EL DOCTOR BELTRÁN era hombre sereno y cauto en todo aquello que creía que no podía dañar a nadie o que estimaba justo; en lo demás, su causticidad podía compararse a la de Aurelio Subirachs.
Vivía en la calle de Borrell, en compañía de su hermana, Carmen de nombre, mujer algo nerviosa desde que enviudó del que fue veterinario del Parque Zoológico, pero que quería con locura al doctor, a su hermano; aunque le costó lo suyo habituarse al ambiente de los fármacos, de las llamadas de urgencia, de los libros de pergamino y de los relojes de pared, relojes que, como le dijo Margot a Julián, marcaban siempre la hora exacta: tictac, tictac, ¡nong…!, ¡nong…! ¡naaang…! Sí, ésa era la diferencia. Como ocurría en la vida, el tiempo era objetivamente el mismo siempre, pero todos los cuartos de hora, las horas y los ecos sonaban de distinta manera. Lo único que conectaba a Carmen con la profesión de su difunto marido eran los dos relojes cucú que el doctor tenía en el comedor; la imprevista aparición de los pajaritos había arrancado de los dos solitarios habitantes de la casa incontables carcajadas.
La experiencia había dotado al doctor Beltrán de antenas especiales para la observación. De hecho, sus teorías se asemejaban a las de Manolo, el hermano de Julián. Siempre decía que cuando dos apellidos se juntaban para constituir una familia y a ésta le llegaba pronto un hijo, la reacción era imprevisible. Lo mismo podían decir: «de momento, basta», como desear ir ampliando la nómina. Entre otros factores, dependía de la confianza en las propias fuerzas, de la capacidad de ternura, del sentido de responsabilidad… En el caso de Julián y Margot, en seguida se dio cuenta de que, por imperativos temperamentales del Sur y por aquello de «ir pisándole los talones a Aurelio Subirachs», querrían ir en seguida «a por la parejita», como así ocurrió; tocante a Rogelio y Rosy, aun conociéndoles mucho menos, suponía que no querrían quedarse atrás. «A los fanfarrones les gusta perpetuar su especie».
Sí, cabe decir que acertó en ambos casos. Las deducciones del doctor fueron tan coherentes como solía serlo su terapéutica, basada, a ser posible, en recetas antiguas y de eficacia experimental probada por él mismo. Escribía dichas recetas a mano para poner en un brete a los modernos farmacéuticos, a los que consideraba dependientes de ultramarinos o simples burócratas. Prefería con mucho a los antiguos boticarios, verdaderamente artistas de las balanzas, de la precisión matemática, de la combinación de las especies. Sin embargo, ni siquiera a base de sus fórmulas sapientes logró el hombre salvar —no, muchas de las deducciones se detenían ante la muerte— la vida de alguien que hubiera querido tener hijos sin conseguirlo: don José María Boix, cuyo minado organismo no resistió la prueba de una tremenda y fulminante pulmonía que pilló en uno de sus viajes. Fue aquélla una pérdida muy sentida por centenares de barceloneses, que al leer la esquela se quedaron estupefactos. Julián, que en el acto pensó que los hermanos Balaguer se habrían quedado huérfanos, imaginó a Gloria convertida en bulto negro por dentro y por fuera, sin tener dónde asirse, como no fuera a las verjas de algún altar de la Catedral… ¡Cuánto se alegraba ahora de la decisión de la mujer!; por lo menos, le descargaba la conciencia… No obstante, el joven arquitecto recorrió a grandes zancadas el ático de Balmes, relacionando con la muerte la incipiente vida del pequeño Laureano, de su amado proyecto-de-hombre, como él lo llamaba y que en aquellos momentos jugueteaba con un sonajero en aquella alcoba que tan familiar le resultó a Gloria. No, la muerte de don José María Boix era una ironía, una maldición, una injusticia. El doctor Beltrán y otros amigos intentaron calmar a Julián. «Pero, por favor, no te lo tomes así. Es ley de vida. Todos los días el periódico nos pega esas bofetadas. ¿O ya no te acuerdas de nuestra guerra y de la actual guerra mundial?».
—¡Claro que me acuerdo! Y precisamente por eso me rebelo más que nunca. ¡Que maten las balas, pase!; pero las pulmonías…
Todo ese dolor pasó, porque nada hay tan congelante, rutinario e inapelable como la muerte. Julián y Margot, sinceramente entristecidos, fueron a dar el pésame a Gloria y ésta los miró con todos los ojos del mundo, que pidió prestados para la ocasión. Y el entierro fue una manifestación en favor de «la ausencia». Y el conde de Vilalta mandó destacar en su periódico matutino la nota necrológica. Y los hermanos Balaguer fueron pronto a pedir, sin éxito, trabajo a Julián… Y Gloria heredó una posición estimable, pero al propio tiempo una voraz y liberada y triste reserva de juventud…
Y entonces se cumplieron los vaticinios del doctor Beltrán. Margot y Rosy quedaron de nuevo encintas, aunque esta vez la prioridad correspondió a la primera. El pequeño Laureano no había cumplido dos años aún cuando Margot trajo al mundo una niña preciosa, rubia y de ojos azules —«¡es Vega, es Vega…!», sentenció Julián—, que se llamó Susana y cuyos primeros berridos se oyeron hasta en Granada. Esta vez el parto fue feliz —el conde de Vilalta lo publicó también destacadamente—, y el doctor Trabal no tuvo necesidad de tranquilizar a nadie, porque la cabecita de Susana era lo más redondo que Julián viera en su vida. Por su parte, Rosy, muy poco después, alumbró también una preciosa niña, morena, «vivo calco del doctor Vidal», en opinión de la abuela, Vicenta, a la que Rogelio, el día del bautizo, inundó materialmente de caramelos, como era de rigor. La niña recibió el nombre de Carolina, aunque desde el primer momento todo el mundo estuvo de acuerdo en llamarla Carol, que era bonito y sonaba bien. Rosy, durante el embarazo, volvió a sentir las angustias de una posible anormalidad, pero esta vez las guardó para sí, siguiendo los consejos del banquero Ricardo Marín, quien siempre le decía que «ser frívola consistía en no desvelar nunca la verdadera intimidad».
¡La parejita! La parejita fue un hecho. Ya podía hablarse de «las familias Ventura y Vega». Una familia no era un amor compartido al que un mosén Castelló cualquiera hubiera echado la bendición; una familia era lo que aquéllas estaban siendo: un agolpamiento, una gran cabriola colectiva, una reunión de cabezas y cabecitas y un coro de voces que en un momento determinado podían discutir y disputar, pero que en otro momento —el más importante— podían enfrentarse al mundo entero con estas o parecidas palabras: «Aquí estamos solidificados los de una misma sangre, dispuestos a defender nuestra manera de ver las cosas, nuestro acotado territorio. ¡No faltaría más!».
Curiosa paradoja. En ese lapso de tiempo todo el mundo se quejaba de crisis, un impreciso temor flotaba en el ambiente, coartando proyectos, paralizando iniciativas —la guerra parecía irremediablemente perdida por los alemanes y ello era causa de general desconcierto—, y la ascensión de «Construcciones Ventura, S. A.» era más vertiginosa que nunca. Charito y el coronel Rivero tenían razón. Charito decía: «¿Lo ves, Amades? ¡Rogelio se está forrando! ¡Como siempre! Y nosotros avanzando como las tortugas…». El coronel Rivero exclamaba: «¡Ese hombre es el diablo! Y os prometo que tengo datos que me permiten hablar así…».
¿El diablo, Rogelio? Quizá… En cualquier caso, no intentó disimular su buena racha. A decir verdad nunca lo había hecho, pero a la sazón, respaldado por Alejo Espriu, que demostraba conocerse al dedillo todas las triquiñuelas del Código y tener acceso incluso a ciertos estrados de la Inspección de Hacienda, se sentía más seguro aún. A raíz de eso, en otro de sus prontos, semejante al que tuvo cuando inesperadamente anunció su boda con Rosy, sorprendió a sus amigos y colaboradores con una serie de planes, planes de realización inmediata, que refrendaban su vigor temperamental.
En primer lugar, aumentó en un cinco por ciento el sueldo de todo el personal a sus órdenes. «Mis queridos amigos, los asuntos de esta casa funcionan a pleno ritmo, como a lo mejor ustedes habrán oído murmurar por ahí… ¿Y qué hace un hombre cuando sus asuntos funcionan? Mejorar —naturalmente, sin exageraciones— las condiciones de vida de todos los que de él dependen».
En segundo lugar, dio un paso gigantesco en el plano personal. Por un lado, trasladó su domicilio del paseo de Gracia a una mansión bastante grande de la conocida avenida Pearson, con muchas habitaciones, vasto jardín, garaje, etcétera. «Rosy insiste en que los críos necesitan espacio libre para pegar saltos, como los payasos; pues adelante». Por otro lado, decidió construirse, en Arenys de Mar, para pasar los veranos y algún que otro fin de semana, una pimpante torre que se llamaría «Torre Ventura». «Conste, amigos míos, que en la arriesgada decisión de levantar dicha torre Rosy no ha intervenido para nada. La idea ha sido exclusivamente mía, y la razón es bien sencilla: quiero liberarme de la amenaza constante que supone, durante mis estancias en Arenys de Mar, el terrible telescopio que el padre de mi mujer tiene instalado en la azotea».
Dadas las circunstancias, esa serie de planes mereció la aprobación de todo el mundo, especialmente la de Jaime Amades, cuyas manos se humedecieron hasta el punto que tuvo que secárselas con un pañuelo. El único dato un tanto agresivo fue, quizá, que Rogelio no señaló a ningún arquitecto concreto ni para acondicionar la avenida Pearson ni para construir la torre de Arenys de Mar; simplemente les dijo a Aurelio Subirachs y a Julián: «Tal vez, entre los dos, podáis ocuparos de la penosa tarea que todo eso supone…». Por suerte, no había posibilidad de conflicto entre ambos profesionales. Aurelio Subirachs cedió en el acto a Julián, gustosamente, el privilegio de construir la torre —«por fin podrás despacharte a gusto»—, mientras que él tomaría a su cargo la habilitación de la residencia barcelonesa.
¡Espacio libre para que los críos pudieran pegar saltos! Conforme, podía ser una necesidad vital… Sin embargo, en cuanto Aurelio Subirachs visitó la mansión de la avenida Pearson y advirtió que lo más cuerdo hubiera sido derribarla, envió un decorador afeminado que simuló dar órdenes, pero que en realidad obedeció a los caprichos de Rosy. De suerte que, a la larga, el resultado fue algo ostentoso, con un living como el hangar de la estación, cuatro cuartos de baño y demás, todo muy avanzado y funcional, para que Rogelio se sintiera allí en su elemento. La arena del jardín era crujiente, y en él muy pronto ejercería de centinela un perro lo llamado Kris, que habría de asustar mucho al pequeño Pedro y mucho menos a la diminuta Carol. Rosy, que últimamente se asfixiaba en el paseo de Gracia, estaba feliz, sobre todo en cuanto consiguió completar el servicio con una ama para los pequeños y pudo traerse del Maresme un hombre de su confianza, llamado Serafín, que sería el encargado de cuidar de las chapuzas, del jardín y del garaje.
¿Y «Torre Ventura», en Arenys de Mar? Desde luego, superóse la marca en cuanto a rapidez, ya que «Construcciones Ventura, S. A.» puso a disposición de las obras todos los elementos de que disponía. Julián dio muestras inequívocas de su talento, hasta el extremo que Aurelio Subirachs, al verla casi terminada, se acarició sus bigotes de foca y con su voz de pope barbotó: «Salvo algunos detalles, la firmaría yo». Algo muy audaz, sin ser enfático ni traumatizante. Con «ordenadas asimetrías», según agudo y esotérico comentario de Claudio Roig. La piscina tenía forma irregular y aquí y allá los árboles la rodeaban sin privarla nunca del sol. Y focos ocultos entremezclaban sus rayos para iluminar de noche, gloriosamente, los estilizados salientes de la fachada. ¡Lástima que el decorador, por imposición de Rosy, fue el mismo que el de la avenida Pearson! Las mesas que eligió, las lámparas, los sillones, las hamacas, etcétera, todo era tan «revolucionario» que servía para cualquier menester menos para aquel a que estaba destinado; pero no importaba. Las amigas de Rosy —excepto Margot—, especialmente las de la colonia veraniega, exclamarían: «¡ohhh…!», y eso bastaba.
Por lo demás, desde el exterior «Torre Ventura» dio el golpe incluso entre la gente del pueblo, lo que aumentó si cabe la satisfacción de Rogelio. Porque el pueblo no era fácil ni se dejaba deslumbrar por fachada más o menos. La gente era tranquila, autárquica y poco dada a los superlativos. Los viejos del Ateneo, con los que Rogelio solía platicar; los camareros del Café Español; las vendedoras del mercado que se celebraba los sábados, etcétera, habitualmente sólo se entusiasmaban con las sardanas, con alguna función de teatro o circo y con la llegada de las barcazas de pesca, que tenía lugar cada día al atardecer; y no obstante, mostraron su complacencia por la mejoría que «Torre Ventura» significaba para Arenys de Mar. Las vendedoras de cacahuetes en los cines le dijeron a Rogelio: «¡Menuda covachuela! Y precisamente dominando el puerto».
Era cierto. «Torre Ventura» estaba situada en lo alto de una colina, exactamente, sobre el gracioso puerto, y desde allí se dominaban, además del tétrico cementerio al otro lado, las playas circundantes y una extensión ilimitada de mar. Con los prismáticos que Rosy usaba en el Club de Golf, Rogelio, desde la terraza, podría en verano ver desnudarse a todas las mozas de la población. El barbero-arqueólogo, Santi de nombre, le dijo al constructor: «Además, este chalet tiene una ventaja: si quiere usted aburrirse, podrá hacerlo junto a una piscina». Rogelio se quedó atónito por espacio de unos segundos y luego sonrió. ¡Astuto barbero! Tal vez tuviera razón. Sí ¿cómo se las arreglaría él, Rogelio Ventura, para permanecer consigo mismo unos minutos, unas horas, lo que allí sería prácticamente inevitable? ¡Si nadie lo vio solo jamás, si nadie lo vio jamás andar siquiera cien metros sin compañía! El poderoso «don» Rogelio necesitaba siempre alguien a su lado, alguien con quien poder charlar o a quien poner la mano en el hombro. De ahí su amistad con Jaime Amades, y de ahí que de un tiempo a esta parte anduviese siempre con Alejo Espriu. Claro que el doctor Beltrán, luego de auscultar sus relojes, hubiera diagnosticado que la amenaza sutil para Rogelio, en «Torre Ventura» y en cualquier lugar, no sería nunca el aburrimiento, sino el miedo. Un miedo inconcreto a no sabía qué. Quedarse solo le daba tanto miedo —¿era consciente de ello?— como a Margot se lo daba mezclarse entre la multitud.
Como fuere, la frase de Julián: «¿dónde colocar tanta existencia?», respondía a una estricta realidad. También «los Vega» tuvieron que hacer frente a la falta de espacio, pues el taller se le estaba quedando raquítico al arquitecto y además los críos invadían sin cesar la casa entera. Era preciso buscar una solución. «Además, necesito una sirvienta, Julián. La ayuda de Manoli no me basta y yo no puedo más». «No te preocupes, mujer». Pronto tuvieron a su disposición una muchacha limpia y ordenada, paisana de Julián, que se llamaba Rosario y que parecía feliz llevando delantal.
Al término de muchos diálogos estimaron haber dado con la solución idónea —muy alejada de los alardes de Rogelio y de Rosy—, y lúe correspondía a su condición de personas adscritas al tipo medio le burguesía: decidieron conservar el ático de Balmes, destinándolo enteramente a taller, y trasladarse la familia a vivir a un moderno inmueble de General Mitre, del que alquilaron la planta séptima, desde cuya terraza el Tibidabo parecía estar más todavía al alcance de la mano.
¿Inmueble flamante y vistoso? No era cuestión de exagerar… Julián, por supuesto, estaba encantado con él, aun cuando echaría de menos el rito que suponía el que Margot entrase todos los días a media mañana para servirle una reconfortante tacita de café. Las condiciones del edificio sintonizaban con sus preferencias, lo que, por desgracia, no podía decir Margot. No, Margot, aparte de que se había encariñado al máximo con el «modesto hogar» de Balmes que con tanto mimo había compuesto y que olía a ropita blanca y a polvos de talco, tuvo que hacer un soberano esfuerzo para adaptarse a un cambio tan radical. En primer lugar, se preguntó si podrían pechar con todo el gasto que aquello supondría; en segundo lugar —y ello era lo más grave—, el nuevo piso distaba mucho de gustarle como a Julián. Mejor dicho, de entrada no le gustó ni pizca, en lo que coincidió con Beatriz, que, al ver aquellas enormes paredes blancas y los inmensos cristales de las ventanas, exclamó: «¡Esto es una pecera!»; añadiendo luego: «Tu padre no hubiera vivido aquí por nada del mundo…».
Pese a todo, Margot, precisamente por ser hija de notario, tenía la sana costumbre de perseguir la ecuanimidad… En consecuencia, acabó cediendo, pero no por sometimiento a Julián sino porque, al margen de sentimentalismos, era evidente que los niños estarían allí mucho mejor. La casa —Julián tenía en eso razón— era práctica, con calefacción, cocina y baño pulquérrimos, dos ascensores, entrada con conserje detrás de un mostrador, etcétera. En definitiva, una serie de ventajas de orden doméstico que era preciso valorar. Al mismo tiempo, Julián tuvo la astucia de darle carta blanca a Margot para que la amueblara a su manera. Naturalmente, lo primero que la mujer hizo fue traerse de la calle del Bruch el piano de cola —¡a Merche le daría una pataleta!— e instalarlo en el lugar más aparente, principal; lo segundo, disponerse a demostrarle a su madre que, a base de pequeños detalles, incluso en una «pecera» podía crearse un clima acogedor.
Sobres esas premisas acabó produciéndose un contento colectivo. Rosario, la sirvienta, que no sabía leer ni escribir, pero que era ristolera como el sol, exclamó: «¡Señorita…! Pero ¡si esto es la gloria! ¡Se lo digo yo!». Laureano y Susana, con sus ojitos recién estrenados, lo miraban todo como si se tratase de un cuento de Blancanieves. Tocante a los conserjes, que se llamaban Anselmo y Felisa y eran oriundos de la provincia de Huesca, al saber que Julián era arquitecto dieron muestras de asentimiento y señalando el teléfono del mostrador, ^ue conectaba con los pisos, dijeron: «Ya saben los señores; aquí estamos, para lo que gusten mandar…».
Pleito resuelto, pues, como hubiera dicho Alejo Espriu. Las familias Ventura y Vega acolcharían a sus hijos en lechos muy distintos, acorde a la situación de cada cual. Manoli, la portera de Balmes, al enterarse de que don Julián, como ella lo llamaba, continuaría trabajando allí, lloriqueó un poquito menos. El sereno de la casa del paseo te Gracia en que hasta entonces había vivido Rogelio, le dijo a su mujer: «Mira por dónde me perderé algún billetito; pero en fin, también me ahorraré mucha pedantería y mucha bromita pasada de rosca…».
Entre Rosy y Margot existían diferencias abismales, comparables las que podían existir entre «Torre Ventura» y Can Abadal; pero, como decía Rosy, tampoco la amistad podía medirse a base de la loica y del cálculo. Algún secreto psicológico de difícil localización permitía que hicieran caso omiso de las discrepancias y se descubriesen entre sí muchas afinidades.
El caso es que a las dos mujeres les gustaba cambiar impresiones, abre todo desde el nacimiento de sus hijos y de la mutación de pellejo ue los respectivos traslados habían significado para sus vidas. Curiosamente, a Margot le gustaba hablar por teléfono. Se sentaba en un taburete al lado del aparato y, ¡hala!, las ideas le fluían sin inhibiciones. Rosy, por el contrario, prefería el contacto directo, la presencia, m cuando Rogelio estimaba que para ello había un grave inconveniente: al fumar, sin darse cuenta lanzaba la columna de humo directamente a la cara del interlocutor, lo cual, aparte de provocar espectaculares accesos de tos, era una notoria falta de educación.
No siempre, a decir verdad, las conversaciones discurrían por una autopista amable. Se producían choques, enfrentamientos, porque Rosy había optado por la frivolidad y porque a veces utilizaba un lenguaje acorde a su mímica facial, pero no a su belleza. Esa brutalidad verbal, según la propia Rosy, no cabía atribuirla a una posible influencia de Rogelio; simplemente, Rosy, hija de médico, había ejercido de enfermera una larga temporada y visto y oído tantas cosas en torno a los quirófanos y a los lechos de muerte, que estaba curada de espantos y, a poco que se descuidase, se mostraba fatalista y daba la impresión de que todo le importaba un carajo.
El caso es que, últimamente, la «señora Ventura», como la llamaban en las tiendas, hacía lo imposible para atraer a Margot hacia la parcela mundana que ella vivía. Tal vez persiguiese esa victoria sobre Margot; tal vez se tratase de puro aburrimiento. La mujer de Rogelio se pasaba muchas tardes y muchas noches en el Club de bridge, pues el ama cuidaba de los críos que era un primor, lo que le dejaba libre todo el tiempo que quisiera. Al margen de esto, tenía su cochecito y le gustaba ir de compras, a la peluquería, al gimnasio, a desfiles de modas, etcétera. «¿Por qué no te vienes conmigo, Margot? Lo pasaríamos estupendamente. Podríamos salir los cuatro y…».
Margot no entraba en el juego. Sentada en el taburete, rechazaba muchas de sus invitaciones, alegando que sus posiciones sociales eran distintas y que a su juicio había cosas más importantes que las tiendas, los guateques y el bridge.
—Ya sé que cada cual ve la vida a su modo, pero ¿qué hacer? Tu marido es un genio para ganar dinero y tal vez por ello necesite frecuentar esos lugares; el mío es feliz dibujando casas, lo que no deja de crearme problemas. ¡Sí, ya empiezan a mosquearme el tecnígrafo y el lápiz! Aquellas nuestras charlas de sobremesa en Balmes se han terminado, y muchas veces tengo que arreglármelas sólita. ¡Menos mal que ahora tengo el piano, y a los pequeños, que duermen cerca de mí como benditos! Pero, en fin, siento que un poco de Julián se me escapa detrás de la famosa Constructora y de la famosa especialización…
Rosy sabía que Margot era completamente dichosa con Julián, de modo que se tomaba esas quejas un poco a chacota.
—Anda, no seas pelmazo. ¿Qué pretendes, tener a Julián pegado todo el santo día a tus faldas? Acabarías mandándolo a la porra… ¡Con Rogelio te querría yo ver! Hoy mismo no sé si está aquí, en Arenys de Mar, o en Santa Cruz de Tenerife…
A veces se citaban para hablar a sus anchas, sin el teléfono por medio, y acostumbraban elegir alguna granja de la Diagonal, cuyas mesas al fondo solían estar tranquilas. En esos casos la conversación era siempre imprevisible. Rosy se presentaba siempre deslumbrantemente vestida; Margot, con mayor naturalidad. Y mientras Margot hacía como si espantase moscas para ahuyentar el humo que Rosy le lanzaba a la cara, ésta lo mismo podía asaetearla a preguntas que despotricar contra sí misma, o jugar a misterios… ¡o a presentimientos!
A Margot le hubiera apetecido hablar mucho de los críos. ¡Laureano, Susana!, ¡Pedro, Carol! ¿No era aquélla la más apasionante novedad? Pero ahí marraba el tiro. En raras ocasiones Rosy denotaba interés mayor. No porque no quisiera a sus hijos. ¡Claro que los quería! Pero era más cerebral de lo que aparentaba y se resistía a renunciar por ellos a su vida personal, sobre todo en previsión de que podían llegarle media docena.
—Pero ¿de qué vida personal hablas, si puede saberse? —pinchaba Margot—. Si tú misma confiesas que no sabes qué hacer con ella y que hasta ahora, aparte de tu temporada de enfermera, no has dado golpe, como quien dice. ¡Con el partido que les podrías sacar a tus horas libres!
—¿Qué quieres? ¿Que me dedique al repujado de cuero, o a la pintura, o a tejer jerseys para el ropero de tu amigo mosén Castelló? No soy ni artista ni santa. Y por lo menos, si hago el ridículo, que lo haga ante mí misma y nadie más.
—¿Entonces?
—Entonces, nada. Que te repito lo de siempre. Que soy una nulidad y que las cosas sólo adquieren algún sentido cuando se desean, no cuando ya se tienen.
Margot hubiera querido influir positivamente sobre su amiga, cuyo mayor obstáculo, desde luego, era, como en el caso de Merche, que prácticamente lo tenía todo. Pero la mujer de Julián topaba siempre con un fantasma mental: Rogelio, el cual seguía inspirándole vivos temores, en el sentido de que a la larga podía deslumbrar a Julián con el tipo de ambición de que el constructor estaba poseído. Claro que Margot se acordaba muy bien de lo que Julián había dicho: «No temas… Sé muy bien con quién me las juego». Pero ¿lo sabía verdaderamente? ¡A veces los hombres eran tan ingenuos y se dejaban avasallar con tanta facilidad! Margot no podía olvidar un cóctel al que tuvieron que asistir, bastante nutrido, organizado por Rogelio para festejar la inauguración de su casa de la avenida Pearson. En efecto, mientras Julián salió de él eufórico, entusiasmado, ella estuvo todo el rato tragando saliva. En primer lugar, el despilfarro… Una reata de camareros sirviendo exquisiteces —que de eso Rosy entendía mucho— y que implicaba un insolente desafío a tanta y tanta gente que, fuera, pasaba calamidades. En segundo lugar, Rogelio bebiendo como un cosaco, rojas las mejillas, pegando saltitos como un canguro feliz y susurrándole a Ricardo Marín: «¡El dinerito tiene sus ventajillas…!». En tercer lugar, los halagos absurdos, gelatinosos, de que Rosy fue objeto por parte de la mayoría de los asistentes. «¡Estás guapísima, Rosy…!». «¡Caray con Rogelio!». «¡El primer premio en la tómbola…!». «Oye, Rosy… Esto hay que repetirlo, ¿eh?». Frases inconexas, diálogos sin sentido, con alguna que otra ironía punzante de Merche dirigida… a cualquiera de los presentes. A lo cual cabía añadir algo que a Margot la hirió de un modo especial: Rogelio estuvo coqueteando con tal familiaridad y descaro con un par de «damas» del Club de bridge, que Margot sacó la conclusión de que Rogelio «se la pegaba a Rosy», de que se la pegaba de todas todas, sin que ésta, que también bebió lo suyo y estaba en las nubes, se diera cuenta… Resumiendo, Margot llegó a casa convencida de que Julián podía realmente caer en una red de la que de momento no tenía la más remota idea y de que ella debía prevenirlo, aunque para hacerlo tenía que esperar otra ocasión más propicia.
¡Ja, el tema de los cócteles, inevitablemente equívocos, el del «pegárselas los maridos a las mujeres», encandilaba a Rosy! Todo cuanto rozase el terreno sexual la estimulaba increíblemente y las granjas de la Diagonal que frecuentaban eran testigos de ello. Margot, en cambio hacía marcha atrás, presa de un extraño pudor.
—Dime una cosa, Margot. Hace tiempo que no nos confesamos. ¿Qué tal con Julián? ¿Todo viento en popa?
Margot fingía no comprender.
—No sé a qué te refieres.
—¡Toma! ¿A qué va a ser? A la cama.
Margot denotaba evidente malestar.
—No sé qué contestarte —replicaba—. Lo normal. Tenemos dos hijos… Y a lo mejor llegan también seis. En fin, no tenemos problema.
Rosy abría su pequeño bolso y sacando el espejo se maquillaba.
—Menos mal que en algo estamos a la par. Nosotros tampoco tenemos problema.
—¡Me alegro! Me alegro mucho.
—¡Huy, no te embales, rica! No tenemos problema gracias a un sistema bastante antiguo en el país, si no estoy equivocada: en vez de ser la esposa de mi marido, soy su amante.
—¿Cómo? ¿Qué quieres decir?
—¡Bueno! La cosa está clara, creo yo… Tu querida amiga Rosy ha accedido voluntariamente a convertirse en la amante de su marido… Y es que, si ahora me la pega tres veces, de la otra manera me la pegaría seis. —Marcaba una pausa—. Aunque no puedo negar que tan pronto siento mucho asco como que lo paso bomba. ¡Soy así! ¡Depende! ¿Qué opinas, Margot?
Margot no opinaba nada. Margot no quería entrar en detalles de ese género, entre otras razones porque nadie le garantizaba que Julián no fuese como los demás.
Rosy leía en su pensamiento y soltaba una carcajada.
—No te quemes la sangre, querida… —Daba unas palmadas en la mano de Margot—. A veces me pareces una niña… Una niña adorable, por supuesto, y muy superior en muchas cosas. Con nadie lo paso mejor que contigo, palabra. ¿Quieres que pidamos más chocolate? No, no sé nada concreto de Julián… Tranquilízate. Lo único que quería decirte es que realmente es difícil fiarse de un hombre como el tuyo, que las tendría a porrillo solteras, casadas, ¡o viudas!, si le diera la gana.
Margot, que con frecuencia aceptaba repetir el chocolate, volvía a ponerse seria.
—¿Por qué has dicho lo de las «viudas»? —Luego mudaba la expresión y continuaba—: Es posible que sea tonta, claro; pero todavía creo en el amor, en el cariño, y me parece que Julián, antes de irse con otra mujer, se lo pensaría una y otra vez… Y al final desistiría.
Rosy se mordía el labio inferior.
—Sí, es posible que tengas razón… —Meditaba—. Por lo menos, hasta ahora. —Por fin añadía—: ¡En fin, que a eso yo lo llamo haber nacido con una flor en un sitio que yo me sé!
La conversación tomaba a veces bifurcaciones inesperadas, herencia de los tiempos en que Rosy leía, sobre todo, autores franceses, o simplemente a tenor de las noticias que traían los periódicos. En ese terreno Rosy demostraba poseer una cultura inhabitual. De los periódicos era evidente que no se le escapaba nada, ni siquiera las deducciones que podían sacarse de los anuncios. Lo que confesaba sin ambages era que se armaba un lío con determinadas ideas, no sabía si por exceso o por falta de información, y sin que en ese sentido Rogelio le sirviera de mucho.
—Por ejemplo: ¿qué significa socialismo? ¡Ahora resulta que lo hay de muchas clases! ¿Y democracia? ¿Y libertad? ¿Tú sabes de qué se trata? Tampoco logro comprender el problema ese de los judíos…
Margot solía estar a la altura, aunque muy lejos de lo que hubiera deseado, ya que Julián tenía ideas tan fijas que le impedían en muchos casos matizar. «¿Democracia? ¡A la basura! —decía el arquitecto—. ¿Socialismo? ¡Ya lo ensayamos en España! ¿Judíos? ¡Mala ralea!». ¿Y Einstein, pues? ¿Y Freud? ¿Y Charlot? ¿Es o no judío Charlot? En aquellos momentos las dos mujeres, sentadas ante las tazas de chocolate, no se acordaban…
En cierta ocasión, a raíz de unas declaraciones fatalistas de Rosy, Margot le preguntó de sopetón:
—Escucha una cosa, Rosy… ¿Piensas alguna vez en Dios?
Rosy dejó de fumar. Guardó el humo en la boca por espacio de unos segundos. Por fin lo expulsó lentamente.
—¡Dios…! ¡Me preguntas si pienso en Dios! Pues…, si he de serte franca, muy poco. Sólo en Viernes Santo.
Margot insistió.
—Sin embargo, ¿crees en Él?
—¡Bueno! —Rosy adoptó un aire indiferente, que a Margot le dio grima—. También me cansé de darle vueltas a ese rompecabezas… ¡Algo hay, desde luego! Aquí estamos tú y yo, vivitas y coleando. Y ahí están nuestros hijos… Y mi padre, que se confiesa todos los sábados. ¡Sí, sí, lo que oyes! Pero ¿quieres saber una cosa? De todo lo que me enseñaron, nada. Del infierno, del Ángel de la Guarda, de las indulgencias, nada… También en eso he tomado mi actitud: si Dios existe, y nosotros tenemos algo más que nuestro palmito, que nuestros abortos y nuestras angustias, será un Dios bueno y nos perdonará a todos y todos al cielo, tan campantes.
Margot inclinó ligeramente la cabeza.
—Es una posición muy cómoda, ¿no te parece?
—¿Y por qué no ha de serlo? Me trajeron aquí… y aquí estoy. Yo no tengo la culpa de si Adán le dio un pellizco a Eva y de todas esas cosas que nos han contado.
—Pero… eso está muy bien mientras no ocurre nada decisivo. ¿Y cuando llega el momento? ¿Por qué se confiesa tu padre?
—Sé por dónde vas… «La religión es un consuelo en los trances difíciles». En las monjas aprendí eso… ¿Cómo he de decírtelo, Margot? Cuando el momento llegue de verdad, veré lo que hago. ¡Si me da tiempo, claro! A lo mejor pido que me pongan una inyección… Pero, entretanto, a vivir. Pero ¡bueno!, ¿por qué nos ponemos tan serias? ¿No se te ocurre otra cosa para alegrar un poco más la tarde?
En cierta ocasión Rosy llevó con su coche a Margot a visitar «Torre Ventura». Y allí se destapó. La tarde era espléndida y Rosy estiró los brazos y hasta imitó entre los árboles a los indios, emitiendo aullidos, lo que encantó a Pedro y a Carol, que las habían acompañado, junto con el ama.
De pronto vieron sobre una hamaca la gorrita de patrón de lancha de Rogelio. A Margot se le antojó graciosa y la sostuvo entre las manos. Rosy se puso a cabecear, como luchando consigo misma…
—Rogelio… —murmuró.
Margot aprovechó que los críos estaban lejos con el ama y le preguntó a bocajarro:
—¿Te digo una cosa? Todavía no sé lo que piensas de tu marido, lo que sientes por él… A veces das la impresión, y perdona, de que lo detestas.
Rosy negó enérgicamente con la cabeza e incluso fue capaz de coger el gorrito y encasquetárselo hasta las cejas, con mucha gracia.
—Estás en un error… Es un sentimiento contradictorio… y por ráfagas. Intermitente, quiero decir. ¿Te acuerdas de lo que te dije que me ocurría estando con él en la cama? Pues igual. —Se quitó el gorro y lo lanzó con arte sobre la hamaca—. Rogelio tiene cualidades que no he visto en ningún otro hombre… Es un psicólogo de primera, de primerísima categoría, y un intuitivo fenomenal. Aparte de que inspira una gran seguridad y con frecuencia contagia sus inmensas ganas de vivir… Llegará lejos, muy lejos: ya lo verás. Llegará a tener un enorme poder, lo cual no está mal para un hombre, ¿verdad? Sin embargo, conjuntamente tiene, como sabes, defectos horribles, imperdonables, y es cierto que a veces lo aborrezco con todas mis fuerzas. Lo de los eructos no es nada, ¿entiendes lo que quiero decir? ¿Lo has visto alguna vez limpiarse los dientes o rascarse las axilas? Yo creo que es en el lavabo donde se conoce a las personas… Pero escucha una cosa, ¡mi vida!; que me doy cuenta de que no te enteras de adónde voy… No me quejo, ¿comprendes? ¡No me estoy quejando de nada! Todo eso lo sabía ya antes de casarme con él… y acepté. Acepté el precio por la vida que me podría ofrecer —volvió a mirar a los árboles en torno y a la piscina—. ¡Soy libre y no me falta nada! Soy libre para ser feliz, para darme la vida padre y también, si quiero, para pegarme un tiro…
Margot no insistió. Rosy estaba hermosísima, con la cabellera suelta y movida por la brisa. La tarde caía y empezaban a entrar por la bocana del puerto las barcas de pesca, con sus hermosos nombres. Seguro que alguna de ellas se llamaría Rosy. Una luna pálida ascendía cielo arriba, que inesperadamente se rodeó de un halo rojizo. Fue como una detonación. El estado de ánimo de Rosy varió por completo. Se asustó. En movimiento instintivo fue a buscar los niños y los cogió en brazos y los protegió, como había protegido la cabecita de Pedro el día en que Margot le preguntó si no le gustaría conocer o adivinar el porvenir del chaval.
—¿Qué te pasa, Rosy? Por favor, ¿qué te ocurre?
Ocurrir… no ocurría nada. Sólo el halo rojizo de la luna, lo que en el caso de Rosy equivalía a tener uno de sus clásicos presentimientos. Sí, de repente Rosy presintió que a no tardar ocurriría algo malo, algo capaz por sí solo de inutilizar la paz idílica que podía disfrutarse en «Torre Ventura», la existencia muelle que ella llevaba, tal vez incluso la «fenomenal» carrera de su marido que minutos antes había garantizado de forma tan contundente.
Margot no sabía qué hacer. Por fortuna, en aquel momento llamó a la puerta el padre de Rosy, el doctor don Fernando Vidal, que se había enterado de que sus nietecitos estaban allí. Entró tan campechano, tan dueño de sí, con un bastón que le servía para ascender la cuesta de acceso a la torre.
El caso es que con sólo ver a Rosy comprendió de qué se trataba. ¡Eran raptos que sufría desde la niñez!
—Pero hija… Docenas de veces la luna ha tenido ese halo en Arenys y no ha ocurrido nada malo… Esas supersticiones no le van a una mujer como tú.
Rosy, ante la presencia de su padre, había procurado calmarse y casi lo había conseguido.
—Es posible, papá… Tal vez tengas razón. Pero esta vez, acordaos de lo que os digo, ocurrirá algo malo… —Se echó los cabellos atrás y miró al horizonte—. Lo que no sé es si ocurrirá en la tierra… o en el mar.