CAPÍTULO XVI

EL ACONTECIMIENTO que iba a romper el aislamiento español llegó por el ángulo más inesperado pero también, quizá, por el más lógico: se celebraría en Barcelona —año 1952— el Congreso Eucarístico Internacional. Sus repercusiones habían de ser enormes, y no sólo entre los chiquillos, que iban a ser objeto de una atención especial, sino en todos los campos, afectando a la política exterior, al futuro de la ciudad, a España entera. El Congreso se celebraría a finales de mayo pero los preparativos empezaron mucho antes, con tal eficacia en las consignas —hubiérase dicho que las concibió el cerebro de Jaime Amades— que se produjo uno de esos contagios colectivos que el doctor Beltrán calificaba de delirantes y frente a los cuales cualquier especulación era una pérdida de tiempo.

¡Congreso Eucarístico! Congreso en honor de la Hostia Santa. La conmoción en Barcelona fue realmente insólita. Aquella comunidad gris, aquella silenciosa colmena de trabajo, en cuestión de unos pocos días se convirtió en un fantástico templo, en una «Catedral Urbana», según valoración de Aurelio Subirachs, asombrado al enterarse de que en la plaza que se llamaría de «Pío XII», cerca de Pedralbes, se erigiría un gigantesco altar al aire libre, con baldaquino y plataformas, y que la cruz que se levantaría en la cumbre del Tibidabo pesaría noventa toneladas. Las calles se iluminaron, engalanáronse los balcones y las fachadas —incluso los de «Construcciones Ventura S. A.»—, brotaron símbolos eucarísticos por todas partes, en los vehículos, en las fábricas, en las bocas del Metro, en las taquillas de los cines e incluso en las pastelerías. Las radios emitían sin cesar música sacra, se vendían postales y banderines, las prostitutas fueron alejadas de la urbe y todos los medios de difusión dirigían el mismo sonsonete a las mujeres: «¡Barcelonesas! Ni vuestros maridos o hijos, ni vuestros hermanos o novios, deben salir a la calle sin la insignia del Congreso Eucarístico Internacional». Julián, sin darse cuenta, se encontró con dicha insignia en la solapa, lo mismo que Laureano.

El objetivo señalado por el Papa para el Congreso fue muy escueto: la Paz. ¿La paz? Era natural. Cada día se conocían más detalles del desastre de la última guerra: campos de concentración, cámaras de gas, los efectos retardados de la radiactividad en Hiroshima y Nagasaki, los peligros derivados del caprichoso trazado de fronteras fijado por los vencedores. Beatriz, aupada por mosén Castelló, éste rebosante de satisfacción, y Gloria, aupada por su viudez, se entregaron en cuerpo y alma a la tarea de preparar alojamiento para los millares y millares de extranjeros que, ¡por primera vez desde el término de la guerra civil!, entrarían en España. Formaron parte de una de las organizaciones dedicadas a ese menester, y Gloria comentó: «El Papa ha acertado. La paz es lo más necesario. ¿Y qué mejor antídoto contra la guerra que la eucaristía? Yo nunca olvidaré la paz que sentí en mi interior cuando hice la primera comunión». Por su parte, el Gobierno español dio a entender que se hacía eco de esa llamada del Vaticano: indultó a todos los presos condenados a penas inferiores a dos años. Según cálculos, tal indulto beneficiaría a unos diez mil detenidos, entre ellos, un cuñado de Manoli, la portera de Balmes. Manoli recorrió las porterías vecinas repitiendo: «¡Viva el Papa!». También era de suponer que estaría contento el señor Obispo —«¿Ilustrísimo o ilustrísima?», continuaba preguntándose Rogelio—, puesto que en una Carta Pastoral publicada para la ocasión había escrito: «No tenemos autorización para abrir las cárceles, pero sabemos que la administración de la justicia está en manos cristianas».

La onda de consecuencias alcanzó, directa o indirectamente, a todo el mundo. Puede decirse que era prácticamente imposible escapar a la vorágine. Grupos de jóvenes recorrían el Panadés recogiendo vino para las misas que se celebrarían, y los floricultores del Maresme obsequiarían en la carretera con ramilletes a los «congresistas» de fuera que se dirigieran a Barcelona. Quinientos mil productores se concentrarían en Montjuich. Doscientos mil atletas desfilarían por grupos, cada uno de ellos con la indumentaria de su especialidad. Los colombófilos organizarían una suelta de palomas en la Puerta de la Paz, en el momento en que pisara tierra española el enviado especial del Vaticano, cardenal Tedeschini. No faltaron pilluelos y trapisondistas que ofrecían por teléfono o a domicilio objetos o recordatorios del Congreso, elaborados sin el debido permiso. Alejo, al enterarse comentó: «Alabado sea el Señor». La propaganda fue tal que Anselmo, el conserje, amigo íntimo de un electricista del barrio, recogió el rumor según el cual se tenderían en la ciudad un total de setenta mil metros de línea, ochocientos altavoces y doscientos micrófonos.

Doña Aurora, en la Pensión Paraíso, se quejó del gasto que todo aquello suponía; pero un huésped le salió al paso mostrándole lo que decían los periódicos. «¿Y las fallas? Cuando María Magdalena derramó sobre los pies y la cabeza de Jesús sus preciosos perfumes, algunos discípulos —Judas a la cabeza— murmuraron: Se podría emplear el precio de este perfume en beneficio de los pobres. Y Jesús salió en defensa de la Magdalena: A los pobres los tenéis siempre con vosotros».

La faz de Barcelona cambió. Empezaron a verse por las calles peregrinos llegados de todas partes, ricos y pobres, jerarquías y pueblo fiel, nacionales y de «allende las fronteras». Multitud de franceses cruzaron los Pirineos —con intenciones muy distintas a las del «maquis»—, y atracaron en el puerto muchos trasatlánticos y otros buques procedentes de Italia y Oriente. Abundaban los súbditos sudamericanos, que con sus abalorios coloreaban la ciudad. Llegaron el obispo de Calcuta, Paul Claudel, exiliados polacos al mando del general Anders… Y millares y millares de gentes humildes, que llevaban sólo su pequeño ajuar y una inmensa ilusión de fe en los ojos, y muchos de los cuales no sabían siquiera dónde podrían dormir.

Cabe señalar que la llegada de los «extranjeros» constituyó uno de los más violentos revulsivos del Congreso Eucarístico. El doctor Beltrán peroró largamente sobre el particular con su hermana, Carmen. El aislamiento y la propaganda unilateral de tantos y tantos años habían habituado al pueblo español a tener de las naciones foráneas —y en consecuencia, de sus ciudadanos—, una imagen muy particular, especialmente de aquellos que vivían bajo sistemas políticos democráticos. La población miraba con asombro a aquellos seres…, porque su apariencia era absolutamente normal. ¡Eran de carne y hueso, capaces de tener hambre y sed! ¡Y de ceder el asiento en los tranvías y de entusiasmarse en las Ramblas con los quioscos, los puestos de flores y la venta de pájaros! Margot, a la salida de una de las visitas que hizo al Cristo de Lepanto, le dijo a Julián, señalando unos autocares belgas cuyos ocupantes no tenían el menor aspecto de querer organizar un motín:

—¿Qué opinas, majo? —y Julián se calló, porque cuando Margot decía «majo» era que no había nada que objetar.

Por fin, ¡la inauguración! La metáfora de la «Catedral Urbana» pasó a ser una realidad. Se celebraban actos masivos, hoy ante el templo de la Sagrada Familia, mañana en el Tibidabo, al otro día en la iglesia de la Merced. Rogelio lucía la insignia de «Congresista de Honor» —la categoría dependía de la importancia del donativo—, lo mismo que el conde de Vilalta y que Ricardo Marín. En el Pueblo Español se reunieron diez mil jóvenes cantando, mientras un pelotón de elegidos ciclistas bajó en andas, sin ningún percance, desde Montserrat, la imagen de la «Moreneta». ¡Y los niños! Sí, los niños habían sido objeto de una preparación singular. En el Colegio de Jesús, la consigna había sido la «caridad» —privarse de alguna golosina para dársela a los pobres, hablar bien de todo el mundo, etcétera—, y a lo largo de varias semanas el saludo escolar consistió en la jaculatoria «Loado sea el Santísimo Sacramento». Pero también colaboraron al éxito los sordomudos. La Organización de Sordomudos ofreció a sus afiliados el pase de varias películas mudas, religiosas, así como un auto sacramental titulado Mártir por la Eucaristía, y sacerdotes conocedores del lenguaje mímico oyeron en confesión a aquellos seres privados del oído y de la palabra.

De pronto, el detalle imprevisible. Resultó que entre los muchos millares de extranjeros llegados a Barcelona, uno de ellos irrumpiría como un vendaval en la avenida Pearson, dándoles a sus habitantes, además de la gran sorpresa, una visión inesperada de lo que estaba aconteciendo. Se trataba de la mujer del gran amigo de Rogelio en París, del exiliado Juan Ferrer, que le salvó la vida en la Cárcel Modelo. Se llamaba Chantal ¡y era católica! A última hora se había incorporado a una expedición especial para asistir a las ceremonias de clausura del Congreso.

Sólo almorzó con ellos, porque «no le gustaba dar la lata». Era pelirroja, de aspecto muy enérgico y muy vital. Se llevó de calle a la familia Ventura. Rosy le hubiera censurado la manera de vestir y el peinado, pero se dio cuenta de su naturalidad, rapidez de pensamiento y eficacia. Pedro y Carol la inspeccionaban como si fuese una aparición, y todo lo que hacía y decía les caía en gracia. Rogelio no cesaba de repetir: «¡Caramba con Juan! ¡Supo elegir el muy condenado!».

Pero no se trataba de piropearse unos a otros. Chantal, después de intercambiar con ellos los consabidos detalles de tipo familiar y de explicarles que en Francia era corriente que contrajeran matrimonio personas de ideas muy distintas, costumbre que a ella le parecía de perlas, les habló de la impresión que le había causado el Congreso. La organización, perfecta. Ahora bien, ¿cómo era posible que la multitud hubiera coreado entusiásticamente la exclamación del cardenal Spellman a su llegada de Nueva York: «¡O comunión, o comunismo!»? ¿No había otra alternativa? ¿Y cómo era posible que el Ejército español, representado por 100 generales y 4000 jefes, oficiales y suboficiales, se adhiriera ¡al Congreso de la Paz! bajo el lema: «Tributo de amor y adoración al Señor Dios de los Ejércitos en el misterio de la Eucaristía»?

Pero al margen de esto, Barcelona le había gustado mucho, ¡claro que sí! La Sagrada Familia, Montjuich, el Tibidabo, el barrio de la Catedral, etcétera. Sin contar conque era la ciudad de su marido, Juan Ferrer, lo que por sí solo la emocionó en gran manera. No obstante, ¿le permitían una observación? La población en general, ¡y aquéllos eran días de fiesta!, le parecía triste. Más que triste, uniforme, pero a la vez excitada, lo que no resultaba fácil de explicar. Como si la gente buscara vencer esa tristeza por medio de desahogos externos, como la gesticulación y hablar a gritos. Con un nivel de pobreza advertible en mil detalles: en la indumentaria, en algo tan revelador como los bolsos, en el aspecto que ofrecían las tiendas, las casas y los portales, que pese a los adornos de circunstancias daban la impresión de no haber sido remozados jamás. No se trataba de hacer comparaciones con París, que también tenía defectos innumerables, pero sí de comprobar que faltaba en el ambiente cierto polen de libertad que para un francés resultaba indispensable y muy querido. Se daba cuenta de que se expresaba mal, pero es que no encontraba la manera. La gente no estaba cohibida, pero se advertía que no disponía más que de una opción. Y al margen de esto, era difícil establecer ciertas relaciones de causa-efecto, que ella, personalmente, estimaba esenciales. Por ejemplo, ¿qué relación había entre el Congreso y el hecho de que, gracias a éste, los trabajadores de la capital y de la provincia percibieran una paga extra? ¿Habitualmente no cobraban lo necesario? ¿No tenía aquello un aire de limosna?

—Pero dejemos esto, ¿verdad? Barcelona es muy bonita y tienen ustedes una parejita preciosa, como la nuestra. ¡Estoy segura de que si un día se conocen Pedro y Carol, y Maurice y Bernadette, que así se llaman los nuestros, harán muy buenas migas! ¡Y si hacen buenas migas, tanto mejor!

Otra abierta y gran sonrisa de la pelirroja Chantal. Apenas si hubo tiempo para nada más. La mujer se dio cuenta de que la familia estaba entre embobada y dubitativa, que todo aquello requeriría matizar mucho más, y no quiso prolongar la situación. Lo que hizo, antes de marcharse, fue arrancarles la promesa de que Rogelio y Rosy aprovecharían cualquier ocasión para hacer un viaje a París. ¡Descubrirían un mundo, desde luego! París, rehecho ya de la huella dejada por las botas alemanas, estaba delicioso y sin duda había allí mucho que aprender. ¡Ah, y con la ventaja de que en la capital francesa ya tenían hotel, el Hotel Catalogne! Con baño y ducha, lo que en París no era muy corriente…

Chantal desapareció…, dejándoles a todos la sensación de que entró con ella una bocanada de aire nuevo, de fuera. Discutible, pero nuevo, que rompía cierta monotonía ambiental que era preciso admitir. ¡Tiempo tendrían de reflexionar sobre el particular!

Porque, desaparecida Chantal —¿por qué no se quedó unos días, se preguntó Montserrat, pese a que la institutriz sólo oyó retazos del diálogo?—, el Congreso impuso de nuevo su ley sobre todos. Ley que, cara al final, consistía básicamente en la «necesidad de la confesión», de ponerse a bien con Dios. El contagio otra vez. Personas que llevaban años sin pisar una iglesia acudieron a confesarse, como, por ejemplo, Marilín —Rogelio se quedó estupefacto—, la cual al día siguiente se presentó en la Constructora con un vestido más bien recatado. También se confesaron la mayor parte de las prostitutas que el primer día habían sido «confinadas». Se confesó incluso el dueño del restaurante Roma y Anselmo y toda su familia. Todo ello, naturalmente, en previsión de la comunión general que se celebraría en la jornada de clausura, y cuyo preludio lo constituían los Viáticos que recorrían constantemente la ciudad.

De pronto, se produjo la apoteosis. Llegó el cardenal Tedeschini, legado de Su Santidad, imponente bajo su sacra indumentaria, y acertó con la frase justa: «La Eucaristía es el sol de España». ¿Quién podía negarlo, a la vista de lo que ocurría? Mientras una muchedumbre incontable se apiñaba en los alrededores de la estación, agitando centenares de millares de pañuelos y banderitas, pasaban aviones con banderolas que decían: Benedictus qui vénit in nómine Dómini, sonaban las sirenas de los barcos y de las fábricas, repicaban todas las campanas de la ciudad y en el castillo de Montjuich eran disparadas las salvas de ordenanza.

Luego, por mar, llegó el Caudillo, en el crucero Cervantes, con vistosa escolta naval. En el puerto lo esperaban, además de otro inmenso gentío, la réplica exacta de la carabela Santa María, cuyos tripulantes vestían a la usanza del siglo XV. El clamor de la multitud apagó la música de las bandas militares, hecho excepcional al parecer.

Y se alcanzó, por fin, el momento cumbre: la ceremonia de clausura en la plaza de Pío XII. Una riada humana ocupaba las avenidas confluentes y cerca del altar erigido en el centro, el altar que tanto había asombrado a Aurelio Subirachs, el apiñamiento era asfixiante bajo el sol. El espectáculo era en verdad indescriptible, de modo que, en opinión de Rogelio, que ocupaba, en compañía de Ricardo Marín y de Alejo, un lugar muy próximo, alzándose de puntillas para no perderse detalle, holgaban comentarios. En las plataformas circundantes destacaban grupos de niñas ataviadas con trajes regionales. ¿Por qué no figuraba Susana entre ellas? No se sabía. El cardenal Tedeschini inició la Santa Misa y se produjo un fantástico silencio entre los fieles, que pronto se truncó debido a los cánticos, que los altavoces expandían generosamente. En el momento de la Elevación la multitud cayó al suelo adorando. Y poco después se llegó a la comunión. Calculábanse en unas trescientas mil personas las que la recibirían —sólo veinte mil mujeres habían sido autorizadas para ello—, lo que requirió una movilización masiva de sacerdotes y la intervención de una sección de motoristas que iban y venían para reponer de Sagradas Formas los copones. El sol —«la Eucaristía es el sol de España»— seguía cayendo implacable. Hubo algunos desmayos, pero no importaba. Los botiquines de la Cruz Roja estaban cerca… y todo el mundo dispuesto a ayudar.

Por fin, Franco, que a Beatriz, también privilegiadamente situada, le pareció más bajito de lo que había imaginado, leyó la ofrenda: «No somos belicosos, Señor; por amaros, los españoles aman la paz y unen sus preces a las de nuestro Sumo Pontífice y de toda la Cristiandad en esta hora. Mas si llegase el día de la prueba, España, sin ninguna duda, volvería a estar en la vanguardia de vuestro servicio». Acto seguido, el cardenal Tedeschini impartió la bendición.

Y entonces se produjo un sorprendente fenómeno: hubiérase dicho que nadie creía que aquellos inolvidables días de fervor eucarístico habían terminado, que la bendición del cardenal Tedeschini significaba el «fin». La masa, compacta, no se movía y se mantenía en el aire como una vibración inefable. De algunos rostros emanaba un resplandor fuera de lo común. No, nadie se decidía a abandonar aquel lugar santificado para siempre, aquel altar al aire libre, erigido en nombre de Dios, cerca del Palacio de Pedralbes.

Por último, la muchedumbre se dispersó. Todo el mundo, ¡incluida Chantal!, regresaría a sus hogares y los trasatlánticos —el Conté Biancamano, l’Île de France, el Constitution, etcétera— se harían de nuevo a la mar, con su carga de peregrinos, que podrían dar testimonio de las reservas espirituales atesoradas en la España «incomprendida y proscrita».

El obispo de Leeds, monseñor Gheenan, antes de partir visitó la Cárcel Celular y declaró, resumiendo con ello su pensamiento: «El régimen penitenciario español puede considerarse entre los mejores del mundo»; por su parte, el arzobispo de Otawa declaró a los periodistas: «En la elección de Barcelona para la celebración del Congreso, han pesado muy singularmente en el ánimo del Pontífice los méritos contraídos por la ciudad en la terrible persecución sufrida durante la guerra civil».

Las aguas volvieron a sus cauces; las prostitutas, a sus burdeles. El Congreso era ya historia. Pero ¿existía historia «neutra»? El doctor Martorell, el frío y pragmático ginecólogo que atendía a Rosy y que entre parto y parto gustaba de filosofar, creía que no. Y en esa ocasión concreta, afirmó rotundamente que el acontecimiento que Barcelona había vivido significaba, en efecto, el comienzo de una nueva etapa para la nación. «La cosa ha venido por ahí, pero ha venido. Se han abierto las puertas. Entrará oxígeno. Y nosotros podremos salir… Yo mismo acabo de ser invitado por un colega, un “congresista” holandés, a un simposio sobre el parto sin dolor que en octubre se celebrará en Amsterdam».

El tiempo iba a demostrar que era cierto. No obstante, por el momento cada cual comentó el Congreso de acuerdo con su óptica particular. El doctor Beltrán palabreó largamente con Beatriz, que se hacía lenguas del «exitazo» conseguido.

—Tienes razón, Beatriz. Ha sido un exitazo… Lo que demuestra que estoy en lo cierto: el país es así. Mientras puedan entretener al pueblo con jolgorios de este tipo, todo el mundo continuará aguantando y aquí no pasará absolutamente nada.

Margot, ante la sorpresa de Julián, desde que se inició la propaganda «eucarística» había adoptado una acritud infinitamente menos militante que su madre. Renunció a cuantas comisiones organizadoras le propusieron. Se alegró de que el Congreso se celebrase, pero en el «contagio colectivo» advirtió un no sé qué que la colocó a la defensiva. Para Margot, la religión era algo íntimo, depositado como agua clara en el cuenco de la conciencia. La molestaban los exhibicionismos, incluidas las procesiones de Semana Santa… En consecuencia, a lo largo de aquellas semanas se limitó a incrementar ciertos actos de piedad, entre ellos sus habituales visitas al Cristo de Lepanto; nada más. En cuanto al día de la clausura, se negó en redondo a ir a la plaza de Pío XII, prefiriendo comulgar en la parroquia, al lado de Julián y en presencia de sus hijos. Y si Susana no figuró entre las niñas que vestían trajes regionales en las plataformas adyacentes al altar, la decisión fue de Margot.

—Me comprendes, ¿verdad, Julián? Sé que el pueblo necesita de ciertos apoyos ingenuos para ir manteniendo su fe; pero yo veo en esas exhibiciones muchos peligros. Creo que habría que ir acostumbrándolo a un tipo de religión más responsable, más razonada…

—¿Razonada? —Julián enarcó las cejas—. ¿Cómo quieres razonar la religión? Tú misma me has dicho muchas veces que es un misterio… Y en esos días lo he estado pensando y te doy, más que nunca, la razón. Para la religión no sirve la cinta métrica. O es el capelo del cardenal Tedeschini, la concesión de indulgencias y diez mil niños cantando en la plaza Cataluña, o no es nada… ¡Bueno! Quiero decir que sin todo ese… aparato, la fe desaparecería pronto del mapa.

—En eso te equivocas, Julián —objetó Margot—. Lo que desaparecería sería esa especie de magia que tanto daño ha hecho a las personas como tú… En consecuencia, los creyentes seríamos menos, pero más sinceros, más auténticos. Y nuestra fuerza, a la larga, sería infinitamente mayor. Porque, en resumidas cuentas, ¿para qué sirven esas cantidades de gente que lo mismo alaban al Señor que vitorean a Evita Perón, en Madrid, en la plaza de Oriente? No, yo prefiero la medallita que lleva Laureano a las cruces que pesan noventa toneladas…

—De acuerdo —admitió Julián.

Otro punto de vista era el de Rogelio, que vivió una serie de circunstancias concatenantes. Primero tuvo que convencer a Rosy para que aquellos días, espléndidos, no se fuera con los chicos a Arenys de Mar. Rosy le había dicho: «¿Te has fijado en la catadura de la mayor parte de la gente que se ha lanzado a la calle? ¡Lo siento, pero no puedo con ello! Mi desgracia es tener un olfato excesivamente delicado…».

Una vez convencida Rosy —con un argumento irrefutable: «Nos conviene quedarnos aquí»—, apareció Chantal. Y a Rogelio le impresionó sobremanera que una mujer como ella, de tan marcada actitud crítica, se desplazara desde París para asistir al Congreso… ¡y para tomar en él la comunión! Comulgar en el Congreso, sí, puesto que les dijo que pensaba hacerlo. ¿Centenares de quilómetros para participar en un acto así?

Y por si algo faltaba, a última hora ocurrió lo que nunca Rogelio hubiera podido sospechar: Vicenta, su suegra, se trasladó también a Barcelona, pero esta vez no para pedir caramelos, sino dispuesta a luchar, con la ayuda de mosén Castelló ¡para enviar al constructor a un confesonario! Es decir, lo mismo que Marilín… Rogelio, «Congresista de Honor», se resistió, ¡pero por fin claudicó! Luego pensó que nada perdería con situarse en un lugar visible de la plaza Pío XII, cerca del altar, ¡y tomar también la comunión! Lo mismo que Amades, que Beatriz, que Gloria, y que Chantal…

Sin embargo, cabe decir que aquellos instantes —ni Ricardo Marín ni Alejo se percataron— fueron de los más dramáticos de su existencia. Porque de pronto sintió tremendos escrúpulos. Vio a su lado una serie de aquellos rostros «de los que emanaba un resplandor fuera de lo común», y se acordó de que, siendo él niño, su abuelo lo llevaba a la iglesia del pueblo y al llegar al comulgatorio lo cogía de la mano. El recuerdo del abuelo le trajo a la mente el de su madre y el de sus hermanos, que no se habían movido del plantío de Llavaneras… ¡Sus hermanos! Si lo vieran comulgando… A Rogelio se le apareció en aquellos instantes, con inusitado relieve, la causa concreta de la agresividad con que lo trataban aquellos dos seres que llevaban su misma sangre: Rogelio, en 1939, al salir de la Cárcel Modelo, pasó unas semanas en un estado tal de exaltación y de hambre de venganza, que no «actuó» en ningún piquete de ejecución, pero sí estuvo presente en varios fusilamientos, y, lo que era peor, cometió la increíble torpeza —que entonces le pareció normal, pero que después lo asfixiaba por dentro—, de enseñar a sus hermanos una caja de cerillas en la que guardó durante veinticuatro horas tres ojos correspondientes a tres milicianos que en la Cárcel Modelo lo estuvieron amenazando durante meses y meses.

«¿Cómo pude hacer eso?», se preguntó en el momento de comulgar, mientras Alejo, a su lado, ponía un pañuelo en el suelo para no ensuciarse el pantalón al doblar la rodilla. Comulgó, pues, sufriendo lo indecible, y obsesionado por la idea de que sus hermanos, cada vez que lo miraban, debían de estar viéndole sus propios ojos, claros y azules, pero además otros tres ojos viscosos, moviéndose como bolitas muertas en el fondo de aquella caja de cerillas.

Pronto consiguió reaccionar, porque así era su temperamento; pero fue uno más entre los muchos participantes en la ceremonia que permanecieron quietos allí, sin moverse, hasta mucho después de que el cardenal Tedeschini hubiera impartido la bendición.

¡Todo lo cual, desde luego, no tenía nada que ver con el estado de ánimo que se apoderó de Jaime Amades en el transcurso del Congreso! Para el propietario de la Agencia Hércules, el repetido «contagio colectivo» no representó más que la confirmación de su tesis: la eficacia del machaqueo…

—¿Te has convencido, Rogelio?

Éste guardó silencio. Se había quedado serio. «¿Qué le ocurre?», pensó Amades, muerto de miedo. Nada. No ocurría nada. Fue cuestión de unos instantes. Muy pronto el constructor sonrió, sonrió cada vez más abiertamente y por último levantó el índice y luego, acariciándose el alfiler de oro de la corbata dijo: O. K.!