CAPÍTULO II

JULIÁN VEGA HABÍA CURSADO la carrera en Madrid, con altibajos, debido a su labilidad emocional y a que las mujeres le gustaban tanto o más que al teniente Saumells. Tan pronto se encerraba, sin apenas salir, en el cuarto de su pensión de la calle del Arenal, rodeado de libros, compases, escuadras, flumasters de distintos colores, etcétera, como se pasaba una semana entera persiguiendo obsesivamente a las chavalas para decirles: «Soy de una tierra que sabe querer…».

Consiguió el título en 1934, y acto seguido empezó a ejercer, en Granada, en calidad de ayudante de un tío suyo, don Ildefonso Vega, el cual se dedicaba más que nada a remozar los cortijos de los amigos. Teniendo en cuenta que la guerra estalló dos años después, Julián sólo tuvo tiempo de comprobar la diferencia abismal existente entre los libros de texto y la práctica, entre la pizarra y el espacio; pese a lo que don Ildefonso Vega, que murió de un ataque cardíaco a poco de iniciarse la contienda, afirmó desde el primer momento que su sobrino Julián era un caso de «vocación auténtica». «Quizá —solía añadir— se deje deslumbrar con exceso por los rascacielos…, pero es de suponer que el sarampión se le pasará».

El inconveniente del arquitecto, por lo tanto, era su escasa experiencia profesional. El día que le llegó la tan esperada licencia acababa de cumplir los veintiocho años. Y si bien había vivido mucho, no había realizado por cuenta propia más que varios proyectos sin importancia. El hecho le preocupaba y lo comentó con sus camaradas en el transcurso de la cena de despedida que les ofreció. Le costó mucho que se lo tomaran en serio. El ambiente olía aún a provisionalidad y, por supuesto, a alcohol. «¡Vamos, anda, que no hay para tanto!». «¡Chico, si vas para genio avisa, que nos pondremos firmes!». Por suerte, a última hora, su vecino de mesa, el alférez Roig, que había sido el primero en chancearse, pero que lo quería muy de veras, cambió bruscamente de actitud y le prestó la atención debida. Le dijo que lo comprendía perfectamente y que acaso lo mejor para él fuera, de momento, reanudar el aprendizaje, esta vez junto a un arquitecto de acción más vasta que la que suponía remozar cortijos.

Julián Vega le agradeció el interés.

—Sí, claro… —cabeceó—. Pero ¿dónde encontraré ese mirlo blanco?

El alférez Roig tuvo una expresión irónica.

—¡Bueno! Supongo que, a partir de ahora, todos los mirlos blancos se encontrarán en Madrid…

El arquitecto granadino hizo un mohín.

—¿En Madrid?

—Pues claro… —El alférez Roig echó una bocanada de humo y añadió, cambiando la expresión—. De todos modos, si te sintieras capaz de quedarte aquí, en la «responsable» Cataluña, tal vez pudiéramos echarte una mano…

Perplejidad en el rostro de Julián Vega.

—¿Qué quieres decir?

—¡No sé! Y conste que estoy improvisando… Pero no me parece imposible hallar una solución. Sería cuestión de hablar con Saumells y tantear el asunto…

—Ya…

El alférez Roig marcó una pausa y por fin concluyó:

—¡Bien, ya lo sabes! Si un día te decides, nos lo dices y veremos lo que hay.

Julián Vega guardó un largo silencio, durante el cual se acarició varias veces la mejilla derecha. Por fin, agradeció de nuevo, con sinceridad, el gesto de su camarada tarraconense, pero alegó que, lógicamente, debía reflexionar. Una cosa era jugar con las palabras y con los deseos y otra muy distinta enfrentarse con una realidad tan concreta. Pese a ello, el muchacho no echó en saco roto, ni mucho menos, el ofrecimiento del alférez Roig, alias el Barbita, tanto más cuanto que, llegado el caso, contaría con un dato a su favor: en zapadores había aprendido mucho, sobre todo de los técnicos alemanes, a los que vio tender puentes con una rapidez asombrosa y calcular con no menos asombrosa seguridad la resistencia de los materiales. En el Jarama llegó a intimar con uno de dichos técnicos, que se llamaba Krüger y era de Hamburgo, quien le enseñó un montón de fotografías de las construcciones levantadas por el III Reich, cuya solidez causaron en Julián una fuerte impresión.

Así, pues, la juventud del arquitecto se convirtió, paradójicamente, en un lastre para él. O, dicho de otro modo, era la causa de las muchas dudas que lo atosigaban. Por ejemplo, había momentos en que le parecía que, al fin y al cabo, «también en Granada habría mucho que hacer», dado que la arquitectura arabizante que allí imperaba quedaba a todas luces fuera de juego, por lo que urgía que alguien aportase ideas nuevas. Desde ese punto de vista, Julián Vega, de natural honrado, casi consideraba un deber pechar con las dificultades con que allí tropezaría y quedarse en su ciudad natal. Pero el muchacho tenía su espejo particular, que le permitía verse por dentro. Sabía que su emotividad continuaba siendo lábil, como en sus tiempos de estudiante, y que en consecuencia debía desconfiar. Desconfiar especialmente de su desbordante salud, que ya durante la guerra motivó que de pronto se saltara a la torera principios que en el fondo consideraba muy sagrados, lujos que en lo sucesivo no debería permitirse. Cierto que era un placer sentir circular con ritmo y potencia la sangre —«tensión alta», según diagnóstico de su hermano Manolo—, pero en eso mismo radicaba el peligro. Peligro de confundir la calma con la mediocridad o de caer en fáciles exageraciones. Peligro de dejarse llevar por algún que otro rapto colérico, mientras su cachimba despedía llamas y su cara enrojecía grotescamente. ¡Oh, sí, de Despeñaperros para arriba más de una vez lo tomaron por compatriota del técnico Krüger, por alemán! Aunque ello podría atribuirse a su espléndida facha y a su pelo rubio. Claro, a las gentes del centro y del norte de España les resultaba difícil imaginar que un hombre que medía metro ochenta y cinco, que tenía el pelo rubio y que despedía llamas pudiera ser andaluz.

Por fortuna, sus escrúpulos habían de desaparecer muy pronto, indicándole claramente qué camino seguir. Al día siguiente de la cena ofrecida a sus amigos marchóse a Granada, en un tren destartalado —¡qué viaje, con irritantes parones en cualquier sitio, rodeado de bultos y de cochambre por todas partes!—, y apenas se apeó en la estación frunció el entrecejo. Un enjambre de chiquillos se empeñó en llevarle la maleta, en la que guardaba el uniforme, el estuche de afeitar y unos cuantos regalos. Eran moscardones de la pobreza, frutos de la promiscuidad. «¡Largaos, dejadme en paz!». Le resultaba raro vestir de paisano. Se miró de reojo en el cristal de un escaparate y pensó: «Todo eso es un poco complicado».

En cambio, los suyos, al verlo trajeado y con corbata, lo besuquearon como si se tratase de un muñeco gigantón y travieso. «¡Hijo…!». «¡Julián!». «¡Estás estupendo!». «¡Creíamos que no ibas a volver!». Un coro disparatado y locoide. Un coro sentimental. Julián llegaba justo para completar la mutilada vida de aquel caserón… y para hacer honor al gazpacho que su madre le preparó con todo esmero.

Nada que hacer. Los esfuerzos de Julián para convencerse se revelaron inútiles. A las dos semanas escasas, la monótona realidad impuso su ley. Se dio cuenta de que «su salida de la jaula» lo había transformado en fiscal. Su padre, don Arturo Vega, de profesión abogado, pero cuyo diploma colgaba simbólicamente ladeado y sucio en la pared de su despacho, por la mañana se daba una vuelta por los olivares de su propiedad, y después de la siesta, a las cuatro en punto, se levantaba, ¡no faltaría más!, de la mecedora y decía como siempre: «¡Bien, me voy un rato al Casino…!». Claro que ahora añadía: «¿Me acompañas, Julián?»; pero al escuchar la invariable respuesta: «Quizá un poco más tarde», el hombre tomaba su sombrero y su bastón y se dirigía sin prisa a la puerta, abriéndola siempre de la misma manera, por lo que los goznes emitían siempre idéntico chirrido.

En cuanto a su madre, había nacido en un pueblo sin luz eléctrica, y las supersticiones y el miedo inmenso a los pecados de la carne habían confeccionado su vestido negro y su moño lustroso. No es que no tuviera cualidades, y que la sensatez —eso no podía negársele— del compañero que le tocó en suerte no hubieran influido en ella beneficiosamente. Era una mujer apañada, hacendosa, que mantenía el hogar reluciente como una patena. Pero el verano calcinaba los aires que llegaban de Sierra Nevada, por lo que se pasaba muchos ratos abanicándose en el patio, que era el único lugar habitable del caserón y, por supuesto, no leía jamás ni siquiera el periódico. Ahora bien, ¿podía reprochársele? ¿Tenía ella la culpa de que sus mayores preocupaciones fueran el escote de los vestidos de sus hijas y la ración de alpiste que el canario necesitaba? Probablemente no. ¡Si por lo menos de vez en cuando se riera abiertamente! Pero ni siquiera eso era posible. A lo sumo, al regresar cada día del rosario de la parroquia entraba en la casa con cierta aureola satisfecha, de misión cumplida.

Cuidado… Julián les temía a los espejismos tanto como a las mentiras de las gitanas del Albaicín, que a lo largo de su infancia le conturbaron en demasía. De modo que luchaba, luchaba. Pero una sorda desazón lo reconcomía. Sus hermanas, adscritas a la «Sección Femenina», eran redondas, a excepción de Mari-Tere, que tenía ágil la cintura y bailaba y palmeaba que daba gusto verla. Era la única que necesitaba cerebro para vivir. A las demás les bastaba con el chismorreo, con prepararse el ajuar y con embutirse, a la hora de dormir, un horrible camisón blanco, largo hasta los pies.

Era evidente que en Granada se había parado el reloj. Y no sólo el de los Vega, sino, prácticamente, el de toda la población. ¡Qué diferencia —a juicio de Julián— con las ciudades que habían sido «rojas»! En éstas, la gente había sufrido hasta tal extremo que no sólo sintonizaba con quienes hablaban de «reconstruir España», sino que cada cual procuraba aportar su grano de arena para que tal empresa se convirtiera en realidad.

Por lo tanto, el único desahogo posible de Julián era su hermano Manolo, el optimista Manolo, que vivía en casa propia, pues estaba casado y tenía dos hijos, y había reanudado su consulta médica.

La ventaja de Manolo, especializado en pulmones y corazón, pero que de hecho ejercía medicina general, era que la experiencia profesional que acumuló durante la contienda era muy superior a la que adquiriera Julián. Tenía una capacidad de síntesis fuera de lo común, que él atribuía a las radiografías. Por sus manos habían pasado centenares de ellas, lo que le enseñó a objetivizar. Por descontado, fue el primero en darse cuenta de lo que verdaderamente ocurría en el interior de su hermano, que en resumidas cuentas era algo primario, elemental, al término de cualquier guerra: inadaptación. Todos los días se le presentaba algún excombatiente o alguien recién salido de la cárcel y le contaba una historia parecida. Por regla general, la terapéutica que empleaba era recetar vitaminas… y luego dar tiempo al tiempo, pues muchos casos se resolvían por sí solos.

Tratándose de Julián, apuró un poco más. Sometió a éste a un interrogatorio minucioso, sobre todo con respecto a sus tres años de combatiente, pues el historial clínico anterior se lo conocía al dedillo. «¿Alguna enfermedad venérea…?». Julián contestó: «Leve». «¿Aquel balazo…?». «Ahí tienes la cicatriz». Luego el chequeo, cuyo resultado fue totalmente negativo. Nada. Ni el menor rastro de lesión. «Chico, ¡estás como para comerte al mundo!». El conflicto, pues, radicaba en el cerebro y en lo que latía bajo la frase de Manolo, que éste pronunció con toda intención: Julián quería comerse el mundo, y el mundo era mucho más grande que Granada.

Sin embargo, ocurría que ninguno de los dos hermanos, bien que por razones distintas, se decidía a atacar de frente la cuestión. Manolo, que amaba el clan Vega como las cosas se aman a sí mismas, admitía la posibilidad de que se produjese un milagro, de que incluso en el caso de Julián el tiempo obrara a su favor; Julián, consciente de la importancia de la jugada, se limitaba a entrar a diario en el despacho de su hermano soltando exabruptos, afirmando que aquello era «la asfixia elevada al cubo» y que en toda su existencia no había visto un pastel de nata comparable a la celebérrima Alhambra. «Hay que ver, hay que ver. La gente se lo traga todo. Y cuantas más fuentecitas, mejor».

Pero la crisis debía estallar tarde o temprano. Y así fue. Estalló exactamente el día de la Virgen de Agosto, el más caluroso de aquel estío violento. Julián había tenido una jornada completa. Por la mañana acompañó a su madre a misa. Antes de almorzar, acompañó a sus hermanas a tomar un aperitivo en un café céntrico. Por la tarde, se fue con su padre al Casino, donde se habló de todo menos de lo más importante, o sea, de las conversaciones que por aquellas fechas celebraban, en Munich, Hitler y Mr. Chamberlain. Todo ello acabó con la resistencia del muchacho, el cual, después de cenar, se dirigió a casa de Manolo arrastrando los pies.

Manolo, con sólo verlo entrar, notó algo raro, y se ajustó con más fuerza que de costumbre las gafas a la nariz, lo que confirió a su cara una expresión sorprendentemente cómica. Lo inquietante de Julián era precisamente la calma con que iba realizando cada uno de sus gestos, y el hecho de que no soltase ninguna barbaridad. Por el contrario, parecía relajado y daba muestras de una galantería especial. «¿Permites?», preguntó, en el momento de quitarse la chaqueta y desabrocharse el nudo de la corbata.

Manolo le ofreció, como siempre, café y coñac. Julián —¿cómo era posible?— rechazó ambas cosas. Luego Manolo le habló… ¡de las conversaciones que celebraban Hitler y Mr. Chamberlain!; Julián se encogió de hombros y se limitó a comentar: «Los paraguas sirven para cuando llueve, pero no para cuando amenaza diluvio». Manolo optó por callarse. Hasta que, por fin, Julián rompió el silencio, y lo rompió de la forma más imprevista.

—Escucha, Manolo —dijo con voz lenta—. He venido a que me ayudes a resolver esto de una vez. ¿Podrías decirme, si es que todavía te acuerdas, a qué jugaba yo de pequeño?

Los ojos de Manolo retrocedieron hasta Dios sabe dónde.

—¿A qué viene eso? —inquirió.

—¡Bueno! Si no me equivoco, a pequeñas causas, grandes efectos, ¿no es así?

—Ya… —Manolo marcó una pausa, reflexionó y contestó—: Pues, si la memoria no me falla…, te gustaba mucho disfrazarte de seminarista. ¡Ah, y otro dato! —añadió, con mayor convicción—. Sobre todo en invierno, te gustaba subirte a la azotea y ponerles nombre a las estrellas.

Julián cabeceó repetidamente.

—¿Podrías decirme qué nombres les ponía?

—¡Psé! —Manolo se rascó una ceja—. Por lo general, creo que les ponías nombres de exploradores…

Julián, al oír eso, dio varias chupadas a la pipa y el humo pareció explorar el techo.

—Entonces… —dijo, todavía con voz tranquila— resulta que la cosa viene de lejos, ¿no es así?

Esta vez quien cabeceó repetidamente fue Manolo.

—Todas las cosas vienen de lejos, Julián…

El tapón había saltado, y lo demás fue rápido. Julián le confesó a su hermano que su capacidad de aguante se había agotado y que allí mismo quería tomar una decisión. En su fuero interno, la había tomado ya; pero deseaba saber si algo fallaba en su operación mental, si existía algún argumento concluyente, capaz de hacerle rectificar. El asunto era diáfano, puesto que se trataba de su vocación. Quería ser arquitecto, pero no de «pasteles de nata». Para ello necesitaba un medio estimulante, un clima que le garantizase que al cabo de diez años su diploma no colgaría también, como el de su padre, ladeado y sucio en la pared de su taller. En Barcelona le habían abierto una puerta. Barcelona, pese a determinados inconvenientes del temperamento catalán, poseía una clase media, hecho importante. Era una baza fuerte y él estaba dispuesto a jugarla; en Granada, en cambio, rodeado de terratenientes y de churumbeles pedigüeños, que lo perseguían de la mañana a la noche para limpiarle los zapatos, acabaría dedicándose, como antaño hiciera su tío Ildefonso, a trabajos de tres al cuarto.

Manolo lo escuchó con atención un tanto solemne. Le dolía perder a Julián. Ahora bien, ¿qué podía objetarle? ¿Que la ambición lo mismo podía conducirlo al triunfo que a pegarse el tortazo del siglo? ¿Que, en todo caso, y pese a la «clase media» catalana, tal vez fuera preferible que probara suerte en algún sitio más afín? ¿Que a su madre le daría un patatús? ¿Que siempre era arriesgado abandonar el terruño, la azotea en que uno ha bautizado a las estrellas?

—Chico, no sé qué decirte… Me has apabullado. ¿De qué serviría darte un consejo? En primer lugar, en este despacho he aprendido que los consejos no sirven para nada; en segundo lugar, es probable que lo que has llamado «tu operación mental» sea correcta. Sí, ¿por qué no? En la vida pueden adoptarse dos posturas. Conformarse, y éste es mi caso, con la realidad que a uno le ha tocado, o tirar de la manta, a ver lo que sale. Yo no me arrepiento de mi elección; tú prefieres tirar de la manta. ¡Adelante, pues! Tu cuadro hormonal es perfecto. No veo razón válida para estimar que debes rectificar.

Julián se levantó. Le invadió una sensación de ternura hacia su hermano, que era calvo y que continuaba con las gafas muy prietas encima de la nariz. El arquitecto, inesperadamente, gritó: «¡Eureka!».

Entonces Manolo se levantó a su vez… y lo abrazó. Pero el médico era enemigo de las efusiones, por lo que pronto se separó de Julián y concluyó sonriendo:

—De todos modos, no me hagas demasiado caso. Ya sabes que soy optimista por naturaleza…

No había tiempo que perder. Julián escribió inmediatamente a Tarragona, al exalférez Roig. Tardó más de la cuenta en recibir respuesta, pues el Bar bita había tenido su misma idea y se había trasladado a vivir a Barcelona, donde a la sazón trabajaba de aparejador a las órdenes de un arquitecto llamado Aurelio Subirachs. Pero por fin tuvo la carta en sus manos. Su amigo le decía que podía hacer las maletas y emprender viaje cuanto antes. «Creo posible garantizarte que encontraremos algo para ti. Me hubiera gustado enchufarte con mi “jefe”, que es un tipo de rostro ovalado, como un balón de rugby, pero que te caerá bien. Pero el muy tuno quiere hacer las cosas sólito. Por algo se llama Aurelio Subirachs. Sin embargo, me ha prometido ayudarte, y hemos hecho algunas gestiones. La verdad es que podrás elegir si continúas dispuesto a aceptar al principio el papel de soldado raso, tal y como hablamos en la cena de despedida. Personalmente conozco a alguien que a lo mejor te conviene. Pero, en fin, es cuestión de que te vengas. ¡Hala!, no te rajes ahora, y toma el tren antes de que te pudras».

Julián casi se comió la carta, y acto seguido comunicó su decisión a la familia. En efecto, a la madre del muchacho le dio un patatús, pese a que la mujer presentía que su hijo andaba tramando algo. «¡Dios mío, qué contrariedad! ¿Tan a disgusto te sientes en casa? Ahora sí puedo decir que te he perdido». Lloriqueos en el hogar de los Vega. Don Arturo, pasada la primera impresión, consiguió sobreponerse. «Tú sabrás lo que haces, hijo… Preferiría que te quedaras, pero te comprendo. ¡Qué le vamos a hacer!». Entre las hermanas el revuelo fue dramático. Entre otras razones, confiaban en Julián para encontrar novio. ¡Ahí era nada exhibirlo por las calles! «Pero ¿qué se te ha perdido en Barcelona? Alguna mujer que te habrá engatusado. ¡Jesús, ojalá te salga mal y vuelvas!». Mari-Tere, como siempre, fue la excepción. Más aún, le dio la gran sorpresa. «¿Por qué no me llevas contigo, Julián? Palabra que te seguiría con mil amores. ¿Y quién mejor que yo para cuidarte?». Julián sonrió, cariñoso. «¿No comprendes, mujer, que tendríamos que vivir juntos? ¿Y cómo conseguiríamos convencer a la gente de que somos hermanos?». Mari-Tere porfió, pero en vano, aunque le arrancó la promesa de que algún día mandaría a buscarla… Y entretanto, le regaló una pipa inglesa, preciosa, que el estanquero de la calle había recibido de Canarias.

En un santiamén Julián lo preparó todo. Y el 30 de agosto la familia entera, incluidos la mujer y los dos hijos de Manolo, lo acompañó a la estación. El tren salía de madrugada, y la ciudad y los andenes se veían envueltos en una neblina levemente azul. Los ojos de los Vega aparecían soñolientos, lo que empañaba el brillo de las lágrimas. Nadie decía nada, y los maleteros, al comprobar que no había «faena», se tumbaron en los bancos, mientras un perro oliscaba por entre los papeles de las vías. En cuanto la locomotora dio señales de disponerse a partir, hubo un temblor de brazos en torno al cuello de Julián. Don Arturo, tranquilo y digno, encontró el modo de decirle, manejando con soltura el bastón: «Si por cualquier motivo te ves obligado a volver, mi casa estará siempre abierta…». Mi casa… ¡Ay, el reinado de los varones, de los hombres del Sur! Manolo se mantuvo distante, y fue el último en abrazarlo y desearle buena suerte.

Sonó el silbato, Julián subió de un salto y momentos después el tren se puso en marcha. «¡Adiós, adiós!». ¿A cuántas cosas decía adiós Julián? A muchas, por supuesto. A jirones de su niñez, de su juventud. Al primer pecado, al señorío que había heredado de su padre, a los abanicos y a la negra mantilla de su madre, al chequeo que unos días antes Manolo le había hecho. Se dio cuenta de ello en cuanto perdió de vista la ciudad y los postes telegráficos empezaron a barrar el paisaje cortándolo verticalmente. ¡Hermoso paisaje, hermosa llanura, de un verde intenso, de muchos verdes, con manchas plateadas en los olivos, algunos de los cuales formaban parte del «patrimonio familiar»! ¿Por qué a Julián la naturaleza le dejaba indiferente? ¿No sería aquello un obstáculo para su profesión? ¿Le daría importancia a ese detalle el arquitecto «jefe» que le tocara en suerte? Recordó su primer viaje a Madrid, para cursar el primer año de la carrera. En aquella ocasión iba a enfrentarse con los libros; después, con hombres desconocidos, uno de los cuales tenía el rostro como un balón de rugby. Entonces y ahora su alma traqueteaba al compás del tren.

¡Al diablo las lucubraciones! Julián respiró hondo y se arrellanó en el asiento. Sintióse libre, con un ilimitado horizonte delante de él. Le invadió una extraña euforia. Lástima no llevar consigo la cantimplora que le regaló a aquella niña de ojos grandes —¿qué habría sido de ella?— en la plaza de Cataluña. Pero llevaba la pipa… inglesa, recién importada de Canarias. La estrenó. De la pipa salió un humo azul, azul como la madrugada, que caracoleó y se estrelló en el asiento delantero, en el momento en que un soldado se le acercaba: «¿Me da fuego, por favor?».