JULIÁN VEGA ENTRÓ EN BARCELONA con las tropas «nacionales». Era la viva estampa del vencedor. Alto, fuerte, seguro de sí. El uniforme le sentaba bien. Diríase que a los vencedores el uniforme les sienta bien. Estaba eufórico y, al llegar a la plaza de Cataluña, donde se arremolinaba una inmensa multitud dispuesta a cantar el tedéum, tiró el gorro al aire y gritó algo, no se sabía qué. Luego dio una palmada en el hombro de su camarada el teniente Saumells, alias el Mujeriego, que se pirraba por largarse a Tarragona para abrazar a su familia, y le dijo: «¡Estáis en el bote!». El teniente Saumells sonrió. «¡Sí, por fin!», contestó, tirando igualmente el gorro al aire y cazándolo al vuelo.
El espectáculo era en verdad hermoso. «¡Viva España!». «¡Arriba España!». Las banderas se volvían locas. Julián Vega se sintió orgulloso de su estatura y de las dos estrellas de la bocamanga. ¡Había deseado tanto vivir aquel momento! Sabía que significaba el principio del fin. A gusto hubiera encendido su famosa pipa, obsequio de un legionario al que salvó la vida, y hubiera dado en ella varias chupadas. Pero el apretujamiento era tal que apenas si podía moverse.
Una niña brotó a su lado, lo miró con ojos grandes y le pidió chocolate. Julián Vega estuvo a punto de apartarla de un manotazo. Pero, inesperadamente, se compadeció. «No tengo, pequeña. Lo siento». La niña siguió mirándolo. ¡Sería impertinente! «Toma, llévate esta cantimplora». La niña la tomó y desapareció.
Los altavoces reclamaban silencio, pues el tedéum iba a empezar. Pero la multitud seguía clamando: «¡Arriba España!», «¡Viva Franco!». ¿Serían sinceras aquellas gentes? Claro que sí… ¡Habían pasado tanta hambre! Su aspecto no mentía: eran guiñapos, les costaba esfuerzo sostenerse en pie.
El tedéum despegó cielo arriba, y una vez más Julián Vega advirtió que desconocía el significado exacto de aquel cántico de acción de gracias. Bueno, ¿qué importaba? ¿Desde cuándo para ganar la guerra era preciso saber latín? Unió su voz a la de la masa incontable y sintió que aquello lo resarcía de tanta lucha y de tantas inquietudes. ¿Cuánto tiempo hacía que dejó su ciudad natal. Granada? Mucho, mucho tiempo… Se incorporó en 1936, al son de los tambores que llegaban de Marruecos, y desde entonces había dado tumbos por toda la geografía hispana, durmiendo bajo muchas lunas. Y aunque sirvió en Zapadores —era arquitecto—, no por ello se ahorró el permanecer cuatro meses en Burgos curándose de un balazo que por poco lo manda a los luceros.
Acabó el himno y las banderas enloquecieron de nuevo. «¡Estáis en el bote!». Esta vez, el teniente Saumells, alias el Mujeriego, no sonrió. ¿Qué ocurría? Julián Vega le dio un codazo, pero el teniente permaneció inmóvil. Su rostro reflejaba una extraña tristeza. ¿Sería por la vieja que se había arrodillado a su lado y que intentaba, sin conseguirlo, besar el suelo? ¿Sería por aquellos manchones negros que se divisaban a lo lejos y que decían: «NO PASARÁN»? ¡Ah, claro, los aviones…! Se acercaba una escuadrilla de aviones, brindando allá arriba por la victoria, y he aquí que el teniente Saumells, en un combate que tuvo lugar en el Norte, cuando el asedio de Bilbao, perdió a un hermano, piloto de caza.
Julián Vega respetó el recuerdo. Sin embargo, ¡estaban en Barcelona! Y aquello era el principio del fin… Ya sólo faltaba llegar a la frontera, soltarles cuatro cosas a los franchutes y luego apoderarse de Madrid.
—¡Anímate, hombre! ¡No querrás que en Tarragona te vean con esa cara! ¡Anímate!
El teniente Saumells miró a su amigo. Lo miró con tal fijeza, que éste no pudo menos de recordar a la niña que le pidió chocolate. Por último, el Mujeriego balbució:
—Sí, desde luego, tienes razón…
Julián Vega no pudo satisfacer su deseo de llegar a la frontera y soltarles cuatro cosas a los franchutes. Su compañía permaneció en Barcelona, dedicada a tareas de reconstrucción. ¡Había tanto que hacer! La guerra convirtió la ciudad en un haz de escombros. Los hoyos de los obuses, los sacos terreros, las fachadas pringosas, las vallas que se levantaban aquí y allá, los solares con restos de huida y de muerte, le daban un aspecto caricatural, dramático. Era preciso quitarle la máscara. Y los zapadores podían contribuir a ello eficazmente.
Al arquitecto le sorprendió que después del último y definitivo parte de guerra, hecho público el 1 de abril, no se les concediera a todos, automáticamente, la licencia. Consiguió hablar con Granada y su padre le preguntó: «Pero ¿qué ocurre, Julián?». «¡Nada! ¿Qué quieres que ocurra? Cosas del ejército». Su madre quiso también hablar con él. «Pero… ¡hijo! ¿Cuándo vendrás?». Julián contuvo un movimiento de impaciencia. «¡Por favor, mamá, no os preocupéis! Estoy bien, estoy muy bien. ¡Y diles a todos que el día menos pensado me planto en casa…!».
Me planto en casa… Plantarse era una promesa. ¿Por qué, apenas terminó de hacerla y colgó el teléfono, notó una íntima vacilación? ¡Bien, ése era el conflicto! En aquellos meses de obligada estancia en Barcelona, Julián Vega se llevó dos grandes sorpresas. La primera, que puede echarse de menos un huracán; la segunda, que hay estaciones de paso que pueden tentar de una manera imprevista.
El huracán, por supuesto, era la guerra. No porque la echara de menos; eso, no. Sin embargo, le costaba adaptarse a la nueva situación. Saber que se había acabado la lucha, y con ella el riesgo y el incentivo que lo llevaban a llenar constantemente la cantimplora de coñac, introdujo un fantástico silencio en el interior de su cabeza. Incluso el humo de su pipa parecía ascender con lentitud. La desaparición del enemigo —al otro lado de los Pirineos, en el fondo de las cárceles, en los batallones de trabajadores…—, lo enfrentó con un vacío que no acertaba a explicarse. En cuanto se apagaran las estrellas de su bocamanga, en cuanto colgara su uniforme hermoso y bravo, ¿qué haría? Tuvo plena conciencia de que le había surgido otro enemigo: él mismo, su porvenir. ¿Sería verdad que siempre resulta difícil regresar de un cementerio?
Ese forcejeo se complicó más aún al advertir que Barcelona lo atraía… Nunca imaginó que aquello pudiera ocurrirle. El teniente Saumells, al igual que el alférez Roig, también de Tarragona, se lo habían profetizado en más de una ocasión; pero él se lo tomó siempre a chacota. «¿Yo en Barcelona? ¿Yo en Cataluña? ¡Vamos! ¡Como decirme que me casaré con la Pasionaria!».
Y he aquí que la Pasionaria no resultaba tan horrible como se la pintaron desde la niñez. Cierto que Cataluña era la «gran responsable», por lo que Julián Vega estimaba acertados los letreros que decían: «Prohibido hablar catalán», así como el derribo de las estatuas, la sustitución de los nombres de las calles y la implacable búsqueda de cualquier pedazo de tela en que hubiera las cuatro barras; no obstante, en cuanto subió a Montjuich y al Tibidabo y divisó desde allí el bosque de chimeneas de Barcelona, y paseando por las calles oyó el trepidar de toda una población afanándose por reabrir tiendas, talleres, garajes, y conoció el bullicio de las Ramblas, la majestad del barrio de la Catedral y las mil posibilidades que el Barrio Chino ofrecía a su pletórica juventud, se acarició la mejilla derecha, en ademán peculiar, y pensó para sí: «¿Estaré soñando?».
Por descontado, en el cuartel se guardó muy bien de exteriorizar sus cavilaciones, pues la risotada de la mayoría de sus compañeros hubiera rebotado contra los heroicos muros del Alcázar de Toledo. E igualmente procuró ocultárselas al teniente Saumells y al alférez Roig. Pero éstos leían en él como en libro abierto.
—Te lo habíamos pronosticado, amigo Vega. Todo esto es muy natural. Saliste de la jaula y ahora te horroriza la idea de encerrarte en ella de nuevo…
¿Cómo? ¿Qué estaba oyendo? ¿Acaso Granada era una jaula? ¿Y tenía él cara de pájaro?
—¡Pues sí que estamos apañados! ¡Ni que fuera un crío que acabara de descubrir quiénes son los Reyes Magos!
—¡Hala, no te hagas el tonto!… Para un hombre como tú, Barcelona es la Meca.
—¿La Meca? ¿Qué clase de Meca?
—¡Toma! ¿No quieres revolucionar la arquitectura? ¿No sueñas con la técnica y esas cosas? Pues aquí podrás despacharte a gusto; en tu famoso feudo árabe, en cambio, te aburrirás como una ostra.
¡Ay, lo malo de aquella pareja de catalanes era que pisaban siempre tierra firme! Julián envidiaba su buen juicio, que los llevaba a argumentar con precisión. Sí, a fuer de sincero debía reconocer que no andaban descaminados. En la atracción que Barcelona ejercía sobre él influían en gran medida sus ambiciones profesionales y su anímica proyección hacia el futuro. Julián Vega, en efecto, era un enamorado de la técnica, y en la urbe catalana, precisamente por el asolamiento de que ésta había sido objeto, descubrió un campo de acción ilimitado. Por el contrario, Granada, que siempre fue «nacional», apenas si había sufrido algún que otro arañazo…
Por lo demás, ¿no era cierto que corría en su «feudo árabe» el riesgo de morirse de aburrimiento? ¿Acaso no había vivido la experiencia al salir del hospital de Burgos y pasar con su familia un mes de permiso? ¡Por poco si revienta en aquel caserón asmático, de techos absurdamente altos y pasillos interminables! Todo el mundo con sabañones, agarrotado de frío por el aire que llegaba de Sierra Nevada. Con su padre indolente, tranquilo, levantándose de la mecedora y diciendo: «¡Bien! Me voy un rato al Casino…». ¡Un rato significaba toda la santa tarde! Con su madre eternamente vestida de negro y advirtiéndole cada dos por tres: «¿Sabes, hijo, que te encuentro muy cambiado? Tienes otra manera de mirar…». Con sus hermanas, ¡cuatro hermanas, un harén!, esperando a ver si le hacían tilín a algún capitanejo, de Estado Mayor a ser posible… Menos mal que su hermano Manolo, médico en el Hospital de Santa Cruz, alegre y optimista, lo calmaba ironizando: «Chico, a ti lo que te ocurre es que tienes la tensión muy alta».
«Otra manera de mirar…». ¡Psé! Esta vez, por un casual, su madre había pisado también tierra firme. Cierto. Julián Vega, a fuerza de ver cadáveres en las trincheras y de dormir bajo muchas lunas, notó que sus ojos eran «otros». ¡Amaba la vida! ¡Quería vivir! Y contribuir a que en España desaparecieran las viejas que intentaban inútilmente besar el suelo, y los hombres abúlicos, y los sabañones… La victoria había sido rotunda y ello abría las puertas a la extirpación radical de cualquier tipo de tumor.
Entonces, si ello era así, ¿por qué diablos sentía aquel vacío y llamaba «enemigo» al porvenir? ¿Sería idiota? ¿Y por qué el humo de su pipa ascendía con lentitud?
El alférez Roig le dijo:
—Es más fácil ser sepulturero que arquitecto, ¿comprendes? Ése es el intríngulis.