CAPÍTULO XIV

ROGELIO ERA, POR DEFINICIÓN, un hombre de negocios. De ahí que desde muy joven hubiese admirado hasta el límite a los grandes financieros como Krupp, Ford, Juan March, etcétera, capaces de convertir en oro cuanto tocaban. «¿Qué sería de nosotros sin esa gente? —solía decir—. Todavía viviríamos en la edad de piedra… ¡Iniciativa individual! Naturalmente… Los marxistas opinan lo contrario: todo el mundo a pico y pala. ¡Para mondarse de risa, vamos!».

En ese período de tiempo había dado unas cuantas galopadas serias en su escalada hacia el poder, hacia ese tipo de poder proveniente del dinero y que encandilaba a Rosy. Ello le permitió llevar a cabo sin más demora su proyecto de trasladar la Constructora, como Deogracias, el barbero, se temía, a un lugar céntrico y más propio: Muntaner tocando a Diagonal, en un edificio moderno, con un anuncio luminoso, calidoscópico, que decía «Construcciones Ventura, S. A.». Los empleados, que se verían unos a otros constantemente —los tabiques eran de cristal—, al principio tuvieron la impresión de que llegarían a odiarse; pero pronto se acostumbraron y olvidaron los cuartos húmedos y las estufas de serrín, y algunos de ellos llegaron incluso a sentirse importantes.

Uno de los aciertos de Rogelio conectaba directamente con su quehacer habitual, y tuvo que admitir que Jaime Amades lo empujó eficazmente en el momento preciso. Se había lanzado a construir en gran escala pisos baratos y el público, por razones diversas, parecía un tanto retraído. Era preciso estimularlo. Entonces apareció en escena el propietario de la Agencia Hércules, con un entusiasmo que posteriormente quedó justificado.

—Rogelio —le dijo Jaime Amades—, tienes que escucharme… No llames a Marilín para que corte la entrevista, como sueles hacer cuando vienen a darte sablazos y te encuentran en un día de mal humor. ¡Y no te sulfures si me da un ataque de asma! La cosa se lo merece… y he venido muy cargado —señaló dos paquetes voluminosos que trajo consigo—. Verás. Este asunto de la publicidad, ¿comprendes?, hay que enfocarlo como he visto que lo enfocan en las películas americanas… ¡Je, ahora que no nos oye ningún germanófilo, te diré que en ese capítulo los yanquis son los amos! Pues bien, en esas películas quedan bien claras dos cosas. Una, que el éxito de los slogans radica en el machaqueo, en la repetición. ¡No, no pongas esa cara de sabelotodo! El machaqueo… pero combinando con otros dos elementos: la brevedad y el carácter familiar… ¿A que no habías pensado en la brevedad y el carácter familiar? Pues luego verás los slogans que he pergeñado para la Constructora… ¿Me permites que encienda un pitillo? Gracias. Continúo. Lo segundo que he visto claro es que los anuncios que llaman la atención de la gente, con mucha diferencia sobre los restantes, son los que se mueven… ¡Una bobada!, pero ahí la tienes. La gente quiere que las cosas se muevan. ¡Ah, ja, ya empiezas a animarte! Claro, claro, estarás recordando el éxito de las campañas de los Grandes Almacenes cuando llegan Navidad y Reyes… Pues ahí está. He confeccionado un monigote que… ¡bueno! ¿Por qué no ganamos tiempo y permites que tu amigo Amades, ¡tu mejor amigo!, te demuestre que no está mochales y que ha resuelto el problema aquel que le planteaste hace años, el problema de las neuronas?

Rogelio, que sentía por su interlocutor casi tanta debilidad como por las amas de cría, accedió y pasaron a la acción.

Amades empezó por el monigote. Lo extrajo del paquete que lo contenía y que había dejado en uno de los sillones, y lo levantó como si fuera un trofeo. El monigote era de goma, tenía el pecho enjuto y la cara gordinflona y sonriente… Amades no decía nada y Rogelio miraba, con creciente curiosidad. De pronto, el pecho del monigote empezó a hincharse y deshincharse como si respirase. Y cada vez que se hinchaba podía leerse: ¿Por qué sonrío? Porque Construcciones Ventura, S. A., me ha regalado un piso para toda la vida.

Rogelio no salía de su asombro. Todas las sortijas que llevaba relampagueaban.

—Pero…

Amades sudaba, sudaba que no podía más.

—Y el machaqueo, ¿comprendes, Rogelio? Un solo monigote: éste. Siempre el mismo y en todas partes. En los bares, en los frontones, en los escaparates, en los estancos y en los vestíbulos de los cines… ¿Comprendes mi idea? ¿Comprendes por qué no quería que Marilín nos interrumpiese? ¿Por qué sonrío? Porque Construcciones Ventura, S. A., me ha regalado un piso para toda la vida. ¡Regalado! Ahí está el busilis… Y, naturalmente, un monigote gigantesco, nunca visto, en las Ramblas, si a base de tus relaciones consigues que el Ayuntamiento te conceda el permiso necesario.

Rogelio, que varias veces había reculado para contemplar a distancia aquella obra de arte de la Agencia Hércules, de pronto cortó en seco la fáustica escena, con el sentido práctico que lo caracterizaba.

—¡El non plus ultra, Amades! ¡El oremus, el fíat voluntas túa! Me quedo con él, en exclusiva. ¡Que no vea yo un solo monigote como éste en toda la Península Ibérica!

Luego les tocó el turno a los carteles. Amades llevaba dos, enormes, con letras vistosas a tres colores. Los desplegó sucesivamente. Sus brazos apenas si los abarcaban, por lo que tuvo que contorsionarse cómicamente; pero no importaba. Rogelio pudo leerlos a placer.

El primero decía:

¡Pisos nuevos! ¡Pensados para usted! ¡Recoja la llave en Construcciones Ventura, S. A.!

Y el otro:

¡Familia moderna, familia feliz! ¡Sea usted feliz en un piso de Construcciones Ventura, S. A.!

Rogelio chupó con fuerza el cigarro, espolvoreó la ceniza que le había mancillado la insignia del Club de Fútbol Barcelona y por fin exclamó, con voz entusiasta:

—¡Bravo, Amades! ¡A eso lo llamo yo dos goles como dos catedrales! Dos goles breves… y de carácter familiar. Que Charito fije la cantidad y tú, cuando quieras, puedes pasar por caja…

El caso es que se pusieron en práctica las dos ideas del propietario de la Agencia Hércules y que el resultado no se hizo esperar: los pisos de «Construcciones Ventura, S. A.» se vendieron en un santiamén, estimulando a Rogelio a adquirir otros solares y a construir otras viviendas del mismo tipo.

Otra de las galopadas serias que dio, ésta más reciente, se la inspiró Alejo Espriu, lo que indujo a Rogelio a pensar que la idea de «labor de equipo», que se estaba poniendo de moda, tal vez no fuera ninguna tontería. Montserrat, la guapa y culta institutriz que habían contratado para que vigilara a Carol y despabilara un poco a Pedro, era militante en esa cuestión. «La época del yo me lo guiso, yo me lo como —solía decir, con la franqueza que la caracterizaba— ha muerto para siempre».

El caso es que Alejo Espriu, cada día más gentleman y más satisfecho de sí —ya ni se acordaba de la existencia de los tranvías y vivía, ¡por fin!, en concepto de cliente fijo, en el Hotel Ritz—, le dijo:

—Rogelio, puesto que careces de escrúpulos y eres propietario de una serié de inmuebles repartidos por la ciudad, ¿por qué no dedicas algunos de ellos a meublés? Tal como está la fornicación en este país, dicho sea con todos los respetos, le sacarías un jugo tremendo…

Rogelio, de entrada, se quedó como alelado, si bien hizo chascar los tirantes y en acto reflejo dirigió su ojos, claros y azules, a las señoritas en bañador de los calendarios que mantenía en el despacho.

—¿Quieres repetirme, querido picapleitos, lo que acabas de decir?

—No, porque me has oído perfectamente. Sólo me gustaría añadir que, disponiendo de la Constructora y de tantas conexiones en el campo de la decoración, el necesario acondicionamiento de dichos inmuebles te saldría a precio de saldo, tirado. En cuanto a mis honorarios en calidad de administrador general, estoy seguro de que llegaríamos a un acuerdo…

Rogelio solicitó veinticuatro horas para rumiar la jugada y finalmente dijo «sí». Todas las pegas de tipo legal que le opuso a Alejo Espriu, éste se las resolvió de forma contundente. Se había estudiado el asunto a fondo antes de proponérselo. No había riesgo alguno. Todo quedaría perfectamente en orden y era de suponer que las ganancias serían realmente pingües, a juzgar por los balances que había obtenido de otras entidades dedicadas al mismo menester.

Un detalle intrigaba a Rogelio.

—¿Y cómo, precisamente a un hombre incorruptible como tú, se le ha ocurrido semejante pirueta?

Alejo Espriu, alto y alámbrico, con su larga boquilla y su bastón de puño churrigueresco, contestó:

—Es que, hablando en plata, y con la seguridad de que no le contarás nada a mi hermana, a Vicenta, resulta que mi incorruptibilidad no tiene ningún mérito; es que, en la práctica, soy, diríamos, una especie de impotente. De modo que no me queda más remedio que gozar sabiendo que gozan los demás.

—No hablemos más de la cuestión —zanjó Rogelio.

El resultado sobrepasó las esperanzas. La cosa salió redonda, demostrando que las homilías de mosén Castelló sobre la castidad no afectaban, ni con mucho, a la totalidad de la población. Primero fueron dos meublés, luego cinco, de distintas categorías. Sobre todo los lujosos —como el que Julián en tiempos había utilizado con Gloria— no paraban. Incluso los peces de los acuarios de ciertas habitaciones parecían tener a veces expresiones de asombro. El beneficio neto, líquido, era realmente sustancioso, «artístico», y dado que el asunto llevaba trazas de continuar con el mismo ritmo, el despegue de Rogelio se reafirmó de forma rotunda.

Esta serie de progresos, unidos a los normales de «Construcciones Ventura, S. A.» y a que en Madrid lo trataban mejor que nunca, le llevaron a suspirar por constituir algún día una sociedad formal con sus grandes amigos Ricardo Marín y el conde de Vilalta. Su proyecto era todavía confuso, aparte de que el conde era muy cauto y quisquilloso —por ejemplo, jamás hubiera aceptado como asesor jurídico a Alejo Espriu— y las circunstancias del país no eran todavía lo suficientemente propicias como para lanzarse a algo verdaderamente grande. No obstante, era obvio que los tres unidos constituirían una fuerza: Rogelio, aportando sus ideas y su entusiasmo; el conde, su experiencia, su capital y sus relaciones, y Ricardo Marín su rúbrica y el apoyo del Banco Industrial Mediterráneo. El caso es que una tarde en que se encontraban los tres en un salón recoleto del Club de Polo, generalmente destinado a iniciar adulterios, y con sendos vasos de whisky en la mano, Rogelio lanzó el primer toque a los interesados y éstos le contestaron:

—Bueno…, cuando tengas algo concreto, avísanos…

Otra barrera franqueada por Rogelio. Porque una de las aspiraciones del constructor era codearse en plan de igualdad con aquellos dos hombres que lo habían escuchado. Ahora bien, era pertinente establecer una distinción muy concreta. Así como Rogelio no hallaba motivos para admirar al conde de Vilalta, ya que éste se lo encontró todo hecho, en cambio admiraba cada día más a Ricardo Marín, prototipo del «banquero con valor, audaz», que sabía arriesgarse en el momento oportuno, como él supo hacerlo con el asunto de la fornicación. Ricardo Marín había dado un impulso decisivo al Banco Industrial Mediterráneo, fundado por su padre, hombre rutinario y metódico, pese a lo cual murió de un ataque cardíaco. Por si fuera poco, confió desde un principio en el olfato de Rogelio para los negocios, por lo que, como es sabido, siempre lo ayudó sin reservas. Malas lenguas aseguraban que Ricardo Marín no arriesgaba nunca… Que tenía el tinglado bancario montado de tal suerte que si la operación salía bien quien se llevaba el gato al agua era él en persona, Ricardo Marín, mientras que si salía mal el perdedor era el Banco. Rogelio negaba rotundamente que eso fuese cierto. «La envidia puñetera, como siempre…».

Cabe decir que la admiración de Rogelio por su amigo no se limitaba a las finanzas. Ricardo Marín era un poco lo que, en el fondo, él hubiera deseado ser: señor desde la cuna. «De casta le viene al galgo». Ricardo, cuyo padre viajó mucho y fue colaborador de Cambó —y que heredó la mejor torre de veraneo de Caldetas—, era alto, bien plantado, con pelo abundante, sin barriga, voz persuasiva, y montaba a caballo desde la niñez… Además, estudió la carrera de Derecho y, como Rosy decía, «hablaba poco, pero suficiente». Tenía mucho predicamento entre las mujeres de la «alta sociedad» barcelonesa, de suerte que cuando entraba en algún local como, por ejemplo, el Club de bridge —club enteramente tapizado de rojo y con camareros prácticamente mudos—, se oía como un murmullo de bienvenida. La única que se quedaba impávida era su esposa, Merche. Merche, que en su día heredaría un fortunón, era un ser desconcertante incluso para Rogelio. Daba la impresión de estar por encima del bien y del mal. Sin necesidad de moverse, todo el mundo parecía vivir pendiente de sus caprichos. De pronto, su lengua era de víbora. Con una frase era capaz de hundir a cualquiera… ¡o de levantarlo! Porque también tenía su lado bueno y sus ratos de buen humor, que en esa temporada volcaba en favor de Rosy y —¿por qué, Señor?— del coronel Rivero, que al verla casi se cuadraba. Su arma estratégica era la inteligencia. Era muy inteligente, y necio sería quien lo pusiera en duda. Su arma táctica era el desinterés. «¿Nos vamos, Ricardo? No me gusta bostezar delante de la gente…».

Cuchy, la hija de Ricardo Marín y Merche, por el momento se parecía bastante a la madre. Era todavía una mocosa y si se le caía la servilleta al suelo miraba a la doncella como preguntándole: «¿A qué esperas…?». Ricardo hubiera querido tener más hijos, pero Merche hacía lo imposible para dar largas al asunto. «¡Claro, como que el degradante atraso de los nueve meses lo sufrimos nosotras…!».

Tiempo tendría Rogelio de satisfacer sus aspiraciones. La fortuna que poseía —pese a la «horizontalidad» de aquellos años— empezaba a impresionar a las personas que estaban al tanto de esas cuestiones. Por lo demás, él no lo ocultaba, y su pedantería iba en aumento. Sin embargo, algo había en su manera de exhibirse que hacía que dichas personas lo perdonasen con facilidad, convencidas de que se lo merecía, de que se lo había ganado a pulso. No, no todo el mundo reaccionaba como Margot… Rogelio tenía sus partidarios a ultranza y abrigaba la certeza de que algún día lo serían sin reservas y a partes iguales Ricardo Marín y el conde de Vilalta. Sólo faltaba que se produjera en el país algún acontecimiento inesperado que abriera la deseada puerta. Y entonces sí podría decir: «He alcanzado la meta que me propuse». Entonces sí podría imprimir unos carteles que dijeran: ¿Por qué sonrío? Porque Construcciones Ventura, S. A., me ha regalado felicidad para toda la vida.