FUE OPINIÓN UNÁNIME que el viaje les había sentado estupendamente, en especial a Margot. Ésta lo aceptó de buen grado. «Desde luego, todo ha sido perfecto». Por otra parte, dos noticias agradables esperaban a la pareja. La primera que, en su ausencia, Beatriz, con la eficaz ayuda de Claudio Roig, había trabajado de lo lindo para que el que fue piso de «soltero» de Julián se pareciera a un «hogar» de verdad. Claro que Margot tendría que trabajar todavía mucho —faltaban visillos, cortinas, alguna que otra lámpara, etcétera—, pero el ático empezaba a tener intimidad. Dos detalles, sobre todo, arrancaron sendas exclamaciones de entusiasmo de los recién llegados, a quienes el sol había tostado generosamente: el doctor Beltrán, en su honor, se había desprendido con admirable elegancia de una arca antigua, joya de familia, destinada a decorar el vestíbulo, y, por su parte, ¡Beatriz mandó trasladar al estudio de Julián la talla de San Jorge, del siglo XVI, que el arquitecto tanto le alabó en la tienda de antigüedades! Julián, al verla allí, plantada en un rincón, se emocionó. «¡Vaya! —exclamó—. Nuestro ángel tutelar… ¡Muchas gracias, Beatriz!».
La segunda noticia agradable era que Rosy no había dado a luz todavía… Se alegraron de ello. Rogelio, que al verlos tan dichosos había exclamado: «¡esto es el non plus ultra!», después de bromear con Margot preguntándole «qué tal andaba de sueño» les dijo que el pequeño retraso, unos ocho días, lo había decretado él. «Hubiera sido una traición que nuestro hijo naciera estando vosotros fuera. Rosy así lo comprendió y os hemos estado esperando».
Por lo demás, todo fueron plácemes y deseos de felicidad. Manoli dio a entender que «la señora». Margot, le caía en gracia, tal vez porque ésta se había acordado de comprarle en Granada un pequeño recuerdo: una imagen de la Virgen, con una diminuta bombilla que se le encendía en el pecho. Manoli la colocó en el trinchante del comedor, y le repitió a Margot diez veces que podía contar con su ayuda para la limpieza del piso, para lavar la ropa, para la compra, etcétera. Julián ladeó la cabeza. «¡Caray, no sabía yo que esa mujer fuese un caramelo!».
Eran la sal y la gracia de Margot. A veces emanaba de ella un halo de integridad que impresionaba a las personas. Resultaba inconcebible que algo pudiera torcer su conducta, su saber estar donde le correspondía. El conde Vilalta, por ejemplo, le confesó a Aurelio Subirachs que Margot «lo intimidaba un poco, sin saber por qué». Se había dado cuenta de ello al felicitarla el día de la boda, y lo vería confirmado mucho tiempo después… Alejo Espriu, que desde que era asesor jurídico de «Construcciones Ventura, S. A.» volteaba más que nunca su bastón y parecía menos pálido, afirmó desde el primer momento que Margot era, como mujer, el invento más notable que él había conocido. No podía faltar, dentro de la estimación general, la consabida excepción: Merche, la novia del banquero Ricardo Marín, excondiscípula de Margot en el Liceo Francés. Merche sentía por Margot una envidia a todas luces injustificada —puesto que lo tenía todo al alcance de la mano, incluida la inteligencia—, que, por otro lado, no se esforzaba en disimular. Sus comentarios eran siempre hirientes. Así como al enterarse de su compromiso con «un arquitecto andaluz» comentó: «Yo creí que Margot tenía mayores aspiraciones…», al saber que el piano de cola de la calle del Bruch —tan querido por la mujer de Julián— «no cabría en el ático de Balmes», se rió de buena gana. «¡Adiós, Schumann, Beethoven, Mussorgsky…! Todo sea por el amor». Ricardo Marín, cuya boda con Merche estaba prevista para el mes de octubre, reaccionó con brusquedad. «Ese comentario es una memez. Cuando quieres, querida, eres verdaderamente insoportable».
No importaba. La pareja se disponía a cruzar una etapa de felicidad. En efecto, Margot descubrió muy pronto que la cómoda neutralidad de los hoteles no era de ningún modo comparable al cálido sentimiento que podía experimentarse entre cuatro paredes que olían a corazón. Allí dentro todo adquiría un sentido exacto: alinear las corbatas de Julián en el armario, limpiarle los zapatos, colocar las pipas en un artefacto giratorio, encargado a propósito; ¡prepararle el gazpacho, de acuerdo con la receta que en Granada le facilitó Mari-Tere! Margot llegó a emocionarse incluso viendo las latas vacías y los papeles sucios en el cubo de la basura…
Tocante a Julián, otro que tal. ¡Qué lejos quedaba la soledad que, antes de ir a Can Abadal, invadía de pronto la mente del arquitecto! El problema actual era el opuesto: ¿dónde colocar tanta existencia? Había estados de espíritu que cabían en una arca como la que el doctor Beltrán les puso en el vestíbulo; otros, en cambio, necesitaban de campos dilatados como los que se veían, aquí y allá, por Andalucía.
El arquitecto, acodado en la barandilla del balcón, veía subir y bajar los autobuses de la calle de Balmes. Los pasajeros colgaban hasta de los estribos. ¡Claro, claro, todo estaba en plenitud! El mes de agosto había irrumpido en el calendario. ¡Cuánto trabajo tenía Julián! Era de agradecer… En el bar de enfrente nadie jugaba ya al ajedrez. El local fue traspasado y ahora decía: «Bodega». Era la ley. Había seres que se esfumaban, otros que se unían formando una sola entidad. A veces, del Tibidabo descendía una luz violenta que se introducía en el hogar, creando mil rebrillos. Todo aquello parecía una multiplicación.
Y con todo, la hora preferida por ambos era después de cenar. Los dos solos, poblando el silencio reinante. Julián, en la butaca adjunta al mueble bar, leía el periódico; Margot, frente a él, se leía a sí misma, teniendo buen cuidado de no doblar ninguna página. Establecíase entre uno y otro una sutil comunicación. ¡Lástima que no lloviera! No llovía jamás… A Margot le hubiera encantado oír el repiqueteo del agua en la azotea y en las aceras. Pero tampoco importaba. No importaba absolutamente nada. A lo largo del día había repiqueteado, en los momentos oportunos —almuerzo y cena—, el gong de cobre, moruno, que la esposa de Manolo les había regalado y que presidía la mesa de la cocina.
—¡Qué bien se está aquí! ¿Verdad, Julián?
El hombre miraba a la mujer.
—¿Cómo…? ¡Oh! Desde luego, cariño…
Por fin se produjo el pequeño milagro. Exactamente se produjo en la Clínica «Nuestra Señora de la Salud». Protagonista: Rosy. Operador experto, el escueto y frío doctor Martorell, que al calzarse los guantes adoptaba aire de prestidigitador, lo que influía en los honorarios. Testigo de excepción, Rogelio… Testigo a distancia, a decir verdad, puesto que el impetuoso constructor inventó mil excusas para no estar presente en el parto —sí estuvo, en cambio, el padre de Rosy, doctor Vidal, desplazado a toda prisa desde Arenys de Mar—, pero que al conocer la noticia soltó un taco amable, entró raudo en la habitación, besó la mano de la parturienta y exclamó: «¡Ya sabía yo que me darías un heredero! ¿A ver el crío…? ¡Soy yo, soy yo!».
Margot, que fue de las primeras personas a las que se permitió ver a la madre, pasados los consabidos momentos de euforia le dijo a Rogelio, simulando sorpresa:
—¡Pues mira por dónde me había hecho a la idea de que iba a ser niña y que se llamaría Margot!
—¡Ni hablar! —protestó Rogelio—. Ya lo ves. Es varón y se llamará Pedro.
Margot parpadeó.
—¿Cómo? ¿No se llamará Rogelio?
—No. Pedro era el nombre de mi padre, que en paz descanse.
Ni que decir tiene que la habitación de Rosy se llenó muy pronto de flores. Que se llenó de flores el mundo y que los empleados de «Construcciones Ventura, S. A.» percibieron una paga extra y a punto estuvieron de que su irrefrenable jefe los obligara a todos a ponerse un par de muelas de oro. Tocante al bautizo, que reunió a los parientes e íntimos, fue sonado, no sólo por los «disparos» de flash —chiste fácil de Deogracias, el barbero—, sino porque Rogelio sufrió horrores viendo cómo el sacerdote maltrataba al neófito con agua, sal y latinajos. «Pero… ¿por qué tanto jaleo?». Julián le explicó: «Le están echando los demonios del cuerpo». «¿Demonios? —Rogelio puso cara apoplética—. ¿Demonios has dicho? ¡Habráse visto!».
Afortunadamente, Rosy se recuperó muy pronto, desapareciéndole la expresión un poco torcida de la boca y las ojeras. Al verse más delgada aún que antes del embarazo le dijo a su marido: «¡Tendrás que regalarme un abrigo de pieles que me disimule el esqueleto!».
Como era de esperar, la flamante mamá recibió toda clase de obsequios y parabienes.
—Ya lo estás viendo, Margot. Nunca imaginé que la gente me quisiera tanto…
—Es natural, ¿no? Te lo mereces.
Rosy sonrió.
—¿Yo…? ¿Por qué? Nunca hice nada que valiera la pena…
Pedro, el recién nacido, no hacía más que dormir. Su tez era blanca, con toques rosados, como el principio de las cosas. Sus uñas, perfectas, ínfimas, no podían dañar a nadie.
Rosy lo contemplaba embobada mientras se hacía servir constantemente tazones de leche con pastas. Desde que salió de la clínica tenía un apetito feroz. Por otra parte, ¡había pasado tanto miedo! Temía que el hijo que llevaba en las entrañas saliera subnormal. En vano Rogelio, que no concebía siquiera que un hijo suyo saliese tarado, le reprendía: «¿Por qué esa desconfianza, vamos a ver?». Ella tenía pesadillas, no sólo recordando el aborto que padeció, sino porque comprendía que todo aquello era un misterio y que tal misterio obraba por sí solo, sin que ellos pudieran hacer nada para encauzarlo según sus deseos. Incluso jugando al bridge —últimamente había descubierto, en un Club de postín, que éste era un juego sutil y apasionante—, le había ocurrido que al cantar «corazones» el suyo le diese un vuelco. Palidecía. «¿Qué te ocurre, Rosy?», le preguntaban sus compañeros de mesa. «Nada, nada… No me ocurre nada».
Por esta razón, ahora que todo pasó y podía comprobar que Pedro era perfecto, que veía y oía y que de un momento a otro —ajuicio del adulón Jaime Amades— rompería a hablar, sentía una satisfacción muy honda.
—¿Verdad que es un encanto?
Margot miraba al bebé, y luego a Rosy, con un puntito de sana envidia…
—Me alegra mucho verte feliz…
—Estoy como loca.
Una tarde de calor bochornoso, la mujer de Julián le preguntó:
—¿No te gustaría adivinar el porvenir de tu hijo?
—¡No, eso no! —replicó Rosy, mudando el semblante—. Prefiero no saberlo… —y con la mano protegió la cabecita de Pedro.
Margot no acertó a explicarse semejante reacción. De hecho, conocía poco a Rosy. Ignoraba que ésta tenía extraños presentimientos, que los tuvo desde la infancia. Siendo muy niña, en Arenys de Mar, a veces despertaba con una rara sensación de malestar: ese día estallaba una tormenta o algún pescador moría ahogado. Su padre, el doctor Vidal, procuraba atajar tales espasmos, pero sin éxito. Rosy sufría.
—Margot, ¿qué prefieres? —cortó Rosy en esta ocasión—. ¿Otro tazón de leche o un helado de chocolate…?
Margot miró al techo, como si la decisión a tomar fuera importante.
—Prefiero helado de chocolate…
En realidad, la multiplicación que Julián imaginó mientras rumiaba en el balcón dónde colocar tanta existencia, la había iniciado Sergio, el niño feúcho y enclenque que iluminó el hogar tristón de Jaime Amades y de Charito. El crío parecía alegre, de modo que gustosamente Amades hubiera salido a la calle a repartir fotografías suyas diciendo: «De parte de la Agencia Hércules, de parte de la Agencia Hércules…». La madre, Charito, tan feliz como Rosy, o quizá un poquito más, de tarde en tarde cogía al bebé y lo llevaba a que lo viera Julio, el sobrino «revolucionario», que continuaba hospedado en casa de un tramoyista del Paralelo, huyendo de la policía. El comentario de Julio, medio en serio, medio en broma, era siempre el mismo: «¡Lo estás malcriando! ¡Será un infecto burgués!».
Era la vida que se sucedía a sí misma. Así lo entendió Julián el día en que Margot le comunicó que también en su vientre latía un nuevo ser. ¡Dios, qué gloria, qué júbilo, qué complicación! Julián, que llevaba un tiempo preguntándose inquieto: «¿cuándo será eso?», al oír las palabras de Margot no supo si abrazarla —temía apretarla con demasiada fuerza—, si pegar un salto o si encender una vela al ángel tutelar, el San Jorge del taller. Finalmente masculló:
—¿Dónde está el teléfono?
Margot, serena, sonrió.
—Pero… ¿por qué lo necesitas? ¿A quién vas a llamar?
—¡Toma! —respondió Julián—. A Aurelio Subirachs… Para que se entere de que empiezo a pisarle los talones…
Luego resultó que Margot decidió llevar durante el embarazo vida normal, haciendo ejercicio y dándose buenos paseos, como si tal cosa. En un principio ello asombró a Julián, acostumbrado a que su madre, en Granada, en cuanto se quedaba en estado no se atrevía apenas a salir de casa, renunciando a cualquier esfuerzo y con miedo incluso a lavarse la cabeza; pero el hombre acabó comprendiendo que Margot tenía razón.
La alegría del arquitecto era doble, o triple, o quizá un poquito más…, habida cuenta de que Rogelio, a lo largo de aquellos meses, había estado dándole la lata con su dichosa «prioridad». «¡Vas a tener un hijo cuando nuestro Pedrito esté haciendo el servicio militar!».
Pamplinas… A punto estaba de llegar el otoño cuando le tocó el turno a Margot. Esta vez, el pequeño milagro tuvo lugar en la clínica «Nuestra Señora de Montserrat», más modesta que la de «Nuestra Señora de la Salud» —aunque la habitación se llenaría también de flores—, y el médico que atendió a Margot no tenía en modo alguno fríos los ojos: era el doctor Trabal, íntimo del doctor Beltrán, hombre campechano, directo, con mucha experiencia sobre las espaldas.
Cabe decir que el parto fue algo más difícil que el de Rosy, que Julián no se separó un momento de Margot, montando la guardia junto al lecho y que cuando el niño nació —fue también varón—, el arquitecto se llevó un gran susto pues el crío tenía la cabeza monstruosa, en forma de embudo.
—¡Doctor…!
El doctor Trabal lo tranquilizó. Y también tranquilizó a Margot. La deformación era, con toda seguridad, provisional. Desde luego, Beatriz dio pruebas de compartir dicha opinión, pues, en cuanto le dieron permiso para entrar en la habitación, sin hacer el menor caso de la anomalía se dedicó a mirar inquisitivamente al bebé y a exclamar a voz en grito:
—¡Un Abadal…! ¡Un Abadal…! ¡No cabe duda! ¡Los mismos ojos, la misma barbilla!
¿Un Abadal? ¿Qué le importaba eso a Margot? Margot era tan feliz —Rosy tuvo ocasión de comprobarlo—, que las etiquetas la tenían sin cuidado. Lo importante era que el nuevo ser era carne de su carne, y asimismo carne de Julián; que era el signo de unión; que despedía, ¡tan pequeño!, un calorcillo capaz de exterminar en el hogar el posible frío de los futuros inviernos.
Julián volvió a ser el adolescente que en Granada contemplaba las estrellas. En cuanto se hubo celebrado el bautizo —le impusieron el nombre de Laureano, en recuerdo de un hermano de Margot que murió antes de cumplir un año de edad—, el arquitecto tuvo la sensación de que la atmósfera, el color, ¡incluso el olor! del ático de Balmes habían cambiado por completo… La casa entera, pero sobre todo la alcoba, empezó a oler a ropita blanca y a polvos de talco, purificando de golpe todos los perfumes «mercenarios», ajenos, de «Pippermint» y de «Bolero»… Y Julián se lanzó a soñar al margen de la técnica. Soñó que aquella vida indefensa que agitaba las piernas y reclamaba constantemente el chupete era la incomprensible prolongación de uno mismo, la garantía de continuidad, de aquella continuidad que él tantas veces puso en duda cuando, durante la guerra, alrededor de él la tierra olía a fatiga y a muerte. Soñó que su hijo tocaría el piano —¡a Schumann, a Beethoven, a Mussorgsky!, quizá mejor que Margot—; ¡y que mediría metro ochenta y cinco, como él!; quizá un centímetro más…; y que sería arquitecto en un mundo del que tal vez hubieran desaparecido los odios y en el que la gente acertara a vivir en comunidad, en ciudades aireadas y con hierba verde.
Tocante a Margot, que iba recuperándose con lentitud, soñaba un poco menos. Se había quedado exhausta y de repente le costaba creer que Laureano —¡qué raro le sonaba el nombre, pese al motivo que los impulsó a elegirlo!— era suyo. ¿Carne de su carne? Claro… Pero ¿y el pensamiento? ¿Bullían ya pensamientos en el interior de aquella cabeza, cuya forma de embudo, efectivamente, iba disminuyendo por días, gracias a Dios? ¿Sería verdad, como alguien le había asegurado, que la criatura empezaba a registrar impresiones, a captar mensajes externos y que éstos mediatizarían en gran parte su futuro carácter, su manera de ser? ¡Mucho cuidado pues…!
—¡Margot, ha sonreído!
—¿Tú crees? Es tan pequeño…
—¡Ha sonreído! ¡Te lo juro…! ¡Te lo juro!
El doctor Beltrán, que los visitaba con frecuencia —no quería perder de vista a Margot, de naturaleza más bien débil—, le decía a Julián, con voz pausada y taumatúrgica; «No jure tanto, señor Vega… Jurar es siempre peligroso». Y Beatriz, que se trasladaba todos los días al ático de Balmes, solía llegar exclamando: «¿Por qué no tendré yo una tienda de juguetes en vez de tenerla de antigüedades? Porque no voy a regalarle a mi nieto un biombo chino, ¿verdad?»; y depositaba sobre la cuna un enanito de goma, o un conejito de suave pelaje. «¡Laureano, mi vida! ¡Mira lo que trae la abuelita!».