LA SUERTE ESTABA ECHADA. Los presentimientos de don José María Boix se cumplieron sin remisión. Los alemanes empezaban a ceder terreno en África y en el frente ruso. Ello repercutió de forma directa en la vida colectiva e individual. El aislamiento español se incrementó más aún, con signos deprimentes. Nada menos que el conde de Vilalta —importador de yute, dueño de un periódico matutino, mecenas deportivo, etcétera— quiso hacer un viaje a América y le pusieron tales trabas que renunció. Aurelio Subirachs y Ricardo Marín, el joven y elegante banquero, se dieron cuenta de que les habían abierto varias cartas recibidas del extranjero. Drástico aumento de restricciones eléctricas, racionamiento de la mayor parte de artículos alimenticios, falta de ropa, de piezas de recambio, etcétera. Pero no era eso lo peor. Lo peor era la presión autoritaria sobre el pensamiento y los reflejos de los ciudadanos, que continuaba implacable, implacable como el primer día, «pues era preciso mantener a toda costa el orden público».
Sin embargo, la verdad era aquella a que aludió Charito —recentísima «mamá» de un niño feúcho, enclenque, al que bautizaron con el sorprendente nombre de Sergio—: el fatalismo. Fatalismo de la población, alienada, sometida a un incesante bombardeo triunfalista. Fatalismo cuyas válvulas de escape eran, también desde el primer día, los espectáculos deportivos, el folklore, el cotilleo y, con intensidad creciente, las publicaciones infantiles. Cierto. Mientras los generales alemanes no salían de su asombro, y Mussolini arengaba a sus soldados, y los japoneses se apoderaban de Manila, y Margot, vencida por el asedio de Julián, caía ¡por fin! rendida en sus brazos, el censo común del país, apiñado gregariamente en torno a los noticiarios, leía tebeos. En los trenes, en el Metro, en los autobuses, en los cafés, en los hogares —a menudo, a la luz de una vela—, hombres hechos y derechos leían tebeos. ¡Y las mujeres no digamos! Era como una invasión de urticaria en el alma. Alejo Espriu decía: «Sería el momento de inventar una mariposa mecánica que inmunizara contra la castración intelectual, o un muñeco al que bastase con darle cuerda para que gritara: “¡Arriba España!”».
La rendición de Margot se produjo al término de un largo proceso, en cuya base latían las palabras que Rosy aplicó a Julián: «¿Desde cuándo en cuestiones de amor privan la lógica y el cálculo?». También cabía mencionar la definición dada por Beatriz, según la cual «los ojos de Margot por un lado eran tristes y por otro querían abrazar al mundo». La muchacha encontró en la vitalidad del arquitecto el estímulo requerido para que dichas ganas de vivir prevalecieran sobre su innata melancolía. Todo ello asentado sobre la primera realidad vislumbrada por Beatriz: Julián, físicamente, atraía con mucho poder a la chica. La primera vez que el hombre la besó, Margot se sintió completamente indefensa y se dio cuenta, en lo más hondo, de que existía algo que estaba por encima de cualquier discrepancia e incluso por encima de cualquier necesidad de protección: el amor.
Por supuesto, la resistencia fue dura… Cuántas veces Margot pensó para sus adentros: «¡No, no, esto es un error!». Sin embargo, ¿qué hacer? ¿Cómo luchar contra el misterio? Mucho más tarde, cuando Margot oyera de labios de Manolo, el hermano de Julián, que la objetividad de las radiografías era fuente de toda enseñanza, le contestaría sonriendo: «¡Te diré! No veo yo el asunto tan fácil…».
El principal enemigo de Julián fue, desde el primer momento, el entrañable recuerdo que la muchacha guardaba de su padre, don Jorge Abadal. Su padre había sido para ella un dios, y su muerte la hirió en lo más profundo. Lo quería con locura y estaba convencida de que nada ni nadie lograría jamás suplir su ausencia. De ahí que, sin advertirlo, Margot estableciera constantemente comparaciones entre él y Julián… ¡Prueba severa para el arquitecto! Don Jorge Abadal fue un hombre comprensivo, ecuánime, partidario de sopesar el pro y el contra y de no dejarse llevar por las primeras impresiones. Tal vez influido por su condición de notario, antes de tomar una decisión meditaba hasta la última consecuencia. Se colocaba sus gafas —Margot lo estaba viendo…—, emitía unos gruñidos muy peculiares y por fin decía: «está bien»; o, por el contrario: «no, no, eso es incorrecto». Julián era el reverso de la medalla. No porque fuera irresponsable, pero obraba condicionado por el temperamento del Sur. La «corazonada». Vivía de relámpagos, que lo mismo podían cegarlo que esclarecerle en un segundo la situación más abstrusa. Por ello Margot habló de desconcierto… Por ello lo tachó de supersticioso, de inestable, de fanático. Con filias y fobias muy marcadas. Incapaz de valorar el color gris, y presto a fanfarronear incluso en la manera de anotar los datos en una agenda… Claro que… esos prontos tenían también su lado bueno. «Pero ¡si lo que nos salvó fue eso, la rapidez! —argüía Julián, rememorando el primer encuentro con Margot en Can Abadal—. ¡Mirarte a los ojos y caer en la cuenta de que los necesitaba para vivir!».
Julián tenía esas salidas, y Margot se enamoró… Y acabó por aceptar que también ella necesitaba de los ojos de Julián para que su existencia recobrase algún sentido. Lo cual no suponía que el arquitecto hubiera suplantado en su entraña la impronta de don Jorge Abadal. Margot continuaba pensando que lo que ella era, y todo su pasado, y cuanto pudiese haber de sano y honesto en su persona, se lo debía a su padre. De ahí que las diferencias temperamentales persistiesen y les creasen problemas. Sus respectivas escalas de valores diferían tanto como las que regían en «Construcciones Ventura, S. A.» y en el plantío de Llavaneras; o en la Andalucía alta y en la Andalucía baja…
Para empezar, Julián parecía entusiasmarse únicamente por lo grande, en tanto que Margot había aprendido de don Jorge Abadal a amar precisamente las cosas pequeñas. Tal contraste se ponía manifiesto apenas entraban en contacto con la naturaleza. El día que subieron juntos a Montserrat, Julián trepó a lo alto de una roca, respiró hondo y poco le faltó para improvisar metáforas verdaguerianas en honor de la inexplicable geología de la montaña; Margot, después de echar un rápido vistazo a las cumbres y de negarse en redondo a asomarse a la hondonada, que le producía vértigo, se entretuvo por las laderas buscando florecillas silvestres para ofrecérselas luego a la Virgen, y terminó adquiriendo unos saquitos de plantas medicinales que, a su juicio, contenían el secreto de la «eterna juventud» de que podía vanagloriarse su madre, Beatriz. Julián admitió que aquello era cierto, que él sólo reaccionaba ante panoramas tales como los que se divisaban, para citar un punto de referencia, desde Sierra Nevada… «Por ejemplo —confesó—, cuando en Can Abadal os dije que el paisaje era un encanto y que los arbolitos que tenéis en el jardín eran preciosos, mentí como un bellaco… La realidad es que no me atreví a piropearte a ti».
Luego, la muchacha, además de cursar la enseñanza primaria en el colegio de La Presentación, estudió bachillerato en el Liceo Francés. Eso era un reto, que conectaba de rebote con la política, tan importante para Julián. El padre de Margot, que sentía por Francia tanto o más respeto aún que don José María Boix, todos los veranos, después de pasar unos días en Mallorca —el notario entendía que las islas enseñan la humana limitación—, se llevaba a su mujer y a su hija a visitar el Rosellón, deteniéndose en Collioure, que le gustaba mucho, para luego efectuar una gira por los castillos del Loire e instalarse finalmente en Évian-les-Bains, cuyas aguas le sentaban a maravilla. Don Jorge Abadal sostenía la tesis de que Francia, Francia entera, desde la petanca, pasando por el idioma y el concepto de libertad, hasta la catedral de Chartres y el prodigio de París, era un pozo de sabiduría. Julián, en cambio, continuaba detestando a la nación vecina, sinónimo para él de Frente Popular y de propaganda adversa a España, y con sólo oír la palabra «masonería» soltaba un taco que retumbaba como el tambor del Bruch.
Tampoco la pareja se avenía demasiado en otro aspecto fundamental: la religión. Margot, tal vez por haber permanecido todo el tiempo en zona «roja», donde vio arder iglesias y cazar sacerdotes como si fueran conejos, tenía una fe activa, consciente. Sin beaterías ni huecos sentimentalismos. Por ello andaba en desacuerdo con mosén Castelló, tan dogmático como los catecismos de principios de siglo, y acérrimo defensor del sexto mandamiento y del Apocalipsis… De hecho, los únicos actos de piedad tierna que Margot se permitía eran frecuentes visitas… ¡al Cristo de Lepanto!, y besar cada noche la medallita que le colgaba del pecho y que durante la guerra escondió en la tubería del lavabo.
—Dime una cosa, Julián. ¿Qué piensas cuando estás en misa?
—Pues… no sé qué decirte. ¿Por qué me lo preguntas?
—Porque he estado observándote. Bostezas esperando el ite, missa est. ¿O me equivoco?
Julián sonreía.
—¡Bueno! No puedo decir que me divierta mucho, la verdad… ¡Me tragué tantos sermones en Granada!
Margot procuraba dulcificar el tono:
—Pero ¡vamos a ver! ¿Qué es Dios para ti?
—¡Hum…! —Julián semicerraba los ojos y se entretenía limpiando la cazoleta de la pipa—. Eso nadie ha sabido explicármelo hasta ahora… Tres personas y una sola esencia: un poco complicado, ¿no?
—¿Y por qué no ha de serlo? Es un misterio, Julián. Algo íntimo. Pero, por supuesto, lo más trascendental.
Julián, que tenía la ventaja de no ser hipócrita, le confesaba que él creía en Dios, pero que no acertaba a imaginarlo, y que desde luego sólo se dirigía a Él en momentos esporádicos o cuando se veía obligado a hacer frente a una dificultad grave.
Mosén Castelló hablaba con Beatriz sobre este aspecto de la cuestión.
—Muy peligroso, muy peligroso… —opinaba el cura párroco, que tenía una verruga en la nariz—. ¡Si supiéramos que Margot ganará la partida!; pero, según las profecías de la madre Ráfols…
Otro motivo de disentimiento era la música. La música era también vital para Margot, mientras que Julián en ese capítulo se encontraba, como hubiera dicho Rogelio, «fuera de juego».
—¿Para qué mentirte, cariño? No siento nada. El piano… ¡En fin!, cada cual es cada cual, ¿verdad? ¿Te digo una cosa? No llego a comprender que tuvierais un palco en el Liceo. ¿En serio resistías una ópera entera, Margot? Hija, eres más santa de lo que suponía… Porque, vamos, ¡eso de Madame Butterfly! ¡Y el señor Wagner, con todos mis respetos…!
Margot, que no quería dramatizar la cuestión, miraba burlonamente a aquel gigantón rubio que acababa de llamarla con toda espontaneidad «hija», «santa», «cariño»…
—De todos modos, un fandanguillo de Cádiz lo resistes… O un tango…
—¡Pues, fíjate! Antes sí… Ahora, no sé por qué, desde que cometí la torpeza de escuchar tu voz, se me ha olvidado hasta palmear… —y Julián fingía hacerlo, levantando los brazos y moviendo los hombros con alegría.
Margot sonreía. No sólo porque comprobaba una vez más que el amor podía con todo, incluso con Wagner y con Madame Butterfly, sino porque ese tipo de diálogo, muestra de otros muchos de índole similar, la ayudaba a ver con claridad que el mundo de Julián, su mundo concreto y diáfano, el más importante para él, era la técnica… ¡Lo que no podía tomarse a broma! En efecto, en ese terreno el hombre llevaba bien puestas las botas y pisaba terreno firme. Su opinión era que la técnica podía colmar la mente, e incluso ser tan poética como Collioure, como la misa mejor oída o como las aguas milagrosas de Évian-les-Bains… Con la ventaja de que se proyectaba hacia el futuro, lo cual, a los treinta años —y a los veintitrés…—, era básico. La técnica transformaría las costumbres, facilitaría el modo de vivir y, por descontado, haría tabla rasa de una serie de tabúes que bloqueaban a la sociedad.
—El día que quieras subiremos a mi taller, Margot. Allí me comprenderás. Mucha luz, ¿entiendes? Hace falta mucha luz. ¡Ah, si me hubierais dado carta blanca en la masía! El pequeño estanque sería ahora una piscina, y desde luego le hubiéramos regalado al taxista la lámpara de cristal del comedor que encontramos en un rincón… Perdona, Margot, pero los techos altos y los pasillos oscuros son agua pasada. La técnica y los modernos materiales marchan en otra dirección. Versalles queda lejos… ¡Sí, sí, mujer, ya sé que Can Abadal… es Can Abadal! Pero ¿y vuestro piso de la calle del Bruch? Lo suponía… ¿Cómo…? ¿Qué significa «solera», vamos a ver? Estoy seguro de que tenéis las paredes repletas de ñoñadas y de cachivaches, lo mismo que don José María Boix, y supongo que lo mismo que tu querido doctor Beltrán… ¿Lo ves? Y lo que cuenta es precisamente el espacio desnudo, el espacio en blanco, con alguna que otra mancha colorista o un simple dibujo geométrico… ¿Sabes lo que te digo? Que lo que ocurre es que cuesta aceptar lo nuevo. Lo nuevo, lo revolucionario, asusta. Pero no hay quien detenga eso, Margot. Me di cuenta el día en que en el aeródromo militar de Burgos subí a un avión italiano y entré en la cabina del piloto. ¡Jozú! Con sólo pulsar un botoncito aquello parecían fuegos artificiales. Te digo que la técnica… Pero ¡niña!, ¿qué te pasa? ¿Por qué de pronto has puesto esa cara y me escuchas como quien oye llover? ¡Bueno! La verdad es que hasta el presente sólo he conseguido convencer a Rogelio… ¡No, rectifico! También he convencido a Manoli, mi portera, a la que regalé un despertador automático y la pobre se pasa la noche esperando a que suene…
Julián estaba en un error. Margot lo escuchó en todo momento con la mayor atención. Pero le ocurría que sus palabras no acertaban a convencerla. Influida por las teorías de don Jorge Abadal, la muchacha temía que la técnica, con su eficacia pero también con su frialdad, se llevase por delante cosas muy queridas. Que con las lámparas de cristal y con los estanques de los jardines desapareciesen paralelamente tesoros irrecuperables de intimidad. Por ejemplo, podía dar fe de que no todo eran ñoñadas y cachivaches en casa del doctor Beltrán. Precisamente el médico tenía, entre otras muchas cosas, una colección de relojes de pared que no sólo hacían tictac en el corazón, sino que marcaban siempre la hora exacta. Sin contar con que con uno de aquellos cachivaches —un antiguo maletín con los instrumentos de su profesión— la ayudó a ella a venir al mundo…
—Te equivocas, Julián. Me gustará subir un día a tu taller… Y no es cierto que te escuche como quien oye llover, aunque debo decirte que a mí oír llover me ha encantado siempre. Creo que tienes razón, pero sólo en parte. Me da miedo que te pases de la raya, eso es… ¿Por qué no admitir que a ciertas personas pueden gustarles los techos altos y las paredes pobladas de recuerdos y fruslerías? Mamá, en la tienda de antigüedades, tiene muebles y objetos que yo no cambiaría por ningún botoncito de ningún avión… ¿No te parece que hay que buscar el término medio? No creo que la historia pueda borrarse así, de un plumazo.
Julián hacía un gesto.
—Perdona, Margot, pero no recuerdo haber hablado ni de historia ni de plumazos… Te he dicho simplemente que lo nuevo, lo revolucionario, asusta… —El arquitecto, de pronto, se echaba un poco atrás simulando mirar con perspectiva a la muchacha, y añadía en tono afectuoso—: ¡Y casi me atrevería a asegurar que te asusta incluso a ti!
Al oír eso, los ojos de Margot se llenaban de picardía y la muchacha secundaba a Julián en el brusco giro dado al diálogo.
—¿Asustarme a mí? ¿A mí…? —Encogía los hombros—. ¿Por ventura me asustas tú, que eres lo más nuevo que tengo a mano? —y agregaba, ladeando un poco la cabeza—: Claro que… ¡mientras me mires de ese modo!
—¿Cómo te miro? Explícate…
—¡Pues qué sé yo! Un poquito más, y parecerías un caballero del siglo pasado.
—¡Margot, que los insultos no me van…!
—¡Palabra, hijo! Como si fueras a recitarme versos de Campoamor.
Julián se sentía desarmado. Y notaba una paz muy honda. Y pedían otro café. El café sabía a demonios, pero no importaba. Se querían. «En definitiva, resulta que estamos de acuerdo, ¿no es así?». Continuaban hablando. Reconstruían minuto a minuto todo lo vivido desde que se conocieron en Can Abadal, aquella mañana de niebla, que obligó a Margot, muy friolera, a cubrirse los hombros con un chal… Jugaban a adivinanzas. Les divertía mucho describirse mutuamente los amigos que tenían por separado, con la obligación de que el «otro» recordara luego los pormenores.
—A ver, déjame pensar —decía la muchacha, mordiéndose las uñas—. Se llama Alejo… Tiene aspecto de sacristán concupiscente… Fuma siempre en boquilla… Finge vivir en el Ritz y te preguntó por qué no inventabas un peine así de grande que sirviera para peinarse de una sola vez…
—Pero ¡chiquilla! ¡Qué barbaridad! ¡Técnicamente exacto!
—¡Hala, ahora te toca a ti!
Julián daba una chupada a la pipa.
—Espera un momento… A ver. Se llama Antonio… y es hermano de tu madre, es decir, tío tuyo… Se marchó a La Habana hace unos quince años y se ha hecho de oro con las plantaciones de azúcar… Se casó con una mestiza… ¡Ah! Y te ha escrito diciendo que sí, que te enviaba un juego completo de cubiertos de plata…
Margot se reía.
—¡Estupendo! ¿Desde cuándo para ser arquitecto, el mejor arquitecto del mundo, se necesita tener memoria de elefante?
Continuaban hablando, entrelazados los dedos. Y entretanto, Margot iba acercándose más y más a Julián, hasta que por fin cerraba los ojos y reclinaba la cabeza en su hombro, sintiéndose plenamente feliz.
Las amistades le dieron a Julián la enhorabuena. Y recibió de Granada otra carta colectiva, cuya única posdata era de Mari-Tere: «¡Esas catalanas tienen más gancho que yo!». Por parte de los allegados de los Abadal, fue otro cantar… ¿De dónde habría salido aquel caballerete andaluz? «¡Qué le vamos a hacer! Son otros tiempos…». La novia del banquero Ricardo Marín, que se llamaba Merche y que también estudió con Margot en el Liceo Francés, dibujó una sonrisa escéptica. «La verdad, yo había creído que Margot tenía más aspiraciones…».
La oposición de Beatriz resultó inútil. Al no encontrar argumentos válidos, inventó ridiculeces.
—¿No te has fijado, Margot? ¡Lleva patillas en punta!
—¿Y qué? ¿Voy a dejar de casarme con él por las patillas?
—Ahora todo son carantoñas… Pero luego te encerrará entre rejas. No te permitirá siquiera tocar el piano.
—¡Qué tontería! Libre como el viento, ¿me oyes? ¿Y quieres saber más? Julián acabará sentado a mis pies escuchando los nocturnos de Chopin, que en el fondo es lo que más me conmueve…
Ni siquiera le sirvió a Beatriz la última baza que jugó, la de don Jorge Abadal.
—Escucha una cosa, hija. ¿Crees que tu padre hubiera aprobado esa boda?
Margot no tuvo más remedio que morderse los labios. A fuer de sincera, no estaba segura de ello. Su padre llevaba muy adentro el sentimiento catalán, y lo más probable era que se hubiese encerrado en su despacho y hubiese emitido aquellos gruñidos suyos, tan peculiares. Sin embargo, ¿por qué no? Si una virtud tenía su padre era la de no generalizar. ¡Claro que le hubiera dado el visto bueno a Julián! Incluso su ceceo hubiera terminado por parecerle gracioso… ¡Y también fumaba en pipa! Y Margot descubrió en un viejo álbum una fotografía en la que don Jorge Abadal exhibía también patillas en punta…
—Mamá, te he obedecido siempre, ya lo sabes. No puedes tener queja de mí. Pero quiero a Julián y me casaré con él. Por favor, no me amargues estos momentos tan dichosos que estoy viviendo…
Julián, convencido de que algún día Beatriz acabaría queriéndolo casi tanto como a Margot, no se tomaba la molestia de indignarse, limitándose a tener para ella ciertas delicadezas, como mandarle el día de su cumpleaños un apoteósico ramo de flores, o acompañar a Margot, algunas veces, a la tienda de antigüedades, donde no desperdiciaba ocasión de demostrar sus conocimientos en la materia. «¡Ah, ja! Un San Jorge del siglo XVI… ¡Vaya! No está mal, no está nada mal…». «¡Oiga! No habrá pagado por bueno ese cuadro, ¿verdad? Es un copión…». Beatriz fulminaba con la mirada a su futuro yerno. «¿Le ha dicho alguien que los Abadal somos tontos? ¡Pues sí que estamos apañados!».
Tocante a los momentos dichosos que vivía Margot, culminaron en la etapa de exaltación que cruzó la pareja, al impulso de la atracción física que sentían el uno por el otro. El arquitecto, que para no desmerecer de Jaime Amades adquirió también un coche de segunda mano, se llevaba a Margot a las afueras de Barcelona, o al rompeolas, y allí la besaba con un frenesí y a la vez con una dulzura que les cortaba a ambos la respiración. Julián advirtió que aquello no podía compararse en absoluto a lo experimentado anteriormente con las muchachas que durante la guerra conquistara de paso en los pueblos, ni con lo que le hicieran sentir Loli, Dora o Carmenchu… ¡Ni siquiera con la embriaguez de Gloria! Su estremecimiento al unir sus labios a los de Margot llevaba un signo distinto, de imposible definición. «¡Esto es el acabóse!», exclamaba al separarse de la muchacha. Margot, en cuanto conseguía recuperar el uso de la palabra protestaba: «No sé por qué dices eso. No hemos hecho más que empezar».
En algún momento el instinto se puso impertinente, agresivo, y les costó Dios y ayuda dominarse. Lo consiguieron sólo a medias; pero lo curioso era que Margot no le daba importancia. ¿No vamos a casarnos? ¡Pues no importa, ea! Y que piense lo que quiera mosén Castelló… —Julián miraba a su novia con asombro y ternura. ¡Sí, era todo un carácter!
Aurelio Subirachs y Claudio Roig habían dado el visto bueno a Margot. En cuanto a Rosy, debido al prestigio de los Abadal y a que las dos muchachas estudiaron juntas, desde el primer momento reaccionó incluso con ilusión. «Es un encanto de criatura, no te digo más». La incógnita para Julián era lo que ocurriría con Rogelio. Julián no estaba seguro dé que el constructor le cayera bien a Margot, y ello podía traer complicaciones.
En los sucesivos encuentros que tuvieron lugar entre las dos parejas, se produjeron los consabidos altibajos, pues Rogelio tan pronto estaba en vena y acertadísimo como se empeñaba en hablar de sí mismo, de la Constructora o de contar ordinarieces. ¡Los tirantes obsesionaban a Margot!, pero la muchacha no quería dejarse influir por un detalle tan trivial.
En cuanto a Rogelio, que era una águila para catalogar a las personas, le sacó inmediatamente a Margot su foto carnet particular. Advirtió su gran clase, su exquisita educación, pero le inspiraron serios temores su hipersensibilidad y su tendencia a la melancolía. «¡Acabará por entristecer a Julián! Y eso es más peligroso que los ataques de asma que padece Jaime Amades».
No obstante, había algo en Margot, no sabía qué, que lo excitaba poderosamente. Tal vez quisiera ponerse a su altura, lo que no conseguía jamás. De hecho, quedaba siempre mucho mejor cuando se comportaba espontáneamente, pues no podía negarse que el constructor tenía a menudo gracia por arrobas y que su conocimiento de la vida, asaz evidente, inspiraba, en muchas ocasiones, un tipo de confianza que no era corriente encontrar en otras personas.
Puede decirse que Margot adoptó una postura expectante. Rogelio no acababa de gustarle. Pero la experiencia le había demostrado que era injusto descartar de buenas a primeras a la gente, ya que debajo de la apariencia se escondían a veces tesoros de humanidad. Claro que resultaba muy desagradable oírle decir que por su parte llenaría Barcelona de edificios altos, lo más altos posible, respetando sólo lo indispensable los espacios verdes, y también lo era que muy a menudo, pese a ver a Rosy muy fatigada —ésta llevaba el embarazo con dificultad— se empeñara en prolongar las reuniones de turno. A veces, los sábados por la noche subían con el Stromberg a Montjuich o al Tibidabo y al primer bostezo de Rosy el constructor ponía cara de pocos amigos. «No irás a chafarnos la velada, ¿verdad?». «Hago lo que puedo, Rogelio… Pero lo cierto es que, de repente, me he sentido exhausta».
Resumiendo, Margot podía precisar los motivos anecdóticos de haberse puesto a la defensiva, pero no las grandes causas. Ello traía a maltraer a Julián. Sabía que la muchacha aguardaría lo que fuere necesario, hasta que ocurriera algo suficientemente importante —y lo más probable era que ocurriría— para decir a rajatabla: «Por ahí no paso». ¡Grave papeleta para el arquitecto, que en buena medida estaba en manos de Rogelio!
Existía una nota a su favor: Rosy. Margot consideraba que Rosy tenía gran calidad y de hecho había depositado en ella grandes esperanzas. Sabía que su influencia sobre Rogelio había sido muy beneficiosa; nada impedía suponer que en adelante lo sería más aún, sobre todo cuando les naciera el hijo que esperaban.
Julián le decía a Margot:
—No juzgues demasiado de prisa, ¿sabes? Rogelio es un ser con muchos matices…
—¡Si no juzgo, Julián! Observo los hechos, nada más. Me atengo a ellos, como diría mi padre…
—Ya, ya… Pero veo la cara que pones a veces…
—Es natural, ¿no? Tiene detalles de una grosería incalificable, y lo cierto es que yo no estaba acostumbrada a ello.
—Ése es sólo un aspecto de la cuestión… —Julián cabeceaba—. ¡Claro, ocurre que trabajo para él, y cada día más! De todos modos, querida, escucha lo que voy a decirte: no tengas miedo. Vale más de lo que te figuras y yo sé lo que me hago. —La atraía hacia sí—. Sí, sé mucho mejor que tú… con quién me las juego.
Margot reclinaba como de costumbre la cabeza en el hombro del arquitecto.
—De acuerdo, Julián. De momento, un voto de confianza. No me perdonaría nunca mezclarme en tu vida profesional… —Luego añadía—: ¡Pero, desde luego, preferiría que le gustaran los espacios verdes! ¡Y que no repitiera tantas veces que «ser ambicioso es ser hombre moderno», porque la frase es de Aurelio Subirachs! Y que no exhibiera con tanto énfasis esos horribles tirantes…
Dos de julio. Jornada triunfal. Acostumbrado todo el mundo a las restricciones eléctricas, el altar semejaba una ascua de luz. Invulnerables cirios temblaban en él, como diminutas lenguas de fuego que desearan entonar un cántico en honor de Margot. Mosén Castelló, tal vez aconsejado por alguna alma caritativa, que bien pudo ser el doctor Beltrán, en la plática afirmó que el matrimonio, si los contrayentes cumplían con la santa ley de Dios, era el estado natural para conseguir la felicidad… El vestido blanco de Margot se puso a revolotear y Julián, que en el fondo hubiera deseado llevar la camisa azul, se pasó cuadrado casi todo el rato.
Las amistades de los Abadal, muchas de las cuales colaboraban con Beatriz en la Cruz Roja, al comprobar la gallardía de Julián justificaron un poco más aquella boda. Ni siquiera la «inquisidora». Merche fue excepción. El doctor Beltrán, sentado en el primer banco, iba asintiendo con la cabeza como cuando uno de sus pacientes entraba en franca vía de recuperación…
En las filas de «los Vega», aparte de la familia de Granada, que se había desplazado prácticamente en colectividad, Aurelio Subirachs y Claudio Roig, que luego firmarían como testigos, por dos veces guiñaron a Julián. En cuanto a don José María Boix… ¡y a Gloria!, no supieron a qué lado adscribirse; finalmente lo hicieron por el de los Abadal, y el exjefe de Julián tuvo largo rato puesta la mirada en Margot, con aire satisfecho, pues se sentía en cierto modo providencial iniciador de lo que estaba ocurriendo.
Los fotógrafos, que se habían situado frente a la iglesia, al término de la ceremonia tuvieron que luchar denodadamente con el vecindario, que se agolpó para presenciar la salida. Entre los curiosos figuraban, procurando pasar inadvertidas, doña Aurora, de la Pensión Paraíso, y Manoli, la portera.
Banquete en el Hotel Majestic, bien servido, sin despilfarro. Alejo Espriu compitió con Rogelio en animar la fiesta, hasta el punto que de pronto el constructor le dijo al extravagante abogado: «¡Oye, Alejo! ¿Por qué no te pasas un momento por la Constructora, por ejemplo, mañana a las diez en punto, y hablamos del asunto aquel de la asesoría jurídica?». Jaime Amades estrenó un traje oscuro y Charito, que desde que tenía a su hijo, Sergio, se sentía mucho más importante, se encasquetó un sombrero muy parecido al que lució Vicenta en la boda de Rosy. Rogelio, que durante la comida se lamentó varias veces de que la orquesta no permitía dialogar, obligando a todo el mundo a hablar a voces, en cambio a la hora del baile felicitó a los músicos, y aun sin ser cosa suya les soltó una de sus regias propinas.
Margot se impresionó mucho al conocer a la familia de Julián. Simpatizó especialmente con Manolo y, ¡cómo no!, con Mari-Tere. En cuanto a don Arturo Vega, era todo un señor. Observándolo, Margot comprendió mejor aún determinadas cualidades de Julián. La madre de éste, en cambio, daba muestras de gran cansancio, tal vez debido al viaje. Además, estuvo todo el rato abanicándose, aunque, había que reconocerlo, lo hacía con mucho donaire.
Hacia el final de la fiesta los novios fueron recorriendo las mesas y despidiéndose de los invitados… Beatriz, después de abrazar a su hija y a su yerno, tuvo, ¡ya era hora!, un rasgo de humor. «Te advierto, caballero —le dijo a Julián—, que la boda no es válida. ¡En vez de decir sí, has dicho zí!». Julián se rió de buena gana y bromeó a su vez: «¡Me gustaría al regreso encontrarme en casa, debidamente restaurado, aquel San Jorge del siglo XVI…!».
Rogelio y Rosy abrazaron también a los novios.
—Mucho cuidado, ¿eh? —ironizó aquél—. No os canséis demasiado, que a la vuelta Julián tendrá que trabajar catorce horas diarias…
Rosy estaba particularmente emocionada. Le faltaba poco para dar a luz. «A lo mejor, cuando volváis nuestro hijo ha nacido ya…». Rogelio, al oír estas palabras, se sintió halagado e improvisó: «¡Ahí va mi propuesta! Si nace niña… se llamará Margot». «¡Estupendo!», consintió Rosy. Margot no pudo menos de acercársele y besarla en ambas mejillas.
Por fin pudieron escabullirse… Montaron en el coche que los esperaba y llevaron el ramo de novia a la tumba de don Jorge Abadal —el gran ausente de la ceremonia—, donde Margot soltó unas lagrimitas. Y horas después subían al barco que había de trasladarlos a Mallorca. Fue aquél un deseo expreso de Margot. La travesía duraría hasta el amanecer.
¡Luna de miel! Otro hecho sencillo, hermoso y antiguo como el mundo. ¿Qué ocurriría? En el fondo, constituía siempre una incógnita, a veces decisiva. Pero todo marchó como en las novelas que daban en la radio. Ya en el camarote, pidieron una botella de champaña. El tapón rebotó en el techo y Julián lo recogió al vuelo. Les pareció de buen augurio. Poco después Margot, contemplándose el flamante camisón, le preguntó a Julián: «¿Te gusto?». Y Julián respondió: «Ahora me doy cuenta de que no sé piropear a las mujeres…».
El itinerario de viaje sería Mallorca, Granada, Madrid y algunos de los lugares en que Julián intervino durante la guerra. Habían llegado a un acuerdo: no leer siquiera los periódicos, pues la noticia eran «ellos dos».
La estancia en Mallorca fue breve. Se hospedaron en el Hotel Victoria, que Margot se conocía de memoria por haber estado en él muchas veces con su padre, lo que le permitía guasearse de Julián. «¡No, que por esa escalera irías a parar al sótano!». «¡Pierdes el tiempo! Desde esa ventana no verás más que un tragaluz». «¿Por qué no sales a esa terraza? La bahía, inmensa, se te ofrecerá en bandeja…».
Conocedora de la isla y a la vez del temperamento de Julián, Margot fue un cicerone ideal: el Torrent de Paréis, Sóller, las «Coves del Drach», etcétera, donde aquél tuvo que admitir que Dios, el inexplicable Dios de las tres personas y una sola esencia, era un arquitecto nato, de inventiva desbordante. Julián manifestó particular entusiasmo por los molinos de viento, que volteaban los campos y las huertas, y también por los olivos, que le recordaron los de su tierra. Visita siempre obligada, pero en esta ocasión con mayor motivo, fue Valldemosa. La Cartuja, los esbeltos cipreses… ¡Chopin! Margot olvidó enteramente, por unos instantes, la indiferencia de su marido por la música y se dejó llevar por la emoción. «¿Te das cuenta, Julián? ¡Aquí vivió Chopin! Aquí mismo, en estas celdas, compuso algunas de sus obras. ¡Parece un sueño!». Julián hizo cuanto pudo por entrar en situación, pero fue inútil. Al fin comentó; «De todos modos, enfermo como estaba, el pobre debía de pasar aquí un frío de espanto». Margot, como era su costumbre en esos casos, se mordió los labios. Marcó una pausa. «¿En serió no te emociona esto, Julián?». Éste se encogió de hombros. «¡Bueno! Me emociona porque te emociona a ti…».
No obstante, el balance fue positivo. La muchacha, al calor de lo que iban visitando, tuvo ocasión de comprobar hasta qué punto la profesión de arquitecto era admirable y ayudaba a captar detalles de los edificios y monumentos, que pasaban inadvertidos a los profanos. Gracias a Julián veía de otro modo, profundizando más, los elementos que intervinieron en su construcción, las razones de su armonía, su adecuación al paisaje y demás. Julián comentó que el principal acierto de sus colegas mallorquines consistía en haber sabido utilizar con sabiduría los materiales propios de la isla: la piedra, alegre aunque con irisaciones como de oro viejo; la madera, con vetas originales, etcétera. Y también alabó los grandes patios de entrada con escalera, la artesanía de vidrio y de hierro. En Palma, el paseo del Borne les pareció una miniatura de las Ramblas de Barcelona. Las callejuelas del área judía, tal vez debido a su estado de ánimo, les evocaron contratos y amores clandestinos. «¿Te fijaste en esos arcos muy rebajados y en las columnas chatas y abombadas? Tienen toda la gracia del estilo catalano-mediterráneo…». Subiendo al castillo de Bellver, Julián trepó como un gamo por entre los pinares, en tanto que Margot, que se detenía a menudo, secándose el sudor, acabó por desistir y gritó: «¡Hasta luego, señor Vega…! ¡Le espero a usted en el hotel!».
Menos mal que esas fatigas de Margot se producían siempre fuera… En la intimidad, todo era distinto. El acoplamiento sexual de la pareja, parte integrante de «la incógnita, a veces decisiva»; se reveló tan perfecto que ejerció de compensación. Margot descubrió, esta vez sin necesidad de dominarse, el cuerpo de su compañero y el suyo propio. ¡Cuánta felicidad! El arrobo de la muchacha, cuya inexperiencia constituía un incentivo más para Julián, era motivo suficiente para que éste comprendiera el significado de Rogelio al referirse al «lecho de las delicias».
La segunda etapa, Granada. Recibimiento a tenor de las circunstancias. La familia de Julián, habituada a la promiscuidad, por exceso de celo acaparaba a Margot en demasía. Pero Julián se impuso: «¡Aire, aire, que todo eso ya se lo dijisteis en Barcelona!». Margot se empeñó en visitar la habitación en que nació su marido. Entró en ella con unción y permaneció callada, sin atreverse a tocar ningún mueble, sólo la pared. La madre de Julián le echó un jarro de agua fría. «Todo eso está cambiado, ¿sabes? Los muebles, el mosaico, todo…». A Margot no le quedó más remedio que mirar a la ventana y al techo.
Manolo y Mari-Tere se ganaron todavía más la voluntad de la «novia». El primero la acompañó a su consulta y luego se empeñó en que presenciara un parto. ¡Dios! Margot resistió la prueba, pero estuvo a punto de desmayarse. Julián permaneció en el pasillo, fumando nerviosamente, como si el padre del que iba a nacer fuera él. Mari-Tere la llevó a la Sección Femenina y, con otras camaradas «azules», la obsequió con un recital.
Don Arturo, tranquilo como siempre, pero con un puntito de ilusión en los ojos, quería ser útil.
—¿Habéis estado ya en las cuevas de las gitanas? ¿No crees que a Margot le gustaría visitar los Cármenes?
Casi siempre sus sugerencias llegaban con retraso. Margot hubiera disimulado, pero Julián se mostraba implacable. «Lo malo, papá —decía el arquitecto—, es que esta tarde hemos estado allí…».
Como fuere, Granada encandiló a Margot. La ciudad tenía señorío y el patio de los Leones, que tanto menospreciara Julián, la dejó boquiabierta. El juego de aguas era un prodigio. «¡Esos árabes…!». «¡Ah, claro! Los árabes tenían sus sutilezas…». Subieron a Sierra Nevada. ¡Qué grandiosidad! Al descenso, la muchacha mandó detener el coche para contemplar una vez más la vega granadina, que le parecía fascinante. De pronto comentó como si acabara de tener una idea genial: «¡Oye! Vuestro apellido, Vega…, ¿no tendrá algo que ver con esa tierra?»; Julián sonrió.
No le pasó inadvertido a Margot el sempiterno contraste: la pobreza. Tampoco los abalorios, de influencia gitana, con que se adornaban algunas mujeres. Y la cantidad de hombres solos en los cafés, hablando de toros y turnándose en el pago de las rondas. Pasó el Viático y se hizo un silencio tal en las calles que la muchacha tuvo la sensación de que era la ciudad entera, o Andalucía entera, la que se había echado a morir. Manolo le dio la razón. «¿No te diste cuenta en la consulta? La gente, aquí, muchas veces no sabe lo que le duele…». Margot pensó: «A lo mejor es que les duele el alma».
Antes de partir, la muchacha sostuvo un largo diálogo con don Arturo, quien no se atrevió a satisfacer su capricho de llevarla al Casino… Y en ese diálogo el padre de Julián se mostró tal cual era: escéptico, pero sin resentimiento.
—Encuentras todo esto muy atrasado, ¿no es así, hija? Claro, tienes razón… Pero te seré sincero: Barcelona tampoco me gustó. Por supuesto, hay más empuje allá arriba; pero dime una cosa: ¿para qué sirve? ¡Julián sueña con levantar rascacielos! Vendrán aviones de no se sabe dónde y se los destruirán… Las guerras, hija. Ahora, esa de Hitler… ¡Hay que ver! Pero yo viví la nuestra, ¿sabes? Y me bastó. En tu tierra, los «rojos», con tu padre y tu tío en la cuneta, si estoy bien enterado…; aquí, los «nacionales», cometiendo barbaridades que no quiero contarte. Julián no tiene la menor idea, porque andaba por ahí, en Zapadores, y si la tiene pensará que estaban justificadas y que había que ganar. ¿Ganar qué? Eso es lo que me pregunto. ¿Ha mejorado algo? Las palabras son otras, pero el significado es el mismo. En el fondo, quizá los andaluces tengamos razón: prescindimos del reloj. Te he oído quejarte de que nadie sabe aquí si los museos cierran a las siete o a las ocho… ¡De acuerdo! Sin embargo, hay una cosa segura: cierran… Llega un momento en que cierran; pero también hay otro momento en que, sin la menor duda, abren de nuevo y vuelve a salir el sol…
La experiencia granadina terminó ahí. De nuevo la familia en la estación, en comitiva. La madre de Julián prometió que «rezaría mucho por ellos». Conchi, una de las hermanas de Julián, les repitió una y otra vez: «¡Mandadnos una postal desde Madrid!». El tren no acababa de llegar —era la tragedia del viaje—, pero Mari-Tere amenizó la espera. En el último momento, la mujer de Manolo, que nunca decía ni pío, le entregó a Margot un paquete, con la condición de que no lo abriera hasta encontrarse lejos… Los hijos de Manolo miraban a su «tía» como se mira a una aparición fugaz.
El tren llegó. «¡Adiós, adiós…!». La locomotora compartió el escepticismo de don Arturo y no arrancaba. Finalmente lo hizo… «¡Acordaos de la postal!». Se asomaron a la ventanilla, juntas las cabezas; vistos desde el andén, parecían dos seres guillotinados.
Poco después tomaron asiento. Julián recordó una vez más sus «huidas» anteriores… Se disponía a encender la pipa de la libertad, pero a Margot le faltó tiempo para abrir el paquete que le entregó su cuñada. Contenía un gong pequeño, gracioso, de cobre. «¡Julián, fíjate qué monada!». Julián le echó un vistazo. «Sí, es estupendo». Margot golpeó el gong levemente y le aplicó el oído derecho hasta que cesaron las vibraciones.
El tren, renqueante, atravesaba el paisaje. Los postes telegráficos, como siempre, iban cortándolo verticalmente.
—¿Contenta?
—¡Claro!
Margot se levantó, salió al pasillo y se acodó de nuevo en la ventana. Al rato se volvió y le dijo a Julián:
—¿Sabes una cosa? No comprendo que García Lorca te parezca un crucigrama…
Sevilla, Córdoba —Córdoba de noche fascinó a Margot— y Madrid. En Madrid se instalaron en el Palace. Margot se pasó la primera mañana en el Prado y al salir comentó: «Me quedo con Adán y Eva, de Durero». Julián sonrió. «Me parece muy natural…».
Se comportaron como turistas perfectos: teatro, cine, el Rastro, donde Margot tuvo la certeza de que su madre sabría encontrar, para su tienda, alguna pieza de valor… Julián, evocando la capital de España de su época de estudiante, llegó a la conclusión de que, pese a las circunstancias, la urbe iba mejorando. Margot, recorriendo las calles, tan pronto recordaba la definición de Rogelio: «sólo hay dos clases de madrileños: los que aspiran a ser ministros y los que aspiran a ser conserjes», como, en determinadas zonas no podía menos de lanzar exclamaciones admirativas. «¡No hay que darle vueltas! ¡Se nota que los reyes han estado aquí!».
Varias cosas molestaron a Margot: la abundancia de coches boyantes, oficiales, a menudo con «señoronas» dentro —¿y la escasez de gasolina, pues?— y que las tascas se vieran más concurridas aún que las de Granada. Una ingente cantidad de hombres gesticulando en la barra, tuteando a los camareros, bebiendo cualquier mejunje y forjándose la ilusión de que comían tapas.
—¿De qué hablan? —le preguntó a Julián.
Él se rascó la frente.
—Pues… ya puedes imaginar. De toros, de fútbol y de Franco… ¡Ah, y de Churchill! Por desgracia, todos empezamos a hablar mucho de Churchill…
Margot se calló. Sabía que ese tema entristecía a Julián. La lucha continuaba cada vez más adversa a los alemanes. Ello podía acarrear repercusiones dramáticas para los vencedores de la guerra civil española. Julián no perdía las esperanzas, pero… Habían llamado a Barcelona y se enteraron de que muchos camaradas regresaban mutilados de la División Azul…
—Si los alemanes perdieran, nadie sabe lo que iba a pasar aquí. A lo mejor las famosas democracias nos traerían a Negrín otra vez…
—No seas pesimista, por Dios. ¿No quedamos en que no leeríamos siquiera los periódicos? ¡Anda, deja de pensar en eso y llévame al Escorial!
El deseo de Margot se cumplió. También visitaron Segovia, Ávila, el Alcázar de Toledo —que emocionó en gran manera a la muchacha— y, tal como tenían previsto, algunos de los escenarios en los que Julián hizo la guerra. A Margot le hubiera gustado llegar hasta Burgos, donde estaba el hospital en que Julián sanó de su herida. ¡Le había acariciado tantas veces la cicatriz…! Pero quedaba un poco lejos. Fueron a Brunete y Julián buscó en vano una roca tras la cual permaneció escondido un día entero. «¡Cómo ha cambiado todo esto!». Estuvieron en el Jarama. «¡Ah! ¡Eso lo recuerdo perfectamente! Allí había una trinchera y me zampé de un tirón una cantimplora de tinto…». Veíanse restos de zanjas y de nidos de ametralladoras. El sol caía implacable. Rogelio hubiera necesitado un centenar de sombrillas para protegerse de él… «¿Te atreves a ir a Teruel? Aquello, con la nieve, fue de espanto».
Lo malo era lo de siempre: los trenes… Sí, fuera de las ciudades, España continuaba siendo un solar. Con ruinas por doquier, restos de alambradas, nidos de ametralladoras, abiertas las bocas como para tragarse la muerte. En muchos hoteles y pensiones imperaban la suciedad y la escasez. «¡Dios mío, quién habrá dormido en ese colchón!». Julián se reía. «¡A lo mejor el Campesino! Y algún que otro moro, no creas…».
De vez en cuando daban vista a alguna presa en construcción —el Gobierno se preocupaba mucho de los embalses— y ello transfiguraba el rostro de Julián.
—¿Lo ves…? ¡Todo se andará!
Margot contemplaba las tierras yermas.
—También se ocuparán de la repoblación forestal, ¿verdad?
—¡Pues claro, mujer!
Teruel —¿dónde estaba la nieve?— era también «otra cosa», bajo el sol.
—Niña, vámonos de aquí… Juraría que nos hemos equivocado.
—¿Entonces?
Entonces… no cabía opción. Era preciso regresar a Barcelona. Llevaban ya tres semanas fuera y a Julián le esperaban el ático de Balmes —era de suponer que lo habrían acondicionado de acuerdo con sus órdenes— y las catorce horas diarias de trabajo…
Margot hubiera querido prolongar hasta el infinito la luna de miel, en algún lugar tranquilo, donde hubiera árboles y alguna fuente de agua clara, como las que tanto abundaban en Évian-les-Bains; pero acertó a dominarse. No quería complicarle la vida a su marido y, ¿por qué no decirlo?, también tenía ilusión por verse instalada en aquel que iba a ser «su» hogar.
Última etapa, pues, cruzando Aragón. Julián, a la vista de tanta aridez, se encolerizó de nuevo y su pipa despidió llamas. Insistió en que sólo la técnica —técnica similar a la empleada para los embalses— podía transformar aquello. ¿Los castillos en ruinas? Lo tenían sin cuidado. ¿La poesía de los pueblos de barro, con cuatro ancianos, cuatro burros dolientes y unas cabras? Le provocaba retortijones en el estómago. ¿La jota? ¡Bueno! Eso ya… Pasaba una yunta de bueyes y se tocaba irónicamente el lóbulo de la oreja; en cambio, si por azar veían un avión sus ojos resplandecían.
—¡Los nuevos materiales, Margot, ya sabes! ¡Mucho aluminio! ¡Y mucho acero! ¡Hay que revolucionar todo esto! ¡Todo nuevo, de arriba abajo!
—No me dirás, Julián, que te gustaría que el hijo de Rosy, si es que ha nacido ya, y que los hijos que yo te dé…, fueran como tú dices: de acero o de aluminio… Yo los prefiero tal y como tú eres: de carne —y le acarició la nuca.
Julián bajó de las nubes y miró a Margot.
—¡Pues no sé qué decirte, ya ves! Tal vez no fuera mala idea que los hombres del futuro fueran de acero.
Barcelona apareció a lo lejos. El tren parecía machacar la tierra. ¿Era posible que a su paso no quedaran marcadas las huellas? Salieron al pasillo. No había nadie. A trazos la ciudad desaparecía. Ante la inminencia de la llegada, Julián ciñó del talle a Margot y la atrajo hacia sí. A raíz de ello, sin motivo aparente, se produjo un cambio repentino en el estado de ánimo de la muchacha. Ésta pegó la frente en el cristal y no supo si su contacto frío le gustaba o lo contrario.
—Julián…, ¿siempre me querrás lo mismo?
El hombre no acertó a valorar el alcance de la pregunta. Volvióse hacia su mujer.
—¿A qué viene eso, Margot…?
Margot permanecía inmóvil. Tardó un rato en responder.
—Es que… si esto cambiara, y fuera mía la culpa, creo que no lo resistiría…
El acento de Margot fue tan hondo que Julián se sintió invadido por una oleada de ternura. Con el brazo le rodeó el cuello y le besó los cabellos.
—Pero, mujer… ¿Ha ocurrido algo que te haga dudar? ¿He cometido, sin darme cuenta… alguna grosería?
—¡No, no, todo lo contrario! Has estado maravilloso. Pero ya sabes… —Marcó otra pausa—. A veces me da miedo tanta felicidad.
Julián se tranquilizó. Volvió a besarle los cabellos.
—Anda, no seas tonta. La felicidad existe…
—Ya lo sé. Lo he comprobado… Pero no puedo remediarlo. De repente, me pongo triste.
Julián, al oír esto, la atrajo todavía más hacia sí.
—Debes luchar contra eso, Margot… Estoy a tu lado.
Margot estaba a punto de sollozar.
—Ya lo sé. Perdona, cariño. ¡No te mereces esta escena! Perdona…
—Déjalo… No te preocupes. —Julián concluyó—: Los andaluces tenemos esa ventaja: comprendemos esas cosas…