CAPÍTULO XXII

EN OPINIÓN DEL CADA DÍA más petimetre y alámbrico Alejo Espriu, que de vez en cuando se acordaba de que en otras épocas había pertenecido al partido socialista, la «horizontalidad» de la vida cotidiana de los españoles se acrecentó más aún en los años venideros, quién sabe si por contraste con la cierta apertura que se había producido con relación al mundo exterior, y que había obligado a Cosmos Viajes a ampliar sus oficinas. Cada día se veían en los quioscos más ejemplares de Le Figaro, de L’Europeo, del Times, del Newsweek: pero la losa marmórea que cubría la existencia interior de la nación era progresivamente pesada.

Fue un período interminable, con dificultades de toda suerte, durante el cual los ciudadanos no obtuvieron la menor explicación de por qué el Boletín del Estado publicaba tal decreto en vez de tal otro; de los motivos por los cuales la economía se centralizaba todavía más, lo que determinaba un espectacular y costosísimo aumento del aparato burocrático; de las razones que inducían al gobierno a denegar a los industriales que necesitaban renovar su maquinaria las divisas necesarias para hacerlo, etcétera. Un desaliento soterrado, silencioso, se apoderó de la población, y gran número de trabajadores emigraron al extranjero, decididos a mejorar su suerte. Las cartas de dichos emigrantes rezumaban nostalgia, añoramiento, pero cada una de ellas anunciaba el envío de un giro postal que ayudaría a la familia a seguir adelante. «¿En qué quedamos? ¿No dicen los periódicos que España es el mejor país del mundo?». En Cataluña, la desconfianza hacia las declaraciones oficiales se convirtió en tónica general, penosa. El propio Anselmo volvió a conectar «Radio Pirenaica» y a veces «Radio Andorra», que se limitaba a dar las noticias con absoluta objetividad.

Alejo Espriu les decía a Rogelio y a Jaime Amades —el abogado había pasado a serlo también de la Agencia Hércules—, que el asunto era complicado.

—¿Cómo puede gobernarse un país como si fuera un cuartel, sin dar explicaciones? Todo se lo cocinan unos cuantos señores, allá por los Madriles, y el resto a jugar al dominó… o al bacará, según la afición o las posibilidades. ¡Bases norteamericanas en territorio español!: dícese que para entrar en ellas se necesita pasaporte yanqui… ¡Tratado reconociendo la independencia de Marruecos!; con intercambio de regalos entre las dos partes contratantes… ¡Inauguración de una factoría SEAT —automóviles nacionales de turismo— en Barcelona!; veremos si los coches funcionarán… Etcétera, etcétera. Todo ello sin preguntarnos nada a los tres que estamos aquí, ni a los treinta millones de compatriotas que campan por ahí fuera. ¿Resultado? El absoluto desprecio por nuestra masa gris, para decirlo de algún modo; y por descontado, el aburrimiento. Con varios agravantes: la fulminante caída del régimen de Perón en la Argentina; el creciente malestar en Cuba, con la dictadura de Batista, lo mismo que en Venezuela con la dictadura de Pérez Jiménez… Indicio, todo ello, de lo archisabido: tarde o temprano la masa gris y anónima dice ¡basta! y los regímenes totalitarios se van al carajo, con perdón, y cuando eso llega, sálvese quien pueda…

Rogelio, que en el fondo lo único que lamentaba de todo aquello —los argumentos se los conocía de memoria— era que «Construcciones Ventura, S. A.» no hubiera podido hincar el diente en los planos de construcción de las bases norteamericanas, miró de forma insolente a Jaime Amades y le preguntó, por el placer de proseguir la conversación:

—¿Y tú qué opinas de todo esto, ahora que lo miras desde el local de la calle de Londres, mucho más alegré y luminoso?

Jaime Amades, que continuaba incordiado por los arrebatos de Charito, por las increíbles tarascadas dialécticas de Sergio, su hijo, y por las rencorosas cartas que les escribía desde París su sobrino Julio, que al parecer con sólo trabajar cinco días a la semana, en jornadas de ocho horas, vivía como Dios manda, evadía la cuestión.

—Supongo —decía— que Alejo Espriu tiene buena parte de razón. Ahora bien, no creo que ninguno de los tres, en el plano individual, nos veamos muy afectados. Y tampoco estoy muy seguro de que, como súbditos de una nación, como gobernados, los españoles nos merezcamos otra cosa. ¿Que nadie nos consulta? ¿Para qué? ¡Si para decidir cómo debe ser un anuncio los socios se pelean hasta matarse! Ahora se han puesto de moda los llamados «filmlets»… ¡Si os contara! Se me humedecen las manos con sólo pensarlo. Cada uno quiere imponer su criterio, incluso a los técnicos de las cámaras, hasta que el más fuerte pega un puñetazo en la mesa, rompiendo algo para quedarse solo. Eso es lo que creo que ocurrió en el país, y entiendo que las autoridades actuales no ven ninguna razón válida que les aconseje cambiar de táctica.

Rogelio respiró satisfecho, pero Alejo se acarició la cadenilla de oro que le cruzaba el pecho. Alejo continuaba soltero, y tampoco veía razón válida que le aconsejara cambiar de táctica. Disponía de cierto tiempo libre y de antenas personales que le permitían husmear por ahí. Y había llegado a determinadas conclusiones. Y puesto que las circunstancias lo liberaron hacía tiempo de su papel de adulón, sentenció:

—Todo esto son argumentos para menores de edad. Si las democracias progresan tanto… ¿verdad, Rogelio?, por algo será. Vivimos sin la menor libertad de expresión, como no sea en despachos como éste o en alcobas con o sin acuarios, y los medios informativos nos suministran sin cesar gato por liebre. ¿Que muchos no distinguen el sabor? Convendría adiestrarlos… Para no insistir sobre el número de súbditos —y miró a Jaime Amades— que salen a diario al extranjero a trabajar, aludiré, muy rápidamente, a los emigrantes que, sólo en Cataluña, viven en chozas troglodíticas y trabajan a pico y pala habiendo rebasado la edad de los cincuenta años… ¡Lo cual demuestra, eso es cierto, que la raza es fuerte! ¿Y sabéis la cifra de niños que están sin escuela en el territorio patrio? Supera los dos millones, lo cual cualquier notario no falangista se atrevería a certificar… Como igualmente podría certificarse que unos cuantos terratenientes continúan siendo los amos, con mucha mayor impunidad que antes, de las provincias de Cádiz, de Badajoz, de Jaén, de Guadalajara y demás. ¿Y el sistema de monopolios que se ha implantado? Los trucos que se emplean al respecto son incontables, como, por ejemplo, el de los camiones de gran tonelaje… Alguien con el sello oficial necesario le asigna a un familiar o a un amigo íntimo un par de camiones de importación, le facilita los papeles para que vaya a recogerlos a la frontera y la ganancia ronda el milloncete… ¿Promedio de horas de trabajo para poder andar tres pasos sin caerse desvanecido? Bueno…, no quiero daros la lata ni provocaros eructos de placer. Mejor será resumirlo todo diciendo que vamos recobrando poco a poco, como dicen en algunos púlpitos, las «virtudes tradicionales de la raza». ¡Sí, nos acercamos a otra Edad de Oro!, de oro para unos cuantos, se entiende… —y el elegante Alejo Espriu, tío de Rosy, acaricióse de nuevo su cadenilla.

Quienes formaban parte del concierto normal tenían que abrirse paso merced a la suerte, a la recomendación, a la corazonada. Así ocurrió con Ramón Vallescar, el hijo de doña Aurora, de la Pensión Paraíso. El muchacho quería prosperar. Y Julián lo ayudó, gracias a que, inesperadamente, en «Construcciones Ventura, S. A.» se produjo la baja del viejo contable, que padeció un ataque de hemiplejía. El muchacho demostró los méritos suficientes y pasó a ocupar el cargo vacante. Ni que decir tiene que Rogelio, en cuanto lo hubo admitido, le preguntó:

—¿Y la dentadura, Ramón? ¿Ninguna muela cariada, ningún diente malo?

—No, no, señor… —contestó, visiblemente aturdido, el muchacho.

—Pues andando. Puedes empezar el lunes.

En un plano muy superior del escalafón, Beatriz utilizó la corazonada para resolver la papeleta que suponía su progresiva merma de facultades y las exigencias de la tienda de antigüedades. Dio con la persona idónea para asociarla a su negocio: Gloria, la viuda de don José María Boix. Gloria era todavía demasiado joven para llenar su vida con esporádicas obras de beneficencia y haciendo triduos y novenas, y era vistosa, ordenada y emprendedora. Beatriz la llamó, y a las dos semanas la mujer entraba en la tienda a partes iguales, con cierta timidez porque desconocía los entresijos del oficio, pero con el amor por las cosas antiguas heredado de don José María Boix.

El acierto fue total. Beatriz pudo dedicarse mucho más a cuidar de sí misma, de los suyos y de la Cruz Roja, y Gloria —contrariamente a lo que sintieron las personas mayores ante la virginal aparición de Pablito—, al verse rodeada de armaduras, cornucopias y cachivaches varias veces centenarios, sintióse rejuvenecer. Le pareció que su vida recobraba sentido, abandonó las blusas de color morado o tristón y empezó a vestirse y a maquillarse, a darse de alta a sí misma. Julián, al verla al cabo de poco tiempo, quedó desconcertado y no pudo evitar —y Gloria tampoco— sentir un dulce e imprecisable estremecimiento.

Tocante al sector de los privilegiados, de los que podían mirar al «rebaño» como un cigarro habano puede mirar a una colilla, la situación, como siempre, se ofrecía óptima. Rogelio formaba parte de esa minoría afortunada y reventaba de proyectos, entre los que figuraba, paradójicamente, el de curarse la bronquitis sin dejar de fumar.

Uno de dichos proyectos era antiguo y sus compañeros iban poniéndolo en práctica punto por punto, como si obrasen al dictado. Era el que le había valido salir en los periódicos: el del renacimiento del fútbol. Desde que lo nombraron directivo del Club de Fútbol Barcelona se lanzó a hacer declaraciones sensacionales, que le dieron pronta popularidad, hasta el punto que su antiguo barbero, Deogracias, quejumbroso de carácter, repetía una y otra vez: «¡En seguida me di cuenta de lo que nos perderíamos al trasladarse don Rogelio a otro local!».

La tesis del constructor fue clara desde el primer momento y todo el mundo acabó adoptándola como artículo de fe: «¡Los tiempos han cambiado, amigos míos! ¡Hay que pasar de la idea de fútbol-deporte a la idea de fútbol-espectáculo! ¡Hay que procurarse un estadio gigantesco, como esos que hay por Inglaterra y por Brasil, con aforo para cien mil aficionados! Y por supuesto, importar jugadores de fuera, superclase…, pues la cantera local, duele decirlo, se ha agotado, no da ni para un buen puntapié, y mucho menos para un buen cabezazo… ¿Que hay que pagar cuatro millones por un tío? ¡Se pagan! ¿Que hay que pagar cinco? ¡Se pagan! ¡Ya se recuperarán con el taquillaje! Lo importante es que el público vea filigranas, toque de balón y que el club recupere su prestigio. A un servidor de ustedes el papel de segundón no le va. Para eso me hubiera quedado en Llavaneras, plantando árboles, y sería ahora directivo del Mataré. ¡Viva el Barça!».

Poco a poco sus teorías fueron imponiéndose —los contraopinantes que le salieron, en nombre de la «pureza del deporte», no hicieron más que animar las tertulias—, y sobrevino la gran época del fútbol, con lo que gran parte de la masa se sentía compensada, y los plácemes le fueron llegando de todas partes, y Rogelio tuvo incluso la delicadeza de declinar la invitación a presentarse a presidente —lo que le valió la ácida censura de su actual barbero de lujo, el vasco y ambicioso Aresti—, y, por supuesto, «Construcciones Ventura, S. A.» no aspiró a la construcción del nuevo y fabuloso estadio que empezó a construirse, en sustitución del viejo de Las Corts, lo que le censuraron, de completo acuerdo, sus amigos Julián Vega y Aurelio Subirachs… «¡Ni hablar! —rugió Rogelio—. No quiero que nadie pueda achacarme que me aprovecho del cargo. ¡Que uno tiene su decálogo de decencia!».

Entre los demás proyectos figuraba la red de hoteles que Agencia Cosmos había decidido construir. En el tiempo transcurrido se habían rematado y estaban en marcha los dos de Palma de Mallorca y, en la costa malagueña, los dos de Torremolinos; en cambio, se habían pospuesto los de Lloret de Mar, debido a que en la Costa Brava el clima era menos seguro, la temporada más breve y había que andarse con cuidado. Ya podía opinarse con conocimiento de causa sobre las preferencias del público foráneo, que «aprovechándose de la escasa cotización de la peseta venía a España a tostarse, a beber vino y a saber por qué en 1936 se mataron tantos curas». Los turistas buscaban, por ese orden, garantía solar, folklore y diversiones. Sin embargo, quedaba demostrado que el asunto era rentable, de modo que en opinión de los tres socios podía estudiarse la extensión de la cadena a una escala mucho mayor, incrementando al máximo la propaganda y contando, por supuesto, con las Islas Canarias. «¡Ah, sí permitiesen abrir casinos de juego!», se lamentaba una y otra vez el conde de Vilalta. Pero todas sus gestiones se estrellaban en Madrid, que los consideraba peligrosos para la moral pública.

La decisión de extender la cadena hotelera planteó un problema a Aurelio Subirachs y a Julián. Profesionalmente hablando, tenían la oportunidad de dar el do de pecho. Lo realizado hasta el momento era decoroso y presentable, de acuerdo además con el presupuesto que les fue asignado en cada caso; pero debían aspirar a mucho más, y Ricardo Marín apoyó decididamente su tesis. Ricardo Marín, que en los últimos tiempos se había convertido, como otros muchos economistas, en empedernido trotamundos —en conjunto, éstos daban la impresión de dedicarse al tráfico de divisas—, sostenía que, efectivamente, los hoteles de la Agencia Cosmos, o parte de ellos por lo menos, tenían que ser «el último grito». Nada de medias tintas, de copias transferibles a otro lugar, y «nada de que los clientes vieran por algún sitio un solo cubo de basura». «¡El non plus ultra!», que diría Rogelio. Y teniendo en cuenta que el mundo era vasto y aleccionador, no cabía sino un remedio: que Aurelio Subirachs y Julián salieran al extranjero a estudiar el funcionamiento de los establecimientos del ramo en los lugares considerados más avanzados o que estuvieran más a mano.

Huelga decir que ambos aceptaron. Después de un detenido análisis, acordaron que lo más urgente era un recorrido por Italia, la Costa Azul y los Estados Unidos. Con eso bastaría para empezar.

¡La suerte favoreció a Julián! Aurelio Subirachs se conocía Italia y la Costa Azul como la palma de la mano, de modo que podía prescindir del primer itinerario, que englobaría ambos países; en cambio, los Estados Unidos, especialmente Nueva York y Miami, le resultaban indispensables.

¡Qué ocasión para Julián de demostrarle a Margot que sus sermones le habían hecho mella! Preparó con refinamiento la jugada. Primero le explicó de pe a pa la necesidad de esos viajes, y cuando su mujer se puso hecha un basilisco, le dijo que se sentía incapaz de enfrentarse él solo con las emociones que sin duda le depararían Milán, Roma, la Riviera, Niza, Cannes, etcétera, por lo que no le quedaba otra solución que rogarle que lo acompañase; en cambio, a los Estados Unidos, por obvias razones de contabilidad, no podía desplazarse más que en compañía de Aurelio Subirachs.

¡Bendita Agencia Cosmos!, estuvo a punto de gritar Margot, pese a que el nombre de la agencia le pareció siempre exagerado. Y el viaje se realizó. Fue aquélla una segunda luna de miel, que buena falta le hacía. Por cierto que Rosy le había dicho a Rogelio: «¡Oye! ¿Y por qué no vamos nosotros también a esos lugares?». Nada que hacer. Existía un freno, un obstáculo insuperable: el miedo de Rogelio al avión. ¿Era posible? Lo era. Curiosidades de la naturaleza humana… Julián y Margot, pues, volaron en alas de su amor y de su eficacia para informarse. Italia le produjo a Julián una impresión fortísima, mucho más afín que la francesa —«se nota que Mussolini les dio a esa gente un impulso tremendo»—, y Margot, en Roma, tuvo que llevarse el pañuelo a los ojos casi tantas veces como en París, una de ellas al saber que no conseguiría ver al Papa. ¡Con un descubrimiento!: que la afición al fútbol era en Italia comparable a la de España. «¿En qué quedamos? —le hubiera preguntado Rogelio al exsocialista Alejo Espriu—. ¿Es el fútbol una anestesia exclusiva de los estados totalitarios?». En cuanto a los hoteles, admitió que el viaje, sobre todo el de la Riviera, le había sido muy útil, lo mismo que el romántico por la Costa Azul.

¡Luego, los Estados Unidos! Allí, con Aurelio Subirachs… A Margot no le cupo más remedio que ser comprensiva, que transigir. «¡Anda. Pablito! ¡Dile otra vez adiós a papá!». Los dos arquitectos realizaron el viaje siempre por los aires, y regresaron a los quince días justos. Aurelio Subirachs, rebosante de satisfacción; Julián, hecho un lío… Aprendieron mucho, aprendieron horrores. Los socios de la Agencia Cosmos podían estar tranquilos: nadie vería un cubo de basura en los hoteles, las cortinas se descorrerían pulsando un botón desde la cama, los grifos de los cuartos de baño no se atascarían jamás… Norteamérica era el colmo de la técnica e impondría al mundo lo que Julián siempre defendió: el racionalismo, vulgarmente llamado funcionalismo, y la higiene.

Aurelio Subirachs se arrogó a sí mismo el papel de informador en ese aspecto.

—Hay que reconocer —dijo el padre de Marcos— que los americanos nos están enseñando a todos a vivir rodeados del menos número posible de microbios. Tienen detalles de tipo práctico verdaderamente inefables, desde la televisión en las habitaciones —por cierto, ¿tendremos alguna vez televisión por aquí?—, hasta la excelsa suavidad y los colores exquisitos de los papeles higiénicos en los lavabos… Sin embargo, en conjunto los hoteles adolecen allí de falta de intimidad. ¡Hay tanta gente y todo el mundo tiene gustos tan parecidos! Todo el mundo lleva alguna etiqueta colgada en la solapa, porque pertenece a un congreso o una convención. Por lo demás, diríase que el último sillón que sale al mercado sirve para todos los traseros; esto en Europa es peligroso, pues aquí, en principio, y hablo sin señalar, todos los traseros son distintos. De cualquier modo, repito, hemos llenado varios blocs de hallazgos de primera categoría, que demuestran que en los Estados Unidos hay gente que hace funcionar el cerebro y que tiene un conocimiento casi aterrador de las necesidades que irá sintiendo el organismo humano. Por supuesto, hay cosas que no se pueden importar, y otras en que los europeos les llevamos muchos años de adelanto, aunque a ellos les cuesta reconocerlo así y están satisfechos prácticamente de todas sus concepciones.

Aurelio Subirachs se extendió todavía más en detalles relacionados con los hoteles, por lo que, cuando le tocó el turno a Julián, éste, puesto que la reunión era colectiva —asistían a ella Rosy, Merche e incluso Margot—, se dedicó de preferencia a hablar del viaje como experiencia humana y, sobre todo, a repetir una palabra: complejidad. ¡Cuánto habían visto! Tanto como Susana por los contornos de Can Abadal… La vida en los Estados Unidos era un pandemónium. Todo lo de Italia, París y la Costa Azul, pero elevado al cubo.

—No podéis haceros una idea… Puedes comprar grifa o marihuana en cualquier sitio. En los escaparates todo es sexy; y en las películas, tiros y puñetazos. ¿Te acuerdas, Aurelio, de la calle 42? Los chicos y las chicas, con eso de la estatua de la Libertad, se largan de casa cuando les da la gana. Y así anda la delincuencia juvenil. Ya no se trata de reunirse en sótanos con ataúdes y calaveras. ¿Os imagináis que dentro de un par de años nuestros hijos e hijas alquilaran sus pisitos y se instalaran en ellos por su cuenta? Y por menos de una pataleta, ¡el divorcio! Y en cuanto los padres empiezan a chochear, ¡a California, a tomar el sol! Hay que ver, hay que ver… Y eso del ocio vaya asunto… La gente sale del trabajo a las cinco de la tarde y se dedica a beber whisky hasta la hora de acostarse, a veces tocando un poco la guitarra, como nuestro Laureano. Y los sábados y domingos, ¡a estrellarse en coche! La cuestión allí es morir con las manos en el volante y a la máxima velocidad. ¡Ah, y pienso decirle a nuestro amigo el doctor Beltrán, defensor de tantas igualdades, que los negros huelen! Lo lamento mucho, pero huelen. ¿Es o no es cierto, amigo Subirachs? Uno solo pase, y si es un niño pequeño, enternece. Pero se mete uno en Harlem y tiene que salir pitando. Al lado de eso, unas asociaciones tan puritanas que reíros de lo que mosén Castelló pueda decirnos en los sermones. ¡Hay que ver cómo se meten con un cantante de moda, Elvis Presley o algo así, que trae locas a millares de chicas! Y un ejemplar de la Biblia en cada hotel. Y una riqueza tan enorme, tan incalculable —la renta per cápita—, que desde aquí no se puede concebir. Con deciros que los obreros en paro cobran más que los que aquí trabajan… Resumiendo, que aquello es un mundo nuevo, que tan pronto parece un manicomio como la futura verdad. Y que me alegra mucho haber estado allí. Por lo menos creo haber conseguido lo más importante, y en eso estoy también de acuerdo con Aurelio: ahora sé lo que es un hotel, pero sé también lo que un hotel no debe ser.

Todo el mundo, incluso Merche, felicitó a los dos arquitectos por el éxito de su empresa. Merche le dijo a Ricardo: «Cariño, ¿cuándo salimos para Nueva York?».

Rogelio tuvo una intervención afortunada:

—¿Vosotros creéis —preguntó, mirando a Aurelio y a Julián— que se puede hablar de un país sin haber conocido un poco el campo? Tengo entendido que allí las granjas, el trigo…

Terminó la sesión colectiva. Y todos regresaron a sus casas. Al llegar a General Mitre, Margot abrazó a Julián.

—Has contado cosas muy interesantes, querido… Los dos habéis estado muy bien. De todo modos, y después de agradecerte una vez más nuestro periplo italiano, que todavía me quita el sueño, mi obligación sigue siendo la misma, es decir, preguntarte: «¿Cuándo vuelves a marcharte y adónde?».

Lo curioso era que a Laureano y a Susana les parecía normal todo ese tejemaneje, que sus padres, o quien fuese, anduvieran de un lado para otro. ¡En el cine no se veía más que eso!: aviones, trenes, automóviles… El cine era Cosmos Viajes en pantalla colosal. Beatriz comentaba, después de los consabidos elogios a Gloria, su nueva asociada: «¡Es natural! El cine tiene la culpa de muchas cosas…».

El último proyecto que, por el momento, puso en práctica Rogelio estaba también conectado con Ricardo Marín y con Julián, y había de traer inesperadas consecuencias. Se trataba, nada más y nada menos, que de derribar el antiguo local del Banco Industrial Mediterráneo y levantar en su lugar, es decir, en pleno paseo de Gracia, otro nuevo, ciento por ciento revolucionario. «Construcciones Ventura, S. A.», se ocuparía del asunto y el arquitecto elegido fue Julián, quien, esta vez, elaboraría los planos sin la ayuda de nadie. Ricardo Marín lo apreciaba mucho, le oyó hablar de los Bancos vistos en Norteamérica y quiso darle esa oportunidad. La obra, por sus dimensiones y categoría, desbordaría a la competencia y obligaría a mucha gente a morderse las uñas.

El derribo se hizo en un abrir y cerrar de ojos. Y poco después, cuando la silueta del edificio empezó a perfilarse, los transeúntes comenzaron a detenerse asombrados.

—¡Ahí va…! ¿Qué están haciendo aquí? ¡Menudo mamotreto!

—¿No ves lo que pone la valla? Banco Industrial Mediterráneo.

Los pingües negocios realizados últimamente por Ricardo Marín le habían permitido aquel golpe de efecto y ser, en cierto modo, el pionero de lo que luego otros muchos bancos se decidirían a hacer. Como fuere, la obra, al igual que el sistema utilizado para su construcción, marcaría un hito en el ramo. Dos gigantescas grúas, accionadas por sendos hombres sentados en lo alto de unas garitas, acarreaban fácilmente toneladas de material; la armazón de hierro se levantaba con increíble rapidez; las columnas eran de mármol; la fachada, con salientes muy audaces; no se emplearían ladrillos sino enormes bloques prefabricados; todo el edificio respondería a las más avanzadas concepciones a que se aludió en el Congreso de París… Entretanto, varios escultores vanguardistas preparaban los frisos —muy parecidos al que le quitaba el sueño a Anselmo en General Mitre—, y otros tantos pintores abstractos salpicaban con manchas inmensos cartones, manchas que los inspirarían luego para decorar las distintas dependencias de aquella edificación que, para legítimo orgullo de Julián, empezaba a ser calificada de «auténtico milagro de la técnica moderna».

Los comerciantes vecinos se lamentaban de que las obras perjudicaban entretanto a su negocio.

—¡No preocuparse! —zanjaba Rogelio—. Eso nos lo comemos en menos de un año. Y luego los primeros beneficiados serán ustedes.

Tal vez no le faltara razón. Pero Margot no se la daba. A Margot la concepción del edificio no le gustaba ni pizca, y así se lo dijo a Julián.

—Es frío, es horrible. No sé adónde vais a parar con esas nuevas formas. Barcelona antes tenía empaque, señorío; ahora estáis convirtiéndola en una checa. No os importan los inmuebles que hay al lado ni el lugar de emplazamiento. ¡Lo mismo da levantar eso ahí que en Estocolmo o en Chicago!

Julián no se dejaba amilanar. Estaba muy seguro de sí.

—No te entiendo, querida. Si alguien convirtió parte de Barcelona en una checa fueron precisamente una serie de arquitectos mediocres de principios de siglo, que no se dieron cuenta de que una ciudad húmeda y gris requería fachadas y material de un cromatismo mucho más intenso. ¿Qué entenderían por señorío, vamos a ver? ¿Esas torrecitas oscuras, sepultadas tras un sombrío jardín? ¿Esas fachadas sin apenas cristales, con balconcitos semicirculares para soltar un discurso electoral? ¿Los siniestros conventos tapiados, hostiles, donde lo difícil es encontrar la puerta de entrada? ¡Uf…! La burguesía y el clero de antes de la guerra… Claudio Roig, que ama tu tierra como tú, me dijo que a veces le parecía lógico, como una espontánea venganza de la naturaleza, que los «rojos» se hubieran dedicado a los incendios.

Julián tenía la suerte de contar con un aliado en la familia: Laureano. A Laureano lo entusiasmaba la traza del nuevo Banco Industrial Mediterráneo. «¡Es estupendo, papá! Siempre voy con mis amigos a verlo. Se mueren de envidia y yo sigo pensando que ser arquitecto es algo muy bonito». «Gracias, hijo», le contestaba Julián, mirando al muchacho con inmenso cariño.

Las consecuencias del impacto producido por aquella obra fueron, en efecto, inesperadas. Y en cierto modo, la persona más radicalmente afectada, ¡quién hubiera podido predecirlo!, iba a ser Rosy. Cierto. Ricardo Marín no se limitó a estrechar sus relaciones con «Construcciones Ventura, S. A.», sino que incrementó mucho más aún las que ya sostenía con la mujer de su dueño, es decir, con Rosy. El marco en que se coció lo que iba a ocurrir fue el Club de bridge y la fórmula utilizada la más discreta: cada vez que el banquero entraba iba acercándose con disimulo a la mesa de la esposa de Rogelio, hasta que terminaba por sentarse a su lado y por susurrarle al oído, como en las fiestas: «Estás preciosa y he venido a traerte buena suerte…».

Rosy se lo pensó mucho antes de decidirse a dar también «su» golpe. Pero por fin lo dio. ¡Al diablo las resistencias interiores, las dudas, el ejemplo de Margot! ¿No decía siempre Rogelio que «la vida era para vivirla»? ¿No tenía éste sus descarados contactos con Marilín? ¿No coqueteaba públicamente, sin amagos, con la mujer de un fabricante de tejidos, mujer vulgar a la que llamaban Maruja? ¿No tenía por los cabarets todos los líos que le apetecían? ¡Pues adelante…! Ya se lo dijo en París a Chantal: «La discriminación que existe en España ofrece la ventaja de que si un día una se decide también a tirar por la calle de en medio, puede hacerlo sin escrúpulos de conciencia…».

A Ricardo Marín, bastante más joven que Rogelio, casi le asombró que Rosy le opusiera tan escasa resistencia. El hombre no ignoraba que Rogelio le imitaba en muchas cosas, y tampoco el éxito que él personalmente solía tener con el sexo femenino; de ahí que acudiese también a la barbería de Aresti a que le recortaran el bigote con mucho cuidado y a que le tiñeran las canas que empezaban a blanquearle las sienes. Pero de eso a conseguir precisamente a Rosy… ¡La suerte fue su aliado! El primer beso que le dio —en un saloncito reservado del propio club— le cortó a la mujer la respiración y la puso sobre la pista «de lo que aquello podía ser».

—¡Ricardo, por favor!

—Anda, no seas tonta. Que lo estás deseando como yo…

Era verdad. Por lo demás, hubiérase dicho que Rogelio se empeñaba en darles facilidades. Aparte de sus consabidos viajes a Madrid —siempre en coche cama—, en su calidad de directivo del Barça, muy querido por los jugadores, con frecuencia lo nombraban delegado del Club cuando el equipo jugaba fuera. Entonces, y por espacio de dos o tres días, la ciudad entera quedaba a merced de Rosy y del banquero Ricardo Marín. ¡La explosión se produjo inevitablemente! Una explosión amorosa, sensual, que tuvo la virtud de constituir para Rosy un estímulo impar.

Por el momento acordaron verse en el mejor meublé de la ciudad —y el más apartado y recóndito—, conocido por el curioso nombre de «La Gaviota». Rosy conoció en él, por fin, la vida amorosa… refinada. Ricardo era un experto en ese menester: cariñoso, apasionado, pero sin la brutalidad de Rogelio, quien en el lecho continuaba siendo tan egoísta como fuera de él y a menudo se comportaba como un salvaje.

—¿Eres feliz, Rosy…?

—Completamente. Nunca imaginé que pudiera serlo tanto.

—Yo también lo soy. ¡Eres tan hermosa!

—¿De veras te gusto?

—Gustar, gustar… ¡Deberíamos inventar otra palabra! ¿No tienes espejos en tu casa?

Rosy sonreía.

—Claro que los tengo. Pero me da apuro mirarme en ellos así como estoy, desnuda… —y haciendo como que se cubría con los brazos, echaba a correr hacia la ducha.

Una sombra en el rutilante firmamento de aquel amor: Merche, la mujer de Ricardo.

Merche era también más joven que Rosy, y el conde de Vilalta continuaba diciendo de ella que era un caso aparte, por lo que al besarle la mano se inclinaba de un modo especial. En consecuencia, Rosy, que había sentido muchos celos por culpa de la joven mujer, al hablar entonces con ella experimentaba un curioso sentimiento de cumplida venganza. Pero al propio tiempo tenía miedo. ¡Era tan lista! ¿Y si un día descubría el secreto?

Nadie, por el momento, se enteró de lo que estaba ocurriendo. Julián y Margot, nada en absoluto. Y Rogelio menos aún. A Rogelio no le pasó siquiera por la cabeza que algún día Rosy pudiera hacer lo que él mismo estaba haciendo todos los días. ¡Y cómo apreciaban a Ricardo, sinceramente, Pedro y Carol! Lo llamaban «tío Ricardo» y Carol, desde que éste la llevó un día en su coche por la pista de Castelldefels le prometió que cuando supiera tocar bien la armónica —estaba aprendiendo—, le ofrecería un concierto exclusivamente para él.

—La Gaviota… Tiene gracia, ¿verdad?

—Sí, es un nombre poético.

—Huele a mar.

—Huele a lo que tú quieras, querida… A lo que tú quieras, a condición de que se llame Rosy.

¿«La Gaviota» el mejor meublé de la ciudad? Sin discusión. El más elegante —con acuarios— y el más acogedor y sutil. Por ello pertenecía a Rogelio, porque éste, en la cadena que estableció quiso que hubiera uno que se llevara la palma entre todos los existentes en Barcelona; y le puso ese nombre porque le pareció neutro y que no comprometía a nada.

Rebote perfecto, pues —Ricardo Marín, sin saberlo, contribuía incluso en ese terreno a la prosperidad de los negocios de su amigo—, pero estrambótico y arriesgado, por la sencilla razón de que Rogelio había eludido desde el primer momento cualquier contacto con los inmuebles que habilitó para semejante operación. En eso su hombre de confianza, su representante legal a todos los efectos y, por lo tanto, prácticamente el amo, era su asesor jurídico y pariente, Alejo Espriu, quien recorría periódicamente uno por uno los cinco establecimientos, en calidad de «administrador general».

Ése fue el resbalón de Ricardo y de Rosy… A las pocas semanas ya no podía decirse que «nadie se había enterado de lo que estaba ocurriendo», porque se enteró Alejo Espriu, tío de Rosy. Y es que el hombre, «especie de impotente», como en cierta ocasión se denominó a sí mismo, chismoso por naturaleza y ansioso de conocer a fondo la sociedad en que le había tocado vivir, podía perfectamente controlar la llegada de los taxis que conducían a las parejas, verles a éstas el rostro cuando se apeaban, ¡fotografiarlas si le daba la gana!, sin que los interesados se enterasen de nada. El sistema era muy simple: un altillo oculto tras una cortina, con un pequeño mirador, situado estratégicamente al lado de los ascensores.

Ello le había permitido, desde que empezó a ejercer sus funciones, llevar en la memoria un fichero bastante pintoresco y casi podría decirse que alarmante de gran cantidad de infidelidades conyugales que tenían lugar en Barcelona. Viviendo, como vivía, en el Hotel Ritz, a veces gozaba lo suyo reconociendo a respetables señoras que acudían con sus maridos a pasar un par de días a la capital y que se alojaban en dicho hotel. Mientras los maridos salían a la hora que fuese, «a resolver asuntos importantes», ellas se iban a los meublés en busca del placer clandestino, o al revés. Carambolas por banda que hubieran situado a mosén Castelló al borde del infarto.

Pero la gran sorpresa en su ya larga experiencia en ese campo se la proporcionaron Ricardo y Rosy. Cuando, encontrándose en el altillo de «La Gaviota», los vio apearse del taxi, tuvo que hacer un esfuerzo para no ponerse en pie. Y cuando los vio penetrar en el ascensor y que éste iniciaba su subida hacia el séptimo cielo, estuvo a punto de provocar una avería eléctrica, cualquier cosa, para impedir que aquello se consumase.

¡Quería tanto a Rosy! ¡Y respetaba y admiraba tanto a Rogelio! Éste lo había sacado de la nada, de la mentira, del Metro y de los tranvías para elevarlo al rango a que siempre aspiró. Y ahora Rogelio se veía burlado de la manera más descocada por «el ilustre financiero don Ricardo Marín», como solían decir los periódicos.

Alejo Espriu, a quien la profesión le había enseñado a dominarse, no se movió. Evacuó su cólera inicial apretando con fuerza el puño de plata del bastón que siempre llevaba consigo. Pensó muchas cosas a la vez. Que al fin y al cabo Rogelio le daba también a Rosy sopas con onda. Que, guardando para sí el secreto, tendría para siempre —la vida era larga y llena de sobresaltos—, uní carta importante que jugar… Una baza que podía utilizar en cualquier momento. ¡Él mismo se avergonzaba de semejante tentación!, consolándose al pensar que más que nada veía en el horizonte, en el horizonte de su posible intervención, la figura de Ricardo Marín, al que consideraba un pedante, con la única excusa de que se merecía serlo, lo que para Alejo era todavía peor.