LOS CHICOS EMPEZARON LOS ESTUDIOS, lo que significó un cambio radical para todos. Por primera vez padres e hijos podrían verse mutuamente con cierta perspectiva.
Julián y Margot, de acuerdo con Rogelio y Rosy, decidieron que Laureano y Pedro estudiasen enseñanza primaria y luego bachillerato en el Colegio de Jesús, de la Bonanova, orden de mucho prestigio, que tenía fama de imponer disciplina férrea y de estar dotada de excelente profesorado. Estarían a media pensión, es decir, se quedarían a almorzar allí. Un autocar los recogería en sus casas por la mañana y los devolvería por la tarde.
Según el reglamento, cada trimestre el colegio celebraba una sesión de actos con asistencia de los familiares; tres suspensos significaban repetición de curso; cada año, una semana de ejercicios espirituales; el mejor alumno era nombrado «Príncipe» y se le imponía una corona de laurel, etcétera.
Rogelio le dijo a Pedro:
—El día que te nombren «Príncipe» organizaremos una fiesta en «Torre Ventura» e invitaremos a todos tus camaradas.
—Condiscípulos… —rectificó Rosy.
—De acuerdo —admitió Rogelio—. Espero no haberte ofendido…
En cuanto a las chicas, Susana y Carol, ingresaron también a media pensión, en el Liceo Francés. En ese punto la idea fue más bien de Margot y Rosy, las cuales no querían oír hablar siquiera de los colegios de monjas, «criaderos de pavores absurdos y de un nivel intelectual más que discutible». El director del Liceo Francés insistió mucho en que «allí» se iba a trabajar. «El alumno o la alumna que no pone interés, automáticamente es expulsado». Rogelio pensó para sus adentros: «ya será menos…». Julián, que recordando la educación que sus hermanas recibieron en Granada detestaba también los colegios de monjas, sólo temía que los profesores del Liceo Francés hablaran de España «como de un pueblo de retrasados mentales». Aurelio Subirachs, cuyo segundo hijo, Marcos, llevaba ya dos años sentado en sus aulas, lo tranquilizó. «Ni hablar. Son demasiado inteligentes para cometer una estupidez semejante». Dióse la feliz circunstancia de que Ricardo Marín y Merche decidieron asimismo que su hija, Cuchy, estudiara en el Liceo Francés. Rogelio se alegró lo indecible. «Pese a las diferencias de edad, van a formar una pandilla de aúpa. Confiemos en que se llevarán bien».
Margot le preguntó a Rosy:
—¿Y qué pasará con Montserrat, la institutriz?
Rosy le contestó:
—Cuidará de los chicos a la salida y en los días libres, que, como sabes, son muchísimos… Montserrat es una perita en dulce —o en amargo, como quieras tomarlo— y no quiero dejarla escapar…
¡El Colegio de Jesús! El primer gran descubrimiento de Laureano y Pedro… Su primera salida de la cáscara, su primer contacto con el mundo extrahogareño. ¡Cuánto aprendieron con sólo sentarse en sus pupitres respectivos, con abrir los libros de texto, con embutirse el uniforme blanquiazul, con rayas verticales! Todo era para ellos «novedad». Los compañeros los llamaban «Ventura» y «Vega», pero los profesores «señor Ventura» y «señor Vega», ¡pese a su corta edad! Daba un poco de risa, pero ¡ahí era nada! Se sintieron afianzados en su personalidad. Tuvieron la halagadora impresión de haber entrado a formar parte de un «grupo social» espontáneo, desligado del tejido de hábitos instintivos a que en casa estuvieron sometidos.
Sus temperamentos eran tan distintos como los de Susana y Carol. Sin embargo, la amistad que los unía «prácticamente desde antes de nacer», en el colegio adquirió mayor dimensión. Forzados a tomar decisiones por su cuenta, se apoyaron uno en otro y el resultado no pudo ser más halagüeño. Sintonizaron con tal vigor, que se inventaron varios slogans dignos de Jaime Amades y que resumían la situación. «¡Oye! ¡A ti te conozco yo de algo!». O bien: «¡Juraría que nos habíamos visto en alguna parte!». Y cada vez rubricaban la frase con una risotada.
La verdad es que se sentían a gusto en el colegio, que era enorme, con amplias aulas, largos pasillos, patios de recreo y jardín. El tiempo pasaba volando y los estudios, la adquisición de nuevos conocimientos, les producía un pasmo placentero. «¡Mamá, mamá! —clamaba Laureano al regresar a casa—. ¡A que no sabes cuántos metros tiene el Everest!». «¿Cómo voy a saberlo, hijo? —sonreía Margot—. Nunca he estado allí…». «¡Nueve mil veinticinco!». «¡Jesús! Casi da vértigo, ¿no?». «A mí no», afirmaba Laureano.
La alegría de Laureano, pese a que el chico no podía librarse del todo de la vigilancia de mosén Castelló —sobre todo, por culpa de la abuela—, se hizo contagiosa, lo que benefició mucho a Pedro, de natural más bien melancólico. Laureano era comunicativo y, gracias a su costumbre de practicar deportes —patinar, nadar y salir de excursión con su madre en Can Abadal—, a la hora del recreo destacó sin apenas esforzarse. Precisamente la norma del colegio era estimular el afán competitivo y habituar a los chicos a enfrentamientos un tanto violentos, a las órdenes del padre Comellas, profesor de gimnasia y muy experto en boxeo y en carreras de velocidad. Tal vez fuera ésta la única nota un tanto desagradable para Pedro. Pedro era menos fuerte que Laureano, menos alto y espigado, y viéndolo correr se observaba que era patizambo, como su padre, Rogelio. Por lo demás, las gafas que Rosy le había elegido para corregir su ligero bizqueo tenían montura de oro, que le daban un aspecto un tanto afeminado. De más chico, le gustaba que le dijeran que se parecía mucho a su madre; pero en el colegio todo cambió. Un tal Andrés, hijo de un joyero y bruto como él solo, le espetó un día en la mesa, a la hora de almorzar: «Oye, Ventura… ¿Sabes que he conocido a tu hermana y que tenéis las facciones pintorescamente iguales?». Hubo sonrisas y Pedro acusó la ironía como si le hubiera pegado un derecho el mismísimo padre Comellas. Por fortuna, el chico tenía una compensación: en clase daba ciento y raya a la mayoría, Laureano incluido. Era muy inteligente y con gran capacidad de concentración. El propio Andrés vaticinó que en la primera ocasión lo nombrarían «Príncipe» y le impondrían la corona de laurel.
Cabe decir que los éxitos de Laureano no se limitaban al deporte. El director del coro de la capilla, padre Barceló, de movimientos muy afectados y que aspiraba rapé, descubrió que el chico tenía una voz muy bien timbrada y muy agradable. Ello le valió a Laureano convertirse en el solista nato, sin discusión, lo que, por otro lado, le resarció en parte del fracaso que había tenido en casa con el piano. En efecto, todos los esfuerzos de Margot para enseñarle a dominar el instrumento se habían mostrado inútiles hasta el extremo que desistieron de continuar. «No me lo explico —dijo Margot—. Tiene buen oído, le gusta la música, mueve los dedos con agilidad; pero no hay manera de que avance un paso». Laureano tuvo un disgusto muy serio, que Margot intentó paliar. «¡No te pongas así, hombrecito! Probaremos con otro instrumento… ¡Quizá la guitarra, como tu tía Mari-Tere! Alguno te servirá».
Y al margen de la música, Laureano triunfó con méritos propios en el campo de la caricatura imaginativa… Había dejado de dibujar, pero les sacaba motes a los profesores y les gastaba bromas, bromas inofensivas pero reiteradas, a sus compañeros. Fue él quien empezó a llamar el Cuentagotas al padre director, por lo meticuloso que era y por lo exhaustivo de sus interrogatorios, y quien llamó el Topo al padre Sureda, el director espiritual, porque era nervioso, expresivo y porque hurgaba en la entraña de los alumnos. Tocante a las bromas, recorría las clases pegando calcomanías en los pupitres, o en el comedor vertía sal en los vasos de agua, o compraba bolitas que apestaban y las dejaba en un rincón… Todo un universo bullente, atropellado: le gustaba que las cosas cambiaran de sitio o de significación, como antaño hiciera con las muñecas de Susana. Y en cuanto a las asignaturas, le interesaba de ellas aquello que implicara inventiva o que le permitiera soñar. De la historia, por ejemplo, la biografía de los conquistadores y de los descubridores: Magallanes, Hernán Cortés, Pizarro, Amundsen… «¡Hay que ver! Cruzar los mares… Avanzar hacia el Polo Norte…». De la geografía, los volcanes —¿qué misterio era ese del fuego?—, las selvas —¿qué misterio era ese del verde inacabable?— y los grandes ríos. Al pronunciar «Amazonas». «Missisipi», Laureano experimentaba un placer íntimo, indescriptible. Sin embargo, pensando en su padre luchaba por concentrarse también en la aritmética y la geometría, y mal que bien salía adelante. ¡Admiraba tanto a su padre! La palabra «arquitecto» lo llenaba tanto como la palabra «Amazonas». A veces, a la salida del colegio, desde el autocar se dirigía a sus compañeros y señalando con el índice les decía:
—Esa casa es de mi padre.
—¿Cómo que es de tu padre?
—¡Bueno! Quiero decir que él hizo los planos.
—¡Ah, ya! Buen provecho.
¿Buen provecho? ¿A qué venía ese comentario? ¡Oh, claro! Sus compañeros le devolvían la pelota… Él les pegaba puñetazos a la hora del recreo y les vertía sal en el agua; ellos se reían de su padre.
En las tardes de lluvia —¡por fin había empezado a llover, lo que contribuiría a acabar con las restricciones eléctricas!—, cuando, allá en lo alto, el Tibidabo se calaba de nubes hasta las cejas y era imposible salir a jugar al exterior, el protagonismo de Laureano menguaba. Encerrados los alumnos en las clases, brotaban por todas partes tableros de damas, de ajedrez, mesas de ping-pong y futbolines, y se formaban corrillos dedicados a poner a prueba la agilidad intelectual: buscar el mayor número posible de palabras esdrújulas, o que contuvieran las cinco vocales: recitar las letanías en orden inverso, empezando por el final; discutir si la hache era o no era necesaria… Laureano era ahí del montón, en tanto que Pedro se alzaba muchas veces con la victoria. «Lo siento, amigo, pero te como la reina». «¿Palabras esdrújulas? Las que queráis: británico, fenómeno, espérame, cántaro, frenético, zoológico…». «¡Basta, basta! —gritaban sus adversarios—. ¡Gana Ventura, el seminarista!». ¿Seminarista? Sí, alguien había empezado a llamar seminarista a Pedro, y no se sabía si el mote cuajaría o no… Pedro consiguió que no cuajara, pues desde el primer momento cortó, con voz enérgica: «Lo menos que podríais hacer es saber perder».
¡Saber perder! No era fácil. Eso también lo aprendieron en el colegio. Pedro tenía siempre un diez en los ejercicios de redacción y similares, pero en cambio las ciencias le costaban horrores —aprobaba por los pelos—, lo que le encorajinaba. Para él una nota mediocre era una humillación. La física lo mareaba como en verano lo mareaba la visión de su madre en bañador. Una vez que su padre le trajo de Madrid un espléndida caja de «Arquitectura», con piezas de un material adhesivo que permitía hacer diabluras, el muchacho se dio cuenta de que no se le ocurría absolutamente nada. Rogelio comentó: «¡Menudo refuerzo para la Constructora!». En cambio, al día siguiente Laureano, ¡con la ayuda de Carol!, levantó en un santiamén una sólida torre con evidente aspecto de rascacielos y Pedro, una vez más, tuvo que morderse dolorosamente los labios.
Cuando iniciaron el bachillerato —fecha memorable—, Laureano tuvo la gripe, igual que los hijos de Anselmo. Y en la soledad de su cuarto, con fiebre alta, pasó una especie de balance:
Pedro es un gran chico. Es mi mejor amigo y nunca tendré otro igual. Lo que no comprendo es por qué en el colegio sufre a veces por bobadas y otras lo acepta todo sin protestar. A mí me molesta que el Cuentagotas meta la nariz en todas partes, y que manden las notas por correo a casa, y que tengamos que pasear con las manos a la espalda, y rezar el rosario después de comer; y que en el coro haya religiosos enfermos situados detrás de una reja, como si nos espiaran; y que nos castiguen por cualquier idiotez. Él dice que los profesores cumplen con su obligación y que a él pasear en silencio le gusta, porque de ese modo puede pensar. ¿Es que no puede pensar en casa? Que vaya a verle el padre Castelló y verá… O que tenga una gripe como la mía. Pero es un muchacho fantástico. ¡Si ese mameluco de Andrés vuelve a meterse con él, le parto la cara! El otro día le tomaba el pelo diciéndole que ese monigote gordinflón, propaganda de la Constructora, que se ve por las calles, se parece a su padre, porque siempre está riendo. Me dicen eso a mí, ¡y vamos!; y Pedro, tan tranquilo. «Es posible —contestó—. Mi padre siempre está contento, porque trabaja mucho y porque gracias a él mucha gente se gana la vida». ¿Y por qué no se habrá decidido todavía a fumar? ¡Psé, ni siquiera un pitillo! Yo lo probé… y es estupendo. A veces me parece que se complica la vida. No comprendo que llene las paredes de su cuarto con grabados históricos y de reproducciones de monumentos. ¡Si la historia —a no ser la de los conquistadores y tal— es una lata, con permiso de el Topo! Guerras y guerras y nombres de reyes… ¿Y qué le encuentra al Coliseo de Roma? Dice que es una obra de arte. ¡Atiza! Eso lo sabemos todos. Pero también sabemos que allí los leones se comían a los cristianos… A mí me gusta pegar en las paredes fotografías de coches, de artistas y campeones; y como yo, tantos otros. Por eso tampoco entiendo que se aburra tanto en el fútbol, cuando su padre lo lleva con él. Y si se aburre, ¡decírselo y sanseacabó! Mi padre me llevó una vez a los toros y a la siguiente le dije que «nanay». Es demasiado bueno, demasiado triste… A lo mejor ahora, que bizquea menos y que le han cambiado las gafas, se siente más seguro. Estoy esperando que venga. Seguro que vendrá a verme. No ha fallado un solo día. ¡No falla nunca! Seguro que me hablará del bachillerato. Se pirra por estudiar. Siempre anda con libros gordos en vez de con tebeos. Es un gran chico. Es mi mejor amigo y nunca tendré otro igual. ¡Jesús, qué dolor de cabeza! ¡Mamá, mamá…! ¡Rosario, Rosario…! ¡Susana…! No me oyen. No me oye nadie… Tocaré la campanilla. Tengo mucha sed y quiero que me pongan el termómetro, porque es seguro que la fiebre me ha subido.
Llegó Pedro, efectivamente. Susana le abrió la puerta y estrechó la mano del muchacho con sorprendente timidez. «Pasa, pasa… ¡Laureano ya no podía más!». Pedro pasó a la habitación del enfermo, que olía a vahos de eucalipto y, efectivamente, a los dos minutos le estaba hablando del bachillerato.
—¿Te das cuenta? Ahora es cuando empezaremos de veras a aprender. ¡Y luego a estudiar una carrera! Es maravilloso, ¿no crees?
—Sí, desde luego. Pero antes tengo que curarme esta gripe…
—Te veo mejor que ayer.
—¡Gracias! Resultará que eres optimista.
—A veces lo soy, a veces no.
—¿Qué hay de nuevo en el «colé»?
—Mucho. El padre Barceló tiene miedo de que te quedes afónico o cambies la voz y no puedas cantar en el coro. Y te han comprado otro futbolín y un billar, para que los días de lluvia puedas divertirte…
—¡Te veo en forma!
—Eso dice mi hermana.
—Carol es un pelmazo y van a echarla del Liceo Francés.
—Eso dice mi madre.
Laureano, de pronto, se acordó de Montserrat, la institutriz.
—¿Y Montserrat qué tal?
—¡Huy! Una chica perfecta… tomándonos las lecciones. Sabe mucho.
Laureano asintió.
—¿Y el perro?
—Kris persiguiéndome como siempre. En cambio, Carol hace con él lo que quiere.
—¿Cuál es tu última adquisición para decorar las paredes de tu cuarto? ¿El Partenón?
—Te equivocas. Una fotografía de la bomba atómica.
Montserrat tenía veinticuatro años, era muy educada y solía llevar unos jerseys muy apretados. Su padre, maestro de escuela por vocación, era un tanto extravagante, de modo que a veces, para corregir los deberes, se encasquetaba una visera de periodista americano. Siempre fue republicano y anticlerical, por lo que no se cansaba de repetir que «las democracias pecaron de insensatez al no valorar debidamente lo que el resultado de la guerra de España significaría para el mundo». En su opinión, si los «nacionales» hubieran perdido, Hitler se habría visto obligado a plantear de otro modo la jugada y a la República Española le hubiera dado tiempo a estabilizarse.
Consecuente con sus ideas, llevó a Montserrat a su escuela, porque en ella la mayoría de maestros compartía su forma de pensar. Montserrat se educó, pues, sin decir «Ave María» al entrar en clase, sin rosario después de comer, sin ejercicios espirituales una vez al año. Pero estudió mucho, dominaba el francés, había leído horrores —anduvo por las librerías de lance en busca de libros prohibidos en España—, y en la actualidad demostraba que la doble influencia paterna y ambiental fue muy seria. Montserrat era un fiscal. Todo lo observaba con enorme sentido crítico, punteado de resentimiento. Ni que decir tiene que la avenida Pearson era un palco ideal para ese menester, no sólo con respecto a Pedro y Carol, sino también con respecto a los «señores», a Rogelio y Rosy.
Montserrat era decididamente eficaz, y de ello Rosy se había dado cuenta. Fanática, desde luego, hasta el punto que sólo hablaba en castellano cuando no le quedaba más remedio. Todo el mundo la hubiera querido mucho, a no ser que su seriedad detenía cualquier tipo de desahogo afectivo. Quizá la excepción fuera precisamente Carol. Carol se le había entregado. La chica era tan espontánea que no veía barreras por ninguna parte. Por lo demás, y eso era lo curioso, Montserrat le correspondía, porque no la hacía responsable en absoluto de sus caprichos y salidas de tono; los responsables eran los padres, que por un lado la rodearon de opulencia y por otro la abandonaron en los momentos en que Carol hubiera necesitado directamente de su cariño y protección. Una temporada que anduvo malucha, el diagnóstico del médico, el famoso doctor Trabal, fue tajante: el organismo de la chica había engullido tantas exquisiteces alimenticias, que éstas le habían producido acetona, debilidad y mareos.
Montserrat tenía la certeza de conocer a Carol y a Pedro mucho más que los dos seres que los trajeron al mundo. Y según como se mirase, no le faltaba razón. ¡Cuántas veces la hicieron partícipe de sus entusiasmos e incertidumbres! «Señorita, ¡me ha pasado una cosa! ¿Puede escucharme?». Y la «señorita» asentía y escuchaba. Y sabía de la pareja lo que podía saberse, en lo bueno y en lo malo. Por ejemplo, sabía que Carol, a la que acompañaba a clase de ballet —la profesora era una alemana nazi refugiada en España—, podía llegar a ser una excelente bailarina, lo que no podía decirse de Susana, que en ese capítulo no había heredado nada del «duende» andaluz y que sólo servía para bailar sardanas. Carol, en efecto, pese a su corta estatura y a sus formas, más bien redonditas, en cuanto oía un ritmo se transformaba en torbellino, al igual que en el momento de llenar las paredes de su habitación de portadas de revista, entre las que solía elegir vedettes de cine y rostros de princesas que se casaban con fotógrafos. En la otra cara de la medalla, Montserrat sabía también que si del Liceo Francés no la habían expulsado aún, como temían Rosy y Laureano, era debido a que en su calidad de institutriz ella hizo cuanto pudo para amenizarle las lecciones, para metérselas en la cabeza. Sin embargo, a la sazón Montserrat se preguntaba si Carol resistiría la prueba del bachillerato.
Igualmente Montserrat sabía mucho de Pedro, pese a que éste de repente se encerraba en su cápsula reflexiva y no soltaba prenda. La institutriz lo quería también, a su manera, porque lo veía inestable, atravesado por ráfagas contradictorias, sobre aquel fondo inescamoteable de tristeza. Casi hubiera podido decirse que le inspiraba compasión. ¡Cuna de oro!; pero el cerebro hecho un inmenso interrogante.
La muchacha, en ocasiones, gozaba lo suyo ocupando el palco que ocupaba, contemplando el espectáculo que ofrecían la familia «Ventura» y buena parte de sus amistades. Era una suerte de venganza contra el tipo de sociedad que representaban y que ella había aprendido a odiar. Bajo el carnaval de la prosperidad, a su juicio latía un vacío, una imprecisión, un bordear el abismo. Cuando la institutriz le decía a su padre: «El día menos pensado se les derrumbará el castillo de naipes», su padre se irritaba y negaba con la cabeza. «¡No seas ilusa! Siempre saldrán adelante. Peor lo pasamos nosotros, peor lo estás pasando tú…». ¿Peor? Montserrat admitía tal posibilidad. Una de las cosas que aprendió en sus lecturas clandestinas era que resultaba difícil ser feliz trabajando en un ambiente impropio, rumiando fallos ajenos como quien masca chicle, por generoso que fuera el salario que percibiese a fin de mes.
Como fuere, Montserrat, en el transcurso del último verano, había meditado mucho sobre la melancolía de Pedro y sobre los espasmos, «triunfales sólo en apariencia», de Laureano. Y trazó un esquema, para su uso particular, de las posibles causas de la situación, concluyendo que las principales podían ser tres. La primera, el mundo irreal en que los muchachos vivían, sin la menor conexión con verdades tan elementales como la pobreza. La segunda, el abandono paterno a que ya se refirió con respecto a Carol. La tercera, la presión religiosa, «lindante con la necrofilia», a que los sometían en el Colegio de Jesús. No dejaba de ser extraño que dichas conclusiones se parecieran en buena medida a las que, por cuenta propia, había sacado el padre de Rosy, el doctor don Fernando Vidal.
Probablemente los autores de los libros de pedagogía que Margot estudió le hubieran concedido a Montserrat su buena parte de razón. Era cierto, desde luego, que Laureano y Pedro vivían, desde el punto de vista de la urdimbre social, en un mundo marginado de la realidad. De hecho siempre carecieron de puntos de referencia. Los abismos diferenciales, de clase, que se producían en torno se les antojaban fenómenos tan naturales como que en Barcelona hubiera edificios altos y bajos o como la llegada de la primavera. Por lo demás, nunca habían estado en Somorrostro, ni en Casa Antúnez —ni siquiera en el mercado del Borne—, ni habían bajado a las lúgubres alcantarillas abiertas bajo el asfalto que pisaban. Cuando veían a un albañil colgado de un andamio pensaban: «Es natural». Cuando veían a los obreros entrar con mono azul en el Metro pensaban: «Es natural». Y lo mismo al ver arrodillados a los limpiabotas y al oír la cantinela de los mendigos. Más bien les chocaba que cualquiera de esas personas un día llevara camisa limpia y corbata.
Por descontado, los profesores del Colegio de Jesús hubieran podido abrirles los ojos sobre el particular, puesto que abstenerse implicaba mutilar la tan cacareada «formación completa»; pero no lo hacían. La asignatura no figuraba en el programa, lo cual era tanto más insólito cuanto que en el mismo colegio existían dichos abismos diferenciales. En efecto, no todos los alumnos de la Bonanova eran de pago; los había becados y un tercio aproximadamente estudiaban gratis, porque eran «pobres». Cierto que no se hacía entre unos y otros la menor discriminación; pero Laureano y Pedro no se preguntaron nunca por qué ellos podían pagar y «otros» no. Y tampoco se preguntaron jamás si en el subconsciente de los que estudiaban gratis no anidaría algún sentimiento de inferioridad.
A lo más que llegaban el Cuentagotas, el Topo, la Jirafa, el Pancho, el Viruta y demás profesores, era a hablarles de vez en cuando de las misiones… Del hambre en los pueblos africanos, en la India, en la China, en ciertos sectores sudamericanos, etcétera. Pero incluso esto lo hacían en tono alejado y paternalista, mediante pláticas que terminaban siempre con un rezo colectivo «para la conversión de los infieles».
¿No podía darse el caso de que Laureano y Pedro, aun viviendo en la inopia como vivían, presintiesen a través de su bondad natural y de su sensibilidad, que detrás de ese velo o muro se escondían montañas de sufrimiento tan altas como el Everest? Una de la teorías del doctor Beltrán era que muchas veces la criatura humana cree padecer «por lo que ve», siendo así que padece por motivos que su propia conciencia ignora.
Montserrat acusaba, acusaba a los profesores del Colegio de Jesús…, pese a que Serafín, el jardinero de la avenida Pearson, a veces rezongaba: «¡Pues bien te quejaste ayer de que el radiador de tu cuarto no funcionaba!».
Tocante al abandono paterno, era también un hecho, a condición de matizar. No era lo mismo hablar de la avenida Pearson que de General Mitre, puesto que en el hogar de Margot ésta hizo siempre cuanto pudo para estar al quite, y no sólo «a fin de evitar que Laureano y Susana pasaran las calamidades que ellos pasaron», sino porque le salía de la entraña. En General Mitre falló exclusivamente Julián, y fallaba cada vez más. Y ello en razón del «engranaje» que desde el primer momento Margot temió: el exceso de trabajo, los horarios imprevisibles, el cansancio del arquitecto al llegar a casa. El director del Colegio de Jesús, en una de las visitas que Margot le hizo interesándose por Laureano, le preguntó, con clara intención: «Señora…, ¿su marido no será uno de esos hombres que de pronto exclaman: “¡Caramba! Si mi hijo ha de irse al servicio militar…”?».
Julián quería a sus hijos mucho, pero apenas si le quedaba tiempo para demostrárselo. En los últimos meses transcurridos su trabajo se había duplicado, por lo menos, en importancia. Construir, de entrada, una Clínica para el Seguro de Enfermedad, y además —¡por fin, y sin que ello sentara precedente, en colaboración con Aurelio Subirachs!— unos estudios cinematográficos, operación en la que intervino el conde de Vilalta, era como para volverse loco, lo mismo que se volvía loco el teléfono, que no cesaba de sonar. ¡Claro que tenía quien lo ayudaba!; pero muchas cosas había de resolverlas personalmente.
El arquitecto tenía plena conciencia del desamparo en que dejaba a Laureano y Susana, pues los suplicantes ojos de ambos no dejaban lugar a dudas; pero ¿qué hacer? El «engranaje» o, como decía Alejo, «la rueda». Era preciso cumplir con los contratos y mantener el ritmo que Rogelio imponía.
Margot le preguntaba:
—Julián, ¿es que te interesa más la Constructora que tus hijos?
—¿Cómo puedes decir eso?
—Acuérdate de que mañana es domingo y que les prometiste llevarlos al Zoo…
—¡Y los llevaré!
Imposible. Al día siguiente, domingo, sonaba el teléfono y tenía que irse a tal o cual obra, y el Zoo se quedaba huérfano de Laureano y Susana…
—Mujer… pero ¿es que tiene tanta importancia?
—¡Muchísima! A tu lado son felices. Y viven de pequeños detalles. A los chicos no se les puede engañar. Si les prometes un helado, el helado es para ellos vital. Preferiría mil veces llevar una vida más modesta y poder salir todos juntos, como hacíamos antes.
—De acuerdo, de acuerdo, cariño… ¡Procuraré arreglarlo! ¡Lo arreglaré como sea! —Julián se acariciaba la mejilla derecha y esbozaba una sonrisa de culpable—. ¿Dónde están ahora los peques?
—¡Huy, hijo! Se te paró el reloj. A las diez en punto dormían ya como angelitos…
Montserrat acusaba, acusaba desde su palco de observación…
Y su acusación, referida a la avenida Pearson, era forzosamente mucho más grave, por cuanto allí la pieza clave no se llamaba Margot, sino Rosy. Y el «engranaje» de Rosy, al igual que el de Rogelio, era todavía mucho más violento, puesto que ambos, en ese aspecto, habían perdido pie. Sí, no dejaba de ser curioso que Rogelio, que en la playa de Arenys jamás se atrevió a no tocar fondo, en la vida se lanzase mar adentro, arriesgándose a traicionar, sin darse cuenta, el último lema que oyó y que había adoptado: «Hay que pertenecer a la era del átomo…».
¿Cuáles eran los átomos que le pertenecían? En primer lugar, lógicamente, Rosy. Pero también Pedro y Carol. Y la integración que éstos necesitaban era también muy simple: el Zoo, un helado, que no los engañaran, salir en coche en compañía de sus padres —Rogelio había estrenado un Mercedes—, mirando fuera y exclamando: «¡Mamá, aquella roca tiene forma de rinoceronte!»; o bien: «Papá, ¿por qué en esa comarca la tierra es tan roja?». En vez de eso, las cenas en solitario…, o con la doncella o con Montserrat. Rogelio y Rosy, de un tiempo a esta parte tenían casi todas las noches «cenas de compromiso» en tal o cual restaurante, o en el propio Club de bridge. Y viajaban aquí y allá, con o sin el coronel Rivero. ¡Si por lo menos Rosy se hubiera zafado de la «rueda»!; pero Rosy estimaba que ella tenía los mismos derechos que su marido, además de que con ello a menudo le hacía la pascua. Lo cual era apabullante, habida cuenta de que Pedro necesitaba estar al lado de su madre y era feliz con sólo recibir una caricia suya. Cierto: Pedro quería con locura a Rosy. No había para él mujer más hermosa en el mundo. Sobre todo cuando estaba alegre, todo en Rosy era glorioso y sus verdes ojos se convertían en una especie de guiño luminoso como las lucecitas de los ascensores, que encandilaban a Anselmo. ¡Ay, pero ni a ella ni a Rogelio se les ocurrió nunca ir al colegio a preguntarle al padre director el juicio que Pedro le merecía!; les bastaba con echar un vistazo a las notas que recibían por correo. «¡Bravo, mocito! ¡Continúa así, y pídeles a los Reyes Magos lo que más te guste!».
Y por último, a juicio de Montserrat, contaba mucho la presión religiosa, «lindante con la necrofilia», que imperaba en el Colegio de Jesús.
Delicado asunto, pero auténtico como las lamentaciones del doctor Vidal, que a fuerza de mirar con el telescopio el lejano firmamento había llegado a conocer con bastante aproximación la distancia que existía entre lo conveniente y lo desmesurado. El Colegio de Jesús era obsesivo en ese aspecto. Los profesores lo llevaban en la sangre. La Virgen era más necesaria que todos los libros de texto. El infierno era tan verídico como que el padre Barceló, director del coro, aspiraba rapé. Los alumnos debían estar siempre vigilantes, pues el diablo andaba cerca, tendía trampas aguardando su presa. ¡Si la presa era una alma pura, un niño bautizado —y de consiguiente, miembro del Cuerpo Místico—, tanto mejor!
El paladín de esa coacción redentora era el padre Sureda, el Topo, el director espiritual, que solía ir llamando a los alumnos uno a uno a su despacho particular, despacho presidido por un crucifijo doliente y cuyo olor, al decir de Pedro, recordaba el de las habitaciones que habían permanecido sin ventilación durante años y años.
Los movimientos del padre Sureda eran arlequinescos, como si mientras hablaba fuera yendo a la eternidad y viniendo de ella. Su tez se parecía a la de Alejo: era como de cera y sus ojos licuosos. El celibato se le notaba en sus repentinos rubores y en la manera blanda de acariciarse las manos. A juzgar por su labor, el programa que se había trazado con los alumnos era doble: despertar vocaciones y preservarlos del pecado de la carne. Para lo primero, utilizaba los ejercicios espirituales, de una semana de duración. «Hijos míos, la elección de estado es el acto más decisivo de la existencia. ¿Por qué no reflexionar? ¿Hay algo más grandioso que renunciar a lo perecedero y consagrarse a Dios? ¡Pobre de aquel que desoiga la llamada! Los textos sagrados reiteran una y otra vez qué difícil le será la salvación».
Algunos alumnos se impresionaban hondamente, y a escondidas de sus padres menudeaban las visitas a aquel despacho en el que nunca entró, al parecer, la rutilante luz de abril. Pero donde la figura del padre Sureda se agigantaba verdaderamente era en el confesonario. ¡El confesonario! Los alumnos iban arrodillándose en él, gacha la cabeza, y el velo morado caía sobre sus espaldas, separándolos del mundo y situándolos a merced de la voz susurrante del padre Sureda.
—¿Cuántas veces?
¿Cómo saberlo? Los «actos» podían contarse; pero los pensamientos…
—Hijo mío, ¿no te das cuenta? ¡Estás ofendiendo constantemente a Dios!
Ofender a Dios… ¿Cómo era Dios? Laureano, tan pronto se representaba en su interior la figura del Padre Eterno como la de Cristo. En el fondo, le dolía más ofender a Éste, crucificado, que a Aquél, y esa misma distinción lo torturaba. Pedro más bien sentía la presencia justiciera del Padre, al que veía sentado en el trono, con su poderosa cabeza y su tupida barba. En cualquier caso, era el Padre Eterno «quien creó el mundo y todas las cosas visibles e invisibles».
—Hijo mío, ¡otra vez has perdido la gracia de Dios!
¿La Gracia? ¿Qué era la Gracia? Laureano, influido por la abuela, Beatriz, la imaginaba como una lluvia bienhechora que caía mansamente del cielo y que inundaba de júbilo su espíritu; en cuanto a Pedro, sentía inevitablemente un resto de incomodidad, pues el propio padre Sureda les había dicho muchas veces que la fe —y la gracia derivada de ella—, era un «don gratuito». En verdad que entre los muchos misterios que atosigaban a Pedro uno de los más punzantes era el de la predestinación.
—El diablo es muy sagaz, ¿comprendes? Te ataca por donde ataca a todos los niños: por el deseo, por la carne… ¡Vence el deseo! ¡Pídele a la Virgen que te ayude! Recuerda que el catecismo habla muy claro sobre quienes adquieren el hábito de pecar…
¡El infierno! Para Laureano eran llamas, gritos y un desfile ininterrumpido de rostros y cuerpos monstruosos; para Pedro, eran llamas y un gran silencio, un silencio absoluto. Los condenados se movían a cámara lenta entre charcas oleaginosas y fuego, deseando con todas sus fuerzas ver a Dios, sin conseguirlo. Y ello por los siglos de los siglos…
Pero la vida seguía su curso, como el bachillerato, y llegó para los dos muchachos lo que tenía que llegar. Inevitablemente, con la brusquedad con que el invierno asomaba las orejas o con que el mar se ponía bravo, de pronto, mientras el padre Sureda se refocilaba hablando de la castidad, Laureano y Pedro, una mañana cualquiera, descubrieron su propio cuerpo.
Fue una formidable explosión o descarga. Jamás hubieran podido imaginar que aquello fuese tan fuerte, tan poderoso, que los sacudiese con tal vigor de los pies a la cabeza. Hasta entonces sólo habían conocido los sueños, las súbitas erecciones al sentarse en determinadas posturas —con frecuencia, yendo en coche—, e] pecado solitario cometido de una manera casi inconsciente; pero siempre se trató de momentos esporádicos, sin previo y claro consentimiento, por lo que el padre Sureda, en el confesonario, si bien se había mostrado duro, les había devuelto la tranquilidad.
Pero de pronto todo cambió. Empezaron a circular por el colegio recortes y postales con figuras eróticas. Al parecer, su introductor fue precisamente Andrés, Andrés Puig, el hijo del joyero, que siempre hacía tintinear en el bolsillo unas cuantas monedas. Los recortes pasaron de mano en mano y los ojos de los muchachos se agrandaron como soles y adquirieron brillos inéditos, hermosos y salvajes a la vez.
—¡Ahí va…!
—¡A ver, déjame esto!
—¡Cuidado, que viene alguien!
Los libros de texto se llenaron de mujeres desnudas. Y los bolsillos. Y las carteras escolares. Y los cerebros. Fue una invasión jadeante, comparable a los relinchos de los caballos o a la caracoleante espuma que listaba la boca de éstos al terminar una carrera.
Laureano y Pedro no sabían qué les ocurría. Formas de mujer los rodeaban por todas partes. Las carteleras de los cines, los anuncios, los escaparates, en algunos de los cuales las prendas interiores femeninas, perfectamente adaptadas a las curvas de los maniquíes, avanzaban hacia ellos con una insolencia que los desazonaba.
—¿Te has fijado? ¡Si serán…!
Les faltaba vocabulario. Por lo menos, a Pedro y a Laureano. Otros compañeros parecían más habituados y colocaban adjetivos contundentes, de tremenda precisión. Andrés Puig, mayor que ellos, bajito y que tenía repugnantes granos en la cara, solía decir: «Cada grano de ésos es una mujer».
Una tarde extraña, a la hora del recreo, precisamente después de haber escuchado en la capilla una plática preparativa para el Mes de María, Laureano y Pedro se encontraron en los urinarios y una vez allí, sin saber cómo, presas de una excitación incontenible, se masturbaron conjuntamente. Y ante su sorpresa, la imagen que evocaron en el momento —sin comunicárselo entre sí— no fue ninguna de las contempladas en las carteleras, ni en los anuncios, ni en los recortes: fue, exactamente, la imagen de Montserrat, la institutriz. Los dos muchachos, cada cual por su cuenta, la recordaron en mil posturas distintas, sobre todo, componiéndose el apretado jersey y emergiendo una vez en bañador, esbelta y chorreando, de la piscina de «Torre Ventura», en Arenys de Mar.
El aguijón de la sensualidad. El rito de las pasiones, que los condujo a una larga y agotadora etapa de escrúpulos. El padre Sureda, en su garita oscura y dogmática, les ponía las manos en el hombro.
—Hijo mío… ¡si no luchas estás perdido! En penitencia, rezarás cinco rosarios y cinco Salves; y ahora, el «yo pecador…».
Yo, pecador… Sí, aquello era un pecado, un pecado mortal. Lo decía el padre Sureda y también mosén Castelló: «Muchachos, cuidado con los malos pensamientos…». Laureano tuvo varias veces la impresión de comulgar sacrílegamente, pues no estaba seguro de haberse confesado con todos los requisitos que el catecismo exigía.
—¿Cómo sabes tú, Pedro, que te arrepientes verdaderamente? ¿Y que tienes propósito de enmienda?
—Pues, la verdad, yo…
Pedro sufría menos que Laureano, lo cual resultaba paradójico, pues aquél en el fondo era más consciente que éste de todas sus acciones. Pero ocurría que, aparte de que el clima familiar era distinto, existía una razón personal, secreta, que el hijo de Rogelio y Rosy no comunicaría jamás a nadie: el muchacho, al pecar, se sintió como liberado de la agresión que siempre significaron para él la broma del «seminarista», su «pintoresco parecido a Carol», los rasgos feminoides que veía en el espejo. Pedro estaba ahora seguro de su virilidad. «¿Eh, qué tal?». ¡Menuda conquista! Todo ello pesaba lo suyo en la balanza. Lo cual no suponía que al entrar en la capilla no sintiera a veces que las piernas le flaqueaban, y que al saber que le habían puesto un diez en «Piedad» no se considerase un hipócrita redomado.
Montserrat, que advirtió el forcejeo de los muchachos y que hubiera podido precisar el instante exacto en que éstos comenzaron a mirarla «de otra manera», acusaba… Acusaba al Colegio de Jesús de torturar conciencias adolescentes. Lo cual no le impidió comprarse dos jerseys, uno amarillo, otro azul, más ceñidos aún que los que llevaba habitualmente.
Rogelio, hablando del Liceo Francés, había dicho que se formaría en él «una pandilla de aúpa». No le faltaba razón. Aunque no en los mismos cursos, se encontraban allí, junto con Susana, Carol, Cuchy —la hija de Ricardo Marín y Merche—, Marcos —el segundo hijo de Aurelio Subirachs—, el primogénito del doctor Trabal y otros compañeros que se integraron al grupo.
Susana y Carol se llevaban bien, pese a la diferencia de caracteres, debido a la espontaneidad del torbellino de los Ventura. Podía predecirse que no llegarían a una auténtica intimidad, porque Carol era desconcertante y Susana no se entregaba fácilmente; pero cierta simpatía recíproca era evidente.
Algo más complicadas eran las relaciones entre Susana y Cuchy. Al principio, más bien existía distanciamiento, ya que Cuchy había heredado el aire de superioridad de su madre y la innata distinción de su padre; pero el ambiente del Liceo Francés obligó a la muchacha a bajar los humos, de lo que Susana se alegró, habida cuenta de que Cuchy tenía excelentes cualidades, tales como alegría natural, capacidad autocrítica, etcétera, a lo que cabía añadir gracia y expresividad, con muchas pecas salpicándole la cara. Cuando alguien quería reprenderla se le anticipaba diciendo: «No me lo digas; soy un desastre». Siempre cabía la duda de si hablaba en serio o empleaba un ardid; pero Susana iba inclinándose a creer que se trataba de lo primero.
Marcos, el inefable Marcos Subirachs, tenía, en opinión de Susana, el grave defecto de que todo le daba asco. Aficionado a la pintura, visitaba los museos, pero al salir de ellos decía: «ni fu ni fa». Muchacho de rostro ovalado, como el arquitecto amigo de Julián, y de ojos soñadores. Distraído, obsesionado por el posible significado de los sueños, era vanidoso y sentía verdadera alergia por todo cuanto oliera a romanticismo. «¿Sabes lo que más detesto del Liceo Francés, Susana? ¡Las fábulas de La Fontaine! Te pongas como te pongas, son un tostón». Susana se reía mucho con él. «Anda, que vas para genio». Marcos, achaparrado, hinchaba el tórax. «¡Pues no me extrañaría, fíjate!». Imposible adivinar lo que sería de él.
El hijo mayor del doctor Trabal era un muchacho enamorado de la modestia. Trabajo de hormiga. No quería sobresalir en nada, no quería exhibirse. Algo descuidado en el vestir, eludía brillar en las conversaciones y trataba por igual a los chicos y a las chicas. No parecía creer que en la vida hubiera montañas y hondonadas, listos y tontos. ¿Escepticismo fundamental? ¿El mismo rasero para todo? Era muy friolero y siempre llevaba bufanda. Susana se resistía a creer, como hacían otros, que era una mediocridad. «A lo mejor es de esos que luego dan la gran sorpresa».
El Liceo Francés… Susana solía resumirlo diciendo que allí se pesaba el pro y el contra y se respetaba la «lógica». El padre de la muchacha, Julián, escuchaba a su hija y no llevaba trazas de compartir su entusiasmo. «Tu tío Manolo dice que la lógica es el consuelo de los que no disponen de nada mejor. Te pondré un ejemplo, muñeca… Cuando tu madre toca el piano, ¿cómo prefieres que lo haga? ¿A base de lógica o a base de alma?». Susana se quedaba perpleja como cuando con un espejo podía deslumbrar a los vecinos de enfrente. Era demasiado joven para acertar a responder lo que le andaba por dentro, es decir, que las palabras «lógica» y «alma» no se excluían forzosamente.
¿Y Sergio? Sergio, el hijo de Amades y Charito, cursaba el bachillerato en el Instituto Guimerá. Por el momento no tenía ocasión de demostrar sus dotes de líder, pero no le importaba. Dos de los catedráticos, depurados después de la guerra y readmitidos últimamente, se propusieron influir en él al descubrir terreno abonado para sembrar las ideas que presidieron sus años de lucha, lucha que terminó en derrota. Sergio, que era incapaz de sonreír, los escuchaba con la cabeza gacha, como Laureano y Pedro escuchaban en el confesonario al padre Sureda. Sin saber por qué, ciertos vocablos se le adherían como ventosas: «injusticia», «capitalismo», «solidaridad», «pueblo…». Tampoco podía adivinarse lo que sería de él, pero Amades pretendía saber lo que no sería: Sergio no sería jamás un hijo dócil, un hijo conformista, un lacayo a sueldo de cualquier taumaturgo, del mejor postor… o de la Agencia Hércules.