Recuerdo el primer día que me separé de ti. Que me separé como lo hacen los novios que bien se quieren, todas las parejas cuando mayor es su embeleso, con esa congoja en el pecho, ese gusano en la tripa, la angustia a que esa separación pudiera ser para siempre y ya nunca te volviera a ver. Sintiendo esa lacerante duda que es la condición de todos los que penan de amor, la de que nada de lo que han vivido fuera real, y pudiera esfumarse como lo hace el humo al abrir una ventana. ¿Te acuerdas de aquella anécdota de García Hortelano, que en ese tiempo era uno de nuestros escritores preferidos? ¿Quién nos la contó? ¿Antonio? Se reunían durante horas bebiendo y fumando sin descanso, y una vez uno de ellos, agobiado por el ambiente irrespirable, abrió la ventana. ¡Cierra, cierra, le gritó alarmado Hortelano, que se va el humo! Y es lo que me pasaba a mí en los días posteriores a tu marcha. Me encerraba en mi habitación fumando, leyendo, escribiéndote cartas, que luego no llegaba a echar, y no tenía ilusión ni por salir, pues todo me parecía apagado y feo. Y entraba Julia con aquel deseo higiénico que ha sido la ley de su vida, y lo primero que hacía era lanzarse a las ventanas y abrirlas de par en par. «Hay que ventilar este cuarto», decía desde la puerta con un gesto de sublime y dolorido reproche. Y a mí, cuando se iba, me faltaba tiempo para volver a cerrarlas, porque aquel aire, la luz que entraba por las ventanas abiertas me hacía daño, y yo amaba, como los escritores que tanto nos gustaban, aquel humo lento, tan trabajado, que parecía provenir de mis pensamientos, de las lentas cocciones que tenían lugar en mi pecho, y que todas te tenían a ti, o a una parte de ti, por principal condimento, que si una vez eran tus manos las que borboteaban en el espeso guiso, otras podían ser tus orejas, que me volvía loca por mordisquear, o esos labios tan dulces cuyo sabor tanto debía de parecerse a los de los frutos del árbol del bien y del mal (y en tal caso la debilidad de Eva estaba más que justificada). Por eso amaba la oscuridad, aquel mundo de galerías y de presentimientos, de lentos acarreos y adorables despojos. Y por eso, creo que en ninguna época de mi vida he entendido mejor a los vampiros, su deseo de vivir sólo de noche, de huir de la compañía de los hombres, o de sólo acercarse a ellos para hacerles todo tipo de barbaridades. De hacerlo sin remordimientos ni culpa, como el que retira de una fuente una pieza de fruta, y se la va comiendo con indolencia mientras recorre las galerías heladas de su castillo, envidiando en secreto la dulce mortalidad de los hombres. Porque era eso, una noche eterna, una noche de infinita desolación, lo único que parecía aguardarme a partir de entonces, todo porque tú acababas de irte y ya no estabas a mi lado para ayudarme a llevar la cuenta de las horas, el hilo fino del tiempo. Una eternidad que no quería, porque yo amaba el discurrir de ese tiempo, el paso de los meses y los años, el sucederse de las estaciones, cada minuto que pasaba, porque me daba al hacerlo la ocasión de correr a tu encuentro. Cada minuto la celda de una colmena. ¿No eran nuestros besos y nuestras caricias ese rebosar de la cera y la miel? ¿No lo fueron sobre todo esa tarde, cuando nos tuvimos que despedir, y no sabíamos lo que tenía que hacerse porque nos parecía que nunca antes había pasado a nadie, en ningún lugar del mundo, nada que se pareciera a aquello que nos pasaba a nosotros? Nunca antes, no sólo para los dos sino para el mundo entero, en toda la historia del mundo. ¡Con qué gusto te habría dicho que te quedaras, que volvieras conmigo a Castro, que estaba segura que podía tenerte escondido en mi propio cuarto, sin que ni mi padre ni Julia llegaran a descubrirlo nunca! Tenía un armario que ocupaba toda la pared de mi cuarto, y te veía allí metido, entre la ropa, y a mí yendo y viniendo, unas veces con las manos llenas de comida, que devorabas al momento, y otras metiéndome dentro, buscando a tu lado aquel calor, el segregar de las colmenas y de las madrigueras más umbrías. Y hasta, fíjate si sería lanzada, que llegué a decírtelo, ¿te acuerdas? «Si quieres en mi cuarto tengo un armario donde podrías vivir.» Y tú me miraste con ese desconcierto en los ojos, que fue la cualidad más cierta de aquel primer tiempo, como si acabaras de salir del mar, de lo más hondo del mar, aún con el pensamiento puesto en las profundidades y en las corrientes ocultas, y te debatieras entre los dos mundos, sin saber lo que tenías que hacer. Y yo te dije que ibas a estar en la gloria, porque te llevaría cubatas a escondidas, y que si querías y te portabas bien luego por las noches te dejaría venir a mi cama; y tú, cuyos ojos se habían cubierto de una delgada película, como un animal que va a dormirse, a todo me decías que bueno. Recuerdo que acababas de comprar el billete y que permanecíamos abrazados junto a la ventanilla, y que una señora, que desde el principio nos miró con una expresión ofendida, llegó a decirnos algo, y que tú, que estuviste sublime, le contestaste, «no es lo que se piensa, señora, sólo somos hermanos». Ella te llamó desvergonzado, y salimos de la estación muertos de risa. Yo abrazada a ti, escondiendo la cara en tu pecho para que la señora no me viera reír, ya que en el fondo me daba pena porque era vieja, olía a colonia barata, y sus dientes postizos brillaban como un brazalete blanco que alguien hubiera arrojado con rabia entre trapos. Recuerdo que aún nos quedaba una hora y nos fuimos a pasear al muelle. Puedo describírtelo de memoria. La luz arrebatada, la fresca brisa que bañaba las cosas, la superficie del agua moviéndose con un ritmo semejante al de un corazón que no deja de golpear. Había una pareja de marineros, vestidos de blanco, como en esas postales cursis que mandan los soldados a sus novias cuando hacen la mili, y unos niños jugando en la arena, ante la mirada distraída de sus madres. ¿Te acuerdas? Los niños corrían y se perseguían entre sí, manteniendo un estado de precaria estabilidad, como si el mundo fuese una máquina centrífuga que pudiera arrojarlos en cualquier momento muy lejos de nosotros; y un jardinero municipal cavaba en uno de los jardines, con la expresión desviada y extraña de un animal que buscara algo. «Los recuerdos no son como los sueños», me dijiste, dándome a entender que a partir de ese momento tendríamos que aprender a vivir con todo lo que había sucedido en aquellos tres días que habíamos pasado juntos, y que hacerlo nos causaría dolor. Recuerdo que íbamos abrazados y que aún me estrechaste más fuerte al decir aquello, y que yo cerré los ojos y me puse a acariciar tu pecho bajo la camisa, y era como una mujer que moviera las manos entre las hierbas de un jardín salvaje haciendo levantar el vuelo a hermosos pájaros. Un poco más allá, y atracado en el muelle, vimos aquel enorme buque, con su nombre, Stalingrado, escrito en uno de sus costados. En lo alto ondeaba la bandera rusa. ¿A que de esto sí que te acuerdas? La bandera roja, con la hoz y el martillo dibujados en una de las esquinas, agitándose como una llama que se hubiera desprendido del interior de la inmensa mole de acero, donde estaban las grandes máquinas que habrían de hacerle avanzar por el océano. Ambos nos la quedamos mirando porque era un símbolo de la libertad, que todavía en aquel tiempo, déjame que recuerde, creo que era el verano del 74, no teníamos. Nos parecía imposible que una bandera como aquélla pudiera ondear libremente en el puerto de Santander, que no es una ciudad que se caracterice por su avanzado pensamiento político. Recuerdo que hasta me reí de ti. «No creo que debas emocionarte más de la cuenta —te dije—, seguro que tienen las bodegas repletas de vodka de contrabando, y los dormitorios de los marineros están cubiertos de esas fotos guarras de chicas desnudas, lo más lejos posible de la moral revolucionaria.» Y tú me dijiste que no era emoción, sino que te parecía extraño. Sólo eso, ver esa bandera ondeando libremente, a la vista de todos. Que pudiera estar allí, con todas las otras, sin que nadie se escandalizara. Además, continuaste, aquella bandera significaba muchas cosas. Puede que a su amparo se hubieran cometido crímenes terribles, pero no era menos cierto que muchos obreros y todo tipo de gentes sin fortuna habían hecho de ella el símbolo de su unión y de su lucha, de su anhelo por construir un mundo más justo, y por eso te era imposible mirarla sin sentirte en el corazón de esa inmensa marea humana, aunque todo hubiera terminado por resultar un tremendo fracaso. ¿No era siempre así? ¿No era el fracaso la condición de los sueños? Me decías esto, y yo asentía de mala gana porque no me gustaba que fueras tú el que lo estuviera diciendo. No me gustaba, sobre todo, que lo hicieras en aquellos momentos, cuando nuestro amor estallaba con toda su fuerza. Ni que te sintieras así, ni pensar que también nosotros fracasaríamos. Que aquel mundo que estaba delante de nuestros ojos, y que tenía mañanas así, pudiera deshacerse en el aire con la facilidad con que un terrón de azúcar lo hacía en un vaso de leche tibia. ¿Cómo podía parecerme a su lado aquella bandera algo más que uno de esos farolitos de papel que se tienden sobre las pistas de baile en las verbenas, y bajo los que las parejas habrán de bailar abrazadas? No necesitábamos hacer ni proyectar nada, porque el amor se encontraba por todas las partes, y nos bastaba con tender las manos para tomarlo de donde quisiéramos, como un fruto caliente, que se acariciaba, se mimaba y se bebía. Y recuerdo que regresamos lentamente a la estación y que en la misma puerta me dijiste que teníamos que despedirnos a la entrada, porque no soportabas las despedidas en el andén, ni su sentimentalismo ni su teatralidad, y que yo, como la completa tonta que era, te obedecí sin rechistar, aunque me muriera de ganas de volar a las vías y despedirte agitando un pañuelo, sintiendo correr las lágrimas por mis mejillas, como esa parte de nosotros que crece sola, al margen de lo que podamos hacer o decir (ahora no te habría obedecido, porque eso significó dejar de verte en aquellos minutos irrepetibles, el tren arrancando de pronto, y tú asomado a la ventanilla, agitando levemente tu mano, perder la posibilidad de ver tu rostro, blanqueado por la tristeza, dibujándose tras el cristal como uno de esos dibujos esmaltados que hay en el borde de las tazas, y que sentimos temblar bajo nuestros labios con cada pequeño sorbo). ¡Oh, y cómo me sentía luego, llevando la tacita borrada, sin dibujo, por el muelle interminable y vacío! Creo que pocas veces me he sentido más desgraciada y triste, más convencida de que el mundo era un lugar horrible, que nada tenía que ver con los delicados mecanismos de nuestros pensamientos. Recuerdo que fui recorriendo los lugares por los que acabábamos de pasar, y que en ellos ya nada era igual, que hasta el buque ruso había arriado su bandera, como si tenerla allí, ondeando en lo alto, sólo hubiera sido un gesto de reconocimiento, que no tenía lógica mantener en tu ausencia. El tomar el autobús que me llevaría de nuevo a Castro Urdiales fue todavía peor. De hecho, llegué a ponerme mala. Nada más subir, el estómago se me puso en la boca y tuve que bajarme a toda prisa. No me dio tiempo ni a ir al baño y me puse a devolver allí mismo, delante de todos. Me miraban por las ventanillas, pues tenía la palidez de los cadáveres, y el conductor, muy atento, me preguntó si ya me encontraba bien y si no quería tomarme unos minutos más de tiempo antes de subir de nuevo. Lo hice temblando, con los ojos fijos en la punta de mis zapatos, pues estaba muerta de vergüenza, y no quería tener que responder a la mirada inquisitiva de nadie. Aun así me encontré con la de dos señoras. Me miraban como aves de rapiña y una de ellas se inclinó sobre el oído de la otra y le hizo un rápido comentario, que tuvo el efecto de intensificar su atención. Me di cuenta de que pensaban que estaba embarazada y que por eso me había dado por vomitar, y, como dándoles la razón, me llevé instintivamente las manos a la tripa. No sé por qué lo hice. Supongo que me gustaba la idea de estarlo de verdad, de que dentro de mi barriga tuviera un niño apenas iniciado, todavía una pequeña mora alojada en un mar de líquidos y membranas en formación, pero ya entero, con el impulso completo que habría de llevarle a su forma acabada. Un niño creciendo en mi interior sin que yo tuviera que hacer nada, sólo esperar, esperar una semana, un mes tras otro, hasta ese día en que vendría al mundo delgado como los arbustos en invierno, con ojos de susto, y una carita que tendría el color de las fresas, la leche y la carne cruda, pues en todo sería como tú. Estaba ebria de felicidad y, al sentarme por fin en mi asiento, lo primero que hice fue buscar los ojos de las señoras para decirles que era cierto, que había vomitado por eso, y que no había en la tierra nadie más feliz que yo, aunque el padre de la criatura fuera ruso y se hubiera ido, tal vez para siempre, en aquel buque que había atracado en el muelle. Pero el autobús se puso en marcha desbaratando el capullo de seda de aquella historia tan tontorrona y dulce, que eso eran la mayoría de los sueños, como los capullos que tejían los gusanos en una caja de zapatos y que al final, cuando se quedaban vacíos, tenías que tirar muerta de tristeza porque no sabías qué hacer con ellos. ¿Te acuerdas? Los sueños no son como los recuerdos. El autobús ascendió pesadamente por la rampa y la luz del sol irrumpió con violencia por las ventanas haciéndome cerrar los ojos. Creo que estuve a punto de gritar, de pedirle al conductor que se detuviera, porque acababa de darme cuenta de que el autobús marchaba en sentido contrario a tu tren, y a cada minuto que pasara estaríamos más lejos el uno del otro. ¿Tal vez para siempre?, me pregunté. Porque ¿y si no te volvía a ver?, ¿si todo lo que estaba escrito que habría de pasar entre nosotros ya había tenido lugar, y ya nunca, en ningún lugar del mundo, en ningún tiempo por venir, volveríamos a encontrarnos a solas? ¿No pasaba muchas veces? ¿No eran así muchas historias que creyeron ser de insobornable y definitivo amor? Apenas te conocía, apenas sabía nada de ti. No habíamos estado juntos ni una semana siquiera. Bien pudiera ser que, por tu parte, aquel capítulo se hubiera cumplido y ya estuvieras volando, aun sin darte cuenta, sin quererlo conscientemente, a otros brazos, tal vez a los de una de tus compañeras de Partido, que sin duda te comprenderían mejor que yo. Pues bien, me acurruqué en aquel asiento, conteniendo con dificultad mi desesperación, y entonces empezó otra historia. Es una de esas historias que no te he contado nunca, y que al menos en aquellos días me torturó hasta extremos que no imaginas. Una historia que varios años después relacionaría con otra que nos sucedería cuando ya estábamos casados, y vivíamos en nuestra primera casa, ¿te acuerdas?, y en que un pobre hombre, probablemente drogado, se puso a aporrear la puerta de nuestra casa, y en que nosotros, que le espiábamos desde la mirilla, tuvimos miedo de abrirle. Dos pequeñas anécdotas de la historia universal de la infamia. ¿No es así cómo las llamabas tú? La que te estoy contando tuvo que ver con mi cazadora de jockey. ¿Te acuerdas de ella? A ti te encantaba, y había sido nuestro fetiche en aquellos días. Tú la llamabas así, porque era de seda brillante, y con un dibujo en que se alternaban los rombos rojos y blancos. ¿Te acuerdas que, cuando luego me preguntaste por ella, te dije que la había tenido que tirar porque me la había salpicado con lejía? Pues te estaba mintiendo, porque en ese mismo viaje se la había dado a un muchacho, a un morito. No sabía nuestro idioma, y por la expresión de su cara y sus actitudes inadecuadas, podía quedarse mirando a cualquiera durante largos minutos, ajeno por completo a la incomodidad que terminaba por provocar en él. Parecía un poco subnormal. Eso hizo conmigo, mirarme sin desfallecer, para lo que incluso llegó a girar su tronco por completo, pues estaba varios asientos más adelante. Enseguida empezó a hacerme señas. Me señalaba la cazadora y se ponía a agitar las manos y hacer todo tipo de visajes, que yo por mucho que me empeñara no lograba entender. No conformándose con eso, se levantó de su asiento para sentarse a mis espaldas. Me tocó en el hombro y tirándome de la cazadora empezó a señalarse a sí mismo con el dedo, pidiéndome sin duda que se la diera. Al principio me hizo gracia. Asomaba su cara entre los asientos y estaba verdaderamente gracioso, como una comadreja que asoma su hociquito voraz por la boca de su madriguera; pero, claro, le dije que eso no, que era un recuerdo y que me era imposible atender su súplica. «Es un regalo de mi novio», le dije vocalizando exageradamente y moviendo a mi vez mis manos, contagiada por aquella dislocada gestualidad. Pero él no se daba por vencido y seguía insistiendo. Hasta hartarme, pues cada poco me tocaba en el hombro y me volvía a reiterar su petición, enseñándome al hacerlo una dentadura toda carcomida, y aquellas manos oscuras cuyos dedos se agitaban sobre mis hombros como pequeñas patas que removieran la tierra. Su actitud fue tan llamativa que hasta intervino el conductor. «Estás molestando a la señorita», le dijo. El morito regresó a su asiento con la cabeza gacha, y a mí me dio pena porque desde ese momento no se le sintió rebullir. Al llegar a Castro, un poco arrepentida, me acerqué a él para darle cien pesetas. «Toma —le dije—, para que te compres algo que te guste.» Las aceptó encantado, pero esto no le hizo desistir de su idea. «Para mí», me decía sin dejar de señalarme la cazadora. «No puedo, de verdad, es un regalo de mi novio, y me estrangularía si te la doy.» Y, mientras le decía esto, le señalaba el bolso en que se había guardado el dinero tratando de convencerle de que ya había cumplido con él. Pero no había forma, y volvía a señalarme la cazadora y a pedirme que se la diera de una forma cada vez más conminativa y atrevida. De hecho, aprovechaba para tocarme los pechos, lo que hacía aparecer al punto en su rostro una sonrisa, su dentadura era peor que el desastre de Annual, tan horrorosa como irresistible. «Bueno ya está bien», le dije quitándomelo de encima de un empujón, y me despedí de él. Entonces empezó a seguirme. «Tú, mala», me decía de forma casi ininteligible, y me tomaba de la manga y tiraba levemente de ella. Estaba enfebrecido y excitado, bailaba a mi alrededor. «Se lo voy a decir a un guardia», le decía yo, pero no me hacía caso. Al pasar por una cafetería me volví inesperadamente y le dije que le invitaba. «Nos tomamos algo juntos y luego nos despedimos como buenos amigos, ¿de acuerdo?» Le pedí un bollo y un vaso de leche. Se comió el bollo de una vez, empujándolo con los dedos hasta acomodarlo por completo en el interior de su boca, mientras no dejaba de mirar el vaso de leche, temiendo que en un descuido se lo pudieran quitar. Entonces hasta me pareció guapo. Como si hubiera en él un fuego sin llama, un talento sin descubrir. Recuerdo que se bebió el vaso de un trago y que, al volverse, la leche manchaba la fina línea de su labio superior, y que estaba tan gracioso que enseguida pensé que eras tú el que estaba en el bar a mi lado, el que se había bebido la leche de la misma manera, de un solo y decidido trago, y que yo me acercaba, aprovechando un descuido del camarero, y te limpiaba con la punta de la lengua. ¡Fíjate, yo haciendo eso, que ya sabes que odio a muerte la leche! Salimos juntos y ya en la puerta, cuando nos estábamos despidiendo, abrió la bolsa que llevaba al hombro y sacó un camello hecho con cuerda, y me lo tendió. «Toma —me decía— te doy esto.» Una mirada de genio orgulloso, tenebroso, casi violento, resplandeció entonces en su cara pequeña y áspera. «No te puedes negar», me decía. Pero lo hice, y él sacó otro camello y me tendió los dos. Llegó a ofrecerme los cuatro camellos que tenía en la bolsa, y que eran sin duda su única propiedad. Pero yo seguí negando con la cabeza, y por fin con un gesto brusco me aparté de su lado. No me volví ni me detuve hasta llegar a casa, en la que entré aliviada, cerrando la puerta con dos vueltas de llave. Entonces me acordé de ti, y la casa se me cayó encima. Me acordaba de nuestra despedida, de todas las cosas que nos habíamos dicho y de todos los besos que nos habíamos dado, y pensé en el morito, y en aquella rara pretensión de hacerse con mi cazadora. Me pareció que era una prueba. Los enamorados están locos. Viven al borde del abismo y supongo que necesitan esas ideas extrañas para sentir que no perderán la razón, y que pueden influir con sus pensamientos en la leyenda que con tanta ligereza se cuentan. Porque siempre hay un momento en que descubren que esa leyenda les expone a un secreto mal, y necesitan creer que podrán evitarlo, aunque eso no sea del todo cierto, pues no hay leyenda, si de verdad merece ese nombre, en cuyo corazón no crezca el veneno que puede dañar y destruir a quienes se exponen a ella. Y eso fue lo que me pasó. Me acordé de ti, que siempre estabas defendiendo causas perdidas, y que no te hartabas de decirme lo injustos que éramos al ignorar la desgracia de tantos seres humanos, y me pareció que yo también tenía que hacer algo, aunque la verdad es que en aquellos momentos no pensara tanto en el tercer mundo ni en los que sufrían la violencia del mundo capitalista como en mi propio abandono, pues nadie podía parecerme en la tierra más pobre ni necesitado que yo. Así que me lancé a la calle y me puse a buscar al morito. No necesité prolongar aquella búsqueda durante mucho tiempo, pues aún estaba en la puerta de la misma cafetería donde le acababa de invitar. Crucé decidida la calle y le di la cazadora sin que mediara palabra, como si le hubiera pertenecido desde siempre, desde que el mundo era el que conocíamos y la seda con que los gusanos tejían sus capullos se utilizaba para fabricar hermosos tejidos. Pero luego, en casa, y pasados aquellos minutos de excitación, empecé a sentirme mal. ¿Cómo podía haber hecho algo así?, me preguntaba llena de rabia. Y me acordaba de lo preciosa que era mi cazadora, y de lo mucho que te gustaba que la llevara puesta, que cuando me llevabas cogida por el hombro no parabas de acariciarme para sentir su tacto, y me parecía que había perdido la razón. Ni siquiera te lo podría contar nunca, pues estaba segura de que te ibas a enfadar conmigo, y volverías a reprocharme la precipitación de mis juicios y mi falta de racionalidad. Y unos días después pasó algo que no te vas a creer. Estaba con Julia en una perfumería, cuando veo al morito haciéndome señas desde el exterior. Llevaba puesta mi cazadora, y hacía grandes visajes tratando de llamar mi atención, mientras me miraba con los ojos grandes y asombrados de los niños. Sólo pensé en una cosa, que Julia no le viera vestido así. Le había dicho que me habían robado la cazadora, y si le veía con ella cualquier cosa podía suceder (ya sabes que Julia es de las que no pueden callar). De modo que me lancé a la calle y arrastré al morito hasta la esquina siguiente. «Vete», le dije empujándolo, clavándole las uñas para que me obedeciera. Pero el morito no entendía mi actitud y se limitaba a sonreírme confuso. «Cazadora bonita —decía comiéndose la mitad de las silabas—, tú, buena, persona buena.» Logré arrastrarlo al interior de un portal, y le dije que me dejara en paz, que por nada del mundo se le ocurriera seguirme. «Si lo haces —añadí con determinación homicida—, llamo a la policía.» Y cogiéndole de la cazadora, cuya tela se plegó entre mis dedos crispados como una mariposa, una mariposa que hubiera capturado volando y cuyas alas llena de maldad estrujara contra mi pecho, le dije que le denunciaría y que acabaría en la cárcel. Entonces me miró, como esa misma mariposa ya clavada en la pared, tan inerme, tan pálido, que tuve que soltarle muerta de asco y vergüenza. Me alejé tambaleante. Julia me estaba esperando en la puerta de la perfumería, preguntándose dónde me había podido meter, y yo la cogí del brazo y la llevé a rastras por la calle, tratando de alejarme lo más deprisa posible de aquel lugar de infamia. Porque no era sólo que hubiera tenido miedo de que ella le hubiera visto con la cazadora puesta, y que de ser así no hubiera sabido qué explicación darle (la cazadora había costado una fortuna y había logrado sacársela a mi padre después de darle una lata horrorosa), sino que yo misma no podía soportar el espectáculo de verle con ella. En sólo dos días la había dejado hecha una lástima, y estaba sucia y arrugada pues sin duda en todo ese tiempo la había arrastrado por los lugares más infectos y no se la había quitado ni para dormir. Creo que llegué a odiarla tanto como a él. Yo era una de esas pájaras que aborrecen sus nidos cuando notan que alguien los visita en su ausencia. Y me acordaba de ti, y de cómo habías cogido la cazadora para ponerla con cuidado en el respaldo de la silla, cuando subí por primera vez al cuarto de tu pensión, y antes de empezar a besarnos te quedaste mirándola y me dijiste que te encantaba besar a los jockeys, que era una perversión muy rara que te había acarreado múltiples disgustos, porque los jockeys eran unas criaturas demasiado nerviosas que todo lo tenían que hacer corriendo, como si siempre tuvieran su pensamiento puesto en la nueva carrera. Y empezábamos a besarnos, y a aquellas imágenes se superponían de pronto las del morito haciéndome señas desde el otro lado del escaparate, y llegaba a desear que aquella cazadora no hubiera existido nunca, porque lo que no era posible es que estuviera en los dos sitios a la vez, colgando como un pingajo sobre los hombros de aquel pobre muchacho y en el respaldo de la silla mientras nosotros nos estábamos besando. Y me parecía que todo aquello sólo podía presagiar algo malo, ya sabes, mi estadio de pensamiento mágico, y que también nuestro amor iba a terminar así, como un vestido precioso que nos habían prestado, y que teníamos que devolver enseguida, como saben los actores que hay que hacer, al terminar la función, con las ropas que han llevado puestas en el escenario. ¿Era tan extraño que acabara por odiar a aquel pobre muchacho, y que, aun sin tener la culpa de nada, llegara a representar para mí todo lo peor? No, porque estaba completamente loca. Y ¿sabes por qué? Porque nunca había sido más feliz al lado de nadie. ¿Recuerdas? Yo estaba pasando el verano en Castro Urdiales, con mi padre y con Julia, y tú te presentaste a verme. Te conseguí una habitación en una pensión que se llamaba Ramona. Encima de una lavandería. Allí hicimos por primera vez el amor. Entramos a hurtadillas, aprovechando un descuido de la dueña, y fue la primera vez que nos quedamos desnudos. Por la ventana entraba el sol a raudales y oíamos las voces de las chicas de abajo, de la lavandería, riéndose sin parar mientras se contaban sus andanzas en la discoteca. ¿Recuerdas? Una había estado con un alemán, que no sabía ni una palabra de castellano, y ella estaba fascinada porque en pleno baile la había alzado en sus brazos y había continuado así, llevándola en volandas, sin aparentar el mínimo esfuerzo, hasta que, al terminar la pieza, la había depositado en el suelo, e, inclinando levemente su cabeza, se había despedido de ella con una sonrisa, porque su misión en el mundo sólo era ésa, tener por unos instantes en sus manos el corazón de las chicas y luego devolvérsele intacto, sin haber hecho ni pretendido nada con él. Bueno, no era eso exactamente lo que quería yo. Quería, eso sí, subirme a tus espaldas y permanecer todo el día abrazada a tu cuello, y también, claro, que me arrancaras el corazón, pero no para devolvérmelo intacto sino para que le dieras un buen bocado. ¿No era eso la vida? Las sábanas tendidas, la luz del sol, los bailes y los hermosos extranjeros, tanto mejores, si no hablaban demasiado, comiéndose el corazón de las mujeres. No era tu caso, claro, porque tú eras un piquito de oro, y hablabas por los codos. Reconozco que podías llegar a aturdirme. Entonces tenía que tocarte los hombros, tan redondos, tan prietos, y convencerte de que guardaras silencio. «No sabes hablar, no sabes hablar», te decía dándote pequeños pellizcos en los labios, porque en el fondo no parabas de reñirme, porque según tú todo lo hacía mal. Pararme ante los escaparates de las tiendas, no chupar las cabezas de los langostinos, beber coca colas sin parar, fumar un pitillo tras otro, y permanecer con Julia tardes enteras sin hacer nada, sufriendo aquellos ataques de risa en que llegábamos a doblarnos hasta casi tocar el suelo, porque en mi casa, que en todo lo demás es un desastre, siempre nos encantó reír. Vamos, que eras un poco tabarra, aunque a mí me gustaras como nunca antes lo había hecho nadie y desde el día mismo de conocerte mi único sueño fuera vivir para siempre a tu lado, lo que, dicho sea de paso, raras veces pasaba en aquellas películas de Arte y Ensayo que íbamos a ver sin descanso y que solían terminar fatal. No, nosotros no podíamos acabar así, y eso lo tuve claro desde el primer día, cuando coincidimos en la presentación del libro de aquel poeta que tenía nombre de pez. Yo había ido con mis amigos de entonces, y tú estabas entre el público. Recuerdo que durante todo el acto no te quité ojo. Estabas muy delgado, y aunque no eras muy guapo me gustaste desde el primer momento, porque tenías una cara rara, una cara dulce y de susto a la vez. La cara de uno de esos niños que acaba de abandonar la despensa, donde ha estado comiendo a escondidas, y teme que su madre se lo vaya a notar con sólo mirarle a los ojos, pues ¿no tienen todas las madres poderes adivinatorios? Yo también los tenía, había oído hablar de ti, y ya desde el primer momento, sin conocerte ni nada, había decidido prestar atención. Por entonces uno de mis amigos, bueno, luego no lo resultaría tanto, pero ésta es otra historia que por desgracia también te alcanzó a ti, y que ahora no quiero recordar, acababa de abrir una librería y tú empezaste a frecuentarla. Me traía noticias tuyas, de los libros que comprabas, de tu despiste. También te conocían unas compañeras de Facultad. En poco tiempo todos me hablaban de un chico que se llamaba Fernando, que leía cantidad, estaba loco por el cine y, para más inri, era miembro del Partido Comunista de España; el acabóse, vamos. Noticias que iban llegando a mis oídos al filo de conversaciones y encuentros irrelevantes, sin premeditación por parte de nadie, aunque en realidad terminara por parecer que todos estaban de acuerdo, y que la ciudad entera se había confabulado para reunimos. Y me fui acostumbrando a escuchar tu nombre, a recibir cada poco esas noticias, que si ibas a seminarios clandestinos sobre El Capital, que si era raro asistir a una sesión de la Filmoteca y no verte en las primeras filas, que no sólo te gustaba el cine sino que parecía que te tenías que meter dentro de la pantalla para disfrutarlo de verdad, que si en una asamblea de la Facultad habías tenido una intervención emocionante que había sido celebrada con una salva de aplausos, sobre todo por el público femenino, noticias todas ellas que yo recibía cada vez más con una expectación secreta, un temblor en las piernas, que eran sin duda la anticipación perfecta de lo que luego nos iba a pasar, porque yo, al contrario que tú, siempre he pensado que son los sueños los que preparan las cosas que luego tienen que suceder. De forma que, aun antes de conocerte, ya pensaba en ti como en alguien distinto, alguien que vendría a alterar aquella monotonía, aquel indescriptible abandono en que estaba sumida desde meses atrás, y que me parecía, las mujeres jóvenes somos así de radicales, que ya nada podía romper ni cambiar, alguien que me ayudaría a salir de aquel pozo de hastío y sublime indolencia en el que entonces me pasaba los días. Sí, porque todo me encaminaba hasta ti. Y ésa fue nuestra suerte, y sin duda aquel poeta con nombre de pez tuvo bastante que ver en ello. Se presentaba póstumamente una antología de su obra, en un acto tardío de justicia, pues era bueno de verdad y de forma inexplicable nadie hablaba de él, y yo estaba con Inés entre el escaso público. «Mira —me susurró Inés al oído—, ése de allí es Fernando. “Y no sólo no me decepcionaste sino que me gustaste desde el principio, incluso más de lo que había imaginado. O mejor dicho, me gustaste de otra forma, como si nada de lo que sabía de ti, de lo que había oído contar durante todo ese tiempo tuviera que ver con aquel que entonces estaba viendo. Como si nadie te conociera, y hubiera otro tú, secreto y olvidado, que ahora escuchara absorto la lectura de aquellos poemas. Alguien que me estaba esperando precisamente a mí, porque sólo yo entre todos los que se cruzaban con él cada día había sabido adivinar quién era de verdad. Recuerdo que permanecías apoyado en una de las columnas, y yo me pasé todo el acto mirándote a escondidas, mientras aparentaba seguir con mucho interés las palabras de los presentadores, entre los que estaba el propio hijo del poeta, que había venido a presentar el libro, y que llevaba una chaqueta de cuadros que causó verdadero impacto, porque parecía pertenecer al atrezzo de un vendedor ambulante. Hablaban unos tras otros, aunque yo no me enteraba de mucho, porque sólo estaba pendiente de ti, que ni siquiera pestañeaste, porque aquel poeta era realmente bueno, y sólo tenías oídos para él. Llegaría a ser un verdadero fetiche para nosotros, sobre todo en aquellos primeros tiempos, en que leíamos sus versos a todas las horas. Algunos, ¿te acuerdas?, nos los llegamos a aprender de memoria:
Pasan ciervos por mis ojos
luchan truchas en mi lecho
por debajo pasa el grajo, por la orilla la abubilla.
Que mis huesos son de corcho sueño a veces
y las heces que vomito son de oro.
Finalizada la lectura nos presentaron y tú te viniste con nosotros. Íbamos con los organizadores del acto y con el hijo del poeta, y estuvimos tomando unos vinos por los bares de los alrededores. Pero, cuando más a gusto me sentía, saliste de estampía. Yo estaba a cien. Te provocaba, no paraba de hablar ni de moverme, como si volara, como si tuviera esa fuerza, la de levantarme del suelo, y volar a tu alrededor, desafiante, esquiva, pero a la vez llena de insinuaciones, pidiéndote que me siguieras. ¿Cómo no podías verlo? Supongo que estaba dispuesta a todo, pero tú o no te enterabas, o no querías enterarte. El caso es que te fuiste cuando la noche apenas acababa de empezar. Y yo te maldije porque no podía entenderlo, que era como si no tuvieras ojos en la cara, y fueras incapaz de percibir hasta las cosas más simples; por ejemplo, que si yo estaba allí era porque tú también lo estabas, y sólo soñaba con el momento en que por fin podríamos escapar. Y esa noche, después de tu marcha, todo me pareció muerto, sin interés. Que era como si estuviéramos en una ciudad abandonada, en medio de espectros, la ciudad de los fantasmas, y nos hubiéramos encontrado un instante para volver a perdernos momentos después, y yo fuera por las calles con los ojos fijos en las ventanas iluminadas, pensando que tal vez en una de ellas estabas tú, y que me estabas esperando, aunque de momento no hubiéramos logrado vernos porque ninguno de los dos conocía la dirección ni el teléfono del otro, y todo lo que podíamos hacer era salir y vagabundear por las calles con la vana esperanza de coincidir al doblar una de las esquinas. O, a lo mejor, esto no iba a pasar nunca, y estábamos condenados a vagar eternamente por aquella ciudad, entre los fantasmas, sin llegar a encontrarnos.
De mi casa a la tu casa sigo sigo
enviando mecedoras rutilantes.
Pero no fue así, y justo al día siguiente, ¿te acuerdas?, alguna de esas mecedoras debió de llegar a su destino y nos volvimos a ver. Fue en plena calle y te ofreciste a acompañarme. Recuerdo que llevabas un paraguas, porque estaba empezando a llover, y que me dio por meterme contigo, supongo que a esas edades se tienen demasiadas energías. «El previsor», te dije con soma. Para enseguida añadir, aún con más mala leche, que nunca me había imaginado que pudieras ser una de esas personas que antes de salir a la calle se asoma al balcón para ver el tiempo que hace, y que siempre llevan el paraguas y las prendas adecuadas en los momentos de necesidad. Aún estaba rabiosa porque me hubieras abandonado la noche anterior, e incluso estaba empezando a pensar si no me habría equivocado en todo y no serías uno de los muchos pedantes que pululaban en esos tiempos por las calles de aquella ciudad, que Valladolid siempre fue una ciudad llena de pedantes. Y recuerdo que entonces empezó a llover, y que tú te dispusiste a abrir el paraguas para protegerme, pero yo me negué a ello. «Me encanta mojarme», te dije mirándote con todo el encanto de que soy capaz (y que conste, que no es poco). Entonces tuviste un gesto que me enterneció, uno de esos gestos tuyos que parecen sacados de las películas mudas, y que tan desarmada suelen dejarme, con esa cara que se te pone de haber dado un paso en el hueco del ascensor, y tampoco abriste el paraguas, y estuvimos caminando así un rato hasta el autobús, mojándonos a lo tonto, pero yo tan feliz con aquella lluvia, y de que tú también te fueras mojando, recibiendo aquella agua que caía del cielo, nunca mejor dicho, como deben de hacerlo esos animales de los desiertos africanos que de pronto, y cuando la sequía es de tal grado que hasta las últimas charcas se están secando, empiezan a sentir la caída de la lluvia, y se ponen a correr por el lodo felices y exultantes porque saben que ha terminado el tiempo de la desolación. Y eso fue lo que pensé, éste es el fin del tiempo de la desolación. Porque eso había sido para mí ese último año, sobre todo por aquel amor absurdo, incomprensible por Pablo, que había marcado mi vida, transformándola en un verdadero espanto. Un amor feroz, que hizo de mí una pobre tullida, que muchas veces iba por la calle más despacio y cansada que las ancianitas, en el que me había sentido castigada y vencida hasta la desesperación, aunque ahora lo vea de otra manera y todo me parezca tan triste, tan triste que no se enterara de nada, que viviera tan absorto en sus propios problemas que no percibiera ni siquiera que me tenía a su lado, dispuesta a hacer lo que me hubiera pedido, que habría sido capaz hasta de recorrer el mundo en busca de la pócima que necesitaba para alcanzar la felicidad. ¿Era siempre así? ¿Teníamos todas las mujeres, especialmente las más jóvenes, el complejo de la sirenita del cuento de Andersen? ¿El amor era ese arrancarnos a lo que éramos, y pretender lo otro, lo que estaba fuera de nuestro alcance? ¿Tener que renunciar incluso a nuestra propia voz, a nuestra cola de sirenas, para lograr nuestros sueños? Pero ¿era eso tan malo, o, mejor dicho, por qué debíamos luchar para evitarlo? ¿Te acuerdas? Los más adorables son los que no saben que tienen derechos, y luego los que aun sabiéndolo no se empeñan en ejercerlos. Supongo que en aquellos momentos yo pertenecía uno de esos dos grupos, y perdóname la presunción. Sólo iba detrás de mi guapo marinero, y no me importaba, como a la sirenita, renunciar a mí misma, a mi reino en las profundidades del mar, si así conseguía alcanzarle. Fue la primera vez que me acosté con un chico, bueno, sólo me acosté, que no llegamos mucho más lejos, y que conste que no por falta de ganas, al menos en mi caso. Y fíjate si sería ignorante que a la mañana siguiente estaba tan contenta. Ni siquiera habíamos hecho el amor. Pablo era un chico raro, problemático a tope, y parecía que disfrutaba torturándome, aunque ahora le disculpo porque supongo que él era el primero en estar pasándolo mal. Pero ¿qué podía saber yo de todos aquellos conflictos, qué de aquella madre autoritaria y castradora, una verdadera viuda negra, cuya mirada implacable le había perseguido desde que era un niño? Yo no quería nada, ni siquiera curarle, sólo estar con él. Tampoco comprenderlo, que a mí nunca me ha importado mucho no comprender las cosas, aunque no soporte verlas sin luz. Y eso era lo único que quería explicarle, que no me importaban sus problemas, y que me daba igual que no pudiera hacerme el amor, que sólo quería estar a su lado y encontrarme cada tarde con su rostro resplandeciente. Pero él no lo entendía, y no hacía más que torturarme, que parece que su principal aspiración cuando estaba conmigo era hacérmelo pasar fatal, como si quisiera vengarse a través de mí de todos los que se lo habían hecho pasar mal a él. Y yo, como una tonta, no me enteraba de nada. Ni siquiera cuando peores eran las faenas, que siempre trataba de buscar disculpas a su proceder. Por ejemplo, después de nuestra primera noche, cuando estuve hablando con Inés. Empezó a tirarme de la lengua y, al contarle la verdad, ella me miró extrañada. «Pues no es normal», dijo. Y yo me encogí de hombros, porque al decirle que me lo había pasado estupendamente no le había mentido, y no tenía ninguna necesidad de plantearme por tanto que las cosas hubieran podido ser de otra forma. Esa tarde Pablo no me llamó. Yo estaba desesperada, y me puse a buscarle por todos los sitios, y todos los temores de Inés me parecían tontos, aunque finalmente tuviera la razón en todo, que es lo que siempre suele ocurrir con las opiniones de los que se ponen en lo peor, porque lo único que quería era estar de nuevo a su lado, aunque tuviéramos que permanecer separados por un cristal, y no pudiéramos tocarnos. Y, claro, salí escaldada de aquella historia. Y una vez que hubo terminado todo me parecía horrible y me volví desconfiada y cruel, como esos animales que viven en torno a una charca y se ven obligados a pelear a muerte para sobrevivir, una supervivencia que sólo puede basarse en que los más fuertes o listos se coman a los más indefensos, y dado que ya había tenido mi ración de despiste lo que me tocaba ahora era estar en el bando no de los que servían de alimento, sino de los que se daban el banquete. Entonces apareció Rafa Prada, y las noches vallisoletanas se transformaron en un festín inmenso en el que sólo buscábamos satisfacer nuestra glotonería, y en esto hay que reconocer que Rafa era un auténtico maestro. Y así estaba yo, cuando tú apareciste, agazapada, esperando en aquella charca en que se había transformado el mundo para mí. Es una idea que me viene de un reportaje que vi por la televisión. «El banquete de los cocodrilos», se llamaba. El reportaje se refería a un lugar de África. La sequía devastaba la zona y sólo quedaba una pequeña charca, llena de lodo, en la que estaban los cocodrilos. Los otros animales lo sabían, pero aun así tenían que bajar a ella para beber en sus aguas, momento que los cocodrilos aprovechaban para atacarles y sin grandes problemas ahogarlos en el fango. Era un documental espantoso, que no pude terminar de ver. Los dulces impalas, los flamencos, los ñu y los jabalíes verrugosos se acercaban a beber y los cocodrilos les aguardaban para darse su festín. La imagen exacta del mundo. Supongo que en aquella época yo era uno de esos cocodrilos, y sólo quería que se acercara alguien apetecible a la orilla de la charca para darle un buen bocado. Esto no es ser mala, me decía cuando salía con Rafa, es hacer lo que hacen todos, lo que tantas veces han hecho conmigo. Pero fuiste tú el que te acercaste a beber y, zas, te di el bocado, y ya te estaba arrastrando dentro cuando empezó a pasarme algo. ¿Quién sabe lo que era? Tal vez tu olor, la cálida palpitación de tu carne, tus ojos de susto, el caso es que de pronto no me apetecía seguir apretando, aunque tampoco deseara soltarte porque de lo tonto que eras enseguida habrías caído en las fauces de otra cocodrila, que la charca aquella estaba completamente infestada de ellas, y en estas lides las cocodrilas éramos mucho más diestras y pérfidas que nuestros colegas machos. Y entonces empecé a hablarte bajito, a pedirte que te estuvieras quieto, que no te iba a hacer daño. Que teníamos que fingir si queríamos que nos dejaran en paz. Y nos quedábamos inmóviles, entre el barro, tratando de que nadie se fijara en nosotros, mirándonos infinitamente a los ojos, que nunca había visto una luz igual y no me cansaba de mirarte porque era allí dentro donde se guardaban los reflejos del agua verdadera, tan distinta a aquella que teníamos a nuestro alrededor y que se parecía más al cieno y al fango. Pero a la vez me daba miedo, miedo a que el hechizo se rompiera y que volviéramos a hacernos daño, que ésa era la ley de la vida, que hasta los que más y mejor se amaban llegaran a hacerse daño, aunque no lo quisieran. Porque cada uno de nosotros estaba en el interior de un pozo, un pozo del que no podía salir y donde aguardaba el paso de alguien, alguien que se detuviera atraído por aquel interior anhelante, y se inclinara a mirar. Momento en que saltaba sobre él y, como el cocodrilo hacía con el pequeño jabalí verrugoso, tomaba posesión de su cuerpo, causándole un daño que ya nada podría reparar. Y yo tenía miedo a que también a nosotros nos llegara a pasar lo mismo, y que sin darnos cuenta fuéramos capaces de llegar a lo más espantoso, que puede que tampoco Pablo fuera culpable de nada, y que se hubiera limitado a esperar en el pozo, como hacíamos todos, y a saltar sobre mí en el momento en que me había asomado al brocal. Y, bien mirado, ahora siento pena cuando pienso en aquel tiempo, porque me parece que debía de ser muy desgraciado para actuar así, que eso era ser desgraciado, estar en la charca de los cocodrilos, en medio del desierto, y pensar que ya que todo estaba tan horrorosamente mal, al menos un buen banquete podía venirnos de perlas. Y recuerdo que eso me pasó a mí al conocerte, sobre todo el día de la lluvia, que ya había saltado sobre tu cuello y te tenía entre los dientes cuando en vez de darte un buen bocado me detuve a mirarte. Y todo dio un giro espectacular, que ya no quería seguir apretando, sino tenerte cerca, pegadito a mí, y que no te fueras nunca. Recuerdo que llegué a casa completamente calada, pero loca de felicidad, y que al ir a ducharme tenía las piernas azules. Estuve a punto de ponerme a gritar. Pensaba que tenía algo grave, una embolia, un problema circulatorio, y ya estaba saliendo del cuarto para buscar a mis padres cuando me di cuenta de que lo que había pasado era que el pantalón vaquero se había desteñido. Luego no podía parar de reírme, dichosa como los pájaros en las enredaderas llenas de flores. Te veía aguardando junto a mí en la parada del autobús, los dos calados, y con aquel paraguas que se veía que te morías de ganas de abrir pero que, después de lo que te había dicho, no te atrevías a hacerlo por no parecer ridículo, un lord inglés, un burguesito como esos que tanto censurabas. Y que aquellas piernas azules eran lo que quedaba de mi cola de sirena, la cola que acababa de perder en la ducha, porque ahora tendría que salir del mar y seguirte donde quiera que fueras, seguirte sin voz, sin nombre, hasta que tú repararas en mí. Entonces me fui a Castro con mi padre, Julia se había ido antes para preparar el apartamento, y no supe de ti hasta que recibí aquella carta. Te habías enterado en la librería de mis señas, y me escribías sin saber muy bien lo que tenías que decirme. Tratando de aparentar una naturalidad que no podía existir, que la verdad es que aquella carta no creo que llegue a formar parte nunca de una antología de las mejores cartas de amor. Pero tampoco me importó, y al principio estuve muy contenta, aunque luego se me cayera el alma a los pies. Y te escribí esa misma noche, hablando de lo triste que era todo. Aquel lugar horrible, lleno de turistas horribles, que sólo pensaban en meterte mano, los apartamentos ordenados como colmenas y, al atardecer, las familias, arregladas como cromos, paseando su inane felicidad por el paseo marítimo. Y recuerdo que, al día siguiente, cuando iba a mandarte la carta, tomé la decisión de ir yo misma. E inventándome no sé qué excusa logré convencer a mi padre, y cogí el primer tren que iba a Valladolid. Todo parecía escrito de antemano, pues me fui derecha a la librería y a los cinco minutos tú estabas allí, sin poder dar crédito a lo que estabas viendo. ¡Qué feliz me sentía, y qué guapo estabas tú! Vestido con aquella chaqueta un poco apretada, mirándolo todo con aquellos ojos tan abiertos, los ojos del que no quiere perderse ni un solo detalle de lo que pasa a su lado. Estuvimos paseando. De las flores se desprendía un suave olor sexual, y la hierba estallaba en llamas verdes, como un mar en el que fuéramos a sumergirnos disfrazados de biólogos marinos, en busca de vida. Al llegar al parque nos habíamos echado a correr y ahora, detenidos, nos sentíamos raros, como a punto de desembarazarnos de algo. ¿Te acuerdas de cómo iba vestida? Claro que sí. Tú le llamabas el vestido de Julieta, porque tenía un aire medieval, con aquellos cordones que le ceñían por delante, y el generoso escote, que dejaba al descubierto el inicio de mis pechos, y que tú por cierto no dejabas de mirar. Fuimos a casa de una amiga, y allí nos estuvimos besando. Era como inclinarse sobre la noche en el corazón del día. Estábamos imparables, aunque no llegaríamos a hacer el amor, pues no habíamos previsto aquello y no tenías nada que ponerte. Recuerdo la vergüenza que me dio que me vieras el sujetador. Me lo había vendido una chica muy avispada, precisamente para llevar con aquel vestido, porque subía los pechos y los hacía parecer más grandes, y yo estaba encantada con el efecto, no con el aspecto de la prenda en cuestión, hasta que tú me lo viste. Recuerdo que habías estado hablando de la muerte del yo, y de la necesidad de superar esa instancia, verdadero azote de nuestros tiempos, y que, cuando me quitaste el vestido y empezaste a vértelas con el sujetador, yo no sabía qué cara poner, porque toda aquella aparatosidad a mí me parecía que no te podía gustar. «Bueno —te dije casi sin aliento, tratando de salir del paso—, es la corporeización de mi yo.» Y tú me miraste extrañado, porque en el fondo te había sorprendido gratamente que llevara algo así, que para estas cosas todos los hombres sois igual de maniáticos, y lo cierto es que hasta te tuve que ayudar a desabrocharlo porque temblabas como un flan y no acertabas a hacerlo. Y estuvimos jugueteando un buen rato, como si nuestros cuerpos fuesen demasiado grandes, demasiado inmensos, y nunca termináramos de recorrerlos; y luego, cuando por fin salimos a la calle, la ciudad nos parecía distinta, porque se había contagiado de nuestra felicidad. Eso dijiste tú, que las tres cosas más importantes de la vida, como había dicho el surrealismo, eran el amor, la rebelión y la poesía, y que los amantes eran los más grandes revolucionarios porque su vuelta a la ciudad después de una noche de amor significaba una regeneración del mundo, ya que lo hacían cargados de riquezas. Esa era la misión de los amantes, tomar cosas de los sueños y llevarlas a la ciudad. Y nos despedimos con un beso interminable, porque nos parecía que no podríamos separarnos sin correr el riesgo cierto de morir. Pero no morimos, no al menos esa noche, y al día siguiente quedamos para comer. Estuvimos por ahí toda la tarde, hablando sin parar, poniéndonos ciegos a besos. Y terminamos, ya de noche, en una de las terrazas de la plaza Mayor, donde continuamos nuestros dulces coloquios. Pero entonces pasó una cosa. Tú te ibas a levantar para ir al retrete cuando te detuviste, y alzaste los ojos hacia las otras mesas, balanceándote. Al momento perdías el conocimiento. Fueron sólo unos segundos, que, salvo al camarero, pasaron desapercibidos para el resto de los clientes, pero en los que me llevé el susto de mi vida. No sé lo que llegó a pasar por mi cabeza. Cosas horribles, pues la idea de quedarme viuda tan joven, que ya me veía vestida de negro hasta abajo, y visitando todos los martes tu tumba, no era demasiado apetecible, no al menos en aquellos momentos en que todo lo que quería ser era una recién casada. Bueno, lo cierto es que no pensé en nada. No me dio tiempo. Empecé a zarandearte y tú enseguida tenías en los labios tu sonrisa de siempre, como diciendo, ya está, ya pasó todo, que te parecías a esos astronautas rusos, recién regresados de su viaje interestelar. Claro que aún estabas pálido como la cera, y yo te acariciaba con miedo, que fue entonces cuando empecé a darme cuenta de lo que había sucedido, y hasta llegó a pasar por mi cabeza que a lo mejor estabas enfermo, tenías una enfermedad grave o algo así, un tumor en el cerebro, y que el resto de vida que te quedara, a lo mejor sólo unos meses, yo te tendría que cuidar. Y todo esto delante de aquel camarero que se acercaba cada poco a preguntarnos si ya estabas bien, y que no podía evitar una expresión de sorna al hacerlo, como si pensara que hay que ver lo que estaba cambiando el mundo, porque antes solían ser las chicas las que se desmayaban. Y todavía cuando le fui a pagar me lo dijo, «cuídale que no está para muchos trotes», y con una cara de pícaro que no te imaginas, la verdad es que era la mar de simpático, añadió, «aunque no me extraña, yo a tu lado también terminaría igual». Y cuando volví contigo tú me preguntaste que por qué me reía, y de qué habíamos estado hablando. «Le he dicho —te contesté al tiempo que me volvía y le decía adiós con la mano— que en realidad lo que soy es una vampira y llevo dos días chupándote sangre sin descanso.» Estuvimos paseando y nos sentamos en un banco. Allí descubriste que habías perdido el reloj. Te lo acababa de regalar, y estabas encantado con él. Decías que el tiempo que no cesaba de medir, era el de nuestro amor, y que sólo de nosotros dependía que no llegara a detenerse nunca. Regresamos casi corriendo al café en que te habías mareado, pero nadie lo había visto. Yo quería que recorriéramos todos los lugares por donde habíamos estado, y empecé a arrastrarte en dirección a uno de ellos. Pero tú me hiciste detener. «Espera, espera», me dijiste situándote enfrente, al tiempo que te ponías a abrazarme y tocarme por todos los lados, que siempre has tenido unas manos muy largas. «¿Sabes lo que he pensado?», me dijiste. Yo te miré interrogante, derretida de amor. Cualquier cosa que me hubieras propuesto la habría aceptado de inmediato, hasta abrir una alcantarilla y marcharnos los dos por allí en busca de los anillos y los pendientes de oro que perdían las señoras por los desagües. «Que no vamos a seguir buscando el reloj.» Recuerdo que te miré perpleja, sin saber cómo interpretar tu conducta, porque me acordaba de lo orgulloso que estabas con él, y de la emoción que habías sentido cuando te lo di. Y entonces tuviste una de esas salidas geniales que son uno de los signos de tu vida. «Nos tocaba pagar una prenda», me dijiste. Era una de tus teorías. Ahora que lo pienso, qué importancia han tenido en nosotros esas teorías. Hemos inventado docenas. No para explicar las cosas sino para verlas llenas de luz, que eso han sido siempre nuestras teorías, pequeñas lámparas que encendíamos en la oscuridad y a cuyo amparo pasábamos las noches. Un lugar donde pasar la noche, ¿no es eso lo único que buscan todos los amantes del mundo? Aquélla era preciosa, una de las más bonitas que se te han ocurrido nunca. También la más sencilla, puesto que, según tú, formulaba una de esas verdades primeras que sostienen el mundo. Siempre que se vivía de verdad había que dar algo a cambio. Pagar con un trozo, o una parte de uno mismo, entregar lo que más se apreciaba. Cenicienta había entregado su zapato, la Sirenita sus palabras, y nosotros aquel reloj, que valía muchísimo menos. ¿Sabía por qué?, me preguntaste. Para restablecer el equilibrio del mundo. Eso era pagar una prenda, dejar las cosas como las habías encontrado. Cogías algo y a cambio tenías que entregar una parte de lo que llevabas contigo. Se trataba de un simple canje, contrario por tanto a la idea de la acumulación. Una forma, me dijiste con una sonrisa pícara, de luchar contra el capitalismo del yo. Al principio no te entendí. Habíamos entrado en aquel portal, y mientras hablabas no dejabas de acariciarme y de darme besos. ¡Oh, qué difícil era ser cocodrilo, tener al jabalí verrugoso entre las fauces y no llegar a apretar, con qué ganas lo habría hecho, para darme a continuación el gran y sangriento banquete! Entonces me dijiste que me ibas a contar algo, una historia que te había sucedido con tu madre. No debías de tener más de cinco años, y tu madre acababa de regresar de San Sebastián, donde había pasado una semana entera en compañía de tu padre. Ese viaje era un auténtico lujo, pues en aquel tiempo, y mucho menos la gente de vuestra extracción social, no se viajaba como ahora. De hecho, tu madre y tu padre apenas habían salido del pueblo, y cuando lo habían hecho, sólo para ir a Valladolid, que estaba a cuarenta kilómetros, y no en demasiadas ocasiones. Pero un hermano de tu madre, que vivía en Francia desde pequeño, le escribió diciéndole que la quería ver. No estaban juntos desde que ambos eran unos niños, pues él se había ido muy pronto a vivir a Francia con un pariente y desde entonces no había vuelto. Tu padre, consciente de lo importante que era para ella, hizo una locura. Vendió una pequeña huerta que tenía junto al río, y decidió regalarle aquel viaje. «Será nuestro viaje de novios», le dijo, pues efectivamente cuando se casaron no se habían movido del pueblo. De forma que se fueron los dos juntos, y por una semana vivieron sin fijarse en lo que gastaban. Estuvieron en un hotel, fueron al casino, comieron en buenos restaurantes, y pasearon por La Concha, que era la playa más bonita del mundo, porque recordaba dos manos unidas, dos manos formando un pequeño cuenco donde por las noches temblaba el agua como un animal que dormía. Volvió transfigurada por la emoción. Tu padre le había comprado una pulsera de oro, con pequeñas bolas engastadas de rojísimo coral. A ella le parecía preciosa, y más de una vez la sorprendiste mirándola a solas, con una expresión de indescriptible felicidad. Una tarde salisteis solos a pasear, y os acercasteis a un pozo a refrescaros. Tu madre se volvió hacia ti, y te dijo que lo que iba a hacer no se lo tenías que contar a nadie. «Tiene que ser un secreto», te dijo. Se quitó la pulsera y la tiró al pozo, donde desapareció sin apenas alterar la superficie del agua, que si no llega a ser por el ruido hasta habrías dudado que lo hubiera hecho de verdad. Entonces, volviéndose hacia ti con los ojos llenos de luz, empezó a hablar. «Siempre que se es muy feliz —te dijo—, que has tenido de verdad lo que deseas, tienes que devolverle a Dios lo que te sobra. Tienes que hacerlo así, para que éste pueda ponerlo de otra forma en el mundo al alcance de los que lo necesitan más que tú.» ¿No era eso lo que hacíamos cuando íbamos al río a por agua? ¿Acaso no tomábamos sólo la que necesitábamos, dejando que el resto siguiera corriendo? Se me quedó grabada esa frase, devolverle a Dios lo que nos sobra. ¿Y a que no sabes por qué me acuerdo ahora de ella? Porque esta mañana, y de la manera más inesperada, volví a pensar en el morito de Castro Urdiales. Fue después de discutir contigo por lo que había pasado con Sagrario. Tú me echaste la bronca y yo me cabreé contigo, aunque enseguida al salir a la calle estuviera deseando volver a verte para darte la razón. Entonces, y mientras paseaba llena de remordimientos, vi a un chaval que estaba pidiendo, y me recordó al morito. Aún más, llegué a verle allí mismo, reflejado en el escaparate, con la cazadora de jockey, y aquella cabeza tan pequeña y prieta como una pelota de brea. Y lo entendí todo, que había pasado como con ese polvillo que se va depositando día tras día en los muebles y que de pronto, al pasar el dedo, descubres que forma una capa imposible de ignorar. Me acordé de mi cazadora de jockey, y me di cuenta de que también yo, sin saberlo, había pagado al entregársela lo que me correspondía. Todo esto para explicarte por qué esta mañana me puse así, cuando Sagrario contó lo de la alfombra. La bronca que le había armado a aquella pobre señora que se puso a sacudir la alfombra desde la ventana de un tercer piso, sin reparar en que estaba llenando de mierda a todos los que pasaban por debajo. Sagrario estaba verdaderamente indignada y cuando la vimos no dejaba de hablar de ello, y de esa falta de educación que, según ella, era una de las características de este triste país en el que nos había tocado vivir. Sólo en un país como el nuestro podía aceptarse que una señora sacudiera su alfombra por el balcón, ante la mirada resignada de todos los que paseaban por debajo. No sé lo que me pasó, el caso es que me acordé de pronto de cómo cuando era pequeña ayudaba a una chica que teníamos, grande y hermosa como un león marino, a sacar las alfombras al balcón y las sacudíamos con aquellas palas que parecían cucharas de batir la clara, y todo lo que nos reíamos al hacerlo, y a mí me pareció que tenía que defenderla. «Pues a mí me gusta», comenté. Y Sagrario se quedó de piedra, porque no sólo le dije esto sino que lancé toda una andanada contra los que se pasaban la vida sacando defectos a los demás. Y añadí, «a este país lo que le sobran son educadores». Nos enzarzamos en una discusión que terminó de la peor manera posible, pues Sagrario se echó inesperadamente a llorar, aunque no fuera ésa la verdadera causa sino sus amores contrariados con aquel extranjero, al que más valía que olvidara de una vez. Por su propio bien, y el de todos sus amigos. Bueno, el caso es que luego me echaste la bronca, y yo aunque quise defenderme no acerté a explicarte lo que había querido decir. Porque no había dicho aquello por moler, sino animada por un inesperado convencimiento, el de que esos que andan por ahí enseñando a los demás buenas formas no son mejor que aquellos a los que quieren enseñar. Me pareció que el mundo podía dividirse entre los que hacían las cosas bien y los que las hacían mal. Los pedagogos y los que necesitaban ser educados. No es que no me dé cuenta de que sacudir alfombras por el balcón sea una guarrada, sino que me sacan de quicio los que van por el mundo diciendo a los demás cómo deben comportarse. Me es difícil explicar esto. Muchas cosas que pasan sin que nos demos cuenta, pensamientos relegados a las profundidades del alma, salen de pronto a la luz y se hacen patentes gracias a un gesto sin importancia, cuando no abiertamente inadecuado. Una mujer se pone a sacudir la alfombra por la ventana y de pronto, en sus manos, brota algo parecido a lirio; una muchacha, que acaba de discutir con su novio, sale a la calle y ve en la figura de un mendigo la imagen de su amor, tan extraño y tan dulce. De la misma forma que bien puede suceder que, en las charcas, los ojos de uno de los cocodrilos se crucen por un momento con los del pequeño impala o el jabalí verrugoso y ya sólo viva para quedarse mirando el rostro que lleno de verrugas resplandece en el barro.