CAPÍTULO XVII

EL CONGRESO EUCARÍSTICO significó hasta tal punto una nueva etapa en la vida de la ciudad —y en la de España entera—, que el hecho no lo discutía nadie. El Palacio Episcopal de Barcelona decidió construir, en conmemoración, una barriada entera de viviendas baratas que se llamarían «Viviendas del Congreso», aunque a Rogelio no le interesó intervenir en la subasta de las obras. Diéronse, efectivamente, más facilidades para salir de España y algunos las aprovecharon. Hubo quien, durante una temporada, se comportó un poco mejor. Felisa, la «mañica particular» de Anselmo, le decía al conserje: «¿Sabes que hoy la señora del cuarto derecha me ha saludado y me ha preguntado por tu ciática?». Pequeños y grandes detalles que componían un todo eficiente. En casa de Ricardo Marín la conmemoración se efectuó de un modo particular y bancario, a base de multiplicación: Merche dio a luz otra niña, que por expreso deseo de la madre y de Cuchy se llamó Yolanda.

Rogelio se sentó en el flamante despacho de la Constructora y se puso a reflexionar. También él quería conmemorar el Congreso de alguna manera, inaugurando una nueva etapa en su vida. «Marilín, tráeme el bicarbonato, por favor». «Faltan diez minutos». «No importa». Diluyó el líquido blancuzco, devolvió el vaso a su secretaria y volvió a quedarse solo. Entonces tuvo la corazonada. Desde el primer momento vio la cosa clara y tuvo la certeza de que todo saldría a pedir de boca.

Tomó un bolígrafo de la mesa, aunque no tenía nada que anotar con él, y se dijo: «Vamos a ver». Pensó en los millares y millares de extranjeros que habían entrado por vez primera en España. Y efectuó una de sus clásicas carambolas: no sólo pensó en la reacción de los españoles al verlos —por ejemplo, al ver la cantidad y calidad de sus coches—, sino en la reacción de los propios extranjeros al encontrarse en España. ¡Si consiguiera atar los cabos! Los ató. Por una parte, resultaba evidente que al otro lado de los Pirineos los súbditos se enriquecían de una manera espectacular, lo que les permitiría echar cuando quisieran una cana al aire; por otra parte, España les interesó. Prescindiendo de la personalísima actitud de Chantal, el denominador común, que se hizo patente en las entrevistas periodísticas, en las declaraciones espontáneas, y, sobre todo, al verlos por las calles, fue una alegría desbordante. Se mostraron encantados al pisar tierra española y tener la posibilidad de beber buen vino —y a buen precio— y de desmayarse al sol. Y no era sólo eso. Les interesó enormemente el paisaje, les interesaron los contrastes, ¡y les interesó el misterio! Sí, ésa era la noción principal. Todo lo miraban con ojos asombrados, como Julián a los autocares belgas aparcados frente a la Catedral. España, después de tantos años de confinamiento, era para ellos un misterio e ignoraban lo que había detrás de él. Muchos creían que el país todavía quemaba a los herejes… Tal circunstancia ejercía sobre sus cerebros una atracción particular, que probablemente, al regreso a sus hogares, el recuerdo intensificaría.

¿Cabía sacar alguna conclusión específica de semejante rompecabezas? Sí, una muy precisa. «Marilín, que no me interrumpan, por favor. Hasta nuevo aviso, no estoy para nadie». Cabía sacar la conclusión de que a dichos extranjeros les apetecería volver con menos prisa, y que tal deseo se expandería en cadena… Lo más probable era que, si alguien los estimulaba, en los próximos años —imposible precisarlos exactamente— España podía convertirse en el lugar preferido por los turistas de Europa y, más tarde, de América. El Congreso había sido la primera hornada, de signo espiritual; le sucederían otras hornadas, un tanto más paganas, puesto que a las mujeres les gustaría broncearse en las playas, como le gustaba a Rosy, y los varones, cabezas de familia, calcularían que, al cambio, pasarse aquí quince días con los suyos les saldría baratísimo…

¿Alguna razón en contra, algo que objetar? Rogelio eructó un par de veces, encendió un habano y se echó para atrás. El planteamiento se le antojó correcto. La riqueza traía consigo automáticamente ganas de viajar, de cambiar de aire, de ver cosas nuevas. España, empezando por la situación geográfica, sería sin duda ese «aire nuevo» que los enriquecidos turistas querrían respirar.

¿A qué esperaba, pues, sentado en aquel sillón? O estaba borracho —y sólo había tomado bicarbonato—, o había llegado el momento de proponerles a Ricardo Marín y al conde de Vilalta la posibilidad de fundar la sociedad con que él soñó tantas veces y de que les habló en el Club de Polo. «Bueno, cuando tengas algo concreto, avísanos», le habían dicho. Ya lo tenía. ¡Y no era moco de pavo! Anticiparse. Anticiparse a todas las agencias turísticas, que, en un plazo no muy largo, brotarían como setas. Tratábase de lograr que los turistas, una vez en España, encontraran ciertas comodidades: ello significa construir algunos hoteles de categoría diversa. Tratábase de que el mayor número posible de aquéllos se enterase de los misterios que los aguardaban aquí: eso significaba mucha publicidad. Tratábase de facilitarles la venida, la estancia y el regreso: significaba montar una agencia de viajes en regla, etcétera. El asunto tenía su miga. No era un juego de niños. Pero el que pegara primero pegaría fuerte.

—Marilín, ¿qué aspecto tengo hoy?

—Se le ve algo preocupado.

—Pues a ver si me quito el peso de encima… —Y llamó por teléfono.

Antes de decidirse, Rogelio lo consultó con Alejo, que tenía también su radar. Y Alejo se entusiasmó. «¡A eso lo llamo yo dar en el clavo!». «¡No te eches para atrás! ¡Si ellos fallan, encontrarás otros socios que se pirren por sacar eso adelante!».

Rogelio se las ingenió para darle a la entrevista cierta solemnidad, consiguiendo que se celebrase en el mismísimo despacho de Ricardo Marín, en el Banco Industrial Mediterráneo. El banquero y el conde acudieron ganados por cierta curiosidad, pues Rogelio más bien gustaba de tratar todos los asuntos en la Constructora.

—Vamos a ver. ¿Qué pasa con las enseñanzas del Congreso? ¿Te has convertido al catolicismo?

—Nada de eso. Me he convertido en una tómbola al alcance de quien quiera comprar un boleto con la seguridad de llevarse el primer premio.

Y les expuso todo lo que había rumiado para sí. Lo hizo con ardor, con seguridad, ampliando todos y cada uno de los argumentos que llevaba en la mollera. Gesticuló menos de lo acostumbrado, porque sabía que en cuestión de negocios sus oyentes no se dejaban influir por manotazo más o menos. Pero su acento era persuasivo y excitaba los oídos.

Así quedó demostrado. Pasado el primer momento de perplejidad, el conde de Vilalta, que tenía la costumbre de juguetear con el anillo de boda que llevaba en el anular, dijo:

—Desde luego, es una idea. Los directores de mis publicaciones, sobre todo los de las revistas femeninas, me informaron de que realmente España encantó a los congresistas de fuera y que todos se quedaron con ganas de volver. Sí, es asunto que conviene meditar.

Intervino Ricardo Marín. Su versión era un tanto más prosaica, acaso porque no podía olvidar que ocupaba un sillón de banquero. Todo lo referido a las bellezas naturales del país, a los contrastes e incluso al misterio por desflorar le impresionaba poco, porque su novedad tendría carácter puramente esporádico. En todo caso, era preciso hacer hincapié en las condiciones climatológicas y en el cambio favorable de la moneda… Para iniciar el estudio de la propuesta, se imponía hacerlo sobre esas bases.

Rogelio se encogió de hombros. Las condiciones climatológicas eran conocidas —lo primero que él dijo fue «que les gustaba desmayarse al sol»—, y el valor de la moneda figuraba en todas las tablillas del Banco. Así que…

—Claro, claro —objetó Ricardo Marín—. Pero el país es muy vario y hay zonas siberianas; y tocante a las tablillas del Banco, hay que pensar en los posibles bandazos…

—El gráfico de las temperaturas está perfectamente delimitado; y tocante a nuestra pobre moneda, no hay ningún indicio de que pueda mejorar…

—Tal vez tengas razón. Nada hace pensar que se produzca ninguna variación. De modo que al hablar del estudio de la propuesta, más bien me refería a la cantidad aproximada que haría falta invertir.

¡Un paso al frente! Ello significaba que el banquero se había interesado más de lo que dio a entender.

Analizaron el asunto minuciosamente. Y el resultado no quedó claro, por la sencilla razón de que no podían empezar en plan de tanteo, como las tiendas de barrio, sino que, en todo caso, debían lanzarse a fondo. Construir de momento media docena de hoteles lo menos, aumentar la plantilla de Jaime Amades para la publicidad y montar una agencia de viajes con todas las de la ley.

El bolígrafo de Ricardo Marín continuó funcionando a gran velocidad. Tanto, que de pronto el hombre se asustó. Dijo que no quería decidir nada aquella mañana de sol glorioso… y asfixiante. Aquello empezaba a parecerle demasiado bonito y lo demasiado bonito le resultaba empalagoso. Mejor que lo consultaran, cada cual por su cuenta, con la almohada. «Aquí nos jugamos los cuartos y, la verdad, no querría luego tener pesadillas». El conde de Vilalta fue del mismo parecer. Para casarse anduvo pensándolo siete años.

Por lo visto, no habría lugar a pesadillas, confirmándose la impresión optimista que se llevó Rogelio. Antes de una semana el constructor se había salido con la suya. Las palabras «turismo masivo» ejercieron de imán. Las almohadas dijeron que sí. ¡Naturalmente! Rogelio sabía que sus «socios» —ya podía llamarlos así— no eran tontos y no dejarían escapar la oportunidad.

Rogelio respiró como no lo había hecho en su vida y estuvo a punto de dedicar al Congreso un triduo de acción de gracias. Su sueño más acariciado acababa de convertirse en realidad. Aquello era el espaldarazo definitivo a su afán de trabajar en compañía de «personas importantes».

En la tercera reunión que celebraron el asunto quedó zanjado y sólo faltaba firmar el contrato, que redactarían conjuntamente los abogados de Ricardo Marín y del conde de Vilalta. De momento, los hoteles serían seis —dos en Lloret de Mar, dos en Palma de Mallorca y dos en Torremolinos—, y los encargados de su construcción serían Aurelio Subirachs y Julián, «Que ellos decidan si quieren trabajar por separado o al alimón». De la publicidad se encargaría, efectivamente —otra victoria de Rogelio—, la Agencia Hércules. Todos conocían a Amades y tenían confianza en su capacidad de filtración. En cuanto al nombre de la sociedad fue motivo de largas discusiones, imponiéndose por fin el de Agencia Cosmos, S. A., que era conciso y lo englobaba todo. Sus locales, así como el correspondiente al de la agencia de viajes —Cosmos Viajes—, podrían instalarse junto al edificio del Banco Industrial Mediterráneo.

—¿Brindamos con champaña?

—La cosa se lo merece.

Ricardo Marín había adoptado ya su aire deportivo habitual y dijo que era de esperar que las turistas-clientes ofrecieran un aspecto algo más atractivo que el de la mayor parte de las que acudieron a esperar al cardenal Tedeschini. El conde de Vilalta lamentó que el Gobierno español prohibiera los casinos de juego. «Entonces sí podríamos hacer una selección». Rogelio, que desde el primer momento quiso dar una auténtica impresión de seriedad —y asegurarse la exclusiva de las obras—, dijo que «Construcciones Ventura, S. A.» garantizaba la calidad de los hoteles y de todo cuanto fuera necesario edificar.

Ricardo Marín dijo por fin:

—Ahora sólo falta saber lo que opina Merche.

Hubo suerte. Merche dijo sí.

El contrato se firmó… y manos a la obra. De momento sólo se construirían los hoteles de Palma de Mallorca y Torremolinos. Se adquirieron los solares y Aurelio Subirachs y Julián empezaron a trabajar ¡al alimón! Julián no cabía en sí de gozo. Trabajar de una manera continuada, junto con Aurelio Subirachs, cuya última hazaña era un viaje a Buenos Aires para supervisar una urbanización, significaba su consagración profesional. Claudio Roig le dijo: «Incluso en esto me equivoqué. ¡Pero me alegro por ti!».

Jaime Amades… La jugada era para él tan fuerte que decidió cambiar su cochambroso local por uno nuevo en la calle de Londres, también con tabiques de cristal separando a los empleados. Y las mesas y los bocetos se llenaron de dibujos y textos en los que figuraba la palabra Cosmos. «¡No me dirás que Rogelio sólo aspira a forrarse él!», provocó a Charito, mirándola con fijeza. «No, esta vez se ha portado como Dios manda».

Los locales de la Agencia Cosmos, S. A. se instalaron, como se previno, al laido del Banco Industrial Mediterráneo, en la primera planta. Y Cosmos Viajes, su filial más inmediata, en la planta baja. A dicha oficina fue trasladada Montserrat, que trocó su papel de institutriz —periclitado debido a la edad de Pedro y de Carol, ambos ya en pleno bachillerato—, por el de «encargada de recepción». La chica, que dominaba el francés, se comprometió a aprender el inglés con la mayor celeridad posible, y las demás cualidades para ejercer el cargo saltaban a la vista. Su uniforme, lo mismo que el del botones —un chico de una familia modesta, protegido de Gloria—, era azul, con un escudo en el que se veía un globo terráqueo flotando en el espacio. El día que Julián vio a Montserrat con ese uniforme la miró con tal intensidad y persistencia que la chica se azoró y se preguntó: «¿Qué le pasa al señor Vega?». Y el caso es que el señor Vega no hubiera sabido qué responder.

Las perspectivas eran tan excelentes que una suerte de júbilo contagioso se apoderó de los socios, pese a que ninguno de ellos era novato en esas lides. Se celebraron los consabidos cócteles para festejar el acontecimiento, el más aparatoso de los cuales fue el de «Torre Ventura». Una caravana de coches se trasladó a Arenys de Mar. Hubo música, trajes de etiqueta, brindis, ¡un descarado coqueteo entre Ricardo Marín y Rosy! ¿A qué venía aquello? Al final, lo inesperado, idea de Amades. Un globo terráqueo, excelente ampliación del símbolo de la Agencia Cosmos, ascendió por entre los pinos cielo arriba. Luego, fuegos artificiales y traca final. Pedro y Carol contemplaron todo aquello desde una ventana, al lado del inquieto Kris, que pegaba saltos, y se quedaron alelados para el resto de las vacaciones.

Todo el mundo salió encantado, radiante; todo el mundo excepto Margot. Margot, aun a riesgo de volver a ser la nota árida, salió del espectáculo sumida en la mayor confusión. Había sostenido un brevísimo diálogo con Rosy: «Oye, te veo poco animada —le dijo ésta—; ¿por qué no te has puesto aquel broche tan fantástico que tienes?», y otro con la esposa de Aurelio Subirachs, que parecía una mujer cabal, la cual le confesó que no estaba acostumbrada a aquellas mojigangas, pero que en esta ocasión «Aurelio se había empeñado en asistir…».

«Aurelio se había empeñado en asistir…». Margot había visto a Julián moverse a sus anchas entre semejante mascarada opulenta —aquello no se parecía en nada a las fiestas familiares que en tiempos organizaban los Abadal—, y se preguntó si el hombre se daba cuenta del rumbo que tomaban los acontecimientos. Si se había formulado, como ella lo había hecho, la más sencilla de las preguntas: «¿De qué medios se valía Rogelio para prosperar tan espectacularmente?». ¿Medios lícitos, medios ilícitos? Margot recordaba una sentencia de su padre: «Los ladrones de guante blanco suelen ser bien admitidos entre la llamada buena sociedad». Ella no estaba enterada, naturalmente, del asunto de los meublés —únicamente lo sabía Alejo—, pero comprendía que para poder codearse, en cuestión de números, con Ricardo Marín y con el conde de Vilalta no podían bastarle ni la Constructora ni los viajes a Madrid. ¿Qué se escondía, pues, tras aquella escalada vertical? Por si fuera poco, recordaba algunas recientes frases de Rogelio: «El dinero es como la cerveza. La espuma empieza a subir, a subir, y se te mojan hasta los pantalones». «En tiempos de falta de decisión, quien tiene un par de ideas en la cabeza deja k. o. a la competencia».

Apenas si había transcurrido un mes desde el peloteo dialéctico entre Margot y Julián, referido al desajuste de los horarios y al desamparo en que el hombre dejaba a sus hijos. Pero eso a Margot le tenía sin cuidado. Era preciso poner las cartas boca arriba, asumiendo el ingrato papel. Y lo asumió.

La escena tuvo lugar en Can Abadal, a finales de agosto, después de la siesta. Julián se había levantado de buen humor y se sentó en uno de los columpios del jardín, columpio anaranjado, y llamó a Margot y pidió dos refrescos. Y en cuanto la mujer hubo sorbido con una cañita la mitad del suyo, se excusó con su marido de «volver a la carga», pero le planteó sin tapujos lo que le hervía dentro.

Llevaba el discurso preparado, de modo que procedió por orden. Nada de lo que estaba ocurriendo le causaba a ella la menor ilusión, porque demostraba que él no le hizo caso cuando le dijo que los hijos lo necesitaban y que para ellos la promesa de un helado era tan importante como las corbatas italianas lo eran para Ricardo Marín. Lo único que quedaba claro era que Aurelio Subirachs lo deslumbraba como los faros de un coche que pasara de frente y a gran velocidad, y que en adelante él debería trabajar todavía más, incluso los domingos a la hora del almuerzo… ¡No, no hacía falta que la mirase como si no comprendiera el esfuerzo que hacía, y como si no supiera que su intención era buena!; pero ocurría que erraba la dirección del tiro, nada más. Ella y los suyos seguían prefiriendo una vida más modesta y verle la cara de vez en cuando… Lo segundo que quería poner en claro era el sarampión de la opulencia. ¿Qué significaba aquella «rueda» de despilfarros en la que ella se negaba a girar? Todavía no había olvidado aquel cóctel en la avenida Pearson y los que se celebraban ahora eran diez veces más aparatosos. Tal actitud, en los tiempos que corrían, era injusta por definición. Significaba prescindir del cómo y del porqué. Era insertarse en un clima social —ya se lo dijo una vez a Rosy— que a ellos no les correspondía y aprisionarse en una red de compromisos cuando ellos eran dos mosquitos nacidos para ser libres, gracias a Dios. Julián continuaba viviendo de relámpagos —de fuegos artificiales—, más atento a las panorámicas que a los pequeños detalles. El «cosmos» de Rogelio… y de sus socios presentes y futuros implicaba un peligro contra el que era necesario prevenirse. Todo aquello era frivolidad, saltarse por las buenas la escala de valores y el fin justifica los medios. Ella no estaba dispuesta a hacerle la rosca a nadie por el simple hecho de que el dinero fuera como la espuma de la cerveza. Ella no quería subir en globo por entre unos pinos. Ella no quería ponerse ningún broche fantástico para que un Ricardo Marín cualquiera se le acercase y entre bromas y veras le hiciera la corte… Julián no debía pegarse un coscorrón con la pata de una mesa, como le había ocurrido a Amades, porque a Rogelio, tan tripudo, se le había saltado un botón de la bragueta… Y por último —y aquello se estaba pareciendo a una novela policíaca— le gustaría saber de dónde sacaba Rogelio su fortunón. Allí había gato encerrado. ¿Qué gato? ¿Lo sabía él? Si lo sabía, tenía el deber de comunicárselo; si no lo sabía, tenía el deber de enterarse antes de atarse a él de pies y manos. Y para empezar, porque estaba harta de discursos, Julián tenía que partir de una base; otro cualquiera de aquellos festejos que desafiaban a la cordura, y ella automáticamente tendría jaqueca. Sencillamente: no asistiría. Y que Rosy y los demás se lo tomaran como les diera la gana… «¿Enterado, Julián? No quiero calumniar a nadie, pero en todo esto hay algo que no me gusta y no estoy dispuesta a pillarme los dedos…».

Margot no se dejó nada en el tintero, es decir, en el vaso de refresco. Y he aquí que, al final, el arquitecto se levantó. Dio unos pasos por el césped y por último, con su vaso en la mano, y dentro de él la ridícula cañita, se plantó frente a Margot. Su expresión era preocupada, pero a la vez de profundo cariño.

—Margot, me has planteado tantos problemas que no sé por cuál empezar. Es cierto que no somos mosquitos para quedar aprisionados en ninguna red. Hemos creado una tribu y somos jefes de ella; de modo que te doy la razón. Yo mismo me pregunto a veces si no encontraría el medio de levantarme de pronto del taburete de trabajo y decir: «¡Bien, por hoy basta!»; pero llega el momento y no acierto a hacerlo. ¡No voy a hacerte ninguna promesa!; sólo que reconsideraré la situación… y obraré en consecuencia. En cuanto a la «rueda» de compromisos y festejos, lo único que se me ocurre decirte es que es el tributo que hay que pagar. Ahora bien, cada vez que tengas jaqueca sabré a qué atenerme y lo comprenderé perfectamente. Sin embargo, lo que más me interesa de todo lo que has dicho es lo referente a Rogelio. ¿Es realmente un tramposo, un ladrón de guante blanco? No lo sé, Margot… Y tampoco veo claro que tenga la obligación de indagarlo, pues cuando la guerra, antes de obedecer una orden, no exigía la biografía completa del general… Pero escucha lo que voy a decirte. En primer lugar, en la fiesta de «Torre Ventura» había muchos personajes peores que él; lo que ocurre es que tú no los conoces… y que no usan tirantes. En segundo lugar, debes admitir que no puede medirse a todo el mundo por el mismo rasero. Tú misma le perdonas a Rosy muchas cosas que no le perdonarías a nadie más; a mí me ocurre eso con Rogelio. ¡Lo conozco más que tú! Convivo con él… Por eso puedo también asegurarte lo de siempre: llega un momento en que, pese a todo, tienes que quitarte el sombrero. Acuérdate de que al término de la guerra mundial fue el único que vio claro que aquí no pasaría nada; ahora ha sido suya la idea de la Agencia Cosmos, que es fenomenal. ¡Cuántas cosas similares podría contarte! Tiene algo especial. No me importa confesarte que para mí es una constante lección y que he aprendido a su lado más que en toda mi vida. Sobre todo he aprendido a conocer a los demás, que buena falta me hacía. Un vistazo le basta para clasificar a las personas y localizar dónde está el fallo. ¡Eso es muy importante, Margot! A mí me da una seguridad… Por otra parte, no puedo olvidar que al abandonar a don José María Boix él me tendió la mano y que me ha tratado siempre con una generosidad y una corrección ejemplares. De hecho, gracias a él tengo un presente en la mano, un futuro, campo libre para la imaginación y el apoyo, y perdona…, de Aurelio Subirachs… ¿Te parece poco? Casi significa el futuro de nuestros hijos. Si ello es así, no me fuerces, por favor, a romper con Rogelio. Sería un error. Te repito que lo malo que pueda haber en él no me roza siquiera. Nuestros tratos son tan limpios y claros como el agua de esta piscina. Tu sempiterno defecto, Margot, es que crees que todos los microbios te han de pillar… Tu línea es tan recta que siempre te encuentras en Can Abadal, con ese aire tan puro, esos columpios y esas limonadas; pero Can Abadal, tú misma lo has dicho muchas veces, es una isla… Y ahora basta, porque lo que no hemos dicho se sobreentiende. Vivo de relámpagos, pero los relámpagos tienen la ventaja de que iluminan por un instante lo que hay alrededor…

Margot había juntado los índices y se los había llevado a los labios. Escuchó con la más extrema atención. ¡La voz de Julián era tan rotunda! ¡Dios mió, metro ochenta y cinco, rubio y fumando en pipa!

—Bien, Julián… Has hecho una espléndida defensa de un amigo… Por supuesto, no creo que me hayas dado motivo para cambiar básicamente de criterio; pero, desde luego, acepto que no se trata de romper con Rogelio… Sí, yo también he ido aprendiendo que las barajas usuales no son las que tú dijiste; ahora bien, no veo tan seguro que mi temor a los microbios sea exagerado… Así, pues, confío en que se acabaron los equívocos. Continúa teniendo con él los tratos profesionales, con los campos bien delimitados, y guardando las formas, pero a mí no me obligues a nada más. Vente a cenar temprano, reserva los domingos para la familia y tómate de vez en cuando unas vacaciones aquí con nosotros, en esa isla reconfortante que es Can Abadal. En cuanto a mis «jaquecas», tengo un dato que añadir: en los próximos meses es muy probable que no se trate de una excusa, sino de una realidad, porque aprovecho la ocasión para anunciarte algo más agradable que todo lo que hemos dicho esta tarde: llevo en las entrañas otro hijo tuyo…, y me atrevería a profetizar que será varón.

Julián, al oír esto, dejó caer sobre el césped el vaso que tenía en la mano. Viendo que Margot se mecía en el columpio, en acción refleja la detuvo, no fuera la mujer a marearse. Luego se le acercó, sentóse a su lado y la abrazó. No se le ocurría nada. No se le ocurría añadir una sílaba, sólo interjecciones, sólo sonidos guturales. Todo lo demás se le borró de la mente. ¡Otro hijo! ¡Casi había perdido la esperanza! ¡Ésa sí que iba a ser una «superioridad»! Otra vida que proteger —¡Dios, qué complicación!—, contra las salpicaduras, contra las barajas, contra el timo de la estampita…

—Margot, querida…

—Menuda sorpresa, ¿verdad? ¿No crees que obro santamente defendiendo a la tribu?

—¡Claro que sí! ¡Lo que quieras!

—Lo que yo quiero es muy simple, Julián: que traces una raya en tu taller y digas: de aquí no paso, y que nunca jamás se interponga nada entre los dos…

Beatriz, que en aquel momento se asomó al pórtico —siempre andaba en busca de Laureano—, al contemplar la escena amorosa murmuró para sí: «¡Vaya! ¡Menos mal!».