CAPÍTULO XII

EL INVIERNO LLEGÓ AL TROTE. Todo el mundo lo oyó. El doctor Beltrán aseguraba que el invierno lo oían especialmente los ancianos, ciertos árboles y los niños. Su hermana, Carmen, añadía: «¡Y algunos animales, que siempre te olvidas!». Carmen no podía apartar de su mente las teorías de su marido, que fue veterinario del Parque Zoológico. Amaba mucho a los animales… y por ello detestaba el invierno. Llegaba incluso a afirmar que en invierno los relojes andaban más despacio. «No seas supersticiosa, mujer —le recriminaba su hermano—. Los relojes saben que el tiempo no existe y se ríen de los peces de colores…».

Pero esa vez Carmen estaba en lo cierto. El tiempo se había disfrazado de invierno, como mosén Castelló de miliciano, y por consiguiente existía. Y todo el mundo lo oyó. La gente se apretujaba en el Metro buscando el calor animal. El Tibidabo era una montaña fría, escueta, dogmática, como el último parte de una guerra o como las facturas del doctor Martorell. En las azoteas se quedaron olvidadas algunas muñecas. Los parques semejaban cementerios.

Y no obstante, empezó a alzarse de puntillas como un remusguillo de esperanza. Porque la verdad era que pasaban los días y que la determinación oficial, shakespeariana, de los «aliados», no llegaba. No llegaba «el ultimátum». Ocurría, eso sí, lo que Aurelio Subirachs admitió en última instancia: la marginación. España estaba siendo aislada más que nunca, buques ingleses bloqueaban sus costas, nadie podía asomar la nariz al otro lado de la frontera. La autarquía, el cinturón; ahora bien, la Pasionaria y Negrín no aparecían por ninguna parte y el peligro del «maquis» parecía evaporarse. Ciertamente, pese a las noticias de «Radio Pirenaica», por Barcelona circulaban rumores de que las tropas enviadas al Pirineo les habían pegado a las «patrullas invasoras» una paliza fenomenal, y entre los peones albañiles se oían comentarios de ese tenor: «¡Esos canallas nos van a dejar en la estacada!».

Mosén Castelló, con su tonsura siempre impecable, no salía de su asombro, aunque no cesaba de pedir más plegarias y más castidad, a cuya acción salvadora atribuía la posibilidad de que se produjese realmente el milagro. Y cada día eran más las personas que, atónitas, se preguntaban si la «extravagante baladronada» de Rogelio, como el padre de Rosy, el doctor Vidal, calificó a los pronósticos del constructor, no iba a resultar certera. La mismísima Rosy se atrevió a decirle a Margot, utilizando el teléfono: «Pues bien… Si ocurriese que Rogelio hubiera acertado, te convencerías de que el muy guarro entiende algo de la vida, ¿no?». Margot, que para cruzar aquella etapa se había refugiado, como siempre en esos casos, en el piano —estimulada a la sazón porque advertía que ello encantaba a Laureano y a Susana—, contestó, con voz de honesta perplejidad: «Desde luego…, todo esto es inconcebible, pero…».

¡Gran triunfo de Rogelio! Unos cuantos meses más y los hechos, diáfanos como la mirada de Carol o como los focos que iluminaban la fachada de «Torre Ventura», le dieron el espaldarazo definitivo: nadie obligaría «por la fuerza» al Régimen español a marcharse, y pensar que éste dimitiría por su cuenta era absurdo. Absurdos habían sido, pues, los temores —los fantasmas…—; innecesarios los rezos de Rosario y de la madre de Julián; inútiles los escrúpulos del arquitecto al juramentarse para defender el suelo patrio. ¡Julián estuvo en un tris de pasarse al otro lado y de atribuir el éxito a la pericia de los gobernantes y a la insobornable unidad alcanzada por el pueblo español! «Alguien gobierna el timón de la nave, ¿comprendéis, queridos colegas? —les dijo a Aurelio Subirachs y Claudio Roig—. ¡Se ha ganado esta batalla exactamente como se ganó la del Ebro! A base de resistir la primera embestida, y luego echar el resto y machacar, machacar…».

Machacar… ¿Machacar qué? Aurelio Subirachs lo miró asombrado, con sus cejas más prominentes que nunca. Y Alejo Espriu, que estaba presente, y que acababa de estrenar un elegante bastón con nueva empuñadura plateada, replicó:

—Todo eso son mandangas, Julián… Aquí no ha habido más que un gallito, Rogelio, que fue el que adivinó que a los aliados el comunismo les daba cien patadas. Y en cuanto a echar el resto y machacar, el machacado, hasta nuevo aviso, va a ser el que ha pronosticado Aurelio: el pueblo español. ¡Menudos añitos nos esperan! Van a dejarnos en cueros…

Los hijos… Los hijos era lo que mayormente preocupaba a las familias. En la dramática y monótona etapa que comenzó, la obsesión de los padres era prácticamente la misma en todas partes: evitar que los hijos pasaran las calamidades que ellos habían tenido que pasar. La propia Charito, ante el hecho consumado —Julio, vapuleado en el «maquis», había huido a Francia—, contemplaba a su hijo, Sergio, que iba creciendo con una seriedad en desacuerdo con la edad que tenía, y le decía a Jaime Amades: «¡Amades, tendrás que espabilarte! No quiero que Sergio tenga que dormir en los portales de las Rondas, como me tocó hacerlo a mí…».

Sí, se había salvado el honor y abundaron incluso manifestaciones masivas contra «las injerencias extranjeras», manifestaciones que parecían corroborar la tesis de Julián sobre la «unidad» alcanzada por el pueblo español; pero la verdad era que los españoles sufrían. Decir que los «aliados» los dejaron en cueros era decir poco. Los españoles habían quedado segregados por completo de la comunidad internacional, y en la existencia cotidiana las dificultades eran indescriptibles. Sobrevivir, llegar a fin de mes representaba de por sí un esfuerzo titánico. Los funcionarios, al término de la jornada habitual, buscaban ganarse un sueldo suplementario llevando la contabilidad de otra empresa cualquiera. Los taxistas salían a la calle temprano y permanecían al volante hasta la noche, hasta que su cerebro y sus manos decían: «basta». Los obreros, al dirigirse a las fábricas, no sabían si se encontrarían con un letrero lapidario: «Cerrado por aislamiento». En las paradas de autobuses las colas eran interminables, y nunca faltaba algún viajero socarrón: «Podríamos rezar el rosario…». Los barrios infrahumanos —¡los de las cuevas!— engordaban como patos destinados a convertirse en foie gras, y Beatriz había mandado colocar en la Cruz Roja una sábana grandiosa pidiendo dadores de sangre.

Tal estado de cosas provocó también una notable diversidad de pareceres. Los hermanos de Gloria, por ejemplo, que ya habían salido de la cárcel y que desde que murió don José María Boix rondaban con extrema pegajosidad a la «viuda», se resistían a creer que un sistema político de corte fascista pudiera prolongarse demasiado, de modo que estimaban que el acné reventaría por sí solo y que aquello tendría un final cataclismático. «La gente se hartará, y el día menos pensado volveremos a ver casas incendidadas y tranvías derribados». Anselmo, el conserje de General Mitre, le decía a Felisa, su mujer: «A veces me pregunto por qué nos marchamos del pueblo. Total, allí teníamos nuestras ovejas, coño… Y aquí, con esos militares que nos gobiernan, las ovejas somos nosotros…». Merche, la esposa del banquero Ricardo Marín, que había dado a luz una niña —se pasó los nueve meses repitiendo: «¡eso de estar encinta es un latazo!»—, entendía que las autoridades debían vigilar mucho más de lo que lo estaban haciendo: «Ricardo me llevó una noche al “Molino” y alrededores. ¡Qué gentuza, qué facha! ¿Por qué no les dan un poco más de comer?».

Sin embargo, en esa ocasión el profeta fue el genuino y directo doctor Beltrán, el cual se las ingenió para que esta vez su tesis la oyera alguien más que Carmen, su hermana. El doctor Beltrán no creía que fuese a ocurrir nada… Es decir, era el Rogelio de turno. Según él, su profesión de internista, unida a sus aficiones antropológicas e históricas, lo habían llevado a ciertas conclusiones, especialmente referidas al pueblo español. Y las exponía sin tapujos, dondequiera que se encontrase, siempre y cuando el auditorio fuera capaz de comprender sus rectas intenciones, pues si algo detestaba el hombre era la demagogia.

—No pasará nada. No pasará absolutamente nada… El pueblo español quemó sus arrestos con la guerra civil y ahora es un padrazo que se las da de arrogante, pero que está cansado, y que a lo único que aspira es a cuidar de sus cachorros. Por lo demás, como les ocurre a los pueblos primarios, está acostumbrado a sufrir. De modo que su capacidad de aguante va a ser ilimitada y soportará cualquier chaparrón. De otra parte, es un pueblo infantil, como todos los que juegan a la lotería. ¿Pluriempleo, taxistas trabajando de la mañana a la noche, salarios tan bajos que para recogerlos es preciso inclinar hasta el suelo la espina dorsal? No pasará nada. En esos mismos barrios miserables que proliferan como setas, basta con que nazca un mocito de cintura delgada que quiera ser torero para que todo el mundo se olvide de su propio esqueleto. ¡Y la sumisión a la jerarquía! ¡El sentido reverencial! Un hombre uniformado es un dios. Yo mismo, cuando me pongo la bata blanca, paso a ser un mago. Las mujeres me besan la mano y los hombres susurran: «Doctor… ¿cómo podré pagarle esto?». Ésta es la vacuna antirrábica, que conduce automáticamente al prestigio que tiene aquí nuestro tipo de religión… ¡Ay, los que confían en una reacción a través del amor propio herido! Nada cabe hacer. La liturgia y la iconografía católicas españolas siguen mandando en las masas. Yo diría que la clave de la cuestión está en esto: mientras se celebren procesiones por las calles y se exhiban imágenes de la Virgen con siete espadas clavadas en el cuerpo, no ocurrirá nada en el país… Y como ustedes pueden ver, los sacerdotes, que son algo así como los internistas de las almas, están repartiendo a destajo Vírgenes y espadas por todo el territorio… ¡Claro! Con eso, las «misiones» en los pueblos y la resignación (aquí somos polvo, en el más allá seremos ángeles), tenemos tela para rato…

El doctor Beltrán acertó. Los hechos le dieron la razón, como antes se la habían dado a Rogelio. Pronto hubo indicios de que nadie incendiaría nada ni derribaría ningún tranvía. Calma completa. Su hermana, Carmen, escuchando los seriales radiofónicos; doña Aurora, en la Pensión Paraíso, viendo cómo sus huéspedes jugaban al dominó después de cenar; el conde de Vilalta satisfecho porque la tirada de sus «revistas femeninas» aumentaba progresivamente… El país entero daba muestras de estar dispuesto a cruzar todos los inviernos; el país prescindiría del ritmo de los relojes; el país aguantaría el chaparrón.

Y ciñéndose a Barcelona, la versión podía ser incluso más optimista. Tal vez pudiera atribuirse a la existencia de aquella «sólida clase media» de que Margot le habló tan a menudo a Julián. La ciudad empezó lentamente a despertar de la anestesia. Sacó fuerzas de flaqueza, como los pescadores de Arenys cuando el mar se ponía bravo y ellos habían de retornar al puerto con las barcas hasta los topes. Una especie de consigna se adueñó de los ciudadanos: trabajar. Trabajar como fuere, en lo que fuere, con tal de seguir adelante, con tal que los «cachorros» estuviesen bien atendidos. Barcelona se convirtió en una colmena. En el interior de los hogares se ejecutaban labores de toda índole, desde el diseño y elaboración de graciosas muñecas —¡los Reyes Magos pasarían de todos modos!— hasta el cultivo de champiñones. Detrás de cada mostrador, de cada barra de bar, de cada máquina de escribir, había una muchacha de aspecto obstinado que quería colaborar al esfuerzo de la familia. «Se cogen puntos de media». «Se enseña taquigrafía». Una orquesta con millares de instrumentos. Algunos de ellos goteaban de vez en cuando un poco de sangre, que por desgracia la Cruz Roja no podía aprovechar; no importaba. El porvenir de los hijos —y los mundos inéditos que revelaban las películas americanas— activaban suficientemente la imaginación.

—¿Te das cuenta, Margot? Esto no son mandangas… Sólo España es capaz de una cosa así.

La preocupación por los hijos era mucho más intensa en el inmueble de General Mitre que en la avenida Pearson. Rogelio y Rosy querían mucho a Pedro y a Carol, pero su cariño era poco constante. Tan pronto se los comían a besos como se pasaban días enteros sin verlos apenas. El ama, que era santanderina y se llamaba Francisca, no acababa de comprender esa actitud. «¡Si son dos angelitos!». Serafín, el encargado del jardín y del garaje, le decía: «¿Y a ti qué te importa? ¿No te pagan a fin de mes? ¡Pues punto en boca!». Kris, el perro lobo, sentado bajo el pórtico, escuchaba esos diálogos con perfecta indiferencia.

Rogelio, había que reconocerlo, andaba más ocupado aún que de costumbre. La crisis afectaba también al ramo de la construcción y el hombre tenía que multiplicarse para que «Construcciones Ventura, S. A.» no sufriese un frenazo. El coronel Rivero estaba un tanto desmoralizado, pero Rogelio no. «¡Déjelo de mi cuenta, coronel…! Es cuestión de hacer funcionar la masa gris. ¡Lástima no poder meter baza en el asunto del Valle de los Caídos! Eso sí que es una bicoca…».

Las ocupaciones y los viajes lo tenían apartado a menudo de Pedro y de Carol. Menos mal que llevaba en la cartera media docena de fotografías suyas, que de pronto sacudían su emotividad. «¿Eh, qué opinas, Marilín? ¿Son o no son, salvando las distancias, la viva estampa de su padre?». No lejos de la Constructora había una tienda de juguetes. En el momento más impensado Rogelio se acordaba de ello y entraba allí como un vendaval. «¡Por favor, empiecen a empaquetar todo esto! —y con el índice señalaba lo que había en alguno de los escaparates…—. Mañana volveré a por el resto…».

También lo emocionaba imaginarlos ya crecidos. No se lo confesaba a nadie, pero en el fondo deseaba que Pedro lo ayudase en la Constructora…, aunque con el título de arquitecto en el bolsillo. Es decir, que fuera él mismo, pero habiendo pasado por la Universidad; de ese modo el muchacho no tendría necesidad de ir cazando al vuelo, como era su caso, frases como «los edificios trazan los límites del espacio», o «¡esto es el non plus ultra»! Rogelio estaba convencido de que los arquitectos sabían latín… En cuanto a Carol, le planteaba un dilema. ¿Qué hacer con ella cuando tuviera diecisiete años? ¡Casarla, desde luego! Sí, pero… ¿con quién? Lástima que Ricardo Marín y Merche hubieran tenido una hija —a la que llamaban Cuchy— en vez de un hijo. «Porque con Sergio, el hijo del sudoroso Amades, ni hablar, ¿verdad, Rosy?». Rosy sonreía. «¿Y por qué no con Laureano? Está majísimo… Ideal, ¿no te parece?».

Los olvidos o ausencias de Rosy con respecto a sus hijos tenían otro carácter. Un carácter puramente ambiental. Superado el trauma que le ocasionó la visión del «hongo mortífero», y sin notar siquiera las salpicaduras de la penuria imperante, la mujer creía honestamente que se comportaba como Dios manda. Francisca, el ama, era un tesoro, no se alejaba un momento de Pedro ni de Carol. ¿Qué más podía desear? Merche, con la que inesperadamente había empezado a hacer buenas migas, en el Club de bridge, compartía su opinión. «¿Sabes lo que te digo, Rosy? Esas madres que no dejan a sus hijos ni a sol ni a sombra, me recuerdan a los animalitos… A los críos se los puede educar sin esclavizarse. ¿O no?». Merche tenía la costumbre de disparar esa pregunta: «¿O no?»; y lo hacía con tal energía que era muy difícil llevarle la contraria.

Rosy, en los últimos tiempos, había experimentado un cambio que bien podía calificarse de notable. El sentimiento ambivalente que experimentaba por Rogelio continuaba siendo el mismo que le había confesado a Margot, pero lo cierto era que daba la impresión de que ya no se conformaba con aquello de: «No me quejo, ¿comprendes? ¡No me quejo de nada! Todo eso lo sabía antes de casarme con él… y acepté. Acepté el precio por la vida que podía ofrecerme… ¡Soy libre y no me falta nada!». Lo cierto es que daba la impresión de que le faltaba algo, y, sobre todo, de que no estaba dispuesta a continuar siendo una nulidad, expresión de la que casi había llegado a presumir. Naturalmente, no era que de repente se hubiera propuesto aprender el repujado de cuero o irse al Cottolengo a cuidar enfermos, pero sí que había empezado a enviar con más frecuencia que de costumbre rectilíneas columnas de humo a la cara de su marido, columnas de humo tras las cuales Dios sabe lo que podía esconderse… ¿Súbitos deseos de venganza? ¿La figura de otro hombre, apuesto y que supiera limpiarse con pulcritud los dientes? Como fuere, sintió la necesidad de empezar a fastidiar a Rogelio… ¡Ay, nada más fácil, por suerte o por desgracia! Rosy sabía que lo que peor le sentaba a su hombre era que delante de otras personas demostrase su mayor sensibilidad o su evidente superioridad intelectual. Cuando eso ocurría, Rogelio enrojecía como si fuera a estallar. Pues bien, la mujer inició esta sorda labor, aunque sin exagerar, por supuesto, a fin de no provocar alguna escena verdaderamente lamentable. Pero el caso es que en reuniones, cenas y demás se dedicó a poner sobre el tapete temas en los que la falta de formación de Rogelio, aunque éste fuese una ardilla para eludirlos, quedase al descubierto.

¡Ah, la contraofensiva o reacción de Rogelio fue curiosa! Prescindiendo de que en dos o tres ocasiones miró penetrantemente a su mujer como diciéndole: «¡Oye, tú! ¿Qué te ocurre? ¿Te has vuelto loca?», lo que hizo fue aplaudirla, aplaudirla con ostentación, hecho que a ella la humilló. Y además, una vez en casa, en vez de vomitar su ira, la colmó de atenciones, de atenciones fuera de lo común, como, por ejemplo, invitarla a que lo acompañara a Madrid, en algunos de sus viajes. «¿Por qué no, querida? ¿No te gusta el teatro? ¡Pues en Madrid lo vas a pasar chanchi!».

Rosy se quedó desconcertada… Y dado que sobre ese punto no podía al pronto desahogarse ni con Margot ni con Merche, se desahogó con las dos vidas indefensas que tenía más a mano: Pedro y Carol, a los que inundó intermitentemente de violentos chubascos de amor materno.

En el número 104 de General Mitre, las cosas discurrían de otro modo. Margot no hubiera confiado por nada del mundo sus hijos a una ama de cría, aunque fuera de Santander. Quería estar ella lo más posible a su lado, aun a riesgo de que la confundieran con un animalito… Tenía muy presente lo que le dijeron sobre la importancia de las primeras impresiones que recibían los niños, sobre su precoz capacidad para recibir mensajes.

Era muy difícil saber si Margot exageraba. Tan difícil como afirmar si Julián sería igualmente buen arquitecto si dejase de fumar en pipa. Pero era el caso que Margot, siguiendo las indicaciones del doctor Beltrán, un buen día se trajo a casa un montón de libros de pedagogía infantil. Beatriz se tomó el asunto a chacota. «Hija, yo no consulté ningún libro y creo que saliste bastante aceptable…». La respuesta de Margot fue contundente: «Mamá, en aquella época todo se arreglaba a base de bofetadas… Por otra parte, ya sabes que el mundo que se avecina me da miedo. Así que creo que todas las precauciones son pocas».

Dichos libros de pedagogía, que Margot leía con fervor, anotando en una preciosa agenda las observaciones que le parecían de interés, dieron lugar a sorprendentes diálogos entre ella y Julián, a veces alegres, a veces irónicos e incluso tirantes. El arquitecto, que continuaba regresando muy tarde del taller de Balmes —también tenía que multiplicarse para cubrir el presupuesto familiar—, comprendía, desde luego, que la responsabilidad de la educación correspondía en gran parte a Margot, sobre todo en aquellos primeros años; sin embargo, le ocurría un poco lo que a Beatriz: tenía escasa confianza en las «ideas generales». Sospechaba que el mundo de la infancia era infinitamente más dinámico que las normas que pudiera haber dictado cualquier profesor.

Si el niño no quiere comer, no hay que obligarle con amenazas. El niño se da cuenta de que rechazando el alimento puede procurarse una arma con que castigar a sus padres.

—Tal vez sea cierto —admitía Julián, oyendo leer a Margot.

Raramente son buenas madres las que recibieron una educación demasiado severa. O bien le imponen al niño excesiva disciplina, o bien lo miman demasiado para que no sufra lo que ella sufrió.

—¿Crees que puedes caer en esa trampa, querida? Te educaron con tanta rectitud…

Los niños nos miran con terrible intensidad. Pero los adultos no sabemos qué se oculta tras esas miradas y a menudo nos da miedo descubrirlo.

—Confieso que no he visto esa terrible intensidad por ningún lado… Pero si la viera no me daría ningún miedo saber lo que se oculta tras ella.

Hay que dejar al niño orinarse en los pañales, pues la sensación cálida de la orina le induce a creer que vuelve al seno materno y se siente protegido.

Julián se acarició la mejilla derecha.

—¡Curioso! ¿Ves? Esa observación me parece curiosa… De veras te lo digo…

—¡Pues escucha esa otra! Pero siéntate, por favor, que vas a necesitarlo:

Cuando el padre empieza a intervenir en la educación del hijo hay que andarse con cuidado, pues el padre es en los comienzos un intruso entre el niño y la madre.

El arquitecto estuvo a punto de pegar un salto.

—Pero… ¿qué dice ese idiota? ¿El padre un intruso? ¿Yo un intruso?… Margot, ¿no podrías leerme eso el día de los Inocentes?

Margot se rió. La situación le encantaba.

—¿Estás ya tranquilo? Pues presta atención —y allanando la doble página de la agenda deletreó con firmeza su último hallazgo psicológico:

El niño necesita un héroe al que admirar. Éste tiene que ser el padre. Si el niño comprueba que el padre es débil, corre el riesgo de sentirse más tarde inclinado al homosexualismo.

Julián no supo si enfurecerse o soltar una carcajada. De repente, aquella «idea general» lo turbó. Lo pilló desprevenido, sobre todo la alusión al homosexualismo. ¡Laureano…! Su piel era tan fina como la de Susana. Pero ¿qué diablos le ocurría? ¿Sería él un ser débil? ¿Y las hijas? ¿No debían admirar también a la madre?

Margot se dio cuenta de que algo no marchaba y procuró paliar la situación.

—Anda, no seas bobo… No pongas esa cara. ¿No eres un héroe para Laureano? ¿No te has dado cuenta de que cuando entras levanta los brazos como si viera a un emperador? ¿Y que a Susana le ocurre lo mismo?

Julián miró a su mujer, que había hablado, como siempre, con la mejor voluntad. Margot llevaba un vestido floreado, vistoso, que le sentaba muy bien. Pero el arquitecto se había levantado y parecía absurdamente nervioso.

—Yo no pretendo ser un héroe… ¿Por qué había de serlo? —Encogióse de hombros—. Por otra parte, esos encantadores textos están más claros que el agua: mi obligación es no meter baza, para no ser un intruso; y he de andar con sumo cuidado, so pena de crearles a mis hijos complejos inconfesables…

Margot, acostumbrada a esos extraños arranques de amor propio de su marido, mantuvo la calma.

—Pero ¡Julián! ¿Vas a tomarte todo esto al pie de la letra? Son… puntos de referencia. Pensé que te haría gracia. —Dejó caer la agenda al fondo del revistero que tenía al lado—. La verdad: nunca pensé que eso pudiera molestarte.

El arquitecto hizo un esfuerzo por serenarse.

—No se trata de molestar… Pero me pregunto si todos esos libros no serán paparruchadas. ¿No estarás exagerando la nota?

Margot tuvo una expresión de extrañeza.

—¿Exagerar la nota? Simplemente, no creo que ser madre sea nada fácil; y busco algún consejo que pueda serme útil…

El arquitecto encendió la pipa, lo que no se sabía si podía ser buena señal.

—¡Ah, la vida tiene su intríngulis! —comentó, con voz un tanto teatral—. Si mal no recuerdo, eras tú quien temía que los hijos fueran de aluminio o de acero; y ahora pretendes educarlos como se plancha una camisa o con la perfección con que se construye la pieza de una máquina…

Margot sonrió.

—¡Oye! Yo continúo deseando que nuestros hijos sean de carne…

Julián hizo una mueca.

—Pues yo sigo diciéndote que se han invertido los papeles…

Margot suspiró.

—Tal vez tengas razón —admitió—. De todos modos, con un consejo certero que encuentre en esos libros todo queda justificado, ¿no te parece? ¿Por qué no firmamos ese pacto?

Julián movió la cabeza repetidas veces.

—Nunca creí que para educar a esa parejita tuviéramos que firmar nada, que necesitáramos un notario.

—El notario va a ser el tiempo, ¿no crees?

—Sí, también fuiste tú quien habló del futuro…, que te parecía que iba a llegar pasado mañana.

Margot, recordando, se conmovió.

—¿Sabes que tengo muy presente dónde hablamos de este tema? Fue en el tren, cruzando Aragón, al regreso del viaje de novios…

Julián, al oír eso, pareció cambiar de humor. Se oía una radio lejana. Inesperadamente tomó asiento y comentó:

—Cuántas cosas hablamos en aquel trayecto, ¿verdad? —Miró hacia el cuarto de Laureano y Susana—. Y cuántas cosas han ocurrido desde entonces…

La voz de Julián brotó al decir esto con tal ternura que Margot se emocionó. «Es un padrazo. Y además es fuerte. A su lado no hay nada que temer. Y Laureano y Susana lo admirarán de verdad, cada vez más, a medida que crezcan. ¡Cuando pueda llevarlos por ahí, a visitar las casas que ha levantando!».

—Julián… ¿puedo preguntarte una cosa?

—Claro, mujer…

—No estarás queriendo a nuestros hijos más que a mí, ¿verdad?

—Cuando me sueltas tonterías de ese tipo, experimento una sensación cálida como si volviese al seno materno…