CAPÍTULO XIX

LA ESTANCIA DE LOS VIAJEROS en París discurrió en tres planos distintos. Uno, los trabajos del Congreso y las visitas a la Exposición de Material para la Construcción, a los que asistían exclusivamente Julián y Rogelio. Otro, el inagotable vagabundeo por la ciudad, que efectuaban por cuenta propia, o acompañados por Chantal, Rosy y Margot. Otro, las salidas que, sobre todo de noche, las dos parejas efectuaban al alimón.

El Congreso Internacional de Urbanismo, al igual que la exposición adjunta, interesaron sobremanera a los dos hombres. ¡Cuánto aprendieron! El solo hecho de convivir con colegas de veintidós países distintos les descubrió un mundo nuevo. Y al margen de esto, había las ponencias —muchas de ellas con diapositivas y traducción simultánea— y la impresionante exhibición de bulldozzers, de nuevas excavadoras, de grúas gigantescas, de cristales atérmicos, de carpintería de aluminio… Rogelio, pensando en «Construcciones Ventura, S. A.» y en la Agencia Cosmos, era un vendaval acaparando folletos y ocupándose de la posible importación a España de tanta maravilla. Por su parte, Julián se quedó boquiabierto ante una serie de maquetas y proyectos que presentaron los arquitectos escandinavos, brasileños y norteamericanos. ¡Ah, la técnica, que tanto asustaba a Margot… y que a veces lo obligaba a llegar tarde a cenar! ¿Cómo dudar de que iba a revolucionar la vida del hombre? Las ciudades del futuro serían una pura quimera. Un arquitecto alemán apuntó incluso la posibilidad de construir ciudades en el mar…

—Pero ¿te das cuenta? —le decía Julián a Rogelio, entusiasmado—. Las puertas se abrirán por sí solas. Las fachadas podrán ser de cobre. Un par de pivotes sostendrán edificios de veinte pisos. ¡O échale lo que quieras! ¡Qué barbaridad!

Rogelio enarcaba las cejas y ponía cara de chiquillo travieso.

—Y estamos en los comienzos, amigo…

—¿En los comienzos? Yo ya no sé dónde empieza esto y dónde acaba. ¿Oíste a ese tío finlandés? Urbanización comunitaria, a base de solarios, piscinas, pistas de tenis, parques infantiles, monorraíles interurbanos y aparcamientos aéreos… Y el italiano ese de las gafas negras, partidario de que los helicópteros se posen en las azoteas.

—¡Pues claro que sí! —rubricaba Rogelio—. Lo que no entiendo es por qué te preocupas… ¡Haremos lo posible para estar al día!

—No digas tonterías…

—¿Por qué? También nuestras empresas están sólo en los comienzos. ¡No te olvides de hombres como Ricardo Marín!

Julián movía con escepticismo la cabeza.

—No creo que tengamos nada que hacer… El asunto es complicado. Cuando nuestras fachadas sean de cobre y nuestras puertas se abran por sí solas, esa gente se habrá sacado ya de la manga otras muchas cosas.

—¡Ah, eso depende de los hombres como tú, Julián…! ¿O va a resultar que, en el reparto, a los españoles nos tocó el género idiota?

—¡No, no, nada de eso…! Precisamente lo que me sorprende es que, en apariencia, no veo su superioridad por ningún lado. Pero ¡qué sé yo! —Julián reflexionaba. Pesaba sobre él la sombra de tres arquitectos españoles, exiliados como Juan Ferrer, que se habían nacionalizado chilenos y que presentaron un trabajo espectacular sobre la necesidad del diseño industrial—. De momento, trago saliva, nada más.

Rogelio se encogió de hombros.

—Me parece una bobada empeñarse en sacar conclusiones tan de prisa. Aquí lo que hay que hacer es continuar con los ojos abiertos y comprar todo el material que podamos. Luego, en Barcelona, con calma, procuraremos digerir todo esto…

Julián estaba empeñado en descubrir dónde estaba el fallo de los españoles. Especuló sobre la falta de investigación, sobre el individualismo, sobre el hecho de que todo el mundo se considerase sabio sin haber hecho nada, etcétera. Rogelio lo interrumpió.

—Algo habrá de eso, desde luego —dijo—. Sin embargo, a mi entender el fallo principal está en algo mucho más sencillo: lo que a nosotros nos falla son nuestras mujeres.

Julián se quedó estupefacto, aunque no pudo menos de recordar la frase de Juan Ferrer: «En Francia las mujeres trabajan como los hombres».

—No digas tonterías —replicó.

—No hay vuelta de hoja —insistió Rogelio—. Lo habrás comprobado como yo. ¿Cuántas mujeres españolas, arquitectos, hay en este Congreso? Ninguna… Extranjeras, veintisiete. Me he informado. Y aparte de eso, nuestras queridas esposas que nos han acompañado, y las de nuestros queridos compatriotas, ¿qué están haciendo en París, eh? Ni siquiera se han tomado la molestia de visitar la exposición… Se pasan el día deambulando por su cuenta y asegurando que eso de la elegancia de las mujeres de París es un cuento.

Julián no tuvo más remedio que dar varias fuertes chupadas a la pipa. Ciertamente, ¿qué hacían Rosy y Margot? Habían dicho: «los grandes almacenes…». ¡Claro que habían hecho algo más! Se habían encaprichado con las esculturas del Louvre —lo que sorprendió agradablemente a Chantal— y se pasaron allí una mañana entera. Y otra en el Museo Guimet. Y habían visitado a no sé cuántos anticuarios —¡no podía ser de otro modo!— y una tarde fueron a la Comédie Française, a ver a Jean Louis Barrault. Pero en fin, tampoco habían asomado la nariz por el Congreso. Por lo demás, muchas de las esposas de los arquitectos extranjeros eran delineantes, decoradoras, ¡e incluso ayudantes de obra o técnicos de la construcción! Es decir, colaboraban con sus maridos en su propia profesión.

Julián, de pronto, reaccionó… ¿Iría a censurar a Margot? Ella lo había ayudado mucho, desde el primer día, ordenando su pensamiento y su vida y precaviéndolo contra todo lo que pudiera dañarle. Y estuvo con él a las buenas y a las malas. En un rapto, deseoso de hacer justicia, habló de eso; pero he aquí que tropezó con la sonrisa de Rogelio.

—Desengáñate, Julián —dijo éste—. Las cosas son así. ¡Sí, ya sé que Margot te ayuda! Pero en plan conservador, ¿no es cierto? Madre perfecta, cuida de la casa, no te crea problemas, te da consejos… Pero ¿entra alguna vez en tu taller, como no sea para comprobar que no hay una mota de polvo?

—¡Bueno! Alguna vez discute algún detalle de mis proyectos…

—Algún detalle… Ya… —Rogelio sonrió—. ¿Estamos o no estamos? —y viendo la cara que ponía Julián, de pronto añadió—: De todos modos, ahora llegamos al nudo de la cuestión. ¿Estamos seguros de que nos gustaría que nuestras mujeres se interesaran por las excavadoras? —Soltó una carcajada—. A mí, desde luego, me daría cien patadas que Rosy se marchara conmigo al despacho a las ocho en punto. ¡En realidad, me basta con que sea guapa y con que sepa hacer el amor!

Julián se pasó la mano por la mejilla derecha.

—Total, un círculo vicioso, ¿no es eso?

—¡Ah, ésa es otra cuestión! —Rogelio guiñó con picardía—. Yo creo que los españoles lo pasamos fenómeno, como dicen en Madrid… En cambio, esos extranjeros, no sé… —Y advirtiendo que Julián no parecía convencido concluyó—: ¡Vamos, hombre! ¡Menuda cara pondríamos los dos si Margot y Rosy fueran aparejadores!

Las diferencias temperamentales de Rosy y Margot se pusieron una vez más de manifiesto en las salidas que hacían juntas, con o sin Chantal. Incluso en el hotel, Margot ardía siempre en deseos de llamar por teléfono a Barcelona para hablar con sus hijos; Rosy lo estimaba exagerado. «Si hubiera alguna novedad, tu madre te lo comunicaría».

Rosy adquirió varios frascos de perfumes Chanel, cuyo precio dejó turulata a Margot, y no cejó hasta poder presenciar un desfile de modelos de Jacques Fath e irse varias veces a la plaza Pigalle, donde imaginó encontrarse «en el centro de todas las concupiscencias», error de cálculo, pues lo único interesante y evocador que encontró en la zona fue el famoso Moulin Rouge; Margot sólo se había comprado una serie de artículos prácticos para la cocina y el baño, le gustaban Las Tullerías y el Bosque de Bolonia y, por supuesto, siempre se las ingeniaba para pasar por la plaza Vendôme, donde podía contemplar con unción el bello edificio en que, según indicaba la placa de la fachada, murió Chopin. En algo concreto estuvieron de acuerdo: en hacer una escapada a Versalles. Por cierto, que el palacio las decepcionó un poco, sin acertar a explicarse por qué; en cambio, los jardines las extasiaron, les parecieron una auténtica delicia. Si bien luego Chantal les dijo que ella y Juan Ferrer encontraban mucho más interesantes los bosques de Fontainebleau.

Algo curioso, desde el punto de vista psicológico, les ocurría a las dos mujeres. En el campo de lo puramente estético, no sólo reaccionaban de la misma manera, con parecida sensibilidad, sino que Rosy demostraba con creces «lo que hubiera podido ser, de no haberse creado ella misma una segunda naturaleza». En el Louvre; en el museo de l’Orangerie, donde Van Gogh desplegaba sus soles y sus amapolas; en Montmartre, que olía a poemas, a inspiración borracha, a amores imperecederos; en cualquier lugar donde un artista hubiera dejado su impronta y un pedazo de vida, sus comentarios eran dignos, revelaban una extrema finura espiritual; en cambio, en el campo de lo humano y social, se hacía presente que a Rosy se le habían subido un poco, o un mucho, los humos a la cabeza.

Por ejemplo, Rosy no comprendía que los hombres franceses compraran en los mercados y anduvieran luego tan panchos llevando una bolsa repleta de carne, huevos, legumbres, etcétera, o con una barra de pan bajo el brazo. Encontraba aquello poco «viril». Margot, por el contrario, consideraba que tal detalle implicaba un gran avance. «¿No te das cuenta? Ayudan a la mujer, que lo más probable es que no tenga sirvienta… Nosotras tratamos a nuestros hombres como si fueran rajaes. Yo creo que la virilidad es otra cosa. A lo mejor resulta que ese caballero que compra patatas, o que en casa lava los platos, es catedrático de la Sorbona…». «Nada, chica… Que no me gustaría a mí ver a Rogelio por el paseo de Gracia llevando una coliflor».

Tampoco le gustaba a Rosy que tanta gente de aspecto «potable», perteneciente sin duda a la buena sociedad, viajara en autobús, ¡o en Metro! «Entonces, ¿para qué sirve el dinero? ¿O vamos a admitir, como los de la FAI, que no hay diferencias?». Margot no entraba tampoco en el juego… Aparte de que eso de las «diferencias» era un asunto sumamente elástico, de imposible cuadriculación, no alcanzaba a ver por ningún lado que fuera deshonroso montarse en un autobús o tomar el Metro. Precisamente el Metro de París, según le había informado Julián, que se lo había estudiado al dedillo, era un portento de organización, y además muy práctico, dadas las distancias de la capital. «Entonces, ¿qué quieres? ¿Tener siempre el Mercedes a la puerta?». Rosy, que tenía la ventaja de ser sincera, respondía: «¿Por qué no?».

Uno de los placeres de Rosy era sentarse en cualquier lugar estratégico y ver pasar a la gente… ¡Cuántas discusiones! Efectivamente, llegó a la conclusión de que sin duda habría en París mujeres elegantes, pero que era imposible dar con ellas. Permanecerían en sus mansiones de la avenida Foch y asistirían a las fiestas y cócteles de gala; por las calles, ni hablar… Por las calles no se veían más que midinettes, mal vestidas y peor peinadas. Algún detalle gracioso, eso sí, pero en fin… En cuanto a las madames un poco sazonadas, ¡qué sombreros, santo Dios! Tartas o ensaladeras, como las que llevaba Chantal. Y lo mismo cabía decir con respecto a los hombres. «¿No te has fijado? ¡Si apenas hay barberías! Por lo visto les importa un bledo el aspecto externo. Y yo creo que eso tiene su importancia». Margot movía la cabeza. Sí, tal vez se exagerara un poco en el descuido. Pero ¿no había cosas más interesantes que observar? ¡En España se exageraba por el otro lado!

—Nada, nada. Que Juan Ferrer te ha convencido y te has vuelto demócrata.

—¡No es eso, Rosy! En fin, quizá sí sea eso… Aunque ya estaba convencida antes. Pero lo que quiero decir es que yo prefiero que haya más librerías y salas de concierto y menos peluquerías y tabernas. Y, desde luego, creo que la diferencia de clases cada vez más acusada que existe en España, no puede conducir a nada bueno…

En las dos salidas que hicieron con la pelirroja Chantal, ésta se divirtió de lo lindo, porque Rosy habló ante ella sin ambages de las cualidades y defectos de sus respectivos maridos. A Chantal el tema le interesó, porque había oído hablar mucho de la «fidelidad» de la mujer española —contrariamente a la libertad de que el hombre gozaba—, y porque el propio Juan Ferrer le había asegurado siempre que, en España, un porcentaje enorme de muchachas llegaban vírgenes al matrimonio. Rosy y Margot corroboraron este aserto.

Chantal, acérrima partidaria del divorcio, preguntó:

—Entonces, vamos a ver… ¿Es cierto que las mujeres en España viven atadas de pies y manos y que los hombres pueden hacer impunemente lo que les dé la gana?

Rosy contestó:

—En términos generales, es cierto…

Merde alors! —cabeceó repetidamente Chantal.

Todo pasó. Y las dos amigas continuaron con sus andanzas —a solas— por París. A veces tenían la impresión de que eran solteras; otras veces, viudas. Y un día en que, en la plaza Saint Sulpice, se sentaron a su lado unos muchachos barbudos, «de facha sucia, pero interesantes…», que llevaban unos cuantos libros bajo el brazo, Rosy se puso a coquetear para llamarles la atención, ¡Margot se sorprendió a sí misma haciendo otro tanto!

—¡Vaya! —comentó Rosy—. ¡Te desconozco!

Y fue lo peor que ninguno de los muchachos barbudos pareció darse cuenta siquiera de su presencia, y mucho menos de su coqueteo. Se enfrascaron en una discusión sobre un tal Garry Davis, americano al parecer, que un buen día rompió el pasaporte delante de la ONU y se declaró absolutamente libre, es decir, «ciudadano del mundo».

Rosy se rió.

—En vista del éxito… —rezongó levantándose—, sugiero que nos vayamos al hotel a esperar allí a nuestros amantes mariditos…

En cuanto a las salidas al alimón que las dos parejas efectuaban, tenían también su encanto. Naturalmente, salían sobre todo de noche, pues durante el día los dos hombres estaban ocupados.

No hubo, en el transcurso de esas salidas, un director de orquesta. Se dedicaron a improvisar, con la ayuda, eso sí, de los consejos de Juan Ferrer y Chantal y de los datos de las guías. Veían un letrero o una indicación y decían: «¡Eso tiene buena facha!». Oían un comentario y decían: «¡Eso estará bien!». Las emociones que vivieron fueron muy diversas. Y sólo se produjo un incidente: la noche en que fueron —era inevitable— al Folies Bergère. El espectáculo les pareció falso, sofisticado al máximo —las bailarinas eran mujeres autómatas que ni siquiera pensaban que estaban en un escenario—, y Rogelio estuvo a punto de armar la gorda. Por suerte, en el entreacto el hombre adquirió unas siluetas que lo divirtieron, siluetas recortadas sobre papel negro transparente y que al ser accionadas al trasluz adoptaban posturas eróticas. Aquello lo llevó a pensar en el slogan de Jaime Amades: «la cuestión es que los monigotes se muevan» y le dio fuerza para resistir hasta el final.

Pero a la salida, considerándose estafado, sintió la imperiosa necesidad de resarcirse. Y viendo anunciada en un local cercano una sesión de cine cochon… —una película nudista, filmada en Suecia—, pensó que allí no habría mentira. «¡Fenómeno! ¡Fenómeno! —gritó, mirando las fotografías—. ¡Eso no me lo pierdo yo!».

Margot, desde el primer momento, se negó. Se negó en redondo. Le bastó con ver dichas fotografías para decirle a Julián:

—Yo no entro. Tú, haz lo que quieras.

Julián veía tan entusiasmado a Rogelio que no sabía qué hacer.

—¡Margot, si probablemente es una chiquillada!

—Que no, Julián. Que te digo que no. Es una cuestión de principios… —Acto seguido, y para que no cupieran dudas, se dirigió a Rogelio—: Rogelio, yo no entro porque esto es una porquería, como lo son las famosas siluetas al trasluz que has comprado ahí dentro…

Resultó… que Rogelio se lo tomó por las buenas. Era una de las ventajas del constructor: tratándose de cuestiones no fundamentales para él, muchas veces sabía reírse. Si contar con que, en ese caso concreto, andaba de por medio la simpatía y el respeto que sentía por Margot.

—Te comprendo, Margot. Dejémoslo… ¡Claro, esos platos no son para ti!

El único incidente… Todo lo demás, perfecto. Cada salida era una sorpresa y cada sorpresa les procuraba luego un suculento tema de conversación. Lo que nunca pudieron sospechar era que poco a poco tales experiencias irían acumulándose en su cerebro, hasta constituir una carga excesiva, que los llevaría a trascendentalizar más de la cuenta su contacto con París.

Visitaron el Museo Grévin, donde vieron a Robespierre, a Pío XII, a Churchill, a Marcel Cerdan, a Chevalier, convertidos en figuras de cera. El recorrido poco a poco los fatigó —como el de las bailarinas del Folies Bergère— y empezaron a tomárselo a broma. Hasta tal punto, que a Rogelio se le ocurrió colocarse en un rincón oscuro y permanecer inmóvil allí, tieso, sin pestañear siquiera, con tal realismo que dos turistas sudamericanas se plantaron ante él, catálogo en mano, convencidas de que formaba parte de la colección. Entonces Rogelio abrió la boca y enseñó los dientes y las dos mujeres huyeron por un estrecho pasillo que conducía a Cantinflas.

Entre los lugares un poco cachés que visitaron figuraban las Catacumbas de París, donde habían ido reuniéndose, albergándose, los huesos de los cementerios parisienses que, por razones higiénicas y de urbanización, tuvieron que ser evacuados. Las galerías subterráneas ocupaban un total de varios quilómetros cuadrados y contenían ¡seis millones de cráneos! Algunos de esos cráneos eran milenarios, pero todos habían sido convenientemente limpiados, lo mismo que las tibias, y los expertos habían formado con unos y otras pirámides, figuras geométricas de hermosa composición.

Estaba visto que ciertos fracasos podían encadenarse y que allí podía ocurrirles algo parecido a lo del Museo Grévin. Al comienzo de la visita les dieron una vela que duraría exactamente lo que el recorrido, y las dos parejas se sintieron hondamente conmovidas. ¡Dios mío, allí estaba el resumen de la historia de Francia! Cráneos enormes, otros pequeños. Cráneos nobles, otros monstruosos. De hombre, de mujer, de niño. El guía iba delante, la arena crujía bajo los pies, la humedad se hacía cada vez más ostensible. De pronto, a Margot se le ocurrió tocar una calavera. Su contacto helado la estremeció. No dijo nada y siguió adelante. Julián, que de tarde en tarde exploraba por cuenta propia cualquier rincón, se sintió ridículo con la vela en la mano y se reintegró a la comitiva.

Ocurrió… que empezaron a familiarizarse también con el espectáculo. Los cráneos empezaron a tener todos el mismo aspecto. Un soldado norteamericano que llevaba una lámpara de mano hizo un comentario en voz alta y su compañero esbozó una risita leve. Fue el comienzo de la rebelión. Rosy volteó la vela a la altura de una inscripción y Rogelio, al no acertar a traducir el texto, se rió a su vez.

Los últimos metros fueron penosos. Todo el mundo bromeaba, excepto un par de asiáticos, que se mantenían impertérritos. Al llegar al último cráneo se cumplió la profecía —las velas se consumieron— y apareció la luz de la puerta de salida. Momentos después se encontraban en el exterior, respirando a pleno pulmón.

Rogelio simuló secarse el sudor. Margot era la única que persistía en su seriedad. De pronto se había acordado de Susana, que no le temía a la muerte. Julián, a tiempo que encendía una pipa comentó: «Está visto que impresiona más un solo cráneo que seis millones».

Sorprendentes fueron también las diversas vivencias religiosas de las dos parejas. Dejando a un lado lo mucho que impresionaron a Julián las iglesias de moderno estilo que Aurelio Subirachs le recomendó —Sainte Odile y Grenelle—, sin apenas imágenes, austeras, desnudas, con una luz tamizada que invitaba al recogimiento, y el hecho de que las mujeres entraran en los templos descubierta la cabeza —detalle que ya les había llamado la atención en Notre-Dame—, advirtieron que en varios sitios el sacerdote celebraba de cara al público, de cara a los fieles, ¡y que los domingos había, en Saint Eustache, misa a las seis de la tarde! Margot, sumamente extrañada, consultó a un cura joven que jugaba con unos niños delante de la iglesia. «C’est normal, madame»… Margot se reunió con los suyos y comentó: «¡Cuando se lo cuente a mosén Castelló se muere del susto! Y mi madre lo mismo». Rosy, después de reflexionar, estimó que era lógico. «La primera misa fue la Santa Cena, ¿no?». Rogelio se encogió de hombros. «Sí, sí, todo lo que quieras. Pero antes que los obispos españoles autoricen esto invadirán el Vaticano con yugos y flechas».

Gran emoción les deparó oír el coro ruso de la iglesia ortodoxa de la calle Daru. ¡Qué voces! De entrada, calcularon que los cantantes —rusos blancos— pasarían de doscientos; luego resultó que apenas si eran veinte. En cambio, las iglesias protestantes se les antojaron frías, desangeladas, con un sacristán «que no admitía intrusos». «¡Vaya! ¡Pues sí que dan facilidades!». Rogelio se empeñó en visitar también un par de sinagogas, ante la posibilidad de encontrar reunidos en ellas a los grandes magnates de las finanzas francesas, que, según informes, eran judíos.

La otra cara de la medalla fueron las experiencias gastronómicas —no podían faltar Chez Maxim’s y un restaurante chino, en el que les sirvieron gran número de tacitas de imprecisable contenido, ¡y algo que debía de ser serpiente!— y las boîtes. ¡Las boîtes! Fue vino de otras tinajas… Chantal les recomendó la Rose Rouge, donde vieron bailar a unos negros al son del tan-tan. El ritmo epiléptico llegó a contagiarlos. De vez en cuando sonaban un par de saxofones, que parecían lamentos brotados de la selva. Luego volvía el tan-tan y el contoneo de los bailarines en la penumbra del local era tan felino y auténtico que resultaba hipnotizante. Uno de dichos negros tenía un tipazo realmente espléndido. Rosy declaró: «Lo siento, Rogelio, pero si ese ejemplar africano se me acerca y me hace tilín…». Rogelio, que había bebido en exceso, miró al negro de arriba abajo y dijo: «¡Tonterías! Mucho ruido y pocas nueces».

En Saint Germain des Prés y en Montparnasse visitaron otras boîtes. ¡París! Hombres besándose en la boca; mujeres besándose en la boca; toxicómanos; trompetas y clarinetes despidiendo sonoridades tan asonantes que Margot no resistió aquello más de cinco minutos.

En uno de esos locales, llamado La Fin du Monde, asistieron a un espectáculo que no olvidarían jamás. Era una boîte existencialista, instalada en un sótano. El mostrador, forrado de negro, ¡tenía forma de ataúd! La clientela estaba compuesta por una serie de chicos y chicas, entre los dieciséis y los veintidós años, sentados en posturas indolentes, con un detalle inédito: cada uno de ellos sostenía en la mano una calavera, y cada calavera aparecía repleta de autógrafos, de firmas.

Las dos parejas dudaron un momento —el recuerdo de las catacumbas—, pero por fin dieron un paso al frente, lo que significaba que habían decidido quedarse. Entonces uno de los chicos se acercó a Rogelio y, ofreciéndole una pluma estilográfica, lo invitó a que estampara su firma en la calavera que le presentó. Rogelio estuvo a punto de darle un empujón; pero ya el camarero había acudido y con un ademán austero les indicaba una mesa que estaba libre, en un rincón, al tiempo que les comunicaba que allí sólo se servía té aromático, mentolado.

Tomaron asiento; pero las calaveras estaban allí, produciéndoles vivo malestar. ¿Qué significaba aquella broma? ¿O no era una broma? ¿No ocurriría que París se mofaba de la muerte? ¿No se habían reído ellos al término del desfile por entre los seis millones de cráneos? Por otra parte, ¿cómo estar seguros de que aquellos chicos y chicas estaban locos o eran unos farsantes? En realidad —fueron mirándolos uno a uno— su aspecto era serio, dramático, con un toque intelectualoide que no podía obviarse.

De añadidura, la música en el local era melódica, suave… Ello complació a Margot; acaso porque se encontraba lejos del mostrador, es decir, del ataúd. Pero he aquí que los demás, empezando por Rosy, de pronto decidieron marcharse. Marcharse sin perder un minuto. «Anda, vámonos». Margot, que vio acercarse al camarero con una bandeja y cuatro vasos, dijo: «Pero ¿y el té?». No le valió. Los demás se habían levantado y Julián, al tiempo que echaba un billete en la bandeja, le dijo: «Puedes quedarte si quieres». Margot no tuvo más remedio que ceder. Y un momento después se encontraban en la calle, donde, sin darse cuenta, todos sintieron la necesidad de mirar hacia arriba, de mirar el cielo estrellado que asomaba por entre los tejados de pizarra.

Extraño el estado de ánimo de las dos parejas. ¿Qué edad tendrían aquellos muchachos? Imposible precisarlo. Volvieron a mirar el letrero de la boîte: La Fin du Monde.

Necesitaban cambiar de atmósfera. Echaron a andar en silencio, hasta que, en la misma esquina, vieron un café de aspecto… normal. La iluminación interior los tentó de tal suerte que, sin acuerdo previo, entraron en él. El camarero, servilleta blanca al hombro, los acompañó a una mesa situada al fondo. Las paredes del café eran un inmenso espejo. Tomaron asiento, esta vez con convicción. Por otra parte, los devoraba la sed.

—Mesdames, messieurs…?

Todos pidieron Pernod.

¡Bien, estaba escrito que el París nocturno, juvenil —porque se trataba del París juvenil—, iba a salir a su encuentro aparatosamente! En efecto, apenas habían empezado a recuperarse del trauma sufrido en la boîte anterior, fijaron su atención en la clientela que los rodeaba. Y cayeron en la cuenta de que, a excepción de las calaveras, el cambio había sido muy relativo. El local estaba salpicado de parejas, ellos sin afeitar, ellas con pantalones raídos, todos con un aire de suciedad que daba grima. Abrazados, pero con una total indiferencia. Con muchos libros y revistas sobre las mesas. También había grupos de muchachos solos, que exhibían todos jerseys negros. La característica de aquel insólito mundo, al igual que en La Fin du Monde, era la inmovilidad, el tedio. A no ser por el lento parpadeo y por algún que otro suspiro, hubieran creído encontrarse en una réplica perfecta del museo de las figuras de cera.

Rogelio fue el primero en reaccionar.

—Pero… ¿no será todo esto un manicomio?

El camarero de la blanca servilleta les sirvió el Pernod, cuyo precioso color verde los reanimó. Pero minutos después ocurrió lo más impensable. De una de las mesas se levantó una muchacha de cabellos largos y lacios, que llevaba también jersey negro e iba descalza. A lo primero se cuadró, caídos los brazos; y de repente, sin encomendarse a nadie, y fijando obstinadamente la vista en uno de los espejos del local, se puso a recitar, con voz rota, arrastrando las sílabas, unos versos de texto incoherente, espasmódico, que alternaba con súbitos silencios. Era una chica larguirucha y demacrada. Imposible también precisar su edad. Tan pronto parecía una niña como una vieja. A lo largo de su recital permanecía extática y daba la impresión de que todo cuanto decía lo arrancaba de su yo más íntimo. Sus compañeros de mesa habían bajado la cabeza y miraban al suelo, lleno de papeles arrugados y de colillas. Tocante a los ocupantes de las otras mesas, ni siquiera se volvieron para mirarla. Continuaron con su impasibilidad, algunos echando lentamente bocanadas de Humo en dirección al techo.

La rapsoda imprimió súbitamente un ritmo más rápido a sus cortas frases, al tiempo que cerraba los ojos como si se pusiera en trance. Hasta que, de pronto, repitió por tres veces la palabra caffard e inmediatamente después, dando una especie de alarido, abrió los ojos, echó a correr y, sorteando con extrema habilidad las mesas y las sillas, salió del local.

La escena colmó el pasmo de los cuatro forasteros. Se miraron sin acertar a hablar. Margot se preguntó si estaría soñando; pero no. Prueba de ello era que Julián, después de llamar al garçon de la servilleta blanca y de pagarle las consumiciones, se levantó y les dijo a todos: «Creo que por hoy basta».

En la calle detuvieron el primer taxi que pasó y regresaron al hotel. En el trayecto Julián se destapó. ¡Por fin había encontrado el necesario espaldarazo a sus teorías sobre la decadencia y la corrupción de Francia! La situación era diáfana. ¿Qué significaba todo aquello? Significaba una suerte de enajenación colectiva, un reto a los valores humanos, la pérdida de la dignidad. Ya no podían caber dudas al respecto, pues fácilmente encontrarían docenas de boîtes y de cafés como los que estuvieron recorriendo, abarrotados de homosexuales, de toxicómanos, de muchachas como la que recitó aquellos versos, sin que nadie denotara la menor sorpresa. Ah, no, el Arco de Triunfo, la panorámica visible desde lo alto de la torre. Eiffel, las librerías, las estatuas de Montaigne y de Balzac y los iconos de la iglesia ortodoxa, eran el velo que cubría la inmensa podredumbre de París. ¿Dónde estaban los padres de aquellos jóvenes? ¿Dónde estaban los policías… y los gendarmes? Los gendarmes, ¡válgame Dios!, se paseaban en bicicleta —por parejas, como siempre— por las calles, ajenos a lo que sucedía en los sótanos como La Fin du Monde y similares. Los gendarmes se paseaban incluso, firme en la cabeza su estrafalario quepis, por la solitaria calle donde estaba enclavado el Hotel Catalogne.

Nadie contestó a Julián. En el interior del taxi sólo resonó su voz, dogmática y autoritaria. El taxista, al detenerse frente al hotel, no se quitó la gorra. Se rascó el cogote y dijo:

—Deux cents francs…

El vestíbulo del hotel estaba casi vacío, pues la hora era avanzada. Sólo el portero, adormilado, y el conserje detrás del mostrador.

Nada podrían resolver aquella noche, pues todos se sentían abrumados en demasía. Pidieron las llaves y, guardando un silencio preñado de tristeza, tomaron el ascensor.

Al día siguiente, víspera del regreso a España —por la noche se celebraría la clausura del Congreso—, despertaron tarde. Margot y Julián llamaron a Barcelona y las voces de sus hijos al otro lado del hilo los conmovieron más que nunca. También Rogelio y Rosy llamaron a los suyos y pudieron decirles a Pedro y a Carol: «¡Pronto estaremos ahí! Mañana salimos…». «¿Cómo? ¡Sí, sí, estamos bien! ¿Y vosotros? ¡Bueno! ¡Muchos besos! ¡Hasta pronto, queridos!».

Como siempre, después de desayunarse en sus respectivas habitaciones, las dos parejas se juntaron en el salón del fondo del hall, adonde acudió a saludarlos, como de costumbre, Juan Ferrer, esta vez para decirles:

—¿Qué tal el desayuno? ¿Estupendo? ¡Bien, los supongo definitivamente convencidos de que los croissants franceses son los mejores del mundo!

Juan Ferrer notó algo raro en el ambiente, como si a sus huéspedes les hubiera ocurrido algún hecho inesperado y no del todo agradable.

Al término de un breve forcejeo todos le confesaron que así era, en efecto, aunque no se trataba de nada demasiado concreto, sino de un conjunto de cosas que habían visto y oído a lo largo de la semana y a las cuales encontraban difícil explicación.

—Pero… ¿relacionadas con el hotel? —preguntó ingenuamente Juan Ferrer.

—¡Por Dios, nada de eso!

Intervino Margot, que era la que parecía más afectada, como lo demostraba el hecho de que había pedido un pitillo, lo que hacía sólo en determinadas ocasiones.

—Sin embargo, tal vez usted y Chantal pudieran ayudarnos un poco, por lo menos a intercambiar impresiones… Ustedes llevan años aquí…, y a lo mejor tienen ya una opinión bien cimentada.

—Si les parece —dijo Juan Ferrer, intrigado—, después del almuerzo nos reunimos todos y charlamos. Ahora Chantal se ha ido a visitar a nuestros hijos, a Maurice y a Bernardette…

—¡Bien, nos parece muy bien! Después del almuerzo, en este mismo salón.

Así se hizo. Aprovecharon el resto de la mañana para comprar los consabidos regalos y eran cerca de las dos y media cuando se celebró allí mismo el «congreso filosófico», como más tarde lo calificaría Rosy. Cuando Chantal, que acudió más intrigada aún que Juan Ferrer, supo de qué se trataba —«juventud», «existencialismo», «actitud ante la vida y la muerte», «rapsoda lanzando alaridos», etcétera—, suspiró dando a entender que para ellos el asunto era el pan de cada día. Por su parte, Juan Ferrer, al observar la cara infantilizada de sus amigos, se confirmó en la idea de que realmente éstos vivían en el limbo y de que el lavado de cerebro existente en España era perfectamente comparable al de los países del Este.

Pero de lo que se trataba era de centrar la cuestión. De saber si todo aquello era una broma u obedecía a una motivación profunda.

Juan Ferrer y Chantal se vieron obligados a hacer un considerable esfuerzo para situar el problema, que, desde el punto de vista de una exposición en voz alta los pillaba de improviso y faltaste hábito. El caso es que se turnaron en el uso de la palabra, no rectificándose el uno al otro, pero matizando según la opinión de cada cual, que difería en ciertos aspectos. Naturalmente, al principio incurrieron en algunas vacilaciones; pero poco a poco, estimulados por el interés que mostraban sus oyentes, cogieron la carrerilla. Procuraron, especialmente en honor de Rogelio, emplear un lenguaje sencillo, no exento de ironía; y desde luego, la parte escéptica o neutra corrió a cargo de Juan Ferrer, debiendo atribuir a Chantal cualquier apertura a través de la cual asomara la posibilidad de la idea de Dios.

¿Qué ocurrió? ¿Cuál podía ser el resumen o balance de la exposición del matrimonio Ferrer, convertido en árbitro o juez? Si Margot, que con toda evidencia era la más capacitada para extractar la tesis, hubiera tenido que hacerlo, dicho resumen habría sido aproximadamente éste:

«No, aquello que habían “visto” no era El existencialismo, por la sencilla razón de que dentro del existencialismo había muchas tendencias, que si bien formulaban las mismas preguntas les daban respuestas muy distintas. Ahora bien, y dado que lo idóneo era adaptarse a las experiencias que habían vivido, no cabía duda de que todos aquellos jóvenes cuyo comportamiento tanto los escandalizó eran existencialistas; y de que lo eran en la línea de un tal Jean Paul Sartre, de quien suponían habrían oído hablar.

»Naturalmente, ellos tenían al respecto su criterio, discutible como todos; creían que si aquellos movimientos en general —y el de Sartre en particular— habían prosperado tanto y arrastrado a tanta juventud, ello se debía a la conmoción producida por la última guerra mundial, con tanta massacre, tanta destrucción y tantos padres empuñando armas —acto que a los hijos les resultaba difícil perdonar—, y al presentimiento que la juventud tenía de que la sociedad capitalista era injusta, por cuanto creaba diferencias sociales que podían halagar a unos cuantos pero que colectivamente hablando eran inadmisibles.

»Ahora bien, suponiendo certera la existencia de ese clima propicio, ¿qué les decía Sartre a los jóvenes para que lo siguieran con tal fanatismo? Ahí estaba el misterio. No les prometía ninguna solución, sino todo lo contrario. Les decía simplemente que nada valía la pena y que todo era absurdo. Era absurdo haber nacido —a uno lo traían al mundo sin pedirle permiso—, era absurdo luchar, era absurdo lavarse, era absurdo aspirar a un sueldo mejor o a tener una casa con alfombras y criados. Nada valía la pena, ni siquiera vivir, puesto que nadie sabía en qué consistía la vida. ¡Ni siquiera valía la pena morir, puesto que nadie sabía tampoco en qué consistía la muerte! En el fondo, era la traducción de la frase española: “te pongas como te pongas…”. París, por ejemplo, a ellos les había parecido enorme; y era que no conocían Londres ni Tokio ni Nueva York. Y quien creyera que Nueva York era enorme, era porque nunca se había tomado la molestia de contemplar el espacio a través de un telescopio. En resumen, la teoría de la negación. Por eso el símbolo de muchos de esos antros del París nocturno era el ataúd; porque el ataúd era lo mismo que una cuna, en el sentido de que todas las cunas acabarían siendo ataúdes. De ahí que el hombre estuviera fatalmente condenado al fracaso y que se asemejara “al asno que persigue una zanahoria suspendida a una pértiga de su carro y que nunca podrá alcanzar”. El hombre, por más que hiciera, estaría siempre solo; y ni siquiera sería capaz de hacerse compañía a sí mismo. Quien no aceptara esa premisa era un iluso, soñaba, era un bebé que creía en los Reyes Magos. ¿Cabía una esperanza a través de una creencia sobrenatural? ¡Bueno! Que un Dios todopoderoso existiera resultaba incomprensible, pues hubiera creado la persona humana y el mundo viviente en general —el mundo detectable— de un modo menos decepcionante; pero resultaba igualmente incomprensible que tal Dios no existiera, pues el universo, con toda su grandeza, estaba ahí. Ahora bien, aceptar la premisa anterior, negativa, la de la infinita soledad —como sin duda la había aceptado la muchacha de cabellos lacios que salió del café descalza hacia la calle—, desembocaba en la angustia, en el hastío e incluso en el vértigo, puesto que sentirse rodeado de vacío producía eso: vértigo. Juan Ferrer lo había experimentado en España, cuando vio que perdían la guerra; y Chantal lo experimentó a raíz del nacimiento de su hijo Maurice, pues durante unos meses daba la impresión de que se les moriría y volvería a dejarlos solos, quizá sin esperanza. Afortunadamente, ambos habían superado, aunque apoyándose en valores distintos, ese estado o crisis. Todo lo cual permitía deducir que tal vez la verdad no estuviera emplazada como una reina en un solo lugar, como tampoco la mentira; y que no existiera el color gris, pero que en cambio el blanco y el negro se impusieran intermitentemente, por lo menos en el corazón del hombre, hoy en éste, mañana en aquél. Y por supuesto, como era fácil comprobar, ponerse a profundizar sobre dicha materia era caminar bordeando abismos, como lo reconocía el propio Sartre, que por cierto era un burgués de tomo y lomo y feo como un demonio, y que era el primero en reconocer que las palabras eran también absurdas, inútiles, y que no servían para expresar la realidad; tanto más cuanto que la criatura pensante, ni siquiera en el interior de su cerebro, sabría nunca en qué dicha realidad consiste verdaderamente».

Con el alma en un hilo habían escuchado todos la exposición de sus anfitriones. ¿Reacciones? Múltiples, como era de prever. El primero en moverse en su asiento fue Rogelio, lo que automáticamente lo obligó a tomar el primero la palabra, aunque no sabía muy bien por dónde empezar, porque el tono de Chantal lo apabulló un poco. No había captado el sesgo intelectual de la perorata, pero sí había registrado a la perfección su sentido. Y la verdad es que no había hecho sino ratificarse en lo que sospechó desde el primer momento: en que detrás de todas aquellas lucubraciones no había sino una parte de esquizofrenia, otra de prurito de originalidad y, sobre todo, mucha vagancia. Muchas ganas de discursear y de no dar golpe. Y como él no quería caer en la misma trampa, iba a ser muy breve en su comentario.

—Pónganse ustedes como se pongan —dijo, satisfecho de su hallazgo verbal—, nada de eso tiene pies ni cabeza. Porque, vamos a ver, y para ir al grano, que es lo que a mí me gusta. Si resulta que todo es absurdo, asqueroso y tontiloco; y que ningún asno es capaz de alcanzar la zanahoria; y que lo mismo da estar solo que acompañado; y que no sabemos cómo es París porque no hemos estado en Nueva York; y que si creemos en algo somos unos bebés, con la agravante de que lo mismo da una cuna que un ataúd, etcétera, entonces, mi pregunta es la siguiente: ¿por qué, si esos mozalbetes están convencidos de todo esto, y de que por tanto no vale la pena respirar y vivir, por qué repito, no se pegan un tiro?

Juan Ferrer, con calma, contestó:

—Algunos lo han hecho, Rogelio… —Y ante el súbito parpadeo de éste añadió—: Y sin duda alguna, otros lo harán.

—¿Ah, sí…? —Y no ocurriéndosele nada más, hizo una mueca y exclamó—: ¡Pues buen provecho! —Y se calló.

Rosy, que había escuchado con atención especial, y que daba la casualidad de que en Barcelona había asistido, en una sesión privada y única, a la representación de la obra teatral Huis Clos, de Sartre, que le causó un gran impacto, declaró que a ella lo que le parecía absurdo era llegar a conclusiones tan tajantes. Por supuesto, después de lo que vio en la guerra de España y en la consulta de su padre, que era médico, reconocía que algo había en el fondo de la actitud que estaban analizando; pero ¿por qué tomárselo tan a la tremenda, en vez de dedicarse a hacer un poco el payaso?

—Si estamos en el baile tenemos que bailar, ¿no? ¡.Claro que todos estamos bastante solos, y que en el fondo todos fracasamos! Me lo dirán a mí, que a veces tengo presentimientos con varios años de anticipación y que veo algo raro en el halo de la luna y poco después caen bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. En París sólo he visto algo raro en el vacío que hay mirando desde lo alto de la torre Eiffel, pero no es el momento de hablar de eso. Quedamos, pues, en que todos fracasamos, unos más, otros menos. ¡Si lo sabré yo, repito, que he podido comprobar que el que tiene un amor quiere varios, y el que tiene dos monedas de oro quiere cuatro, y el que tiene cuatro quiere ciento! Sin embargo, y pese a ello, creo que hay otras salidas menos malas que el nihilismo, que en un plano consecuente, y en eso Rogelio llevaba razón, conduce al suicidio. Por ejemplo, me parece mejor aspirar a tener una torre con piscina y un perro lobo llamado Kris… A mí ese tema me interesa porque precisamente al terminar nuestra guerra me di cuenta de que podía caer fácilmente en ese pozo negro… y en ese vértigo. Pero supe reaccionar a tiempo, e hice marcha atrás. Mejor dicho, marché adelante y me casé con un hombre enamorado de la vida, lo cual me estimuló; con uno de esos hombres que alcanzaban seguro la zanahoria… Ahora bien, me hago cargo de que ahora, teniendo todo lo que tengo, no estoy en condiciones de juzgar a quienes han tenido menos suerte, o a quienes opinan de otro modo… Así que repito lo de antes: comprendo a esos muchachos, aunque creo que exageran. Y puesta a comprender, admito incluso que de ahí puede salir algo bueno… Pero, de momento, yo, Rosy, prefiero seguir bailando… ¡Que además resulta entretenido! ¿O no están ustedes de acuerdo? Y aparte de eso, sí que hay una cosa, en esos existencialistas, que no consigo ver claro: que no les guste lavarse… Por ahí, desde luego, no paso. A ellos puede parecerles imposible que la verdad sea una reina y que lo sea la mentira; que Dios exista y también que Dios no exista; a mí lo que me parece imposible es levantarse y no querer meterse en una bañera.

Chantal y Juan Ferrer sonrieron. Rosy les resultaba simpática, porque era guapa, porque siempre hablaba con franqueza y porque representaba el tipo de burguesía contra el cual Chantal luchaba en París y que en España llevó a Juan Ferrer a jugarse el pellejo. Claro que hubieran podido replicarle que el problema era más hondo, pues se trataba precisamente de no admitir como solución hacer el payaso y de contribuir a que todo el mundo llegase a tener una bañera; pero no mostraron empeño en seguir en esa dirección.

Julián estaba pasando un mal rato. No sólo porque todo cuanto se estaba diciendo allí le parecía, como en ocasiones semejantes, puramente alegórico, puesto que la cinta métrica no servía para medirlo, sino porque se daba cuenta de que Margot se lo tomaba verdaderamente en serio… Y ello lo traía a mal traer. Sin la menor duda, su postura coincidía mucho más con la de Rogelio que con la de Rosy; aunque con algunas diferencias de matiz.

—A mí todo eso me parece cogido por los pelos —sentenció—. Y eso que soy andaluz y que mi mujer me dice siempre que los que nacimos de Despeñaperros para abajo somos fatalistas, es decir, que estamos predispuestos a vestirnos de luto antes de tiempo. Pero no entiendo nada de lo que nos quiere contar el señor Sartre, tan burgués como un servidor, al parecer, dato que yo ignoraba. Desde luego, mi opinión es que todo ese tinglado demuestra bien a las claras dos cosas. Una, que eso de la libertad para exponer cualquier doctrina, sea cual sea, conduce inevitablemente a la confusión y a que unos cuantos jóvenes se encierren en un sótano, o en un centenar de sótanos, y decidan por las buenas que hay que mandar al carajo a la familia, a la costumbre de vestirse como los demás, a la necesidad de trabajar y de extraer enseñanzas precisamente de lo mucho que uno sufre. Así que, me alegra que en España sigan existiendo ciertas restricciones al respecto, pues no me gustaría que mis hijos, todavía pequeños, un buen día, y para contentar al señor Sartre, se tiraran por la ventana del edificio en que vivimos y que un amigo mío proyectó con mucha ilusión. La segunda cosa que demuestra, creo, es que no se puede vivir sin un ideal. ¿Que todos los ideales son idiotas? Sería discutible… Por de pronto, parece ser que el hombre lleva varios millones de años viviendo en la tierra. Y lo que te rondaré… Me parece que esos teorizantes que tantos adeptos tienen por esos circuitos de por aquí han olvidado un detalle: que la mayoría de seres humanos deseamos vivir, y no sólo por instinto de conservación, sino porque hemos encontrado un motivo que lo justifica: la profesión, la patria, la amistad, que puede inducir incluso a salvar la vida de quien en determinadas facetas a lo mejor es nuestro enemigo… ¿Que el mundo es injusto? ¿Que hay diferencias sociales? ¡Qué duda cabe! Hay tantas, que claman al cielo, como quizá lo demuestren los presentimientos de Rosy… Yo me ocupo de viviendas, conque… Pero no creo que la solución esté en invitar a la gente a firmar en calaveras o en bailar durante horas el tan-tan. La solución está en algo muy sencillo: en llenar el vacío de las horas. Mientras se trabaja, no se está solo. Puedo hablarles por experiencia, pues si bien es verdad que nunca he sentido vértigo, en cambio sé lo que es la angustia… En Granada, en Madrid, en la propia Barcelona, en mi taller, antes de conocer a mi mujer había días en que la cabeza me pesaba toneladas. Pero ¿qué hacía? Me ponía a dibujar rascacielos… ¿Comprenden lo que quiero decir? Y ahora, la verdad, no tengo problema, como no sea por exceso… ¡Hay tanto que hacer! ¿Verdad, Rogelio? Bien, Rosy ha dicho que de todo eso puede salir algo bueno… ¡Quizá sí! Hoy por hoy, yo soy incapaz de verlo. Y pienso que si ustedes, al llegar a París, en vez de arrimar el hombro se hubieran puesto a rumiar si la realidad existe o no existe, en esos momentos no serían dueños de ese hotel tan acogedor…

Rogelio estuvo a punto de romper en un aplauso. Margot callaba. Juan Ferrer volvió a sonreír… Juan Ferrer, que tenía también su ideal —el socialismo—, y que por tanto podía llenar limpiamente el vacío de las horas, hubiera suscrito gran parte de la argumentación de Julián, a excepción de algunos errores, entre los que, a no ser porque el diálogo se prolongaba demasiado, habría destacado uno: la creencia de que restringiendo la divulgación de las doctrinas, de las doctrinas consideradas corrosivas, pudiera impedirse que éstas un día u otro irrumpieran con fuerza decisiva en el interior de la juventud. Juan Ferrer se abstuvo de rebatirle a Julián lo que consideraba angelical ensueño; pero se dijo a sí mismo que si los hijos del arquitecto, a los que éste aludió, se libraban efectivamente de tirarse por la ventana, ello no se debería nunca al hecho de ignorar las diversas tendencias que circulaban por el mundo; sería por otras razones o defensas más primarias, como, por ejemplo, enamorarse, gozar de buena salud, o haber alcanzado, como Rogelio, la zanahoria…

Ahora bien, ¿y Margot? ¿Por qué Margot callaba? Chantal había advertido que la mujer adoptó desde el primer momento un aire en cierto modo misterioso; en cuanto a Julián, que al término de su personal intervención la miró, atribuyó su silencio, simplemente, al temperamento serio, en ocasiones excesivamente serio y grave, de Margot.

Y la verdad no era ésa. La verdad era que Margot, a quien su padre había hablado ya de los problemas que comportaba el concepto de Absurdo, abrigaba un temor: en cuanto manifestara en voz alta su opinión, sus amigos, excepto Chantal, se desconcertarían por completo. Porque sucedía que no se trataba de oponer al nihilismo otro pensamiento distinto, sino de hacer brincar en la mesa, con mucha más rotundidad que Chantal lo había hecho —era evidente que Chantal era creyente, pero poco dada a la apologética—, el santo nombre de Dios. Y todo ello por una razón concreta: porque si no existía la vida sobrenatural, si todo terminaba aquí abajo con la muerte, entonces eran Jean Paul Sartre y sus discípulos quienes tenían razón. Entonces estaba justificado todo cuanto ellos habían visto, y mucho más: los jerseys negros, la pasividad. La Fin du Monde, los alaridos… Y, por descontado, el pegarse un tiro en la sien.

Así las cosas, ¿debía o no debía hablar? La mirada de Chantal la invitó a hacerlo… De modo que se decidió. Y su voz, que brotó inesperadamente, con una tonalidad trémula que contrastaba con el sosiego de su semblante, sorprendió a todos, acaparando la atención.

—Me gustaría acertar a expresarme, pero no sé si lo conseguiré. El tema que estamos debatiendo —el de si vivir vale o no vale la pena— ¿es realmente un tema que pertenece a la dialéctica? En ese punto concreto, ¿no acertará Sartre al afirmar que las palabras no sirven para contestar «sí» o para contestar «no»? ¡No se escandalicen ustedes, por favor! Lo que quiero decir es que hay que trasladar ese debate a un plano que hasta el momento sólo ha sido tratado de flanco, así como de pasada: el plano de si es realmente irracional la creencia en Dios, en un Dios inteligente y bueno… Si es irracional o incomprensible, entonces no me importa admitir que esos muchachos son, desde luego, consecuentes afirmando que nada tiene sentido, que no lo tiene luchar, ni afeitarse, y mucho menos considerar importante meterse en una bañera… Es más: en ese caso es más lógica su postura que la nuestra, puesto que si construimos casas un día tendremos que dejarlas y más tarde se derrumbarán, y si tenemos hijos un día morirán, y si nos dedicamos a bailar el baile, como apuntó Rosy, tarde o temprano nos llegará la artrosis y entonces no sabremos qué hacer. De modo que, a mi juicio, la cuestión está ahí. Si Dios existe, y además en nosotros hay algo que es inmortal y que sobrevive al cuerpo, el existencialismo negativo es una broma, y una broma trágica; si Dios no existe, ni existen el alma ni la eternidad, lo que es una broma es que nos enamoremos de la vida, como Rogelio, que tengamos una torre con piscina y perro lobo, y que organicemos congresos de urbanización y nos desplacemos a París. ¿Solución, por tanto? Plantearse a fondo esa incógnita. Ver si, a través de nuestras posibilidades, de nuestras intuiciones, de los momentos de ternura que todos hemos sentido, de la mirada pura de uno de nuestros hijos, descubrimos que efectivamente existe ese Creador. Yo estoy tan convencida de que existe, que todo lo que puedan decirme sobre el relativismo y la Nada me duele, pero apenas si me roza… Con una aclaración forzosa, que se produce, me parece, en ese terreno, una evidente contradicción. Mientras por un lado se están canonizando el fracaso y la negación, por otro lado el mundo, cada vez más, quiere vivir de lo que llama la exactitud, quiere tocar las cosas, quiere reducirlo todo a dos y dos son cuatro. ¿En qué quedamos? Por eso puede ocurrir que París me haya entusiasmado, pero al propio tiempo me haya dado miedo, pensando en cómo lo verán mis hijos cuando sean mayores, si resulta que no tienen la fe que yo tengo y consideran ridículo admitir que Dios haya creado por igual ese sol rojo, violento y hermoso, y esa niebla poética que a veces impide verlo. Confío en que Chantal me comprenderá si digo que la fe religiosa ofrece la ventaja de que traspasa todas las barreras, de que soluciona todos los problemas donde mayormente importa, es decir, en la intimidad del ser; y me temo que nuestro amigo Juan Ferrer esté pensando que esta solución es fácil y beatona, porque no sólo no resuelve, sino que ni siquiera se plantea, la desigualdad de clases, la desigualdad de oportunidades, el modo de repartir equitativamente la riqueza del mundo… ¡Bueno, también a mí me gustaría que la fe sirviera para realizar esa utopía!; pero entiendo que no es ésa su misión, y lo lamento de veras. Ahora bien, al respecto he de confesar que una de las cosas que más me han impresionado es que un buen porcentaje de esos muchachos prematuramente vencidos por la vida no parecen ser precisamente obreros de esas fábricas que tiñen de rojo las aguas del Sena en los suburbios de París; más bien se diría que pertenecen a la clase burguesa. Quizá, quizá, los líderes sean hijos de millonarios… Lo que demostraría, a mi entender, que la teoría del reparto injusto es vulnerable, en el sentido de que una sociedad económicamente equilibrada no resolvería, como la religión, el drama interior del hombre; probablemente, y según estadísticas que circulan por ahí, nos daría una cantidad de suicidios igual o tal vez superior…

La intervención de Margot provocó un largo silencio… Su punto de vista fue inesperado, original. Rosy se emocionó mucho y estuvo a punto de levantarse y darle un beso. Quien más, quien menos, todos esperaban que Chantal le diera el espaldarazo, pero Chantal se limitó a felicitar a Margot por su entusiasmo, añadiendo que, por desgracia, ella creía muy poco en que en ese terreno de la religión los argumentos sirvieran para convencer a nadie… En cuanto a Julián, estuvo escuchando a su mujer con la misma intensidad que unas semanas antes en Can Abadal, al tratarse del asunto de Rogelio y de la «rueda». La admiró, como siempre en esos casos, pero varias cosas le sorprendieron: el trémolo de su voz, que a lo largo de su intervención le pidiera otro pitillo y que en varias ocasiones tuviera necesidad de lamerse los labios, como si se le secara la boca.

¡Lógico que Julián no descubriera el secreto de tan pequeñas anomalías! El hombre ignoraba que esa voz, y ese pitillo, y esa necesidad de humedecerse los labios obedecían a una causa que Margot no había comunicado a nadie: a una profunda herida que la mujer había recibido en París. Herida extraña, recibida exactamente la víspera; y más exactamente, en la boîte La Fin du Monde. En efecto, resultó que uno de los muchachos vencidos por la vida, sin afeitar, de facha soñadora y mirada triste, que había en un rincón del sótano, y que sostenía en la mano un vaso de té aromático, mentolado, se parecía increíblemente a Laureano… ¡Era su viva estampa! Era Laureano… con diez años más.

Margot lo estuvo contemplando hasta cerciorarse del parecido. Y desde entonces luchaba para no dejar traslucir lo que ocurría en su interior.

Entretanto, el silencio que se había producido en la reunión se prolongaba tanto que Julián se creyó en la necesidad de romperlo. Así lo hizo. Y tomando cariñosamente la mano de su mujer le dijo:

—Muy bien, Margot… Has hablado, y creo que todos estarán de acuerdo conmigo, como los propios ángeles…