CAPÍTULO XXI

ENTRETANTO, CONFIRMÁNDOSE LOS AUGURIOS al respecto, Margot había dado a luz un varón. El doctor Trabal no tuvo ninguna dificultad, aunque, como siempre, y pese a su enorme experiencia, se emocionó un poquitín. La prensa barcelonesa publicó la noticia en los «Ecos de sociedad»: «Doña Margarita Abadal, esposa del ilustre arquitecto don Julián Vega, ha dado a luz felizmente un varón, tercer fruto de su matrimonio». Rogelio fue el padrino y Mari-Tere llegó de Granada para ser la madrina. ¡Por fin la muchacha pudo realizar su anhelado viaje! Rogelio, que últimamente había hecho varias declaraciones en los papeles deportivos —acababan de nombrarlo directivo del Barça—, comentó: «¡Vaya con el crío! ¡Yo he tardado más de cuarenta y cinco años en salir en los periódicos!».

Gran alegría en General Mitre. Julián besó a Margot con una ternura especialísima. ¡Había tardado tanto en llegar el «tercer fruto de su matrimonio»! Laureano y Susana daban vueltas alrededor de la cuna como si ellos hubieran participado de algún modo en el milagro que significaba la llegada del nuevo ser. Beatriz estuvo a punto de cerrar la tienda y poner un letrero que dijera: «Cerrado por el nacimiento del más hermoso de los nietos, rubio y de ojos claros». Anselmo, desde abajo, desde el mostrador, no cesaba de llamar por teléfono a Rosario, la sirvienta: «¿Todo bien en la clínica?». «Todo bien».

El neófito fue bautizado por mosén Barceló y Rogelio pasó un mal rato, pues encima de que no acertaba a sostener con garbo a la criatura, el sacerdote soltó los consabidos latinajos echando a Satanás del cuerpo del recién nacido. «¿Todavía andamos con ésas?». Mari-Tere, por el contrario, sostenía el cirio con mucha gracia y no hacía más que mascullar jaculatorias, con acento andaluz, implorando de Pablo que la ayudara en su deseo de poder quedarse en Barcelona, que encontrara la manera, lo que dependía prácticamente de Julián.

¡Pablo Vega Abadal! Tan pequeño, tan indefenso, y sus lloriqueos fueron audibles desde Granada, adonde llegaron pronto las fotografías de dicho bautizo, fotograbas que fueron pasando de mano en mano y arrancando comentarios de toda suerte. La madre de Julián rompió a llorar como si se tratara de un entierro. Don Arturo, más tranquilo, aquella tarde retrasó una hora su ida al Casino, donde fue felicitado una vez más —Pablo era su nieto número once— por sus contertulios de siempre. Manolo, el médico, trazó uno de sus intencionados dibujos en los que se veía al pobre Pablito corriendo muy retrasado en pos de Laureano y de Susana, pero gritándoles: «¡Viejos, que sois unos viejos! ¡Veréis cómo os alcanzo y os dejo en la cuneta!». Por cierto que todo el mundo convino en que Laureano y Susana estaban estupendamente en las fotografías. No los veían desde hacía dos años, y ello fue en ocasión de un viaje relámpago que Julián y Margot hicieron con los chavales por Navidad. Margot había estado diciéndole a Julián: «¿Qué pensarán tus padres y tus hermanos? ¡Tenemos que ir a Granada! Es una obligación»; hasta que Julián accedió.

No accedió, en cambio, a que se quedara Mari-Tere. ¡Con lo fácil que le hubiera resultado encontrarle algo! Mari-Tere tenía una estupenda voz de locutora; a disposición de Julián estaban la organización Cosmos, los negocios del conde de Vilalta, el del propio Jaime Amades… Y la chica porfiando. Barcelona le gustaba, ella era mayor de edad, tenía ganas de vivir. En Granada no podía dar un paso sin sentirse acosada. «Si Julián, en ese tiempo, se hubiera civilizado un poco…».

Margot, consecuente con la promesa que le hizo siempre a su cuñada, creyó llegado el momento y puso toda la carne en el asador, pero en vano. Julián se negó, y en los asuntos «Vega» era inatacable. «¿Quedarse aquí? Ni pensarlo… Sería una grave responsabilidad». Margot, que se había encariñado con Mari-Tere, además de pensar que por qué no podían pechar con una grave responsabilidad, sugirió incluso que la muchacha, de momento, podría ayudar a Beatriz en la tienda de antigüedades. «Precisamente mi madre está buscando alguien de confianza. Su negocio prospera y yo ahora podré ayudarla menos que antes…». Julián, que evidentemente no quería interferencias familiares, la interrumpió:

—Lo que le conviene es buscarse allí un marido, como sus hermanas, y tener muchos hijos. La conozco mejor que tú… Tiene muchos pájaros en la cabeza.

Margot se irritó.

—Te ha salido el árabe que llevas dentro. En cuanto una mujer quiere hacer algo, emanciparse, dices que tiene pájaros en la cabeza. ¿Por qué no le das una oportunidad?

Julián se cerró en banda. Mari-Tere hizo pucheros… pero tuvo que preparar las maletas, ante la desilusión de Susana, que también hubiera querido que su tía se quedase.

Mari-Tere le dijo a Margot:

—¿Te das cuenta? Los hombres de mi tierra son así. Una hermana no es nada. Un objeto nacido para servirlos. —Luego añadió—: ¡Pero voy a ver si le doy la gran sorpresa!

Margot no sabía qué hacer. Comprendía a Mari-Tere que era alegre y vivaz y seguramente capaz de muchas cosas. ¡Dios mío, con el tiempo que desperdiciaban muchas señoras en Barcelona!

—¿Y si probaras suerte en Madrid?

La muchacha la miró de un modo especial.

—Ya lo probé, pero… Además —añadió—, yo quería estar a tu lado, ¿comprendes? Me hubieras ayudado… Y, además, te quiero mucho.

Margot se emocionó. Pero con ello no pudo impedir que, quince días después del nacimiento de Pablo, Julián acompañara a Mari-Tere a la estación y que el tren se llevara de nuevo a la muchacha hacia las tierras del Sur…

La venida de Pablo al mundo traumatizó un poco el clima de la casa e incluso el de las amistades. Margot llegó a querer tanto al pequeño, que los demás se sintieron un poco celosos; pero lo querían también mucho y aceptaron gustosos el precio. Pablo era la alegría renovada, pese a que con frecuencia estaba resfriado o el termómetro subía más de la cuenta. Incluso les dio algún susto un poco mayor, que el doctor Beltrán cuidó de atajar con la misma eficacia con que atajaba en su casa los desarreglos de los relojes. En resumen, el niño era una suerte de aparición que había brotado —¡del ombligo no; Laureano y Susana ya lo sabían!—, para compensar en General Mitre los desasosiegos que se producían en el hogar, desasosiegos normales, por lo menos hasta el momento.

Claro que la falta de tiempo de Julián se hizo todavía más patente, sobre todo para él mismo, que hubiera querido ver mucho más a menudo a Pablito, cuyos ojos eran a veces tan expresivos que se hubiera dicho que el crío se había zampado un par de whiskies. Cierto también que Margot se quedó un tanto exhausta, más que en las ocasiones anteriores, y que se pasó una temporada sin querer acompañar a los demás a ningún sitio, con el pretexto de que Pablito la necesitaba, «¡Ay, mi pobre chiquitín! ¡Julián! ¿Te das cuenta de lo poco que pesa?». Bien, era cuestión de tomárselo con calma… Rogelio, que se acordaba de ciertas reacciones de Rosy, comentaba que la maternidad era siempre un asunto complicado, sobre todo cuando un hijo nacía siendo sus hermanos ya un poco mayores… «Figúrate si será así, que Rosy os tiene una envidia que casi no consigue disimular; en cambio, yo estoy pensando que ya no me importa plantarme donde estoy, con la parejita».

Ésa era la cuestión. El virginal asombro de Pablito ante el mundo fue la voz de alarma para quienes andaban rozando los cuarenta años… o, como en el caso de Rogelio, para quienes se acercaban a la otra decena. Margot, al mirarse al espejo, se vio arrugas que antes no se veía. ¡Rosy, pese a sus celos, no digamos! Rosy notó como si el hijo lo hubiera tenido ella, o como si hubiera sufrido otro aborto, es decir, sintió que había envejecido, lo que la puso de un humor de perros y prestó más atención que nunca a las revistas que hablaban de masajes y de cirugía estética… ¡Menos mal que Ricardo Marín cuidaba de devolverle la moral, con sus crecientes halagos!; pero razón de más para cuidarse. Julián era quizá el único que se sentía ágil y en forma. Rogelio se notaba pesado, el médico le diagnosticó insuficiencia hepática y un principio de bronquitis —¡le hablaba de la conveniencia de dejar de fumar!— y le aconsejaba que se diera cada día una buena caminata… ¿Y qué decir de Beatriz? Varices y, por primera vez, palabras médicas terminadas en «osis», lo que alarmó a Margot. «Las palabras terminadas en “itis” —solía decir el doctor Beltrán— carecen de importancia; pero las terminadas en “osis” son de temer».

Margot, desde luego, demostró una vez más su fuerza de voluntad. Logró superar el bache. Hasta el punto que cuando Pablito tuvo algo más de un año —o sea, en el transcurso del segundo verano que pasaron con el niño en Can Abadal—, se sintió plenamente recuperada y liberada de su obsesión por no abandonar al pequeño, lo que hizo la felicidad de todos, iniciando en ese sentido un período que llevaba trazas de prolongarse.

Laureano, por supuesto, recordaría ese verano como uno de los más intensos de su existencia. Primero, porque se bañaba horas en la piscina, aunque nadaba con cierta torpeza; segundo, porque se entrenaba sin cesar con el stick y la bola y porque avanzaba mucho en el estudio de la guitarra; tercero, porque se iba cada dos por tres a Arenys de Mar, a «Torre Ventura», a ver a Pedro y a la «pandilla», pandilla que a veces Rogelio acompañaba con su lancha motora y su blanca gorra de patrón por las calas próximas, asombrándose todo el mundo de que Pedro, con sólo ver bajo el agua transparente a los peces y la rica vegetación nacida en las rocas, fuera clasificando las especies como si fuera un profesor; cuarto, porque con frecuencia se iba de excursión con su madre, con Margot, por las montañas próximas a la masía.

Esto último, que nunca lo sedujo, ahora lo encantó. Encontrarse solo con su madre por los contrafuertes del Montseny —Susana andando se cansaba mucho y no se atrevía a seguirlos—, le proporcionaba un indecible placer. «¡Ensancha los pulmones, hijo!». Y Laureano los ensanchaba, pareciéndose al monigote publicitario de «Construcciones Ventura, S. A.». «¡A ver quién trepa primero a esa roca!». Y Laureano llegaba el primero siempre, riendo su victoria.

A veces se detenían para contemplar el paisaje. Pinos, millares de pinos, verdes innumerables, simas profundas, desfiladeros… Si ascendían mucho, veían allá al fondo el mar. La naturaleza en plenitud. Entonces, sentados uno al lado del otro, hablaban sin parar, o bien mantenían un silencio solemne. No era raro que Laureano asediase a Margot a preguntas sobre su viaje a París —«¡cuéntame todo lo que visteis, mamá!»—, sobre la infancia de la propia Margot, sobre la vida del abuelo, del notario Abadal, que murió asesinado por «los milicianos», sobre cualquier cosa; pero tampoco era raro, cuando ambos se callaban y no se oía nada en torno, que Laureano dejase volar su imaginación, un tanto aupada por el Gran Atlas que Pedro estaba hojeando siempre, y se preguntase por la naturaleza lejana, por el Himalaya, por ejemplo, o por las costumbres de razas exóticas, o por el misterio que significaba que hubiese islas tan diversas como las que componían el archipiélago canario, o las de Filipinas, o las próximas a Madagascar. Laureano sabía que en el Pacífico a veces se producía una conmoción y una isla afloraba en el agua, o bien, lo contrario, desaparecía. Margot, que adivinaba sus pensamientos, le decía:

—No sé dónde estás ahora, hijo. Si en el centro de África o en los fiordos de Noruega. Pero ¿por qué te vas tan lejos? En esta misma montaña en que nos encontramos… ¡a saber lo que habrá! A lo mejor encontraríamos canteras de mármol; o, a muchos metros de profundidad, vetas de carbón, o minas de plata… O grandes bolsas de petróleo. O una cueva en la penumbra con un lago al fondo y algún que otro pajarraco…

¡Qué hermoso era regresar luego —Margot no brincaba ya por los atajos, pero andaba diligente aún— y encontrar en Can Abadal la quietud de siempre!: la abuela meciendo a Pablito en el pórtico, Susana columpiándose; Rosario, que ya había aprendido a leer y escribir, intentando mejorar su caligrafía… ¡y, con mucha suerte, a Julián, a su padre, sentado en una tumbona con una revista de arquitectura en las manos! El campo era una bendición de Dios. Sosegaba el espíritu. ¡Qué raro que no hubiera más ermitaños! ¡Qué raro que Anselmo, para seguir a su mujer, a Felisa, hubiera abandonado su pedazo de tierra! ¿Tan importante era una mujer? Laureano entonces recordaba lo ocurrido entre Pedro y Trini… ¡Claro que las mujeres eran importantes! La propia Rosario, cuando se arrodillaba para fregar el suelo y enseñaba los muslos… ¿Y qué decir de Cuchy en bañador? Tenía un cuerpo precioso y su piel era como la seda, lo mismo que la de Carol.

Lo malo de Laureano —y de la vida en el campo— era el miedo. Laureano tenía miedo. No sabía de qué. Por nada del mundo se hubiera internado solo, como Susana solía hacer, por los bosques del contorno. De noche lo asustaban hasta los perros. ¡Cómo ladraban, con o sin luna! Era como si fueran a morir… Y si hacia viento, el muchacho se envolvía en las sábanas y escondía la cabeza bajo la almohada. Julián se mofaba de él.

—Pero ¿no eres el boxeador del colegio? ¿No dice el padre Comellas que tienes madera de campeón? ¡Seguro que te daría miedo subir a la torre Eiffel! A menos que te acompañara tu madre, claro…

Laureano hundía en el verde de la piscina sus profundos ojos.

—No te burles, papá. Ya sé que son tonterías. ¿Es que tú no tienes miedo de nada?

—¡Menudo centinela hubiera hecho en la guerra! —respondía Julián.

—Odio las guerras, papá. Nunca seré centinela.

Beatriz estaba satisfecha… De Margot, desde luego; pero, últimamente, incluso de su yerno. Éste, desde el nacimiento de Pablito, era evidente que hacía lo imposible para dedicarse un poco más a la familia, aunque era de temer que se echase el invierno encima… Y por si fuera poco, Julián llevaba un tiempo ajetreado haciendo bocetos de una iglesia… ¿Quién pudo pensarlo? Y no se trataba de un encargo, no; por lo visto, en París había olido algo nuevo en el género, un par de iglesias modernas, que le habían picado el amor propio. Los bocetos eran desconcertantes, desde luego. Julián intentaba explicárselo: «¿No comprendes, abuelita? Nada de imágenes de la Virgen, ni de San José, ni de Santa Beatriz… Todo desnudo, con el altar de cara al público y un simple crucifijo de hierro colgando del techo… Mucho más respetuoso, ¿no? Y más lógico. A base, claro, de que de los laterales desciendan dos rayos de luz mate, tamizada, que confluyan exclusivamente sobre ese crucifijo…».

La abuelita no acababa de comprender, pero… ¡los tiempos eran los tiempos! ¡Si en París, según le contaron, celebraban misa por la tarde! ¿No andaría Lutero detrás de todo aquello, o alguien peor? Margot tranquilizaba a su madre: «Déjalo, mamá… Julián sabe muy bien lo que se hace».

A mediados de septiembre, el campo mostró a los habitantes de Can Abadal su faz negativa, su faz espectral y terrible, que justificaba en parte los terrores de Laureano.

Una mujer de una masía próxima, mujer joven, a la que Beatriz quería mucho porque siempre le traía hierbas medicinales y flores silvestres, salió a media mañana de su casa y desapareció. La alarma cundió entre el vecindario y se organizó una batida en su búsqueda. Hasta que su marido la encontró ahogada en el fondo de un pozo un tanto alejado. La correa y el cubo estaban también abajo, en el agua. Todo indicaba que se trataba de un suicidio, pero era imposible afirmarlo.

El caso es que sacaron el cadáver y lo depositaron en el suelo, junto al pozo, y que Laureano y Susana pudieron verlo unos momentos; hasta que Julián, que había salido en otra dirección, al llegar allí cogió rápidamente de la mano a sus hijos, que parecían estatuas, y los llevó a Can Abadal.

Fue un golpe fuerte para Laureano y Susana. Era la primera vez que veían un muerto, una persona muerta, y sabido era lo que esta palabra significaba para Laureano. Se quedaron como alelados, sobre todo porque no conseguían explicarse lo del «suicidio»; pero allí estaban la increíble inmovilidad de la mujer, a la que alguien había tapado con una sábana, la desesperación del marido, el llanto de la abuela, de Beatriz, que no cesaba de santiguarse… Todo lo cual tuvo su remate en la ceremonia del entierro, que el sacerdote, ante las dudas existentes, accedió a que fuera en recinto sagrado. Entierro al que todo el mundo asistió, incluido Julián. El cementerio estaba situado sobre un montículo y mientras la comitiva subía la cuesta —el sacerdote salmodiando, el monaguillo sosteniendo en alto una delgadísima cruz— el sol caía implacable, esta vez convirtiendo en alegoría a los hombres y a las mujeres que caminaban tras el féretro, vestidos todos de negro.

Al regreso de dicha ceremonia, Laureano y Susana formularon mil preguntas a los suyos, centradas, esta vez, no ya en la palabra muerte, sino en la palabra suicidio. Además, no cabía olvidar que por primera vez habían «visto» un cadáver, hinchado, abotagado, de modo que no se trataba de una abstracción, como aquella pierna amputada que, según Sergio, estaba enterrada en un nicho. ¿Qué significaba todo aquello exactamente? ¿Y por qué, si en el cementerio había cipreses —nunca antes se les ocurrió establecer tal relación—, ellos habían plantado precisamente seis en la entrada de Can Abadal?

Julián, aturrullado, no acertó a hacer frente a la situación y probó una tras otra las pipas inglesas que Margot le compró en París. Beatriz repitió las mismas cosas de siempre:

—Sí, hijos. La pobre mujer está en el cielo, con el abuelito.

—Si está en el cielo —objetó Susana—, ¿por qué dices «pobre» mujer?

—Pues… me refería a que su familia ahora sufre mucho. La querían mucho, ya sabéis.

Laureano se mordía las uñas. Y de pronto clamó:

—¿Por qué hay alguien que se tira a un pozo, que se quita la vida? ¿Por qué hay alguien que voluntariamente quiere morir?

Nadie acertó a consolarlo y Julián hubiera dado todo lo imaginable para terminar con la escena. Al final sólo se le ocurrió decirle que lo del suicidio no era seguro, que no lo era en modo alguno. Al cabo de un rato fue Susana quien volvió a la carga, por la sencilla razón de que ella asociaba la idea de suicidio con la del infierno.

—¿Y si de verdad se tiró al pozo y está en el infierno? ¿Cómo podéis asegurar que no está allí?

—Porque era muy buena, Susana. Y las personas buenas van al cielo.

—¿Y las que van al infierno también resucitarán?

¡Ay, los grandes enigmas! Julián estaba visiblemente afectado, porque en realidad él no consiguió tampoco contestarse nunca a sí mismo tales preguntas. En la guerra había visto centenares de muertos, en esa guerra de la que Laureano no quería oír hablar… ¿Eran buenos? ¿Eran malos? ¿Y en qué lugar del espacio, de la «inmensa presencia» que el espacio era, podía estar el cielo? ¿Y podía concebirse la existencia del infierno… y que éste fuera eterno? ¿Podría concebirse el infierno… viendo a Pablito? ¿Qué hubiera opinado de todo ello Juan Ferrer?

La luz septembrina se derramaba sobre Can Abadal un poco como el arquitecto quería que los rayos laterales se derramasen sobre el Cristo de hierro forjado de la iglesia cuyos bocetos tenía entre manos… Cristo era el asidero de Julián. De no ser por Él, por su figura sin mácula, pendiente de una cruz desde hacía casi dos mil años —sólido como los monumentos de la arquitectura clásica—, tiempo haría que le hubiera dicho a Margot: «Margot, no te ofendas, pero todo eso que nos han enseñado los curas me parece una pura patraña…».

Laureano leyó en el rostro de su padre, en su manera de fumar en pipa, esas vacilaciones. Susana, no. Susana, al término de un largo forcejeo, quedó convencida de que su madre tenía razón —no imaginaba que su madre pudiera engañarla— y de que la mujer estaba en el cielo y de que desde allí veía incluso el pozo al que se cayó.

Margot le reprochó luego a Julián que no hubiera intervenido con rotundidad.

—¿No te das cuenta? ¡Esperaban que dijeras algo! ¡Laureano no dejaba de mirarte!

—¿Qué iba a decir, Margot…? Es tan complicado… ¿Te parece justo lo que ha sucedido? ¿Y lo que podemos leer cada día en el periódico? Esa mujer tenía tu misma edad. Anteayer pasó por aquí y me saludó sonriendo…

—Pero ¿no comprendes que nuestra responsabilidad, de la que a veces tanto te gusta hablar, es enorme? Te he repetido mil veces que esos momentos son decisivos para los hijos. Y Laureano y Susana son nuestros aún, todavía dependen de nosotros, aunque falta poco para que se vayan por sí solos…, al revés de Pablito, que ahora empieza, gracias a Dios. En nosotros está que tengan fe, esa fe que lo explica todo, o que sus preguntas queden sin respuesta y más adelante, por culpa de ello, caigan… en lo que vimos en La Fin du Monde. —Margot se mordió los labios—. ¡Y no olvides, Julián, que fuiste tú quien, en París, dijiste que no deseabas que tus hijos cayeran un día bajo la influencia de aquellas teorías!

¡Arduo conflicto el de Julián! Si pudiera hacer lo que Beatriz, que se pasaba la mitad del día con los familiares de la mujer que había muerto… Si pudiera hacer lo que Rosario, que cada mañana subía al cementerio a llevarle flores a la tumba… Si pudiera hacer lo que Susana, que pronto había vuelto a ensimismarse en su álbum de mariposas y a decirles: «¿Y vosotras? ¿También iréis al cielo?».

Pero ¡lo que son las cosas! Todo aquello lo ayudó enormemente a resolver los últimos problemas que le había planteado el boceto de la iglesia «revolucionaria»… Tenía el proyecto detenido y de pronto, ¡zas!, la inspiración.

—Así es el artista —le dijo Aurelio Subirachs—. Cualquier cosa, de aquí o del más allá, lo ayuda a llevar a feliz término su obra.