SE PASARON EL RESTO DE LA TARDE completando la compra de regalos que querían llevarse a Barcelona. La elección de alguno de ellos había sido fácil, como un chal para Beatriz o una cajita de porcelana de Sèvres para la colección de Susana, cajita que al abrirse tocaba una musiquilla… Pero, a Pedro, por ejemplo, ¿qué? ¡Un cortapapeles de plata y libros, claro! Sin embargo, ¿qué libros? ¿Y a Laureano? Julián le había comprado una espléndida caja de compases, de fabricación alemana, pero se daba el caso de que Rosy le había prometido al muchacho, que era un poco ahijado suyo, algo especial. Entonces Margot le fue sincera.
—¿Sabes lo que más ilusión podría hacerle? ¡Una guitarra! Como fracasó con el piano, varias veces le hablé de ello. Y además en el «colé» tienen una rondalla en la que varios alumnos tocan hasta laúdes y mandolinas…
—¡Haberlo dicho! —exclamó Rosy. Y le compró la guitarra «de verdad».
—Si se le da bien —prometió Julián—, buscaremos algún compatriota mío que le dé lecciones… Creo que hay un tal Morales que es un buen maestro.
Se despidieron con emoción de Juan Ferrer y Chantal —lamentando una vez más no haber podido conocer a sus hijos—, y al día siguiente se lanzaron muy temprano a la carretera, esta vez con la intención de llegar directamente a Barcelona.
El Mercedes iba mucho más cargado que a la ida, lo mismo que la mente de sus ocupantes. Y por si fuera poco, empezó a llover. Sin saber por qué, se alegraron. ¿La Francia nórdica no era precisamente eso, lluvia fertilizante, fábricas negruzcas, aldeas tristes nacidas a su lado, chimeneas que apuntaban al cielo hostil desafiándolo? Más adelante aparecían las casas de campo pintadas con vivos colores, regocijando la inmensa llanura.
Silencio en el interior del coche. Caía una verdadera cortina de agua, que obligaba a Rogelio a avanzar despacio. El limpiaparabrisas giraba tenaz a derecha y a izquierda —¿por qué los automóviles no llevarían también limpiaparabrisas en el cristal de atrás?—, pero la visibilidad era escasa.
Sin embargo, ¡cuánta riqueza! Otra vez la sana envidia del agua, de los ríos caudalosos, de la tierra mojada. Si Barcelona contara con un río como el Sena, ¿no sería todo mucho más fácil? ¿Y Madrid?
A trechos clareaba, y entonces Rogelio apretaba el acelerador. «¡Menudos pastos! ¿Os acordáis del Chateaubriand que nos sirvieron chez Maxim’s?».
El diálogo se hizo sincopado. Tan pronto hablaban del pasado: París, como del futuro: la frontera española. ¿Y si complacieran a Margot y visitaran los castillos del Loire? ¡Imposible! Demasiado rodeo, demasiado détour. Julián se dedicó a contar las palabras y exclamaciones francesas que había aprendido: pardon, madame, monsieur, oh, là, là!, pas possible!
—¿Por qué dicen siempre pas possible?
—Pues por eso, porque hay muchas cosas en la vida que no son posibles.
La lluvia iba cayendo a rachas, lo cual, unido a la habitual prudencia de Rogelio al volante, los retrasó. Descartaron el proyecto de ir de un tirón a Barcelona y decidieron pernoctar de nuevo en Cahors.
En el hotel no quedaban habitaciones de dos camas.
—¡No hay mal que por bien no venga! —comentó Rogelio—. Llevaba mucho tiempo sin acostarme con Rosy…
—¡Hala, no empieces!
Margot decía, de vez en cuando:
—¡Qué ganas tengo de darles un beso a Laureano y a Susana!
Durmieron como benditos. Y al día siguiente, con tiempo espléndido, a la carretera otra vez, con las mismas estampas que a la ida: camiones lecheros, tractores en los campos, jugadores de petanca, boulangeries, ¡gendarmes en bicicleta!
—Margot… ¿cantamos «Asturias, patria querida»?
—¡No, hijo, no! Que estamos en el Rosellón… ¿No estás viendo los viñedos?
Era cierto. Y les vino a la memoria algo que les dijo Juan Ferrer: que gran número de españoles exiliados se habían quedado en aquella zona trabajando.
—Ahí tenéis un detalle francés —observó Margot, recordando la cantidad de apátridas y refugiados que había en París—… Le droit d’asile. Admiten a todo el mundo: rusos, polacos, checos, árabes, italianos… Y supongo que hasta milicianos de Mataré y de Arenys de Mar…
—Sí, es buen asunto —comentó Julián—. Disponen de mano de obra barata.
—¡Vaya! Curiosa interpretación.
—¿Es que hay otra mejor?
—Conforme. No discutamos.
¿Cómo iban a discutir, si a pocos quilómetros a la izquierda estaba el mar, el Mediterráneo entrañable, y los Pirineos asomando al fondo daban fe de que se aproximaban a España? Las flechas de la carretera señalaban, en las respectivas bifurcaciones, los sucesivos pueblos costeros: Port-Vendres, Collioure, Banyuls-sur-Mer…
Margot recordó que Machado estaba enterrado en Collioure. Le vinieron a la memoria algunos versos del poeta. Pero los guardó para sí, porque no quería «que una de las dos Españas le helara el corazón».
La visión del puesto fronterizo los turbó. Los tricornios de los guardias civiles —¡sorprendente paradoja!— les parecieron tan estrafalarios como los quepis de los gendarmes. Pero fue sólo un instante. Apenas se acercaron a ellos, la extrañeza se desvaneció. Y Rosy, al contemplar aquellos triángulos acharolados, se acordó de García Lorca, del retrato del poeta que vieron en París, junto a las obras de Lenin.
¡España! El coche empezó a brincar… Los baches de la carretera. ¿Cómo podía Julián no acordarse de don José María Boix? ¿Y qué ocurría? El paisaje se tornó áspero; las casas, pobres; las estaciones de ferrocarril daban pena; las calles de los pueblos, sin asfaltar. Sólo se erguían con cierta esbeltez algunos bellos campanarios y algunas masías. En cuanto a los tenduchos…
—Hay que ver… La guerra nos hizo polvo…
—Me das envidia, Julián —comentó Rosy—. ¿Es que los franceses no tuvieron su guerra?
Se detuvieron en Figueras, de aire más alegre, para repostar gasolina y tomarse un café. ¡Por fin podían tomar un exprés, y no aquellos «filtros» que les servían en París! Rogelio le dio al mozo de la gasolina cinco duros de propina y el muchacho palideció. Lo miró como diciendo: «¿Se habrá equivocado?».
—Ésa es la ventaja —opinó Rogelio apenas el coche reanudó su marcha—. Aquí, con dinco duros, todavía la gente cambia de color.
La llegada a Barcelona fue triunfal. «¡Barcelona…! ¡La Barcelona de nuestros amores!». Julián, al ver de lejos las torres de la Sagrada Familia no hizo ningún comentario sobre la obra de Gaudí…, pese a que la mayoría de colegas congresistas extranjeros —su sorpresa había sido mayúscula— hablaron de ella con fervorosa admiración.
Rogelio y Rosy dejaron a sus amigos en General Mitre y mientras se dirigían a la avenida Pearson, al encontrarse solos en el coche, ambos se entristecieron, sin motivo concreto para ello.
En General Mitre, Susana y Laureano les habían preparado a sus padres una pequeña sorpresa. Un cartelito en francés, colocado en el vestíbulo, que decía: Soyez les bienvenus!
—¡Queridos! Sois un encanto.
Anselmo y Felisa habían cuidado de subir el equipaje en el montacargas. Susana los ayudó, palpando las maletas y clasificando los paquetes de los regalos, entre los que figuraba un mechero en forma de tapón de champaña para Anselmo y, para Felisa, una torre Eiffel en miniatura, que se iluminaba como la Virgen del Pilar que Julián le había regalado a Manoli. Para Rosario habían comprado un bolso y una polvera, que le gustaron mucho.
—Los señores son muy buenos…
¡Sí, tuvieron suerte en la elección! Susana, al levantar la tapa de la cajita de Sèvres y oír la musiquilla… abrió de par en par los ojos. «¡La mejor! ¡La mejor de la colección!». Y al ver el libro El mundo de las mariposas, con fascinantes láminas a todo color, la muchacha se sentó en un sillón y dejó volar su fantasía…
En cuanto a Laureano, se extasió ante la caja de compases de fabricación alemana, que le sería de gran utilidad. Pero lo más señalado, lo más oportuno y concluyente, fue la guitarra…
Laureano, al verla, se quedó sin habla. Tomó en sus manos el instrumento. No sabía qué hacer con él. Primero acarició la madera, agradable al tacto, y al fin rasgueó las cuerdas, que sonaron primorosamente.
Repitió la operación. ¡Era un milagro!
—¡Eso es fantástico! ¡Fantástico! Fue idea tuya, ¿verdad, mamá?
—¡Bueno! En realidad, el regalo es de Rosy…
Julián simuló batir palmas y exclamó: «¡Olé!». Margot miró de reojo el piano de cola y le dedicó algo así como un nostálgico adiós. «¡Curioso! —pensó—. El duende andaluz le ha ganado la partida…».
En la avenida Pearson hubo también fortuna en la elección. El Gran Atlas histórico y geográfico encantó a Pedro, así como el resto de los libros y el cortapapeles de plata, con las iniciales del muchacho; y Carol se probó una y otra vez ante el espejo los pendientes y el brazalete y acunó repetidamente el gato pelusón que movía las pestañas y hacía «miau».
De pronto, Rogelio y Rosy miraron a Pedro.
—¡Oye! ¿Sabes que has crecido una barbaridad?
—Es que desde el patio del «colé» intentaba ver París…
No obstante, el mejor regalo fue el que Rogelio se hizo a sí mismo: la autosatisfacción. En todas partes el constructor empezó a fanfarronear de lo lindo, lo mismo en el despacho que en la nueva barbería que frecuentaba —barbería de lujo, abierta por un vasco llamado Aresti—, que en las fiestas que celebraban o en el Club de Polo. Aparte de exhibir las figuritas negras al trasluz, eróticas, que adquirió en Folies Bergère —y que al final fueron a parar a manos de Marilín—, el hombre no perdía ocasión de perorar.
—¡Está comprobado! Hay que salir por ahí y conocer mundo. Comédie Française, catacumbas, restaurantes chinos, el bueno de Churchill convertido en momia de cera… ¿Sabéis quién tuvo la idea de hacer confluir las avenidas en el Arco de Triunfo, en l’Étoile? Napoleón III… ¿Y alguno de vosotros ha visto una mujer conduciendo un taxi? Pues en París las hay a porrillo… ¡Rosy! Cuéntales lo de Rose Rouge, lo de aquel negro que tanto te gustó, que se contoneaba al ritmo del tan-tan…
Rosy se mostraba también eufórica. En una de las fiestas que organizaron se presentó luciendo un modelo Jacques Fath… Causó sensación. Ricardo Marín le dijo al c ido:
—¿Sabes, Rosy, que creo que Rogelio tiene razón? Os encuentro cambiados… Tú, por supuesto, has venido… ¿cómo diría yo?, con un barniz especial…
—¿De veras? Estás exagerando…
—¿Exagerando? —Ricardo Marín se acercó todavía más al oído de Rosy—: Lo que siento es no ser aquel negro de la Rose Rouge, que tanto te gustó…
¡Y lo que llegó a fanfarronear Rogelio en cuanto empezó a recibir —en eso la intervención del coronel Rivero fue decisiva— el material de construcción que había conseguido importar: excavadoras de línea dinosáurica, perforadoras, grúas gigantescas dirigidas por un solo hombre desde lo alto de una garita…!
—¿Qué? ¿Hay que estar al día o no? El que quiera prosperar, ¡que se dé una vuelta por ahí fuera! En Cosmos Viajes lo informarán…
En General Mitre el viaje, al parecer, había sido provechoso para todos, por lo que Beatriz, con su flamante chal sobre los hombros, se fue al Cristo de Lepanto a dar las gracias. Margot llevaba bien el embarazo y Julián había llegado repleto de ideas nuevas, faltándole tiempo para ponerlas en práctica. De una cosa se había cerciorado, con íntima satisfacción, el jefe del clan Vega y lo comentó con Claudio Roig: Aurelio Subirachs era uno de los pocos arquitectos españoles conocidos en el extranjero. Varios congresistas le hablaron de él con admiración. Por lo demás, Julián, al entrar en su taller, sintió que su concepto de la arquitectura se había enriquecido. Por ejemplo, comprendió la intención de la pregunta que le hizo Aurelio Subirachs el día en que se conocieron, pregunta que en aquella ocasión Julián supo esquivar con maestría: «¿podría la arquitectura concebirse como danza?». Así era, en efecto, especialmente con respecto a la relación espacio-tiempo. Se habló de ello en el Congreso, en una ponencia. El ponente —un noruego bajito y con un parche negro en un ojo— afirmó que un edificio empezaba «ocupando» con sus formas el espacio —que alguien denominó bellamente «la inmensa presencia»—, trazándole, a los ojos de quien miraba, unos limites; y con ello aprisionaba el tiempo, puesto que dicho edificio iba a permanecer allí. La danza, por su parte, efectuaba el mismo recorrido, sólo que a la inversa. La danza empezaba «ocupando» el tiempo —el que duraría la música—, para luego «aprisionar» el espacio mediante las formas que creaban en el aire los danzarines. Dicho paralelismo sedujo a Julián, cada día más convencido de que la arquitectura del futuro debía englobar —tesis de Aurelio Subirachs— a todas las artes.
Otra teoría que Julián asimiló fue la de la arquitectura como «orientación», sentido éste enraizado en el hombre con mucha anterioridad al de la propia vista. «El hombre primitivo —afirmó un arquitecto en el Congreso— primero se orientaba, luego tocaba y olía; sólo más tarde, al hacerse adulto, supo utilizar el ver, el gustar y el oír».
¿Especulaciones inútiles? Rogelio hubiera supuesto que sí… Pero Julián comprendió que nunca más elaboraría un proyecto sin tener en cuenta esos postulados. Por suerte, Margot, como queriéndole demostrar «que servía para algo más que para localizar las motas de polvo que pudiera haber en el taller», escuchó las explicaciones de su marido, y aunque no llegó a entenderlas del todo, intuyó —¡una vez más, gracias a la música!—, que debajo de ellas latía alguna verdad; a condición, claro está, de que luego en la práctica no lo mandaran todo al diablo y de no olvidar nunca la importancia del paisaje y de que la finalidad primordial de un edificio era que en él tenían que vivir seres humanos.
Laureano y Susana, al enterarse de que al término de unos meses iban a tener un hermanito, se quedaron perplejos. No se les había ocurrido semejante posibilidad. Margot, contestando al interrogatorio inevitable, les dijo, sonriendo levemente, que se había tomado unas pastillas —lo mismo que hizo para que ellos nacieran— y que su hermanito vivía ya en su vientre y que se alimentaba con los mismos alimentos que ella ingería. Los chicos no acababan de creerse lo de la pastilla, habida cuenta de que lo mismo Laureano que Susana habían captado noticias de que aquello no funcionaba así, de que su padre habría intervenido en algún sentido. Pero tampoco apuraron las preguntas, preocupados por el hecho de que su hermanito «viviera ya». «¿Podría respirar allá dentro?» —y miraban el vientre de Margot—. «¿Cómo sería?». «¿No tendría demasiado calor?». Laureano asistía con extraordinario respeto al progresivo abultamiento del vientre de su madre, quien le decía que si los niños se llevaban precisamente allí era porque aquel lugar estaba próximo al corazón. Lo curioso era que Susana había oído una vez en Can Abadal que los niños salían por el ombligo. Margot no la contradijo. Se limitó a decirle: «No te preocupes. Cuando llegue el momento, el doctor Trabal me ayudará, como me ayudó a que Laureano y tú vinierais al mundo».
Laureano hubiera querido saber si sería niño o niña, pero ése era otro misterio. «Yo creo que será niño —auguraba su madre—, pero lo mismo puede salir otra Susana, otra Susana pequeñita…».
Un día ésta le preguntó a Margot:
—Cuando el «peque» haya nacido no le querrás más que a nosotros, ¿verdad?
Margot soltó una carcajada.
—Yo no. Pero vais a ver como tú y Laureano le queréis más que a mí…
Rosy sentía un poco de envidia, aunque el doctor Martorell la animaba diciendo: «El día menos pensado usted también dirá: “¡que me he tomado la pastillita!”». Julián, feliz, había comunicado la noticia a Granada, recibiendo una carta de sus padres y un telegrama de su hermano Manolo, en las que unos y otro le daban la enhorabuena. Quedaba entendido que si era niña la madrina sería «tía Mari-Tere», que se estaba espabilando y era ya locutora en Radio Granada.
El embarazo de Margot trajo sobre el tapete el problema de la revelación de la pubertad en las chicas, que había provocado, entre las que componían la «pandilla», reacciones muy distintas según fue produciéndose. Lo de Cuchy —la hija de Ricardo Marín y Merche— fue muy precoz y, según contó la chica en el Liceo Francés, se lo había advertido con mucha antelación, y con su característica flema, su madre. «Cuchy —le dijo Merche, tal vez acordándose una vez más de que se había educado en Londres—, cualquier día vas a tener esto y lo otro. No te asustes, es lo normal». Cuchy, que llevaba cola de caballo y estaba muy satisfecha de ser pecosa, sorprendida al principio, luego comentó: «¡Vaya! No sabía yo eso». Y llegado el momento no se asustó. Más bien experimentó una imprecisable migaja de orgullo.
Lo de Carol ocurrió de otro modo. Rosy ni siquiera pensaba en ello, de modo que quien cuidó de informar a la chica —muy poco antes de dejar la avenida Pearson— fue Montserrat, la institutriz. Carol, curiosilla y pizpireta, que metía constantemente la nariz en todos los rincones de la casa, un día fisgó en el cuarto de baño de una de las criadas y vio en un rincón un paño manchado de sangre. Le faltó tiempo para comunicárselo a Montserrat, temiendo que a la sirvienta, siempre un tanto demacrada, le ocurriese «algo malo». La institutriz se lo explicó. De momento, a Carol le hizo gracia. «¿Así que…?». Pero, llegado el momento, sufrió tales dolores y tan fuertes, que dramatizó la cuestión. Temió que Montserrat la hubiese engañado y se refugió en su madre, la cual logró tranquilizarla. «No, hija, no, nada de engaños. Montserrat te dijo la verdad. No estás enferma, nada de eso. Lo que pasa es que hay niñas que padecen mucho y otras no. Pero estáte tranquila. No es nada».
Susana se enteró por boca de Margot mucho antes de lo necesario. Y es que Julián no cesaba de instar a su mujer: «Anda, cuéntaselo ya. En Granada a mis hermanas las pilló de improviso, porque mi madre no quería tocar esa cuestión, y por esa bobada se llevaron un gran susto». Susana se quedó boquiabierta, y por un momento su inquisitivo cerebro pretendió asociar el hecho con otros misterios que presentía existían en el mundo de los mayores; pero su inocencia cuidó de que ello no prosperara. De modo que se limitó a comentar: «¡Qué gracioso! A Laureano y a Pedro empieza a crecerles pelusilla en el bigote…».
El «mundo de los mayores»… Al respecto, Susana había vivido una experiencia traumatizante, de impacto más duradero que si hubiera visto el nacimiento de unos cuantos conejitos o cerditos en Can Abadal. Ello ocurrió durante el verano, después que aprobara el segundo curso. Una tarde en que se decidió a llevar flores al cementerio cercano —sobre todo le gustaba depositarlas en las lápidas de los niños—, en una vuelta del camino, solitario camino bajo un sol abrasador, vio a un hombre de edad imprecisable, de pie, quieto, apoyado en una bicicleta. Susana avanzó tranquila hasta que, al llegar frente a él, oyó que el hombre decía: «Pssssssst… ¡Mira lo que tengo!». Susana miró, y vio que el hombre se había desabrochado y exhibía su agresiva virilidad.
La chica pegó un grito de espanto y de asco, y no supo si echar a correr hacia el cementerio, que parecía estar aguardándola en lo alto de la cuesta, o volver grupas hacia la masía. Optó por eso último y regresó huyendo con todas sus fuerzas, temerosa de que la bicicleta la persiguiera, y presa de un llanto que se confundía con el canto de las chicharras ocultas en los árboles.
Al llegar a Can Abadal… encontró desiertos el jardín y el pórtico. ¡Todo el mundo dormía la siesta! Pero ella necesitaba protección. Fue a la cocina y encontró a Rosario. Se echó en sus brazos sollozando y le explicó. La sirvienta quería llamar a los señores. «Ven. Ven conmigo…». Pero Susana, inesperadamente, reaccionó. «No, no quiero…». Le daba vergüenza. «Déjalo. Ya estoy tranquila. Luego se lo contaré a mamá».
Pero luego no se lo contó ni a Margot ni a nadie. Lo guardó para si, como si fuese una cajita que contuviera un pecado.
Entre los chicos, la revelación de la pubertad se produjo con más llaneza, a caballo del instinto, pero adquirió matices más histriónicos, por cuanto corrió pareja con el descubrimiento de la unión sexual hombre-mujer. Andrés Puig, el hijo del joyero, cuidó de decirles uno a uno: «¡Hay quien llega tarde a los entierros! Mejor dicho, a los bautizos…». Y riéndose, les proporcionó la oportunidad de contemplar, no ya estampas de mujeres desnudas, como antaño, sino unas láminas de anatomía que había conseguido en una librería de lance y que ilustraban con perfecta claridad la función de los órganos masculino y femenino y la consumación del acto sexual.
Las reacciones fueron también múltiples, de acuerdo al temperamento de cada cual. A Marcos, hijo de Aurelio Subirachs y compañero de Susana en el Liceo Francés, le dio por bajarse del limbo pictórico en que solía vivir y por espiar a sus padres. Aurelio barbotaba: «¿Qué le pasa a ese mocoso? ¿Tenemos monos en la cara?». Varias veces él y su mujer, Antonia, lo sorprendieron rondando la alcoba conyugal, donde había un retablo de la Virgen con el Niño Jesús en brazos «Pero ¿puede saberse lo que estás haciendo?». «¡Nada! ¡Nada! Me gusta saber que nací aquí…». Y entre avergonzado y sonriente señalaba el lecho.
Alfredo, el hijo mayor del ginecólogo doctor Trabal, que no quería exhibirse, enamorado de la modestia y tan friolero que siempre llevaba una bufanda, debido a la profesión de su padre se había familiarizado antes que los demás con los recovecos de la realidad. Sabía bastante, pero no alardeaba de ello. Sin causa aparente que lo motivara, le interesaban los problemas de la esterilidad. Sabía que muchas parejas de casados acudían a la consulta de su padre porque querían tener hijos y no lo lograban. Era un chico sano, bien dotado por la naturaleza, con los dientes un poco salidos como si quisiera morder. Le preocupaba que muchos hombres de apariencia fuerte «no sirvieran» para tener hijos, y por ello se alegraba si él conseguía «gozar» soñando, o insistía en el pecado solitario. Si en el Liceo Francés rozaba a una chica —a Susana, a Cuchy, a Carol, a la que fuese—, se estremecía de forma completamente exagerada.
Laureano y Pedro sintieron otra vez la mordedura de la sensualidad, en esa ocasión con mucha más fuerza que cuando, años antes, se desahogaban en los urinarios del colegio. Se dieron cuenta de todo lo que significaba que el cuerpo de la mujer no hubiera sido hecho únicamente para ser contemplado, sino para buscar su contacto y procurarse placer. Entonces comprendieron por qué los tensos senos de Montserrat los habían subyugado durante tanto tiempo. Comenzó para ellos otro largo período de desazón, puesto que sus instintos chocaban con los anatemas que el padre Sureda, en el Colegio de Jesús, y mosén Castelló, en las visitas a la familia, continuaban haciendo gravitar sobre sus cerebros. ¡La castidad! ¡La pureza! «Antes que ceder era preferible lanzarse a un campo de ortigas». ¿Cómo hacerlo? Las playas de Arenys de Mar, cumpliéndose con ello los augurios de Rogelio, comenzaban a salpicarse en verano de muchachas llegadas de no se sabía dónde, que empezaban a usar bikinis y que al salir del agua parecían ofrecerles con absoluta generosidad su turgente carne. Y algo semejante ocurría en Can Abadal, en cuyos alrededores se instalaban algunos campings coloristas, en los que grupos de familias francesas vivían en promiscuidad, sin rubores de ninguna clase, las prendas íntimas puestas a secar, las chicas saliendo de las tiendas de campaña retando con sus formas al sol y a los deseos de los dos muchachos.
Terrible forcejeo que les ocupaba el pensamiento y que se traducía en diálogos breves, en frases alusivas, en miradas furtivas o descaradas, según la ocasión. Laureano y Pedro inventaron un argot para su uso particular, que pidieron prestado a las aficiones automovilísticas de Andrés Puig y de Cuchy. «¡Fíjate! ¡Un Chevrolet!». «¡Sí! ¡Menuda carrocería…!». «¡Atención! ¡Allá va un descapotable!». «¡Mi madre! No me costaría nada apretar el acelerador…».
No decían «mamá», sino «madre», y ello era todo un símbolo. En el cine se ponían nerviosos. «¡Hala! ¡Eso es besar y no lo que hacen las abuelitas!». «¡Maldita sea! ¿Por qué lo habrán cortado?».
Cuchy advirtió lo que les ocurría. «Cuidado, que pertenecéis a las congregaciones marianas…». «Oye, preciosa… ¿por qué no te vas con tus amiguitas? Quieren jugar a la gallinita ciega y les haces falta».
Laureano había de tardar mucho en vivir su primera experiencia personal. Era, en el Colegio de Jesús, el Encargado de Deportes —lo que mejor se le daba era correr y, sobre todo, patinar, patinar sobre ruedas—, pero ello no le impedía, sino todo lo contrario, ver redondeces por todas partes. Incluso al tocar la guitarra, a veces acariciaba la madera pulida y las curvas del instrumento con lenta delectación. Su profesor, Pepe Morales, le decía: «¿Estás dormido, o qué?».
Pedro, en cambio, que en el Colegio era nada menos que brigadier, es decir, algo así como el Delegado de Piedad, pronto pudo presumir de veterano… En el jadeante universo de la especie lo sucedido hubiera podido emparentarse con la agresión que Susana sufrió en Can Abadal. En «Torre Ventura», una mañana caliente en que toda la familia había salido con la barca motora de Rogelio a comprobar que las playas próximas empezaban a saturarse de turistas —algunos de ellos, llegados a través de Cosmos Viajes—, de pronto, al dirigirse a la piscina llevando sólo un minúsculo slip, el muchacho vio a una de las sirvientas, recién llegada, que estaba en una esquina del pasillo abanicándose con su delantal blanco. Se llamaba Trini y al verse sorprendida por Pedro exclamó:
—¡Uf, qué calor…!
Pedro se quedó clavado a un paso de la sirvienta. Ésta, entonces, se movió como si algo le escociera en el cuerpo. «¡Qué calor!», repitió, al tiempo que movía la cabeza como si le faltase el aire.
Pedro parecía una estatua. La casa estaba silenciosa. ¿Qué ocurría? Trini miró un momento, con rapidez, el slip de Pedro, lo que éste advirtió. Y a continuación fijó con expresión indefinible sus ojos en los del muchacho.
Dominado por una inmensa timidez, Pedro no se movía. De pronto, Trini, sin pronunciar una sílaba, se humedeció con la lengua los labios. Pedro no supo lo que le ocurrió. Le ganó un ímpetu incontenible, echó una ojeada a ambos lados del desierto pasillo y acto seguido se acercó a Trini, que reculó hasta ponerse de espaldas a la pared. Una vez allí movió el busto. Entonces Pedro se le acercó más aún y la besó con todo su poder. Ella actuó con lenta malicia, rodeándole el cuello con los brazos y apretándose contra él. Pedro, aunque con torpeza, consiguió desabrocharle un par de botones de la bata, gracias a lo cual por primera vez tocó los pechos, temblorosos, de una mujer. Fue un minuto salvaje y triunfal, al término del cual a Pedro le pareció oír un ruido, por lo que se separó bruscamente de Trini y echando a correr salió fuera y se zambulló en la piscina.
Nadó largo rato, como queriendo embriagarse. Sentíase extremadamente confuso y excitado. Ya fuera del agua, se sentó en una de las verdes butacas de mimbre y se prometió a sí mismo guardar el secreto, no comunicarle a nadie lo sucedido.
Y sin embargo, pronto tuvo conciencia de que le sería imposible. A la hora del almuerzo su estado de ánimo había cambiado por completo. Estaba eufórico. Tanto, que aquella misma tarde se fue a Can Abadal, porque necesitaba franquearse con alguien, y ese alguien tenía que ser Laureano.
En efecto, lo llamó aparte y se lo contó todo… ¡exagerando mucho! Sin dejar de reírse. «¿Qué te parece? —repetía una y otra vez—. ¡Trini! Y nadie nos descubrió…».
Laureano, que escuchó con avidez el relato, tuvo luego una extraña reacción. Sintió una envidia punzante de su amigo. ¿Cuándo le llegaría a él la oportunidad? Y a continuación, y sin venir a cuento, recordó a su madre en bañador… ¿Por qué a su madre? Fue sólo un segundo, pero lo suficiente para quedarse cabizbajo, mordiendo una brizna de hierba. Por fortuna, instantes después evocó la figura de Cuchy, con su cola de caballo y sus pecas, saliendo del agua en la playa de Caldetas, donde ella veraneaba con sus padres… Aquello lo liberó y le dio fuerzas para reírse lo mismo que Pedro, para sintonizar con él. «Conque Trini, ¿eh? ¡Un Rolls-Royce!». Las chicharras, ocultas en los árboles, no cesaban de cantar.
La palabra «monotonía» no rezaba para ellos. Estudiaban el bachillerato, cruzaban la edad puente y daban pábulo a toda clase de sorpresas. No podía decirse que formaran un grupo compacto, por cuanto, aparte de las diferencias de edad estudiaban en lugares distintos. Andrés Puig y Sergio, que eran mayores, preparaban en una academia el examen de Estado, requisito previo para el ingreso en la Universidad.
Luego, exceptuando a Pedro y Laureano, que continuaban siendo uña y carne, los demás cambiaban de «amigo íntimo» o de «amiga íntima» como el conde de Vilalta cambiaba de corbata o Rogelio de tirantes. Las afinidades electivas lo mismo podían durar dos meses que un día.
Los temperamentos, por supuesto, eran diversos como la luz en cualquier febrerillo loco. Y lo mismo cabía decir de sus aficiones y vocación. Beatriz y Margot se empeñaban, por ejemplo, en que Susana tenía vocación para la medicina. ¿Y por qué? Por razones minúsculas, como estar siempre dispuesta a cuidar de quienquiera que cayese enfermo en la casa o por haber gritado: «¡maravilloso!» un día que miró a través de un microscopio. Pero lo cierto era qué la chica continuaba obediente y dócil «venida al mundo como para ser una oración». En realidad, quizá lo único que podía llamar la atención fue la reacción, verdaderamente aparatosa, de la muchacha a raíz de algo que ocurrió en la playa de Arenys una mañana en que ella había ido a «Torre Ventura». Una niña había perdido pie, como con frecuencia le ocurría a Rogelio, y estuvo a punto de ahogarse. Dos muchachos consiguieron sacarla del agua y depositarla sobre la arena; pero estaba como muerta. Nadie sabía qué hacer hasta que un médico joven que andaba por allí se acercó corriendo y le hizo la respiración artificial, boca a boca. La niña no reaccionaba y todo el mundo aguardaba expectante. Por fin, cuando el desánimo era total, la niña movió un poco la cabeza. Se produjo una explosión de alegría. El médico siguió luchando y logró salvarla. Los padres de la criatura, que llegaron en ese momento, se abalanzaron sobre el joven doctor y lo estrujaron, vertiendo lágrimas de gratitud. Y el médico se limitó a decir: «Vamos, vamos… No ha pasado nada. Llévensela y acuéstenla». A los dos días, la niña se paseaba tranquila, exhibiendo un lacito en el pelo.
La escena impresionó de tal modo a Susana que durante muchos días la muchacha se sintió incapaz de abordar otro tema. El joven médico se convirtió para ella en el más grande de los héroes, y el beso que dio a la niña se le antojó la más hermosa hazaña que podía llevarse a cabo en este mundo.
—¿Te das cuenta, mamá? ¡Devolver la vida con un beso! Y sólo dijo: «Vamos, vamos… No ha pasado nada».
Laureano comentó:
—Claro… ¿qué iba a decir? Es su profesión, ¿no?
Susana le replicó:
—Peor para ti, Laureano, si no das importancia a esas cosas…
En cambio, y pese a sus sucesivos bandazos, parecía bastante más segura la vocación de Laureano. El chico soñaba con ser arquitecto. Todo indicaba que ésa iba a ser su línea y que no se apartaría de ella. El prestigio de su padre; el impacto ocasionado por una conferencia que éste dio al regreso del Congreso de París; los hoteles que Julián construía al alimón con Aurelio Subirachs; los rumores dé que iban a encargarle el proyecto del nuevo estadio para el Club de Fútbol Barcelona —Rogelio porfiaba tesoneramente para llevar adelante la gestión—, habían ido dándole al muchacho, poco a poco, la medida exacta de hasta qué punto aquella profesión, aun cuando no tuviese por objetivo salvar la vida del prójimo, podía ser bella… y eficaz.
Julián asistía con gozo a esa evolución del muchacho. Y lo cierto es que no quiso presionarlo. Nunca le dijo: «Ven, ven al taller y verás lo que estoy haciendo». Laureano era el primero en llamar a la puerta del ático de Balmes y preguntar: «¿Te interrumpo?». Eso hacía feliz a Julián, y le confería autoridad moral para extender sobre el tablero el último plano terminado y explicarle a su hijo cuál había sido su propósito al elaborarlo y cuáles las dificultades que tuvo que vencer.
Laureano, en el colegio, a partir del tercer curso, y tal vez sin darse cuenta, orientó sus esfuerzos en esa dirección. Estudiaba «sólo para aprobar» las materias que luego no iban a serle necesarias; en cambio, se volcaba en aquellas que, una vez en la Facultad, le serían básicas —geometría, dibujo, física, etcétera—, algunas de las cuales, por cierto, le exigían mucho ánimo y mucha voluntad, pues, al revés de lo que le ocurría a Pedro con las asignaturas de Letras, no le resultaban precisamente fáciles, sino todo lo contrario.
¡Pedro! He aquí un caso singular. Cierto que solía hablar de «Filo» y que por una línea bien escrita hubiera dado todas las ecuaciones del mundo y todos los dibujos geométricos; pero él, pensando en su padre —y en Laureano—, quería también adscribirse a la carrera de arquitecto. No obstante, Alejo Espriu, que a raíz del secreto de los meublés era el único que se atrevía a cantarle las cuarenta a Rogelio —por cierto, que en uno de dichos meublés había hecho agujerear un tabique para poder contemplar lo que ocurría en la habitación contigua—, le decía a su jefe, pariente y protector:
—Como me llamo Alejo Espriu que lo de tu hijo no va por donde supones. Soy tu abogado, Rogelio, lo que permite deducir que me olí la Universidad. Pues bien, te digo que, te pongas como te pongas, Pedro, de arquitecto, ¡ni pum! A lo que ese muchacho aspira es a escribir. ¿Tostones filosóficos? ¿Periodismo? No lo sé. ¿No has visto el estirón que ha dado, que parece ya una pluma estilográfica? Lo cual, por otra parte, le ha curado de complejos y le permite jugar muy bien al baloncesto. Pero no veo que pueda aportar nada a «Construcciones Ventura, S. A.»…, como no sea un estudio tipo teutónico sobre las combinaciones que en ella pueden hacerse para estrangular a los intermediarios.
Rogelio se quedaba pensativo.
—¡Pues sí que estamos apañados! Entonces, nada del fíat voluntas túa, ¿verdad?
Andrés Puig y Cuchy se pasaban el día hablando de automóviles, y Andrés, aun faltándole año y medio para poder tener carnet, conducía que era un primor. Julián decía de ellos: «Su suerte está echada. Morirán estrellados». Andrés continuaba diciendo que su máxima aspiración era seguir siendo hijo del joyero señor Puig, ya que de ese modo lo pasaba fetén, y Cuchy se escudaba tras su gracia y su picardía, y cuando se le hablaba del porvenir se anticipaba a todas las objeciones, como siempre: «¡No me lo digáis! Soy un desastre. Claro que… saco mis buenas matrículas, ¿no es cierto?».
Carol continuaba pirrándose por todo lo que fuera baile, y estaba empeñada en hacer bailar a Kris. Acababa de descubrir el tocadiscos —su condiscípulo Alfredo Trabal tenía uno— ¡y el descubrimiento era fenómeno! Lo ponían a todo volumen, especialmente el rock and roll y la bossa nova, y cuando todo el mundo estaba agotado Carol continuaba moviéndose como al empezar. ¡Tenía el cuerpo tan pequeñito y tan ágil! «¡Eso, eso es música! ¿Bailáis o no bailáis? ¡Pues me las arreglaré sólita!». Y la chica, bajita y morena, plantaba los pies en el suelo, se contemplaba la cintura y empezaba a retorcerse como una serpiente y no como un gatito pelusón que hiciera «miau». Quería aprender a tocar la armónica, que le aportaba nostalgias de no se sabía qué películas de guerra o de paz. Y a la pregunta: «¿qué harás después del bachillerato?» contestaba: «¡Bastante tendré si consigo llegar al final en ese dichoso Liceo Francés! Y si lo consigo, buscaré en qué altar casan a la gente a base de fondo de música moderna».
Los diálogos entre Aurelio Subirachs y su segundo hijo, Marcos, eran breves y parecían calcados de La Codorniz, revista que Marcos leía con fruición, pues en el fondo todo continuaba dándole náuseas —y a veces se lo tomaba por el lado humorístico—, excepto la alcoba conyugal y los tubos de pintura.
—¿Y tú qué quieres pintar, hijo?
—Yo no quiero pintar, papá. Yo quiero poner colores.
—¡No me digas!
—Pues te digo.
—Entonces, lo figurativo no te va…
—No es que no me vaya, es que no existe. Un árbol o un hombre, vistos a distancia —y yo todo lo veo a distancia— son dos manchas, no dos formas.
—¿Así, pues, después del bachillerato?
—Te obedeceré, porque no soy más que uno de los pimpantes chalés que tú has construido; pero, por mi gusto, a poner colores… ¡Claro que puedo cambiar de opinión!
Aurelio Subirachs, el famoso, se acariciaba los bigotes de foca, entre otras razones porque el rector del Seminario le escribía cada trimestre, inevitablemente: «Su hijo Rafael es buen estudiante, pero continúa haciendo caso omiso de la obediencia… ¡Y la obediencia, ya lo sabe usted, es fundamental en la Iglesia!».
Fundamental… ¿Qué era lo fundamental? Quizá, para la «pandilla», lo fuera Sergio… ¡Sergio, hijo del sudoroso Jaime Amades y Charito! Ya no llevaba rapada la cabeza, sino el pelo cortado a cepillo; pero todos se la habían visto y habían comprobado que era poderosa: la cabeza de un ser pensante. Era, sin discusión, el líder nato del clan, como ahora, con su guitarra y su voz, Laureano lo era de la «rondalla» del Colegio de Jesús…
La atracción ejercida por Sergio radicaba en lo que Susana advirtió al conocerle: era el mayor de todos ellos, hablaba pausadamente, no bromeaba nunca… y se llamaba Sergio. Más aún, se merecía llevar ese nombre. No porque se hiciera el misterioso, sino porque lo era. No es que se hiciera el solitario; le gustaba el aislamiento. Vestía sahariana de cuero, pantalón gris y calzaba zapatos de goma, silenciosos. Siempre así.
Sólo se reunía con los demás al aire libre —le gustaba pasear, sobre todo por las Ramblas o por el parque Güell—, o en alguna cafetería. Si lo invitaban a la avenida Pearson, declinaba la invitación: «No me gustan los palacios con perro guardián». Si lo invitaban a casa de Cuchy, que vivía en una espléndida mansión en la Diagonal, rechazaba igualmente: «Demasiados criados». Un par de veces accedió a subir al piso de General Mitre, lo que Laureano y Susana le agradecieron. Al enterarse de que Anselmo fue pastor, comentó: «Seguro que sabe más que todos nosotros».
Su afición era el cine. Estudiaría Derecho, pero al mismo tiempo quería hacer cine. «¿Cine detectivesco?». «No». «¿Cine publicitario, para ayudar a tu padre?». «¡De ningún modo! Todo lo relacionado con la publicidad es inmoral».
Ésa era una de las tragedias de Jaime Amades. Ahora que su despegue, partiendo de la Agencia Cosmos y de los monigotes gordinflones, empezaba a ser también vertiginoso —el hombre se había refinado un poco y hasta tenía menos asma—, su hijo sostenía la tesis de que despertar las necesidades o concupiscencias de la gente a base de slogans y demás era inmoral, porque consistía en presionar sus cerebros, los cuales, por ignorancia, estaban absolutamente indefensos. Así que nada de cine publicitario.
—Entonces ¿crees que tu padre es inmoral?
Sergio contestaba, sin asomo de duda:
—Sí.
Misterio. Uno más de los que singularizaban a Sergio y que forzaba a los demás a reflexionar. ¿Por qué era inmoral la Agencia Hércules y lo era la publicidad? ¿Y el emblema de Cosmos Viajes, que tanto gustaba a Montserrat? ¿Y los letreros luminosos, pues, que había por todas partes? ¿Qué podía haber de malo en algo que guiñaba el ojo, que alegraba la ciudad, que la salpicaba de colorido?
Pedro a veces se preguntaba si Sergio no querría hacerse el interesante. Pero los demás se ponían en contra. «¿Por qué? Él es así. A lo mejor algún día se explica mejor y nos convence».
Otra particularidad de Sergio era que tenía «otros amigos» al margen de aquella pequeña tribu. Varias veces lo habían visto con una pandilla de chicos mayores que él, que parecían salidos del barrio chino. Y con alguna chica de aspecto raro, un tanto varonil. Cuchy estaba intrigadísima con esa cuestión.
—No lo entiendo. ¡Psé! Yo creo que nos miente y que están haciendo una película de gángsters…
Susana objetaba:
—No digas tonterías. Una película debe de costar mucho dinero.
—¡Toma! —subrayaba Andrés.
¿En qué sentido influía Sergio sobre el clan? No era fácil precisarlo. No quería ser «hijo de papá» y llevaba tiempo declarando que, en cuanto hubiera aprobado el examen de Estado, haría un largo viaje ¡en auto-stop! «Saldré de Barcelona y me iré a París. Y luego, si puedo, llegaré hasta Suecia».
Suecia… Laureano miraba la sahariana de cuero de Sergio y pensaba: «No me extrañaría que se fuera al Polo Norte».
Sergio les hablaba de la pobreza. Excepto Andrés, que algunas veces lo había acompañado, porque en el fondo, sin darse cuenta, disfrutaba viendo lo mal que la gente vivía, los demás sólo conocían de Barcelona lo ya sabido, el centro, los alrededores de los colegios, el Tibidabo, etcétera, pero nada de los barrios infrahumanos, de las alcantarillas y demás. Muchos de ellos no habían estado nunca ni siquiera en ningún cementerio, en uno de los cuales, según Sergio, un hombre había enterrado ya en un nicho su propia pierna —habían tenido que amputársela— y allá, de vez en cuando, iba a depositar unas flores.
Pedro continuaba pinchándolo:
—¿Entonces, tú, por qué te has mudado con tus padres y vives ahora en la rambla de Cataluña?
Sergio respondía:
—Porque soy menor de edad. Si me marchara, la policía me cogería de una oreja y me devolvería a casa…
Marcos se atrevía a intervenir.
—Pues no veo que puedas marcharte en auto-stop…
—¡Bueno! Eso es otra cosa. Ya me las arreglaré.
También les hablaba de religión.
—¿Qué? ¿Ya os habéis confesado? Hoy es sábado… Mea culpa, mea culpa, ¡y hala, la absolución! ¿Alguno de vosotros puede explicarme el evangelio del mayordomo y el hombre rico? Porque, vamos… Eso de alabar al mayordomo porque robando demostró ser astuto… Por cierto, si Dios está en todas partes, ya está en la Hostia antes de consagrar, ¿no?
En general, ése era el tema menos grato a su auditorio, que también por cuenta propia se formulaba sus preguntas. Susana, especialmente, se enfrentaba con Sergio: «Oye, deja ese asunto, por favor…». «Perdona, Susana. Yo siempre digo lo que siento, ya lo sabes… No quise ofenderte».
Eso era lo bueno —o lo astuto— de Sergio: sabía detenerse a tiempo. En el fondo era tan educado como los demás, pero no quería resignarse a contemplar el mundo por un solo agujero, como Alejo a través de uno de los tabiques en el meublé. Y, desde luego, lo molestaban los convencionalismos. Si alguna vez su padre lo obligaba a asistir a una fiesta de sociedad, de pronto miraba en torno y decía: «Magnífico, ¿verdad? Hay que reconocer que no hay nada como el esmoquin…». Y poco después: «¡Caray con las señoras! ¡Cómo les gusta la pastelería!».
Sin embargo, cabe decir que la presión del muchacho no era continua ni total. De pronto se pasaban un mes sin verle el pelo. Entonces, excepto Cuchy, que estaba enamorada de él como una loca, empezaban a olvidar muchas de las cosas que les había dicho. El instante que vivían los absorbía, porque era completo en sí, y se sumergían otra vez en el ambiente habitual. Sólo de repente alguien preguntaba: «¿Dónde se habrá metido Sergio?». Andrés se cuidaba de contestar: «Como siempre. Estudiando como un bestia… De su cuarto a la academia, y de la academia a su cuarto… ¡Con las chavalas que hay por ahí!».
Beatriz, que en la tienda había conocido al muchacho, y que sabía que su madre había salido del Paralelo, un día les dijo a Laureano y Susana: «Ese chico no me gusta. ¿Estáis seguros de que cree en Dios?». Susana replicó, con acento grave: «No lo sé, abuelita… No lo sé. ¡Pero nosotros sí creemos! ¿No te basta con eso?». Beatriz miró a la parejita y comprendió que, por lo menos de momento, podía estar tranquila.
Y no se equivocaba. Hasta la fecha, el líder de la colmena infantil no era sino eso: una suerte de melodía de fondo de aquellos cerebros que, por cruzar el umbral de la vida, se dejaban fascinar por todo lo que fuera insólito. Pero su misma inestabilidad ejercía de antídoto. En efecto, «aquello» que parecía que iba a marcarlos para siempre, era reemplazado fácilmente por cualquier cosa; con frecuencia por una minucia.