia. «¡Bravo!», aplaudió Carol al oír esto último.
Acordaron celebrar la inauguración el día del cumpleaños de Pedro, que estaba al caer. Así se hizo. Acudieron todos, excepto Sergio. Éste había prometido ir, pero no hizo acto de presencia, con el consiguiente disgusto de Cuchy, que continuaba loca por él. Llevaron carteles, un montón de periódicos para quemarlos en señal de protesta, bebidas y varios tocadiscos. Pedro era partidario de dividir las sesiones en dos mitades. Primero, discutir un tema más o menos importante; luego, divertirse. Para aquella jornada el tema podía ser precisamente la Universidad. «No vale —cortó Marcos—. La Universidad es un sueño, y aquí hemos venido a palpar realidades». Hubo aplausos y la sugerencia murió.
Susana puso sobre el tapete comentar los libros que cada uno hubiera leído en el último trimestre. Resultó que apenas nadie había leído ninguno, por lo menos hasta el final. «Basta con los estudios, ¿no?», pinchó Andrés. Fracaso de Susana. Tampoco dio gran resultado la idea de Cuchy, que insinuó hablar de cine. Casi todos habían visto las mismas películas y se pusieron de acuerdo en el acto. Aludióse a la vocación de cada cual, a los conceptos de «democracia» y «socialismo». Esto último brindó mucho más juego, aunque de modo incoherente. Faltaba preparación y marraban con facilidad o se iban por las ramas. Básicamente todo consistía en atacar los valores jerárquicos y se dieron cuenta de que caían en burdos lugares comunes. Entonces comprobaron que no era fácil dialogar con sentido cuando la concurrencia rebasaba la media docena. «¡Ése podría ser el tema!», gritó Trabal. «Sí, pero no para esta noche. És la noche de la inauguración. Creo que ya está bien de tanta seriedad y que ha llegado el momento de pegar los carteles, quemar los periódicos y ponerse a bailar». La intervención fue de Carol y acogida con aplausos casi unánimes.
Los periódicos ardieron —dieron volteretas alrededor—, y acto seguido los tocadiscos empezaron a girar, ¡hasta que se eligió el que sonaba mejor! Era el de Narciso Rubio. Y empezó el baile, ante la decepción de Pedro, que se sentó en un taburete, bajo la máscara de Carnaval.
Todos los chicos se disputaron a Carol, que se encontraba en su elemento. Tanto, que llegó un momento en que la dejaron sola en la «pista» para que diera rienda suelta a su inspiración. Y entonces Carol se convirtió en peonza, en trompo, mientras su negra cabellera despedía destellos. Tan pronto levantaba los brazos, contemplándose la cintura e imprimiendo a ésta violentas sacudidas sin perder el compás, como se doblaba hacia delante y moviendo los hombros hacía crujir los dedos de ambas manos, ora a la derecha, ora a la izquierda, abierta la boca como si le faltase el aire. La concurrencia la jaleó. Aquello era un incendio más rojo que el de los periódicos. Hasta que Carol, rendida por el esfuerzo, acabó tirándose al suelo, riendo como una loca.
—¡Carol, eres el no va más!
—¡Eres única, Carol!
—No seáis majaderos. «Somos amigos…».
Luego bailaron todos. Cuchy, mientras esperaba a Sergio, bailó con Laureano, aunque un tanto distraída. Carol se repuso en seguida e hizo las delicias de todos, dejándose besar de refilón. En cuanto a Susana, a pesar de que se sintiera algo molesta por el ambiente, no quería pasar por mojigata y bailó también. Lo que ocurría era que su encanto, que arrancaba de su pureza interior, allí era más bien una acusación, excepto para Pedro y para Laureano. Susana tenía, desde luego, mucha más malicia de la que Andrés Puig hubiera podido sospechar, pero a los chicos les imponía un respeto espontáneo. La manera de vestir, las sandalias que llevaba, siempre con algún adorno dorado; su modo de andar, ligera como una gacela y con la cabeza erguida: en los pasos de peatones era siempre la primera en cruzar y los automovilistas la piropeaban. Bailó con todos y todos la trataron con mucho miramiento, sin atreverse a gastarle bromas soeces. Laureano le dijo: «¡Te llaman la casta Susana!». Ella le guiñó el ojo que la rubia cabellera caída le dejaba al descubierto y le contestó: «Tanto mejor».
Carol tenía la ventaja de que se enamoraba todos los días. Aquella noche… le dio por enamorarse de su hermano, de Pedro. Y es que ¡su hermano era para ella un dios! Una mirada severa de Pedro… y Carol dejaba de beber o tiraba en el acto el cigarrillo. «¡Ay, si no nos separase la misma sangre! —le decía, levantándose de puntillas y besándole en la frente—. ¡A buena hora te dejaba yo escapar!». Carol sabía ser muy cariñosa con las personas de su agrado; tanto como podía ser mordiente con las demás.
Después de bailar, todos se relajaron y encendieron muchos pitillos. Sentáronse en el suelo, en posturas casi orientales. Estaban cansados. La broma había durado más de tres horas, las bebidas se habían terminado y súbitamente se adueñó de los ánimos cierto abatimiento.
Hasta que, en un momento determinado, Cuchy miró por el ventanuco, vio una gran luna sobre los tejados y exclamó:
—¡Si lo menos son las tres!
—¡Qué importa! —replicó Andrés.
Pero, sin saber por qué, todos se acercaron al ventanuco y miraron. La luna estaba tan hermosa que se impresionaron. Un misterio amarillento flotaba sobre el barrio, que era antiguo, como las inesperadas reacciones humanas. Apoderóse de todos una evidente fatiga y tuvieron la sensación de que toda la ciudad dormía, excepto ellos.
Decidieron dar por terminada la reunión. Hubo algunas protestas, pero no encontraron eco. «A mí me convendría llegar a casa antes de que amaneciera». «¡Amigos, que yo vivo muy lejos!». «¡Hala, sí, basta por hoy!».
Andrés, a modo de colofón, mientras le pegaba un manotazo a las bragas que pendían del hilo dijo:
—¡Convendría también escribir un himno!
Poco después todos se marcharon, cuidando de hacer poco ruido en la escalera. Todos… menos Pedro. Pedro, que sería quien pagaría el alquiler, decidió quedarse todavía un rato, sólo.
—Pero ¿no me acompañas a casa? —preguntó Carol, alarmada.
—Laureano —dijo Pedro—. ¿Podéis encargaros tú y Susana de acompañarla? Yo tengo que hacer.
El asombro fue unánime, pero Laureano contestó:
—Desde luego… No te preocupes.
¿Qué tenía que hacer Pedro? Nada, Pensar. Permanecer solo y pensar. No sabía por qué, pero en el último instante la reunión le había dejado mal sabor de boca. Por la inercia de las cosas se había erigido en el capitán de aquella nave loca, y se preguntaba cuál era el propósito de la nave, si aquello tenía o no tenía sentido.
Sentóse en una silla, contemplando la pecera con las monedas dentro. ¿El capitalismo estaba destinado a naufragar? Cosas de Sergio… Protestar era cómodo si no se predicaba con el ejemplo y no se renunciaba a los privilegios. Era jugar con ventaja. Susana fue consecuente diciendo que aquello no le gustaba, ¡pero los demás!
De todos modos, Pedro había oído en la Facultad que las rebeldías obedecían siempre a una motivación profunda, aunque fueran injustas o aunque por lo general no las iniciasen quienes más necesidad tenían de ellas. ¡Narciso Rubio era el más «pobre» de la reunión y fue el único que no propuso ningún lema! Sólo habló de trasladar allí su «batería», porque en su casa no la podían aguantar. ¡Ah, sí! La teoría de los vasos comunicantes era un hecho entre los descontentos de arriba y de abajo, con la sola incógnita de quién daría el primer paso.
En el momento que el muchacho se disponía a concretar contra qué se rebelaba él personalmente, entró Sergio. Llamó a la puerta, que había quedado entreabierta, y entró. Con su sahariana de siempre, con su pelo cortado a cepillo, con su gran cabeza bien incrustada entre los hombros, con sus zapatos de goma, silenciosos. Probablemente no llevaba reloj. ¿O sabía siempre la hora sin necesidad de consultarlo?
—¡Caramba, Pedro! No esperaba encontrarte a ti solo… Aunque al subir me extrañó no oír ruido.
—Se han marchado hace diez minutos.
—Lo siento. Me retuvieron más de la cuenta. ¿Y qué haces aquí?
—Pensar…
—Eso es muy peligroso.
—Lo sé.
—Sobre todo, hacerlo por cuenta propia. —Miró en torno—. Y en un marco así.
—Si no fuera tan tarde, podrías ayudarme…
—Por mí no tengo prisa.
—Estoy cansado.
—Se te nota.
—Me iré.
Sergio, que no fumaba, se quejó de que aquello apestaba a tabaco, a mezcla de humos de todas clases.
—Ése es el gran desahogo de muchos: fumar.
Pedro lo miró de hito en hito.
—¿Y el tuyo cuál es, Sergio?
Éste sonrió, lo que hacía pocas veces.
—Yo no tengo de qué desahogarme. ¿No comprendes que los hijos de papá lo tenemos todo resuelto?
Pedro hizo una mueca.
—Cuando entraste andaba pensando en eso precisamente.
—Claro. Es el huevo de Colón.