UN PAÍS DE OLAS

Era el primer día del fin de semana, y aún estaban en la cama cuando se puso a sonar el teléfono.

—Te toca a ti —le dijo Fernando.

—Ni por todo el oro del mundo —le contestó Marta ovillándose aún más entre las mantas.

El teléfono seguía sonando, y Fernando se decidió a levantarse. Antes de hacerlo le retiró con cuidado el pelo y la besó en el cuello, casi debajo de la oreja, lo que a ella la hizo estremecerse.

—Como sea Julia, me la pagas —le dijo.

Cuando se separó de ella, a Marta su cuerpo le pareció más pequeño, una parte tan sólo de un organismo más amplio al que había dejado de pertenecer. Una parte que quedaba sola, abandonada, privada de voluntad.

Fernando la llamó desde el pasillo. Era, en efecto, Julia, su madrastra. Pero no se quiso poner.

—Dile que llamo más tarde —gritó.

Sintió a Fernando andar por el pasillo y dirigirse al cuarto de baño. Luego oyó el ruido de la ducha. Se asomó por encima del embozo, buscando el despertador en la mesilla. Eran casi las doce. Allí estaba la caja casi vacía de los preservativos, que miró con una punzada de decepción, y, a su lado, el vaso de agua. Tenía sed y se acercó para cogerlo. Tuvo que destaparse el brazo y el hombro, pero apenas sintió frío. No era como antes, cuando vivían en la vieja casa, y el frío había sido un compañero constante y desconsiderado. Aunque la siguiera añorando. Ahora podían hasta pasearse desnudos en pleno invierno por las habitaciones, pero no era lo mismo, porque era como si aquella casa no les perteneciera, y estuvieran allí de prestado. Bueno, lo de pasear desnudos era relativo, al menos desde que habían empezado con las obras en la casa de enfrente, y los albañiles se pasaban el día ojo avizor. A pesar de eso le encantaban, y con frecuencia, cuando ellos le decían cosas, abría la ventana para contestarles.

Había entre ellos un chico de una delgadez casi inconcebible, que se reía enseñando los dientes. Era casi un niño, y ella le veía encaramarse a las vigas o a los pequeños muros como si el tejado fuera su reino. Un reino que no parecía tener secretos para él, y por el que se movía sin sensación alguna de peligro, con la alegre desenvoltura de las criaturas aladas. Claro que ella no estaba tranquila y cada uno de aquellos movimientos provocaba un vuelco en su corazón, pues temía que pudiera resbalarse y caer.

Volvió a adormilarse. En su pensamiento se agolpaban escenas de los últimos días del Instituto. Los líos que hubo entre los profesores, que en el último claustro estuvieron a punto de llegar a las manos, y el barullo fenomenal que se había organizado por aquel asunto tan tonto. Los chicos ridiculizaron en la revista del Instituto a dos de los profesores, y éstos habían exigido su inmediata expulsión. Un grupo de profesores les daba la razón, pero el resto, entre los que estaba ella, se oponían a una medida tan exagerada, y por fin tuvieron que improvisar una solución de compromiso que a nadie satisfacía, como siempre solía ocurrir en tales casos. También pensó en Ledesma, que daba clase de Historia. No se había movido durante el claustro, en que permaneció con los ojos fijos en sus manos, abstraído en sus pensamientos. Desde que Silvia le había puesto al tanto de sus problemas ella le había tomado bajo su protección y siempre que se encontraba con él trataba de animarle, lo que casi nunca conseguía pues su congoja era demasiado grande y raras veces podía distraerse de ella.

—La pereza es uno de los pecados capitales —dijo Fernando dirigiéndose a las ventanas del dormitorio para abrirlas de par en par. Acababa de ducharse y llevaba puesto el albornoz que ella le había regalado con su primer sueldo. Le había costado una fortuna pero había merecido la pena. Fernando parecía uno de esos jeques que aparecen en las ilustraciones de los cuentos de Las mil y una noches.

Marta se arrebujó aún más con las mantas, llegando a taparse por entero, como esos animales que cuando se ven sorprendidos en la superficie de las charcas se sumergen buscando la protección de la profundidad. La cama era esa profundidad, ese fondo de légamo, y le bastaba con quedarse allí ovillada, escondida, para obtener todo lo que necesitaba para vivir.

Fernando se sentó a su lado, y levantando un poco las mantas frotó su cabeza contra su hombro. Tenía el pelo empapado y a ella el contacto húmedo y frío la sobresaltó.

—Déjame —le dijo, con el pensamiento aún puesto en todo lo que habían hecho durante las últimas horas.

Esa noche se habían acostado muy tarde y, aun así, estuvieron despiertos hasta casi el amanecer.

—Eres incansable —le había dicho Fernando cuando, después de la primera vez, la había sentido frotándose de nuevo contra él.

Eran como las piezas de un único rompecabezas, y al menor descuido ya estaban juntos de nuevo. No era tan difícil, pues no se trataba de uno de esos rompecabezas de centenares o miles de piezas, en el que hay que recomponer complicados paisajes otoñales o remotas cumbres nevadas, sino algo parecido a dos camas que debían armarse juntas. Se movían un poco y ya estaban otra vez dispuestas.

—¿Sabes lo que les pasa a los perros? —le había preguntado Fernando, cuando aún estaba en su interior—, Se quedan literalmente pegados, y tiene que pasar un tiempo muy largo antes de poder separarse.

—Me encanta —murmuró ella gimiendo débilmente—. A mí me gustaría que nos pasara lo mismo. —Y apretando los músculos para sentir el sexo de Fernando en el suyo añadió—: Quedarnos para siempre así.

Fernando se sonrió, mientras le mordisqueaba el lóbulo de la oreja.

—No sé cuál sería la opinión de tus padres. Sobre todo cuando tuvieran que compartir con nosotros la mesa.

A Marta se le escapó un suspiro. No podía concentrarse en lo que le estaba diciendo, porque Fernando había pasado a mordisquearle el cuello. Cuando lo hacía perdía por completo la razón.

—Ahí, no, por favor —dijo apenas defendiéndose.

Fue como caerse por un terraplén. Caían los dos juntos arrastrando las hierbas y las ramas de los árboles. Sin hacerse daño. Envueltos en la arena, en las piedras. Cuando se quedaron quietos parecían rodeados de animales que se acercaran a olerles.

Volvieron a adormilarse. Fernando tenía la rodilla puesta sobre sus piernas y de vez en cuando la movía levemente, como si fuera el hocico de uno de esos animales y estuviera hozando en la hierba.

—¿Tú crees que será bueno hacerlo tanto? —le dijo ella.

—Buenísimo —le contestó Fernando—, por lo visto no hay nada mejor para la salud.

Y poniendo la mano sobre su pecho izquierdo, añadió insinuante:

—Sobre todo para el corazón.

Pero enseguida se puso a acariciarle el otro pecho, y ella protestó muerta de risa.

—Eh, que ahí no está el corazón.

—Las mujeres tenéis dos corazones. Uno para amar y otro para odiar. Uno lleno de miel y otro de veneno.

Y esta vez quien llevó la iniciativa fue Fernando, aunque cuando ella le vio extender la mano para tomar los preservativos, se la cogió para impedírselo.

—No —le susurró, con los ojos encendidos como ascuas—, todavía no.

Fernando cedió un momento, y las caricias se hicieron más largas y profundas, como si tuvieran lugar en el fondo de un lago. Donde ella ya tenía sus propios planes.

—¿Nos arriesgamos? —le preguntó casi sin voz, al tiempo que le animaba a que se pusiera encima.

Fernando se dejó llevar. No tenía voluntad, sólo estaba allí para hacer lo que ella le pedía.

—Por favor —insistió Marta—, no te retires, ¿vale?

Apenas podía hablar. Sus palabras llegaban a él como si hablara a través de la arena, de una duna. Una duna en la que estaban enterrados, y en la que se encontraban y volvían a perder porque sus cuerpos y sus palabras se mezclaban con la arena que les cubría.

Pero Fernando en el último momento se echó atrás.

—Espera —le dijo retirándose de improviso.

—Eres un cobardica —le dijo ella decepcionada, mientras le sentía prepararse bajo las sábanas.

Pero volvió a aceptarle a su lado, aunque ya no le pareciera lo mismo. Se abrazaba ahora a su tronco desnudo como al cuerpo de un animal desconocido. Un animal que, tan pronto soltara, escaparía tembloroso a lo más oscuro de la noche, donde ella no podría seguirle.

—¿Sabes lo que voy a hacer? Me voy a casar con el pobre Ledesma. Tendré todos los hijos que quiera, y le haré el hombre más feliz de la tierra.

Por la tarde fueron al cine, aunque la película, una película americana que Marta se empeñó en ver, sobre todo porque el cine estaba allí mismo, no les gustó a ninguno de los dos. Fernando estaba levemente contrariado.

—Te lo dije, pero no hay forma de razonar contigo. No se pueden elegir las películas en función de la proximidad o lejanía de los cines en que las ponen.

Pero Marta no estaba dispuesta a reconocer su error.

—Pues no ha estado tan mal. Un pelín vulgar, pero no hay que vivir sólo de exquisiteces.

Estaba radiante, y se apretaba tanto contra el pecho de Fernando, que parecía que quería meterse en él. Su complejo de pájaro carpintero.

—Mira —le dijo.

Habían encendido las luces de los escaparates y la calle parecía preparada para un desfile.

—Las han puesto por nosotros —murmuró—, porque sabían que íbamos a pasar por aquí.

Las luces de los rótulos se reflejaban en sus rostros, que iban adquiriendo distintos tonos según pasaban a su lado. Cuando su color era verde parecía que andaban por el fondo verde del mar. Se detuvieron ante una juguetería. Los juguetes estaban dispuestos sabiamente en el escaparate, que tenía una apariencia extraña y fantástica, de país soñado.

—No me extraña que los niños se vuelvan locos —dijo Fernando, al tiempo que se inclinaba hacia Marta y le mordía el pabellón de la oreja.

Una de las esquinas del escaparate estaba llena de maquetas. Maquetas de todas las cosas inimaginables: barcos, aviones, casas, paisajes con túneles y montañas, pequeñas locomotoras, coches, bicicletas, cuyas ruedas, tan leves, parecían tejidas por arañas. A Marta le pareció que no se limitaban a reproducir las cosas reales, que señalaban otro mundo, otras formas de vida, donde la felicidad era más fácil.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Fernando.

Marta se encogió de hombros y se apretó aún. más fuerte contra su pecho. Pensaba en que también a ella le hubiera gustado ser así de pequeña, y poder ir en uno de los bolsillos de Fernando, asomada a su borde como a la barandilla de un puente. O mejor aún, que el diminuto fuera Fernando, y poder llevarle escondido en lo más hondo de su bolso, revuelto con la polvera, los kleenex y la barra de labios.

—Mira —le dijo Fernando.

Dos chicas se desplazaban en patines por una de las aceras, anunciando un supermercado. Iban vestidas de rojo, y llevaban unas falditas tableadas que se agitaban con sus movimientos dejando al descubierto sus piernas larguísimas. Debían de estar muertas de frío, pero a ellas se las veía felices, felices de ir así, y de que todos, especialmente los hombres, se volvieran sobresaltados a su paso.

—Influencia americana —murmuró fastidiado Fernando.

—Pues a mí me encanta —dijo Marta, a la que aquellas chicas que enseñaban sus largas piernas elásticas, y que se desplazaban por la calle sin esfuerzo alguno, arrebatadas por la fuerza de sus pensamientos, le parecieron guapísimas.

Entraron en un café, y se sentaron en una de las mesas. A través de las cristaleras veían la calle, que acababan de asfaltar. El alquitrán brillaba por efecto de la niebla. No parecía pensado para que pasaran los coches, sino peatones con zapatos de fiesta. Zapatos veloces apropiados para una pista de hielo. Las luces se reflejaban en el suelo como diminutas llamas benignas.

—En esa casa —le dijo Fernando señalándole el edificio que había justo enfrente de donde se encontraban— tiene el despacho Antonio.

Antonio era amigo de Fernando, uno de sus mejores amigos. Malvivía con aquel despacho. Un lugar cutre, lleno de torres de libros y revistas, que se parecía a las oficinas de los detectives norteamericanos de las películas de serie negra.

—Parece el despacho de Philip Marlowe —le decía Femando siempre que entraba. Para pasar a aconsejarle que cambiara la decoración.

—Espanta a los clientes.

Pero Antonio se negaba a hacerlo.

—Esas son estupideces —decía rotundo, incapaz de cualquier concesión—. Yo soy un abogado, no un decorador.

Fernando se acordó de que tenía que tratar con él un asunto del sindicato, y le pidió a Marta que le esperara unos minutos.

—No tardo nada —le aseguró, inclinándose sobre su rostro y besándola en la punta de la nariz.

Marta se quedó sola. Una camarera muy guapa se acercó para preguntarle lo que quería, y ella pidió una Coca-Cola. Le hubiera gustado pedir una bebida caliente, pero no le gustaba ni el café ni las infusiones. Tampoco la leche, que odiaba desde niña. En realidad sólo bebía Coca-Cola, pues el agua apenas la tocaba. Cuando quería meterse con Fernando le decía que los americanos no debían de ser tan malos cuando habían inventado una bebida así, sin la que el mundo, al menos para ella, sería inconcebible. Cerró los ojos y se concentró por un momento en los sonidos del café. El ruido de las cucharillas, el de la cafetera al expulsar el vapor, las voces de los camareros, las conversaciones de la gente. Le pareció que tenía mucha suerte de poder estar en un lugar como aquél, donde todos se sentían a gusto y eran amables entre sí. Pero pensó en el albañil jovencito, que a la mañana siguiente tendría que levantarse temprano, y trabajar al aire libre, con las manos congeladas de frío, y le pareció que aquella impresión era falsa, y que el mundo era un lugar injusto, donde sólo unos pocos tenían lo que necesitaban. Y siempre a costa de los que, por no tener nada, tenían que someterse a sus crueles exigencias.

Miró el reloj. Fernando no venía y empezó a impacientarse. A través de la ventana veía pasar a la gente. Iban muy deprisa, y de sus bocas salían nubes blancas de vapor. Los niños iban tan abrigados que parecían pequeños esquimales. Se fijó en una anciana. Estaba entrando en una cabina telefónica, y vestía con humildad. Sin embargo sus gestos eran decididos y orgullosos. De hecho, se la veía irritada porque la puerta de la cabina se abría con dificultad. La empujaba como diciendo, «no creas que vas a poder conmigo». Hizo lo mismo con el teléfono. Lo descolgó con energía y abriendo su bolso se puso a buscar algo, probablemente la agenda en que tenía apuntado el número que tenía que marcar.

Marta recordó que Julia la había llamado por la mañana, y que ella no había querido ponerse. «Estará hecha una furia», pensó. Y se levantó para llamarla. Pero el teléfono de la cafetería estaba estropeado.

Cuando volvió a su mesa la vieja aún continuaba en la cabina. Sólo que ahora tenía el auricular en su oído, y permanecía absorta, sin mover los labios ni realizar gesto alguno, mirándola fijamente a través de la calle.

Una chica interrumpió el curso de sus pensamientos.

—¿Eres Marta? —le preguntó.

Ella asintió un poco confusa, aún pendiente con el rabillo del ojo de lo que hacía la vieja, que seguía sin dejar de mirarla.

—Me manda Fernando —continuó la chica—, para decirte que es mejor que no le esperes. Está estudiando un asunto con Antonio y van a tardar una hora como mínimo.

La chica era jovencísima y llevaba un jersey muy ceñido, que resaltaba sus pechos. Le habló con un tono de conmiseración. Como diciendo, «ahora los dos están conmigo».

Se fue contoneándose y varios hombres se la quedaron mirando con expresión atolondrada.

—Te vas a enterar —dijo Marta entre dientes al quedarse de nuevo sola. Pensaba en Fernando y en que tenía que aplicarle un castigo ejemplar. A ella no se la dejaba plantada así.

Un coche pasó tocando la bocina escandalosamente, y dos monjas se detuvieron ante el escaparate de una de las tiendas próximas. Vistas de espalda, con aquellos hábitos negros que las cubrían desde la cabeza a los pies, parecían sacadas de un espectáculo lúgubre. Era una tienda de modas y se quedaron un buen rato mirando su escaparate, con los ojos fijos en aquellas prendas que nunca podrían llevar, porque habían renunciado a todos sus sueños de mujer. A Marta le hubiera gustado conocer sus pensamientos.

Cuando volvió a fijarse, la cabina estaba vacía. Se acordó de que tenía que llamar a Julia, que estaría enfadada con toda la razón, y, después de pagar la cuenta, salió a la calle dispuesta a hacerlo. Antes de cruzar, vio su figura reflejada en el escaparate, y se encontró horrible. Aquel abrigo no le sentaba nada bien, y además había engordado y tenía la cara demasiado redonda.

—Se te está poniendo cara de pan —le decía su padre, que no podía vivir sin sacar defectos a los demás.

«Tengo que dejar de comer», se dijo. Y se hizo el propósito de someterse a una cura brutal de adelgazamiento. Se volvería como esas chicas anoréxicas que llegan a adelgazar tanto que pueden entrar por los ojos de las cerraduras. Eso es lo que había querido siempre ser, la más delgada de la Tierra. Y volvió a parecerle que era en lo pequeño, en aquellos juguetes que acababan de ver, en los niños recién nacidos, en las cosas más postergadas y leves, donde se encontraba la parte más adorable de la vida.

Volvió a cruzarse con las chicas de las falditas rojas. Aunque ahora, todavía bajo el influjo de su encuentro con la secretaria de Antonio, no le parecieron tan guapas. Eran demasiado descaradas. Como si fueran por ahí diciendo a todos que las miraran. Que miraran sus piernas, sus pechos, aquellas melenas que ondulaban sobre sus hombros como una nube de tentación. Y pensó en las otras mujeres. En ella misma, que ahora formaba parte de esa inmensa congregación, la de las pobres mujeres normales, siempre cansadas, abrumadas de deberes, siempre cargando algo, cochecitos de niños, bolsas de la compra, empujando de un lado para otro el carrito de sus sueños vencidos, que ésa era la verdadera carga, la que iban dejando sobre sus hombros los sueños que no se llegaban a cumplir. El problema de las mujeres era que no había solidaridad entre ellas. «Todas queremos ser la única», se dijo, mientras pensaba que tal vez le convenía cambiar el color de su barra de carmín para que sus labios resaltaran más.

Había entrado en la cabina y estaba abriendo su bolso para coger las monedas cuando vio el sobre. Estaba sobre la mesita que había junto al teléfono y enseguida se dio cuenta de que pertenecía a la anciana. Salió en su busca pero, por más que estuvo mirando por las calles y las tiendas próximas, no logró dar con ella. Parecía mentira que hubiera podido desaparecer a tal velocidad.

Entonces abrió el sobre, y el corazón le dio tal vuelco que estuvo a punto hasta de perder el equilibrio. ¡Estaba lleno de dinero! De billetes de cinco mil pesetas. No pudo saber en qué número, porque enseguida volvió a cerrarlo, y miró a un lado y a otro, pero no ya buscando a la anciana sino tratando de no ser descubierta. Las piernas le temblaban visiblemente y, en un rápido movimiento, se guardó el dinero en el bolso.

Volvió a la cafetería y se dirigió veloz al baño, donde se encerró con llave. Se puso a contar el dinero. Estaba tan nerviosa que no pudo terminar, aunque en un cálculo aproximado estimó que podía haber una cantidad que se acercaba al millón. En ese instante vio su rostro en el espejo. Estaba contraído en una mueca, y sus ojos brillaban como si tuviera fiebre. Se quedó mirando esa imagen no demasiado estimulante. La imagen misma de la avaricia, pensó con una sonrisa irónica. Se lavó un poco la cara y salió avergonzada a la calle, pero la anciana seguía sin aparecer.

La niebla se había hecho más densa, y los peatones aparecían y desaparecían como sombras huidizas. Empezó a dar vueltas alrededor de la cabina, soportando el frío intenso. De pronto, vio a Fernando. Iba hablando animadamente con la chica de pechos esculturales, y a pesar de pasar a su lado ni siquiera reparó en ella. El corazón le dio un vuelco, pero todo volvió a la calma pues Fernando sólo acompañó a la chica unos metros, hasta la primera esquina, donde se despidieron con las justas efusiones. Al cruzar de nuevo la calle se dio de bruces con ella.

—Pero ¿se puede saber qué haces? —le preguntó extrañado. Y su rostro se iluminó al verla. Enseguida la estaba abrazando.

—¿Sabes lo que me ha pasado? —le preguntó ella un poco agobiada por la intensidad del abrazo.

Fernando se encogió de hombros. Cuando hacía ese gesto a ella le recordaba a Charlot.

Empezó a contarle lo del sobre, pero no pudo seguir hablando porque Fernando ya la estaba besando en los labios, con fuerza, apasionadamente, como si hiciera mucho tiempo que no se veían y hubiera perdido la esperanza de volver a encontrarla.

—Su cara me suena —le dijo reteniéndola aún contra sí, mirándola con fijeza a los ojos, en que se habían reunido todas las luces que había en la calle. Era como si los tuviera llenos de luciérnagas.

Continuaron abrazados su marcha y al llegar a la esquina Marta se detuvo.

—Tenemos que volver.

No le dijo para qué, pero le forzó a dar la vuelta y, casi arrastrándole por la calle, le hizo desandar el camino, hasta la cabina. Se puso a rebuscar en su bolso.

—Mira —le dijo Marta, y le tendió el sobre.

Fernando lo abrió extrañado, y al ver su contenido no pudo evitar una reacción de sorpresa.

—¿De dónde lo has sacado?

Marta le miró con una expresión de infinita congoja. Como diciéndole, «todo lo raro me tiene que pasar a mí».

—Pertenece a una anciana —le dijo—. Entró a llamar en la cabina y se lo olvidó junto al teléfono.

Hablaba deprisa, muy excitada, y a estas alturas había tomado a Fernando de su trenca y tiraba de él como instándole a que encontrara una rápida solución.

—No podemos marcharnos. Seguro que va a volver.

Era como si se sintiera responsable de lo que le pudiera pasar a la anciana si, al volver a buscarlo, no lo encontraba junto al teléfono.

Estuvieron andando por la calle hasta quedarse helados. Luego regresaron a la cafetería. Se sentaron en la misma mesa. Desde allí veían la cabina difuminada por la niebla.

—¿Qué vas a hacer? —le preguntó Fernando.

Marta se encogió de hombros. No podía aceptar otra solución que devolver el dinero. La anciana no tenía aspecto de ser ninguna potentada, y sin duda a esas alturas estaría desesperada por su pérdida. Se trataba de una cantidad importante.

—Supongo que seguir esperando —le contestó con agobio.

Fernando, llevado por su espíritu analítico, introdujo nuevos motivos de inquietud.

—Puede que no regrese nunca. Que sea una de esas ancianas que pierden la cabeza, y ni siquiera recuerde que ha estado aquí. Algunas se olvidan hasta de sus propios nombres.

—Están sus familiares, pondrán anuncios —dijo Marta—. Antes o después alguien tiene que dar señales de vida.

Fernando le pidió el sobre, y ella hizo un ademán de alerta.

—No te preocupes —le contestó—, seré discreto.

Contó el dinero bajo la mesa, poniendo un cuidado especial en que nadie les viera.

—Novecientas cincuenta mil —murmuró, bajando el tono de su voz—. Casi eres millonaria.

Marta cogió el sobre y volvió a guardárselo en el bolso. Por primera vez apareció aquella idea en su pensamiento, la de que podría quedarse el dinero si nadie lo llegaba a reclamar.

Al levantar la vista sus ojos se encontraron con los de Fernando. Se dio cuenta de que también en él había empezado a abrirse paso la misma idea, y que a esas alturas ninguno de los dos deseaba que apareciera la anciana.

Cuando una hora después se decidieron a abandonar la cafetería lo hicieron cautelosos y levemente sofocados, como dos delincuentes que portaran a escondidas su lujurioso botín.

—Y tú ¿cómo vas vestida?

—Con un traje de enfermera. Uno de esos uniformes que son todos blancos, y que se abrochan por delante. Y en los que se transparenta un poco la ropa interior.

Marta tenía los ojos cerrados y hablaba lentamente, como si no fuera ella la que hablara sino otra que estaba a su lado, escondida en el interior de la cama.

—Aunque lo normal es que vaya sin nada debajo. Me he preparado antes de entrar y voy así por el dormitorio común, porque me gusta sentir que estoy desnuda bajo la tela del uniforme, y que ni las monjas, ni los médicos se dan cuenta. También ellos, los heridos, están como yo. Sólo con un camisón que se ata por detrás. Lo sé porque ayudo a curarles, y les veo cuando los médicos tienen que levantar las sábanas y las mantas para desinfectar sus heridas. Muchas veces tienen que descubrirles enteros, y yo me fijo en sus sexos oscuros, desmayados entre sus piernas como esos animales de las charcas que fuera de su medio parecen blandos y enfermos.

Se detuvo otro instante, para cambiar de posición. Fernando sentía su respiración agitada, como un fuelle diminuto. Una de sus manos jugueteaba en el interior de sus muslos, el pubis, la zona ardiente de su sexo, suave y húmedo como las bocas de los recién nacidos.

—Les traen del campo de batalla. Son soldados, todos muy jóvenes. Vienen de las trincheras, donde caen heridos. Muchos de ellos de gravedad. Porque hay heridas de todos tipos, en todos los lugares. Algunos tienen la cabeza vendada; otros, los brazos, el pecho o las piernas, y las vendas blancas destacan sobre sus cuerpos morenos como si les hubieran ido marcado con alguna oscura intención. Yo tengo que ocuparme de todo, desde atenderles cuando quieren algo, un poco de agua, un libro, un cuaderno para escribir, hasta en las horas de la comida, que muchas veces incluso tengo que ponerles los alimentos en la boca porque los pobres no pueden ni con la cuchara. Y, mientras tanto, me dicen cosas bonitas. Lo guapa que soy, y lo bien que huelo, o que cuando estén curados tenemos que quedar para ir al baile, o a alguno de esos restaurantes en que las mesas tienen mantelitos de cuadros y se cena a la luz de las velas. También me hablan de sus novias y sus hermanas, y de lo que van a hacer cuando salgan del hospital y se acabe la guerra. Y a mí me da muchísima pena porque sé que muchos de ellos no lo harán nunca, porque sus heridas no tienen remedio. Y allí está mi amigo, tan grande y hermoso que apenas cabe en la cama. Es de los más guapos. Uno de esos muchachos que tienen brazos de leñador, que son infinitamente dulces, pero también de los que están más enfermos, los que han recibido heridas más graves, que cuando los médicos se reúnen ante su cama se intercambian miradas graves, como si todo lo dieran por perdido, y se extrañaran con cada nuevo día de verle todavía allí. Y soy yo la que se ocupa de atenderle. «Te vas a curar», le digo, y por las noches, cuando en el hospital todos están dormidos, le visito en secreto. Antes de hacerlo me preparo. Me ducho, me echo colonia por el pelo y el cuello y, haciéndome la distraída, me dejo sin abrochar algunos de los botones del uniforme. Aunque él no pueda verme, porque la explosión de una granada le ha alcanzado los ojos, y siempre los tenga que llevar vendados, que ni siquiera puede saberse si volverá o no a ver. Y me inclino sobre su oído y le digo, «soy yo, mira qué bien huelo». Y le extiendo mi cuello, y él aspira un poquito y entre los pelitos de su barba veo brotar pequeñas gotas de sudor. Entonces miro a un lado y a otro y, al no ver a nadie, tomo su brazo bueno, el otro lo tiene vendado hasta el hombro, y lo extiendo sobre la cama, de forma que su mano llegue al borde del colchón. Me acerco a ese lugar, me aprieto contra el colchón hasta tocar con mis muslos la punta de sus dedos, que se estiran un poquito, al sentir ese contacto. Y los cojo entre los míos y empiezo a pasárselos primero por encima del uniforme pero enseguida retirándolo, dejando un hueco para que puedan entrar dentro, y llevárselos hasta lo más hondo, donde todo es suave, dulcísimo y resbaloso. A esas alturas me he puesto a gemir despacito, y enseguida se me escapan sonidos más fuertes, más roncos, y tengo que hacer un gran esfuerzo para controlarme, porque si no los otros enfermos se darán cuenta de todo. Entonces me retiro y me lo quedo mirando, miro su frente, la venda que cubre sus ojos, la nariz, su boca entreabierta, y me parece más guapo que nunca, con aquellos hombros desnudos que están pidiendo que se los bese y se los chupe, como me lo está pidiendo su nariz, sus cejas, su cuello hinchado y lleno de jugos, que me recuerda el de los caballos. Bésanos, me van diciendo, y yo me pongo a hacerlo y le beso la frente, las sienes, las mejillas que raspan con la barba incipiente, los labios, que ahora tiemblan de amor, y me piden que siga, que no me canse nunca de cubrirle de besos, y mientras lo hago empiezo a acariciarle el pecho, y lo hago muy despacio, con mucho cuidado, haciendo círculos, palpando poco a poco sus costillas, sus tetillas pequeñas, sus axilas, hasta llegar a las vendas, al lugar donde tiene la herida, que incluso llego a apretársela un poco y le siento agitarse, gemir débilmente de dolor, aunque ya haya retirado la mano y la tenga bajo las sábanas y siga bajando hasta llegar a su vientre, y sólo por un momento toque su sexo, y me haga gracia ver cómo está, y enseguida lo evite y baje por sus muslos, se los acaricie por todos los lados, mientras empiezo a decirle cosas, lo guapo que es, y cómo las primeras noches, mientras le curaba, lo hacía casi con los ojos cerrados porque me habían dicho que se estaba muriendo y sabía que si me lo quedaba mirando me volvería para siempre loquita de amor.

Marta se había vuelto hacia Fernando y al tiempo que seguía hablando había empezado a acariciarle por debajo del pijama.

—Ten cuidado —le dijo Fernando—, no olvides que soy un moribundo.

Marta se sonrió. La luz de la calle entraba por las ventanas, y Fernando podía verla mientras se movía. Se había puesto encima de él, y estaba completamente desnuda. Sus pechos parecían cubiertos de miel. Toda ella brillaba. Especialmente su rostro, bañado por una sustancia resplandeciente.

Femando recordó una de sus últimas conversaciones con Oscar, poco antes de morir. Ya apenas se levantaba de la cama, y se puso a hablar de la admiración que siempre había sentido por las mujeres, y de su asombro cuando hacían el amor.

—Es increíble —murmuró—, ¿qué diablos les pasa cuando folian? Porque ni mucho menos es igual. Ellas se vuelven locas. No, locas no. Es como si descubrieran otro cuerpo, un cuerpo que guardan dentro del suyo, cuyas facultades fueran las primeras en desconocer.

Y con una sonrisa llena de dulzura y nostalgia, pues también de ese cuerpo tenía que despedirse, añadió:

—Un cuerpo lleno de plumas.

Y ahora era él quien se había puesto a acariciar ese cuerpo, el que llevaba las palmas de sus manos por la parte externa de sus muslos, siguiendo la línea de sus caderas hasta alcanzar la zona de atrás, delicada y perfecta, con el tacto suave de las plumas.

Marta no se movió al terminar. Seguía sentada encima de él, sólo que ahora estaba inclinada sobre su pecho y lo besaba delicadamente.

—No hay otra enfermera igual —murmuró Fernando pasando la yema de sus dedos por su espalda, siguiendo el contorno exacto de sus vértebras, como si ascendiera por una escala, hasta llegar a su nuca.

Marta sonrió. Se acordaba de su relato, y le parecía que su enfermo favorito estaba allí, acostado de espaldas, recibiendo todas sus caricias.

—¿Y siempre piensas en hospitales?

Fernando le había pedido que le contara alguna de sus fantasías sexuales.

—No, no siempre —continuó Marta—. A veces, lo hago en caballeros. Caballeros medievales. Yo estoy en el bosque, y viene uno de ellos, con su armadura brillante. Está herido y, al verle, corro a su encuentro. Le ayudo a bajar del caballo, y luego le voy quitando la armadura. Es como si quitara una cáscara, y poco a poco encontrara la carnecita ardiente y sabrosa, como empapada del agua del mar.

—Es curioso —dijo Fernando— siempre están en las últimas.

Marta se sonrió, al tiempo que se incorporaba, volviéndose a quedar sentada sobre Fernando.

—Sí, es una condición indispensable. No sé por qué. Pero tiene que ser así.

Marta se fijó de reojo en sus pechos, y ahora no le parecieron mal. Fernando estaba acariciándoselos, y sentía el juego de sus dedos sobre el almohadón de carne. Cuando retiraba las manos recuperaban enseguida su forma, como dos animales que se hubieran escondido un momento, pero que enseguida volvieran a asomar sus cabezas curiosas.

Se acostaron juntos. Marta iba a ponerse el camisón, pero Fernando se lo impidió.

—No, quédate así.

Estuvieron un rato inmóviles, sin hacer ni decirse nada. Ella con los ojos cerrados sintiendo en su mejilla los latidos del corazón de Fernando.

—¿Sabes lo que le pasó a Merlín? —le preguntó Fernando.

Ella negó con la cabeza.

—Siendo ya muy mayor se enamoró de una muchacha muy joven, a la que llevado por su pasión reveló los secretos de su magia. Pero ella le traicionó y, utilizando esa misma magia, le encerró en una cueva, dentro de un bloque de cristal, de donde ya no pudo salir.

Marta se lo quedó mirando extrañada, preguntándose adonde quería ir a parar.

—¿Y a que no sabes lo más conmovedor? —añadió Fernando.

Marta se encogió de hombros. Lo escuchaba con atención porque de pronto había visto a la amante de Merlín con los rasgos de la chica de pechos esculturales.

—Esta historia la cuenta Steinbeck en su libro sobre los hechos del rey Arturo, y lo más curioso es que vuelve a referirse a ella en una carta privada. Lo hace como si fuera su propia historia, porque parece que al pobre le pasó lo mismo, y que su amor frustrado por una joven estudiante llenó de tristeza sus últimos años.

—Se lo tenía bien merecido —concluyó Marta.

Fernando la miró con perplejidad.

—¿Y eso?

—Seguro que su mujer se había pasado la vida lavándole los calzoncillos, y luego, porque era una vieja como él, quería quitársela de en medio como si fuera un trasto inservible.

Marta fue la primera en extrañarse de aquella reacción. Unos meses antes se habría puesto sin dudarlo en el papel de la guapa y orgullosa estudiante, y ahora lo hacía de la esposa, aquella pobre mujer que, en su versión, y en pago a toda una vida soportando las manías de Steinbeck, tenía que ver cómo éste se pasaba las noches en vela porque se había encaprichado de una mujer mucho más joven que ella.

—Y tu amigo Antonio ya puede andarse con ojo —añadió furiosa.

Femando se rió con ganas.

—¿Y por qué lo dices?

—Porque esa chica, su secretaria o lo que sea, es de las que llevan a los hombres a la gruta, y les dejan encerrados en ella.

Se revolvió en la cama y le clavó las uñas en el brazo.

—Prométeme —le dijo— que nunca me abandonarás.

Fernando se apartó un poco y se la quedó mirando. Sus ojos estaban llenos de lágrimas.

—Pero, bueno, ¿qué pasa? —le dijo dulcemente.

Marta se escondió avergonzada en su hombro. Ahora estaban frente a frente y sus piernas formaban un palpitante y cálido nido. Volvía a tener ganas de que la tomara. De que lo hiciera sin adoptar precauciones, porque nada deseaba más en ese momento que tener un niño. Un niño del que tuvieran que ocuparse todas las horas del día, que viniera a salvarles a los dos.

No era la primera vez que lo pensaba, y recordó lo que les había pasado en Venecia al año justo de la muerte de Franco. Fue una experiencia atroz, en aquel hospital desvencijado al que accedieron en un vaporeto, llenos de zozobra y angustia. Fernando no lograba entender al médico y terminó mareándose en el pasillo, y lo tuvieron que acostar en una cama improvisada, en la sala de las parturientas. Desde entonces no quería oír hablar de la posibilidad de repetir.

—Este es un país horrible —decía Fernando cuando, a pesar de todo, volvían a hablar de aquello—. ¿Por qué tendríamos que poner en él a una criatura más?

Días atrás habían estado en un mitin, con viejas personalidades del exilio, y volvieron con el alma en los pies. Todo fueron advertencias, admoniciones, consejos. Ni una palabra para los que habían dejado su vida entera en la lucha, al servicio de los viejos sueños. Hasta la bandera de la República fue vista con prevención. Y mientras ellos se veían forzados a callar, los franquistas de toda la vida se dedicaban a borrar sus huellas. Huían como las ratas. Más apegados al poder que a sus propias ideas. Cambiaban esas ideas, como se hacía con los viejos trajes.

—Anda, ven —le dijo Marta, que a pesar de todo volvía a insistir.

Fernando vaciló un momento, pero luego se dejó llevar. Todo era muy dulce y amigable. Estaban en un bosque, y los matorrales se apartaban solos, obedeciendo el mandato de sus pensamientos. El cuerpo de Marta temblaba debajo del suyo como si fuera el curso de un arroyo. Pero en el último momento se retiró.

—Perdona —murmuró Fernando casi sin voz—, te he puesto perdida.

Se estuvieron limpiando. O mejor dicho, fue ella la que se encargó de todo. A pesar de que la tristeza casi no la dejaba hablar.

—Soy como los heridos de tus fantasías eróticas —murmuró Fernando, consciente de su decepción—. Todo lo tienes que hacer tú.

Estaba agotado y se quedó dormido. Pero Marta no podía dormirse. Se acordó del sobre con el dinero. Tuvo una reacción extraña, levantarse a comprobar que lo tenía, que no se trataba de un sueño. Regresó a la cama muerta de frío, y buscó el calor de Fernando, que dormía con profundidad. Aún estaba molesta con él. Por haberse acobardado en el último momento, pero sobre todo porque eso significaba que sus deseos no eran los mismos. No, no era cierto que hubieran formado alguna vez un único ser, se dijo Marta decepcionada, pensando en aquellas criaturas esféricas de las que había hablado Platón.

Se preguntó lo que iba a hacer con el dinero si la anciana no aparecía. No, desde luego, dárselo a Fernando. Por primera vez pensó en el dinero como si fuera solamente suyo, y pudiera decidir a su antojo cómo gastarlo.

Cuando volvió a despertarse acababa de amanecer. Se levantó a beber agua. Los albañiles ya estaban en el tejado, y ella les estuvo observando, sobre todo al más joven. Habían encendido fuego en un bidón y cada poco se acercaban a calentarse. Cuando lo hacían, reían y se gastaban bromas. No parecían estar en un tejado, sino en una pradera, en medio de la hierba y los árboles. Las llamas saltaban hacia la niebla formando lenguas vivas, casi transparentes, y era como si pudieran meter las manos en el bidón sin llegar a quemarse. Entonces se acordó de la anciana. La vio en la cabina, mirándola en la distancia. Y tuvo una idea extraña, que no había perdido el dinero sino que se lo había dado. Que lo había dejado allí para que ella lo encontrara.

Volvió a la cama, pero cuando quiso pensar de nuevo en aquello le pareció una tontería. ¿Cómo iba a ser posible algo así?

«Terminarás pasada de rosca», se dijo antes de volver a dormirse.

Los días siguientes se pasaron las horas muertas junto a la radio, esperando que la anciana o alguno de sus familiares se sirvieran de alguna de las emisiones locales para hablar de su pérdida. Todo fue inútil, pues nadie llegó a hacer, al menos con constancia suya, el gesto de localizarles.

—Te advierto —decía Fernando, cuando ya completamente exhaustos movían el dial de las frecuencias para localizar una nueva emisora— que es un buen ejercicio. Uno se entera de cómo es el mundo.

Decía esto porque nunca se había oído la radio en aquella casa, ni nunca se llegaría a oír después, como en aquellos días. Se levantaban en torno a las diez y la tenían encendida hasta que salían de casa. Comían con la radio puesta y por la tarde volvían a encenderla siempre que tenían ocasión. También se la llevaban a la cama, donde era Marta quien la escuchaba, casi siempre hasta que le entraba sueño. Era durante ese tiempo, en las horas nocturnas, cuando había los programas más increíbles. Uno de ellos consistía en consultas que hacían los oyentes. Llamaban para pedir consejo, y contaban historias que ponían los pelos de punta, con el propósito de que alguien que les estuviera escuchando tuviera la solución a sus problemas. Los oyentes llamaban con esas soluciones dando lugar a cadenas de comentarios, cada uno más disparatado que el anterior. Siempre eran historias de desengaños, de traiciones amorosas, de grandes decepciones y heridas del corazón. Marta las escuchaba entre acongojada y divertida, preguntándose por el sentido de aquella extraña maquinaria que era el corazón de los hombres. Y por aquella extraña ley que hacía de los que más herían los más amados de la tierra.

—El mundo está completamente loco —decía.

—Supongo que lo que hay es mucho masoquismo —le respondía Fernando, que no consideraba que aquel tema mereciera dedicarle más tiempo.

Pero Marta no lo veía tan claro. Y una y otra vez escuchaba aquellas llamadas, donde seres desesperados, hombres y mujeres, hablaban de sus desengaños, y de su incapacidad para olvidar a alguien. Alguien que normalmente, al menos según la lógica de su propio relato, no merecía en absoluto la pena, y que sólo les había hecho sufrir.

—Yo creo que es a este programa donde llamó Ledesma, el de Historia.

La noticia se había corrido como un reguero de pólvora, aunque nadie la había podido confirmar.

—Tiene que ser él —había insistido Silvia, a quien una amiga le puso al corriente de la llamada de un pobre divorciado que no podía vivir sin su hijo. El niño se pasaba dos fines de semana al mes en su casa, y cuando el domingo por la noche lo llevaba de vuelta con su ex mujer, a los dos se les desgarraba el corazón, porque no querían separarse. Se pasaban horas enteras dando vueltas en el coche alrededor de la casa, sin dejar de llorar.

—Pobrecillo —dijo Marta cuando se lo contó—. Siempre son los más indefensos los que tienen que cargar con todo.

Desde entonces, cada vez que veía a Ledesma en la sala de profesores, o dirigiéndose cabizbajo a su clase, no podía dejar de pensar en aquella escena. Y lo veía en el coche, dando vueltas a la manzana mientras las lágrimas corrían por sus mejillas, y veía la escena en que al despedirse se abrazaban en el portal bañados en lágrimas, porque todo lo que de amable había en el mundo terminaba en esos instantes para ellos. El caso no tenía remedio, porque el pobre Ledesma la verdad es que era un desastre. Calvo, pequeñín, sin ningún atractivo, que hasta tartamudeaba un poco al hablar, de forma que estaba condenado a que nadie lo tomara en serio. Sus clases eran un verdadero escándalo, porque no controlaba a los chicos, y hasta sus propios compañeros lo miraban con conmiseración convencidos de que la culpa de todos sus males la tenía él mismo, por no hacerse respetar. Marta pensaba en esos documentales de la vida animal en que se veía cómo el individuo más débil concitaba la agresividad de sus propios compañeros de manada, que en muchos casos terminaban expulsándolo del grupo, o incluso malhiriéndolo o matándolo, porque el mundo era así de implacable y se podía dividir entre los que habían venido a herir y los que lo habían hecho para ser heridos por los primeros.

—Creo que deberíamos llamar a la radio —dijo Marta, que ahora pensaba en la anciana. No, no quería aquel dinero, no al menos si en algún punto de la ciudad alguien tenía que ser desgraciado para que ella pudiera sentirse bien.

—No creo que sea buena idea —le respondió Fernando, que estaba limpiando sus discos de música. Les pasaba un pequeño paño y su superficie negra tenía el brillo del alquitrán mojado por la lluvia. Era raro que la música estuviera allí, inscrita en aquellos surcos diminutos, esperando a que pasara la aguja.

—Si llamas a la radio —continuó—, se generará un problema de orden público. Miles de ancianas harán cola ante la puerta de esta casa reclamando el dinero.

Era un día de sol, y desde la ventana se veía el azul limpio del cielo, salpicado de pequeñas nubes. No había pájaros y los tejados aún estaban blanqueados por la escarcha, pues había helado esa noche.

Marta recogió la mesa de la cocina, y dejó los cacharros en el fregadero. No le apetecía fregar. Luego se puso el abrigo.

Fue al salón. Fernando seguía atareado con sus discos, que ahora estaba colocando según su primitivo orden alfabético.

—Esta casa es un completo desorden —decía—. Si no fuera por mí perderías hasta la cabeza.

Marta era sumamente desordenada y raras veces recogía algo. Fernando iba detrás de ella, colocando todo lo que dejaba desperdigado.

Se acercó a él y le besó en los labios.

—Voy a comprar el periódico —le dijo.

Compraba el periódico para ver si había algún mensaje, y se iba a leerlo a la cafetería. Pegada a su cristalera vigilaba la cabina. Una vez, incluso, creyó ver a la anciana y salió disparada en su busca, pero se trataba de un error. Un error que le costó una buena bronca, pues cogió a la equivocada con tanta vehemencia que casi la tira, y ésta se puso hecha una furia.

Ya desde la puerta se volvió hacia Fernando y le dijo:

—Pórtate bien, Steinbeck. Ya sabes lo que le pasó a Merlín.

Femando la miró con ojos estupefactos. Se había puesto aquel abrigo con el cuello de piel que tanto le gustaba, y una bufanda de color vino, sobre la que su pelo rizado se derramaba como un trozo de noche. «La hacedora de agujeros», pensó Fernando automáticamente. Y, aunque no hubiera podido explicar por qué, le pareció bien pensar en Marta de esa manera, como alguien que iba dejando a su paso un rastro de agujeros.

Se quedó solo. Fue a la cocina, y al verla desarreglada y sucia se puso limpiarla. Estuvo lavando los cacharros, y barrió y fregó el suelo. Mientras lo hacía pensó en su padre, que a esas horas estaría solo, y que también tenía que fregar y limpiar su casa, porque no tenía a nadie que le ayudara. Sabía que tenía que ir a verle, pero no se decidía a hacerlo. Últimamente no le gustaba ir al pueblo, y las visitas a su padre cada vez le resultaban más difíciles de sobrellevar. Se quedaban callados, sin hacer ni decir nada. Sin embargo, cuando pensaba en él lamentaba su terrible soledad, y se hacía reproches por su injustificable apatía.

—Deberías coger el autobús e ir a ver a tu padre —le decía Marta.

Pero él siempre encontraba excusas para demorar esa visita, aunque luego tuviera remordimientos.

Llamaron al timbre. Traían una factura. Fernando no sabía de qué se trataba.

—Creo que se ha equivocado —murmuró mientras revisaba aquella factura referida a la compra de una lámpara.

Su sorpresa fue mayúscula. Se trataba de la lámpara que habían comprado cuando amueblaron su primera casa. Es decir, hacía la friolera de cuatro años. Nunca les habían pasado la cuenta, y ellos se callaron astutamente. Se referían a ella como «la lámpara que no pagamos nunca», y había terminado por constituirse en una especie de emblema. El emblema de su propia felicidad, que también era inexplicable, que también habían recibido sin buscarla, como un regalo que no cabía entender. Y ahora pasaban aquella factura y él la tenía que pagar.

Lo hizo sin rechistar, un poco avergonzado, pues se sentía un estafador. Un estafador al que habían sorprendido en plena acción delictiva. Entonces, y al despedir al empleado y cerrar la puerta, se acordó del sobre. Fue a la mesita y estuvo mirando el dinero. Era extraño, pensó. Dos cosas tan especiales, casi en el mismo día. ¿Había alguna relación entre ellas?

Pero enseguida apartó de su cabeza aquel pensamiento.

—Es increíble —dijo Chiqui llevándose a la boca un nuevo canapé de foie-gras—, pues yo no la habría pagado. Creo que se llama prescripción de deudas.

Esa noche habían quedado con Chiqui y Ventura a cenar, y Fernando acababa de contar en la mesa lo que le había sucedido con la lámpara. Ventura se reía de buena gana, enseñando todos sus dientes, grandes y planos como los de los caballos.

—Me hubiera gustado ver la cara que pusiste —murmuró.

—Yo creo que aún la tiene —añadió Chiqui.

Todos los años organizaban aquella cena, a finales de noviembre. Solían quedar tres o cuatro parejas, pero este año hubo deserciones y la cena estuvo a punto de no celebrarse. Fue Ventura el que reaccionó en el último momento. «La tradición es la tradición», les dijo dando por zanjado el asunto.

Y les llevó a aquel restaurante, que acababa de inaugurarse y era el más chic de la ciudad.

—Nos va a costar un ojo de la cara —murmuró Chiqui desde la puerta, al mirar a su alrededor.

El encargado se acercó a ellos, y les condujo a la mesa que habían reservado.

—Espero que todo sea de su gusto —les dijo, al tiempo que hacía un gesto y una chica con cara de pollito se acercaba a recogerles el abrigo.

—Hay que reconocer que estos jodidos burgueses viven como dios —murmuró Ventura, que todo lo miraba con asombro.

Cuando se sentaron, un camarero se acercó a ellos y desplegó las servilletas sobre sus piernas, como si ellos no pudieran servirse de los brazos.

—A lo mejor hasta nos ponen la comida en la boca.

—Podemos pedirles que nos hagan una paja —dijo Ventura, al que Chiqui, su mujer, miró con ojos asesinos.

Todo en aquel comedor respiraba buen gusto y confortabilidad. Las mesas rebosantes de cubiertos y cristalerías semejaban pequeños laboratorios; las lámparas, las paredes decoradas con maderas barnizadas y hermosas fotografías de actores y actrices de cine, de la gran época de Hollywood, recordaban los camarotes de los barcos. Una de las fotografías pertenecía a Casablanca, y discutieron sobre la película. Fernando y Ventura sostenían que no era para tanto, pero las chicas no estaban de acuerdo.

—Es la película que más veces he visto en mi vida —dijo Marta—. La escena en que cantan «La marsellesa» me pone carne de gallina.

Marta se puso a cantar bajo «La marsellesa» y enseguida Chiqui la imitó. Los que estaban en las mesas más próximas se volvían a mirarlas.

—¿Estáis locas? —dijo Fernando visiblemente nervioso—. Nos van a echar con cajas destempladas. Parecéis dos crías.

Ellas se callaron, un poco avergonzadas pero muertas de risa. Porque la risa era consustancial a su ser.

—No se las puede sacar de La Bombilla —dijo Ventura, divertido con la situación.

La Bombilla era un merendero donde a veces iban a picar algo, sobre todo los fines de semana. Estaba junto a la orilla de La Esgueva, que era el río proletario de la ciudad. El río de la clase obrera, como solía decir Ventura para distinguirlo del Pisuerga, que cruzaba Valladolid vigoroso y sobrado de fuerzas, junto a los puentes y los paseos por los que paseaba la burguesía local. Si el Pisuerga era el río emblemático de la ciudad, La Esgueva era su vergüenza. Un río ciertamente impresentable, lleno de suciedad y siempre escaso de agua, que más bien parecía un vertedero. Cruzaba por los barrios más pobres y la gente tiraba en él todo lo que pillaba, hasta muebles y colchones. Fernando solía decir que era puro surrealismo.

Aquel merendero estaba en una de sus orillas, y en los veranos sacaban las mesas al exterior y se comía al aire libre. Merendaban con la música a todo volumen, por lo común música aflamencada, mientras los niños corrían entre las mesas, sufriendo frecuentes altercados.

—Parece mentira que sobrevivan —decía Fernando, que siempre estaba con el alma en vilo cuando los veía empujarse o jugar junto a los terraplenes.

Al oscurecer encendían la iluminación. Una hilera de bombillas que colgaban desnudas de los cables, como grandes ojos sin párpados. Nada que ver con aquel restaurante donde estaban ahora, y al que habían ido porque se lo había aconsejado Berta, una amiga de Chiqui, que trabajaba en la cocina.

—El cocinero es un genio —les había dicho Berta—. Prepara unas cosas que te cagas.

Y era verdad. Todo estaba riquísimo y mientras comían, probando cada uno de los platos de los otros, no dejaron de hablar. De política, claro, pero también de otras cosas, asuntos de la comedia humana. Recordaron aquella distinción del pobre Oscar.

—Una cosa es la divina comedia —solía decirles Óscar, que había muerto a finales del verano—, y otra la comedia humana.

A la divina comedia pertenecían aquellos platos exquisitos, a la comedia humana la frase de Berta diciendo que eran tan ricos que te podías cagar al probarlos.

Chiqui les dijo que les iba a contar una historia.

—¿A qué grupo pertenece? —preguntó Marta, que estaba un poco borracha, porque contra su costumbre había bebido vino. Tenía las mejillas sonrojadas y los ojos encendidos como ascuas. Cada vez que llamaba al camarero para pedirle algo parecía estar haciéndole proposiciones deshonestas.

—Es una síntesis perfecta de las dos —le contestó Chiqui. Que enseguida se puso a contar su historia.

Todo había sucedido en la peluquería, donde había escuchado sin querer la conversación de un grupo de mujeres. Eran mamás jóvenes y hablaban de todo lo divino y lo humano, desde sus niños hasta de los polvos que habían echado con sus maridos. Y con una naturalidad que daba sonrojo. Una de ellas se puso a contar a las otras algo sucedido años atrás. Ella tenía quince años, y estaba en unos ejercicios espirituales. Era una auténtica monada y el cura, uno de esos curas jóvenes que se las daban de modernos, no le quitaba ojo. Como no dejaba de hablar y de reírse con las otras la llamó a su despacho. Esperaba que le fuera a echar una bronca y entró atemorizada, pero enseguida se dio cuenta de que allí pasaba otra cosa. El curita no paraba quieto, y se le veía extrañamente agitado, casi fuera de sí, muy lejos desde luego de aquella imagen de seguridad y autocontrol que daba al hablarles desde el púlpito. Ella estaba comiendo chicle y, mientras el cura hablaba, mascaba y hacía globos. No por mala intención, sino porque también estaba muy nerviosa y sólo quería irse cuanto antes. Pero él se lo recriminó. Le dijo que parecía mentira, que se sentía decepcionado y que había esperado mucho más. No sabía qué hacer, y hasta llegó a sacarse el chicle de la boca, pero entonces fue peor. Porque se quedó allí parada, con el chicle entre los dedos, sin saber adónde dirigirse para desembarazarse de él. Y entonces pasó una cosa increíble. El cura se arrodilló a sus pies y, poniéndose con los brazos en cruz, le pidió que le pegara el chicle en la frente. «¡Hazlo —le gritaba, fuera de sí—, pónmelo en la frente, en la frente!» Ella hizo lo que le pedía y salió de estampía.

Todos se quedaron callados. Marta no podía dar crédito a la historia, y Chiqui estaba visiblemente complacida del efecto que había causado.

Pero Ventura cometió el error de defender al cura.

—No me parece para tanto. La chica lo volvía loco y, en vez de tratar de meterle mano, el pobre se conformó con lo del chicle.

Ellas se pusieron hechas una furia.

—No, si todavía va a resultar que es un santo varón.

Ventura trató de seguir con su razonamiento, diciendo que no pensaba que un acto así fuera a dejar traumatizada a la chica, que a lo sumo, y pasado el susto, todo lo que sentiría es una buena dosis de choteo.

—Seguro —concluyó— que luego se lo pasó bomba contándoselo a sus amigas.

—Y eso ¿qué? —le contestó Chiqui—, ¿acaso justifica lo otro?

Ventura, que se había quedado sin argumentos, se encogió de hombros.

—Todos los hombres sois unos degenerados.

Fernando salió en su ayuda sin demasiada convicción. Movido por un sentimiento de solidaridad, que por otra parte Ventura no se merecía. Eran los hombres los que tenían la mala prensa, afirmó, pero ¿acaso las mujeres eran mucho mejores?

Y enseguida, al decir esto, se arrepintió, pues sí pensaba que lo eran.

—Ahora —le dijo Marta algo molesta— sólo te falta contar la historia de Merlín.

Ventura quiso saber qué historia era ésa, y Fernando se puso a contarla sin demasiadas ganas, pues aquella discusión le aburría.

Al terminar volvieron a discutir. Mientras Ventura afirmaba que hay que ver lo que le había tocado al pobre Merlín, que a esas alturas, y apresado en su bloque de cristal, todavía debía de estar acordándose de todos los parientes de la jovencita, ellas opinaron que se lo tenía merecido. Todos los hombres se comportaban, sobre todo cuando había unas buenas tetas y un buen culo delante, como auténticos imbéciles. Podían ser los carcamales más grandes de la Tierra y se seguían creyendo irresistibles.

El asunto no daba para mucho más, y Chiqui y Marta llamaron al camarero para preguntarle si podían ir a visitar a Berta.

—Es una amiga que trabaja aquí —le dijeron.

No hubo problema y él mismo se ofreció a llevarlas a la cocina. Parecía la sala de máquinas de un transatlántico. Con las ollas echando vapor, y las grandes perolas borboteando en el fuego, como

grandes turbinas. Berta estaba junto al fregadero.

—Venimos a verte —dijo Chiqui.

Berta se secó las manos con el mandil y se acercó a darles un beso.

—Hoy te toca hacer de Cenicienta —dijo Marta, a la que aquel lugar, con el calor y el olor a comida, le estaba empezando a agobiar.

—Sí —le contestó con una sonrisa—, ahora sólo falta que venga el príncipe.

Pero estuvo pensando, y rectificó:

—Bueno, mejor el hada madrina. Que príncipes hay a patadas.

Al abandonar el restaurante fueron a tomar una copa. Había tanta gente en el bar que apenas aguantaron media hora. Se despidieron en la puerta, y Fernando y Marta decidieron dar un paseo antes de volver a casa.

—¿Qué tal te lo has pasado? —le preguntó Fernando.

—Bueno —dijo ella—, ha sido tolerable.

Marta simpatizaba con Ventura y Chiqui, pero le resultaban aburridos. Con ellos nunca te llevabas sorpresas, antes de abrir la boca ya sabías lo que iban a decir. Eran un poco famas.

—¿Y yo qué soy?

—Tú, una esperanza. Está clarísimo. Algo así como un cronopio reprimido. Un cronopio que quiere ocultar su verdadera naturaleza.

Al llegar a casa, Marta se fue derecha a la cama. Lo hizo dejando su ropa tirada por todos los sitios, como si se hubiera cansado de ella, y ya nunca se la fuera a volver a poner. Fernando fue detrás recogiéndola.

—Prefiero no decir nada —murmuró molesto— pero esto me parece inmoral.

—Anda, ven —le dijo ella con cara insinuante—, que te tengo preparada una sorpresa.

Fernando terminó de colocar la ropa, y se acostó en la cama. La sorpresa era que se había acostado desnuda.

—Te lo digo de verdad —le dijo mordiéndolo en la oreja—, creo que soy una ninfómana.

Se estuvieron besando. Marta había tomado una copa de pippermint y sus labios aún sabían a menta.

—Berta es genial —le dijo.

Y se puso a contarle la visita a la cocina, y lo que les había dicho a Chiqui y a ella. Que lo que en realidad necesitaban las mujeres eran hadas madrinas, porque príncipes los había hasta debajo de las piedras.

Lo hacía sin dejar de besarle, sofocada, pronunciando muy despacio cada una de las palabras.

—¿Sabes lo que creo? —continuó con una sonrisa—, que la anciana es un hada. No es que se olvidara el sobre, sino que lo dejó en la cabina para mí.

—Bueno —le dijo Fernando—, es al menos una explicación tranquilizadora.

Marta protestó.

—Eres un animal. No se puede hablar contigo de nada.

Permanecieron un rato en silencio.

—Me da rabia —dijo Marta.

—¿Qué?

—Que nos hayan cobrado la lámpara. Ya no va a ser igual.

—Tendremos que cambiarla de nombre.

Volvieron a quedarse callados. Uno de los vecinos fue al baño, y oyeron el ruido de las cañerías. También oían, lejano, apagado, el motor de los coches que pasaban.

—¿Por qué no contaste lo de la anciana? —le preguntó Fernando—. Me extrañó que fueras capaz de callártelo.

Marta tardó en responder. Le había metido las manos por debajo de la chaqueta del pijama y le estaba acariciando la piel desnuda.

—No sé —le contestó—, supongo que me daba miedo.

—¿Miedo?

Marta se apretó aún más fuerte contra él. Como si se sintiera en peligro, como si sólo por hablar de aquello corriera un peligro indefinible.

—A que sólo pareciera eso, un sobre con dinero.

—¿Y es algo más? —insistió Fernando.

—Claro —le dijo con inesperada rotundidad.

—Yo creo que no estás bien de la cabeza.

Marta sonrió, mientras seguía jugueteando por debajo de su pijama. Le acariciaba el pecho con las palmas de las manos, como si estuviera alisando arena.

—Además, las personas necesitamos secretos.

Ahora le estaba acariciando la espalda, grande y plana como una tabla. Sí, pensó, eso eran los secretos. Tener a tu cargo algo que no sabías lo que era, que te habían dado y que guardabas sin saber por qué. Algo que tenías que librar de la muerte.

Estuvieron un rato en silencio, y la respiración de Fernando empezó a hacerse más sonora y pesada.

—Eh, despierta —protestó Marta tirándole del hombro—, que todavía no te puedes dormir.

—No estaba dormido —le contestó Fernando.

Pero le delataban su voz pastosa y la opacidad de sus ojos.

—Me he acordado de una cosa —dijo Marta.

Fernando se volvió hacia ella, y se puso a acariciarla. Le parecía mentira que pudiera hacerlo con esa facilidad. Que le bastara con extender la mano para encontrar allí aquel cuerpo, que parecía robado a las corrientes y a las colonias de esponjas que florecían en los fondos marinos, junto a los acantilados.

—Fue una cosa que me pasó en Burgos, cuando era pequeña —continuó Marta deteniendo aquella mano que se había desplazado peligrosamente hacia el interior de sus piernas—. Yo iba al colegio de Las Angelinas. Era un colegio de pago donde iban las niñas bien de Burgos, pero había en él una curiosa institución. Una escuela para niñas pobres. Estas sólo recibían la educación elemental, y además vivían separadas de nosotras, en un lugar aparte del colegio. Entraban por otra puerta, tenían horarios distintos, e incluso a la hora del recreo sólo podían jugar en una zona acotada del patio grande.

Daba pena verlas allí, porque esa zona estaba segregada del resto del patio por una red metálica, de forma que se veían obligadas a amontonarse todas detrás, en un espacio minúsculo, como si fueran pollitos.

Marta hizo una pausa para beber un poco de agua. Al incorporarse las sábanas y mantas resbalaron por su cuerpo dejando sus hombros al descubierto. Siguió hablando sin taparse, profundamente abstraída en sus palabras. La luz amarilla de la calle se colaba por la ventana y hacía que su piel y sus hombros parecieran cubiertos de polvo de oro.

—Pues bien, empecé a fijarme en una niña. Se quedaba ante la tela metálica, y se pasaba el recreo mirándome. Yo también lo hacía. E incluso en alguna ocasión me acerqué a ella. No llegábamos a hablar, ni a decirnos nada. Sólo nos mirábamos y nos sonreíamos. Y un buen día desapareció. La buscaba en el patio de La Escuelita, que era así como se conocía en el colegio a la escuela de las niñas pobres, pero no estaba con sus compañeras. Una de esas veces, una de ellas me hizo gestos para que me acercara.

»—La han echado del colegio —me dijo al oído.

»Yo le pregunté por qué.

»—Se había enamorado de ti.

»Yo no sabía lo que era enamorarse, ni podía entender por tanto qué ley habíamos transgredido sólo por mirarnos. Pero tuve miedo a preguntar a la monja, y desde entonces aprendí a jugar lo más lejos posible de aquel corralito, que no podía mirar sin acordarme de mi enamorada, que allí, detrás de la tela metálica, se parecía a esos pájaros tan lindos que tienen metidos en jaulas, hasta que se mueren de pena.

—Es una historia muy bonita y muy triste —le dijo Fernando.

—Pues a mí me torturó. Me parecía que había cometido un pecado, aunque no supiera cuál, y que no podía contárselo a nadie. Quizás es hermosa por eso. Quizás se deba tener cuidado con las historias que no nos pertenecen.

Marta se estremeció al decir aquello, y sus ojos tomaron una expresión extraña, de locura y congoja.

—Es lo que me pasa con la anciana. También me parece haberme metido donde no me corresponde, y que no debí quedarme con su dinero.

—No estoy de acuerdo. Te has limitado a recoger lo que estaba perdido. Todos hacemos lo mismo.

También él se sentó en la cama, y tomó a Marta por los hombros. Estaba muerta de frío, y le pidió que volviera a tumbarse. Y la estuvo arropando.

—Las cosas no son de nadie —continuó—. Las tenemos por un tiempo, eso es todo. Fíjate en los museos, en las tiendas de antigüedades. Todo lo que guardan tuvo un dueño. Alguien que pensó que esas cosas le pertenecían, que serían suyas para siempre. Y ahora están allí, para que cualquiera pueda mirarlas o adquirirlas. Otro distinto que también pasará de largo, y a quien terminará por sucederle lo mismo que a los que le precedieron.

Marta le miraba con ojos estáticos, con humilde objetividad, como lo haría un animal que se asoma entre los matorrales.

—Pero, bien mirado, puede que sea verdad —continuó Fernando.

—¿Qué…?

—Que seas un peligro. Que todos los que te aman corran graves peligros. Peligros que ni siquiera imaginan.

Fernando estaba bromeando. Aunque hablara a la vez de algo real, algo que sentía muchas veces cuando Marta se alejaba y se quedaba solo. La sospecha de haber ido con ella demasiado lejos, de haber llegado a un sitio de donde ya no era posible volver.

—¿Por qué dices eso?

—No lo sé. A veces pienso que eres una bruja. Que te bastaría con cerrar los ojos un momento y desear mi muerte, para hacerme rodar por el suelo.

Marta le puso los dedos en los labios y le mandó callar.

—No digas eso, que me pones triste.

Y, después de un poco, con una sonrisa en que se mezclaban el orgullo y el dolor, añadió:

—¿Por qué iba a hacer eso?, ¿para qué iba a desear tu muerte? ¿Qué sería luego de mí?

Fue la primera en levantarse. La luz del sol inundaba la cocina, haciendo que los azulejos de las paredes y la superficie de los armarios brillaran

como recién lavados. Miró por la ventana y vio a Huesos, que enseguida se puso a hacerle señas. Llevaba puesto el jersey que le había regalado el día anterior. Fue Fernando quien se lo llevó a la obra. Allí se enteró de su nombre.

—Su nombre es Alberto, pero todos le llaman Huesos —le explicó al regresar de su encargo—. Le he dicho que aceptara el jersey en prenda de tu amor.

Marta se rió al recordar la escena. Y ahora Huesos estaba allí, haciéndole señas, con aquel jersey de rayas de colores que le hacía más alegre si cabe. Se puso a hacer el payaso. Era muy hábil y en una pirueta se colocó cabeza abajo, y empezó a andar sobre las manos, mientras todos sus compañeros se reían. Era como si fueran juntos en una balsa. Una balsa que no estuviera fija, que arrastrara la corriente de uno de esos ríos caudalosos que salían en las novelas y películas norteamericanas. La balsa se movía con lentitud y ellos saludaban levantando los brazos a las gentes que encontraban en las orillas. Se alejaban corriente abajo, sin sentir pena por lo que dejaban atrás.

Tampoco ese día tuvieron noticias. Marta escuchó la radio, leyó los periódicos, y después de hacer unas compras se detuvo en la cafetería.

Fernando se reunió con ella a la una. Pidió un vermut. Y Marta, que ya se había bebido su Coca-Cola, se decidió por otro.

—El de la señorita —dijo Fernando al camarero—, que sea blanco.

Le dijo que el blanco era más dulce, y a ella, efectivamente, le gustó tanto que se lo bebió sin darse cuenta. El resultado fue que se le subió a la cabeza.

—Madre mía —dijo cuando se fue a levantar a por tabaco—, si no me tengo de pie.

Fernando se echó a reír.

—Me he casado con una alcohólica —le dijo buscando sus labios.

Luego se ofreció a ir a por el tabaco. No había en la máquina y regresó un momento a la mesa para decirle que iba a la calle a comprarlo.

Marta se quedó sola. Le zumbaban los oídos, y le pareció que había en la calle una atmósfera irreal, de hecho no habría sabido decir a qué hora se encontraban del día. Sintió un golpe en la ventana, y vio a un niño. Un niño muy pequeño, de unos tres años, que miraba al interior pegado al cristal. Parecía haberse caído de alguna parte. Haber venido volando hasta posarse bruscamente en aquel lugar. Se estaban mirando con fijeza, cuando empezaron a aparecer otros. Todos lo hacían de golpe, como si fueran niños voladores, y se lanzaran contra los cristales.

Igual que habían venido se fueron. Velozmente, dejando el cristal con las marcas sucias de sus manos y bocas. Sólo quedó el pequeño, el que había llegado primero.

Ella cerró los ojos.

—Quédate, por favor —le dijo con el pensamiento—, no te vayas tú también.

Pero cuando abrió los ojos ya no estaba allí.

Al regresar Fernando, ella se abrazó contra su pecho. Volvió a tener aquel temor, el de que podía pasarle algo, que también él podía desaparecer para siempre. ¿Qué haría ella? ¿Cómo podría volver a vivir? ¿Hacerlo ella sola, sin poder contar con su consuelo cuando se sintiera desgraciada?

—Ha sido maravilloso —le dijo aún conmovida por aquellos pensamientos—, de pronto esto estaba lleno de niños. Ahí pegados al cristal, con esas caritas que parecían sacadas de las ilustraciones de un cuento de duendes.

Al decir esto se había vuelto hacia él. Le miraba con los ojos llenos de lágrimas y los labios ardiendo de fiebre.

—Tú no estás bien —le dijo Fernando, que puso sus manos y luego sus labios sobre su frente—. Estás ardiendo. Debes de tener muchísima fiebre.

Quiso llevarla a casa, pero ella le detuvo.

—No, espera. Todavía no. Ahora estoy muy bien. Podemos pedirles a los camareros que nos dejen vivir aquí. Siempre aquí, delante de la cabina misteriosa.

Fernando se encogió de hombros. En aquellas situaciones era su forma de contestar, tan buena como cualquier otra.

—¿No te parece extraño? —prosiguió Marta.

—¿Qué?

—Todo lo que nos está pasando.

Fernando no sabía muy bien a lo que se refería, pero también percibía algo raro en aquel lugar, la sombra de una amenaza. Pensó en el bello verano y en cuánto le hubiera gustado encontrarse ya en él, paseando con Marta por su pueblo. Le enseñaría cuando segaban el trigo, los profundos campos de alfalfa, los tropeles de patos. Por la noche se bañarían en el canal. La luna se reflejaría en sus aguas y sería como beber leche fría.

—¿Cómo era aquel poema de tu amigo? —le preguntó Marta—, Siete notas para un clarinete.

Fernando se puso a recitarlo con aprensión. Lo hizo sin dejar de mirar a Marta, temiendo que en cualquier momento su cabeza pudiera desprenderse de sus hombros y ponerse a rodar sobre la mesa.

Techo azul caballo blanco

y un libro quiero.

Encantamientos en vez de ley.

—Espera, espera —dijo Marta poniendo sus dedos sobre la boca de Fernando para que éste no pudiera seguir—, ya me acuerdo.

Una mano desde oscuro umbral

ofreciendo un caliente brebaje.

Al llegar a este punto se detuvo un momento, y le sonrió dulcemente antes de decir los últimos versos:

La cháchara de animales diminutos.

Fogata y charcos de agua.

Un país de olas.

—¿A que es precioso? —exclamó saltando casi del asiento—. ¿A que es lo más bonito que se ha escrito nunca?

No podía olvidar a aquel niño. Le bastaba con cerrar los ojos para escuchar el golpe sobre el cristal, y enseguida ver su rostro maravillado, diminuto, como si pudiera atravesar limpiamente la pared con sólo proponérselo. Pensaba en ese niño, en Huesos, en Berta reinando sobre el fregadero, y le parecía que todos ellos pertenecían a ese país hecho sólo de olas. También aquella anciana. Porque ahora estaba segura de que no había perdido el dinero, sino que era ella quien se lo había dado. Y estaba segura porque, en ese mismo momento, al volver a pensar en todos ellos, había sabido para qué.

—No, por favor. Te compro. Te doy todo mi dinero.

—¿Qué dices?

—Todo el dinero que me encontré.

Esa misma tarde habían hablado de que podía considerarse dueña del dinero porque no era previsible que la anciana fuera a aparecer, y ahora Marta tenía aquella inesperada ocurrencia.

Estaba sentada a horcajadas sobre Fernando, y volvían a tener sus sexos unidos. Eran como los patos, los perros, las moscas que se aturullaban en los veranos.

—Pero tiene que ser así, como estamos. No puedes ponerte nada, ni vale retirarse al final.

Se movía lentamente, y la cama oscilaba con sus movimientos. Como si fueran en una barca y sintieran por debajo el empuje obsesivo del agua.

—O sea que me quieres comprar —le dijo Fernando, que no salía de su asombro.

—Sí —le contestó ella, a la que ya le costaba seguir hablando—. Quiero que me obedezcas. Que esta noche hagas sin protestar cuanto te quiera pedir.

Estaban los dos desnudos, y Marta, que apoyaba sus manos abiertas contra el pecho de Fernando, sentía al moverse los latidos de su corazón. Pensó que le gustaría poder hundir las manos en ese pecho y, metiendo los dedos entre sus costillas, llegar a tocar muy despacio ese corazón cuyos latidos le recordaban el tan-tan de los tambores en las llanuras de África.

—He ido al mercado de esclavos —continuó—, y he elegido al más guapo de todos. Y sólo lo quiero para eso, para tenerlo aquí, en la cama, y que se someta sin rechistar a todos mis caprichos.

Marta se retiró y se tumbó en la cama de espaldas.

—Anda, ven —le dijo.

Fernando pensó que si lo hacía ya no podría retroceder. Iba a negarse, pero cuando quiso darse cuenta Marta ya había rodeado su cintura con las piernas, y le sujetaba con fuerza. Aquella noche ella era la única dueña.

—Me haces daño —protestó Fernando.

—Es para que no te escapes —le dijo, al tiempo que le mordía el labio, la mejilla, la oreja. Estaba empezando a perder la cabeza, y no dejaba de moverse, cada vez más nerviosa y llena de prisas.

—Anda —murmuró gimiendo—, ahora tú.

Tenía entreabierta la boca y sonreía de una forma perturbadora, enseñando los dientes, brillantes de saliva, que parecían haber hecho suya toda la blancura de la bañera en que había estado metida antes de acostarse.

—¿Cuál es el trato? —le preguntó Fernando.

Marta volvió a gemir, esta vez con más fuerza, como si se quejara.

—Te doy todo el dinero, pero esta noche me tienes que obedecer. Hasta que se haga de día. Me conformo con esta noche.

Hablaba de forma entrecortada, sin dejar de moverse, de lamer y besar sus hombros, como si se alimentara de sustancias indefinibles que aquella noche sólo pudieran encontrarse en su piel.

Al terminar, permanecieron abrazados, olvidados de todo.

—Fíjate —le dijo Marta—, se me ha quitado la fiebre.

Fernando tocó su frente, que había dejado de arder.

—¿Lo ves? —le dijo volviéndose hacia él y besándole con suavidad los labios—, me has curado tú.

Estaba transfigurada, como si ahora fuera su cuerpo el que estuviera lleno de secretos.

Se puso a reír.

—¿De qué te ríes?

—De lo tonto que eres. Me estoy acordando de lo del chicle.

Antes de acostarse estuvieron haciendo el ganso. Ella estaba mascando chicle, y Fernando la llamó desde el salón. La esperaba de rodillas, junto a la ventana, con los brazos en cruz.

—Por favor —le dijo—, el chicle…

Y añadió, aún más conminativo:

—En la frente… pónmelo en la frente.

Ella se sacó el chicle de la boca, e hizo muerta de risa lo que le pedía, momento en que Fernando puso una expresión de incorregible vicioso. Entonces la hizo arrodillarse a su lado y le pidió que recogiera el chicle con su boca. Y luego se lo estuvieron pasando de uno a otro mientras se besaban.

—¿Sabes una cosa?, hemos infravalorado al curita —dijo Marta recordando la escena—. Yo creo que era un genio del erotismo.

Se volvió por completo hacia él. Empezó a acariciarle.

—Eh, eh, más despacio…

—No puedo, tengo prisa. No te olvides que sólo tenemos unas horas.

Fernando se dejó llevar. Estaban en el agua y se movían en todas las direcciones, sin esfuerzo, estrechamente abrazados, en medio de una nube de tinta, como dos calamares.

—Ahora te toca a ti —le dijo Marta.

—Me toca ¿qué?

—Contar una de tus fantasías.

Fernando se la quedó mirando. No se parecía a nadie que hubiera visto antes, del que alguna vez le hubieran llegado noticias. Se acordó de los cuentos de Bradbury, como si no fuera enteramente humana.

—Estamos en el desierto —empezó Fernando, que no podía dejar de mirarla a los ojos—. Yo soy un príncipe árabe. No, un ladrón. Llevo una túnica azul, como las que llevan los tuareg, y voy a verte por las noches. Me esperas entre las dunas, en una tienda muy hermosa, rodeada de alfombras y tejidos maravillosos. Pero no hacemos el amor. Te ayudo a disfrazarte de hombre, con una túnica semejante a la mía, y los dos nos vamos a caballo. Todo lo tenemos que hacer juntos. Robar, entrar a beber en las cantinas, acercarnos a las hogueras en que pernoctan los comerciantes de las caravanas. Ante ellos somos dos amigos, dos compañeros que cabalgan juntos en la noche, pero al menor descuido, empezamos a acariciarnos. A escondidas, claro, cuando nadie nos mira. Y toco tus pechos, y luego acaricio tu vientre, tus muslos, y sólo yo en el mundo sé lo que ocultas bajo los vestidos con que tan despreocupadamente te muestras a los demás.

—Me encanta —dijo Marta excitada—. De niña siempre me vestía de chico. Les tenía muchísima envidia porque me parecía que eran más libres que nosotras, y podían vivir a su antojo haciendo siempre lo que querían. Luego, cuando leí a Salgari, me enamoraban sus personajes masculinos, y pensaba en lo bonito que debía de ser vivir como ellos lo hacían, y tener sus mismos pensamientos y deseos.

Y enseguida añadió:

—Claro que también me gustaban las muchachas de las que se enamoraban. De hecho, Honorata de Van Gould, la amada de El Corsario Negro, fue una de mis heroínas. Hubo un tiempo en que sólo quería llegar a parecerme a ella.

—Y eres igual —le dijo Femando.

Se estuvieron besando larga y hondamente, manteniendo sin pausa sus bocas unidas, tomando cada uno del otro el aire que necesitaban para respirar.

—¿Sabes una cosa? —le dijo Marta, separándose un poco—, que tu fantasía es un pelín homosexual.

Fernando se rió.

—A lo mejor es eso lo que les pasa.

—¿A quién?

—A los homosexuales. A lo mejor es como en tu fantasía, y son los amantes más puros porque sus corazones están llenos de secretos.

Cuando Marta se despertó, Fernando ya no estaba en la cama. Le sintió andando por la cocina, y se levantó para verle. Estaba fregando los cacharros, mientras se hacían las tostadas en la sartén.

Marta se abrazó a su espalda.

—Me encantó anoche —le dijo—. Te portaste como un jabato.

Y después de una pausa, añadió con una sonrisa:

—Aunque me costó carísimo.

Había ido a por el sobre con dinero y, al decir esto, lo puso junto al fregadero.

Las tostadas se estaban quemando y Fernando trató de liberarse de su abrazo.

—No, no —le dijo ella—, tenemos que hacerlo juntos.

Luego llamaron al teléfono. Fernando se levantó y ella se fue detrás. Al colgar, la vio detenida en la puerta, mirándole con fijeza.

—¿Qué miras?

—Nada. Te miro a ti.

Fue al cuarto de baño y ella le siguió. A todos los sitios que iba, le pisaba los pasos.

—Te voy a seguir a todos los lados.

Fueron a la cocina. Fernando se sentó junto a la mesa, y le hizo gestos para que se sentara en sus piernas. Ella lo hizo a caballo, con el rostro vuelto hacia el suyo.

Fernando empezó a acariciarla.

—¿Eh, pero qué haces…? —le preguntó riéndose porque le hacía cosquillas.

—Es un regalo de la casa —le dijo Femando.

Tiraron el café con leche, las galletas, la Coca-Cola… La mesa, cuando terminaron, parecía un bebedero de patos.

—Uf —exclamó Fernando—, yo creo que hemos perdido la razón.

—¿Y para qué la queríamos?

En su opinión la mesa había quedado preciosa.

—Está mucho mejor así, más bonita —dijo Marta— Parece una obra de ese pintor alemán que tanto me gusta.

—¿Joseph Beuys?

—Sí, Joseph Beuys…

Fue a ducharse y, mientras lo hacía, se estuvo acordando de una cosa que había sucedido ese verano. Volvía de la calle y se encontró a Fernando en la cocina. Había estado fregando, y los cacharros reposaban boca abajo, como pequeñas cúpulas bañadas de luz.

—Ven —le dijo Fernando—, mira lo que he encontrado.

Nada de lo que existía, por el mero hecho de hacerlo, de estar allí, ante sus ojos, merecía su rechazo. Pensó que en cualquier momento podría detenerse ante los excrementos, y ponerse a mirarlos y a olisquearlos, como hacían los animales.

Esta vez era un hormiguero. Había echado migas de pan, y las hormigas se afanaban por meterlas en una pequeña rendija. Bullían alrededor de la rendija como si la pared se estuviera licuando.

—Es increíble —murmuró—. No paran. Viven chutadas todo el día.

Marta se rió, porque aquella idea, la de que las hormigas eran una viciosas y se ponían ciegas de estimulantes, le hizo mucha gracia. Luego estuvo mirando a Fernando. Su vida eran los demás, lo que podía comprender de ellos, o hacerles comprender. Era como esos atletas que de pronto se apartan de la competición y conservan sin desperdiciarlas todas las posibilidades.

Marta estuvo toda la mañana fuera y, a su regreso, se encontró a Fernando tocando su violoncelo. La orquesta tenía un apretado programa de conciertos en las próximas fechas y últimamente había descuidado bastante sus ejercicios. Fernando se detuvo al sentir el ruido de la puerta.

—¿Quién es? —gritó.

—¡La Reina de las Nieves! —le contestó Marta, que venía cargada con la compra de congelados del mes.

Fernando continuó con la música. Era el Preludio de la Suite n° 1 para violoncelo solo de Bach. Todas las ventanas estaban levantadas y, al llegar a la cocina, la luz era tan fuerte que Marta tuvo que cerrar los ojos. De hecho, se sentó en una silla y estuvo un rato así, escuchando la música con los ojos cerrados. Una música que iba y venía por la casa como si naciera en lo más hondo de la luz que todo lo llenaba.

—Has estado genial —le dijo entrando en el comedor. Había preparado canapés de salmón, y llevaba uno para ponérselo en la boca.

Fernando lo aceptó complacido. También le había servido un vermut. No había cerca ninguna mesa y utilizó el asiento de una silla para dejárselo a mano.

—Te lo pongo aquí —le dijo.

Fernando asintió con la cabeza.

—¿Sabes lo que le dijo Ana Magdalena a Bach? —le preguntó.

Ella se encogió de hombros.

—Si en el cielo se toca alguna música, no puede ser más que la tuya.

Marta se acercó a él y le besó en los labios helados, abrazando con ternura su cabeza.

—Es lo mismo que pienso yo de estos besos —le dijo escabullándose en dirección a la puerta.

Tenía el pomo en la mano cuando Fernando volvió a hablar.

—Por cierto, ¿dónde dejaste el dinero?

—En la cocina, junto a la ventana —contestó un poco extrañada de la pregunta.

—Pues no está —dijo Fernando, que empezó a tocar de nuevo. La música se transformó en algo extraño; quejumbroso y suave como una súplica.

Marta fue a la cocina a buscar el sobre. Estaba convencida de haberlo llevado para dárselo a Fernando, y se recordaba a sí misma colocándolo sobre el fogón. También que al alzar la vista había sorprendido a Huesos mirándoles desde la obra. No se había perdido ripio de lo que habían hecho y se puso a sacudir la mano como diciéndole ¡cómo os lo pasáis! Y a ella, en vez de darle vergüenza, le había gustado imaginarse que les había visto mientras hacían el amor.

Una idea rápida pasó entonces por su cabeza, que Huesos había robado el dinero. Las dos casas estaban unidas por un largo muro, y Huesos habría podido deslizarse por él hasta llegar a su ventana, que siempre dejaban abierta. No era algo fácil, y sí muy arriesgado, aunque Huesos fuera capaz de proezas mayores. Pero enseguida desechó la idea y se puso a buscar el sobre por otras partes de la casa. Un poco después regresaba al comedor.

—Nada —dijo interrumpiendo a Fernando, pues a esas alturas estaba claramente preocupada—, no lo encuentro.

Fernando dejó de tocar, y tomó el vermut de la silla. Estaba muy frío y su sabor y su frescura le reconfortaron.

—Piensa —le dijo—, no busques sin ton ni son.

Decía esto porque Marta, con el nerviosismo, estaba buscando el sobre por lugares inverosímiles, en que no era nada probable que lo hubiera podido dejar.

Se sumó poco después a la búsqueda. Marta estuvo revisando de arriba abajo el dormitorio y cuando regresó a la cocina vio a Fernando con los ojos fijos en la ventana y el patio de luces.

—¿Estás pensando lo mismo que yo? —le preguntó Marta.

Fernando se volvió y la miró con una expresión grave. Estaba claro que sí, y que empezaban ambos a considerar la idea de que Huesos les hubiera robado como algo más que una remota posibilidad.

—Nos espía —dijo Fernando—. De hecho le he pillado observándonos más de una vez. Seguro que conocía el contenido del sobre y que al ver la ventana abierta ha entrado a llevárselo.

Y le señaló el muro lateral.

—No es posible —dijo Marta, aunque unos minutos antes hubiera sido ella la primera en pensarlo—, por ahí no ha podido llegar.

Siguieron afanosamente su búsqueda. Vieron a los albañiles volviendo a la obra después del almuerzo, pero Huesos no estaba entre ellos.

Marta le preguntó a uno por la ventana.

—¿Y Huesos?

El albañil se encogió de hombros, y fijó en ella su mirada con desaprobación, como preguntándose quién osaba molestarle mientras trabajaba. Fernando se pasó por la obra al atardecer y le dijeron que Huesos se había ido sin advertirlo, nadie sabía por dónde podía andar.

—De estos chicos jóvenes es mejor no fiarse —le comentó el capataz—, son como vacas sin cencerro.

Era un hombre corpulento, con una gran mata de pelo gris y unos ojillos azules a los que la edad había robado el brillo.

Fernando consiguió que le diera sus señas, y a la mañana del día siguiente, en que Huesos tampoco fue a la obra, se decidió a ir en su busca.

—¿Vienes? —le dijo a Marta, pero ella le dijo que no. A esas alturas ya no les cabía duda de que era Huesos quien había robado el dinero.

Femando regresó desencajado dos horas después.

—Menudo hijo de puta, tu protegido.

Fue a su casa, y le había abierto su madre, una mujer joven, aunque avejentada por el trabajo y las sucesivas maternidades, que tenía el mismo rostro que Huesos.

Se presentó como un amigo, pero ella, que desconfiaba, no quiso decirle nada.

A la salida le esperaba una niña.

—¿Buscas a Huesos? —le preguntó.

Ni siquiera le dio tiempo a contestar.

—Se ha ido a Benidorm, con su novia —le dijo.

Y se le quedó mirando como si lo supiera todo. Lo que había pasado, y por qué venía a preguntar por él. También que no era de ese tipo de persona que iría con el cuento a la policía.

—Y no iremos, ¿verdad? —le preguntó Marta.

—¿Adonde? —le contestó mirándola con ojos asesinos.

—A la policía —dijo dándose cuenta de que había metido la pata.

Fernando se fue a la sala, y Marta le siguió poco después. Le había preparado un cubalibre, lleno hasta los bordes de hielo, como le gustaba.

—Oye, perdona.

Femando no pudo evitar el volver los ojos hacia ella y contestarle con una sonrisa melancólica.

—Volvemos a ser pobres, ¿te importa?

Fernando se encogió de hombros. A esas alturas se había bebido gran parte del cubalibre y parecía más resignado a la pérdida.

—Voy a preparar la cena —le dijo Marta.

Fernando fue a la cocina un poco después. Marta estaba mirando por la ventana. Se abrazaron sin dejar de mirar la ventana, el patio apenas iluminado por las luces de las casas, la fuga de festones negros, las antenas iguales tocando el cielo de la noche. Les parecía estar fuera del mundo.

—Para colmo —dijo Fernando—, el cabronazo ha podido matarse.

—No, él no —dijo Marta enseguida. Porque era eso en lo que había estado pensando. En Huesos deslizándose por el tejado hasta alcanzar el estrecho muro y, haciendo luego equilibrios, la ventana, como lo habría hecho un gato.

—Al menos podía gastarse el dinero de otra manera —dijo Fernando, sin poder ocultar un gesto de decepción—. Pero mira que comprarse una moto…, e irse a Benidorm.

—¿Una moto?

A Fernando se le había olvidado contarle que Huesos, tal como le había dicho la niña, se había presentado esa mañana en el barrio con una moto nueva y que había estado haciendo payasadas en medio de las risas de todos, porque por donde iba Huesos la calle se transformaba en fiesta.

Marta no pudo ocultar una sonrisa, porque entre las conflictivas sensaciones que la asaltaban no había ni rabia ni remordimiento. Era como si Huesos hubiera retirado una bruma de delante de sus ojos permitiéndole ver y comprender el significado de la vida, ese monstruo hecho de belleza y brutalidad.

«Soy una psicópata», pensó mientras abrazaba estrechamente a Fernando, que estaba muy afectado no tanto por la pérdida del dinero, como porque el ladrón hubiera sido alguien en quien habían confiado.

Tres semanas después se despertó bañada en sudor.

—El mundo es un lugar horrible —le dijo a Fernando buscando su pecho para abrazarse a él.

Había tenido un sueño espantoso y Fernando le pidió que se lo contara.

—Trataba de la muerte de Huesos. Yo volvía a casa y me contabas atropelladamente que habías sentido caer algo por la ventana y que, al asomarte al patio de luces, habías visto a Huesos en el suelo, en medio de un charco de sangre. Íbamos al depósito de cadáveres. Su cuerpo estaba cubierto por una sábana, que sólo dejaba al descubierto el óvalo de la cara. Tenía los ojos amoratados, y una expresión cómica, casi alegre. Como si nos estuviera gastando una broma y de un momento a otro fuera a levantarse y ponerse a palmotear. Su madre lloraba desconsolada en medio de un grupo de mujeres. Todas estaban vestidas de negro y nos miraban con ojos acusadores, porque era como si los responsables fuéramos nosotros por haber dejado aquel dinero a su alcance sabiendo que no podría evitar el tomarlo. Porque Huesos era como los pájaros y los niños, y cuando quería algo tenía que obtenerlo enseguida.

Marta tenía sed y Fernando fue a la cocina a por agua. Cuando regresaba la halló en el cuarto de estar, sentada en el sofá. Aún estaba temblando por la angustia generada en el sueño. Se abrazaron estrechamente, como si quisieran protegerse el uno al otro.

—¿Sigues creyendo que la anciana era alguien especial?

Marta recordó su sueño, y vio a Huesos en el ataúd, aquellos ojos amoratados, como si todo se tratara de una broma siniestra, y negó con la cabeza. Se apretó aún más fuerte contra su pecho.

—Puede que esté embarazada —murmuró.

Llevaba unos días de retraso, aunque no había querido comentarlo con él.

—Hay muchas posibilidades —le contestó Fernando—, a juzgar por todas las locuras que estamos haciendo. —Hacían el amor a todas horas sin tomar precaución alguna.

Marta sonrió ensimismada, recordándolo. Pero enseguida su rostro se había ensombrecido.

—¿Sabes una cosa?, ya no sé si lo quiero.

Sus ojos se implaron de lágrimas. Pensaba en Huesos, y lo veía haciéndole señas desde las tejas, el día en que le había regalado el jersey. También en los riesgos que corría por ser como era. En el dolor que, como aura inexplicable y fatal, siempre termina por gravitar sobre los que buscan sin tregua la cambiante y siempre esquiva felicidad.

—Dime que, si es así, querrás mucho al niño. Que lo cuidarás, que no dejarás que le pase nada malo.

Fernando asintió conmovido.

Se sentaron en el sofá, y permanecieron abrazados, sin hacer ni decirse nada. Poco a poco la respiración de Marta se fue haciendo más profunda y él se dio cuenta de que acababa de dormirse. Sus ojos se deslizaron por todos los objetos del cuarto hasta detenerse en la lámpara. Una de sus varillas estaba rota y la pantalla se inclinaba produciendo una vaga impresión de abandono y cansancio. No era, desde luego, la imagen de la felicidad, al menos la que ellos habían buscado.

Fue Fernando entonces quien pensó en la anciana. Lo hizo como si estuviera allí mismo, mirándoles desde la puerta de la sala de estar, con la promesa del verano flotando en el aire.

—No es mucho lo que puedo hacer —parecieron decirle sus ojos menudos, chispeantes—, sólo pequeñas correcciones.