JAIME AMADES, el hombre que se estaba convirtiendo en el «guardaespaldas» de Rogelio Ventura y que había estado con él en la Cárcel Modelo —entraron y salieron el mismo día—, al conocer a Julián diagnosticó:
—Me parece, Rogelio, que has hecho un buen fichaje. Tiene buena pinta y, desde luego, una dentadura mucho más perfecta que la mía…
Jaime Amades trabajaba, en efecto, en el ramo de la publicidad. Era el propietario de la modesta empresa llamada Agencia Hércules. ¿Por qué Rogelio le había aconsejado, al término de la guerra, que se dedicara precisamente a esa labor? Por la sencilla razón de que lo sabía cargante y gelatinoso, pero al propio tiempo astuto, inteligente y singularmente dotado para exagerar cualquier nadería. En la cárcel teatralizaba los bulos y era el primer chivato de la comunidad. «La publicidad es un campo inédito, Amades —le dijo el constructor—. Y tú reúnes todas las condiciones para triunfar en él: metes la nariz en todas partes, te gusta llamar la atención, conoces las debilidades del prójimo… ¡Monta una agencia! Pero, eso sí, ponle un nombre sonoro, macizo, que dé la impresión, ¡y perdona la calumnia!, de que tienes una gran seguridad en tus propias fuerzas».
El fino oído de Jaime Amades captó el mensaje y pronto apareció en un entresuelo de la calle de Aribau un letrero que decía: Agencia Hércules. Jaime Amades no tenía idea de cómo llevar el asunto, pero su tenacidad y ambición consiguieron abrir brecha, de suerte que en el momento en que plantó en el Turó Park la valla de «Construcciones Ventura, S. A.» tenía en el despacho un dibujante y una mecanógrafa. Y no había hecho más que empezar…
La gran virtud de Jaime Amades era su aguante. Podían pisotearlo, y él se quedaba tan fresco. Iba a lo suyo, y sanseacabó. Sudaba mucho y tenía cara de pájaro adulón, con el pelo muy rizado y las orejas rojizas y transparentes. Tenía accesos de asma y tosía mucho, lo que le obligaba de continuo a pedir perdón… Curiosamente, su viscosa manera de comportarse hacía que muchas personas, aun sintiendo alergia, no pudieran prescindir de él; por supuesto, una de esas personas era el propio Rogelio. «¡Amades! ¿Por qué no me acompañas al Ayuntamiento? Anda, de paso te invito a un café y me cuentas los últimos chistes que corren por ahí…». «¡Amades! ¿Dónde diablos te metiste anoche? Quería echar una partidita y Marilín se hartó de llamarte a la oficina…». Julián, a poco de conocerlo, se quedó sólo con la alergia.
Amades sonreía… Amades sonreía siempre, excepto cuando su mujer, Charito de nombre, que tenía la costumbre de llamarlo por el apellido, abusando de su mayor energía lo cogía por la solapa y le imprecaba: «¡Bribón, que eres un bribón!». ¿Por qué era un bribón Jaime Amades? Por nada, por una bobada, porque se había manchado el traje o porque al echar la siesta roncó demasiado fuerte.
Tal vez el principal motivo de desavenencia conyugal fuera una distinta concepción de la vida. La época era mala, el país en general —y Barcelona en particular— andaban a la pata coja y en el momento de fijar responsabilidades el hombre iba por un lado y la mujer por otro. Amades lo achacaba todo a la maldita guerra mundial, que hacía que la gente se abstuviese de forjar planes que no fuesen ir tirando, sobrevivir. «¿Anuncios dice usted? ¿Qué diablos quiere que anuncie, si reponer lo que hoy vendo a diez mañana va a costarme a ciento?». «¡Amades, vive usted en el limbo! ¿Quiere echar una ojeada al almacén? Pase la semana entrante y verá: Cerrado por defunción». Y así una empresa tras otra, un comercio tras otro… ¡Menos mal que se defendía con las casas patrocinadoras de los seriales radiofónicos, así como con los anuncios en cines y teatros! Charito, en cambio, enfocaba la cuestión desde otro ángulo. A su juicio, la gente, que sufría horrores, que las pasaba moradas, estaba siendo víctima de una «estafa colosal» por parte de los que mandaban. Y defendía su tesis con abundancia de datos y gran convicción. Por descontado, su forma de hablar era muy distinta a la de don José María Boix: hablaba sincopadamente, e intercalaba sin cesar frases referidas a sí misma:
—Amades, la gente tiene razón… ¿Cómo quieres que no se lamente, vamos a ver? Deberías anunciar por las calles: «¡Agencia Hércules regala aceite, carbón, abrigos y bufandas!». Por cierto: ¿me trajiste el azúcar? Vaya, menos mal… Pues sí, salvo unos cuantos privilegiados, como tu famoso Rogelio, los demás están hartos de pasar calamidades. ¿No te das cuenta de que esto se está pareciendo al tiempo «rojo», cuando todo el mundo creía que habían llegado las vacas gordas? ¡Anda, no empieces a sudar, que me pones nerviosa! La gente ha de trabajar diez, doce, catorce horas diarias para salir adelante… ¡Me gustaría saber cuánto le pagas a tu delineante! ¿Cómo…? ¡Estupendo! Para comprarse unos calzoncillos… ¿Y a tu mecanógrafa? ¡Magnífico! Para comprarse unas bragas… Deberías escuchar a Julio, en vez de mandarlo a hacer gárgaras. Al fin y al cabo, es sobrino tuyo y huérfano, ¿no? Si todo fuera tan fácil, ya tendríamos el cochecito que me prometiste para Navidad… ¡A ver si abres de una vez los ojos y te enteras de que en los hospitales se mueren como moscas! Hasta los niños de las escuelas cantan canciones sobre la tuberculosis. ¿Quieres que te cante la que está de moda? ¡Pues tienes que oírla! —y Charito, que había sido cupletista, y que todavía echaba buenas carnes, se ponía a cantar el Raskayú…
El propietario de la Agencia Hércules no entraba en el juego. Mejor dicho, creía que la gente debería afrontar con más arrestos la situación, que lo que faltaba en el país era optimismo. Por eso admiraba tanto a Rogelio, que en vez de acobardarse como tantos otros, se había lanzado a luchar. ¿Privilegiado? Lo mismo hubiera podido chaquetear y volverse a Llavaneras, al plantío de árboles que dejó en manos de su madre y de sus dos hermanos; pero decidió lo contrario, y ahí estaba, tan campante, encargándole otra valla —otros «solares adquiridos»— allá por la zona de la estación. ¿Se aprovechaba de su condición de excautivo? ¡Cuántos y cuántos lo eran y no supieron levantar cabeza!
Cabe decir que algunas noches, a la hora de cenar, mientras los cubiertos sonaban como petardos, Amades necesitaba de toda su fuerza de voluntad para no desalentarse. Aparte de que súbitamente se preguntaba si lo de los hospitales sería cierto, su mujer y el perillán de Julio, su sobrino, lo tenían apabullado. Su sobrino andaba por ahí con documentación falsa, a salto de mata y huyendo de la policía. Últimamente repartía barras de hielo por los tabernuchos del Paralelo y no contaba más que miserias. En cuanto a Charito —¡sí, menos mal que todavía echaba buenas carnes la muy pillastrona!—, era más ambiciosa que un pavo real. ¡Dale con el cochecito de marras! Quería presumir… Eso, eso era lo que ocurría. Y si azuzaba a su hombre de aquella manera era por puro egoísmo, para que éste imitara a Rogelio y no a los comerciantes que decían: «¡Amades, vive usted en el limbo!».
De todos modos, no llegaba la sangre al río… Calculando, Amades no tenía motivo de queja. Empezaba a descubrirle el intríngulis al oficio, que a largo plazo era tiro seguro y cuya base debía ser el cacumen para inventar slogans. En efecto, cuando acabase la cuarentena, hasta los más reacios se darían cuenta de que sin publicidad los negocios se estancaban. Ésa era, por descontado, la teoría de su gran amigo Rogelio Ventura, quien lo animaba en tal sentido, prometiéndole además que podría contar siempre con él —a condición de que continuase husmeando en todas partes…—, y augurándole que algún día la Agencia Hércules haría honor al nombre «sonoro, macizo» que con tanto acierto había elegido…
—Problema de neuronas, querido Amades… Anótate esta palabra. Y un consejo, a título personal: déjate de monsergas y haz un poco de gimnasia rítmica todas las mañanas…
Jaime Amades sonreía… y su cara de pájaro adulón alcanzaba la máxima expresividad. Sin embargo, al salir de la Constructora se pasaba el pañuelo por la frente… ¿Gimnasia rítmica? Charito se desternillaría de risa, o lo tiraría por la ventana. ¿Neuronas? Jaime Amades se conocía de punta a cabo la ciudad y podía dar fe de que no existía en ella un solo establecimiento dedicado a semejante vitalización.
A primeros de junio, poco antes del ataque alemán a Rusia, vencido ya el invierno, Rogelio Ventura dio una de sus clásicas campanadas: se casó. Para pregonar, tan fausta nueva reunió en la oficina a sus amigos, colaboradores y empleados.
—¡Señores, tengo el gusto de comunicarles que el mes próximo, exactamente el día tres, contraigo matrimonio, o sagradas nupcias, como ustedes quieran! Treinta y cinco años cumplidos, ya era hora, ¿verdad? ¿Qué diablos hace un hombre soltero, vamos a ver? Pegar chupinazos sin ton ni son y confesarse todos los sábados de tomar achicoria en vez de café… Por supuesto, todos los aquí presentes recibirán la consabida participación, aunque la boda se celebrará en la más estricta intimidad. Rosy, que a mi juicio es un nombre precioso, es partidaria de la discreción, y si ella es partidaria, yo también. Ahora les ruego a ustedes que brinden conmigo, porque por fin he encontrado mi media naranja, lo que significará un nuevo estímulo para seguir adelante con «Construcciones Ventura, S. A.», y sólo les pido perdón por haber guardado el secreto hasta el último momento. No quería decir nada hasta tener resuelto el más insólito problema que puede presentársele a un constructor: encontrar piso…
La noticia, soltada así, de sopetón, dejó estupefactos a los allí congregados. Por supuesto, ello no les impidió brindar con el vino español que Rogelio Ventura, que se relamía con esos golpes de efecto, había preparado para la ocasión, y felicitar al «novio» con las frases de rigor. Ahora bien, ¿cómo era posible que «don» Rogelio, después de tanto alardear de solterón, que tantas bromas había gastado a costa de quienes «se ataban para toda la vida a una sola mujer», hubiese caído también en la trampa? Y la sorpresa fue todavía mayor al saberse que dicha mujer no era «la hija de ningún jerarca», ni de «un naviero de Bilbao», ni siquiera «una viuda cargada de joyas y cansada de vivir en soledad…». Nada de eso. El propio Rogelio Ventura les confió que Rosy era, modestamente, hija única del médico titular del más pintoresco pueblo de la costa barcelonesa, Arenys de Mar: el doctor don Fernando Vidal, «al que no podía llamarse matasanos porque curaba mucho y bien, pero que tenía el grave defecto de no poseer ningún solar en zona céntrica y edificable».
Hubo reacciones para todos los gustos. Aurelio Subirachs, Claudio Roig y el propio Julián estimaron que el hombre obraba cuerdamente. Si Rosy era tal y como él la describió —partidaria de la discreción—, sin duda podía contribuir a encauzar de modo definitivo la potencia humana de Rogelio. El contable se regocijó ante la perspectiva de una paga extra. Jaime Amades, en cuanto consiguió reponerse, estrechó blandamente la mano de su admirado «protector», y aprovechando que Charito no estaba presente, le deseó que Dios le concediera muchos hijos, a lo que Rogelio no puso la menor objeción. En cuanto a Marilín, que llevaba ya unos días paseándose por los despachos con cara de pocos amigos y taconeando con menos empaque que de costumbre, se encerró en un mutismo absoluto e hizo lo posible por pasar inadvertida.
Julián tuvo suerte. Por lo visto, Rogelio, con el que también había acordado tutearse, lo consideraba de los «íntimos», pues figuró entre los privilegiados invitados a la ceremonia, que se celebró, el día previsto, en la ermita de San Bernat, a los pies del Montseny, a las doce de la mañana. Por cierto, que mientras esperaban la llegada de los futuros cónyuges, el banquero Ricardo Marín, al que Julián fue presentado, aclaró algunos extremos: Rosy era mucho más joven que Rogelio Ventura —tenía veinticuatro años— y una muchacha realmente encantadora, alegre, que estuvo medio pensionista en el colegio La Presentación, de Arenys de Mar, por lo que gozaba de una educación esmerada y hablaba correctamente francés. En cuanto al secreto con que el «novio» mantuvo hasta el último momento sus relaciones, no se debía, naturalmente, a la broma de la «falta de piso», sino a que el doctor don Fernando Vidal, padre de Rosy, se oponía rotundamente a la boda. El doctor Vidal, hombre de ambición escasa y aficionado a jugar al tresillo, apasionado por la astronomía y tenaz defensor de lo que él llamaba «los valores morales», hubiera deseado para su hija un hombre menos… lanzado que el constructor; pero tropezó con la inquebrantable decisión de la muchacha, locamente enamorada al parecer, y no tuvo más remedio que otorgar su consentimiento.
Como fuere, los futuros cónyuges llegaron, y la ceremonia se consumó. Cabe decir que Rogelio, vestido de chaqué, parecía más calvo que de ordinario, y también más bajito y gordinflón, pues Rosy le sobrepasaba cinco centímetros lo menos y era en verdad atractiva y de buenos modales. Y si bien se puso en evidencia el hieratismo del doctor Vidal y su aire de seriedad a ultranza —al revés que su esposa, cuyo extravagante sombrero no cesó de aletear de satisfacción—, todo discurrió placenteramente. Acaso el único momento un poco tenso fue aquel en que el cura oficiante, al atacar el sermón, dirigiéndose a la pareja se empeñó en convencerlos de que el matrimonio era una cruz. Esgrimió toda suerte de argumentos, en tono verdaderamente dramático, y Julián observó que las manos de Rogelio se movían con nerviosismo creciente. Por fortuna, en el párrafo final el cura sonrió, tal vez porque la cruz no recaería nunca sobre él, y los ánimos se relajaron.
A Julián le llamó especialmente la atención la familia de Rogelio: su madre y sus dos hermanos. Se les notaba un poco desambientados, como si Rogelio les resultara una pieza un tanto ajena, algo que en cierto modo había dejado de pertenecerles; por otro lado, emanaba de ellos una reciedumbre, una dignidad que a Julián le recordó la de ciertas personas como su padre, don Arturo Vega, y la de algunos campesinos de la vega de Granada. La madre de Rogelio, ya mayor, pero de cejas enérgicas y cuerpo sólido y bien estructurado, apenas si pestañeó; los hermanos, cuyo parecido con el contrayente era asombroso, en varias ocasiones miraron a éste con ojos fijos, como preguntándole algo que Dios sabe en qué consistiría.
¡Bueno, el ágape, servido en el hotel adyacente a la ermita, fue tan copioso y suculento que situó a los invitados a mil leguas de las versiones que del país daban Charito y su sobrino Julio! De encontrarse allí los niños de las escuelas, seguro que en lugar de cantar canciones sobre la tuberculosis hubieran recitado poesías en honor de los helados de fresa… Rogelio, con su clavel blanco en la solapa —por una vez había cambiado de insignia—, fue el animador nato de la velada, repartiendo frases ocurrentes y saludando repetidamente con la mano a los invitados de su bando, entre los que destacaban, aparte de Ricardo Marín, varios magnates de la construcción, el conde de Vilalta, el inevitable coronel Rivero y un par de concejales. De vez en cuando, volviéndose hacia Rosy, le guiñaba un ojo y le pellizcaba el brazo; y ella se componía con pudor el velo. En el momento de cortar la tarta, Deogracias, el barbero barcelonés, que con toda seguridad vivía la jornada estelar de su existencia, gritó: «¡Vivan los novios!», grito que fue coreado por todo el mundo, con lo que poco después la parte oficial de la fiesta concluía felizmente.
A las cinco de la tarde, repletas las mesas de tacitas de café, de copas de coñac y de Calisay, y llenos de colillas los ceniceros —no faltaron los cigarros habanos con las iniciales de los novios grabadas en la vitola—, Rogelio y Rosy desaparecieron como fantasmas, aprovechando que la luz exterior menguó súbitamente, debido a una inmensa nube que se posó sobre el Montseny.
Los invitados permanecieron una hora más en el hotel, bailoteando y cambiando de mesa. Julián bailó con la esposa de Aurelio Subirachs, que no cesó de hablarle de sus cuatro hijos varones, especialmente del primogénito, que al parecer, siendo el más díscolo, se preparaba para entrar en el Seminario… También bailó ¡con Charito!, la mujer de Amades, excupletista del Paralelo. «Julián, ¿me permite que le diga que no necesita usted publicidad?». Por fortuna, Claudio Roig, siempre dispuesto a echarle una mano, le robó la pareja, lo que Julián aprovechó para acercarse a la mesa que ocupaban la madre y los hermanos de Rogelio, a quienes dio sinceramente la enhorabuena.
Poco después el bailoteo concluía también y se iniciaba la retirada general.
¡Casado Rogelio Ventura…! La vida ofrecía esos contrastes, esa garantía de continuidad. En el fondo, ello demostraba que el piloto de «Construcciones Ventura, S. A.» no era un ejemplar aparte, marginado de las realidades más profundas. Por lo demás, podía admitirse que la compañía de Rosy, cuya espontaneidad ganó a los presentes, acaso influyera en él de modo positivo, rebajándole un poco el egocentrismo «congénito», puliéndolo en lo que cupiere, dosificando algo su ración diaria de hurgamientos en las fosas nasales.
Aurelio Subirachs, mientras con el espléndido Renault que acababa de comprarse tomaba con innecesaria prisa las curvas de la carretera que descendía hacia el valle de Palautordera, se mostró pesimista al respecto. Iban con él su mujer, Julián y Claudio Roig.
—¿Pulir a Rogelio? Eso ni soñarlo. Cuando una mujer como Rosy se casa con un hombre bastante mayor que ella y que se siente incómodo llevando guantes, es que se las sabe todas y está dispuesta a seguirle la corriente. ¿Os fijasteis en su manera de fumar? Pensar que el impetuoso constructor cambiará un ápice su temperamento es como suponer que yo algún día me dedicaré a la cerámica miniaturista.
Claudio Roig, por una vez, habló con energía y pareció centrar la cuestión. Durante el almuerzo él había conocido a un tío de la novia —hermano de la madre de ésta—, llamado Alejo Espriu, abogado. Hombre singular, delgado, casi alámbrico, con cara de sacristán concupiscente. Al parecer había sido socialista y durante la guerra salvó la vida al doctor don Fernando Vidal; luego, éste le devolvió el favor, avalándolo y consiguiendo que lo dejaran ejercer en Barcelona. Por lo visto, era un tipo listo y soñador, que se las daba de aristócrata y que simulaba vivir en el Hotel Ritz y tener un despacho de categoría, cuando lo cierto era que residía en un hotel de segunda y de momento no pasaba de ser un picapleitos administrador de algunas salas de fiestas. Como fuere, tuvo gran influencia en la boda de Rosy, su sobrina. La invitaba con frecuencia a Barcelona y le hizo conocer, aunque fuera de pasada, el «gran mundo», que contrastaba con la monotonía de Arenys de Mar. «Arenys de Mar acabó pareciéndole a Rosy un callejón sin salida, como Llavaneras se lo pareció antes a Rogelio, de modo que tal para cual». Rosy, en Barcelona, gracias a Rogelio, podría exhibir su palmito, en contra de la opinión de su padre, que lo que deseaba era que siguiese a su lado en el pueblo, trabajando de enfermera.
Julián movió negativamente la cabeza y defendió con ardor a la novia. ¿Por qué no creer que una muchacha como Rosy pudo enamorarse sinceramente de un hombre como Rogelio? La mayoría de las mujeres necesitaban protección, alguien que les garantizase cierta estabilidad. Rogelio era una fuerza de la naturaleza y el sexo femenino era sensible a esa condición.
Llegados al cruce de San Celoni, Aurelio Subirachs dijo:
—Como sea, Rogelio nos ha dejado a todos con un palmo de narices.
Su esposa rubricó:
—La verdad, a mí Rosy me ha caído muy simpática.
Palma de Mallorca, Madrid, el norte de España —Rosy, en el colegio de La Presentación, tuvo de profesora una monja de Burdeos que siempre le ensalzó la «bravura» del Cantábrico—, una incursión al Pirineo de Huesca, y ahí terminó la luna de miel. De no interferirse la guerra europea, Rogelio Ventura hubiera preferido darse un garbeo por el extranjero, por Italia, Suiza, Alemania —¡y por Francia, para hacerle una visita al exiliado Juan Ferrer, el jefazo rojo que le salvó la vida!—, pero tuvo que renunciar. El viaje duró en total unas tres semanas, al término de las cuales los novios regresaron a Barcelona, donde los esperaba el hermoso «nido» que Rogelio había adquirido en el paseo de Gracia, con criada aragonesa dentro. Y a la mañana siguiente, la entrada del «jefe» en las oficinas de la Constructora fue triunfal.
—¡Ese cura del Montseny! ¿De dónde sacaría que el matrimonio es una cruz? Lo que debería hacer es probarlo… Amigos, a no ser que tienen ustedes un magnífico aspecto, ahora mismo llamaba al dentista para que les colocara a todos otra dentadura nueva… ¡Señor Costa! ¿Arregló usted lo de la paga extra…? Bien, me alegro mucho.
Se inició una etapa gloriosa, que duraría unos cuantos meses. Efectivamente, hubiérase dicho que quien aceitó fue Julián. Rogelio, a raíz de la boda, dio, ¡hasta qué punto!, un paso al frente. Dejando a un lado el mejoramiento de su facha externa —Rosy no consiguió que renunciara a los tirantes, pero sí lo obligó a cambiar de sastre, el cual, gracias a la calidad de las telas y al buen corte, le disimuló sensiblemente la tripa, además de colocarle un pañuelo blanco cuya puntita le asomaba alegremente por el bolsillo de la americana—, el hombre hizo más viajes a Madrid, compró con mucha vista otra serie de solares, vendió más rápidamente que nunca pisos lujosos a los fabricantes de Sabadell y Tarrasa, cambió de coche, un flamante Stromberg, no faltaba un domingo a misa de dos en la iglesia de Pompeya y empezó a presumir, en los clubs de que formaba parte, de «mujer» guapa, de mujer que obligaba a volver —con respeto— la cabeza, lo que, por desgracia, jamás consiguió Marilín… Pero, por encima de todo, se le veía más sereno, más aplomado. Su sentido pragmático era el de siempre, pero dominaba un poco más sus intemperancias. Total, que Rogelio prosperó tanto que se presentía cercano el día en que trasladaría las desangeladas oficinas de su «convento trapense», como él lo llamaba, a un lugar céntrico, con fachada de cristal y un anuncio luminoso que parpadeara diciendo: «Construcciones Ventura, S. A.»
Entretanto, la etapa fructífera afectaba también, con toda evidencia, a Julián. Aparte de que el arquitecto estaba satisfecho porque el bloque del Turó Park empezaba a erguirse en el espacio —¡cuántas vueltas se dio por allí para contemplar su silueta!—, y de que unos cuantos aparejadores y delineantes se le habían ofrecido para trabajar con él, había conseguido arrancar de Manoli, la portera, varias sonrisas, por el increíble procedimiento de tirarle graciosamente del moño; y en el frontón, adonde acudía de vez en cuando, lo perseguía la suerte… Pero lo que mayormente encandilaba al arquitecto era que tenía la impresión de ir ganándose a pulso el aprecio de Rosy…, lo que juzgaba importante. Una prueba a su favor, concluyente a todas luces: Rosy, desde el primer día, le abrió con absoluta naturalidad las puertas de su casa. Por regla general lo invitaba a cenar, que era la hora más conveniente para todos. Y he aquí que, en el transcurso de esas cenas, Rosy lo trató con mucha deferencia, interesándose por su trabajo, por su familia e incluso por sus anécdotas de guerra. «Julián, te he preparado unos langostinos. ¿Te gustan? Rogelio se chifla por los langostinos…». «Julián, ¿es cierto que tienes un hermano médico? ¡Figúrate! Eso, lo sé por experiencia, siempre da una seguridad…». El timbre de voz de Rosy era un poquitín rasgado. «¿No crees que fumas demasiado, pequeña…?», la amonestaba Rogelio en tono afectuoso. «Pero ¡querido! ¡Si no hago más que seguir tu ejemplo!». Y Rogelio sonreía feliz, tomándole la mano y depositando en ella un beso.
A decir verdad, Julián se esmeró en todo momento en corresponder a las atenciones de Rosy. Nunca se presentó sin un ramo de flores y tuvo siempre buen cuidado de no derramar el vaso en el mantel, burdo accidente que a Rogelio le ocurría muy a menudo. Y el día en que Rogelio, con franca exaltación, lo informó de que iba a ser padre —«¡amigo Vega, está demostrado que menda hubiera podido servir en infantería!»—, Julián estuvo en un tris de enviarle a Rosy una tarjeta de felicitación, aunque luego lo pensó mejor y desistió.
Total, que los dos hombres estaban eufóricos. El dueño del restaurante Roma, donde Julián almorzaba y cenaba habitualmente, le preguntaba al arquitecto: «¿A qué puede atribuirse, don Julián, su buen humor?». «Muy sencillo —contestaba el arquitecto—. A que, gracias a Dios, tengo una salud a prueba de bomba».
Algo parecido le ocurría a Rogelio, que no conocía otro medicamento que el bicarbonato. Cuando la manicura de La Esperanza le preguntaba:
—Dígame usted, don Rogelio, ¿cuál es su secreto? ¿A qué se debe que sea usted feliz?
—¡Toma! —contestaba el constructor—. A que desde que salí de la cárcel, donde las pasé canutas, me propuse serlo… ¡Voluntad, Merche, voluntad! ¡Y trabajar sin mirar el reloj! ¿Entiendes lo que quiero decir? —y bajando un poco la voz agregaba—: Y apretarle los tornillos a quien sea…, pero sólo hasta cierto punto… ¡Ahí está el detalle!
A todo eso, del modo más impensado, como cae una granizada sobre las cosechas o como la barrera de un paso a nivel cierra de súbito la carretera, se interrumpió la racha victoriosa de los dos hombres. Con un intervalo escaso de tiempo, cada uno de ellos recibió un serio aviso de la suerte, que los obligó a frenar, hasta nueva orden, su veloz carrera.
Rogelio recibió el suyo a fines de noviembre. Su esposa abortó. Todo aparentaba marchar sobre ruedas, y una mañana tuvieron que llevar a Rosy con urgencia a la clínica «Nuestra Señora de la Salud», donde el sapiente doctor Martorell nada pudo hacer para salvar aquella vida de tres meses destinada a prolongar la estirpe de los Ventura. El padre de Rosy, el doctor Vidal, acudió presuroso, pero tuvo que limitarse a consolar a su hija como Dios le dio a entender. «No pierdas la entereza, Rosy, por favor… Hay que aceptar las adversidades. También a tu madre le ocurrió eso la primera vez». El doctor Martorell, de porte aséptico y mirada perforante, insistió en que, realmente, no había motivo de alarma con vistas al futuro. «Con una pequeña intervención, no es probable que vuelva a suceder…».
El asombro de Rogelio fue total. Jamás supuso que un percance de ese tipo, sinónimo de frustración, pudiera rozarle a él. Entraba en la clínica y salía de la habitación acariciándose la reluciente calva y procurando no respirar fuerte, porque el olor a éter lo mareaba. Sin razones en qué apoyarse, llegó a la conclusión de que la culpa era de su mujer… A raíz de ello no pudo evitar mirarla acusadoramente, lo que no gustó ni pizca a Rosy, y menos aún al doctor Vidal. Éste terminó por llamarlo aparte y cantarle las cuarenta. El alfiler de la corbata de Rogelio empezó echando chispas, destellos coléricos, que fueron espaciándose hasta apagarse. «De acuerdo, de acuerdo… Pero ¿es que no hay manera de prever esas cosas?». «El día que esas cosas puedan preverse —le replicó el doctor Vidal—, los edificios se construirán por sí solos». Rogelio clavó en su suegro una mirada poco amable, casi desafiante, lo que, por otra parte, no era nada nuevo.
Fue una dura lección para el capitán de «Construcciones Ventura, S. A.». Rosy se desmejoró mucho y el doctor Martorell le aconsejó un reposo largo…
El caso es que Rosy, físicamente, se recuperó más de prisa de lo que cabía esperar; en cambio, psíquicamente acusó el golpe y los nervios hicieron presa de ella en forma un tanto aparatosa. Le dio por fumar todavía más que antes y tan pronto caía en una inhibición total como se mostraba antojadiza en extremo. No podía olvidar la injusta reacción de su marido en los primeros momentos, y no quería aceptar nada de él. «Rosy, ¿quieres que vayamos al teatro? ¡No me gusta que te pases los días sin bajar siquiera la escalera!». «¿De veras te importa que baje la escalera o no? Anda, diviértete sólito». A veces, sin darse cuenta, se vengaba inventándose problemas. «¡La calefacción no funciona, Rogelio! Esto es la Siberia». «No lo entiendo. Yo me estoy asando». «Rogelio, necesitamos otra cocinera. Ésta guisa cada vez peor». «¿Cómo? ¿Otra cocinera? Pero si decías que…». «¿Qué importa lo que dijera? El mal rato lo pasé yo, ¿no te parece?». «Bien, bien, lo que tú quieras, cariño…».
Rogelio, fuera de casa, disimulaba cuanto podía. «Rosy está muy bien, está ya perfectamente…». Pero, en realidad, el aguante del constructor era nulo y cada día que pasaba le parecía una eternidad. «¿Qué le ocurre, Rogelio? —le preguntaba el conde de Vilalta—. ¡Lleva muchos días sin contarnos ningún chiste!». Aparte de eso, el hombre, naturalmente, cayó otra vez en brazos de Marilín, quien por cierto le dijo sin ambages: «¡Oye! ¿Sabes que te has vuelto más puerco que antes?».
Por suerte, el doctor Martorell le garantizó que la inestabilidad de Rosy era corriente en esos casos, pasajera —y una insignificancia, en comparación con lo que les ocurría a otras mujeres—, y que el día menos pensado las aguas volverían a su cauce.
El pronóstico del aséptico doctor Martorell se cumplió. Poco a poco Rosy logró dominarse, coincidiendo con la llegada del buen tiempo. Rogelio se alegró lo indecible, pues en verdad que no podía más. Rosy empezó a acortar las horas que se pasaba delante del espejo. Y una tarde, cercano ya el mes de junio y con él el primer aniversario de la boda, Rogelio, al regreso de un almuerzo de negocios, encontró a su mujer en su butacón preferido, leyendo plácidamente un libro…
¡Albricias! El hombre la miró y se percató de que el tan ansiado quiebro se había producido. Rosy estaba más hermosa que nunca, con cierto aire de plenitud del que antes carecía. Más aún, al verlo entrar se levantó alegremente y acercándosele le dio un beso que dejó alelado a Rogelio. Éste, una hora más tarde, en un arrebato de júbilo y musitando radiantes jaculatorias, salió disparado a comprarle una esmeralda; y, llegado el día del aniversario, le presentó el estuche, lo abrió y se la ofreció, al tiempo que hacía una reverencia como de payaso…
Los verdes ojos de Rosy se iluminaron por dentro. Tomó el estuche, sacó la esmeralda y se la colocó en el dedo. «¡Es maravillosa, Rogelio! Te lo agradezco mucho…». Fue una escena conmovedora, durante la cual Rogelio ciñó el talle de su mujer, haciéndole cosquillas, mientras ella simulaba huir y Rogelio simulaba perseguirla…
¡Albricias de nuevo! El ciclo amargo se había cerrado. Y el remate no pudo ser más completo. Días después de que el doctor Martorell le practicara a Rosy la consabida intervención, la mujer, en el momento de meterse en cama, le dijo a Rogelio, en tono susurrante:
—¿Te digo una cosa? Todo ha ido perfecto… Seguro que ya no habrá problema…
Rogelio, que estaba a punto de ponerse los pantalones del pijama, renunció a semejante operación y se quedó en cueros.
—¿Sabes lo que vamos a hacer, pequeña? —dijo, introduciéndose entre las sábanas y rodeando con su brazo el cuello de su mujer—. Un viaje. Un viajecito los dos… Donde a ti te apetezca. ¿Vale una semana? Necesito descansar… Y al regreso, colocaremos bandera en el bloque del Turó Park, que está quedando fenómeno.
Rosy adoptó la postura fetal. Se encogió como un gatito mimado.
—Me encantaría que me llevaras a la Costa Brava… A S’Agaró. O a Rosas, lo mismo da.
—Trato hecho. Mañana preparas el equipaje y salimos pitando.
Aurelio Subirachs, al comprobar que Rogelio no sólo había sido capaz de capear el temporal, sino que se mostraba dispuesto a repetir su luna de miel, le dijo a Claudio Roig, mientras lanzaba una de sus flechas contra la diana de la pared: «¿Se da usted cuenta, amigo Roig? Somos más complicados que un rascacielos».
El frenazo que tuvo que dar Julián presentó características muy distintas. El arquitecto se fue a Granada a ver a los suyos, ya que llevaba un plazo de tiempo exagerado sin darles un abrazo. Fue recibido con todos los honores y comprobó que en el caserón familiar todo seguía el ritmo normal. Su padre llevaba otro sombrero, pero usaba el mismo bastón; su madre continuaba acudiendo cada tarde al rosario; su hermana mayor, Francis, se había puesto en relaciones con un perito agrónomo, por lo que su alegría era similar a la del canario al recibir su ración de alpiste; Mari-Tere, desanimada porque Julián no la llevaba consigo a Barcelona, formaba parte del conjunto de «Coros y danzas» de la Sección Femenina, y tocaba las castañuelas que era un placer; Manolo creía cada vez más en el magisterio sintético de las radiografías; los niños del Frente de Juventudes desfilaban sin cesar cantando «Cara al sol» y otros himnos de rigor, y en la noche de Reyes los camellos, procedentes de la cercana África, habían depositado regalos en todos y cada uno de los hogares de la ciudad.
Fue una estancia breve, pero emotiva. El cordón umbilical. Todo el mundo reconoció que Barcelona, la «gran ciudad», le había dado a Julián un aire especial, un no sé qué. ¡Lástima —se lamentó Francis— que las muchachas de Granada fueran a quedarse sin él!
La única nota disonante del concierto, el arquitecto la oyó, como era de suponer, en el Casino: Andalucía no levantaba cabeza. Los latifundios de siempre, la pobreza, agravada por las restricciones impuestas por la guerra llamada ya «guerra mundial», habida cuenta de que en diciembre los japoneses atacaron Pearl Harbor, hundiendo la escuadra americana, y que a raíz de ello los Estados Unidos habían entrado en el conflicto. Tanta era la miseria, que en las aldeas los campesinos se tiraban a la vía del tren o se colgaban de los árboles, fatigados de vivir. Una gran cantidad de suicidios, que la prensa no mencionaba y que contrastaba con los himnos que los «flechas» entonaban por las calles.
Julián notó una punzada en el vientre y evocó la incesante reata de «paisanos» suyos que llegaban a Cataluña, a los que él mismo, siguiendo el ejemplo de don José María Boix, procuraba colocar en la construcción. Tal vez emigraran para no acabar también descuartizados o bamboleándose en el aire, con una cuerda al cuello, al amanecer.
Pero el arquitecto reaccionó. Olvidó aquello como se olvida una pesadilla, tanto más cuanto que Andalucía vestía de luto desde hacía siglos. Su madre era ejemplo arquetipo: para Julián siempre fue un bulto negro que se abanicaba. ¡Y qué tristeza la del cante jondo, y la de la guitarra, y la de las saetas! Se preguntó si no estaría desfigurando la hondura metafórica de su tierra. Manolo acudió una vez más en su ayuda. «No te hagas mala sangre, chico. Cierto que te estás descastando, pero eso figuraba en el programa. Nuestro sur es tal y como lo ves ahora, agónico. Si vinieras a mi consulta, te darías cuenta de que hay aquí un brillo metálico que deslumbra, pero el fondo de la gente es triste».
Terminada la visita a Granada, Julián se reintegró a Barcelona, con mayor ímpetu si cabe. Al apearse en la estación, no le importaron ni el humo pestilente que despedían las locomotoras, ni la gente tendida en los andenes con aspecto cadavérico. Los taxis eran tomados al asalto, y se decidió por el autobús. De vez en cuando veía anuncios que decían: «Construcciones Ventura, S. A.» y recordaba al sudoroso Jaime Amades. ¡Tipo felino! Siempre frotándose las manos, como los avaros, pero con sus zigzags y el don de la ubicuidad sin duda conseguiría salir adelante y hacerse, con la Agencia Hércules, el amo del cotarro.
Llegó al estudio de Balmes, después de saludar abajo a la portera, Manoli, que muchas veces, para ahorrarse trabajo, ponía en el ascensor: «No funciona», y abrió el ventanal, aunque el frío cortante de enero lo obligó a cerrarlo de nuevo. Dio una vuelta por su «leonera», como él llamaba al ático, saludó a los Picasso del vestíbulo, tomó un baño de agua tibia, enjabonándose la piel y el alma, y luego se sentó en su butacón, encendió la pipa y conectó la radio, aguardando a que, a la hora convenida, lo llamase Gloria.
Gloria fue puntual. Pero el hilo de su voz puso en guardia a Julián. Algo ocurría.
—Julián, necesito hablar contigo…
—¡Pues claro, querida! Yo también. ¿A qué hora vendrás?
—Es que…, no voy a subir, Julián. Deberíamos vernos en otro sitio…
Julián apretó con fuerza el auricular, que estuvo a punto de resbalarle.
—No comprendo. ¿Pasa algo malo?
—No, nada, al contrario… Pero tengo que hablarte.
—Está bien. ¿Dónde?
—En la Catedral, a las seis de la tarde. Dentro, en el altar de la Virgen de Montserrat. —Julián iba a añadir algo, pero Gloria cortó—: Perdona, pero he de colgar. Hasta luego…
Las horas se le hicieron interminables. Comió sin apetito en el restaurante Roma, contestando con monosílabos a las palabras de bienvenida del patrón y los camareros. Intentó dormir la siesta y no lo consiguió, y con media hora de antelación se dirigió a la Catedral, donde se entretuvo presenciando el incesante ir y venir de los fieles que acudían a depositar un cirio al Cristo de Lepanto.
A las seis en punto entró Gloria. Julián se hallaba ya frente al altar previsto. Se había arrodillado, pero al reconocer la silueta de la mujer se puso en pie. Gloria, que llevaba un magnífico abrigo de astracán, tomó agua bendita, se santiguó y luego avanzó hacia él.
Fue un diálogo largo, un forcejeo doloroso, entrecortado a ratos por fugas de Bach tocadas al órgano por un ser invisible. La música trepaba por las columnas y, después de rebotar en la bóveda, se expandía por el templo, llenándolo de una indescriptible melancolía. Hablaron de rodillas, muy juntos, mientras la gente pasaba o se detenía y el olor a cera impregnaba cada vez con mayor fuerza el ambiente, la ropa y hasta el espíritu de las palabras.
—Julián, he venido a despedirme…
El arquitecto tuvo la impresión de que los muros desaparecían y de que se encontraba en un descampado.
—Pero ¡Gloria…! ¿Qué estás diciendo?
—Mi decisión es firme, Julián. No insistas, porque sería inútil…
Julián notó que se le secaba la boca. Había bajado la cabeza.
—Supongo que te explicarás… Que me darás una explicación.
—Por supuesto. Es mi deber… Pero la explicación es sencilla.
—¿Sencilla…?
—Sí… He pasado esas fiestas con mi marido. Ya sabes: en Puigcerdá, como otras veces. Y he vuelto a sentirme unida a él. He vuelto a descubrir lo que él siempre había significado para mí.
Los muros del templo cercaron a Julián. El descampado se transformó en estancia estrecha, en la que se hacía difícil respirar.
—No comprendo nada, Gloria. Tu marido…
—Por favor, no sigas… No pronuncies una palabra que pueda ofenderle…
—No se trata de eso. Es que…
—Sí, la culpable soy yo. Me enamoré con sólo verte. Lo sé. Todo me parecía gris, y al conocerte me pareció que tenía derecho a romper con todo… Y no te reprocho nada.
—¿Entonces…?
—Pero he reencontrado a mi marido. Es un hombre entero, que me quiere con locura, y muy superior a mí. Le debo cuanto soy. Se merece todo lo que pueda darle y más…
Julián levantaba a veces la cabeza, pero las temblorosas luces del altar lo cegaban, y la bajaba de nuevo. ¡Y el órgano volvía a sonar!
—Gloria… ¡esto no puede ser! No quiero perderte… —La gente que se detenía a su lado le impedía levantar la voz.
—Y yo no quiero renunciar a esa paz que ahora sentiré al entrar en mi casa… No me atrevía a mirarle. Y al quedarme a solas con él, a veces sufría increíblemente.
—Me decías que eras feliz…
—Y es cierto. Me has dado mucha felicidad. Pero se trata de algo distinto. No tengo derecho a engañar a mi marido… Por eso he venido a pedirte perdón y por eso me gustaría poder pedírselo a él. Pero, como eso es imposible, se lo he pedido a un sacerdote, y me ha dado la absolución.
Julián, al oír esto, enmudeció. Pero temió que Gloria aprovechara la pausa para levantarse sin más. De modo que insistió:
—¿Te he decepcionado en algo, Gloria…? Dímelo… Estoy dispuesto a lo que sea. Te quiero, te quiero tanto como pueda quererte él…
Gloria sentía frío, humedad, y se alzó el cuello del abrigo. Julián se dio cuenta y no pudo evitar recordarla desnuda, saliendo de la ducha, con su cuerpo joven, satisfecho. Intentó posar la mano en su brazo, pero Gloria, como tocada por un resorte, al instante se levantó.
—Perdona, Gloria… Compréndelo… ¡Ha sido tan inesperado!
—Lo comprendo… —Una viejecita se arrodilló junto a la verja—. Ahora esfuérzate en comprenderme tú también… —Gloria, al tiempo que hacía la genuflexión, añadió—: Y perdona, tengo que irme… —De nuevo en pie concluyó—: Y ojalá, si algún día te casas, seas un marido como el que Dios puso en mi camino… —dicho lo cual la mujer, haciendo como que se santiguaba, empezó a alejarse.
Julián continuó de rodillas, rígido, como clavado en la losa gris. Luchó por no volver la cabeza, pero al fin cedió. Sin embargo, no pudo ver ya a Gloria, que se había perdido entre el ir y venir de la gente.
El arquitecto se levantó y apretó los puños. «¡Dios!». La exclamación, en la catedral, le sonó por dentro de una manera rara. Lo invadió un profundo rencor. Sin saber por qué, recordó el humo que despedían las locomotoras de la estación y los harapos humanos tendidos en los andenes. Luego se acordó de don José María Boix… De su noble cabeza. Lo vio pasear por su despacho, renqueante la pierna izquierda. Y recordó frases suyas aisladas, inconexas. «Por supuesto, si algo le falta, pídalo con toda libertad». «Mi apellido es campesino, “boj”, como el suyo: “vega”». «Abundan los desaprensivos, lo que para mí, se lo digo con franqueza, constituye una novedad».
Julián permanecía de pie. Tuvo la impresión de que la inmensa nave de la Catedral daba vueltas. Un hombre cojo depositó una moneda en el cepillo del altar: «¡croc!». El sonido fue mucho más duro que el «ning nang» que se oía al pulsar el timbre del piso de Gloria… El hombre cojo se agarró a los barrotes e incrustó materialmente en ellos su barbilla menuda y afilada.
Julián, agotado, decidió por fin marcharse. Echó a andar, flanqueando el coro, en dirección a la salida. A la izquierda continuaba el desfile de fieles ante la imagen del Cristo de Lepanto, que se erguía allá al fondo, gigantesco, los brazos en cruz. Vio un confesonario… En la calle notó también humedad y se levantó el cuello del abrigo, cuello impregnado de olor a cera, de olor a tristeza, a terrible humillación.
En la portería de la calle de Balmes, Manoli le entregó los periódicos de la tarde. ¿Qué le importaba a él el mundo? Una vez arriba, se dio cuenta de que las cosas no tenían un valor objetivo en sí: Picasso le guiñaba mil ojos, pero sin sentido; la cama se le antojó un páramo, una inmensa ironía horizontal; y en cuanto al taller… ¿qué significaba su nuevo proyecto para el local de reparación de automóviles? Nada había seguro en la existencia de cada cual.
Miró al exterior. Unas lucecillas en el Tibidabo. En cambio, en el interior de la casa se produjo un apagón, lo que empezaba a ser frecuente. Casi casi lo agradeció. Sentóse, ¡otra vez!, en su butaca y encendió, ¡otra vez!, la pipa. Sólo en ella encontró una migaja de tibieza…
Lo malo, lo peor, era que Julián no podía confiar absolutamente a nadie los motivos del desconcierto en que quedó sumido. Sí, eso era lo grave: no le asistía el menor derecho a revelar el secreto, la locura —¿locura?— que vivieron durante tantos meses él y Gloria. Por otra parte, a medida que pasaban los días, comprendió más y mejor la decisión de la mujer y empezó a sentir por ella un gran respeto, y otro tanto por don José María Boix…
Sin embargo, ello no hizo sino incrementar su desánimo y su irritación. Los conocidos le preguntaban: «¿Qué le pasa a usted, amigo Vega, que desde que regresó de Granada se le ve pachucho? ¿Le ha entrado la morriña?».
El único consuelo, si así podía llamarse, lo encontró en la vida desordenada. Sobre todo a la noche, al término de la jornada, miraba el teléfono, mudo como un negro insecto disecado, se iba al restaurante Roma y luego, en vez de dirigirse al frontón, se echaba a la calle a la buena de Dios, en busca de no sabía qué. A menudo entraba en «El Caracol», un café próximo, en el que colgaban papeles matamoscas y cuyas paredes estaban abarrotadas de calendarios con equipos de fútbol, y se distraía jugando al ajedrez con unos seres desconocidos que daban la impresión de vivir eternamente allí, delante del tablero, midiéndose el cráneo con las manos. Si perdía la partida, lo que no era frecuente, vaciaba hasta la última gota la copa de coñac.
También le dio por irse a «Bolero», que permanecía abierto hasta las tantas. Y una noche se llevó al ático de Balmes una muchacha joven, que por las trazas acababa de llegar de alguna tierra yerma del interior. Se hacía llamar Loli. ¡No, no era del interior!; era gallega. Llegó contratada para servir «en casa de unos señores» y éstos la dejaron plantada. ¿Qué podía hacer? «Además, he descubierto que los hombres así, altos como tú, me gustan una barbaridad…». «¿De veras, preciosa?». «De veras, chato…».
Chato… Julián pasó con Loli muchos ratos de embriaguez y tuvo que comprarle muchas pulseras y otras baratijas que tintineaban… Manoli, la portera, trataba a la chica con despotismo. «¡A pie!», barbotaba en cuanto la veía entrar. Loli no le hacía caso y tomaba el ascensor. Y luego dejaba en el dormitorio y en el cuarto de baño rastro de olores de otros muchos hombres «altos» y «chatos», y de «Pippermint» y de «Bolero».
A Loli la sustituyó la juguetona Dora, de «La Buena Sombra», y luego le tocó el turno a Carmenchu, a la que Julián conoció en el café Navarra y que fue la única que consiguió, a ratos, borrar del ático de Balmes la huella que en él dejó Gloria… Y lo cierto es que, aun cuando todas esas mujeres le decían lo mismo: «eres un pillín…», y «dame fuego, mi vida», él, halagado en el fondo, las complacía y sacaba del mueble bar otra botella de lo que fuese; lo cual no le impedía rascarse de tarde en tarde la cabeza, preguntándose si no sería mejor emplear todo aquel dinero en contar con un aparejador fijo y en contratar a un par de delineantes, que buena falta le estaban haciendo.
A todo esto, Rogelio y Rosy regresaron por fin de su feérico viaje —«¡oh la Costa Brava!»—, y conforme estaba previsto colocóse la bandera en el bloque de viviendas del Turó Park. La jornada había de ser decisiva para Julián, como lo fue para Rogelio la recuperación de Rosy. «Construcciones Ventura, S. A.», aprovechando la circunstancia de que tres plantas enteras del edificio habían sido vendidas en firme, organizó un cóctel por todo lo alto en el hotel Majestic. A lo largo de la fiesta Rosy estuvo observando a Julián y advirtió que, pese a ser el homenajeado, en el fondo estaba ausente, preocupado tal vez. El arquitecto intentaba disimular, pero no lo conseguía. En un momento dado le dijo a Rosy, en tono que parecía normal:
—Rosy… ¿me permites que te diga una cosa? ¡Estás guapísima!
—Muchas gracias —contestó Rogelio, anticipándose a su mujer.
Rosy guardó silencio. Y a los pocos instantes intervino:
—Julián… ¿me permites que sea yo quien te haga ahora una pregunta?
—Pues claro… —aceptó el arquitecto, intrigado—. ¿De qué se trata?
—¿Por qué no te casas?
Rogelio estuvo a punto de derramar la copa de champaña que sostenía en la mano.
—Pero ¡qué cosas tienes, Rosy! ¿No te he dicho muchas veces que hay personas que no soportan la felicidad?