LAUREANO, PEDRO Y MARCOS habían terminado felizmente el bachillerato en junio —los dos primeros, en el Colegio de Jesús, el último en el Liceo Francés—, y durante el verano se prepararían para aprobar en septiembre el examen de Estado y así ingresar en la Universidad. Andrés Puig se había estancado en esa prueba, que solía ser muy dura; Sergio la había superado a tiempo, sin mayores dificultades, y cursaba ya segundo en la Facultad de Derecho.
En el Colegio de Jesús se habían producido algunos cambios. El padre Barceló, el musicólogo, se había ido a misiones, exactamente a la India, arrancando con ello algunos comentarios sobre las vacas sagradas y el número de mujeres que tenían los maharajaes. El padre superior, el Cuentagotas, había sido destinado a Valencia y su sustituto, el padre Tovar, pronto llamado el Pancho porque era sencillo y acostumbraba a sonarse con pañuelos exageradamente sucios, empleaba con mucha frecuencia una frase que provocaba la hilaridad de los alumnos: «Esto me desagrada positivamente». Muchas cosas desagradaban positivamente al padre Tovar, entre ellas, que lo llamaran el Pancho.
Pero el cambio más enjundioso, que había de galvanizar en cierto modo la vida del colegio, fue la incorporación de un nuevo profesor: el padre Saumells, el excompañero de Julián en Zapadores, conocido durante la guerra por el Mujeriego; el teniente de Tarragona que a poco de terminar la contienda civil se sintió decepcionado y que, desoyendo los consejos de su gran amigo Claudio Roig, se largó a un noviciado.
En cuanto Julián se enteró de su llegada se precipitó a visitarlo para darle un abrazo, y acto seguido lo invitó. «Tienes que venir a casa a tomar café. Quiero presentarte a la familia». «¡Encantado! Mañana mismo». «Supongo que beberá coñac a todo pasto», dijo Margot. «En el frente, desde luego…», contestó Julián. Invitaron también a Claudio Roig y la reunión tuvo lugar al día siguiente, sábado, en medio de una expectación y una euforia fuera de lo común, especialmente por parte de Julián. Y es que el arquitecto no conseguía hacerse a la idea de que el Mujeriego, con el que corrió aventuras de todos los calibres, vistiera ahora sotana y hubiera hecho voto de castidad. Por ello, aunque Margot cuidó de que se formara un semicírculo perfecto en torno del recién llegado, y pese a que éste no había perdido un ápice de su habitual campechanía, pronto se dieron cuenta de que iba a ser difícil hilvanar el diálogo, debido a que de pronto los dos hombres, que en verdad se habían abrazado con una emoción extraordinaria, se miraban, miraban luego a Claudio Roig y los tres soltaban una risotada. Julián le decía: «Pero ¿será posible? ¡Supongo que te habrás confesado!». El padre Saumells respondía: «¡Bueno! Me di a mí mismo la absolución…».
Margot observaba con la mayor atención al padre Saumells. Su primera impresión no pudo ser más favorable, hasta el punto que la mujer se preguntó si aquel hombre no habría caído llovido del cielo… ¡Le hacía tanta falta a Julián un amigo que no le hablara exclusivamente de su profesión… y que no le contara sólo chistes verdes! Para empezar, el aspecto del religioso, pese a su desgarbo, era noble. De mediana estatura, ancha la frente, emanaba de él una indudable serenidad, fruto sin duda de una honda paz interior. A Margot le recordó, salvando ciertas distancias, a los hermanos de Rogelio, de quienes había dicho, al regreso de la visita que les hicieron a Llavaneras para adquirir los seis cipreses que plantaron en Can Abadal: «Han encontrado su lugar en la vida».
Algo había llamado la atención de todos: el hombre llevaba el pelo largo, bien peinado. Ello empezaba a ser corriente entre religiosos, pero todavía causaba sorpresa. Dicho detalle agradó en grado sumo a Laureano y a Susana. Otra cosa les resultó simpática: el padre Saumells tenía la manía de obsequiar a todo el mundo con caramelos de malvavisco, que llevaba dentro de una cajita redonda, metálica. De pronto sacaba la cajita e invitaba a todos: «¿Le apetece a alguien?». «No, no, muchas gracias». Entonces él se llevaba un caramelo a la boca, paladeándolo con evidente satisfacción.
Claro que era pronto para opinar, pero el buen tacto del religioso saltaba a la vista. Por ejemplo, no tardó mucho en conseguir que la conversación se generalizase, y ello mediante un truco bien fácil: afirmar que tiempo tendrían con Julián y Claudio para hablar del pasado, de los recuerdos de la guerra y que en aquel primer encuentro los protagonistas debían ser precisamente los representantes del futuro, es decir, los chicos: Laureano, Susana y Pablito, éste gateando por entre los sillones, como buscando su propia identidad. También insistió en que Margot lo tutease, aunque a la mujer le resultaba difícil: «¡Por favor, Julián! —cortaba cada vez el religioso—. ¿Quieres recordarle a tu distinguida esposa que soy de la familia…?». Julián protestaba: «La culpa es tuya… En todo este tiempo, media docena de postales. Y la última… ¡yo qué sé!».
Durante un buen rato hablaron de los chicos, de sus estudios y aficiones. Al enterarse de que a Susana le interesaban los animales y que a lo mejor le tiraría la medicina, comentó: «¡Caramba! Eso en una chica no es corriente…». Al enterarse de que Laureano estudiaba con ahínco la guitarra y tenía buena voz exclamó: «¡Magnífico! La música hace mucha compañía… Y yo daría cualquier cosa para no tener esta voz de pato que, al parecer, heredé de mi abuelo».
Julián se sentía a gusto. Pero la verdad era que ardía en deseos de conocer la vida y milagros de su excamarada y supuso, con buen sentido, que los chicos serían los primeros interesados.
—¡Naturalmente, papá!
—Pues anda, Saumells… ¡Oh, perdón!: padre Saumells… Cuéntanos lo que ha sido de ti en todo ese tiempo… Y cómo has venido a parar precisamente a Barcelona.
El padre Saumells tuvo uno de sus ademanes austeros.
—Pues muy sencillo. Me he pasado esos quince años estudiando…
—¿Dónde?
—Primero, en España; los cuatro últimos años, en Alemania…
—¿En Alemania? ¡Hombre! —Julián encendió voluptuosamente su pipa.
El religioso añadió, en tono sumamente expresivo:
—En cuanto a venirme a Barcelona, ¿qué iba a hacer? Después de cantar misa me enteré de que tu hijo estaba en el «colé» y solicité el traslado…
Todos se rieron, y Julián, después de echar una bocanada de humo que simbolizaba gratitud, prosiguió:
—Oye una cosa. Interesante experiencia lo de Alemania, ¿no?
El padre Saumells respondió:
—¡Bueno! Decir interesante… sería decir poco.
Y empezó a contar. Habló de la Selva Negra y del Rhin. «¡Oh, sí, Alemania es todo un mundo!». Además de aprender el idioma, había enriquecido allí, en todos los aspectos, su repertorio de ideas. En el Seminario Teológico convivió con religiosos de muchos países, e incluso de razas muy distintas, y de cada uno de ellos aprendió algo, empezando por un mongolés, que le regaló los gruesos zapatos que llevaba. Y por supuesto, no le quedó más remedio que habituarse a ser metódico en el trabajo, a no desperdiciar un minuto, lo que con toda seguridad era muy importante, sobre todo proviniendo de un país como España, en donde, quien más, quien menos, todo el mundo solía improvisar. El padre Saumells agregó:
—En eso del método los alemanes son implacables.
Margot, interesada por el giro que tomaba el diálogo, le preguntó:
—¿Entonces Alemania te ha gustado, padre Saumells?
Éste se acarició el cabello, como meditando.
—Pues… sí, mucho. Los alemanes tienen, como tiene todo el mundo, sus defectos. ¡Qué duda cabe! Y una guerra como la que sufrieron deja un lastre tremendo… Pero, en fin, tienen también muchas cualidades. Por ejemplo, el esfuerzo que han hecho para recuperarse es algo portentoso. Sólo un país disciplinado como aquél puede llevarlo a cabo.
Julián se regocijó al oír esto. Sin darse cuenta, lo asoció al espíritu de milicia que Hitler, en sus buenos tiempos, inculcó a la población. Pero he aquí que se llevó la sorpresa de la velada. El padre Saumells, estimulado por el interés que demostraba su auditorio, continuó hablando. Y después de relatarles sus andanzas por Heidelberg, por Francfort, por Colonia y otras ciudades, de pronto volvió a referirse al lastre de la guerra —al desasosiego de los huérfanos, al materialismo creciente, etcétera—, para desembocar finalmente en la impresión increíble, aterradora, que le produjeron sus reiteradas visitas a los campos de exterminación de Dachau, Auschwitz, Buchenwald… «Sólo quien ha visto aquello puede comprender a qué grado de crueldad pueden llegar los hombres», afirmó. No se entretuvo en dar muchos detalles, pues era evidente que el solo recuerdo de lo que vio le pesaba excesivamente en el cerebro; pero la descripción que hizo de los hornos crematorios fue tan plástica y veraz que Laureano y Susana, que nunca habían oído hablar de aquello, se encogieron en sus sillones, mordiéndose las uñas.
Julián, que siempre creyó que se había exagerado mucho sobre el particular, y que hasta entonces se había sentido feliz escuchando al padre Saumells, de repente se colocó a la defensiva y miró a su amigo con frialdad. Pero el religioso no lo advirtió: tan ensimismado estaba en lo que venía contando. Así que, después de permanecer como ausente por espacio de unos segundos concluyó, como hablando para sí: «¡Y pensar que en un momento determinado haya podido yo gritar ¡Viva Hitler! y saludar con el brazo extendido…!».
Fue el primer toque de alarma. Y la frialdad de la mirada de Julián se intensificó hasta tal punto al oír esas palabras que el padre Saumells, advertido además, con disimulo, por Claudio Roig, terminó por darse cuenta. El hombre, entonces, pareció dudar entre sostener la mirada de Julián… o disimular también. Finalmente optó por eso último, pues, aparte de que conocía sobradamente a su excamarada, le ocurría que desde su llegada a España tropezaba de continuo con reacciones parecidas.
Por supuesto, no pudo impedir que Julián, testigo del asombro que se había apoderado de Laureano y Susana, tratara de formular determinadas objeciones. Pero el padre Saumells no admitió el juego. Se las ingenió para encarrilar el diálogo por otros derroteros, aprovechando la inesperada circunstancia de que Pablito derribó estrepitosamente dos copas de las que había en la mesa, lo que reclamó por un momento la atención general.
Cabe decir que Margot, tan interesada como el propio religioso en zanjar la cuestión, acudió en su ayuda, rogándole que volviera a hablarles de «otros aspectos agradables» de Alemania. El padre Saumells sonrió. Y aun cuando notó la curiosidad un tanto morbosa de Laureano y Susana, quienes con toda evidencia deseaban que continuara con el tema anterior, el hombre canceló hasta otra ocasión los recuerdos terroríficos y se puso a hablar de las autopistas que había en el país, lo que a Julián le interesaría sobremanera; de los conciertos —Margot, al oír esta palabra, iluminó su semblante—, y, por encima de todo, ¡de la inimaginable capacidad de los habitantes de la católica Baviera para ingerir toneladas de cerveza! El padre Saumells afirmó: «¡Las jarras de cerveza que he tenido que zamparme para no hacer el ridículo!».
El peligro había pasado. Julián, capaz también de dominarse, decidióse a colaborar con el clima de cordialidad que reinaba de nuevo. Había advertido que el padre Saumells continuaba con un tic que le era muy propio: acariciarse las falanges de los dedos, ora de una mano, ora de la otra. Julián se rió recordando ese detalle: «¡Veo que sigues dándole a los dedos! ¿No os lo prohíbe el reglamento?». «¡Bah! Tenemos más libertad de lo que la gente supone…».
El último cuarto de hora de la reunión discurrió, definitivamente, por cauces de una intimidad de la mejor ley. Margot, perfecta ama de casa, estaba empeñada en enseñarle una por una las piezas de aquel hogar «que a partir de aquel día era ya el suyo», pero el padre Saumells consultó el reloj y dijo que tenía que marcharse. «¡Ya volveré! No os preocupéis. Me gustará ver las habitaciones de los chicos… y comprobar si Pablito ha crecido poco o mucho». Al oír esto, Susana le notificó que en su habitación tenía una colección de cajitas alineadas en una hornacina que se iluminaba por dentro, apretando un botón.
—¿Cajitas? ¿De qué clase?
—De cualquier clase… Cajitas…
—¡Entonces, toma ésta! —exclamó el religioso, riendo. Y sacándose del bolsillo su cajita de caramelos de malvavisco…, se la regaló a Susana.
Poco después la familia en pleno acompañaba al padre Saumells y a Claudio Roig a la puerta. Y mientras Laureano la abría y llamaba el ascensor, el religioso se detuvo ante un mapa de España, antiguo, que colgaba de la pared del vestíbulo.
—España… —musitó, como si la presencia del mapa lo hubiera impresionado súbitamente—. La piel de toro…
Julián se le acercó.
—¡Sí! He aquí un tema que no hemos tocado, y del que tendremos que ocuparnos la próxima vez…
El padre Saumells movió la cabeza en gesto ambiguo, en el momento en que el ascensor llegaba y se detenía en el rellano. Y en tanto se dirigía a él, el religioso añadió:
—Pues… no sé. Eso es más difícil que hablar de Alemania.
—¿Por qué? —preguntó Julián.
El religioso sostuvo por unos instantes la puerta del ascensor.
—Situación confusa, ¿no?
—¿Confusa? —El arquitecto lo miró con fijeza, nuevamente colocado a la defensiva.
—¡Bueno! —sonrió el religioso, como quitándole importancia a lo que acababa de decir—. En realidad acabo de llegar, y no he tenido tiempo de formarme una opinión… —y penetró en el ascensor, junto con Claudio Roig.
Margot le dijo:
—¡Vuelva pronto! ¡Vuelve pronto, padre Saumells…!
El religioso sonrió.
—Te agradezco que ni una sola vez se te haya escapado lo de Mujeriego…
No dio tiempo para más. La puerta se cerró y el ascensor se hundió en el agujero, desapareciendo.
Entonces se produjo en el rellano un extraño silencio. Poco a poco la familia fue entrando en casa. Susana cerró la puerta. La chica y Laureano, que se habían entusiasmado con el padre Saumells, a gusto hubieran expresado su sentimiento a voz en grito; pero Julián, a quien Pablito perseguía, se había encerrado en un mutismo tan absoluto que ello los cohibió.
Por añadidura, Margot les indicó con una seña que se callaran. Los chicos, un tanto desconcertados, se miraron entre sí y obedecieron. Y vieron cómo su padre, acariciándose la mejilla derecha, se dirigía de nuevo a su butacón y cómo una vez allí se dejaba caer en él con mucha calma y se disponía a encender la pipa…
¿Por qué la política se interfería entre los hombres? ¿Por qué emponzoñaba la vida, los proyectos, la amistad? Por su culpa, a lo largo de aquel verano, mientras los chicos estudiaban obsesivamente para lograr el pase a la Universidad, Julián tuvo que luchar duramente —y encender, turbado el ánimo, muchas pipas—, para no echar por la borda las gozosas posibilidades que le ofrecía su inesperado reencuentro con el padre Saumells, a quien, pese a todo, continuaba queriendo igual que antes, lo que constituía la única esperanza de Margot.
Por supuesto, las discrepancias que en el transcurso de aquella velada se pusieron de manifiesto de modo incipiente, un mes después se hicieron violentamente ostensibles. ¡En cuanto el padre Saumells tuvo formada la opinión que aquel día afirmó no poseer aún! La situación dejó de ser para él «confusa»; el hombre tomó una actitud, y nadie podría apearlo de ella. España, a su juicio, era tal y como, empleando distinto léxico, la había definido Alejo Espriu en su conversación con Rogelio y Jaime Amades. Por si fuera poco, el hombre había tenido ocasión de comprobar en Alemania, retroactivamente, los efectos del totalitarismo y, pensando en ello, el espectáculo que le ofrecía «la piel de toro» le ponía los pelos de punta.
Lo malo era que no encontraba eco ni siquiera entre los religiosos del Colegio de Jesús, algunos de los cuales eludían la cuestión, mientras otros, incluido el nuevo director, padre Tovar, entendían que el sistema funcionaba perfectamente y que lo que ocurría en España, el avance del país en todos los órdenes, casi podía calificarse de milagroso. Lo malo era también que el exteniente tarraconense, el Mujeriego, ante semejante estado de cosas no optó por callarse. Por el contrario, no se perdía ocasión de manifestar sus opiniones, de modo que el padre Tovar pensó que antes de que se reanudase el curso y de enfrentarlo en calidad de profesor con los alumnos tendría que llamarlo a su despacho y cantarle las cuarenta, amenazándolo con tomar una decisión drástica si no dejaba a un lado sus opiniones personales. Julián estaba furioso con su amigo y le prohibió que intentara influir sobre Laureano y Susana. Lo mismo le dijo Rogelio con respecto a Pedro —Carol no se enteraba de esas cosas—, en cuanto el religioso hizo un par de visitas a la avenida Pearson, donde Kris había muerto de muerte natural, siendo sustituido por otro centinela llamado Dog, y donde apenas si le preguntaron por su estancia en Alemania —sólo Rosy se interesó un poco— y mucho, en cambio, sobre las posibilidades turísticas, sobre el edificio del Banco Industrial Mediterráneo en el paseo de Gracia y sobre el monigote publicitario, gordinflón y sonriente, de «Construcciones Ventura, S. A.»
En realidad, las únicas personas que realmente lo comprendieron y alentaron fueron Aurelio Subirachs y el doctor Beltrán, ya que Margot se encontraba entre la espada y la pared. Aurelio Subirachs le dijo: «El país avanza, ¡qué duda cabe!, por la sencilla razón de que el mundo dispone ahora de muchos más medios que hace veinticinco años. Ahora bien, comparado con lo que avanzan los restantes países de Occidente, nuestro papel, padre Saumells, es el de la tortuga». Tocante al doctor Beltrán, le suministró datos escalofriantes referentes a las cárceles, a los manicomios, al abandono de los minusválidos y subnormales, al funcionamiento del Seguro de Enfermedad, en algunos de cuyos consultorios en una hora eran despachados ochenta o cien enfermos. «¡Eh, los que tengan tos seca, a la izquierda! ¡Los otros, a la derecha!».
Si ése era el clima reinante an su esfera, ¿qué le esperaba? ¿Qué podía hacer y cuáles serían sus deberes? Porque, el pecado que no cometería jamás el padre Saumells sería traicionar a su conciencia.
Mientras los mayores tenían ese género de preocupaciones, los hijos vivían un presente que para ellos era principal. ¡Con buena fortuna, por cierto! En septiembre, incluso Andrés Puig franqueó, esta vez, el examen de Estado, lo que dejó perplejo al hijo del joyero. «¿Qué voy a hacer ahora? —comentó—. ¡Si la única carrera que me interesa es la de coches que se celebra anualmente en Montjuich!». Marcos, el hijo de Aurelio Subirachs, aprobó. «¿Qué? —le preguntó su padre—. ¿Vas a llenar ahora de colores el mundo?». Marcos, vanidosillo, con La Codorniz debajo del brazo, le contestó: «Me gustaría estudiar Filosofía y Letras». «Pero ¿no te interesa la plástica? ¿Por qué no estudias arquitectura?». «Por tu culpa, papá. Si estudio para arquitecto, por más que haga nunca dejaré de ser el hijo de Aurelio Subirachs». Éste bamboleó su gran cabeza. Se llevó un serio disgusto. Menos mal que su hijo mayor cantaba misa al cabo de un par de meses. Estaba claro que para encontrar entre la prole un continuador debería esperar a que se decidiera el tercero de la dinastía, que se llamaba Fernando y que por el momento, quería ser esquiador. «Quiero ser esquiador y romperme una pierna».
Laureano y Pedro eran casos aparte. Enseñaron a sus padres las papeletas que les abrían las puertas de la Universidad, pero no mencionaron nada sobre sus proyectos. Lo primero que querían hacer era celebrar el aprobado —¡menudo tute todo el verano!— y el hecho de sentirse hombrecitos. ¡Universitarios! Pedro era bastante más alto que Rogelio, del que físicamente sólo había heredado el ser patizambo y las orejas grandes y colgantes. Con mucho cabello y unos ojos profundos, que tan pronto se lanzaban en pos de «lo otro» como se replegaban sobre sí mismos. Tal vez estuviera destinado a sufrir, aunque la alegría le salía por los poros de la piel y del espíritu. Laureano era algo más bajo, pero más ancho de tórax, más desarrollado gimnásticamente. Su aspecto desconcertaba. Tan pronto continuaba pareciendo atemorizado como daba la impresión de una enorme seguridad. Tenía que afeitarse ya una barba bastante cerrada y al hacerlo el espejo le devolvía una edad imprecisa. Uno y otro ignoraban que muchos de los hombres que, como el padre Saumells, tenían otro género de preocupaciones, a «su» misma imprecisa edad se encontraban con un fusil en las manos, haciendo la guerra.
¿Y cómo decidieron celebrar su éxito Laureano y Pedro? Sencillamente, demostrándose a sí mismos que eran hombrecitos. Pidiéndoles unos duretes a sus padres y dándose un garbeo por el Barrio Chino y por el Paralelo. Por un momento estuvieron tentados de rogarle a Sergio que los acompañara, pero en última instancia lo consideraron humillante. «Ya no necesitamos ama de cría, ¿no te parece?».
Eligieron un domingo por la noche. Margot le dijo a Laureano: «Anda, dame un beso y que os divirtáis mucho». La excusa que habían inventado para salir era que se iban al cine. ¡Menudo cine! Recorrieron los cafés de la calle del Conde del Asalto y contornos sin tomar nada, porque no estaban ambientados todavía y porque la presencia de marineros y el aspecto de los vasos en los mostradores los echaban para atrás. Sin embargo, los escaparates, la calle, los vendedores ambulantes, los olores —¡sobre todo, los olores!—, empezaron a excitarlos en forma desconocida. Parejas fundidas en unidad se metían en portales oscuros. «¿Eh, qué tal?». «Estarán también celebrando algo». «La vida es la vida, ¿no?». Y se guiñaban. ¡Se sentían tan amigos formando una causa común!
De pronto, ¡la iluminación! Como si Jaime Amades los hubiera estado esperando con uno de sus números de publicidad. El Paralelo rutilaba. Espectáculos de revista, carteleras por todas partes, alguna sala de baile, autos de choque y enormes tiendas de muebles con muchos tresillos y muchas alcobas conyugales. Luces de neón los vapuleaban como diciéndoles: «¿Por dónde queréis empezar?».
Se detuvieron ante las colas formadas frente a las taquillas de las revistas. Las mujeres dibujadas a gran tamaño y a todo color en las fachadas —efectivamente, la firma publicitaria decía: Agencia Hércules— tenían ondulaciones de una calidad que no habían visto anteriormente en los cafés de marineros. Los dos muchachos mascaban chicle y no se decidían a entrar. Observaban que algunas manos temblaban al pedir la localidad en las taquillas. ¡Entrar allí era hipotecar de golpe más de dos horas! Se iban alejando con aire de veteranos.
Hasta que les entró el temor de rastrear sin cobrar pieza. Entonces improvisaron y se metieron en «El Molino», que tenía mucha fama. «El Molino» era también un espectáculo arrevistado, pero de números cortos, como de quitapón, y la gente salía cuando le daba la gana. Pronto se encontraron sentados en incómodas butacas de madera, muy estrechas, rodeados de sudor y de un público escasamente selecto que bebía cerveza y gaseosa. Presenciaron el desfile de unas cuantas vedettes ya un poco ajadas, que les presentaron números de picardía elemental. Actuaron también varios homosexuales, que obtuvieron un éxito inenarrable, sobre todo entre los soldados, muchos de ellos situados muy cerca del escenario, «¡Eh, tú, Margarita! ¡Qué me dan ganas de morderte!». «¡Te espero en el cuartel, chata!».
Laureano en un momento determinado, se sintió molesto. Todo aquello era deplorable y su corbata se le antojó una intrusión. En los palcos había hombres maduros bebiendo champaña en compañía de mujeres de tez espectral y larga cabellera.
Algo más de media hora les bastó. Salieron, dominados por una excitación especial. Los olores del Paralelo eran otros. Olía ahora a patatas fritas, a multitud, a instinto. «Será una tontería —dijo Pedro—, pero esto a mí me parece una hoguera, como si estuviéramos en la noche de San Juan». Deambularon al azar, deteniéndose de vez en cuando para ofrecerse el uno al otro el fuego del cigarrillo. El Colegio de Jesús, el autodominio, la familia, todo quedaba lejos… Sentíanse solos como dos minúsculos peces en alta mar.
Bebieron horchata y los divirtió sorberla con una cañita. Compraron un globo por el placer de reventarlo y luego dos diminutos molinillos de papel que giraban al viento y que de pronto regalaron a una gitana que quería nada menos que adivinarles el porvenir. Hasta que, repentinamente, sin previo aviso, comprendieron que había llegado el momento de saber lo que era una casa de mujeres, lo cual no significaba que en ella tuvieran que dar el paso definitivo; simplemente, subir y ver, subir y conocer. Habían oído decir que la decoración era a base de espejos y que uno podía, como en «El Molino», largarse cuando le diera la gana. Sin embargo, tenía que ser una casa con mujeres de verdad, no como las de cartón pintado que había en las fachadas de las revistas; y, por supuesto, más jóvenes que las que vieron en «El Molino».
Pedro se convirtió en director de la operación, lo que no dejaba de tener su aquél. Y es que Andrés Puig un día le había hablado de uno de esos lugares, situado precisamente en la calle del Carmen, donde estaba la Pensión Paraíso. Y se le había quedado grabado un detalle que le dio: estaba situada entre un hotel y una tienda de comestibles y encima de la puerta de entrada había una imagen de la Virgen con un farolillo encendido.
Se dirigieron a la calle del Carmen y dieron con el lugar. No, no había pérdida, a juzgar por la pinta de quienes entraban y salían. Habían vuelto a mascar chicle. Subieron y al llegar al primer piso una puerta abierta los condujo a un gran salón amueblado con divanes desconchados, ¡y con muchos espejos! La actitud de Pedro era incomprensible, incluso para él mismo: sonreía. Miraba a Laureano y sonreía. ¿Por qué? ¡Claro, claro, su rápida, su velocísima experiencia, semiexperiencia, con Trini, en «Torre Ventura»! Ahí radicaba su superioridad. De todos modos, muy grande tenía que ser la fiesta para él. Casi tan grande como lo que le ocurría a Laureano, que por un lado tenía ganas de llorar y por otro un incontenible deseo de aceptar la invitación de una chica morena, de labios abultados, que mientras lo acariciaba le iba asegurando, con acento sevillano, que lo haría feliz.
El muchacho hacía muecas, sin saber qué comentar.
—¡No me dirás que eres virgo! —le espetó ella, de repente.
Laureano soltó una carcajada. Laureano consiguió soltar una carcajada. Y mirar a Pedro, acorralado en un rincón por otra chica, de cabellos de color violeta. El muchacho no supo lo que le ocurrió. Se sorprendió a sí mismo diciendo simplemente:
—Vamos.
Mientras la chica se dirigía a la patrona, Pedro se plantó Ce un salto al lado de su amigo.
—Toma —le dijo. Y le dio un preservativo. Laureano se quedó atónito. ¡De modo que el muy tuno iba preparado! ¡Así que…! Él ni siquiera lo pensó. Verdaderamente, el corazón humano era complicado, y Pedro tenía corazón; o todo se debería a la semiexperiencia que había tenido con Trini, en «Torre Ventura».
—Pero…
—Yo también usaré uno —le dijo Pedro, con voz propia de quien se juega el todo por el todo.
La experiencia de Laureano fue exhaustiva. Al terminar, sólo se le ocurrió decirle a la chica morena: «Me gusta que hables con acento andaluz…». Ella lo pellizcó y, en un alarde de buena educación, le ayudó a anudarse la corbata.
Pedro tuvo una enorme decepción. La mujer que le tocó en suerte simuló tan mal su entusiasmo, que el chico se desencantó, pese a lo cual alcanzó su objetivo. No obstante, mientras se vestía le preguntó: «¿Cuántos van hoy?»; y ella contestó, al tiempo que mordía el clip que se le había caído del cabello violáceo: «No lo sé. La patrona lleva la cuenta».
Laureano tuvo que esperar a Pedro en el salón de los espejos. Al verle aparecer le ofreció un pitillo y sonrió, aparentando naturalidad. «Qué poco dura esto, ¿verdad?». Pedro se pasó la mano por la abundante cabellera. «¡Sí, desde luego! —Luego añadió—: Un día u otro hay que empezar…».
Era cierto. Eso pensaba Laureano, quien tuvo la impresión de haber cruzado la frontera que conducía para siempre a la hombría. Se sintió eufórico. Pedro bajó la escalera cansinamente: Laureano, a saltos. Le penetró una curiosa lucidez mental. Hubiera hablado con su amigo de muchas cosas: de los sueños de la pubertad; del incierto destino que le aguardaba a Andrés Puig; de las manos que temblaban al pedir las localidades; de la gitana a la que habían regalado los molinillos de papel…
Entraron de nuevo en un bar y se tomaron otra horchata.
—¡Me siento como si ya fuera arquitecto! —exclamó Laureano.
Pedro hizo un ademán ambiguo.
—Pues sí que te ha picado fuerte. ¡A pequeñas causas grandes efectos!
—¿A eso llamas tú una pequeña causa?
—¡Bueno! Al fin y al cabo…
Los papeles se habían trocado. El director de la operación era entonces Laureano, cuya actitud movió a Pedro a reflexión. Pedro inclinó hacia abajo el labio inferior, lo que por un momento le dio expresión vulgar.
Laureano se hizo cargo y le preguntó a su amigo:
—¿Ocurre algo?
Pedro enarcó las cejas y semicerró un ojo, en expresión característica. Todavía, de vez en cuando, bizqueaba una fracción de segundo.
—Ocurrir, no ocurre nada. Pero envidio tu euforia.
—No te entiendo. ¿Qué quieres decir?
—Que me produce envidia que tengas ya decidido lo que quieres hacer.
Laureano lo miró con asombro.
—Pero… ¿es que tú no lo tienes también decidido?
—No —contestó Pedro—. Nunca lo tuve, ya lo sabes.
Laureano se impacientó.
—¡Siempre con tus dudas! Ya va siendo hora de que tomes una determinación. Lo que tú quieres es escribir, ¿no es así? Pues la cosa está clara…
—Estudiar «Filo», ¿no es eso?
—Claro…
—¿Y quién se lo dice a mi padre? ¿Te encargas tú?
—¡Ahora con ésas! Tu padre sabe de sobra que la arquitectura no te va.
—Nunca comprenderá mi actitud. Para él escribir es perder el tiempo. ¡Vamos, supongo, porque de tonto no tiene un pelo! Pero por lo menos podría ser como él, servir para los negocios. A ver si le doblo o le triplico el capital.
—No puede imponerte nada. No puede imponerte tu vocación.
—No se trata de imponer. Pero cuando vea que la cosa va en serio, le da un ataque. Cuando le he dicho que nos íbamos al cine me ha preguntado: «¿Qué vais a ver? ¿Caperucita Roja?».
—Tu madre se pondrá de tu parte.
—¿Mi madre? Voy conociéndola… A mi madre sólo le preocupa ser guapa y jugar al bridge.
—No hables así.
—Tienes razón. La estoy calumniando. ¿Por qué de pronto me habré puesto de un humor de perros?
—Debe de ser la resaca… Andrés Puig dice que «eso» a veces deja resaca.
—Así será.
Guardaron silencio. Y la tristeza se contagió a Laureano, pero en su caso con un motivo concreto: si, como era de esperar, Pedro se decidía por Letras, estudiarían en lugares distintos y tendrían que separarse. ¡Vaya perspectiva! Laureano sin Pedro se sentía tan perdido como Susana cuando no se apoyaba en una realidad.
Pedro pagó las dos horchatas y consultó el reloj.
—¿Vámonos? Teóricamente, Caperucita Roja habrá terminado hace rato…
—Vámonos.
Tomaron un taxi y regresaron a sus casas. Encendieron el último pitillo de la noche. Jamás en su vida habían fumado tanto. Laureano comentó de repente:
—Realmente, qué poco dura el asunto, ¿verdad?
—¿Qué asunto?
—¡Toma! El de ir con una mujer…
—¡Ah, sí! Pero yo no me arrepiento. ¿Y tú?
Laureano echó una bocanada de humo.
—Mañana lo sabré.