CAPÍTULO IV

LA PATRONA DE LA PENSIÓN PARAÍSO le tomó afecto a Julián. Era una mujer cariñosa, servicial, que antes de 1936 vivió una etapa de esplendor, gracias a que su marido era dueño de una tienda de comestibles, en la calle Conde del Asalto, que les proporcionaba muy buenas monedas. El hombre fue movilizado, partió para el frente del Ebro y nunca más se supo de él. Le dejó un hijo, en cuya ayuda ella confiaba, pero los «nacionales» se lo llevaron a Zaragoza a cumplir el servicio militar y Dios sabe cuándo regresaría. «Así que a mi que no me hablen de fusiles, ¿entiende, don Julián?». Al encontrarse sola no se atrevió a reabrir por cuenta propia el establecimiento, pero sí a poner la pensión, a la que llamó «Paraíso» precisamente en recuerdo de aquella etapa feliz vivida antes de la guerra. «Y hasta ahora no puedo quejarme. Ya lo ve usted. Estamos hasta el tope».

Cierto. La pensión, sobre todo a la hora del almuerzo y a la noche, semejaba una colmena. La mayor parte de los clientes eran fijos y organizaban tertulias de escaso rigor intelectual, o apasionadas partidas de cartas. Cada uno tenía su manía o su tic particular, que la patrona se sabía de memoria. Julián procuraba no guardar para con ellos excesiva distancia; pero, aun así, su condición de arquitecto le valía un respeto especial. La patrona estaba muy al tanto de los movimientos del nuevo huésped, sin duda su preferido, por sus buenas maneras y porque era realmente el único que la llamaba «doña Aurora», y no dejaba de advertirle: «Cuidado, don Julián, que el coñac estropea a los hombres». Y cuando lo veía salir de noche y regresar a las tantas, ella, que se conocía al dedillo el Barrio Chino, lo amonestaba: «¡Como caiga en manos de alguna pelandusca, por la memoria de mi marido, que en gloria esté, que le pongo de patitas en la calle!». A Julián le hacía gracia que doña Aurora hablase de la gloria, pues en el fondo la buena mujer no había perdido la esperanza de que su marido reapareciese en carne viva un día u otro.

Los avatares de la contienda mundial sacudían de pronto el ritmo tranquilo de la pensión. A la hora del noticiario todo el mundo escuchaba la radio en medio de un gran silencio. Y al terminar, los comentarios delataban a la legua las simpatías de cada cual. Los «germanófilos» se tocaban la nariz y exclamaban: «¡Ese Hitler es el diablo! Los está achicharrando». Los «aliadófilos» encendían un pitillo y, sobre todo si Julián estaba presente, despistaban. «¡Bueno! ¿Qué se hace? ¿Empezamos la partidita?».

El día que el ejército nazi culminó con éxito la ocupación de Bélgica y Holanda, Julián, que en Barcelona se había inscrito, al igual que Claudio Roig, en la «Delegación de Ex Combatientes», no pudo ocultar su alegría, y a la hora de la cena levantó su copa y, dirigiéndose a los demás comensales, los invitó a brindar. Se produjo un leve incidente. Un muchacho joven, nervioso, llamado Román, que llevaba en la pensión una semana escasa, no sólo se negó a levantar su copa sino que protestó en voz alta. «¿Por qué no nos deja usted en paz? ¿O se cree que esto es un cuartel?». Julián enrojeció. A punto estuvo de sucumbir a uno de sus raptos coléricos. Doña Aurora necesitó de todo su tacto para evitar que la cosa pasara a mayores. «¡Hala, hala!… No discutan, y que cada cual haga lo que le parezca». Julián, en homenaje a la patrona, cedió; pero fulminó con la mirada al joven Román y se prometió a sí mismo enterarse de «quién era aquel mentecato».

Esa exaltación de Julián había de repercutir en la vida del arquitecto durante su período de prueba en casa de don José María Boix. Éste era también «aliadófilo», y aunque nunca hablaba de ello, no lograba disimularlo. El día que los alemanes invadieron a Francia, el hombre dio la impresión de haber perdido la voz. Vagó por su despacho y por el taller como un sonámbulo, renqueando más que de costumbre, completamente distraído, sin apenas contestar a las preguntas que le formulaban Julián o los hermanos Balaguer. «¿Cómo…? ¿El señor Roca? Bueno, lo llamaré por teléfono». «Sí, sí, conforme… El señor Vega irá mañana».

Julián no quería de ningún modo que tal discrepancia ideológica entorpeciera su labor, y mucho menos que le creara dificultades con su jefe. Se había propuesto aprender y lo estaba consiguiendo. Cierto que para ello tenía que cumplir su promesa de someterse, de renunciar por completo a sus personales criterios estéticos, pero no podía prescindir del lado bueno del asunto. Don José María Boix era, en efecto, un arquitecto empírico, ritualista, pero su formación era tan sólida como el sillón de su despacho o como el esfuerzo que habían hecho los catalanes para crear riqueza en terreno tan montañoso. Los proyectos que se elaboraban en el amplio piso de la calle de Córcega eran un modelo de afinamiento. La fórmula del señor Boix: «hay que preverlo todo, apurar al máximo los detalles», se llevaba allí hasta las últimas consecuencias. Jamás se había derrumbado un edificio levantado por don José María Boix, y lo más probable era que eso nunca sucediese. Julián acertó a valorar semejante aspecto de la cuestión. De modo que frenó sus impulsos, convencido de que una temporada academicista, «de cilicio y disciplina», no podía sino beneficiarle.

Sin embargo, en la práctica no había de resultar fácil evitar ciertos enfrentamientos, por la sencilla razón de que la postura política no afectaba únicamente a lo que ocurría al otro lado de la frontera. El conflicto mundial había incidido de manera fulminante en la existencia cotidiana de los españoles, obstaculizando dramáticamente el despegue del país, que Julián imaginó automático y glorioso. España quedó aislada y una etapa de penuria azotó a la población. Ello creaba malestar, incomodidades de toda suerte. Doña Aurora, en la Pensión Paraíso, se las veía y se las deseaba para llenar los platos de sus clientes. «¿Se da cuenta, don Julián? ¡Otra vez las cartillas de racionamiento! Claro, usted no conoció la zona “roja” y no sabe lo que es eso. Quizá comprenda ahora ciertas cosas… ¡Mire ese pan! Es como masticar alpargata. ¿Y sabe usted a qué precio he pagado el aceite? No sé adónde iremos a parar». Se fundió una bujía de la radio y no había forma de encontrar otra de repuesto. El joven Román pareció alegrarse de que en el comedor no pudiera oírse el noticiario…, aunque se lamentó de que se le hubieran roto las gafas y ningún óptico tuviera los cristales que necesitaba.

En el piso de la calle de Córcega ocurría otro tanto. Don José María Boix había dicho: «El cemento no es cemento, los ladrillos no son ladrillos». ¿Qué más podía decir? Había hablado de «desaprensivos»… ¡Santo Dios! Julián comprobó que éstos proliferaban como setas. La falta de escrúpulos imperaba por igual entre los fabricantes, los almacenistas, los constructores… Cuando visitaba alguna de las obras, se quedaba de una pieza. «Pero ¿qué ha pasado aquí?». Se especulaba con el hierro, con toda clase de material, con la tierra edificable, con el espacio… Don José María Boix estaba desolado. «Ya lo ve usted. Hay que pasarse el día tratando con intermediarios y pagando comisiones… En otros tiempos eso tenía un nombre: “corrupción”». Uno de los constructores, con el que Julián entró en contacto a raíz de un bloque de viviendas que proyectaron en una zona próxima a Badalona, a la vista de los planos protestó socarronamente: «¡No, no! Quiero los pisos mucho más pequeños… ¡La gente está tan delgadita!».

A decir verdad, Julián pasó unos momentos de desconcierto. En un principio, supuso que semejante estado de cosas era privativo de Cataluña; pero Aurelio Subirachs, que se había constituido en su mentor y que hacía frecuentes viajes a Madrid, le aseguró que allí, con eso de los Ministerios, era peor. «Si te presentas en cualquier despacho sin el consabido sobrecito, te dan con la puerta en las narices». ¿Era aquello posible? Julián recordó que, en el Casino de Granada, una tarde alguien afirmó que la guerra civil sólo había servido para «elevar al cubo» la capacidad picaresca del pueblo español y para que «unos cuantos se adueñaran del cotarro». Don Arturo Vega protestó contra tamaña insolencia, evitando la explosiva intervención de Julián. Y sin embargo, los hechos estaban patentes… «¡No, no! Quiero los pisos mucho más pequeños… ¡La gente está tan delgadita!». Y por el Barrio Chino, en cada esquina mujeres vendiendo de estraperlo bocadillos, tabaco, ¡incluso pitillos sueltos! ¡Y las pelanduscas a que se refirió doña Aurora! Sí, también proliferaban, también cobraban comisión… Un policía que de vez en cuando rondaba la pensión le dijo a Julián que «si conociera la cifra exacta de prostitutas que había en Barcelona, sus entusiastas ideas sobre la posguerra sufrirían un rudo golpe».

Julián, que no había dejado de preguntarse por qué las autoridades no tomaban cartas en el asunto, reflexionó y consiguió dar por fin respuesta cumplida a sus titubeos… No, no era cosa de confundir una charca con el mar. Aparte de que España no tenía la culpa de que en el mundo se hubiera desatado aquel vendaval, sabido era que por donde acechaba la escasez merodeaban indefectiblemente las ratas. Pero, ensanchando el punto de mira, sólo los miopes o las personas de mala fe podían negar que, por encima de tales signos adversos, existían otros muchos altamente reconfortantes. Signos de patriotismo y sacrificio, de continuidad del espíritu que presidió la «victoria». En efecto, millares de hombres, a lo largo y a lo ancho de la nación, luchaban con denuedo para no traicionar las promesas de una «España mejor». Su profesión de arquitecto era idónea para calibrar la magnitud de dichos esfuerzos. España había dejado de ser un solar, un haz de escombros; desaparecían las alambradas y los nidos de ametralladoras; líneas telefónicas rasgaban el aire y el agua empezaba a cobijarse en los pantanos. Entretanto, se creaba el Seguro de Enfermedad, Auxilio Social atendía a los dolientes y se veían por doquier camisas azules avanzando codo con codo hacia una meta común. De consiguiente, si por causas ajenas, imprevisibles, la situación se había complicado, la norma a seguir estaba clara: combatir el derrotismo… y continuar luchando. Al fin y al cabo, para escalar los Picos de Europa su brava compañía tuvo que colgar tensas cuerdas sobre el abismo. Y si las tropas alemanas habían conquistado media Europa como quien da un paseo, el secreto radicaba en los años previos dedicados a la preparación.

Como fuere, al poco tiempo de trabajar al lado de don José María Boix, Julián hizo balance y llegó a la conclusión de que le convendría prorrogar el contrato. Se llevaba bien con su jefe, porque éste era educado, sensible y tenía con él atenciones sólo comparables a la brillantez de sus zapatos. «¿Le apetece tomar algo, señor Vega?». «Vamos, ya terminará esto mañana, que hoy ha tenido usted un día muy cargado…». Incluso, en una ocasión, le dio una sorpresa verdaderamente conmovedora. Con motivo de una visita que hicieron a Montjuich, donde vivían, hacinadas en chabolas inmundas, familias enteras, andaluzas en su mayoría, que se habían quedado en Cataluña cuando la retirada a Francia, don José María Boix dio muestras de sentirse vivamente impresionado. Deambuló por el lugar. Chabolas sin luz, sin agua, con chiquillos esqueléticos —¿dónde estaban las escuelas?— correteando por las laderas. El arquitecto le dijo a Julián: «Paisanos suyos, ¿verdad?». Julián, un tanto acomplejado, asintió con la cabeza. A don José María Boix se le ocurrió que fácilmente podría colocar como peones de la construcción a los varones que estuviesen en paro. «¿Qué opina, señor Vega?». A partir de aquel día el hombre, utilizando sus relaciones con las Inmobiliarias y con los capataces de las obras, empezó a facilitar trabajo a cuantos «paisanos» de Julián quisieron aceptarlo. «Con la ventaja —comentó don José María Boix— de que el que tenga ganas de superarse, de aprender el oficio, puede llegar a ser albañil».

¡Buen detalle, vive Dios! Sin embargo, la medalla tenía otra cara, como iba a quedar bien claro en los meses subsiguientes. El jefe de Julián, con harta frecuencia, al término de una situación placentera, soltaba un comentario que daba al traste con el buen ánimo de su ayudante. La raíz de dichos comentarios era muy precisa y no daba opción a componendas: don José María Boix no creía en absoluto en «la España mejor». Por el contrario, cada día se ratificaba en la idea de que la «corrupción» no había hecho más que empezar, y que las conquistas de que los periódicos hablaban, y que tranquilizaban a Julián, eran «pura fachada», burdas falsificaciones de la realidad. En definitiva, estaba claro que el hombre consideraba correcta su decisión de haber permanecido en el extranjero durante la contienda, sin adscribirse, a ninguno de los dos bandos.

El enfrentamiento se reveló inevitable. Por supuesto, don José María Boix se abstenía rigurosamente de provocar cualquier situación difícil en el taller; por el contrario, se despachaba a gusto en cuanto se encontraban fuera; por ejemplo, en el transcurso de los viajes que con harta frecuencia debía realizar en compañía de Julián.

Casi siempre, la causa desencadenante era el pésimo estado de las carreteras. Don José María Boix, que estimaba que una buena red de comunicaciones era vital para un país —tan vital como las escuelas—, no comprendía que el nuevo Estado no dedicara a ello atención principal. Su Ford negro, de motor potente, daba saltos, pegaba brincos como si cabalgase sobre «montañas rusas». «Señor Vega, ¿podría usted explicarme por qué no se preocupan ustedes de solucionar esto? ¡Aquí nos rompemos la crisma!». El «ustedes» ponía nervioso a Julián, que no cesaba de tragar saliva y de comprobar cómo el enérgico mentón de su jefe avanzaba hasta casi tocar el parabrisas. No era raro que don José María Boix, que conducía con guantes de gamuza, de pronto diera un manotazo al volante y barbotara: «¿No cree usted que asfaltar carreteras sería más funcional, más serio, que organizar concentraciones en el Cerro de los Ángeles?».

La índole de los encargos que recibía don José María Boix era propicia, precisamente, para que tuvieran que transitar por rutas de segundo orden. En efecto, el señor Boix, que era hombre muy religioso, adquirió fama de reconstruir con suma pericia —y con suma generosidad— iglesias rurales y ermitas, a veces, situadas Dios sabe dónde. Ello ocasionó que lo llamaran sin cesar de todas partes, singularmente de la comarca de Puigcerdá, de donde era oriunda su familia. Y cada vez ocurría lo mismo. En el trayecto las rabietas del jefe de Julián eran extremadamente aparatosas, pues los malditos baches le impedían gozar del paisaje del campo catalán, que lo tenía chiflado. Para el señor Boix, tal y como le dijo a Julián el primer día, dejar la ciudad y respirar aire puro significaba una liberación. Parecía rejuvenecerse y su mirada se iluminaba, como cuando veía a Gloria, su mujer. Pero ¿cómo dedicarse a ensalzar la belleza de los bosques, la forma de los parajes, la armonía de los montes y los valles? ¿Y cómo exhibir sus conocimientos sobre la nomenclatura de las especies botánicas de la región? Julián, cuanto peor era la carretera, tanto más procuraba distraer su atención. «¡Y yo que creía que en Cataluña no había más que chimeneas!», exclamaba de súbito. «Craso error, craso error —respondía don José María Boix—. Cataluña ha creado, es cierto, una poderosa industria, pero básicamente es campesina. Por ello el equilibrio de esta tierra… ¿No se ha fijado usted en los apellidos? El mío, por ejemplo, “boj”, es campesino, lo mismo que el suyo, “vega”; y si observa usted el arco de los puentes… ¡Por todos los santos, dejémonos de madrigales si no queremos morir patrióticamente despeñados en ese barranco…!».

Alusiones constantes. Alusiones más intencionadas aún cuando, en vez de visitar ermitas o parroquias rurales, tenían que desplazarse hasta alguna lejana masía cuyo propietario, burgués residente en Barcelona y también amigo de don José María Boix, había decidido reparar la finca, construir en ella una pista de tenis, una piscina y un frontón, y plantar ante la verja una doble hilera de cipreses… Julián se preguntaba de dónde sacarían el dinero aquellos propietarios. ¿Es que la guerra no los había afectado? ¿Acaso figuraban en la lista de los estraperlistas al por mayor? Don José María Boix negaba rotundamente. Según él, la «corrupción» se daba principalmente entre los fabricantes y, por supuesto, entre los «ricos de aluvión», pero de ningún modo entre los propietarios agrícolas, que, en su gran mayoría, hacían honor a la sana tradición de la economía catalana, secularmente estragada por los impuestos exigidos por Madrid, y se defendían gracias a su apego al terruño en que nacieron y a su recomendable tendencia a arrimar personalmente el hombro… «Esos hombres trabajan, señor Vega. Se lo garantizo a usted. Lo que sucede es que, además, aman la belleza… Le aconsejo que se fije usted bien en esas masías. En la orientación de los pórticos; en la elegancia de las ventanas; en el escudo de los portales; en la fecha de su construcción; en la adaptación al paisaje circundante… La herencia es romana, ¿comprende? El románico es el arte de esta tierra: arte anónimo, colectivo, equilibrado… ¿Me permite que le resuma la cuestión? Esos propietarios prefieren disponer de una confortable finca rural y contribuir al mantenimiento de la ópera en el Liceo, y no vivir de las rentas del Cid Campeador o pasarse treinta años diciendo “¡A sus órdenes!” para conseguir un fajín de general».

Julián continuaba tragando saliva…, sin acertar a explicarse por qué don José María Boix no guardaba para sí tales provocaciones, ni el motivo por el cual aquel hombre de pelo blanco, que en la primera entrevista le pareció tan ponderado y afable, se excitaba tan fácilmente en cuanto respiraba aire puro o su potente Ford negro se quedaba clavado en un hoyo, en medio de la carretera.

Y con todo, el colofón, la prueba más fuerte, que superaría en violencia a todas las situaciones anteriores, Julián había de vivirla a raíz de un viaje un poco a trasmano del itinerario normal, que ambos arquitectos realizaron a principios de otoño. El señor Boix recibió el encargo de construir un refugio montañero en el Valle de Arán. Paradójicamente, en el camino, tal vez porque dicho encargo seducía de manera especial a don José María Boix, éste se abstuvo de formular la menor protesta, a excepción —¡era la primera vez que aludía e ello!— de un comentario sobre el tiempo, lluvioso, que agudizaba los habituales dolores que padecía en la pierna izquierda. Trató con Julián temas muy diversos, con su voz agradable, aunque un tanto clerical. Le contó varias leyendas en torno a los Pirineos, de bella mitología popular; elogió el arte de Gaudí, admitiendo con buen talante las objeciones que al respecto le formuló Julián; viendo de lejos un pastor solitario, habló de la forma misteriosa como, a medida que pasaban los años, las personas iban perdiendo amistades que en un momento determinado imaginaron eternas. Todo, en fin, razonable y normal, incluidas las abalanzas que dedicó a la guapetona doncella que tenían en casa, Adelita de nombre, que era de Jaén, y que siempre se lamentaba de que él y la señora no hubiesen tenido hijos.

De pronto, el panorama cambió. Acercábanse al puerto de la Bonaigua, progresivamente cubierto de nieve, y he aquí que en un recodo, ya próximos a la cima, tropezaron con un batallón de trabajadores, de presos políticos, que armados con pico y pala, despejaban el camino. Hombres de toda edad, que miraron con cara hosca al Ford negro y a sus ocupantes, y que vestían de la manera más extravagante, protegiéndose del frío con los más insólitos gorros y casquetes.

Julián, habituado, no le concedió a la escena mayor importancia; don José María Boix, en cambio, dirigió a los guardias civiles que vigilaban a aquellos hombres una mirada que difícilmente Julián olvidaría.

El joven ayudante hizo una mueca de desencanto… ¡y tragó saliva de nuevo! Hasta que don José María Boix, después de cabecear repetidamente, con el tono de voz que utilizaba para acusar, preguntó:

—¿Qué opina usted de eso, señor Vega?

Julián, simulando estar distraído, se volvió hacia él.

—¿Cómo…? ¿A qué se refiere?

Don José María Boix señaló con el mentón a los trabajadores y a los guardias.

—A ese tipo de espectáculo…

Julián, al tiempo que daba varias chupadas a la pipa, miró a los prisioneros.

—Supongo que hay que pagar las deudas… —respondió por fin.

Los guantes de gamuza de don José María Boix se deslizaron como esquís por el volante.

—¿No cree usted que les basta con haber perdido la guerra?

Julián inmovilizó sus facciones.

—Hubo muchos muertos… —comentó.

—Sí, desde luego… —Don José María Boix marcó una pausa, pues en aquel momento llegaban a la cumbre, y añadió—: Y por lo visto está decidido que continúe habiéndolos durante mucho tiempo…

En otras circunstancias, el Valle de Arán, nevadas las cumbres, con niebla en las laderas y eternos verdes en la hondonada, les hubiera parecido algo así como un diorama navideño; en aquellos momentos, los picos de las montañas semejaban espadas en alto.

Y sin embargo, incluso en esa ocasión las espadas permanecieron quietas… Como siempre. ¿Qué explicación podía haber? El contacto que unía a aquellos dos hombres tocaba a su fin, y Julián se había demostrado a sí mismo que estaba en condiciones de despegar. Por si algo faltara, algunas veces, hablando de ello con Aurelio Subirachs y Claudio Roig, éstos se habían mostrado tajantes: «Cuando quieras levantar el vuelo, avisas. El mundo no acaba en la calle de Córcega. Trabajo no ha de faltarte…».

Bien, la explicación existía…, perfectamente válida. Pero era una explicación tan íntima, tan personal, que no sólo Julián no podía confiársela a nadie sino que lo mantenía atado de pies y manos a merced de su jefe, de aquel hombre insensible a las concentraciones del Cerro de los Ángeles. Se trataba de la nota musical, jubilosa, del piso de la «calle de Córcega»; se trataba de Gloria, la mujer de don José María Boix.

Gloria y Julián se habían enamorado con un ímpetu que al principió les produjo asombro y, más tarde, tensa inquietud. Gloria, siempre con sus discretos jerseys de punto, colocando aquí y allá jarrones de flores; con su pelo castaño y sus grandes ojos; con inmensas ganas de sorpresa y de placer, encontró en Julián el remedio a la monotonía que cercaba su existencia. Anduvo unas semanas sin estar segura de lo que le ocurría. ¿Cómo es posible? Se había casado con don José María Boix porque éste significaba para ella la seguridad y la ternura. Fue un acto plenamente consciente. Gloria quería huir de su familia. Vivían en un desangelado piso de la calle de Villarroel, y sobre todo su padre y sus hermanos parecían no soportar su belleza y le tomaban el pelo porque en la mesa doblaba con cuidado la servilleta. Cuando la veían acicalarse ante el espejo, ¡y depilarse las axilas y las piernas!, ironizaban sobre su porvenir. «¡Te van a nombrar miss España!». «¡Mañana, en el Teatro Apolo, debut de Gloria, la sensacional vedette de la calle Villarroel!». La muchacha, que no sabía llorar, pataleaba de rabia y con los dientes iba arrancándose el esmalte de las uñas.

Conoció a don José María Boix un día en que éste, con mucha gentileza, le cedió un taxi… Y se asió como a un clavo ardiente al amor que aquel hombre le brindó. La primera vez que la invitó a cenar, Gloria soltó una carcajada al verle doblar, con mucho cuidado, la servilleta. Él no comprendió y le tomó la mano. Se casaron en 1929, poco antes de proclamarse la República, y Gloria le fue siempre fiel, porque don José María Boix la trató con el señorío que ella anhelaba, perdonándole incluso que, por un capricho de la naturaleza, no pudiera darle hijos. Ni siquiera durante su estancia en París la mujer sintió la tentación de vulnerar la promesa conyugal, pese a que el arquitecto envejeció allí prematuramente. Y he aquí que, de regreso a Barcelona, Gloria, tal vez debido a la inclemencia de la posguerra, por primera vez sintió la punzada del tedio. Don José María Boix lo advirtió y se desvivió más que nunca para mimarla, para protegerla y para que no le faltasen siquiera los perfumes a que en Francia ella se había habituado, pero todo fue inútil. Gloria se aburría. Sus padres continuaban en Villarroel y sus hermanos… dieron con los huesos en la cárcel. ¿Qué hacer? Se iba al cine, escuchaba el gracioso parloteo de Adelita, la doncella, ¡y los seriales de la radio! Hasta que, en el vestíbulo, aquella mañana soleada de septiembre conoció a Julián. «Señora…», le dijo éste; y le besó la mano.

La facha de Julián, su estatura, su ancho tórax, su piel curtida, de guerrero vencedor, la impresionaron vivamente. En el momento en que el muchacho, en la escalera, se acarició la mejilla derecha y murmuró: «Conque… el bombón, ¿eh?», ella se dirigió al espejo del baño y se sorprendió a sí misma levantando los brazos y a punto de exclamar: «¡Mañana, en el Teatro Apolo, debut de Gloria, la sensacional vedette… de la calle de Córcega!».

El forcejeo duró dos meses escasos. Julián se dio en el acto cuenta de la situación. Gloria era realmente hermosa, una hembra en plenitud, a la que no podían interesar de ninguna manera las ermitas destruidas ni las parroquias rurales, y mucho menos los quince años —eran muchos años— que le llevaba don José María Boix. Julián inició el asedio, a lo primero, cautamente, luego, con desfachatez, pues no era raro que lo invitasen a almorzar o que fuese Gloria en persona quien acudiese a abrirle la puerta. Hasta que una tarde la esperó fuera, fue siguiéndola, entró tras ella en el cine y de pronto se sentó a su lado y le susurró al oído palabras que ella deseaba oír desde el principio de los tiempos. Poco después comenzó la ronda de citas en una habitación lujosa, cerca de Pedralbes, a resguardo de cualquier indiscreción, y Gloria conoció allí, ¡por fin!, el repertorio de sensaciones que podía procuraran cuerpo varonil más joven que el suyo, pero al que aprendió a corresponder con creces y que tuvo la virtud de colmarla de felicidad.

¿Qué sucedería si, por incompatibilidad temperamental, o por razones profesionales, él dejaba de trabajar a las órdenes de don José María Boix? Gloria no podía pensarlo siquiera.

—Te vas a olvidar de mí… ¡Julián, dime que te quedarás! Por lo que más quieras, júrame que dejarás a un lado el amor propio y que té quedarás…

—Pero, muñeca… ¿por qué hablas así? ¿Quieres escucharme un momento?

—¡Sé de sobra lo que vas a decir! Que todo sería incluso más fácil… Que aquí corremos el peligro de ser descubiertos…

—¡Pues claro que sí! ¿No te das cuenta? ¡Si apenas aciertas a disimular!

—Eso es una tontería. Nadie sospecha nada. ¡Con el orgullo que hay en esta casa!

—Pero está la doncella… Y están los hermanos Balaguer… Y además…

—No te vayas, Julián, te lo ruego… Me gusta saberte cerca… Cuando trabajas en el taller, me gusta recorrer cien veces el pasillo… ¡Y soy yo quien suele prepararte el café del mediodía! Julián… no me dejes rodeada de cuadros antiguos y de planos perfectos clavados en la pared.

Gloria se abrazaba a aquel hombre que se marchó de Granada dispuesto a conquistar el mundo…; y el hombre, instantes después, tenía la sensación de haberlo conseguido.

¡Curiosa mujer! Mejor dicho, una mujer como las demás, según criterio de Julián, a quien durante la guerra el exteniente Saumells llamaba el Jeque, por cuanto deducía de sus éxitos que las mujeres nacían con decidida vocación de esclavitud y de encontrar un varón a quien decirle: «quédate, te lo ruego…».

¿Sentimientos de culpabilidad? Muchos, y muy intensos, por parte de Gloria. Todo cuanto era se lo debía a don José María Boix; Julián más bien sentía lástima de su jefe, tan embobado ante la menor carantoña o sonrisa de Gloria. ¡Ay, don José María Boix perdía todas las batallas! Se conocía al dedillo la botánica de la región, pero ninguna de las plantas medicinales que en ella crecían le proporcionaba la menor victoria. Por fortuna, él no se daba cuenta —en el fondo mantenía la secreta esperanza de que una mañana cualquiera los alemanes se verían obligados a abandonar Francia—, por lo que continuaba en paz consigo mismo, mudándose la camisa todos los días, satisfecho de su cabeza de «artista» y de las hileras de cipreses que plantaba en las fincas campestres de sus amigos…

—Señor Vega, faltan dos semanas para que expire nuestro contrato verbal. Por lo que a mí respecta, estoy dispuesto a prorrogárselo indefinidamente en las condiciones que usted quiera…