Y BIEN QUE SE MERECÍA MARGOT un premio después de tanto velar por la tribu y después de la noticia que acababa de darle a Julián. Y lo tuvo. Las circunstancias se confabularon para que así fuese. La prensa anunció que a primeros de octubre se celebraría en París un Congreso Internacional de Urbanismo, y al propio tiempo una Exposición de Materiales para la Construcción. Julián y Rogelio, al leer la noticia, se miraron el uno al otro como diciendo: «¿Qué se hace?»; y la respuesta no podía ser más que: «Asistir». Precisamente desde la «apertura de fronteras» que había significado el Congreso Eucarístico eran muchos los industriales, ingenieros, abogados, médicos, etcétera, que iban a la Jefatura de Policía provistos de las correspondientes fotos-carnet, que rellenaban los exhaustivos cuestionarios, que sacaban su pasaporte y tomaban el coche, el tren —algunos el avión— y salían de España a conectar con profesionales extranjeros de su especialidad o simplemente a echarle un vistazo al mundo, el resto del mundo no encorsetado por el rígido decálogo vigente en España. El doctor Martorell, que, efectivamente, asistió al simposio de Amsterdam, para el que fue invitado, a la vuelta declaró: «Hay que rendirse a la evidencia: estamos en mantillas». Era la opinión general de los que cruzaban los Pirineos. ¡Cómo se recuperaba Europa, pese a la horrible guerra mundial que la arrasó! ¡Qué fábricas, qué puentes, qué carreteras! Francia, Bélgica, Inglaterra, Italia, ¡la propia Alemania!… Aquello no tenía nada que ver con la visión que del exterior suministraban al público los periódicos y los noticiarios españoles.
Margot y Rosy habían leído también la noticia de la celebración de dichos Congreso y Exposición, pero sin darle mayor importancia. Hasta que se olieron que el asunto interesaba a Julián y a Rogelio. Entonces se olvidaron de muchas facetas y sinsabores y una sola palabra se incrustó en mente, borrando todas las demás: ¡París! Para ambas, bien que por motivaciones distintas, era una de sus aspiraciones más largamente acariciadas. Para Rosy, porque no conocía la capital francesa y la mujer buscaba sensaciones nuevas; para Margot, en recuerdo de su padre, don Jorge Abadal, y porque París, también en su opinión, era «la capital del mundo».
Nada que oponer. Los maridos bromearon incluso con su ignorancia del idioma francés. «¡Si es que os necesitamos! ¿Adonde iríamos sin vosotras? Nos perderíamos por cualquier calle poco frecuentada…». A Merche, que entretanto ya había hecho un viaje a Roma y otro a Londres —fue la primera cliente de Cosmos Viajes—, le dijeron: «Si quieres algo para París, nos vamos para allá». «No, gracias. Enviadme una postal».
La estancia fuera de España duraría ocho días lo menos, quizá un poquito más. En la avenida Pearson se instalaría la madre de Rosy, Vicenta, y todos los días iría a pasar revista, «como en los buenos tiempos», Montserrat. En General Mitre se instalaría la abuelita, Beatriz, pese a que Rosario, la doncella, era una bendición de Dios. ¡Claro, era cuestión de organizarse, a causa de los chicos! Y es que, lo mismo Pedro y Carol que Laureano y Susana, estaban en la edad del huracán y del miedo, de la autosuficiencia y de la melancolía: estudiaban el bachillerato y, conforme a las predicciones de Andrés, el hijo del joyero, les salían granos en la piel.
Naturalmente, los chicos se alegraron enormemente del viaje de sus padres. «¿Nos traeréis muchos regalos?». Pedro comentó: «París debe de ser como tres veces Barcelona, ¿no?». Sergio, el hijo de Amades, con el que habían entrado en contacto y que les inspiraba mucho respeto sin que supieran por qué, tal vez porque era mayor o porque llevaba la cabeza completamente rapada, contestó: «¿Tres veces has dicho? ¡Te quedas muy corto! Y lo que deberían hacer vuestros padres es llevaros y quedaros todos a vivir allí. Aquello sí vale la pena».
El conserje de General Mitre, Anselmo, al enterarse de la aventura olvidó su acostumbrado mal humor. Aunque «Radio Pirenaica» lo había decepcionado porque prometió lo que no había de cumplirse, opinaba, como Sergio, que «París, aquello sí, valía la pena». El hombre se pasaba muchas horas solo en el vestíbulo, con Felisa, su «mañica particular», pues sus hijos estaban en el colegio. Y rumiaba, rumiaba y se hartaba de leer las «mentiras de la prensa, que hablaba como si España fuera una potencia mundial». Republicano y escéptico, últimamente había descubierto las novelas policíacas, que lo chiflaban como antes la radio. Seguía recriminándole a su mujer que lo hubiera empujado a abandonar el pueblo y las ovejas para trasladarse a la capital; pero Felisa, que se había cansado de que Anselmo fuera pastor, sin perspectivas de mejora, pasando frío y siempre consultando el cielo por si amenazaba tormenta, le replicaba:
—¿De qué te quejas, tontorrón? Si aquí vives como un rey. Con calefacción, con tu vivienda, con tus gafas para leer, con buenos maestros para los chavalines… ¡Como te hablara de volver al pueblo, me llevabas al manicomio!
El conserje, en su fuero interno, admitía que a su «mañica» le sobraba razón. Barcelona no le gustaba porque carecía de espacios verdes, por la humedad —¡ah, ignoraba la que había en París!— y, últimamente, por el ruido de las motos; pero reconocía que en el inmueble, sentado en un taburete detrás del mostrador, era, efectivamente, un «rey», con su teléfono que comunicaba con todos los pisos, con el correo, muy abundante, que clasificaba con mucho esmero antes de meterlo en los buzones… ¡Si consiguiera permiso de los vecinos para poner macetas a la entrada! «Se lo pediré a don Julián…». Anselmo se sentiría más acompañado, como si un pedazo de naturaleza se hubiera incrustado en su feudo.
Algo, por desgracia, no tenía arreglo en aquel lugar donde transcurrían tantas horas de su existencia: el fresco mural que ocupaba casi toda la pared situada enfrente del mostrador. Anselmo no podía con él, y cuando lo obsesionaba demasiado interponía el periódico para no verlo. No se sabía si aquellas manchas y garabatos eran peces, alquitrán mascado o una tomadura de pelo. Por cierto que una tarde entró un tipo joven, barbudo, con cara de señorito, y se confesó autor de la obra. Precisamente había entrado allí para echarle un vistazo… Anselmo, después de mirar al joven como él sabía hacerlo, le dijo: «¡A ver si por fin me entero de lo que esto representa!». El tipo se encogió de hombros, y mientras se dirigía a la salida contestó: «¿Representar? Nada, buen hombre… Es un estado de conciencia».
El entusiasmo de Rosy y de Margot no era descriptible. «¡Vaya! ¡Por fin han tenido un detalle con nosotras!». Rosy protestaba: «No seas ingenua, Margot. Nos llevan por lo que dijeron, porque no saben una palabra de francés». ¡Qué más daba! El acuerdo había sido unánime: irían los cuatro en el Mercedes de Rogelio, que se tragaba los quilómetros. En honor de Margot, del embarazo de Margot —por cierto que la noticia dejó alelados a los Ventura—, harían el viaje en dos tiradas, pernoctando en Cahors.
No fue necesaria la intervención de Cosmos Viajes para la reserva del hotel. Rogelio y Rosy no podían siquiera pensar en otro que no fuera el Hotel Catalogne, propiedad de Juan Ferrer, y Julián y Margot, gracias a Chantal, no tenían nada que objetar.
Margot no cabía en sí de gozo, y a punto estuvo de comunicar a sus hijos que pronto tendrían un hermanito… «¡Pero no! De este modo podré decirles que lo encargué en París». ¡Pisar otra vez Francia! Rosy se apresuró a adquirir varios vestidos y jugueteaba con Kris, que meneaba nerviosamente la cola, como siempre que sus amos se disponían a ausentarse. «Pobrecito… Querría acompañarnos… ¿No comprendes que nos harías la pascua?».
Mientras Montserrat se ocupaba en despachar los trámites necesarios —azorada porque Julián continuaba mirándola con insistencia—, Rogelio le tomaba el pelo al arquitecto.
—Pero ¿has meditado bien lo que vas a hacer? ¿Y la Revolución Francesa? ¿Y Voltaire? ¿Y la guerra de la Independencia? ¿Y los masones? ¡Todavía estás a tiempo!
Julián aguantaba el chaparrón.
—Servidumbres del oficio… —decía.
Algo había de verdad en su respuesta. El Congreso y la Exposición eran importantes para él. No podía vivir aislado eternamente. Necesitaba también echarle un vistazo al mundo.
No existía sino un pequeño inconveniente: el Instituto de la Moneda limitaba al máximo la cantidad de dinero que podía sacarse de España, y eso a Rogelio no le gustaba ni pizca. Por fortuna, intervino Ricardo Marín.
—No te preocupes —le dijo el banquero—. Te daré un cheque del Banco de Francia, que allí podrás cobrar donde te sea más cómodo.
Rogelio abrió de par en par los ojos.
—Pero…
—Llámalo como quieras —sonrió Ricardo—. Pero sin olvidar que ni siquiera la Santa Madre Iglesia considera que el contrabando es pecado.
Todo dispuesto, partieron de Barcelona el 1 de octubre, tres días antes de la inauguración del Congreso. El tiempo era bueno, lo que Rosy consideró de buen augurio. En el interior del coche reinaba un clima de euforia casi exagerado; parecían dos matrimonios pobres a los que acabara de tocarles la lotería.
Llegados a la frontera, Rogelio entregó el pasaporte con aire displicente, de veterano, mientras Julián, al ver a los gendarmes con sus extravagantes quepis, comentó por lo bajo, socarronamente: «¿Estáis seguros de que es gente de fiar?».
Ninguna dificultad, y poco después el Mercedes enfilaba la carretera francesa. Rogelio conectó la radio —tenía previsto el detalle— y se oyó música de acordeón. Oh, là, là!, rubricó, quemando de golpe y porrazo todo el francés que sabía.
A Margot le faltaban ojos para mirar fuera, porque la comarca que cruzaban era el Rosellón, el Rosellón tan querido, que formaba parte de sus recuerdos infantiles. Pese al tiempo transcurrido desde que su padre la llevó allí por última vez, el paisaje, el color de las casas, los cañaverales, los viñedos, todo le resultó familiar.
—¿Puedo abrir la ventana, Rogelio?
—¡No faltaba más! Estamos en país libre.
Margot bajó el cristal y asomó la cabeza para recibir la caricia del viento. A trechos aparecía el mar, de un azul intenso. Pasaban muchos camiones lecheros y se veían tractores en los campos.
—Maravilloso, ¿verdad? —y Margot apretó la mano de Julián. Éste, presa de sentimientos contrapuestos, asintió: «Desde luego».
De pronto, Rogelio vio el letrero de una tienda en la propia carretera y exclamó:
—¡Si serán graciosos! ¡En vez de panadería, ponen boulangerie!
Rosy le dio un codazo.
—Anda, no seas paleto.
Pronto pudieron comprobar que los conductores franceses corrían como diablos, lo cual resultaba peligroso, habida cuenta de que la calzada era buena pero estrecha. Rogelio, al principio, se lo tomó con parsimonia. «¡Hala, pasad, pasad!». Pero en una ocasión, al verse rebasado en una curva por un Citroen que zumbaba como un bólido, asomó la cabeza por la ventanilla y gritó: «¡Franchute! ¡Despistao! ¡Cornudo!». Desde entonces pareció dispuesto a exhibir su inagotable vocabulario de conductor. Rosy volvió a la carga.
—Calma, Rogelio, por favor… Tú, por tu derecha y adelante…
El único incidente. Lo demás, a pedir de boca. Cuanto veían los incitaba a hacer comentarios. En los pueblos era inevitable ver a unos cuantos hombres jugando a la petanca, a menudo, el cura, arremangada la sotana, intervenía en la partida. «¿Eh, qué os parece?». De trecho en trecho, una pareja de gendarmes circulando en bicicleta, tranquilos. Había sosiego en el ambiente, como una indefinible sensación de normalidad. Rogelio se detuvo para repostar y al cabo de un rato dijo: «Esto es gasolina y no lo que nos sirven en España». Julián prestaba especial atención a la forma de los campanarios.
Margot hubiera deseado dar un rodeo para visitar los antiguos castillos del Loire, pero Rogelio y Julián protestaron.
—¿Es posible que quieras retrasar la llegada a París?
Rosy bromeó:
—No te preocupes, mujer. Los visitaremos a la vuelta y sales ganando; tendrán unos cuantos días más…
Por fin atacaron la inmensa llanura francesa. Fértil, ubérrima, con ríos y arroyuelos que surcaban a derecha y a izquierda. ¡Agua! Una bendición de Dios… Daban ganas de detenerse un momento para oírla deslizarse fecundando la tierra y puliendo los guijarros. Todos recordaron las zonas españolas secas, yermas. Si España tuviera aquellos ríos, aquellos arroyuelos… a lo mejor Anselmo se habría quedado en su aldea. A lo mejor el doctor Beltrán sería menos pesimista y Rosario, la sirvienta, sabría leer. A lo mejor no hubiera estallado la guerra civil…
La decisión de pernoctar en Cahors había sido correcta. Tuvieron tiempo para todo. Para almorzar sin prisa —el pan crujió que daba gloria y el vino tinto era de la mejor calidad—, para cantar «Asturias, patria querida», la sardana L’Empordà, para amodorrarse, contar chistes y criticar la desfachatez con que últimamente el conde de Vilalta mencionaba en público a su amante de turno, una judía polaca de muy buen ver.
En Cahors cenaron bien y durmieron como lirones; y al día siguiente, un poco más tarde de lo previsto, a la carretera otra vez. El paisaje volvió a encandilarlos, tal vez porque estaban de buen humor. Y a escasos quilómetros de París, ¡la espléndida autopista del oeste! Qué pena las carreteras españolas… Dicha autopista les permitió alcanzar pronto los suburbios de la capital, afeados por las fábricas pero impresionantes de potencia, de actividad.
Y a medida que fueron adentrándose en el casco urbano, Margot no acertaba a contenerse. ¡Cuánto tiempo esperando aquel momento! ¡Y qué suerte que los alemanes respetaran la ciudad! La mujer quería verlo todo a un tiempo y sólo musitaba una palabra: París, París…
Preguntaron por rué Laffitte y pronto se encontraron ante la puerta del Hotel Catalogne, que tenía buen aspecto. Era céntrico, pese a lo cual la calle era muy tranquila, próxima al bulevar Haussmann.
Se apearon, desentumeciéndose, mientras un mozo aparecía para hacerse cargo del equipaje. La puerta era giratoria y Rogelio, a quien en el Colegio de Jesús hubieran puesto un cero en «urbanidad», pasó el primero, seguido de las mujeres y de Julián. Inmediatamente se dirigió a recepción y preguntó por monsieur Juan Ferrer o por madame Chantal.
—¿De parte de quién?
—De sus amigos de Barcelona.
—¿De Barcelona? Un momento…
Apenas transcurrido un minuto el constructor abrazaba con visible emoción a un hombre alto y delgado, de pelo blanco —incluso las cejas— y cabeza noble, con muchos surcos en el rostro. Boca apretada y enérgica; en los ojos, en cambio, titilaba una mezcla de inteligencia y cansancio.
—¡Rogelio! ¡Rogelio! Recibí tu carta hace solamente tres días…
—¡No quería escribirte! Quería darte la sorpresa…
—¡Qué alegría! Pero… ¿será posible?
—Ya lo ves. Aquí estoy… —Rogelio, acto seguido, rectificó—: Mejor dicho, aquí estamos… —y se volvió para hacer las presentaciones de rigor.
Juan Ferrer, gracias a la descripción que le había hecho Chantal, adivinó sin dificultad quién era Rosy y le besó con mucho estilo la mano. Luego hizo lo propio con Margot. Y finalmente estrechó la de Julián.
Cumplido este requisito, Juan Ferrer se dirigió de nuevo a Rogelio, esbozando una sonrisa.
—¿Te acuerdas de aquella noche loca?
—¡Me acuerdo de todo! ¡De todo absolutamente!
—Oye, que quiero hablar largo contigo, ¿eh?
—¿Dónde está Chantal?
—Estará por ahí, por la cocina, echando una mirada… ¡Pero haré que la avisen! ¡Me ha hablado tanto de vosotros! Garçon!
Mientras Juan Ferrer daba el recado, cada uno de los reunidos sintió con hondura cuál era su propio estado de ánimo. Nada que añadir con respecto a Rogelio y Rosy; otra cosa eran Julián y Margot. Julián, desde el momento que vio al exiliado Juan Ferrer, aun pensando en que fue un «mandamás» rojo, se sintió capaz —gracias a la «noche loca», a que salvó la vida de Rogelio— de comportarse con toda corrección; Margot, en cambio, experimentó una profunda tristeza, pues se dio cuenta de que no conseguía perdonar. ¡Tantos años, y no era posible olvidar la división, la lucha, la visión del cadáver de su padre en los fosos de Montjuich! Cuando Juan Ferrer le besó la mano, pese a ser todo un «señor», experimentó la misma repugnancia que si se la hubiera besado en mil novecientos treinta y siete… ¿Por qué aquello? Generación cainita la suya y, por tanto, destrozada. Generación destinada, probablemente, a transmitir a los hijos —¿incluso al que llevaba en las entrañas?— un buen puñado de oscuros resentimientos.
No les dio tiempo para mayores reflexiones, pues momentos después apareció, pimpante y contagiando simpatía, como en Barcelona, Chantal. Efectivamente, se encontraba en la cocina, pero ¡al diablo lo que ocurriera con la cena, puesto que ellos estaban allí!
Naturalmente, primero saludó cálida y efusivamente a Rosy y a Rogelio, y luego dijo, con mucho donaire:
—Usted es Margot… Y usted, Julián…
Éstos, ganados por aquella «católica» y vital mujer, le preguntaron:
—Pero… ¿se acuerda hasta de los nombres?
—¡Si en Barcelona no hicieron más que hablarme de ustedes! Y en la carta Rogelio nos anunciaba su visita.
Nuevos saludos, nuevas sonrisas.
Intervino Juan Ferrer:
—Bueno… ¡que les prometiste bañera y ducha!
—¡No te preocupes, mon cher! —dijo Chantal—. Todo está arreglado… Confío en que las habitaciones les gustarán. Una semana lo menos, ¿verdad?
—¡A lo mejor nos quedamos un mes! —rió Rogelio.
—Ojalá —comentó Juan Ferrer—. Por lo menos hay dos criaturas que se lo merecen: París… ¡y Chantal!
Ésta llamó a uno de los mozos —luego rellenarían las fichas— y le dio el número de las habitaciones, situadas en el segundo piso.
—Suba usted los equipajes, por favor… —Luego fue ella misma por las llaves y, llamando a un botones, le dijo—: Acompaña a los señores al segundo…
Camino del ascensor, Rogelio dijo:
—Gracias por todo, Chantal.
Ésta dio entonces muestras de su expeditivo temperamento.
—Aquí se cena muy temprano… ¿Quieren ustedes bañarse, cenar solos y luego nos reunimos para tomar café?
Entendieron que ello era lo más práctico para el buen funcionamiento del Hotel Catalogne, que parecía estar hasta los topes, y aceptaron.
—¡Pues bien venidos! Y hasta luego.
Rogelio se retrasó un momento para decirle aparte a Juan Ferrer:
—Pillín… Que eres un pillín…
—¿Lo dices por Chantal?
—¡Quia! Por haber estrechado la mano de un exoficial de Franco…
Después de la cena —se arreglaron un poco para bajar al comedor— se celebró, en un saloncito reservado, donde pudieron charlar a sus anchas, la reunión prevista, amenizada por un café de filtro que sabía a demonios.
De momento, se trataba más que nada de programar aquella semana tan importante para los recién llegados. ¿Por dónde empezar? ¡Había tanto que ver! Ignoraban los horarios del Congreso, mas para el resto Chantal les había traído —y los extendió sobre la mesa— unos planos y unas guías muy detallados, en los que estaban señalados los monumentos, los restaurantes, los horarios de los museos, de los espectáculos, etcétera.
Chantal se mostró partidaria de empezar haciendo de «turistas perfectos». «Mucha gente, por miedo del esnobismo, se pierde sitios que verdaderamente valen la pena».
Margot, a la vista del mapa de la ciudad —lo recordó perfectamente, con la vena ondulante del Sena partiendo aquélla en dos mitades—, le pidió permiso a Chantal para ir citando unos cuantos nombres, nombres que Rosy podía ir marcando en el plano con una cruz: Arco de Triunfo, Notre-Dame, torre Eiffel, las Tullerías, plaza de la Concordia, Barrio Latino, Montmartre, etcétera.
Chantal, terminada la operación Margot, asintió convencida, pero luego añadió:
—Todo eso está perfecto. Sin embargo, luego nosotros podríamos indicarles otros lugares… ¿cómo se dice en español cachés?
—¡Ocultos!
—C’est ça.
Conversaron un rato más, pero los recién llegados se encontraban algo fatigados —¡ningún ánimo para ir al Folies Bergère!— y puesto que sólo faltaba un día para la inauguración del Congreso y era preciso aprovechar la jornada siguiente, decidieron acostarse.
Se despidieron, pues —Juan Ferrer continuó dando muestras de su clase y empleando un léxico rigurosamente intelectual, cual correspondía a un exinspector de Enseñanza Primaria—, y los huéspedes se dirigieron de nuevo a los ascensores, dispuestos a regresar a sus habitaciones.
—Sin duda extrañarán un poco las almohadas… —les dijo Juan en el último momento.
—En efecto… —contestó Rosy—. Son como de piedra —y sonrió—. Y muy largas y parecen tubos.
—Eso, lo lamento, no tiene remedio.
A la mañana siguiente comenzó el cuento de hadas, sobre todo para Margot. ¡Qué grandeza! París era regio y a la vez popular, tenía un carácter específico, era hermoso. El gris de las fachadas, los tejados de pizarra, las plazas, las iglesias, las grandes perspectivas… La pipa de Julián humeaba, al margen de la guerra de la Independencia y de León Blum. Por lo demás, el tiempo se puso de su parte. Tan pronto lucía el sol como, de repente, franjas de niebla se posaban a media altura de los edificios. Entonces éstos adquirían una majestad un tanto misteriosa. Luego volvía a lucir el sol —redondo, rojo, violento— y los colores se encendían. Margot recordó una definición de su padre: «En París hay una alma antigua en cada ventana».
Habían acordado desplazarse lo más posible a pie, para no perderse detalle, pero Rosy, que llevaba tacones altos, con frecuencia se detenía para tomarse un descanso. «¡Perdonad, pero estas distancias son imposibles!». Hasta que Rogelio, que últimamente había engordado más aún, dijo que no podía más y que era preciso tomar un taxi. ¡Resultó que el conductor era una mujer! El dato los sorprendió sobremanera. Mujer de aspecto marimacho, que conducía con guantes, de pocas palabras y que no hacía más que mirar el contador.
Pero eso no importaba, comparado con lo que estaban viendo.
—¿Os dais cuenta? ¡Es mucho París!
Notre-Dame los entusiasmó. Antes de entrar, Julián se detuvo un buen rato en la plaza para contemplar a distancia la fachada, mientras Rogelio disparaba desde ángulos diversos su máquina fotográfica.
—No está mal, no está mal…
—¿Cómo que no está mal? ¡Una de las siete maravillas!
—¿Cuáles son las otras seis?
El interior era armonioso. Julián prestó atención a la elegancia de las columnas, a los rosetones, a las bóvedas, al altar mayor, donde precisamente se estaba celebrando una ceremonia solemne. Un coro de monaguillos, de voces blancas, cantaba el Tántum ergo. Margot se acercó a Julián y le susurró al oído:
—Laureano haría un buen papel aquí, ¿no crees?
—¿Cómo…? ¡Ah, sí, desde luego!
Salieron, y justo a la derecha del templo vieron algunos jóvenes melenudos pintarrajeando extraños motivos en las aceras. Los transeúntes dejaban caer a su lado algunas monedas. «Curioso, ¿verdad?». Allí despidieron el taxi —la mujer marimacho, al ver la propina, puso cara de asco— y siguieron andando. Se detuvieron en el puente de la Cité. Desde aquel enclave la panorámica del Sena era fascinante. Las barcazas que surcaban el río, los turistas paseando por las orillas, los clochards, las parejas de enamorados, los pintores… Rogelio recordó que Juan Ferrer le había escrito una vez: «En los suburbios de París, debido a los vertederos de las fábricas, las aguas del Sena se vuelven rojas». Resultaba difícil, desde aquel lugar, imaginar rojas las aguas del río.
¡Se trasladaron a l’Étoile! En verdad que el espectáculo era soberbio. Subieron al Arco de Triunfo y, al asomarse a la barandilla por el lado de los Campos Elíseos, recibieron un impacto de los que hacen época, al revés de lo que les había ocurrido en la Ópera, que a Julián lo decepcionó. ¡L’Étoile! Rogelio se olvidó de que llevaba consigo los prismáticos… Hacía mucho viento y Rosy y Margot se anudaron un pañuelo a la cabeza. Julián, absorto, daba la impresión de que se estaba replanteando determinados conceptos.
Rosy explicó:
—Si no estoy equivocada, fue Napoleón III quien proyectó esa confluencia de las avenidas en forma de estrella. Y quien ordenó que tuvieran la anchura que tienen.
Rogelio se rascó irónicamente una ceja.
—¡Aprende, Julián!
Permanecieron allí un buen rato. Al fondo, la colina de Montmartre, con el horrible Sacré Coeur. El sol brillaba espléndido y arrancaba de los tejados de pizarra destellos acharolados. Los verdes de los autobuses alegraban el asfalto de las calzadas.
Bajaron y se detuvieron un momento para contemplar la llama perpetua que ardía «en honor del soldado desconocido». «¡Y tan desconocido!», pensó Julián, recordando el chaqueteo de las tropas francesas ante el avance de los tanques de Hitler.
Otro taxi y Margot ordenó:
—A la Torre Eiffel, s’il vous plaît…
Sin saber por qué, a medida que se acercaban a dicha torre todos sentían una emoción especial, pese a lo mucho que la habían ridiculizado los caricaturistas y a un comentario displicente que le había dedicado el propio Juan Ferrer. El caso es que al llegar y apearse, y ver desde el suelo, de abajo arriba, aquel entramado metálico, Rosy exclamó: «Pero… ¡esto es fabuloso!». Y el mismo Julián, tan enamorado de la técnica, clavó durante unos minutos sus ojos admirativos en aquel milagro de ingeniería.
Subieron al último piso —mientras el ascensor ganaba altura, vigas de hierro los crucificaban por todas partes—, y la panorámica que se ofreció a sus ojos les cortó la respiración. Margot sintió vértigo, pero disimuló. Lo cierto es que la urbe tendida a sus pies era inmensa, inacabable. Los coches parecían de juguete. Las zonas verdes se confundían con los edificios, excepto los campanarios y las cúpulas, que se erguían con prestancia. Pensaron mil cosas a un tiempo. En lo que eran capaces de hacer los hombres cuando se ponían de acuerdo para crear; en lo magnífico que sería planificar una ciudad entera… Rosy, inesperadamente, se acordó de la cantidad de personas que se habían suicidado desde aquel lugar tirándose al vacío… Desechó este pensamiento. Miró abajo. ¡Qué horror!
—La verdad, la verdad —confesó Rogelio, remedando el comentario del doctor Martorell— es que en España andamos un poco atrasaditos.
Decidieron almorzar en el propio restaurante de la torre. Brindaron por Napoleón —«que el champaña sea francés», bromeó Rogelio con el garçon—, por los innumerables habitantes del globo terráqueo que no conocían París, por los arquitectos que construyeron Notre-Dame, la Tour Saint Jacques, etcétera.
—Y por los curas con sotana arremangada que juegan a la petanca en el Rosellón —rubricó Julián, inesperadamente, alegre el semblante.
Todos lo miraron.
—Pero… ¡Julián! ¡Enhorabuena!
Decidieron pasar la tarde deambulando por el Barrio Latino.
Margot y Rosy, que ante el edificio de la Sorbona simularon hacer una reverencia, gozaron lo suyo viendo desfilar la cantidad de tipos extravagantes, de estudiantes de todas las razas —muchos negros, limpios, con cuello duro, impecable— y de parejas abrazadas y que se besaban sin el menor pudor. Era un calidoscopio singular, con ruedas de la fortuna y venta de bocadillos calientes, con cafés que daban la impresión de que con sólo entrar quedaba uno investido de filósofo, de poeta, o de pintor de obras inmortales.
¡Y las librerías! ¡Dios mío, qué cantidad de libros, qué variedad, cuántas obras desconocidas en España! «Aquí el que no es sabio es porque no quiere». En los quioscos de periódicos, el número de revistas y de publicaciones de toda índole era increíble, abundando las que trataban el tema del existencialismo. Margot comentó: «Realmente, en España todo está prohibido. ¿Será verdad que no sirve de nada cerrar las ventanas?». Rosy tuvo una expresión ambigua: «Pues… no sé qué decirte. Tal vez los españoles seamos propensos al catarro y de ese modo vayamos tirando».
Pasaron delante de la estatua de Montaigne. Otra reverencia de las dos mujeres… Vieron una librería comunista, con obras de Marx, Lenin —a precios baratísimos— y de García Lorca. Un retrato de García Lorca, agitanado el rostro del poeta, presidía el escaparate.
—¡Anda! —exclamó Rosy, dirigiéndose a Julián—. ¡Tu paisano es nuestro representante en París!
Julián dio una chupada a la pipa y se quedó meditabundo. En el interior sonaba un disco, un himno rojo, que Margot reconoció.
—¡Una canción de las Brigadas Internacionales Alemanas!
Rosy puso cara de asombro.
—Pues no la recuerdo.
—¡Claro que sí! —insistió Margot, un tanto emocionada, luchando entre la amargura de los recuerdos y la belleza de la canción—. ¡La oí tantas veces! Se titula Mamita mía…
Efectivamente, de vez en cuando las voces del coro alemán intercalaban con claridad estas dos palabras: mamita mía…
—Toma nota, Julián —dijo Rogelio, cuando el disco acabó—. Los hombres de las brigadas internacionales tenían también su mamita mía…
Julián se encogió de hombros.
—Si te apetece, entro y compro el disco.
—¡Miau! En la frontera nos detendría la guardia civil.
Continuaron recorriendo el barrio. La abadía de Clichy impresionó mucho al arquitecto, lo mismo que Saint Julien le Pauvre… Les llamaron la atención los urinarios circulares que había por doquier en las aceras, y de los que, intermitentemente, salían hombres y chiquillos abrochándose.
Julián preguntó:
—¿Cómo se llama porquería en francés?
—Merde —contestó Rosy. Y viendo en aquel momento la estatua de Balzac, la mujer saludó otra vez.
De repente, se sintieron cansados, sobre todo Margot. Y puesto que todos los cafés estaban abarrotados, decidieron regresar al hotel. Anuncios luminosos los invitaban a entrar en los cines, pero sus cabezas estaban harto atiborradas de imágenes; y los relojes se acercaban a la hora prevista para cenar.
Regresaron al Hotel Catalogne. En el vestíbulo encontraron, montando la guardia, a Juan Ferrer, y el hombre al verlos llegar acudió a saludarlos. Ante los mostradores había mucha gente y se oían clientes hablando en catalán.
—¿Qué tal esa salida? ¿Bien?
—¡La pura gloria! Pero estamos rotos…
—¿Puedo ofrecerles un Pernod? En la pequeña salita reservada de anoche…
—¡Me apunto! —aceptó Rogelio.
—¿Y ustedes?
Se apuntaron todos. Se dirigieron a dicha salita y tomaron asiento, relajándose, y Rosy y Margot dejaron caer con disimulo, por debajo de la mesa, los zapatos.
Juan Ferrer se disponía a retirarse, pero Rogelio lo invitó.
—¿No puedes quedarte un momento con nosotros?
El hombre titubeó un momento, pero de repente pareció encantado y accedió.
—Si no es para mucho rato, creo que sí. Con permiso… —Se fue a dar algunas órdenes y regresó al instante, sentándose con ellos y completando el círculo.
Juan Ferrer se interesó por lo que habían estado visitando. Margot se lo contó a grandes rasgos, sin excluir las obras de Marx y lo mucho que les había impresionado la torre Eiffel. Rogelio se refirió a los tipos raros y a los urinarios…
—En París hay de todo… —terminó diciendo la mujer de Julián.
—¡Oh, desde luego! Si no, no sería París.
Había incluso Pernod, que les sirvieron sin tardanza, lo que los reconfortó.
Rogelio se interesó por su amigo, que movía con cierta dificultad el cuello, debido a una herida recibida en la guerra de España.
—Te sientes a gusto aquí, ¿verdad, Juan?
—¡Desde luego! Fuera de Barcelona, puede decirse que he encontrado mi lugar…
Juan Ferrer hablaba pausadamente, con cierto dejo de tristeza.
—¿Y qué es lo que más le interesa de la vida en París? —preguntó Rosy.
Juan Ferrer pareció meditar.
—Puedo hablar sin que nadie se moleste, ¿verdad? —inquirió.
—¡Naturalmente!
—Pues aparte de la propia ciudad, que me parece una maravilla, me gusta poder opinar donde sea y sobre lo que sea, sin que pase nunca nada… ¿Me comprenden ustedes? Esa sensación, que es algo que se respira, lo es todo para mí… Los periódicos critican al gobierno, se discuten las cosas… Es la única forma de formarse un criterio. —Luego agregó—: Pero ya se lo dije antes: pienso mucho en Barcelona. La patria chica tira mucho.
Rosy, que se sentía muy animada, insistió:
—Así, pues, ¿desearía usted regresar a Barcelona?
El rostro de Juan Ferrer se transformó. Su respuesta fue rotunda.
—¡Desde luego, señora! —Inmediatamente añadió—: Pero, por descontado, tendrían que cambiar allí muchas cosas…
Julián intervino por primera vez.
—Si estoy bien informado, y conste que tampoco desearía molestarle a usted, quedó usted muy decepcionado de la zona en que luchó… Entonces… ¿a qué cosas se refiere?
Juan Ferrer movió lentamente las cejas, en expresión peculiar.
—Con franqueza, señor… Me refiero a lo que yo entiendo por libertad… —y antes de que Julián añadiera algo se le anticipó—: ¡Sí, ya sé, en nuestra zona tampoco la hubo! Y por eso me decepcioné… ¡Bueno! por eso y por otras cosas. Y por eso perdimos la guerra…
—¿Entonces? —intervino Rogelio.
—Entonces parece que la cosa está clara —dijo Juan Ferrer—. Aquí es donde he aprendido que existe un término medio justo: la democracia. En lo político, se entiende; porque en lo social estamos muy lejos de lo que yo considero justo.
La palabra «democracia» desconcertó a los reunidos. ¡Llevaban tanto tiempo empleando ese vocablo como sinónimo de anarquía, de corrupción! Les sonó tan lejana como la primera vez que emplearon la palabra «Cosmos»…
Juan Ferrer, como si leyera el pensamiento de su auditorio, tomó un sorbo de Pernod —se le veía tranquilo, seguro de sí— y añadió:
—La verdad es que en España apenas si tuvimos experiencia democrática. La República murió antes de nacer.
No le gustó a Margot el giro que tomaba el diálogo —veía nervioso a Julián— y cambiando bruscamente de tema preguntó:
—¿A su juicio cuál es la principal virtud de los franceses?
Juan Ferrer se volvió lentamente hacia Margot.
—Sin duda alguna, el trabajo. Los franceses trabajan. Ésa es su principal virtud.
Julián intervino de nuevo.
—¿Habla usted en serio?
Juan Ferrer lo miró con extrañeza.
—¡Completamente! Si viviera usted aquí una temporada, se daría cuenta. Pase lo que pase, la administración sigue funcionando.
Rosy, echando una bocanada de humo a la cara de su interlocutor, que no supo cómo defenderse, dijo:
—Hay un detalle que nos ha sorprendido. La cantidad de mujeres que trabajan en todas partes.
Juan Ferrer, después de toser un par de veces, contestó:
—¡Oh, claro! Eso es aquí corriente. En Francia las mujeres trabajan tanto como los hombres. El ejemplo clásico lo tienen en Chantal. Y a mi juicio, en general valen más que ellos.
Rogelio se pegó sendas palmadas en las rodillas.
—¡Pues sí que estamos apañados!
Se produjo un silencio. Era evidente que existía un desfase, que todo aquello resultaba inédito para los recién llegados. Rosy temía que de un momento a otro Juan Ferrer les preguntara a qué se dedicaban ellas en Barcelona; pero, por fortuna, y con extraordinaria oportunidad, apareció Chantal.
—Conque… charlando a mis espaldas, ¿eh? Y yo sin enterarme —se quitó el horrible sombrero floreado que llevaba y se compuso un poco el pelo.
Los hombres se levantaron y ella, con su clásica energía, ordenó a los tres que volvieran a sentarse.
Juan Ferrer informó:
—Se han pateado medio París… Llegaron deshechos.
—¡Huy, pues a cenar prontito y a la cama! Precisamente he salido a unos recados, para mañana estar libre hasta la hora del almuerzo… ¡Las señoras elegirán! O bien puedo acompañarlas a la inauguración del Congreso de Urbanismo, o bien a visitar los grandes almacenes: Les Galeries Lafayette, Le Printemps, etcétera…
Margot y Rosy, después del reciente diálogo con Juan Ferrer, se sintieron un tanto acomplejadas. Sin embargo, ¿qué harían ellas en la inauguración del Congreso, donde no habría más que discursos?
Rosy no tuvo pelos en la lengua.
—Por mí, decidido: los grandes almacenes…
—Por mí también —rubricó Margot.
Y ambas, con disimulo, volvieron a calzarse por debajo de la mesa los zapatos.