LA LLEGADA A BARCELONA no pudo ser más estimulante. Pese al retraso de dos horas, Claudio Roig, el exalférez, lo estaba esperando en la estación. Le costó localizarlo, pues la barahúnda era enorme, como correspondía a la gran ciudad. Pero por fin dio con él. Claudio Roig se había subido a una de las carretillas de mano del andén y le hacía señas.
Los dos amigos, al verse vestidos de paisano, primero soltaron una carcajada y luego se abrazaron, temerosos de sentirse distanciados; pero no fue así. La campaña hecha juntos continuaba uniéndolos con un punteo cálido.
—¡Aquí estoy! ¡Centinela alerta!
—¿Y el uniforme?
—En el fondo de un baúl.
—¿Y la barbita?
—En la casa de empeños.
Era una novedad. Claudio Roig se había afeitado la perilla y su aspecto era más joven. Siempre necesitaba rematar de una manera plástica sus decisiones. Para iniciar su nuevo ciclo no le bastó con la licencia y con marcharse de Tarragona; se fue al barbero y le dijo: «Fuera el apéndice, por favor…».
Se abrieron paso a codazos, en busca de un taxi. El humo y el calor eran asfixiantes; el ruido, ensordecedor. Hubiérase dicho que en Barcelona continuaban los bombardeos.
Cuando les tocó el turno subieron a un vehículo centenario, que crujió bajo su peso y que, inesperadamente, arrancó.
—¿Dónde vives?
—Con unos parientes. Dos viejecitos. ¡Aseguran que soy la alegría del hogar!
—Toma del frasco…
Julián se dio cuenta de que en Granada, en su casa, jamás hubiera usado tal expresión.
—¿Y Saumells?
—En Tarragona. Prefirió quedarse allí.
—¿Amoríos?
—No creo. Proyectando casas baratas. Se le ve algo triste.
—¿Triste el Mujeriego? ¿Por qué?
—Vete a saber.
De pronto, Julián, volviéndose hacia su acompañante, puso cara cómica.
—¡Eh! ¿Puede saberse adónde me llevas?
—A una pensión barata. ¿O quieres instalarte en un hotel de lujo?
—Si pagas tú la cuenta…
Llegaron a la pensión, que tenía la ventaja de llamarse Pensión Paraíso y de estar situada en la calle del Carmen, muy cerca de las Ramblas. La patrona, Aurora de nombre, recibió con cordialidad al nuevo huésped. Era una mujer de unos cuarenta y pico de años, de mirada bondadosa y porte enérgico. Julián la llamó «doña Aurora» y ella se esponjó. «Bueno, todavía queda alguien que tiene detalles…».
En la habitación que iba a ser de Julián, Claudio Roig, después de bromear sobre las dos sólidas maletas que aquél se había traído, abrió de par en par el balcón y se dispuso a ponerse cómodo.
—¿Puedo tenderme en la cama?
—Naturalmente.
Claudio Roig se tumbó relajadamente, la cabeza alta sobre la almohada y cruzando las piernas. Julián, como de costumbre, permaneció de pie.
—¿Pedimos unas cervezas?
—Nada de despilfarros. La guerra ha terminado.
—Como quieras.
Era evidente que el arquitecto estaba ansioso porque su amigo le pusiera al corriente de la situación. El aparejador, que en principio había decidido hacerlo sufrir un poco más, por fin se compadeció de él y después de un ademán que significaba: «sí, hombre, sí, no te impacientes», dijo:
—Bien, supongo que te habrás leído mi carta un centenar de veces…
Julián asintió.
—Así es.
—Pues verás. Se ha confirmado lo que en ella te decía. Creo que no vas a tener problema. Aparte de que gran cantidad de arquitectos han sido depurados, estamos en plena fiebre de reconstrucción. Ello significa que hacen falta profesionales.
—Comprendo —asintió Julián.
—Por supuesto, he insistido de nuevo con mi jefe, para ver si te admitía en su taller; pero ni hablar. No quiere escolta a su lado. En eso funciona a rajatabla, pese a que en el fondo es un empedernido sentimental.
—Ya…
—Es una lástima, desde luego. No hay más que un Aurelio Subirachs. Mucho talento y una capacidad de trabajo fuera de lo común. No cabría mejor maestro para ti.
Julián tuvo una expresión resignada.
—¡Qué le vamos a hacer!
A Claudio Roig le ocurría que, refiriéndose a su jefe, se entusiasmaba con exceso. Se dio cuenta de que Julián no tenía la culpa de ello y abrevió.
—De todos modos, iremos a visitarlo. Quiere conocerte y también a ti te interesa estar en contacto con él. Y ahora pasemos a la solución mía, personal, de que te hablé: el asunto marcha sobre ruedas y don José María Boix espera que le llames por teléfono.
Julián parpadeó.
—¿Don José María Boix? No sé de quién diablos estás hablando.
—Te estoy hablando de un íntimo amigo de mi padre. Estudiaron juntos en los jesuitas. Se pasó toda la guerra en París y al regresar a Barcelona se ha encontrado con la sorpresa de que le llueven los encargos. Así que necesita un ayudante, y ese ayudante puedes ser tú si consigues llegar a un acuerdo con él.
Julián comprendió y sus ojos se abrieron golosos.
—¿Podrías completar un poco más la ficha del caballero?
—Con mucho gusto. Vive en la calle de Córcega, 355. ¡No, no te preocupes! Te daré las señas por escrito. Es el reverso de la medalla de Subirachs: no le interesa lo moderno y detesta cualquier tipo de revolución, incluida la arquitectónica; pero se conoce a fondo el oficio, lo cual, si estoy bien informado, no es tu caso.
—Muchas gracias.
—No hay de qué.
Julián sonrió. Su amigo Roig, hombre humilde, era un lince y el léxico que empleaba le recordó el que él exhibió a lo largo de la guerra. Obstinado, con enorme sentido práctico, que solía poner al servicio de los demás.
—¿Todo en regla?
—A tus órdenes.
—Bien, ahí tienes las señas del arqueólogo —y le dio una tarjeta de don José María Boix—. Llámalo cuando quieras.
Julián tomó la tarjeta y la miró como se mira un décimo de la lotería.
—¿A qué viene eso de arqueólogo?
—¡Hum! No lo es, pero lo parece. Don José María Boix mira al suelo, renquea de la pierna izquierda y carece de sentido del humor; aunque su mujer es un bombón, lo que parece demostrar lo contrario. Como sea, es un señor, y ello cuenta para la convivencia.
El resto del diálogo consistió en rememorar el pasado. La euforia de Julián era más consciente que la que sintió en el tren, puesto que se basaba en datos más concretos. Sólo recordó, de zapadores, anécdotas jocosas, en las que inevitablemente aparecía Saumells. De nuevo se preguntó por qué estaría triste el Mujeriego. La posguerra era un instrumento de sonido imprevisible.
Claudio Roig se incorporó de un salto.
—¡Bien, me largo!
—¿Cuándo visitaremos a tu famoso jefazo?
—Si te parece bien, mañana mismo.
—¿A qué hora?
—A las once. Pasaré a recogerte.
—Aquí estaré. ¡Centinela alerta!
Salieron al pasillo, que estaba oscuro. El aparejador se acarició la inexistente perilla.
—Desde luego, esto no es un hotel de lujo.
—¿Por qué no te quedas a cenar conmigo? —invitó Julián.
—No puedo. Mis viejecitos, que están enfermos, me esperan. Y yo cuido de ellos como una Hermana de la Caridad.
Salió a su encuentro la patrona, doña Aurora. Iba a decir algo, pero Claudio Roig se le anticipó:
—Señora, ¿puede saberse por qué la pensión se llama Pensión Paraíso?
La patrona ladeó expresivamente la cabeza.
—Jovencito, los malpensados al infierno. ¿Estamos?
El aparejador soltó una carcajada.
Aurelio Subirachs era un hombre casado, unos años mayor que Julián. Tenía cuatro hijos, todos varones, a los que llamaba su «póliza de seguro». Su taller estaba situado en un primer piso de la Rambla de Cataluña, frente al monumento a Clavé. Taller con varios delineantes en mangas de camisa y tinteros y lápices de colores por todas partes.
El arquitecto era acérrimo partidario de la inteligencia. Cuando conocía a alguien le disparaba unos flashes para saber a qué atenerse; si el resultado era mediocre, su ovalada cara se convertía en bostezo. Cejas prominentes, bigotes de foca, había momentos en que todo en él parecía una ampliación. Se pasó toda la guerra escondido detrás de un tabique simulado y desde entonces le gustaba crear en torno cierto misterio. No obstante, era realista hasta casi la superstición. Por ejemplo, jamás olvidaba llevar en el bolsillo un pedazo de cordel y otro de alambre, «pues en un momento determinado tales naderías podían ser de gran utilidad». Otra de sus manías era lanzar pequeñas flechas contra una diana que tenía en la pared de su despacho. Aseguraba que tal ejercicio sosegaba sus nervios. Y en verdad que le hacía falta, pues no soportaba la torpeza, y si alguien contradecía sus convicciones estéticas se encalabrinaba con facilidad. Le gustaba hacer deporte para mantenerse en forma y tenía una voz rotunda, de chantre, persuasiva, que fue lo primero de él que encandiló a Antonia, su mujer.
Recibió a su colega granadino, acompañado de Claudio Roig, con mucha cordialidad. El despacho olía a maquetas de yeso, a muebles funcionales, a futuro. Tomaron asiento en un tresillo verde. Afuera la mañana sudaba, chorreaba casi, pero allá dentro la temperatura era agradable.
Después de las presentaciones de rigor, Aurelio Subirachs le preguntó a Julián:
—¿De modo que se aburría usted en Granada?
Julián se rascó una ceja.
—Aburrirse es decir poco. Por lo visto, eso de la patria chica no reza para mí… —y sonrió.
—¿No cree usted que el aburrimiento lo lleva uno dentro?
—En mi caso, no. En otros lugares me he sentido como el pez en el agua…
—¿En el frente, por ejemplo?
—¡Bueno! En el frente pasé momentos muy buenos, qué duda cabe. Sobre todo, con los camaradas —y miró a Claudio Roig, que en presencia de su jefe se sentaba con timidez—. Pero lo que yo deseo es levantar casas y no destruirlas.
Aurelio Subirachs asintió, complacido, con la cabeza.
—Tengo entendido, señor Vega, que su propósito, por lo menos de momento, es adquirir experiencia profesional.
—Así es.
—Una temporada de disciplina, de cilicio…
—Creo que es lo que me conviene.
Aurelio Subirachs jugueteaba con una de las flechas —de cola emplumada— que le servían para hacer diana.
—Lo malo es que si consigue usted esa experiencia, a lo mejor dejan de interesarle las construcciones del III Reich…
Julián comprendió que aquello era un reto dialéctico y contestó:
—Las construcciones del III Reich sólo dejarían de interesarme si fueran producto de una moda, pero no creo que sea ése el caso. En mi opinión, obedecen a una profunda concepción de la vida.
—Todas las concepciones de la vida son profundas, sobre todo si van respaldadas por himnos y bayonetas.
Julián torció el gesto. Detrás de aquellas palabras se ocultaba una ideología que él no compartía en absoluto. Sin embargo, acertó a contenerse y replicó:
—Ese tema es para ser discutido largamente, ¿no le parece, señor Subirachs?
—Por supuesto, por supuesto… Y confío en tener ocasión de hacerlo. —Acto seguido añadió—: Ahora, si me lo permite, voy a hacerle otra pregunta: ¿cree usted que la arquitectura es una danza?
Julián no se amilanó. Comprendió el juego de su interlocutor.
—Lo mismo daría decir que la danza es arquitectura.
Los ojos negros y saltones de Aurelio Subirachs denotaron satisfacción y Claudio Roig suspiró aliviado. El test a que su jefe estaba sometiendo a Julián le resultaba a éste favorable. Al otro lado del ventanal veíanse las acacias de la Rambla ofreciéndose al sol.
Aurelio Subirachs cambio el tono de la voz.
—Se sentirá usted bien en Barcelona, señor Vega. Ya lo verá. A condición, naturalmente, de que se olvide de las saetas y sea capaz de resistir la contagiosa alegría de los catalanes.
—Estoy acostumbrado a la lucha, señor Subirachs. Si ésa es la dificultad, tranquilícese: he venido dispuesto a morirme de risa.
—¿Cuántos años tiene usted?
—Voy por los veintiocho.
—Pues no se muera aún ni de risa ni de nada. Aguante un poco más. Así, al pronto, yo diría que está usted destinado a triunfar.
—¿Qué entiende usted por triunfo, señor Subirachs?
—En su caso, saber adaptarse a las exigencias de don José María Boix…
La inesperada respuesta confirmó el realismo del teatral arquitecto. Éste sabía muy bien que aquel combate de esgrima era una comedia, y que tal comedia le interesaba a él mucho más que al joven alto y rubio que tenía enfrente. Julián Vega, en efecto, había aceptado el envite, pero en el fondo estaba ansioso de acabar con aquello y tratar del tema en virtud del cual se encontraban allí. De modo que agradeció que Aurelio Subirachs pronunciara el nombre de don José María Boix, y así se lo dijo al hombre de la cabeza como un balón de rugby.
Aurelio Subirachs se acarició con delectación los bigotes de foca.
—Hablando en serio, estoy al corriente de cuáles son sus aspiraciones. Y me alegraría que llegara usted a un acuerdo con don José María Boix. Es un colega muy estimable. Una de esas personas necesarias para perpetuar la tradición.
Julián se acarició la mejilla derecha, como solía hacer en los momentos importantes.
—La verdad es que me hubiera gustado trabajar con usted.
Aurelio Subirachs hizo un ademán de impotencia.
—¡Ay, eso es imposible, amigo! Y debe agradecérmelo. Soy un ser terriblemente frío. Pregúntele a mi fiel colaborador —y con el mentón señaló a Claudio Roig, quien no acertó con la frase que hubiera debido pronunciar.
Julián habló por él.
—Lamento decepcionarle, pero anoche su fiel colaborador me dijo que era usted un empedernido sentimental.
—¿Eso dijo? ¡Vaya! Habría que oír la opinión de mis colegas de por aquí. Sin embargo, tal vez tenga razón. De hecho, no hay nada tan complicado como conocerse a sí mismo.
La entrevista prosiguió. Aurelio Subirachs le dio un giro paternalista, tal vez porque Julián era andaluz y aquél entendía que los andaluces eran criaturas necesitadas de protección. Hablaron de estilos arquitectónicos y de la importancia del sentido de la ironía en la vida de los hombres. Julián dijo: «A mi juicio, el sentido de la ironía es primordial». Los ojos saltones de Aurelio Subirachs miraron a los cuatro ángulos. Después de afirmar que lo q|ue debía evitarse era caer en el sarcasmo, puesto que el sarcasmo dañaba a los demás, el arquitecto catalán añadió que quizá el mayor peligro de la aventura que Julián había iniciado fuera el de la soledad.
—Eso se lo digo para que sepa que, además de tener a su lado a Claudio Roig, me tendrá a mí.
—Muchas gracias. ¡Se lo agradezco mucho!
—Y obra usted cuerdamente. La sociedad es ahora hostil y casi puede decirse que obliga a uno a abrirse paso a codazos.
Julián sonrió.
—Eso no me preocupa. ¡Ya utilicé los codos para salir de la estación!
Claudio Roig se sentía feliz. Se daba cuenta de que los protagonistas habían hecho buenas migas, lo que podía ser decisivo para el porvenir de Julián.
—Señor Vega, aparte de lo de «mitad monje, mitad soldado», ¿cuál es su afición favorita?
—Tengo dos —contestó Julián—. Las mujeres y el ajedrez.
Aurelio Subirachs se disponía a aplaudir. En vez de eso le preguntó qué tal le parecería tutearse. «Somos colegas, ¿no?». «Por mí, estupendo. El protocolo me pone nervioso».
En ese momento exacto uno de los delineantes llamó con los nudillos a la puerta y anunció que la radio estaba dando noticias trascendentales.
Fue una rara coincidencia, que iba repitiéndose en la vida de Julián. Cada vez que estaba a punto de gritar «¡Viva el prójimo!» se producía un hecho marginal, lejano, que daba al traste con sus buenos propósitos. Era como si al estallar la primavera cayeran misteriosamente muertas las hojas de su propio jardín. Nunca olvidaría el día en que, durante la guerra, un moro, jugándose el pellejo, cruzó un largo terreno batido para darle un poco de tabaco. Fue un acto glorioso, de buena voluntad; a la noche se enteró de que otro moro, al otro extremo del sector, se había emborrachado y había clavado la bayoneta en el vientre de un compañero.
Esta vez, la bayoneta se clavó en el vientre de la tierra. Lo que las radios anunciaban era que las tropas de Hitler habían penetrado en Polonia. A consecuencia de ello, los «aliados» declararían la guerra al III Reich; es decir, declararían la guerra al técnico Krüger, de Hamburgo. La conmoción en Barcelona fue brutal. Otra vez la palabra SANGRE se incrustó en las mentes. Julián pensó: «Otra vez harán falta sepultureros».
Con todo, Polonia quedaba lejos… En cambio, la calle de Córcega, donde vivía don José María Boix, estaba a un cuarto de hora escaso de la pensión. Julián comprendió que había llegado el momento de renunciar a las abstracciones y regresar a su realidad individual.
—¿Puedo llamar por teléfono?
—¡Desde luego! —Doña Aurora se apartó a un lado—. Ahí lo tiene usted.
Julián marcó el número, que se sabía de memoria. Hubo suerte. Don José María Boix estaba en casa y lo recibiría en seguida.
Doña Aurora le enseñó sobre el plano el itinerario que había de seguir.
—Mire usted, ahí está. El 355. Justo al lado de la Diagonal.
—¿Diagonal?
—¡Bueno! Ahora pone Avenida del Generalísimo Franco… Pero para nosotros será siempre la Diagonal, ¿comprende?
—Ya…
Era mediodía. Julián salió a la calle y el ambiente lo espoleó —niños del Frente de Juventudes cantando «Cara al sol» y mucha gente apiñada ante los quioscos de prensa—, y en vez de tomar un taxi decidió ir andando. Subió hasta Canaletas, cruzó la plaza de Cataluña, donde ya nadie cantaba el tedéum y enfiló el paseo de Gracia. Al llegar a la altura de la calle de Provenza se detuvo unos instantes para contemplar «La Pedrera», de Gaudí. Tuvo un gesto ambiguo y continuó. Poco después se encontraba ante la puerta tras la cual lo esperaba don José María Boix.
¡Qué curioso! No se decidía a llamar. Los nervios lo traicionaban. Ya no se trataba de ver a un amigo subido a una carretilla en un andén, ni de visitar a un pontífice que creía que la arquitectura era una danza. Se trataba de llegar o no llegar a un acuerdo con aquel «estimable colega» que perpetuaba la tradición y renqueaba de la pierna izquierda. Si la visita fracasaba, ¡vuelta a empezar!
Se preguntó qué sabía, en realidad, del hombre que lo aguardaba. Poca cosa. Que estudió en los jesuitas, que se pirraba por los cuadros antiguos, que su mujer era un bombón, que admiraba a los franchutes… ¿Sería posible? Claudio Roig había remachado. «Por supuesto. Afirma que París es la capital del mundo. No se te ocurra tomarte esto a chirigota. Acuérdate de que se pasó allí los tres años de nuestra guerra». También le había dicho que llevaba zapatos negros, relucientes y puntiagudos, y que se sabía de memoria los nombres de todas las plantas medicinales de la región.
Julián, por fin, se decidió a pulsar el timbre, que sonó como una campanilla. Al minuto abrió la puerta una doncella guapetona, cuyo ceceo le indicó a Julián que era de su tierra, del Sur. ¡Detalle de buen augurio! «El señor Boix me está esperando», y le entregó su tarjeta. La doncella desapareció y regresó al instante. «Pase usted». Segundos después Julián penetraba en el despacho de don José María Boix, despacho un tanto «cargado», con muchos cuadros, sí, señor, y jarrones de porcelana de Sèvres.
Jamás pudo sospechar Julián que la cosa fuera a resultar tan fácil. Tal vez su padre tuviera razón al decir que las personas educadas se parecían a un buen camino vecinal. La sonrisa con que don José María Boix lo recibió, la forma como le estrechó la mano y lo invitó a sentarse, las frases de cortesía sobre el viaje, sobre la familia que dejó en Granada y demás discurrieron con naturalidad de buena ley, que era preciso agradecer. Apenas transcurridos unos minutos, Julián tuvo la íntima certeza de que todo se resolvería favorablemente.
—Varias personas se han interesado por usted, señor Vega. Aparte de la familia Roig, también me ha llamado Aurelio Subirachs. Eso me ha sorprendido un poco, se lo confieso. Aurelio Subirachs es hombre parco en elogios. Me dijo que se conocieron ustedes en su taller y que, de ser presidente de un tribunal, le hubiera dado a usted sobresaliente.
Julián, entre intimidado y satisfecho, no supo qué comentario hacer.
—Realmente, son ustedes muy amables.
Acto seguido, don José María Boix atacó de frente la cuestión. A su modo de ver, acaso lo más provechoso para ambos fuera un convenio entre caballeros. Un período de prueba recíproca, que tal vez pudiera fijarse en un año. Por su parte podía asignarle un sueldo inicial que, por supuesto, le permitiera vivir. En ese tiempo, el señor Vega tendría también ocasión de saber si le interesaba prorrogar el contrato, o por el contrario prefería tantear otra posibilidad. Caso de asentimiento por ambas partes, lo cual era deseable a todas luces, revisarían las condiciones con carácter definitivo.
Julián no pudo reprimir un sentimiento de profundo gozo. O bien don José María Boix se encontraba realmente desbordado de trabajo, o bien le había dado el plácet antes de verlo entrar por la puerta.
—Me siento abrumado, señor Boix. Mi respuesta es afirmativa. Aunque me preocupa saber si lograré adaptarme a su manera de trabajar…
Don José María Boix, sobre ese punto, se mostró inesperadamente tajante.
—Comprendo. De todos modos, me permito recordarle que no se trata de que comparta usted mis criterios, sino, simplemente, de que se someta usted a ellos.
Julián agradeció la sinceridad de su interlocutor. El caso es que el acuerdo sobre lo principal resultó así de sencillo. Tanto, que casi parecía un chiste que la famosa incógnita sobre quién iba a ser su «jefe» se hubiese despejado tan rápidamente. Ya lo sabía. Era un hombre elegante, de unos cincuenta años, cabeza enorme y blanca y estatura mediana. Un hombre que hablaba con marcado acento catalán, pero cuya voz era reposada y agradable, aunque con inflexiones clericales. Julián advirtió un curioso contraste entre la mansedumbre de su mirada y la energía de su mentón.
—Señor Boix, si no le importa, me gustaría conocer algunos pormenores…
—¡Claro, claro! A ello voy. Trataré de explicarme lo más brevemente posible… —Marcó una pausa—. Nuestro horario es teóricamente metódico: de nueve a una y de cuatro a ocho. Ahora bien, ya conoce usted nuestra profesión. Hay que contar con las visitas a las obras y, como es natural, con los desplazamientos… Precisamente, no sé por qué, en la actualidad trabajamos mucho fuera de Barcelona, lo cual, a decir verdad, personalmente me encanta. La ciudad es agobiante, ¿no cree usted? Por lo demás, a menos que haya algún trabajo urgente, algún imprevisto, no venimos los sábados por la tarde.
A Julián le costaba cierto esfuerzo retener esos datos. De pronto, la enorme cabeza de don José María Boix, su noble cabeza de artista, había acaparado su atención. La imaginó en piedra o en bronce, colocada sobre un pedestal, seccionada del cuerpo, y este pensamiento lo desasosegó.
—Las dependencias de trabajo están a este lado, dando a la calle —don José María Boix señaló a su derecha—. Luego las verá usted. La parte interior está destinada a vivienda, lo que a mi modo de ver resulta muy cómodo. —Cambió el tono de la voz y prosiguió—: Lo malo, en estos momentos, son los trámites burocráticos. Y la prisa, claro… Tendrá usted ocasión de comprobarlo. La gente quiere recuperar el tiempo perdido con la guerra civil y exige los trabajos a fecha fija. Eso, en arquitectura, me parece peligroso. En los proyectos hay que preverlo todo, apurar el máximo los detalles. Y lo mismo si se trata de viviendas que de una fábrica, o de un trabajo sin importancia. De no hacerlo así, se expone uno a un gran fracaso.
La expresión «guerra civil» desagradó en gran manera a Julián. Sin embargo, su desasosiego había desaparecido, gracias a la plácida respiración de don José María Boix, quien sin duda era un hombre en paz consigo mismo. Por descontado, ni una nota de humor, y mucho menos sarcástica. Tal vez adorara la seriedad. En cualquier caso, el silencio en la casa era impresionante, como si en vez de proyectarse allí edificios se proyectase el Vacío Absoluto.
—Otra de las dificultades estriba en la calidad de los materiales. Imposible saber lo que le entregarán a uno. El cemento no es cemento, los ladrillos no son ladrillos. Abundan los desaprensivos, lo que para mí, se lo digo con franqueza, constituye una novedad. Claro, supongo que hay que achacarlo también al afán de recuperar el tiempo perdido…
Don José María Boix le dio algunos datos más, y de pronto creyó llegado el momento de enseñarle a Julián las llamadas «dependencias de trabajo». La ocasión era importante para el recién llegado. Iba a conocer el lugar donde debería dar fe de su preparación… y aprender.
¡Bien, todo conforme al espíritu de la casa! El taller, situado a la derecha, era muy espacioso y disponía de muy buena luz. Dos chicos jóvenes, que trabajaban de pie ante un tablero inclinado, al oír la voz de don José María Boix se volvieron y se quitaron respetuosamente la visera.
—Le presento a los hermanos Balaguer… Juan, aparejador; Jorge, delineante. —Los dos hermanos inclinaron la cabeza y don José María Boix añadió—: El señor Vega, arquitecto…
—Tanto gusto.
Julián correspondió al saludo, preguntándose si Juan y Jorge no serían gemelos: tanto era su parecido. Llevaban gafas idénticas, de montura negra.
Don José María Boix les indicó con un gesto que volvieran a su quehacer y se dirigió a Julián.
—Como verá usted, la estancia es bastante grande. Es una de las ventajas que tienen las casas antiguas de Barcelona. —De pronto, señalando un tablero vacío que había a la izquierda de un ventanal, añadió—: Se me está ocurriendo que podría usted trabajar ahí… Queda independiente y aireado, ¿no cree usted?
Julián había tenido tiempo de echar un vistazo, llegando a la conclusión de que el taller era tan «anticuado» como el aspecto que ofrecían los hermanos Balaguer. Instrumental rutinario, sin ninguna de las novedades que el joven arquitecto atisbo en el «santuario» de Aurelio Subirachs y que conocía por las revistas especializadas. En las paredes, planos y dibujos clavados con chinchetas; un estante con los tubos de cartón en donde solían guardarse, enrollados, los proyectos; en un armario, muestras de baldosas, azulejos, etcétera. En la mesa, presidida por un sólido crucifijo, muchas carpetas, lápices y gomas de borrar y una serie de maquetas de yeso, de una blancura tal que a gusto Julián se hubiera acercado a ellas y las hubiera acariciado. Llamaba la atención una vieja maquinilla afilalápices, adosada a una esquina de la mesa y que debía de gemir al ser utilizada.
—Otra de las ventajas es que, normalmente, en estos pisos la calefacción funciona. Esto es muy importante, teniendo en cuenta el clima de Barcelona… Barcelona es muy húmeda, ¿sabe usted?
Don José María Boix abrió a continuación una puerta lateral, que comunicaba con el estudio en que él mismo trabajaba. ¡Regio estudio a fe! Grabados antiguos y una ordenada exposición de reproducciones fotográficas, algo así como una antología de su obra profesional. Julián abarcó dicha obra en panorámica y dictaminó para sí: «neoclasicismo, influencia italiana». En la pared opuesta, varios mapas, destacando uno muy detallado de la ciudad y otro, grandioso, de Cataluña, salpicado de puntitos rojo. Cada uno de esos puntitos correspondía a un municipio.
Don José María Boix, advirtiendo que Julián miraba este mapa con atención especial, se le acercó y en tono más entusiasta que de ordinario comentó:
—Sorprendente, ¿no es cierto? La extensión de Cataluña es cinco veces inferior a la de Andalucía… Pero aquí no tenemos latifundios y, como usted ve, en4as zonas llanas los municipios se tocan unos con otros. —Sacó un pañuelo y se sonó sin hacer ruido—. Además, ¿sabía usted que el setenta por ciento del territorio catalán es montañoso?
Julián puso cara de asombro.
—Francamente, no… No lo sabía.
—Así es —don José María Boix doblo con cuidado el pañuelo y lo guardó de nuevo—. Crear riqueza aquí ha significado un duro esfuerzo.
Lo último que visitaron fue el cuartucho contiguo, en el que se sacaban las copias de los planos. Olía a amoníaco, y la vaharada le resultó familiar a Julián.
La entrevista tocaba a su fin. Sólo faltaba fijar el sueldo, lo que se hizo en un santiamén, y la fecha de incorporación del joven arquitecto a la plantilla.
—¿Le parece bien el lunes?
—¿El lunes…? Conforme. Me parece muy bien.
Julián se volvió —distraído, creyó que los hermanos Balaguer se encontraban a su espalda y hubiera querido despedirse de ellos—, en tanto don José María Boix se disponía a abrir otra puerta que comunicaba directamente con el vestíbulo de entrada.
¡Ah, estaba escrito que una nota alegre debía sonar en la casa antes que Julián se marchara! Procedente de las habitaciones interiores avanzaba por el pasillo una mujer joven, de pelo castaño y aspecto radiante, llevando un jarrón de flores amarillas y rojas.
—¡Huy, perdón! —exclamó la joven mujer al ver a Julián; y con mucho donaire depositó el jarrón sobre una arca de madera, valiosa pieza que adornaba el vestíbulo.
Don José María Boix, al tiempo que, ¡por primera vez!, sonreía sin inhibiciones, dijo:
—Gloria, un momento, por favor… Voy a presentarte a don Julián Vega, cuya visita, como sabes, estaba esperando… Señor Vega, le presento a mi mujer.
La señora de Boix miró al forastero y Julián, inclinándose le besó la mano.
—Señora…
—Celebro mucho conocerle, señor Vega… —correspondió la mujer, que llevaba un elegante jersey de punto, con un hermoso broche en el escote. Acto seguido preguntó—: ¿Qué tal? ¿Llegaron ustedes a un acuerdo?
El señor Boix tuvo una expresión satisfecha.
—En efecto, querida… El señor Vega empieza el lunes a trabajar con nosotros.
La señora, sin dejar de mirar con curiosidad al joven arquitecto, exclamó:
—¡Enhorabuena! —y agregó—: Deseo que se encuentre a gusto en esta casa…
—Así lo espero —rubricó Julián.
Se despidieron. «Hasta el lunes». «¡Hasta el lunes!». La puerta se cerró y Julián permaneció quieto un momento, acariciándose la mejilla derecha.
Luego empezó a bajar lentamente los peldaños de la escalera. En uno de los rellanos se detuvo de nuevo, sacó la pipa —¡una hora lo menos aguantó sin fumar!—, y mientras la cargaba pensó: «Conque… el bombón ¿eh? Y además, se llama Gloria…».
Sacó el mechero y lo acercó a la cazoleta de la pipa, dando unas chupadas, que saboreó con voluptuosidad. La espiral de humo salió disparada a explorar el techo.
Al llegar a la portería, Julián se dio una palmada en la frente para despejar sus pensamientos…