LO MALO DE LOS PRESENTIMIENTOS de Rosy era que solían confirmarse, por lo menos en parte, y esta vez no fue excepción, de acuerdo, por otra parte, con los temores que Julián le expuso a Margot en el tren, al regreso del viaje de boda: «Si los alemanes perdiesen la guerra, nadie sabe lo que pasaría aquí…».
Los protagonistas de los meses venideros no fueron ni «Torre Ventura» ni las partidas de bridge, ni las triquiñuelas de Alejo Espriu ni los viajes del coronel Rivero a Madrid: fueron «los aliados». Los aliados vencieron con todas las de la ley. Los alemanes capitularon, lo que estaba en la mente de todos, y poco tiempo después cayeron sobre el Japón dos bombas atómicas, lo que no estaba en la mente de nadie. Rosy, al ver las fotografías de las ciudades destruidas y del hongo mortífero que se levantó hasta el cielo, olvidó los consejos de Ricardo Marín sobre la frivolidad y rompió a llorar. «¡Lo sabía! ¡Lo sabía!». Tuvo la impresión de que el halo rojo de la luna simbolizó la sangre, y que ésta, del mismo modo que había inundado Hiroshima y Nagasaki, podía caer sobre su cabeza, sobre la cabeza de sus hijos y sobre la de Rogelio. «¡Vámonos, Rogelio! ¡Vámonos de aquí! —le dijo, estando en “Torre Ventura”—. ¡No soporto vivir rodeada de cipreses… y la visión del cementerio allá al fondo!». Rogelio accedió. Dadas las circunstancias, tampoco a él lo seducía estar alejado de Barcelona. Y su apresurado regreso coincidió con el de los Vega, que en Can Abadal se sentían también excesivamente solos y hostigados, además, por la punzante metáfora que suponía la presencia del sauce llorón.
Pánico en el mundo. Pánico en España, en Barcelona, en las conciencias. Se hacían toda suerte de cábalas, pero el denominador común era cierto sentimiento de cor responsabilidad. Muchas personas se alegraban del derrumbamiento de las potencias del Eje, pero la explosión atómica las hostilizaba por dentro. Mientras mosén Castelló se dedicaba a repartir estampitas en las que se veía el infierno, el doctor Trabal se pasó un día entero en su despacho, dejando vagar la mirada por los libros de los estantes, que contenían saberes y fórmulas para traer nuevas vidas al mundo…
Todo quedó justificado: la congelación de proyectos, la paralización de iniciativas, el desconcierto en cadena. En Barcelona, la conmoción fue muy intensa y hasta nuevo aviso Jaime Amades se abstuvo de recorrer la ciudad en busca de anuncios. Aurelio Subirachs, por su parte, recibió una carta de su hijo seminarista, en la que el muchacho le preguntaba para qué iban a servirle los pedacitos de cuerda y de alambre que solía llevar previsoramente en el bolsillo.
Entre los más desconcertados, naturalmente, estaba Julián. La verdad era que el arquitecto confió hasta el último momento en que un milagro —tal vez un milagro científico o técnico— salvaría a los alemanes, y no había sido así. Julián no acertaba a explicárselo. No acertaba a explicarse que las democracias, símbolo de disgregación —«¡a la basura!, ¡a la basura!»—, hubieran vencido al totalitarismo, símbolo de unidad. Ello iba en contra de todas las leyes, como si en un terremoto los edificios de ladrillo resistiesen y se derrumbasen en cambio los construidos con hormigón armado. ¿Qué iba a ocurrir? ¿Se marchitarían los geranios con que Margot había adornado la terraza de General Mitre? Habló por teléfono con Granada y se enteró de que su madre se pasaba el día en la iglesia, rezando; paradójicamente, como era corriente en los momentos de tensión o de extrema perplejidad, no había noticia de que en las últimas semanas se hubiera suicidado allí ningún campesino.
La Delegación de Excombatientes convocó una asamblea extraordinaria, regional. Y el ambiente que en ella se respiró fue de lo más pesimista. El arquitecto y Claudio Roig, que con la camisa azul parecían otras personas, se encontraron allá con antiguos conocidos. La alegría de los abrazos se vio empañada por la gravedad de la situación. La creencia unánime era que Roosevelt y Churchill, presionados por Stalin, intentarían derribar el régimen español y traer de nuevo al país a Negrín y a la Pasionaria. Quién más, quién menos, retrocedió mentalmente a la guerra civil y el contagio encalabrinó los ánimos. Se pronunciaron discursos, entonóse el «Cara al sol» y al final los asistentes, sin una sola excepción, se juramentaron para defender otra vez, si preciso fuere, el suelo patrio. Julián, al extender el brazo para prestar tal juramento, pensó en Margot, en Laureano y en Susana… y se le hizo un nudo en la garganta.
A la salida habló largo rato con Claudio Roig. Recordaron al amigo Saumells, el Mujeriego, y los motivos que lo llevaron a decidirse a entrar en religión. Roig estuvo en Tarragona con sus padres y pudo añadir algunos datos más.
—Ya sabes lo mucho que le preocupaba la cuestión social. Por lo visto dijo que los resultados de la victoria no se parecían en nada a como él los imaginó durante la lucha. Intentaron convencerle de que no se ganó Zamora en una hora, pero no hubo nada que hacer; lo plantó todo y se fue al noviciado.
Julián emprendió lentamente el regreso a casa. Su propósito era regresar a pie, pero de repente se sintió cansado y paró un taxi, que a causa del gasógeno olía que apestaba. Echó un vistazo al periódico que había comprado, cuyos titulares daban las últimas estadísticas de los muertos habidos en Hiroshima y Nagasaki. Al otro lado del cristal desfilaba la ciudad. ¡Oficinas, escaparates, cines! Precisamente estaba construyendo, por orden de Rogelio, un cine en la Vía Layetana… ¿Existía película mejor que h que protagonizaba la locura de los hombres?
—¿Qué número dijo usted de General Mitre, señor?
—El 104…
—Muchas gracias…
Julián se apeó. La planta séptima, donde vivía, aparecía iluminada. Entró en el vestíbulo y en el acto Anselmo, el conserje, salió del mostrador tras el cual estaba sentado y se dirigió al ascensor.
—Buenas noches, don Julián…
—Buenas noches, Anselmo…
Del fondo de la vivienda de Anselmo llegaba la voz de un locutor. Julián sabía que el hombre, casado y con dos hijos pequeños, era muy aficionado a la radio. Mientras el ascensor bajaba, le preguntó:
—Malas noticias, ¿verdad?
Anselmo, que en tiempos fue pastor en su tierra, la provincia de Huesca, se encogió de hombros.
—¡Bueno! —exclamó—. Algún día tenía que terminar eso, ¿verdad? ¡Oh! Ya está aquí el ascensor…
Julián, mientras subía, murmuró: «Ése está contento…»; y se acarició la mejilla derecha.
Arriba encontró a Margot esperando. Los niños se habían acostado ya, pero estaba allí Beatriz. Julián reprimió un gesto de contrariedad. Hubiera deseado estar absolutamente solo… Pero Beatriz le explicó que había tenido una reunión urgente en la Cruz Roja y que a la salida sintió la necesidad de hacerles una visita. ¡Era tan horrible todo aquello! «¿Te importa que me quede a cenar?». «No, no, desde luego…».
Julián fue a su cuarto y se quitó la camisa azul. ¿Por qué lo hizo? Se miró al espejo y se preguntó si no sería un cobarde.
El diálogo no fue fácil en la mesa, pese a que Margot, cuyo estado de ánimo era de completo aturdimiento, hizo de tripas corazón y procuró airear las cosas. Era imposible. Beatriz estaba exaltada y no hacía más que dramatizar. ¡La bomba atómica! ¿Era posible? El periódico que Julián trajo decía «que entre las víctimas de las explosiones se contaban millares y millares de niños…». Por otra parte, en la Cruz Roja se rumoreaba que se disponían a entrar por la frontera francesa patrullas del «maquis»… «Los exiliados, claro, y algunos jovenzuelos de por aquí, que están deseando volver a las andadas…». Julián, que ya conocía esos rumores, porque en Ex Combatientes se habló de ello, al oír la palabra «jovenzuelos» pensó en Julio, el sobrino de Charito, y en algunos peones albañiles que había conocido… ¡Seguro que se habrían lanzado al monte!
Margot, que también había leído en el periódico lo de «los millares y millares de niños muertos a consecuencia de las explosiones», terminó por contagiarse del dramatismo de Beatriz.
—Julián, ¿cuál es tu opinión, di? En todas partes se habla de lo mismo… Por las calles se ven caras que… ¡Por favor, cuéntanos lo que ha pasado en esa reunión!
El arquitecto optó por no endulzar las cosas.
—¿Qué quieres que haya pasado? Mucho pesimismo…
Margot se inquietó más aún.
—Pero… ¿habéis tomado algún acuerdo?
Julián tuvo un ademán casi irónico.
—¿Acuerdo…? —marcó una pausa—. Sí, desde luego… Hemos acordado cantar «Cara al sol»…
Margot se mordió los labios, al igual que Beatriz. Claro, claro, ¿qué iban a acordar? En realidad, la pregunta había sido estúpida.
Entró Rosario, la sirvienta, dispuesta a llevarse los platos del postre.
—¿Los señores tomarán café?
—No, gracias, Rosario…
Rosario desapareció. Y entonces se hizo un silencio, un silencio largo… Y se apoderó de la estancia como una inmensa soledad. Los tres cerebros hervían, pero cada cual por cuenta propia, unidos solamente, de tarde en tarde, por el recuerdo de Laureano y de Susana.
Beatriz, con su pelo blanco y uno de sus elegantes jerseys, había adoptado en la silla una postura rígida. Hubiérase dicho que llevaba escayolada la espalda. Su pensamiento se disparó. Su miedo, que empezó siendo físico, pasó a ser mental. La asustaban las secuelas de orfandad espiritual que todo aquello traería consigo, y la confirmación de algo que ella fue barruntando poco a poco en su tienda de antigüedades, abarrotada de muebles y objetos que tenían siglos de existencia: los tiempos habían cambiado radicalmente. En épocas pasadas los pueblos, y en consecuencia las personas, vivían en compartimientos estancos, sin depender tan directamente unos de otros. A la sazón era distinto. Un suceso ocurrido en el más alejado rincón del planeta —¡en el Japón, por ejemplo!— podía convertirse en una amenaza inmediata para un hogar feliz situado en Barcelona, en General Mitre… Así las cosas, ¿cuál era su deber? Bajo aquel techo latía todo cuanto ella más amaba en la tierra. Por supuesto, tenía que ser fuerte, como le había enseñado don Jorge Abadal. Tragarse los temblores, como se había tragado su viudez, su desamparo, la búsqueda del cadáver de su marido en las fosas del castillo de Montjuich. ¡Y no entremeterse para nada en las posibles fricciones de su hija y Julián! Por ejemplo, se abstendría de decirle a su yerno —¡por Dios, que no tuviera un momento de flaqueza!— que los grandes responsables de todo aquello eran los alemanes, los ensoberbecidos alemanes, que lo desafiaron todo por su borrachera de poder y porque una vez más sucumbieron a la tentación de apoderarse de París… ¡Y una última cosa!: le ocultaría también a Julián, cuyo aspecto aquella noche era el de un viejo, que a ella no le hacía ni pizca de gracia que se pusiera la camisa azul y se reuniera con sus «camaradas» excombatientes… ¡Estaba tan harta de fanatismos, fuere cual fuere su signo!
En el vientre del silencio de Margot los pensamientos tomaban otro sesgo. Su miedo era más complicado. Mental, desde luego, pero físico también. Sufría tanto que, al revés de su madre, se había encogido en la silla; y sus ojos parecían importantes. Sentía calor y continuamente movía la cabeza como abanicándose con ella. La había invadido un vago sentimiento de culpabilidad, pensando en que sus hijos estaban por el momento a buen recaudo, a escasos metros del comedor, mientras allá lejos, en ciudades menos sosegadas que Barcelona, pero igualmente a orillas del mar, yacían «desintegrados» —¿era ésa la palabra?— un número incalculable de Laureanos y Susanas, de tez amarilla y pies diminutos. Margot había relegado a planos muy secundarios los términos que solía utilizar en sus conversaciones con Rosy: «Rogelio», «ambición», «sexo», «guateques», «amor»… Otros ocupaban su lugar, entremezclándose como los ingredientes necesarios para hacer un buen gazpacho: «futuro incierto», «desquiciamiento», «técnica»… ¡Oh, claro, la famosa técnica, que tanto encandilaba a Julián! Efectivamente, había empezado a transformar el mundo: sobre todo, Coventry, Amsterdam, Essen, Hiroshima y Nagasaki… ¿Qué significaba todo aquello? ¿Qué significaba, por ejemplo, «los señores tomarán café»? ¿Y aquel gong moruno, precioso, que tenían en la mesa y del que, sin saber por qué, no podía apartar la mirada? Con sólo golpearlo con un dedo sonaría tan fuerte que Julián y Beatriz se asustarían como si hubiera hecho estallar una bomba… ¿Qué debía hacer? «Estaré a tu lado…». Sí, claro; pero ¿y los demás? ¿Y el «maquis»…? ¿Y por qué de repente sentía la absurda necesidad de levantarse e irse al piano de cola que aguardaba allá al fondo y tocar en él algo triste pero misterioso, algo de Schubert, ¡o de algún compositor ruso!? ¡Cuánto miedo, qué silencio, cuánto calor!
Pensó mil cosas a un tiempo. Que Rosario debía de estar rezando en la cocina, como la madre de Julián en las iglesias de Granada… Que quizá lo más cuerdo fuera encerrarse todos en Can Abadal… ¿No quedaron en que era una isla? Sin embargo, también el Japón era una isla, o una apretada familia de islas, para ser más exactos… De improviso, se acordó nuevamente de algo que borró todo lo demás: de la reacción de Rosy cuando ella le preguntó si no le gustaría conocer el porvenir de su hijo recién nacido, de Pedro… «¡No, no, eso no…! —exclamó Rosy—. ¡Prefiero no saberlo!». Margot prefirió también ignorar, por el momento, el porvenir que les aguardaba a Laureano y Susana…
Julián, que en efecto parecía un viejo, era, de los tres, el que con más intensidad acusaba la presión del silencio. No le hubiera importado que Margot hiciera sonar el gong…, o que Beatriz hablase de su tema preferido: el ahorro, el dinero. ¡Si por lo menos alguien lo llamase por teléfono! Aunque fuera Aurelio Subirachs, que le había pronosticado infinidad de veces que aquello ocurriría. El arquitecto hubiera preferido dejar de pensar y dedicarse exclusivamente a amar: a amar a aquellos seres que lo rodeaban en noche tan aciaga. Pero no podía. De repente lo invadió una extraña frialdad, como si sus reflejos afectivos se le hubieran quedado olvidados en el taxi o los hubiera asumido Anselmo, el conserje, al decirle: «Algún día tenía que acabar eso, ¿verdad?». ¿Qué había acabado? ¿La guerra…? ¡No! Lo que se había acabado era la paz. Por ello él prestó aquel juramento del que Margot —¿por qué movía tanto la cabeza?— no sabía una palabra. ¡Defender de nuevo el suelo patrio! Qué raro se le hacía imaginar esa posibilidad… Llegó un momento en que no supo si era un arquitecto, un padre de familia o un soldado. Si trabajaba con un orondo constructor que se llamaba Rogelio y llevaba un alfiler de oro en la corbata, o si vestía de nuevo el uniforme de Zapadores… ¡a las órdenes de un alemán llamado Krüger! Un alemán… ¿Qué había podido fallar? ¿Por qué no estaba allí su hermano Manolo y no le resolvía la incógnita? No, no, estaba solo… Solo con su mujer, Margot, y con la elegante Beatriz, que parecía como pegada al respaldo de la silla. Debió decirle a Rosario que sí quería café… Algo tibio en el estómago le hubiera sentado bien en medio de tanta frialdad. ¡Por favor, que alguien pronunciara una palabra! ¿Por qué no chillaba algún inquilino de la casa? Julián, esbozando una sonrisa amarga, se preguntó si los habitantes del inmueble no serían todos japoneses, si no habrían muerto todos bajo los efectos —efectos a distancia— de la radiactividad…
Beatriz pareció interpretar los deseos de Julián…
—Julián, es tarde y no me gustaría ir sola a casa… ¿Me acompañas?
Julián abrió de par en par los ojos, y al instante —¡qué magnífico yerno!— se levantó, como movido por un resorte.
—¡Claro que te acompaño! No faltaba más…
Pocas personas dudaban de que se acercaba para España una etapa áspera y violenta, quizá más catastrófica que todas las anteriores, pues ciertamente era difícil concebir que los «vencedores» respetasen a un gobierno que durante largo tiempo sintonizó tan manifiestamente con los «vencidos». La opinión de que «habría que pagar la factura» era prácticamente unánime. «¡Amades, a ver si dejas de estornudar de una vez!», recriminaba Charito, nerviosa porque no sabía nada de Julio. A doña Aurora, de la Pensión Paraíso, le llegaron vagas noticias de que el joven Román, que se había alistado en la División Azul con el propósito de pasarse a las tropas rusas, había conseguido su propósito, junto con otros dos compañeros.
Entre la diversidad de posturas que la gente adoptó ante la supuesta inminencia de los acontecimientos que iban a modificar de raíz la situación de España, tres de ellas merecían especial atención, por su peculiaridad o cuando menos por la manera de ser formuladas, la del cura párroco mosén Castelló, la de Aurelio Subirachs, y, ¡cómo no!, la de Rogelio. Cada una de dichas posturas era distinta y ofrecía a observadores como el doctor Beltrán hondos motivos de reflexión.
A mosén Castelló le dio por sentir renacer en su interior el tipo de patriotismo —similar, en cierto modo, al de los excombatientes—, que lo ganó al término de la guerra civil, durante la cual pasó toda suerte de calamidades, incluida la checa, incluido el paredón. En efecto, el sacerdote fue «fusilado» y dado por muerto; por fortuna, los milicianos no se percataron de que seguía con vida, lo que le valió poder escapar y luego curarse. Se escondió hasta la llegada de las tropas «nacionales», de las tropas de Julián, momento en que se creyó en el deber de colaborar en las tareas de la justicia, es decir, en las tareas de depuración. ¿Cómo hacerlo? Se enteró de que otros sacerdotes, disfrazados de milicianos, se dedicaban, en los campos de concentración, a escuchar lo que se hablaba alrededor y a denunciar a los «prisioneros de verdad», y ni corto ni perezoso se pasó tres meses lo menos ejerciendo, con extraordinaria eficacia, tan insólita labor.
Lo realmente increíble es que no sintiera un ápice de remordimiento por lo que había hecho, sino todo lo contrario. Mosén Castelló creía en la existencia del Mal, en la necesidad del Castigo, en la vigencia perpetua de Yahvé, y estaba convencido de que las almas creyentes debían defender con todas las armas a su alcance los reductos de su fe. De ahí que no fuera casualidad que anduviera repartiendo estampitas con dibujos del infierno. Tenía la certeza de que los «vencedores», las democracias «aliadas», inundarían el mundo de corrupción, de costumbres tales como el divorcio, la pornografía, el desorden, la supresión jerárquica, el «sálvese quien pueda». A un lado el comunismo, al otro el protestantismo y los mandiles, ¿qué cabía esperar? Mosén Castelló, en la parroquia, se dedicó a invitar a todo el mundo, no a tomar un fusil, ya que los fusiles no servían contra las bombas atómicas, pero sí a la penitencia, al bloqueo de cualquier deseo de goce o de risa, al llanto ininterrumpido. Si los cristianos patrios obraban de ese modo ¡la salvación era posible! Porque escrito estaba que las fuerzas de Satán nada podrían contra la oración y la castidad; y él, a través de sus incontables viajes a Lourdes acompañando a agonizantes y de las profecías de la madre Ráfols, había comprobado la veracidad de tales asertos. Aparte de que, como sabía muy bien Beatriz, en su vida personal, cotidiana, el cura párroco era un virtuoso, una alma pura, que lo daba todo, que se daba a los demás.
Aurelio Subirachs lo veía de otro modo. «El inconveniente que tiene que a uno le funcione la masa gris es que hay momentos en que todas las opciones son malas». Desde un punto de vista colectivo, era pesimista como el que más; en cambio, algo interno le decía que, en el plano personal, él, su mujer y sus cuatro hijos se salvarían de la quema. Naturalmente, tampoco podía olvidar que se pasó toda la guerra civil oculto tras un tabique disimulado, de modo que las palabras «maquis», Pasionaria, Negrín, etcétera, no le cosquilleaban alegremente, ni siquiera en el plano fonético; pero detestaba el nacismo, el fascismo, y tal vez más aún el orgullo patriótico japonés, por lo que se alegró de la victoria de sus grandes admirados, los anglosajones. Ahora bien, ¿qué ocurriría?
—Los insultos que el gobierno español ha infligido a los aliados, al margen de que Franco no le permitiera a Hitler cruzar la frontera, han sido de tal calibre, que es inimaginable que las represalias no sean de índole draconiana, y digo esto para no citar, como siempre, al popular Dante. Sin embargo, ¿qué tipo de represalia? ¿Ultimátum? ¿Invasión, empezando por las islas Canarias? ¿Simbólico paso de tres mil aviones sobre nuestras históricas villas, sobre tantos posibles Guernicas? Quién sabe… Tal vez, simplemente, marginación. Como si no existiéramos. Como si la celtibérica tribu que entre todos formamos fuera una tribu del África ignota y remota. ¿Cómo oponerse a semejante procedimiento? A base de renunciar a la bienamada arquitectura y dedicar todas las Constructoras a abrir agujeros en las rocas… Es decir, volver a la vida de las cavernas, como ciertos compatriotas de nuestro querido amigo Julián. ¿Posibilidades de supervivencia? Pocas en los Altos Hornos y demás áreas industriales; algo más en la huerta murciana… Resumiendo: la agricultura, la caza y la pesca, que es lo que, a decir verdad, nos merecemos, por haber adivinado desde el primer momento hacia qué lado se inclinaría la balanza…
La postura de Rogelio era, por descontado, la más singular, por cuanto era la única optimista dentro del pesimismo general. Para empezar, el constructor llamó a Alejo Espriu, su asesor jurídico, pidiéndole que le tramitase los papeles para un posible viaje a Portugal, que por el momento era la única nación europea accesible a los españoles. Alejo Espriu lo miró sonriendo y acariciándose la cadenita de oro, como indicándole si no estaría preparándose la huida… Y entonces Rogelio, reduciendo de una chupada el cigarro habano a la mitad, negó enérgicamente con la cabeza. No, señor, y con él no valían ironías de ese calibre. Se había producido un espejismo colectivo, nada más, como en las aldeas gallegas cuando se aparecía una bruja. Él conservaba la sesera en su puesto y sabía que si bien era cierto que había llegado el invierno, el hecho no implicaba que fuera obligatorio morirse de frío, como podían atestiguarlo las señoritas en bañador que tenía en los calendarios de la pared. «¡Tontos de capirote, Alejo! ¿Te das cuenta? ¡El canguelo os ha helado la sangre!». Rogelio afirmó a continuación que él no estaba en absoluto de acuerdo con las conclusiones que todo el mundo sacaba de los acontecimientos. Ni siquiera lo estaba ante la coacción que suponía haber recibido de París, con rapidez vertiginosa y sorprendente, una curiosa carta de su gran amigo el exiliado Juan Ferrer, en la que el hombre, después de describirle «el entusiasmo de la capital francesa con motivo de su liberación», le daba a entender que tal vez volvieran a verse pronto… ¡en Barcelona! «¿Te das cuenta, Alejo? ¡En Barcelona!». Claro que Juan Ferrer pretendía indicar con ello que Rogelio personalmente no debía temer nada, ya que él llegaría dispuesto a salvarle la vida otra vez; pero el hecho demostraba que su amigo vivía en las nubes, como todos los demás.
En definitiva, la argumentación de Rogelio podía resumirse en pocas palabras, y pronto llegó a oídos de todas sus amistades.
—No veis más allá de vuestras narices… —les dijo—. Los alemanes han perdido la guerra; de acuerdo. Han estallado dos bombas atómicas en el Japón; de acuerdo. Tampoco estaba previsto, pero así ha sido. ¿Resultado? Que Stalin y sus lacayos han llegado hasta Berlín… ¡Pues bien, señores, eso, eso que os está torturando, es precisamente lo que nos salvará! ¿En serio podéis imaginar por un momento que los jefes de las democracias levantarán un dedo para que en España se implante de nuevo el Frente Popular? ¡Si tales jefes son tan aficionados a la propiedad privada como un servidor! Franco les da cien patadas; también de acuerdo. Pero no les quedará más remedio que tragárselo, con las botas puestas, para defender esta cabeza de puente que es nuestra «piel de toro». ¡Señores, un poco de seriedad, por favor! La política es como los negocios: yo te engaño a ti, tú me engañas a mí; a veces hay que ceder diez para poder salvar ciento…
Tal vez el doctor Beltrán, tan acostumbrado a auscultar el pecho de las personas, captara la posible sutileza de la argumentación de Rogelio. El resto, ni pum. Rosy continuó muerta de miedo e incluso sugirió la posible conveniencia de depositar algún dinero en bancos extranjeros. A Julián todo aquello le pareció cogido por los pelos y daba por sentado que Stalin y los demócratas eran, en todo, carne y uña. Y el propio Aurelio Subirachs, quién sabe si impresionado por la carta de su hijo seminarista, continuaba convencido de que los anglosajones se tomarían, de una u otra manera, la justicia por su mano, «aunque quizás impidieran que Stalin se acercase más de la cuenta».
El panorama, por lo tanto, excepto para Rogelio y unos pocos más, era inquietante. Y si algún testimonio faltaba, ahí estaba Anselmo, el conserje de General Mitre, dispuesto a aportarlo: Anselmo, que escuchaba todas las noches la emisora «Radio Pirenaica», posiblemente instalada en Toulouse, daba por cierto «que la liberación de todos los oprimidos de España estaba próxima» y que el «maquis» avanzaba, avanzaba poco a poco, por la cordillera catalano-francesa, «en ruta hacia los centros neurálgicos de la nación».