CAPÍTULO XIII

EL TIEMPO FUE PASANDO, no caía del cielo una gota de agua, las gentes continuaban estrechándose el cinturón. Cuatro, cinco, seis años que Aurelio Subirachs calificó de «horizontales» y durante los cuales las mayores preocupaciones fueron luchar contra las circunstancias adversas y prestar la máxima atención a las tendencias que iban manifestándose en los hijos. Amades, por ejemplo, en este sentido estaba intento. Sergio, el vástago de talante serio que Charito le dio, era, al parecer, una auténtica promesa de hombre.

—¡Figúrate, Rogelio! En la escuela, la maestra le ha dicho a Charito que Sergio tiene «espíritu de líder»… ¿Eh, qué tal?

Rogelio semicerraba los ojos.

—¿No será que los demás chicos son muy mansos?

—¡Bueno! Yo no los conozco… Pero ¿te han dicho a ti algo pareado de Pedro? ¿A que no?

—Pues no…, la verdad. Pedro más bien se diría que va para santo… Y eso, Amades, si he de serte sincero, me hace cosquillas en varios sitios que no quiero nombrarte.

Era cierto. Por leyes que escapaban a los libros de pedagogía, el primogénito de la avenida Pearson era un bendito. Rosy lo atribuía a la bondad innata del ama, de Francisca, que se le habría contagiado al chaval. «Tendremos que buscarle una institutriz, a ver si lo espabila un poco». Sin embargo, la teoría fallaba por la base, puesto que Carol, igualmente al cuidado del ama santanderina, era un diablillo que no había quien lo tuviese a raya. ¡Carol había aprendido incluso algunas palabrotas de su padre! Y hacía lo que le daba la gana con Kris, el perro guardián. Pedro, en cambio, que crecía enclenque y que a veces parecía bizquear un poquitín, no daba un paso antes de mirar si había alguna trampa, y aún no había conseguido acostumbrarse a las embestidas, rebeldes o cariñosas, de Kris.

En realidad, asistir al despliegue temperamental de los hijos de aquellas familias vinculadas entre sí constituía un espectáculo fascinante. Nadie, por supuesto, se hubiera atrevido a vaticinar nada, ni siquiera el doctor Beltrán. Estimaba éste que era más fácil augurar las reacciones colectivas y los rumbos de la política que las reacciones individuales y los rumbos de la ciencia. «Carmen —le decía a su hermana—, el cerebro de un niño es tan imprevisible como el viento que soplará mañana o como el mundo que aparecerá al asomarse a un microscopio». El discrepante, en ese caso, era Anselmo, el conserje. Anselmo, recordando sus tiempos de pastor —a veces echaba de menos la boina y la luz del alba en el monte—, solía comentar con Felisa que había un buen puñado de cosas que podían preverse. «Por ejemplo, Laureano y Susana, pase lo que pase, serán dos señoritos; en cambio, nuestros chavales ¿qué, Felisa? Mecánicos, albañiles… ¡algo así!; o conserjes, como tú y como yo… ¡Jolín con los sabios!».

En General Mitre la incógnita flotaba, como en todas partes, pese a la simplificación de Anselmo. Laureano salió rápido de reflejos y con una imaginación desbordante. Lo miraba todo con ojos asombrados, sobre todo cuando Margot lo llevaba al ático de Balmes, al taller de su padre. Al ver el tablero, los planos en la pared, los lápices, las muestras de material, ¡las maquetas de yeso!, el chico tenía la sensación de que tras todo aquello se escondía algo grande. ¿Y por qué de una de las habitaciones salía aquel olor a pipí? «No es pipí, es amoníaco, hijo… Es para sacar copias de los planos. ¿Ves…?». Y Julián le hacía una demostración. «¿Y por qué tienes aquí esa imagen, papá?». «Es San Jorge, hijo… Me lo regaló la abuelita y, claro, me gusta conservarlo…».

Cuando empezó a ir al parvulario —el primer día, al confiarlo a manos ajenas, Margot sintió como si se le escapara algo—, Laureano se disparó. En el patio le pegaba tales patadas al balón que se hubiera dicho que más tarde le gustaría la guerra. Aunque su afición, por el momento, acaso influido por lo que veía en el taller, era el dibujo. Se pirraba por dibujar, especialmente, aviones y puentes. Muchos puentes. Puentes larguísimos, colgantes en su mayoría, que inevitablemente terminaban donde terminaba el papel. Era como si el chico quisiera trasladarse a otra orilla y dicha orilla fuera, sin remedio, el vacío. «¿Por qué no empiezas un poco más a la izquierda, Laureano?». «No lo sé, mamá…». ¡Ay, Carol, en la avenida Pearson, no contestaba nunca «No lo sé…»!; en cambio, ésa era la respuesta más corriente de Laureano.

Otra de sus aficiones era la música. «¿Por qué no tocas el piano, mamá?». Margot lo complacía de mil amores. Y entonces Laureano se sentaba en el suelo, a sus pies, muy próximo a los pedales y era capaz de permanecer quieto allí hasta Dios sabe cuándo. A veces sus profundos ojos negros se inmovilizaban, quizá porque el muchacho estaba convencido de que las melodías que brotaban del instrumento iba creándolas su madre al compás de su propia inspiración. «¡Mamá, toca algo más! ¡Qué estupendo, mamá!». Y la mayor alegría que ésta podía darle era permitirle pulsar él mismo las teclas, en cuyo caso el muchacho prefería siempre las teclas blancas, no se sabía por qué.

—¿Qué más quieres? —le decía Julián a Margot—. Es un ecléctico. En el taller, feliz con lo mío: casas por construir, sentido lineal; aquí, feliz con la música, con el piano: romanticismo y arte. ¿Hay quien dé más?

La abuelita, Beatriz, negaba con la cabeza.

—¡Huy, qué inexpertos sois! Quién sabe, quién sabe… Margot, a la edad de Laureano, no hacía más que perseguir insectos en Can Abadal, y ahora es incapaz de matar una mosca.

¿Matar? ¿Morir? He aquí una de las obsesiones del pequeño. Supo que un niño del barrio se murió al caerse de la bicicleta, y le entró un pánico atroz. A partir de ese día dejó de dibujar aviones pequeños, cayéndose en barrena, y los dibujó siempre grandotes y volando cada vez más altos y seguros. Era como si quisiera inmunizarlos contra la posibilidad de la catástrofe. Y el caso es que no sabía lo que era la muerte, que únicamente lo intuía. Intuía, por ejemplo, que lo más probable era que la abuela muriese antes que los demás miembros de la familia. Por cierto, nadie le preguntaba «¿por qué?», pero si se lo hubiesen preguntado, hubiera contestado: «No lo sé…».

Beatriz, que observaba al chico como hubiera podido hacerlo el propio don Jorge Abadal, no se inquietaba en absoluto. Lo consideraba un chico normal. Ella podía comprobarlo cuando se lo llevaba a la tienda, donde Laureano ponía cara de susto ante determinadas piezas, como las armaduras, y en cambio trepaba por los muebles sin pedir permiso a nadie y al menor descuido rompía algún que otro candelabro antiguo, de valor. Y, sobre todo, lo comprobaba cuando, todos los jueves, invariablemente, invitaba a su nieto a merendar en aquella casa de la calle del Bruch que, según Julián, «apestaba» a pergamino. ¡Menudos tazones de chocolate se zampaba el muy travieso! «Abuelita, ¡está riquísimo!». «¡Claro que si, mi rey!». A menudo Laureano se lo decía en catalán, pues lo mismo ella que Margot tenían buen cuidado de que el chico aprendiera también este idioma.

Sin embargo, cabe decir que si por azar el muchacho coincidía en casa de Beatriz con mosén Castelló, todo cambiaba. La negrura de la sotana del sacerdote le imponía a Laureano un gran respeto, lo cohibía. Entonces, tarde o temprano, sin saber cómo, volvía a brotar el tema de la muerte.

—¿Esos libros del abuelo por qué los guardas? Ya no te sirven, ¿verdad?

Beatriz le contestaba:

—¡Claro que me sirven! Es como si le estuviera viendo a él mientras los leía, ¿comprendes?

Laureano se quedaba inmóvil.

—Abuelita… ¿es que los muertos pueden verse?

La madre de Margot hacía lo imposible por disimular, pero mosén Castelló intervenía, siempre con su expresión santificada:

—En cierto modo, sí, pequeño… —Guardaba una pausa—. Cerrando los ojos y recordándolos, se los ve…

Beatriz porfiaba por distraer la atención de su nieto.

—¡Oye! ¿Quieres otro tazón de chocolate?

Laureano no quería otro tazón. Comprendía que el sacerdote no le había mentido, puesto que si él cerraba los ojos podía recordar, «ver», perfectamente, a su padre, a su madre, a Susana, e incluso al chico del barrio que murió al caerse de la bicicleta.

Cuando Margot se enteraba de esos diálogos se ponía furiosa. ¡Si Laureano en el fondo era un chico alegre! ¿Por qué complicarle la existencia? Pero ella misma era la primera en cometer la misma equivocación, porque se había impuesto como obligación enseñarle el catecismo —quería marcar a su hijo, para siempre, con el gran consuelo de la fe—, y en el catecismo se hablaba, desde luego, de querubines y serafines, pero también de que Cristo «murió» en la cruz.

Laureano no comprendía que Jesús, siendo Dios, hubiese muerto.

—¡Pero fíjate lo que pone aquí! Resucitó al tercer día. ¿Te das cuenta?

Laureano pestañeaba.

—Sí, claro… Pero si tenía que resucitar ¿por qué murió?

—Para redimirnos, hijo. Para lavar nuestros pecados…

Laureano miraba con fijeza el crucifijo que presidía su dormitorio. Jesús, allí, estaba «muerto» y sangraba. Margot adivinaba el pensamiento de su hijo y se apresuraba a decirle, mientras le doblada el embozo de la sábana:

—Eso es… como un ejemplo, ¿entiendes? Jesús, en el cielo, continúa viviendo. Y vivirá allí para siempre.

Laureano parecía reaccionar, relacionando aquello con la calle del Bruch.

—¿Entonces el abuelito lo ve?

—¡Naturalmente! Todos lo veremos un día.

¡Descuido de Margot!

—¿Todos…? —Laureano rompía a llorar—. Yo no quiero morirme, mamá… Y tampoco quiero que tú te mueras… Y…

Margot apretaba la cabecita de su hijo contra el pecho y pensaba que en su bloc de anotaciones, que yacía en el fondo del revistero, no estaba prevista tal contingencia.

El doctor Beltrán la tranquilizaba, pero sólo en parte.

—Déjalo… Es corriente en los niños. Los niños suelen amar la vida. Primero, porque es una ley; luego, porque ignoran las adversidades que los aguardan. De todos modos, en eso de la religión…, ya sabes cuál es mi criterio.

Susana evolucionó en otra dirección. Cuando Julián, ante la cuna de la niña, le dijo a Beatriz: «Esta vez no hay discusión, abuelita: es Vega», acertó. Pelo rubio como su padre, sedoso, que Margot muy pronto convirtió en hermosas trenzas. Ojos redondos, verdiazules, que sólo se abrían con asombro ante lo que era real o imitaba a la realidad. Nunca Susana dibujaría aviones extraños ni puentes colgantes; dibujaba, en miniatura, la masía de Can Abadal, o bien rampas de cemento en las que los coches desaparecían como tragados por un insecto.

La primera vez que, en el baño, se dio cuenta de que revolviendo la espuma ésta crecía, inmovilizó su cuerpecito como si descubriera el mundo. Repitió la operación, y la espuma volvió a crecer. Desde entonces cada vez que veía agua la golpeaba, y si no se producían burbujas llamaba a Rosario como preguntándole: «¿Qué ha pasado aquí?».

Su gran ilusión fue siempre tocar las cosas, acariciarlas para apreciar su volumen. Tal vez por eso le gustara tanto andar descalza. Sus diminutos pies querían comprobar la diversidad de sensaciones que experimentaba su piel según pisara mosaico, una alfombra, las losetas de la terraza, el cuero del sillón. Y tan pronto caminaba despacio, contando los pasos —igual que Pedro—, como daba pequeños saltos o echaba a correr —igual que Carol—. Al término del experimento oteaba en torno deseando que alguien la hubiese visto para poderse sonreír.

La maravilla de los reflejos, de los cambios, de las sacudidas. Se acercaba a los agujeritos de los enchufes y sentía la tentación de introducir en ellos los dedos; aunque una sola de esas experiencias le bastó. A la hora de la comida le ataban el babero al cuello y la chica iba dándole la vuelta hasta colocárselo a la espalda. Los abrelatas le llamaban poderosamente la atención, así como la cinta métrica automática que su padre tenía y que, soltándola, se enrollaba por sí sola y se escondía de nuevo en el estuche. Un día en que vio desnudo a Laureano y descubrió que «ella era distinta», contuvo la respiración, se tapó la boca con ambas manos y luego rompió a llorar.

Susana, ello iba de suyo, tenía un encanto especial. Era obediente y dócil y apenas si había necesidad de vigilarla: nunca se asomaría peligrosamente a una ventana. Delgada y grácil, parecía haber nacido para ser una oración. Por influencia de Rosario, que la quería con locura, a menudo se colocaba una flor en el pelo, o un lacito. Con sólo verla doblar el pijama parecía obligatorio admitir que era mujer. Sin embargo, Margot había comprobado que «sólo le parecía bien lo que le parecía lógico». Las exageraciones la desconcertaban. Ello se ponía de manifiesto con las muñecas, que le llovían de todas partes, especialmente de Granada. Sólo le gustaban las que se parecían a las niñas de verdad, a las niñas como ella. Si habían fantaseado excesivamente su cara, o les habían agrandado demasiado los ojos y las pestañas, las rechazaba. Era como si dijese: «Las personas no son así». Para Susana no existía nada tan fabuloso como la verdad.

La directora del parvulario le dijo a Margot que no se inquietara, por cuanto podía comprobarse que allí, al contacto con las otras niñas, desaparecerían en gran parte las inhibiciones de Susana. «Es perfectamente capaz de imaginar picardías e incluso de interesarse por los cuentos de hadas». Bien, Margot no se quemaba la sangre. En el fondo se alegraba de los contrastes que ofrecían Susana y Laureano. «Laureano podría practicar el hockey sobre patines, ¿no crees, Julián? Es un deporte muy bonito… y muy viril. Y a Susana la llevaremos a clase de ballet, para que su cuerpo se desarrolle rítmicamente». Julián, que casi tocaba el techo, desde arriba asentía con la cabeza.

Dichos contrastes se hacían todavía más patentes durante el verano, en Can Abadal. Laureano se sentía allí un poco desplazado, sin saber qué hacer, aparte de bañarse en la piscina, contemplar el paso de las nubes y preguntarse qué gigantes vivirían allá al fondo, en las montañas. ¡Claro, cuando le dejaran ir por su cuenta, recorrer aquellos bosques…! De ahí que con frecuencia propusiese: «¿Por qué no me llevas a “Torre Ventura”, papá? Podría jugar con Pedro…». Susana, en cambio, en la masía se sentía a sus anchas, por una razón sencilla: porque en la finca tenía ocasión de observar a los bichitos. ¡Cuántos animales escondidos entre la maleza!: lagartijas, saltamontes, escarabajos, ¡mariposas!, y cuántas ranas en las charcas… Millares de existencias ínfimas, ignoradas, se ocultaban entre los matorrales. Y las caravanas de hormigas, que a veces trepaban por los troncos de los árboles como ansiosas de alcanzar a los pájaros y decirles: «¿Bueno, queréis o no queréis que seamos amigos?». ¿Para qué necesitaba Susana que Anselmo le contara cuentos de lobos y ovejas, si tenía al alcance de la mano un universo mucho más apasionante?

Los colonos de la finca contigua sorprendieron un día a Susana contemplando los espasmos agónicos de una rana colocada en la mesa redonda, de mármol, que había en un rincón del jardín. No dijeron nada, pero abrigaron la certeza de que la chiquilla ocultaba un cuchillo y se disponía a cortar en canal al batracio, a rajarlo por la mitad.

¿Sería cierto? No, no lo era. «Susana era también incapaz de matar una mosca», aun cuando la muerte la asustase mucho menos que a Laureano. Mejor dicho, no la asustaba en absoluto. Muchas noches, al acostarse, la chica se dormía pensando que a lo mejor no despertaría, que se la llevaría el Ángel de la Guarda, y ni se inquietaba por ello. Y una vez que fue al cementerio de San Celoni, la visión de los nichos y de los panteones se le antojó «natural». ¿Por qué? Ni siquiera el doctor Beltrán hubiera sido capaz de encontrar una explicación razonable. En cambio, la sobresaltaba indeciblemente un hecho que comprobó en la tienda de su abuela: que los muebles y las cosas duraran más que las personas. Le parecía injusto. «No lo comprendo, abuelita, no lo comprendo». ¡Los edificios que construía su padre! Durarían más que las personas que los habitasen. Esta «obsesión» de la muchacha se manifestó aparatosamente a raíz de una idea de Margot, empeñada en que Susana coleccionara algo, lo que fuere, pues había leído «que era bueno recopilar cosas pequeñas y formar con ellas un todo importante». Rosario, que jamás había visto a la niña con una mancha en el vestido, hubiera pronosticado que coleccionaría pastillas de jabón. Julián apostó por las mariposas. «Coleccionará mariposas clavadas en un alfiler». No fue así. La niña se decidió por las cajitas. Cajitas muy pequeñas, de todas las formas imaginables, en cada una de las cuales escondía una nadería, aunque fuese un botón. Las colocó en una vitrina iluminada que su padre le instaló en su cuarto, en General Mitre. Pues bien, aparte de que Rosy, al regreso de uno de sus viajes a Madrid en compañía de Rogelio, le trajo una preciosa cajita oriental en cuya tapa había un dragón de color rojo, he aquí que Beatriz, la abuelita, la obsequió con la que iba a ser la pieza clave, la pieza de honor de la colección: una cajita de plata, en forma de pez. «Toma esto, hijita —le dijo—. Es una joya de familia. Lo menos tiene ciento cincuenta años».

¡Descuido de Beatriz!

Ciento cincuenta años… Susana miró la cajita de plata en forma de pez. Su reacción fue volverse de espaldas, taparse el rostro con las manos, como al descubrir que ella era «distinta» a Laureano, y morderse la lengua hasta dañarse.

Julián se acarició la mejilla derecha. Los hijos… ¡cuánta complejidad! Y él era partidario de no andarse por las ramas. Se había trazado una meta y hubiera preferido que ésta cuajase sin desvíos; pero estaba visto que era imposible. El propio Rogelio le había confesado más de una vez: «¿Tú entiendes a esos chavales? Yo no… Figúrate que a Carol le ha dado ahora por ponerse cascabeles en los tobillos». Laureano y Susana no llegaban a tanto, pero reclamaban su grandísima porción de vida. Laureano aprendía con dificultad el solfeo —do-re-mi-fa-sol…— y Susana no comprendía el misterio que implicaba que con un espejo pudiera deslumbrarse a los vecinos de enfrente. Laureano cogía a las muñecas «veraces» de Susana y las pintarrajeaba convirtiéndolas en monstruos, y Susana, con paciencia infinita, las desmaquillaba y las volvía a la realidad. Y uno y otro salieron del mismo vientre, que él lo vio, y crecían día tras día, y poco a poco ampliaban su repertorio de palabras y formulaban preguntas cada vez más insólitas: Del: «Papá, ¿por qué no se hunden los balcones y las terrazas?» habían pasado al: «Papá, ¿por qué primero se ve el relámpago y luego se oye el trueno?», o bien al: «Papá, ¿por qué “tío” Alejo dice que a los mayores os gusta hacer la guerra?».

—Pues a mí me encanta que esto sea así —decía Margot—. Que los hijos vayan desarrollándose a su modo, que vayan descubriendo lo que es y lo que no es.

—Rosy opina lo contrario —objetaba Julián—. Ya sabes que ella preferiría que sus hijos no crecieran nunca. Teme perderlos cuando sean mayores.

—Pues yo no. Me gusta verlos como son ahora; pero también me gustará ver a Laureano cuando estudie en la Universidad y a Susana cuando me acompañe por ahí y parezca mi hermana pequeña.

—Pero ¡si a ti el futuro te asusta como a Rosy! ¡Si es tu pesadilla!

—Tienes razón, Julián. En el fondo, me estoy contradiciendo. Pero… ¿cómo te lo explicaré? Hay ciertas diferencias. Tal vez a Rosy le dé miedo que Pedro se parezca a Rogelio… ¡Oh, no, por favor, no quise decir eso! Precisamente Rogelio, en los últimos tiempos… Permíteme que…

Julián negaba con la cabeza. Una vez más ¡cuánta complejidad! No, no quería insistir sobre el mismo tema; sobre todo ahora que Rogelio, en el Club de Polo, aprendía a montar a caballo, y según noticias no se le daba del todo mal…

—¿Sabes lo que te digo, Margot? Que todo esto es hablar por hablar. Nos guste o no nos guste, Laureano y Susana cada año tendrán un año más. Y hagas lo que hagas, saldrán a su aire. Será porque soy de donde soy, pero yo creo que al nacer llevamos marcado nuestro destino.