—CHARITO, ¿cuándo me darás la gran noticia?
Charito, que siempre cortaba diciendo: «Pero ¡si contigo no hay nada que hacer!», un día, inesperadamente, miró a Jaime Amades con menos encono que de ordinario y le contestó:
—Pues, si no se tuercen las cosas… ¡allá para febrero habrá bautizo! La rana, esta vez, ha dicho sí…
El propietario de la Agencia Hércules, al convencerse de que aquello era cierto, no supo qué hacer. A lo primero se avergonzó como si hubiera cometido una fechoría; luego emitió una especie de hipido, habitual en él; por fin se alzó de puntillas para besar a su mujer, pero tuvo un acceso de asma, que le duró unos minutos; superado éste, se lanzó alocado a la calle y adquirió, ¡ya era hora!, el coche tantas veces prometido, un coche pimpante, pero de motor bronco, que, al igual que Charito, se había pasado muchas noches por las esquinas del Paralelo, aparcado junto a un farol.
Rosy, que necesitaba del sol y del agua como Gloria necesitaba de la paz interior, pasó los meses de julio y agosto en casa de sus padres, en Arenys de Mar. Llevaba una vida tranquila. Por las mañanas se iba a la playa y, a media tarde, después de leer un rato, acostumbraba subirse a la azotea, desde la cual se dominaba medio pueblo, y se tendía allí, completamente desnuda, sobre una hermosa toalla, al lado del telescopio que su padre, el doctor Vidal, había instalado en un rincón estratégico, cerca del lavadero. «Que no suba nadie, por favor, que voy a ponerme en plan de Venus… A menos que llegue Rogelio, claro». El doctor Vidal, que continuaba pasando la visita domiciliaria, jugando al tute con sus amigos de siempre y creyendo en los «valores morales», miraba a su hija y se abstenía de protestar.
Rogelio, en aquellos meses, hizo a diario, al volante de su Stromberg, el trayecto, ida y vuelta, Barcelona-Arenys de Mar. Bueno, decir «a diario» era exagerar un poco. A menudo le daban las diez de la noche en la Constructora y entonces llamaba a Rosy por teléfono. «Me parece que hoy no podré ir, cariño… ¡He tenido un día de…!». Rosy terminaba la frase: «¡Sí, ya sé! Un día de no te menees…». Rogelio sonreía. «Eso es… Cenaré cualquier cosa y dormiré seguido hasta las siete… ¿Estás bien?». «¡Ah! Eso tú sabrás… —coqueteaba la mujer, sonriendo a su vez. Y luego, acercándose al micrófono añadía—: Pero mañana te quiero aquí… Sin excusas, ¿eh?». Al oír esto, Rogelio se hacía un lío con el cigarro habano y el cordón del teléfono. «Rosy, no empieces… ¡que cojo el coche y salgo zumbando!». «Hala, no seas tonto. Descansa… Y hasta mañana».
Los fines de semana eran excepción. Rogelio se quedaba en Arenys de Mar. Los sábados por la noche, tertulia en la terraza del Café Español, en la Riera; y a la mañana siguiente, domingo, después de ir a misa, acompañaba a Rosy a la playa. Se había comprado un albornoz, un bañador y una gorra blanca, de patrón de yate, que le daba aspecto cómico, sobre todo porque se pasaba casi todo el rato sentado debajo de una enorme sombrilla, extendiendo crema solar por todo el cuerpo y pidiendo a la chica del merendero que le sirviera cerveza. «¿Es posible que aguantes ese sol? —le decía a Rosy—. ¡Es achicharrante!». Rosy, por toda respuesta, hacía un mohín, se colocaba en jarras, atrás la cabeza para recibir de lleno los rayos y aspirar el yodo y la sal, hasta que, inesperadamente, abría los ojos y echaba a correr y se zambullía en el agua… «¡Está deliciosa! —le gritaba a Rogelio, componiéndose el gorro—. ¡Anímate!». A veces, Rogelio se animaba. Pero era tan torpe nadando y tan exagerado su miedo a no tocar fondo, que cabía felicitarse de que ninguno de sus empleados lo viera; en cambio, Rosy parecía un pez y se adentraba en el mar hasta muy lejos y de repente se sumergía y tardaba un siglo en reaparecer.
Rogelio empezaba a ser popular en el pueblo. Hablaba con todo el mundo, con los pescadores, con los camareros, con los ancianos que se reunían en el Ateneo a contarse sus achaques, recordar el pasado y leer el periódico. Por las tardes, después de la siesta, la pareja se iba al cine. Antes de entrar, Rogelio, obligado a hacer cola, se entretenía comprando cacahuetes y durante la sesión los aplastaba con estrépito entre los dedos. «¡Chiiiisss!», lo amonestaba Rosy. «¿Qué quieres que haga? ¿Tragarme la cáscara?». A Rosy le gustaban las películas policíacas alemanas, de género bucólico, y era frecuente que al impetuoso constructor se le humedecieran los ojos. Era una tontería, pero no podía evitarlo. Esta faceta de Rogelio complacía a Rosy. «Llora, chico, llora… ¡Luego me tocará el turno a mí, cuando persigan al criminal!».
El doctor don Fernando Vidal, que en el pueblo era una especie de patriarca, continuaba sin poder sintonizar con su yerno. En varias ocasiones lo había invitado a subir de noche a la azotea para contemplar con el telescopio el firmamento, y a los pocos segundos Rogelio, que no acertaba ni a la de tres a aplicar el ojo al visor, desistía. «¡Todo eso está en el quinto pino!», comentaba. ¿En el quinto pino? ¡Si la Luna y Júpiter y Venus… parecían poder tocarse con la mano! «¿Y qué interés tengo yo en tocar esos bichitos con la mano?», replicaba Rogelio. Bichitos… El doctor Vidal, que ignoraba que su yerno llorase en el cine, se ratificaba en su diagnóstico inicial: una máquina tripuda, concebida para hacer dinero y carente de la más elemental sensibilidad.
En cambio, la madre de Rosy, que se llamaba, no se sabía por qué, Vicenta, se pavoneaba con su yerno. ¡La esmeralda! ¡El Stromberg! ¡El piso en el paseo de Gracia! ¡Los anuncios de «Construcciones Ventura, S. A.», que en el pueblo empezaban a competir con los del licor Calisay! Vicenta era una excelente mujer, muy trabajadora y concienzuda, que siempre temió que Rosy se quedara para vestir santos, ejerciendo de enfermera al lado de su padre. Era muy golosa, y apenas se enteraba de la llegada de Rogelio se plantaba frente a él. «¿A que olvidaste traerme lo que te pedí?». «¿Olvidarme yo? ¡Ahora verás, abuelita…!». Y Rogelio, con aire de prestidigitador, empezaba a sacarse caramelos de los bolsillos hasta formar con ellos una pirámide sobre la mesa del comedor. El impulso de Vicenta era darle un beso y gritar: «¡Eres un solete!», pero si el doctor Vidal estaba presente, frenaba su deseo y no se atrevía ni a lo del «solete» ni a lo del beso.
Rogelio soportaba bien los días festivos de Arenys de Mar. Aparte de las cuquerías de Rosy y la felicidad de Vicenta, el barbero que se avino a servirlo a domicilio —la réplica de Deogracias en el pueblo—, era un hombre original, muy competente en su oficio, muy cotilla, que divertía en gran manera al constructor. Aficionado a las excavaciones y al fútbol —«primero el Arenys, luego el Barça»—, en tanto lo afeitaba con esmero, le daba masaje y al final, con unas tijeras diminutas, le cortaba los pelillos de la nariz, lo ponía al corriente de los últimos hallazgos arqueológicos realizados en la comarca y de las últimas novedades del equipo local.
—Don Rogelio, ¿sabe usted que hemos encontrado trozos de cerámica ibérica cerca del «Coll del Pollastre»?
—¡No me diga! ¿Y qué van a hacer con ellos?
—Don Rogelio, ¡menudo delantero centro tiene el Arenys! Cuando quieran ustedes ficharlo, preparen un fajo de billetes…
—¡Cuidado…! —exclamaba don Rogelio, mirando la navaja—. En principio, desearía conservar mi oreja izquierda…
El barbero decía luego por el pueblo mil bienes del constructor, pues éste, terminado el servicio, le daba siempre una propina regia y le deseaba que su delantero centro no se quedara pronto hecho pedazos como la cerámica del «Coll del Pollastre».
Otro aliciente para los domingos y festivos de Rogelio, en Arenys de Mar, era la presencia, prácticamente garantizada, del tío de Rosy, el abogado Alejo Espriu, al que Claudio Roig conoció en la ermita de San Bernat el día de la boda. Era un tipo de muchos más recursos de lo que hubiera podido suponerse. Cierto que fue socialista, que salvó al doctor Vidal, que a raíz de la «liberación» éste lo salvó de la cárcel y consiguió que pudiera ejercer de nuevo en Barcelona. Cierto también que frecuentaba los sitios lujosos, que fumaba en boquilla larga y que exhibía en el pecho una espectacular cadena de oro, al término de la cual a veces había un reloj de bolsillo…, a veces, nada. Cierto también que era el administrador de algunas salas de fiestas y que ganaba algún dinero a base de pleitos siempre enrevesados, y el resto a base de legalizar patentes de inventores domésticos chiflados y denunciando a la Fiscalía de Tasas a comerciantes que infringían la ley, por lo que cobraba el tanto por ciento estipulado de las multas. Rogelio ignoraba estos detalles, pero lo caló en el acto. Sin embargo, lo pasaba en grande con él. «Rogelio, te veo subir como la espuma, pero completamente indefenso… ¡Hazme una oferta y a lo mejor, si encuentro un hueco, y puesto que has ingresado en la familia, acepto la asesoría jurídica de tu empresa!». Rogelio soltaba una carcajada. «Muchas gracias, Alejo; pero mientras no dispongas de un bufete con un par de pasantes y tres mecanógrafas, no me perdonaría cargar sobre tus espaldas tanto trabajo». Alejo no se inmutaba. «¡Je, algún día vendrás a buscarme!». A veces era Rogelio quien lo pinchaba. «¿Sabes lo que cuentan de ti en el Ateneo? Que has hecho los nueve primeros viernes de mes y que llevas unas tarjetas que dicen: “Alejo Espriu, falangista”». Alejo entornaba sus Cándidos ojos. «Eso de los primeros viernes, cuéntaselo a tu suegra; en cuanto a la Falange, no solicitaré el ingreso en tanto no compruebe que en España ha empezado realmente a amanecer».
Era frecuente que los lunes, a primera hora, Rogelio se llevara a Alejo en su coche a Barcelona. Y el trayecto se les hacía corto, pues en el fondo coincidían en muchas cosas: detestaban que el cementerio de Arenys se alzase precisamente en la cima de la colina que presidía el pueblo —¿a quién se le ocurriría tan macabra idea?—; estimaban un abuso de la autoridad que no se levantara todavía la veda de las sardanas; aseguraban que los japoneses debían de disparar oblicuamente; etcétera. Al llegar a la Ciudad Condal, Rogelio le preguntaba:
—¿Te dejo en el Ritz, como siempre?
—Desde luego —contestaba el viejo sin vacilar, acariciando con indolencia la cadenilla de oro.
Rogelio efectuaba un viraje y, antes de llegar al hotel, de pronto paraba el coche y le advertía: «¡Apéate, de prisa, que allí pasa tu tranvía…!». Alejo bajaba sonriendo, lo saludaba llevándose la mano a la sien y Rogelio, satisfecho y silbando la última canción del cantante de moda, Rafael Medina, proseguía veloz hacia la Constructora.
Naturalmente, muchas veces Rogelio efectuaba el viaje solo. En ese caso, al llegar al cruce de Llavaneras, que distaba unos diez minutos de su casa natal, del plantío de árboles en que residían su madre y sus dos hermanos, el constructor sentía la tentación de pasar a saludarlos. Sin embargo, era raro que se decidiese a hacerlo. Y es que su madre se alegraba de verlo y le preguntaba por Rosy y por cómo marchaban sus asuntos; en cambio, sus hermanos… ¿Qué les ocurría? Rogelio llegó a sospechar que estaban enterados de algo que él quería ocultar a toda costa… Ambos lo miraban con fijeza, inmóviles, como dos troncos más de los que crecían en la propiedad.
—¿Qué tal los Ventura…? —saludaba Rogelio, bajándose del Stromberg dispuesto a estrecharles la mano.
Ellos, con gorra y pantalones de pana, pese al calor, no se movían y tardaban unos segundos en contestar:
—¡Hola!… ¿Tú por aquí?
Rogelio disimulaba.
—Pues ya lo veis… Al llegar al cruce pensé: ¡voy a saludar a la familia!
Intervenía su madre.
—¿Quieres tomar algo? ¿Pan con jamón? ¿Un tazón de leche…?
—No, muchas gracias. Me he desayunado antes de salir.
Se hacía un silencio.
—¿Qué tal el negocio? —interesaba Rogelio, dirigiéndose a los dos hombres.
—No podemos quejarnos.
—Veo que habéis comprado una camioneta…
—Claro… Mucho más cómodo.
La madre se daba cuenta de la situación, pero cuantas veces intentó averiguar el secreto de los hermanos de Rogelio, éstos guardaron silencio.
—Siéntate, Rogelio…
A éste la corbata se le hacía huésped. De modo que cortaba por lo sano.
—¡Lo lamento, pero no puedo! Me están esperando a las ocho en punto… —Y acercándose a la mujer le estrechaba con fuerza ambos brazos.
La madre hacía un gesto.
—Lástima…
Rogelio se dirigía hacia el coche.
—¡Bien, hasta pronto!
—Hasta pronto…
Poco después, carretera adelante, Rogelio semicerraba los ojos unos minutos, reflexivamente. ¡Extraña sensación! ¿Por qué la vida creaba tan sórdidas tiranteces? Ni siquiera se atrevía a besar a aquella mujer que lo trajo al mundo.
Fatigado del esfuerzo, apretaba el acelerador. ¡Sus hermanos…! ¡Con lo mucho que los tres habían jugado de niños por entre los árboles del plantío! Su abuelo fue quien inició el negocio; y murió feliz, a los noventa y dos años.
Rogelio se miraba al espejo retrovisor y por unos instantes tenía la impresión de haber alcanzado esa misma edad.
A Julián Vega el tiempo se le pasó veloz. No le gustaba bañarse, pero el verano era tan caluroso que fue varias veces a Piscinas y Deportes, instalación situada precisamente junto al Turó Park; pero se aburría al sol, por lo que de pronto se tomaba un refresco y se volvía a casa.
En cuanto al otoño, se lo llevó el viento. Un viento que desnudó en un santiamén las ramas de los árboles* dejando al descubierto sus nervios, lo que para el fervor arboricida del Ayuntamiento —era preciso ensanchar las calles de Barcelona, asfaltarlas…— constituyó una provocación. Las hojas, en el suelo, fueron muriendo de fiebre amarilla, como era su deber, si bien en esa ocasión Julián no comparó su color al de las custodias, acaso porque esta palabra le recordaba la escena que vivió con Gloria en el interior de la Catedral…
El invierno marcó una pausa. Desde el Tibidabo, e incluso desde el ático de Balmes, se veía la urbe envuelta en un halo tan nebuloso y tan enrarecido por el humo de las fábricas, que daba grima pensar que dentro de aquella cámara de humedad millón y medio de personas vivían y respiraban.
No obstante, el arquitecto, que cruzaba una etapa desbordante de vitalidad, no cesó de trabajar, ¡y de estudiar!, los libros que se compró; las revistas técnicas que continuaban llegándole desde Portugal; el análisis exhaustivo de todas y cada una de las obras que iba construyendo Aurelio Subirachs, en las cuales, pese a las circunstancias, había detalles suficientes para provocar la admiración y aun la envidia de Julián… ¡Ah, si éste pudiera trabajar con él! Pero, según el jefe de Claudio Roig, eso continuaba siendo tan improbable como regresar vivo de la División Azul…
A veces, al levantarse, se sentía un poco solo, y mientras se afeitaba, al notar el aletazo del frío que se filtraba del exterior, se ponía un poco sentimental, como Rogelio con las películas alemanas. Y, cosa rara en él, pensaba en los obreros que de madrugada se dirigían al Metro, precedidos por su propio aliento, y en los centenares de seres que, de día o de noche, deberían trabajar fuera, al aire libre. Entonces, después de desayunarse al calor de una estufa eléctrica —envidiable privilegio—, se acercaba unos instantes al ventanal del estudio y contemplaba a los basureros, muchos de los cuales ni siquiera llevaban guantes, por lo que al contacto con los cubos metálicos se soplaban una y otra vez las puntas de los dedos; y recordaba a los vendedores de periódicos, ocultos en sus garitas, tiritando; y a los ciegos que, apostados en esquinas inverosímiles, protegidos por extraños gorros y mugrientos jerseys pregonaban: «¡Cita iguales para hoy!»; y a las mujeres que allá por el Barrio Chino vendían bocadillos y «pitillos sueltos»; y a los habitantes de las chabolas de Montjuich, de Somorrostro, de Casa Antúnez… Por si fuera poco, de noche, antes de conciliar el sueño —le bastaba con dormir cinco o seis horas—, pensaba en las prostitutas; en los serenos; en los vigilantes de las fábricas; en los borrachos; en las parejas de civiles que montaban guardia en las carreteras; en los mendigos que, según le informó un taxista, por una peseta tenían derecho a cobijarse en un hangar próximo al puerto, sentados sobre paja, la cabeza reclinada en una cuerda tensa, horizontal…
Sí, hacía frío en Barcelona y en el mundo. ¿Por qué existía el invierno? Para un hombre del Sur, como él, el invierno era una agresión. Tal vez por ello los poetas árabes, según le había contado su amigo Saumells, lo comparasen al pecado y los poetas modernos a la poliomielitis. Tal vez por ello —eso se lo oyó durante la guerra al alemán Krüger—, los vikingos no consideraban que el infierno fuera un lugar de fuego, sino un lugar helado, un inmenso iceberg.
Pero… no pasaba nada. Su salud seguía pudiendo con todo, con lo bueno y con lo malo; excepto, quizá, con su inestabilidad. Julián vivía a lo largo de la jornada varias vidas a un tiempo. Y aunque el hecho no le preocupaba en demasía —el futuro era suyo—, no dejaba de preguntarse hasta cuándo podría durar aquello.
Bien, todo ocurrió de la forma más inesperada. Fue como un rapto, como una iluminación. ¡Zas! Pocos meses después de que Rosy le espetara a bocajarro: «Julián, ¿por qué no te casas?», don José María Boix, que estaba enfermo, lo llamó por teléfono. No era la primera vez que lo hacía. Don José María Boix, como es sabido, guardaba un gratísimo recuerdo del arquitecto y recurría a él siempre que se encontraba en un apuro, ya que por lo visto no había encontrado todavía quien lo reemplazara satisfactoriamente… «No es fácil encontrar alguien como usted, que tenga ganas de aprender. La gente busca lo fácil y no quiere admitir consejos».
Julián solía complacer a don José María Boix, y esta vez no fue una excepción. Tampoco él, ¿a qué negarlo?, había dado aún con la suplencia idónea de lo que en la calle de Córcega encontró un día…
Don José María Boix le pidió lo habitual: que tomara a su cargo la restauración de una masía, dado que él no estaba en condiciones de desplazarse. Dicha masía se encontraba a las afueras de Arenys de Munt, al noroeste, o sea, en dirección a Mataró, y era propiedad de una familia allegada de antiguo a don José María Boix. «Ignoro los detalles —le dijo éste a Julián—. Sólo desearía recordarle que las mujeres que lo recibirán son amigas mías».
Julián no perdió un minuto. Alquiló un taxi, uno de los primeros que funcionaban con gasógeno —la gasolina escaseaba cada vez más—, y emprendió el camino indicado.
Era un día de cielo encapotado. Un día septembrino, disfrazado de nubes bajas, de nubes que, habida cuenta de la sequía reinante, pertinaz, ya se sabía que no se resolverían en lluvia. Otro velo tantálico que se posaría en las copas de los árboles, que se haría niebla para rastrear la tierra, pero sin decidirse a satisfacer su sed. Apenas si quedaba agua en los pozos, y los campos, resecos, daban pena. En las angosturas de la carretera las rocas adquirían formas espectrales. El taxi, mancha amarilla, avanzaba veloz, perforando la bruma. Julián encendió su pipa y repitió varias veces el nombre que le había dado don José María Boix: «Can Abadal». ¿Cómo se escribía eso? No conseguía acostumbrarse al idioma catalán, y menos aún a su ortografía.
El conductor, que era muy parlanchín, se mostró dispuesto a esperar al arquitecto lo que fuere menester. «No se preocupe usted —le había dicho—: Calculando que lleguemos a las diez, conectaré la radio: es la hora de la zarzuela. ¿Le interesa a usted la zarzuela, señor?».
A las diez en punto llegaron a la bifurcación que conducía a la masía. Clavado en un árbol, un rótulo desvaído que apenas si permitía leer: «Can Abadal. Prohibido el paso». El taxista maniobró y se adentró en el sendero, lo que encantó a Julián, aficionado a trasponer pasos prohibidos. Tanto le encantó, que una vez apeado y habiendo hecho sonar la campanilla de la verja, notó que su disposición de ánimo era excelente.
Acudió a abrirle una sirvienta, que guardaba cierto parecido con doña Aurora. «Por aquí…». Al minuto escaso, el arquitecto era recibido por una señora de unos cincuenta años, distinguida y enérgica, viuda, que se llamaba Beatriz. A su lado, su hija única, Margot, algo más joven que Rosy, que al ver a Julián pestañeó imperceptiblemente e inclinó la cabeza, sin la menor muestra de timidez.
El arquitecto se disponía a dar su nombre, pero la señora se le anticipó.
—Don Julián Vega, ¿verdad?
—Para servirla, señora…
—El señor Boix nos llamó anunciando que vendría usted. Pero con este tiempo, la verdad, no sabíamos si…
Julián tuvo un gesto que significaba: «No faltaría más…».
Después de un corto preámbulo, durante el cual la dueña de Can Abadal le ofreció al arquitecto «tomar algo caliente», ofrecimiento que éste declinó, procedieron a la inspección de la masía, que se componía del edificio central, de sólido aspecto, y de un vasto jardín, muy descuidado, con cipreses, pinos, un sauce llorón, bancos de piedra y un pequeño estanque. En la parte trasera, una deshabitada casita para los colonos, con un pedazo de tierra sin cultivar.
Doña Beatriz iba dando las explicaciones necesarias, pero Julián apenas si le prestaba atención. Estaba muy familiarizado con aquel tipo de trabajo, gracias a sus viajes con don José María Boix. No obstante, no se perdió detalle, especialmente del interior del edificio, que presentaba manchas de humedad y, en el piso de arriba, algunas grietas en el techo. Margot fue la encargada de ir abriéndole una a una las habitaciones, diciendo cada vez: «Perdón…».
Finalmente, el arquitecto estimó que con lo visto bastaba. «¡Bien, esto está claro! —exclamó—. Las paredes maestras se han mantenido intactas y eso es lo principal».
Doña Beatriz se creyó obligada a justificar el lamentable aspecto en que se encontraba todo aquello.
—Los milicianos se instalaron aquí durante la guerra, y ya puede usted figurarse… —A renglón seguido precisó que su intención era remozarlo todo, convirtiéndolo en «habitable»—. Sin embargo, por lo menos de momento, el presupuesto es más bien modesto, ¿comprende? Lo único que querríamos modernizar por completo, eso sí, serían la cocina y los aseos… —Luego añadió—: Y por supuesto, conservando el estilo normal de la casa, claro…
Julián cabeceó repetidamente y guardó silencio. Advirtió que Margot se había colocado un chal sobre los hombros. Entonces preguntó:
—Perdónenme, pero hay algo que necesitaría saber: cuántas personas van a vivir aquí…
Doña Beatriz, que llevaba unos pendientes de gran calidad, preciosos, contestó:
—Eso, la verdad, no lo tenemos decidido todavía. Para nosotras dos la casa es muy grande… A lo mejor la alquilamos.
—Ya…
Margot intervino:
—Lo más probable es que la guardemos para nosotras y que pasemos aquí los veranos.
Julián, al oír esto, pareció darse por satisfecho. Agregó que, a su juicio, lo mejor sería enviarles un aparejador de su confianza para completar los datos necesarios. Una vez éstos en su poder, procuraría presentarles el proyecto lo antes posible.
Doña Beatriz asintió.
—¿Quiere usted anotarse nuestras señas de Barcelona?
—Sí, por supuesto… —Y Julián sacó del bolsillo la pluma y una agenda alfabética, de gran tamaño.
—Bruch, 170… Beatriz Suñer, viuda de Abadal… —Luego añadió—: El teléfono es fácil de recordar: 70111…
—Muchas gracias —dijo el arquitecto, encasillando con asombrosa rapidez los datos en la agenda.
La entrevista había terminado. Salieron de nuevo al jardín. Julián elogió el paisaje, que a la luz del sol debía de ser muy hermoso, aunque la niebla le prestaba también un especial encanto. De pronto, vio algo que le había pasado inadvertido: un monolito de mármol, con un busto encima. La inscripción decía: Juan Maragall.
Julián, después de una duda, preguntó:
—Maragall… era un poeta, ¿verdad?
—¡Un gran poeta…! —contestó la muchacha. Luego agregó—: Es… nuestro Machado, ¿comprende?
Julián torció el gesto.
—¡Ay, qué pena! Los arquitectos somos de lo más prosaico…
Beatriz sonrió… y se despidió con exquisita corrección, mientras Margot se brindaba para acompañar al visitante hasta la verja. La muchacha, al pasar junto al sauce llorón, hizo como si acariciase suavemente sus ramas, caídas y tristes.
Ya en el umbral, Julián se detuvo. Y miró con inesperada intensidad a Margot, cuyos ojos volvieron a pestañear:
—Hasta pronto… —dijo el arquitecto, ofreciéndole la mano.
—Hasta pronto, señor Vega…
La mano de Margot era tibia, pese a la humedad del lugar. Sin más, el arquitecto se dirigió al taxi, colocado ya en dirección a Barcelona. Con un pie en el estribo, se volvió; y vio a Margot de espaldas, componiéndose el chal, regresando a paso vivo hacia el interior de la masía.
Camino de Barcelona, Julián se sorprendió ensimismado. Apenas si se enteró del entusiasmo del conductor por la zarzuela que estuvo escuchando: Gigantes y Cabezudos. El arquitecto sacó la impresión de que detrás de aquellas dos mujeres debía de acechar la soledad. Pensó en la guerra civil. Era lo más probable que ésta no hubiera afectado únicamente a la masía, sino también a los varones de la familia. Recordó que doña Beatriz llevaba un jersey negro, con un collar tan discreto como los pendientes.
No se equivocó. Llegado a Barcelona realizó las averiguaciones pertinentes y obtuvo toda clase de detalles. Doña Beatriz era viuda de don Jorge Abadal, prestigioso notario y miembro, lo mismo que don José María Boix, de la Lliga Catalana. Los anarquistas lo fusilaron en Montjuich, en compañía de su único hermano, Abel, anticuario. Doña Beatriz pudo identificar el cadáver en una de las fosas a los pies del castillo y darle la debida sepultura. Por lo demás, ella misma estuvo en una checa. Se salvó, y al término de la contienda pasó junto a su hija una temporada de angustia, hasta que optaron por reorganizar su vida… Doña Beatriz decidió ponerse al frente de la tienda de antigüedades que perteneció a su cuñado, situada precisamente en el Barrio Gótico, cerca del local del Centro Excursionista de Cataluña.
Margot, interrumpida su carrera de bibliotecaria, era profesora de piano y daba clases particulares. Al parecer, el patrimonio heredado les hubiera bastado para vivir, pero prefirieron hacer algo, ser útiles en algún sentido.
Don José María Boix corroboró esos datos y añadió:
—Beatriz, ya lo habrá usted notado, es una mujer de mucho carácter. Tiene un cargo, no sé cuál, en la Cruz Roja. Y la hija ha salido a su madre, aunque tal vez sea menos alegre. Se han quedado solas, ésa es la verdad.
—¿Es que no tienen más familia, o amigos?
—¡Psé! Beatriz tiene un hermano… no sé exactamente dónde. En Venezuela o en La Habana, no sé. En cuanto a amigos, yo las veo poco. Su médico de cabecera, el doctor Beltrán, las visita con frecuencia, creo. Y también el cura párroco, mosén Castelló; pero figúrese… Claro, es de suponer que Margot tendrá también sus relaciones…
Julián se acarició la mejilla derecha y, sin darse cuenta, se puso a tararear Gigantes y Cabezudos.
Dos meses después, próxima la Navidad, las obras de Can Abadal estaban en marcha y Julián, al atardecer, ya no tenía que irse por ahí al buen tuntún, en busca de fáciles evasiones, ni a «Bolero» ni a «La Buena Sombra», ni al bar de enfrente a jugar rápidas partidas de ajedrez. Podía encender la pipa y pensar en Margot, e incluso, de vez en cuando, salir con ella. Salir con ella para comprobar dos cosas. La primera, que Margot tenía criterio propio, pese a su juventud: veintidós años recién cumplidos. Segunda, que la sensibilidad de ambos era muy distinta, lo que, al igual que ocurría con Rogelio y Rosy, les daba motivo para discutir sin cesar.
Un hecho resultaba evidente: el interés de Julián por la muchacha era muy superior al que Margot sentía por él. Con frecuencia Margot pretextaba cualquier cosa —por regla general, las clases de piano— para espaciar sus encuentros con el arquitecto. Reconocía que éste tenía una facha espléndida —¡qué tipazo de hombre, Dios mío!— y que se comportaba con una delicadeza extremada. Por si fuera poco, ejercía una bella profesión, capaz de transformar una masía cochambrosa y desangelada en algo que iba recobrando día tras día el clima acogedor que sembró la infancia de la muchacha de recuerdos entrañables. Sin embargo, había algo que no acababa de encajar, que la distanciaba de pronto, colocándola a la defensiva.
Por su parte, Beatriz, desde su tienda de antigüedades, asistía expectante al desarrollo de los acontecimientos. Julián, ello era lógico, le había causado una impresión excelente, que don José María Boix ratificó. Ahora bien, lo último que podía pasarle por la cabeza era que su hija se relacionara con un andaluz… ¡El ceceo! ¡Granada, que a Beatriz le pillaba tan lejos como la Vía Láctea a Rogelio! ¡Maragall…! Un sexto sentido, algo que no acertaba a precisar, la impelía a considerar a Julián como un intruso capaz de darle de la noche a la mañana la sorpresa del siglo. Porque —ése era el punto flaco de la cuestión— Margot era independiente y no denotaba la menor prisa, pero al propio tiempo era muy femenina y algunas veces, sobre todo después de cenar, cuando la sirvienta, Dolores, retiraba los platos y las dejaba solas, la muchacha hacía un gesto de cansancio y Beatriz leía en sus ojos, que por un lado eran tristes pero por otro querían abrazar el mundo, un leve destello de vacilación y de esperanza, ambas recién estrenadas. ¿Por qué, Señor —se preguntaba Beatriz—, Margot se opuso siempre a dejarse acompañar por el primogénito de una conocida familia barcelonesa, que bebía los vientos por la chica y que hubiera supuesto para el apellido Abadal una firme garantía de continuidad?
Y el caso es que los acontecimientos evolucionaban. Julián, con su «buena facha», con su fino tacto, con su ímpetu, que nadie podía desmentir, porfiaba en su asedio. Margot continuaba en las mismas, pero en las fiestas navideñas, en vez de aislarse más que nunca, como en los años anteriores desde que terminó la guerra, ofreció menor resistencia a las llamadas de Julián.
Beatriz, antes que la cosa prosperara más de la cuenta, decidió tomar cartas en el asunto.
—Vamos a ver, Margot —le preguntaba—. Explícame cómo es ese hombre…
Margot ponía cara de asombro.
—Pero ¿por qué me hablas en ese tono? ¡Si no pasa nada! ¿Hay algo malo en que salga con él? Recorremos escaparates, me cuenta cosas, charlamos… ¿Sabes dónde estuvimos anteayer? Viendo desfilar la cabalgata de los Reyes Magos…
Beatriz se acariciaba el collar. Dejaba transcurrir cierto tiempo y volvía a la carga.
—Margot…, ¿por qué no te sinceras conmigo? ¿Cómo es… tu rey mago, si puede saberse? ¡Supongo que te habrás formado ya una opinión!
—Pues no sé qué decirte, mamá… Tiene detalles. Es supersticioso, está muy solo, como nosotras, y a veces parece un señor, y a veces no. Su padre es abogado, pero lo decepcionó porque se pasa las tardes en el Casino… Tiene un hermano médico. Y dice que su madre es una beata insoportable. ¡En fin! La verdad es que me desconcierta un poco… La política lo tiene fanatizado. Pero es que es fanático en todo, ¿comprendes? Cuando trabaja, cuando habla de toros, ¡cuando estudia! Porque, eso sí, estudia como si estuviera empezando la carrera… ¡Ah, y el dinero le importa un bledo! Hace un mes que se casó una hermana suya y se gastó una burrada en el regalo de boda… Un poco fanfarrón, ¿entiendes?
No, Beatriz no entendía nada. Precisamente la naturaleza la había castigado con el pecado de la avaricia, de modo que noticias como esa última la obligaban a hacer un soberano esfuerzo para disimular su estado de ánimo.
—¿Y qué más? Sigue contando…
—¡Mamá, basta ya, ea! Te repito que por ahora no hay nada… ¿Por qué te empeñas en dramatizar este asunto? Sabes que yo también preferiría un hombre de aquí, que hablara nuestro idioma… ¡Hala, no seas tontaina y vete a la tienda! Luego pasaré a verte y me quedaré un rato contigo…
Las palabras de Margot eran sinceras. Y no obstante, Beatriz estaba visiblemente alarmada. De una cosa no le cabía la menor duda: Julián, físicamente, atraía con mucho poder a su hija y ella sabía muy bien lo que eso significaba… Por lo demás, hacía falta estar ciega para no advertir una serie de detalles. Margot se peinaba ante el espejo con más detenimiento que el acostumbrado, y no se limitaba, como en los últimos tiempos, a utilizar el piano para dar clase. Con frecuencia levantaba la tapa y sus manos se paseaban por las teclas con cierta alegría desbordada, aunque con extraordinaria precisión. Y el repertorio que elegía era clásico, como si buscase en los sonidos algo eterno. ¿Y a santo de qué el repentino interés de la chica por la influencia árabe sobre la península? ¿Y por las «faenas» de Manolete? ¿Y por las diferencias existentes entre la Andalucía alta y la Andalucía baja?
No dejaba de ser curioso que las reflexiones de Beatriz se asemejasen como dos gotas de agua a las que Julián se hacía a sí mismo. También al arquitecto se le antojaba que todo aquello era una intrusión. ¿Cómo pudo él imaginar que algún día se interesaría seriamente por una mujer catalana? ¿Tendría razón su hermano Manolo al decir que la vida de cada cual venía jalonada por una serie de súbitos espasmos contra los cuales era inútil luchar? ¿La tendrían, paralelamente —¡sería el colmo!—, las gitanas del Albaicín que en su época de estudiante le echaron la buenaventura y le profetizaron que conocería a una mujer de tierra extraña, «que le sorbería los sesos y le daría muchos churumbeles»? Margot, aunque tenía la cara muy expresiva, no era una belleza. Ojos profundos, eso sí, y los pómulos salientes y respingona la nariz. Tampoco podría decirse que fuera —por lo menos, de momento…— excesivamente cariñosa. ¿Qué ocurría, pues? El arquitecto había empezado a preocuparse el día en que, finalizado el trabajo de remozamiento de la masía, doña Beatriz lo llamó por teléfono y le habló de los honorarios… ¿Honorarios? ¿Cómo iba él a cobrar honorarios por algo tan directamente relacionado con Margot? ¿No bastaba con que ésta le hubiera dicho: «¡Qué estupendo, Julián! Can Abadal vuelve a ser lo que fue. ¡Has estado magnífico!»? ¿Cómo definir su reacción? ¿Y por qué, en los papeles que tenía sobre el tablero, de pronto se ponía a escribir «prohibido el paso» y a dibujar cipreses, pinos y, sobre todo, algún que otro sauce llorón?
Naturalmente, el doctor Beltrán y mosén Castelló, que efectivamente eran amigos de las dos mujeres, estaban al corriente de lo que sucedía. El doctor Beltrán habló sólo un par de veces, de pasada, con el arquitecto y su impresión fue favorable; mosén Castelló, que siempre llevaba consigo folletos relacionados con los milagros de Lourdes, y que solía estar de acuerdo con Beatriz y en desacuerdo con Margot, comentó: «No puedo opinar, no puedo opinar… Como no se le ocurre jamás venir a confesarse conmigo…».
Tocante a Rogelio y Rosy, la cosa tuvo su gracia. Julián guardó el secreto lo más que pudo, pero llegó un momento en que, sin saber por qué, lo soltó. Y entonces resultó… que Rosy había oído hablar mucho de Can Abadal y que incluso conocía a Margot. ¡Claro, estudiaron juntas, aunque en cursos distintos, en el colegio de La Presentación, de Arenys de Mar! Rosy se acordaba perfectamente de la chica y aseguró que siempre sintió por ella un respeto especial.
—¡Bien, bien! —exclamó Rogelio, después de haber oído a Julián y a Rosy—. ¡Ya me veo en San Bernat, esta vez sin los malditos guantes, en plan de Simón Cireneo…!
Julián protestó:
—Pero ¡si no hay nada! ¡Os repito que no hay nada! En principio…, ¿cómo os diría yo?, incluso me parece absurdo…
Rosy le interrumpió con tanta picardía en los ojos como cuando, en el Club de Golf, conseguía meter la pelota en un hoyo.
—Julián… ¿es que vives en el limbo? ¿Desde cuándo en cuestiones de amor privan la lógica y el cálculo? Si a mí me hubieran dicho que iba a casarme con un hombre que machaca cacahuetes en el cine y que no sabe nadar, me hubiera metido a monja… ¡Y aquí me tienes, loquita por él! Sobre todo desde que, ¡por fin!, y para no rezagarse demasiado del señor Amades, resulta que dentro de unos meses todo el mundo, en vez de llamarlo Rogelio Ventura, tendrá que llamarlo «papá»…