CAPÍTULO V

JULIÁN LLEGÓ A LA CONCLUSIÓN de que lo más pertinente —de que lo único pertinente— era levantar el vuelo. Estaba en juego su destino profesional, que había de imponerse sobre cualquier otra condición. Julián no podía hipotecar por más tiempo sus ambiciones en un taller en el que la palabra «vanguardista» no figuraba en el vocabulario y en el que la máquina afilalápices gemía cada vez más. ¿Las súplicas de Gloria? No resolvían el peligro cierto de ser descubiertos un día u otro. Gloria lo tenía embriagado, pero por eso mismo el peligro era mayor.

No obstante, antes de tomar la irreversible decisión, quiso concretar con sus amigos, con Aurelio Subirachs y con Claudio Roig.

—Me dijisteis que el mundo no acababa en la calle de Córcega y que trabajo no habría de faltarme. ¿Podría saber qué perspectivas reales me esperan? Porque la verdad es que estoy harto. Tengo la impresión de llevar una camisa de fuerza.

Aurelio Subirachs hizo honor a su palabra, mientras Claudio Roig se limitaba a asentir con la cabeza. Aurelio Subirachs le garantizó dos cosas. La primera, que podía contar con su ayuda personal. «Constantemente he de rechazar encargos, porque no doy abasto. Desde ahora son tuyos. ¡Por favor, no lo consideres una humillación! Son trabajos dignos, ya lo verás». La segunda, que inmediatamente se pondría al habla con algún constructor de empuje, que tuviera imaginación y con el que Julián pudiera entenderse. «Eso no va a ser tan fácil, porque la mayoría van a lo suyo, como habrás podido observar. Pero en fin, llamaré por teléfono a unos cuantos amigos…».

Julián se quedó estupefacto. En aquel tiempo había intimado con Aurelio Subirachs y sabía que una promesa suya era ley. Intentó demostrarle su gratitud pero Aurelio Subirachs, acariciándose los bigotes de foca, lo interrumpió. «Es normal, ¿no?». ¿Normal? ¿Desde cuándo era normal dedicarse a echarle una mano al prójimo?

Sobre esas bases, la vida de Julián iba a dar un giro de ciento ochenta grados. Porque, se daba la circunstancia de que estaba también harto de la Pensión Paraíso y había visto un ático por alquilar, en la parte alta de la calle de Balmes, aireado y con mucha luz. Ideal para poner en la puerta una placa que dijera: «Julián Vega, arquitecto». ¡Qué maravilla! Un piso de soltero, que le concedería absoluta libertad.

No lo pensó más. Claudio Roig lo estimuló. «Adelante. Las cosas son así, se cierra un ciclo y empieza otro». El aparejador dijo esto porque acababa de recibir una carta de Tarragona, firmada por Saumells, el Mujeriego, en la que éste le anunciaba que «estaba decepcionado de muchas cosas» y que ingresaba en un noviciado. «Vocación tardía… Pero nunca es tarde para entrar en religión».

Julián, vencidas todas las dudas, puso manos a la obra. Resultó chocante que, en el momento de notificar su decisión, lo que más le dolió fue desairar a don José María Boix. Éste se quedó tan asombrado, sus ojos reflejaron una tristeza tan honda, que Julián se sintió como desnudo. «Lo lamento mucho, señor Boix. Al margen de nuestras discrepancias, me ha tratado usted de una manera exquisita». Al señor Boix se le habían formado dos bolsas en las ojeras. Renqueó por el despacho, hasta pararse frente a una magnífica pieza de porcelana de Sèvres. Por fin consiguió reaccionar. Dio media vuelta. «¡Bien, señor Vega! La vida hay que tomarla como es. —Marcó una pausa—. Además, no se preocupe. Le comprendo perfectamente. Usted es todavía un chaval y es lógico que tenga más aspiraciones…».

Gloria rozó el ataque histérico, pero Julián aguantó el chaparrón. No quería perderla, de modo que le repitió los argumentos ya sabidos, impuesto de que no se trataba de una excusa, de que tenían validez. «No seas tonta, mujer. Es la solución perfecta. Incluso podremos vernos más a menudo, y en casa propia. ¡El ático de Balmes te gustará como a mí! Huele a pintura fresca y lo acondicionaremos a nuestro gusto». Finalmente la mujer cedió, aunque al ver marchar a Julián, definitivamente, de la calle de Córcega, lo miró como ciertos enfermos miran hacia fuera al sentir que se acerca el invierno.

El traslado fue cosa de coser y cantar. Claudio Roig ayudó a Julián y en un solo viaje todo el equipaje quedó depositado en el flamante ático. Julián se despidió sin grandes nostalgias de la calle del Carmen y, de rebote, del Barrio Chino. Algo más le costó separarse de doña Aurora, la cual comentó: «¡Lo que me temía! Una golfa lo ha pescado…». Julián replicó: «Nada de eso, mi querida señora. Pero me ha tocado la lotería y he decidido independizarme…».

Julián dividió también el piso en dos mitades. La parte que daba al exterior la destinó a taller, adquiriendo todo el instrumental necesario, incluidos un taburete giratorio y muchos libros y revistas técnicas que entraban en España desde Portugal. La parte interior la acondicionó como si fuera un auténtico hogar, con living agradable —tresillo junto a la chimenea, radiogramola y mueble bar—, y sin regatear nada para el dormitorio y el cuarto de baño, pues Gloria se lo tenía merecido. Claudio Roig, al palpar las sábanas, de excelente calidad, le dijo: «Menudo canalla estás hecho, ¿eh?». «Anda, no te metas donde no te llaman». El vestíbulo lo decoró a base de unas reproducciones de Picasso y de un grabado antiguo que representaba a Barcelona rodeada de murallas.

Por cierto que Manoli, la portera, que se encargaría de lavarle la ropa y de limpiar el piso, al ver el mueble bar, ¡y sobre todo las reproducciones de Picasso!, se convirtió en un signo de interrogación. Julián procuró tranquilizarla. «No se preocupe. No le daré la lata…». Manoli, que era una mujer de apariencia tosca, ancha de caderas y seria como un funeral, barbotó algo en catalán y se fue dando un portazo.

Sí, giro de ciento ochenta grados en la vida de Julián. Desde el balcón del ático el panorama de la urbe era inmenso y se veía, allá al fondo, una franja vertical de mar; por la parte norte, el Tibidabo parecía al alcance de la mano. También se veía, en la propia calle, un poco más abajo, el restaurante Roma, donde Julián almorzaría y cenaría. Restaurante modesto, pero limpio, con motivos marineros en las paredes y servicio diligente.

Aurelio Subirachs tardó muy poco en hacer honor a su palabra y le proporcionó a Julián en seguida un trabajo: el proyecto de una editorial de tres pisos, con toda la parte trasera de la planta baja destinada a almacén. En cambio, lo mantuvo un tiempo esperando antes de dar con el constructor que, en su opinión, podía resolverle la papeleta. Aurelio Subirachs quería que no se tratase de un consentimiento esporádico y provisional, sino de algo sólido, con garantías de continuidad. Para ello era necesario que cupiera la posibilidad de que dicho constructor y Julián llegaran a ser amigos. Después de pensarlo mucho se decidió por don Rogelio Ventura —Rogelio para los íntimos—, propietario de «Construcciones Ventura, S. A.». No se le escapaba que era arriesgado jugar aquella carta, pero Aurelio Subirachs se las daba de psicólogo y honradamente creyó que, por lo menos a la larga, iba a lograr la combinación del siglo.

Como fuere, Julián, al oír aquel nombre, se llevó las manos a la cabeza. ¡Rogelio Ventura! Lo conocía sólo de vista, pero desde que llegó a Barcelona había oído hablar de él, muy popular en el ramo. Hombre bajito, calvo, tenía la particularidad de llevar tirantes, de ser un empedernido charlatán y de fumarse una buena cantidad de habanos al cabo del día. Don José María Boix lo tenía por el arquetipo de los constructores desaprensivos, sin escrúpulos, que pululaban por la ciudad.

Aurelio Subirachs salió al paso de tales juicios y le dijo a Julián, con su voz segura, de chantre:

—Cuidado, amigo… No te precipites. Me sé de memoria la vida y milagros de Rogelio Ventura y no veo en el horizonte nadie más idóneo para ti. Los madrileños lo calificarían de tipo fetén, y no se equivocarían; sin embargo, puedo garantizarte que muy poca gente lo conoce de veras. Dicen de él que es un ser grosero, instintivo, estomacal: pamplinas. Eso es sólo parte de la verdad. Es listo como nadie. ¿Sabes lo que significa caballo ganador? Pues eso. Al saber que eres de Granada me soltó a boca de jarro: «Pero ¿crees de veras que un muchacho nacido casi en África puede seguir mi ritmo?». ¡Oh, no le hagas caso, te lo ruego! Es su manera de expresarse. Treinta y cinco años, siempre está en forma y se ríe del lucero del alba, como es corriente entre los gorditos. Mejillas sonrosadas, ojos claros, azules… En fin, tiene una vitalidad tan arrolladora, tan convincente, que si me descuido, a raíz de hablar estos días con él me dejo engatusar y en estos momentos me encontraría proyectando un par de cuarteles para la guardia civil.

A Julián se le ocurrieron mil preguntas a la vez.

—Pero… ¿verdad que suelta eructos como para parar un tren?

—Sí, pero, si mal no recuerdo, tú hiciste la guerra, ¿no es eso? —replicó rápidamente Aurelio Subirachs.

—¿Soltero? —interesó Julián, como si tal circunstancia fuera importante.

—Soltero.

—¿Vive solo?

—Eso lo sabe él. Su secretaria es muy mona y se llama Marilín.

—¿Cómo llegó a eso de la construcción?

—¡Huy, ésa es una historia muy larga! Ya te enterarás…

—¿Por qué crees que es la persona idónea para mí?

—Porque tiene una gran experiencia y un olfato fenomenal. Huele a las personas a la legua. Porque a su lado se aprende mucho… Yo, por lo menos, he aprendido de él que en la vida hay que actuar con una convicción: que se puede ganar. Es un excelente jugador de póquer, ¿entiendes?

Julián parecía desconcertado.

—No del todo, pero tengo confianza en ti.

Rogelio Ventura era, efectivamente, un ser dual, complejo y merecedor de muchos de los epítetos que le colgaban, «De todos modos, para trabajar con un angelito pudiste quedarte con don José María Boix, ¿no?». Verlo actuar era asistir a una película de acción. De aquí que Claudio Roig, al margen de los recelos que el hombre le inspirase, lo envidiara en grado sumo. Rogelio Ventura era lo que Claudio Roig, muchas veces, hubiera deseado ser: alguien seguro de sí mismo. En vez de ello, el aparejador era cada día más tímido y su existencia transcurría trabajando sin descanso, sin protestar jamás, y cuidando de «sus» dos viejecitos, parientes de su padre, él hemipléjico y babeante y ella sorda como una tapia y con dos ojos que ya no le servían para ver. «Ya me conoces, Julián: yo nunca he jugado al póquer…».

Rogelio Ventura era excautivo. Se pasó prácticamente toda la guerra en la Cárcel Modelo, lo que eliminaba por definición cualquier duda en el aspecto político, sobre el que Julián estaba harto escarmentado. Ya en la cárcel dio muestras fehacientes de su temperamento campechano y astuto: se ganó la simpatía de muchos milicianos e incluso la de un jefazo llamado Juan Ferrer, que en dos ocasiones le salvó la vida y que a la sazón se encontraba exiliado en París, dueño de un hotel. También intimó mucho con un recluso de su misma celda, tipo extraño y sinuoso, llamado Jaime Amades, que por consejo suyo se dedicaba a la publicidad pero que, en cuanto podía, se iba a «Construcciones Ventura, S. A.» y no se movía del lado del «gran» Rogelio, como él lo llamaba.

El constructor era oriundo de un pueblo de la provincia de Barcelona, Llavaneras, donde su familia, desde antiguo, regentaba un plantío de árboles. Al salir de la cárcel se fue a su casa y descubrió que dicho negocio, en manos de su madre y de dos hermanos, le quedaba estrecho. Entonces cogió el petate y se fue a Barcelona a tentar al diablo. Sus comienzos fueron, ¿cómo decirlo?, un tanto sobresaltados. Pocos miramientos, desde luego. Compraba y vendía máquinas de escribir, neumáticos, chismes de poca monta… ¡Una temporada ejerció de detective particular! Y tal vez se dedicara también al timo de la estampita… Como fuere, consiguió algunos ahorrillos, hasta que de repente, ¡zas!, la jugada inesperada. Aprovechando que tenía buena labia y que era bajito se introdujo en los cuarteles… y se forró. Se forró con las subastas, como tantos otros. Primero fue una partida de rollos de alambre; luego, chatarra; luego, un camión despanzurrado, dos camiones, tres… «¡Lo que quieras!». Al estallar el conflicto mundial se dijo: «¡ésta es la mía!». Alquiló toda una planta del chaflán norte Consejo de Ciento-Aribau y puso en los balcones un rótulo colosal que decía: «Construcciones Ventura, S. A.». ¡Así llegó el hombre a la construcción! Naturalmente, no tenía la menor idea de lo que eran el gótico y el rococó, mas para sus propósitos, maldita la falta que le hacía. Porque, el caso es que prosperaba, que prosperaba vertiginosamente, sobre todo comprando y vendiendo solares y también pisos de lujo para los fabricantes de Sabadell y Tarrasa, «los cuales hacían su agosto con sólo revender los cupos de materia prima que les asignaban de Madrid». Pero también construía mucho, gracias a que, con la ayuda de su repertorio de argucias, a él nunca le faltaba el material necesario.

Muchos ejemplos había para demostrar la complejidad de su temperamento. Por un lado, estrangulaba a los intermediarios y a quien se le pusiese por delante entorpeciendo su labor; por otro, tenía rasgos de una generosidad extraordinaria, especialmente con sus empleados. Éstos lo adoraban. Se preocupaba de sus pequeños problemas y, por supuesto, de sus dentaduras. Era una manía suya, de imposible calificación. No soportaba que alguien que trabajase para él tuviera una muela picada. «¡Eh, tú, al dentista! Y que manden la factura a Caja». De ese modo las dentaduras que se exhibían en las oficinas de «Construcciones Ventura, S. A.» componían un muestrario casi artístico.

Otra variante demostrativa de su dualidad eran sus amistades. De una parte, su excompañero de cárcel Jaime Amades, contertulios del café de la esquina y el dueño y los dependientes de la barbería «La Esperanza», adonde iba a afeitarse todos los días a media mañana. El dueño se llamaba Deogracias y era un bendito, tristón por naturaleza, que escuchaba a «don» Rogelio como a un oráculo y que aseguraba de él que llegaría a ser directivo del Club de Fútbol Barcelona. De otra parte, arquitectos de valía, como Aurelio Subirachs. Y más aún: en cuanto inauguró la constructora se hizo socio del Club de Golf y del Barcino, y allí alternaba con gente de alcurnia, con tal capacidad camaleónica que era muy raro que alguien le viese el plumero. En esos lugares de postín sus dos conquistas más conspicuas fueron la del joven banquero Ricardo Marín, que lo consideró también «caballo ganador» y actuó en consecuencia no denegándole ningún crédito, y el inefable conde de Vilalta, aristócrata catalán, dueño de un periódico matutino, importador de yute y mecenas deportivo. El conde de Vilalta se reía mucho con Rogelio, especialmente con sus chistes verdes. «¡Rogelio, es usted el no va más!». «Pero usted, señor conde, juega al golf mucho mejor que yo…».

Resumiendo, era un pícaro, pero no se sabía si lo era de siete suelas, o sólo de cinco, o sólo de dos. Tenía una memoria prodigiosa para recordar y apropiarse las frases ingeniosas que se pronunciaban alrededor. Lo de la soltería lo llevaba a rajatabla. «Con la mercancía que circula por ahí, no comprendo que un hombre se ate para toda la vida con una sola mujer». Entre otras razones, Aurelio Subirachs pensó en él porque, en un momento determinado, podía mostrarse dispuesto a jugar la carta grande. Creía en el futuro y en las programaciones a largo plazo, lo que en el gremio era poco frecuente… Si Julián sabía llevarlo y hacía buenas migas con él, acaso a la primera oportunidad pudiera dar rienda suelta a los revolucionarios proyectos que llevaba en la mollera. Si se colocaba a la defensiva, todo estaba perdido y habría que seguir buscándole encargos para proyectar editoriales de tres plantas con almacén en la parte trasera.

—La cuestión es que no le hagas demasiadas preguntas, ¿comprendes?

—¿Preguntas? ¿Qué quieres decir?

—Que no te metas en su mecánica, en su sistema de contabilidad… Tú a tus planos y a cobrar, ¿está claro?

Julián se desconcertó de nuevo.

—Creo que sí.

Julián se dirigió a «Construcciones Ventura, S. A.», dominado por sentimientos contrapuestos. Le obsesionaba la figura espasmódica del dueño de la empresa y no se le escapaba el lado bueno de la cuestión; no obstante, se preguntaba si alguien era capaz de jugar con aquellos naipes sin ensuciarse las manos. Sólo un hombre hubiera podido convencerlo para que diera aquel paso: Aurelio Subirachs.

Mientras subía la escalera que conducía al despacho y a las oficinas, se dio cuenta de que los peldaños crujían como si tuvieran bronquitis. La casa, desde luego, era bastante destartalada y resultaba difícil imaginar que allí dentro se cocieran negocios importantes.

Llegado al rellano empujó la puerta y se encontró en un pequeño recibidor, un tanto oscuro. No le dio tiempo a desanimarse. Salió a su encuentro una secretaria de muy buen ver, limpia, redondita —sin duda Marilín—, con blusa roja y zapatos de tacón alto. Llevaba en la mano un bloc y un lápiz.

—Don Rogelio Ventura me está esperando…

La muchacha lo miró de arriba abajo como si Julián acabara de entregarle un ramo de rosas.

—¿Su nombre, por favor?

—Julián Vega.

La muchacha consultó su bloc.

—Sí, en efecto. —Sonrió y añadió—: Perdone usted, señor Vega, pero tendrá que esperar un momento. Don Rogelio está en «La Esperanza».

—¿La Esperanza?

—Es la barbería de abajo… Pero no tardará. Cuestión de cinco minutos. —Nueva sonrisa—. ¿Quiere sentarse?

Julián, aturullado, miró alrededor y segundos después se encontró con que la secretaria se había diluido y él había apoyado sus posaderas en un diminuto taburete situado junto a un paragüero, en un rincón.

Apenas si tuvo ocasión de farfullar varios tacos intrínsecamente andaluces y de forjar planes absurdos. Oyó, eso sí, al otro lado de una puerta de cristal opaco, el lento tecleo de varias máquinas de escribir. De pronto, como irrumpe en una habitación una súbita ventolera, apareció en el vestíbulo Rogelio Ventura, afeitado que era un primor, con un acompañante que desapareció en seguida tras la puerta de cristal opaco. Rogelio Ventura reconoció en el acto el bulto que el arquitecto hacía en el taburete y, sin darle tiempo a ponerse enteramente de pie, le estrechó con tal fuerza la mano que Julián tuvo que morderse con disimulo el labio inferior.

—¡Discúlpeme usted, señor Vega! Precisamente me gusta la puntualidad… Pero ¡ese barbero de la puñeta! Por poco si con la prisa me corta el pescuezo.

Rogelio Ventura olía a Floid. Julián iba a decir algo, pero el constructor, anticipándose con energía, lo invitó a pasar al despacho.

—Discúlpeme otra vez —le dijo al llegar allí—. Vuelvo al instante. —Y desapareció por una puerta simulada, que con toda probabilidad daba a los lavabos.

Julián permaneció de pie y se dedicó a inspeccionar la estancia en que se encontraba. Le llamaron la atención, en las paredes, una serie de calendarios representando mujeres en bañador. En la mesa, un tintero rematado por la silueta de un sátiro. Montañas de carpetas, un teléfono, una lámpara, un trozo de metralla que servía de pisapapeles.

El tresillo, situado a la izquierda, aparecía tan desgastado como los peldaños de la escalera. Había un ventanal al fondo, por el que revoloteaba un moscardón.

Rogelio Ventura regresó en seguida. La enorme estatura de Julián no pareció acomplejado. Mientras lo invitaba a sentarse, cogió una caja de habanos que había en la mesa y le ofreció: «¿Fuma usted?».

—Gracias, fumo en pipa —rechazó Julián, tomando asiento. Y mientras él encendía su cachimba, la preciosa cachimba que le regaló Mari-Tere, Rogelio Ventura inició el delicado rito de cortar la puntera del cigarro y encenderlo luego, haciéndolo rodar voluptuosamente entre los dedos y dándole fuertes chupadas.

—¡Bien, encantado de conocerle, señor Vega…! —Se sentó a su vez—. Aurelio Subirachs me ha hablado tanto de usted… ¡Ah, antes de que se me olvide!: me gustaría decirle que es usted un santo, amigo mío… ¡No, no proteste, no proteste! Un hombre capaz de trabajar un año seguido con don José María Boix es un santo. ¡Ja, ja! —y el dueño de «Construcciones Ventura, S. A.» soltó la primera carcajada.

El arquitecto, que consideró de mal gusto la chanza sobre su exjefe, recordó las palabras de Aurelio Subirachs: «Se ríe del lucero del alba».

—La verdad —se contuvo Julián— es que don José María Boix se ha portado conmigo de una manera exquisita.

—¿Exquisita? ¡Oh, claro, claro! Mi comentario ha sido una broma… Bromear es para mí…, ¿cómo se lo diría yo?, algo congénito, ¿se da cuenta? —y Rogelio Ventura dio otra chupada al cigarro, con tal potencia que lo redujo a la mitad, sin que Julián se enterase de adonde había ido a parar el resto.

El moscardón de la ventana reanudó su actividad y Rogelio Ventura, al darse cuenta, como tocado por un resorte, se levantó, tomó un periódico y de un golpazo lo mató. Luego volvió a sentarse.

—Bien, señor Vega… Desearía que todo esto resultase beneficioso para los dos. Por mi parte, estoy encantado. —De pronto, su voz adquirió un matiz de honda convicción—. Además, he de estarle agradecido. ¡Sí, sí! Entró usted con las tropas, estando yo en la Modelo, y por lo tanto contribuyó a mi liberación. ¡Esas cosas cuentan, sí, señor! Por lo menos, yo no las olvido jamás…

Julián observaba a su interlocutor y llegó a la conclusión de que lo más incisivo que había en él eran los ojos, claros y azules, en efecto, pero tras los cuales probablemente se ocultaba una tremenda frialdad interior.

—La verdad es que aquello no tuvo importancia. Cumplimos con nuestro deber.

—¡Caray con el deber!

Acto seguido Rogelio Ventura añadió que con eso de los contactos humanos ocurrían fenómenos extraños. La primera vez que Aurelio Subirachs le habló de él pensó que eso de ser andaluz podía constituir un obstáculo. ¡Lamentable error! Precisamente estaba cansado de oírles decir a los capataces de las obras que los catalanes y los andaluces, por motivos desconocidos, solían entenderse a las mil maravillas.

Julián Vega cambió de opinión. No, lo más incisivo de Rogelio Ventura no eran los ojos, claros y quizá fríos; era la sonrisa. Al sonreír le brillaba un diente de oro, que hacía juego con el alfiler, también de oro, que llevaba en la corbata.

—Me alegra oírle hablar así. Yo también me he dado cuenta de que, salvo en algunos detalles, me siento aquí como en mi segunda tierra.

—¿De veras? ¡Enhorabuena! ¿No echa de menos los chatitos de Granada?

—De ningún modo. Puedo prescindir de ellos sin el menor esfuerzo.

—¡Lo dicho, amigo mío! Es usted un santo —y Rogelio Ventura soltó otra carcajada.

Aquí se interrumpió el diálogo. En ese momento entró, sin llamar, Marilín, tan campante, llevando un platito y un vaso con cucharilla y dijo:

—Lo siento, don Rogelio… El bicarbonato.

Rogelio Ventura hizo una mueca de asco y miró a Julián.

—¡Ya lo ve usted, señor Vega! A juicio de Marilín, que me conoce muy bien, soy un ser flatulento… y que padece acidez.

El constructor, después de disolver con la cucharilla el líquido blancuzco, se lo tomó de un sorbo… ¡y eructó! Julián no supo qué cara poner, mientras Marilín recogía el servicio y se dirigía hacia la puerta, taconeando con más garbo que nunca.

A continuación, Rogelio Ventura pareció dispuesto a entrar de lleno en el tema que los tenía frente a frente, a concretar. Primero le ratificó que, pese a las apariencias, la casa construía cada día más. «En estos momentos tenemos en curso lo menos un par de docenas de obras, de todos los tamaños y para todos los gustos —afirmó—. Y anteayer el señor obispo —por cierto: ¿se dice ilustrísimo o ilustrísima?— bendijo los locales de una fábrica de géneros de punto, levantada enteramente por “Construcciones Ventura, S. A.”». Luego le dijo que la costumbre era no tener arquitectos en exclusiva, de plantilla. «Por aquí desfilan muchos. Se les encarga el correspondiente trabajo, y aparte que cada uno haga lo que le dé la gana, ¿comprende?». De momento, no podían hacerse filigranas, porque el cliente mandaba; «pero nuestra intención —ya se lo diría Subirachs— es acabar con la rutina del gremio y llegar a cometer auténticas locuras». Condiciones, las de costumbre: un tanto por ciento del valor de ejecución material de la obra, «naturalmente, siempre y cuando los proyectos hayan merecido previamente nuestra aprobación, la aprobación de “Construcciones Ventura, S. A.”».

—¿Alguna pregunta?

—Sí —intervino Julián—. Desearía saber por qué de repente emplea usted el plural.

—¡Oh, muy sencillo! Porque, en esta casa quiero dar la impresión de que un servidor vale por dos —y Rogelio Ventura, por primera vez, y puesto que ya se había liberado del cigarro habano, hizo chascar los tirantes.

Julián tuvo que reconocer que se encontraba ante un sistema de reflejos notablemente directo. Para no quedarse rezagado, acto seguido le preguntó al constructor si había pensado en algo específico, concreto, para él.

—¡Por supuesto! ¡Por supuesto! Precisamente hace poco hemos adquirido una serie de solares en la zona del Turó Park. ¿Conoce usted el Turó Park? Bien, me alegro. Así ya sabe usted el repugnante aspecto que ofrece aquel barrio. Edificios aislados, montones de escombros, una pista de patinaje para romperse los huesos, manadas de cabras… ¡Una calamidad! ¿No le apasionaría adecentar un poco todo aquello, levantando un bloque de viviendas funcionales, a precios asequibles, pero dignas y según su estilo?

Julián, al oír esto, no pudo remediarlo. Puso cara de niño en la mañana de Reyes.

—Desde luego me encantaría…

—Pues podríamos empezar por ahí… —remató Rogelio Ventura—. A Aurelio Subirachs el asunto le ha parecido de perlas. Nos ponemos de acuerdo para visitar un día de éstos dichos solares, y puede usted empezar a trabajar. Naturalmente, si el planteamiento de la cuestión que hasta ahora le he hecho le parece correcto…

¡Un bloque de viviendas! ¡Transformar el aspecto de un barrio! Julián, que también había dejado de fumar, se llevó los índices a los labios.

—Desde luego —admitió—, todo esto se está pareciendo a un cuento de hadas. En cuestión de pocos días, me encuentro en situación de pegar el salto con que soñé desde que salí de mi patria chica.

—¡Por favor, amigo, no se ponga usted sentimental! Yo sólo me pongo sentimental cuando hablo de la Cárcel Modelo y cuando voy a Madrid, a los Ministerios, en compañía de mi querido amigo el coronel Rivero.

—¿El coronel Rivero?

—Claro, usted no sabe quién es. Pero su presencia allí me abre todas las puertas. A veces, con franqueza, salgo con una serie de papeles firmados que hacen que casi se me salten las lágrimas.

Julián pensó que el cinismo de Rogelio Ventura había hecho su aparición y se acarició el pelo rubio. Se puso serio. De pronto la biografía del hombre que tenía delante le pasó por la mente. «Los madrileños lo calificarían de tipo fetén, y no se equivocarían». «Un pícaro, aunque no se sabe si lo es de siete suelas, o sólo de cinco, o sólo de dos». «Tal vez se dedicara también al timo de la estampita…». «Sus empleados lo adoran». Sí, había algo contagioso en la personalidad del constructor. Imposible negar que era el caso del bribón simpático hecho realidad.

Rogelio Ventura se dio cuenta de que algo pasaba por el cerebro del arquitecto.

—¿Ocurre algo, señor Vega?

Julián disimuló.

—Nada, nada absolutamente… Sólo quería preguntarle si la costumbre de la casa es trabajar de prisa… o despacio.

Rogelio Ventura casi pegó un salto en el sillón.

—¡De prisa, de prisa! Los pies están hechos para andar, ¿no le parece?

—De acuerdo, de acuerdo… Procuraré no perder el tren.

Entonces Rogelio Ventura cedió a la tentación de darle algunos consejos, valiéndose de que le llevaba unos cuantos años. «En el mundo moderno, para triunfar, cada día hará falta más ambición, y la ambición no permite descansos demasiado largos». «En el ramo de la construcción la lucha es a muerte y quien pega primero pega tres veces». «Le convendría hacerse socio del Club de Golf y del Barcino, donde podría entrar en relación con personas que podrían echarle una mano…». Él lo había hecho y le iba de maravilla.

Julián estuvo de acuerdo en todo, menos en lo último. De momento no estaba en condiciones de codearse con la llamada alta sociedad.

—¡Grave error! —censuró Rogelio Ventura—. ¡Hay mujeres de aúpa! Y usted, con su facha y su cachimba, se las metería en el bolsillo, dicho sea para emplear una expresión moderada…

El arquitecto sonrió.

—Me las voy arreglando, señor Ventura… Y no olvide que tendré que ocuparme, con prisa, de los bloques del Turó Park…

—¡Ah, un último consejo! Eso del ajedrez… hace perder mucho tiempo, ¿no cree?

Julián se acarició la mejilla derecha.

—Sí, pero me gusta. ¡Con su permiso, seguiré jugando!

La entrevista había durado lo suficiente y el arquitecto se puso en pie. Rogelio lo imitó. Tampoco en esa ocasión la estatura de Julián pareció acomplejar al constructor. Aquél le preguntó por la insignia que éste llevaba en la solapa y Rogelio Ventura le dijo:

—¡Huy, eso es algo serio, amigo Vega! La insignia del Club de Fútbol Barcelona… ¿Le gusta a usted el fútbol?

—Prefiero los toros…

—¡Naturalmente! Es usted del Sur…

—¡Bah!… Yo creo que empiezo a ser un poco de todas partes…

Rogelio cogió del brazo a Julián y lo acompañó hacia la puerta. Apareció Marilín y el constructor le preguntó:

—¿Hay alguien esperando?

—El señor Amades…

—¡Bueno! Ese hombre se está convirtiendo en mi guardaespaldas…

La despedida entre los dos fue cordial. «¡Hasta pronto!». «¡Hasta pronto!». Rogelio Ventura sostuvo la puerta y el arquitecto se lanzó materialmente peldaños abajo… Exactamente lo que le ocurrió a la salida de la primera entrevista con don José María Boix.

Julián no sólo escribió a Granada notificándoles su nueva «situación», sino que quiso que fueran felices y se gastó en regalos el resto de sus ahorros. «Para mi padre, para mi madre, para Manolo, para los hijos de Manolo, para mis hermanas… ¡Ahí va!». La respuesta fue conmovedora. Una carta firmada por toda la familia, que rezumaba añoranza, pero al propio tiempo alegría por los progresos que les anunciaba. En una posdata Mari-Tere le recordaba simplemente* «¿Cuándo me mandarás a buscar…?». Por su parte, Manolo dibujó al dorso un fornido atleta que fumaba en pipa, cuyas espirales de humo silueteaban una sola palabra: ADELANTE.

Adelante… Era lo propio. Julián no cabía en sí de gozo, sobre todo porque el día que visitó en compañía de Rogelio Ventura la zona del Turó Park, después de inspeccionar el terreno y de tropezar varias veces con una palangana rota que había entre los escombros, estuvo singularmente inspirado, mostrándose a la vez «minucioso» y «visionario», perfecta combinación, ajuicio de Rogelio Ventura, quien tuvo buen cuidado de guardarse dicha opinión para sí.

Como fuere, Julián, antes de lanzarse a trabajar y cediendo a sus impulsos, se dedicó a recorrer con «otros» ojos aquella urbe que lo había recibido con banderas locas y una niña hambrienta pidiéndole chocolate, y que en adelante él contribuiría a engrandecer. Entonces comprobó que Barcelona, bajo la luz otoñal, era hermosa. Los árboles de las Ramblas se teñían del color de las custodias y el crepúsculo peinaba una a una las hojas con aquel punto de melancolía que tanto gustaba a Gloria. Por lo demás, quedaban al descubierto cierta sabia ordenación urbanística y la majestad de ciertas avenidas. Recorrió los alrededores del puerto y prestó atención a los pregones y voceríos… «¡Cien iguales para hoy!». «¡Cien iguales para hoy!». Julián sonreía… ¿No le había ya tocado —lo dijo mil veces— el gordo de Navidad? Los vendedores de periódicos anunciaban algo referente a los paracaidistas alemanes… ¡Al diablo la guerra! ¿Cómo…? Sorprendido de su propia reacción, compraba El Noticiero o La Prensa y procuraba en lo posible interesarse por las batallas que tenían lugar en Europa… Pero la verdad era que pronto se fatigaba y volvía a contemplar lo que le salía al paso. ¡Ah, sí, la vida era eso, una mezcla de escaparates y de bicarbonato, de fidelidad de Claudio Roig y de regalos a la familia, de tinteros coronados por un sátiro y de vallas que en el Turó Park decían: «Construcciones Ventura, S. A.»! La vida daba saltos, pegaba brincos, como el Ford negro de su exjefe por las infames carreteras que conducían al Valle de Arán. «Por favor, una copa de coñac».

El remate —Julián se preguntó si las gitanas del Albaicín se lo habían preconizado— fue Gloria, como tenía que ser. En efecto, Gloria cumplió debidamente con el pacto establecido, pues terminó por aceptar con júbilo que el ático de Balmes era infinitamente más personal que aquel establecimiento de Pedralbes en el que los amantes se turnaban como en un tiovivo carnal que daba vueltas sin fin. El nuevo piso confería a sus relaciones con Julián un carácter peculiar, con la placa en la puerta que decía: «Julián Vega, arquitecto» y una cama en la que no se mezclaban perfumes ajenos.

—¿Ves, muñeca, como yo tenía razón?

—Sí, cariño… ¡Pero en casa continúo echándote de menos!

—No seas tonta. Ahora puedes llamarme por teléfono a cualquier hora…

—Sí, eso es cierto.

Pronto el dormitorio y el cuarto de baño quedaron impregnados de Gloria. Y el taller, en cuyas paredes se veían ya, ¡clavados con chinchetas de colores!, los primeros bocetos del bloque que le encargó Rogelio Ventura. Hasta los libros y las revistas acabaron oliendo a besos interminables. De hecho, la exaltada unión de la pareja cruzó raudamente los días y las semanas y alcanzó su saturación, bajo la enigmática mirada de las figuras de Picasso colgadas en el vestíbulo y que parecían observar a la vez todas las virtudes y todos los pecados capitales.