NO ME TOQUES

—¿Te ha gustado?

Acababan de salir del cine, y permanecieron un rato en silencio, paseando por las calles mojadas de lluvia, antes de que Fernando se decidiera a hablar.

Marta se encogió de hombros, sin saber qué decir. Fernando tenía la costumbre de interrogarla cuando salían del cine, pero ella raras veces lograba articular algo coherente en esos primeros momentos, sobre todo si la película le había gustado. Y ésa, con aquella pobre muchacha a la que le sucedían tal cúmulo de desgracias, le había parecido genial, aunque demasiado triste, demasiado desesperanzada y triste.

—¿Y a ti? —le preguntó tratando de ganar tiempo.

—Sólo vaya —dijo Fernando—, el personaje de la chica no está mal, pero en conjunto la película me parece plana. No hay reflexión, no indaga en las motivaciones de los personajes ni en las causas que les mueven a actuar. Las cosas no suceden sin una razón.

—No estoy de acuerdo —le contestó Marta, que pensaba en la protagonista de la película como en alguien a quien le hubiera gustado conocer, y a la que las palabras de Fernando le parecían autosuficientes y frías—. Además, a lo mejor es así, y nada de lo que nos pasa tiene explicación.

Y después de reflexionar un momento añadió:

—Las cosas suceden, y nosotros tenemos que aceptarlas. Es todo lo que podemos hacer.

Fernando volvió a la carga. En esas situaciones podía enzarzarse en discusiones interminables, en las que tenía a la fuerza que llevar la razón. El argumento siempre era el mismo. Tal vez la vida de los hombres no pudiera explicarse sólo en términos racionales, pero nuestra obligación era intentarlo. Indagar en el porqué de las cosas era el único camino para poder cambiarlas.

—La cabecita la tenemos para algo —le dijo pasándole la yema del dedo por la frente, en un gesto que a Marta le pareció despectivo y machista.

Le miró con ojos asesinos. En esos momentos se volvía insoportable, como si la vida fuera un cine fórum y bastara con hablar y hablar para que hasta los hechos más oscuros tuvieran que rendir su secreto a aquel frenesí verbalizador.

—La vida no es un cine fórum —le dijo redundando en esa idea.

Fernando se le adelantó.

—Sino una jaula de grillos…

Marta no pudo ocultar una sonrisa. Era demasiado listo, como si tuviera el poder de adivinar sus pensamientos.

—No iba a decir eso —le dijo.

—Bueno, pues una merienda de negros.

Los dos se echaron a reír. Fernando pasó el brazo por encima de su hombro y la atrajo todo lo que pudo hacia sí. Sus cabezas chocaban al andar, como si las llevaran sueltas en un mismo cesto.

—¿De dónde vendrá esa expresión? —le preguntó Marta.

—No lo sé, supongo que los negros, en su esclavitud, pasaban un hambre canina, y eran capaces de comerse cuanto caía a su alcance. Hasta a las muchachas blancas que pasaban a su lado. Cruditas y todo, como si fueran erizos de mar.

Y agachándose un poco le mordió en el hombro.

—Para —protestó Marta—, que eres un bruto.

Caminaron un rato abrazados. El aire había refrescado con la lluvia, y las farolas encendidas temblaban como delicadas antorchas. La calle, por otra parte, estaba extrañamente vacía.

—Fíjate —le dijo Marta—. No hay nadie.

—Es un deseo mío —le dijo Fernando cambiando el tono de su voz. Parecía estar en un escenario, representando una obra de teatro. Una obra cuyo argumento estuviera sacado de sus propias vidas—. En realidad —continuó—, mi poder es enorme, y he ordenado que todos se quedaran en sus casas, con la advertencia de que serán azotados salvajemente si no hacen caso. Todo —añadió con una irresistible expresión de burla—, para que puedas pasear tranquila.

Marta le miró encantada, pensando en lo bonito que sería que aquello fuera cierto. Y que todos sus deseos se pudieran cumplir.

Se fijó en las calles, estaban recién asfaltadas y brillaban como pistas de baile. Deseó que empezara a sonar la música y que Fernando la sacara a bailar. Ponerse a taconear por el centro de la calle, mientras los vecinos, que estarían mirando por las ventanas entornadas, les contemplaban muertos de envidia.

Llegaron a una plaza, y un coche rompió el encanto. Incluso tuvieron que retroceder bruscamente para que no les atropellara.

—¡Vaya animal! —exclamó Femando.

De pronto repararon en dónde estaban.

—Oh, es asombroso —exclamó Marta—, todavía conserva su viejo poder.

Estaban en la plaza de la Cruz Verde, frente a la casa a la que fueron a vivir al casarse. Una fuerza oculta les había arrastrado en la noche para enfrentarles de nuevo a su secreto. La miraron en silencio, sintiendo que ese secreto era tan viejo y se había apoderado de ellos de tal forma que ya no les sería posible renunciar a él.

—¿Cuántos años fueron? —preguntó Femando.

—Cinco —le contestó Marta sin vacilar—. La alquilamos un mes de septiembre, y nos fuimos cinco años después, también en septiembre.

Iban a construir una nueva, y les obligaron a mudarse, pues estaban en juego muchos millones y la idea inicial era comenzar las obras enseguida. Sin embargo, habían pasado cerca de dos años y la casa continuaba como antes, con aquel aire leve, irreal, pero irresistible, que tienen los lugares en los sueños venturosos. Tal vez porque habían sido felices en ella, y algo de esa felicidad aún perduraba como un aura inexplicable, al menos cuando eran ellos quienes la miraban.

—Mira —dijo súbitamente Marta, tirando a Fernando de la manga de su chaqueta—. Creo que la puerta está abierta.

Se acercaron llenos de emoción e interés. La puerta estaba, en efecto, mal cerrada y les bastó un pequeño empujón para que cediera. Los ojos y el pelo de Marta brillaban como la brea de la carretera. No necesitaron decirse nada para ponerse de acuerdo. Entraron y cerraron a sus espaldas. El portal estaba lleno de escombros y de basura, aunque seguía siendo el que habían conocido. Incluso aún conservaba los buzones, con los mismos nombres de entonces. Miraron el suyo. Sus nombres estaban allí, como guardando el pequeño espacio sellado.

—Mira —dijo Marta con el rostro iluminado—, hay una carta.

Pero se trataba de una simple hoja de propaganda de unos apartamentos en la Costa del Sol. Luego, empezaron a subir. Su casa estaba en la tercera planta, y les separaban de ella setenta y cuatro escalones. Era a Fernando a quien se le había ocurrido contarlos aquella época en que su padre, muy enfermo, venía a visitarles, y le acompañaba en el ascenso interminable, doloroso, que tenían que hacer en varias etapas, pues su padre, agotado por el esfuerzo, apenas podía respirar.

Subieron casi a tientas, pues la oscuridad, sobre todo en los pisos bajos, donde apenas llegaba la escasa luz de la claraboya, era grande, aunque en realidad conocían de tal forma las escaleras que la visión deficiente no constituía el menor problema. Marta, sin embargo, no se soltaba de Fernando. Estaba muerta de miedo, pues terminaron fatal con el constructor que había comprado la casa y temía que pudiera descubrirles. Cuando llegaron arriba el corazón le latía con fuerza en el pecho. Siempre era así cuando se angustiaba por algo. Los latidos podían llegar a ser tan fuertes que el corazón parecía a punto de escapársele del interior de las ropas y de ponerse a saltar contra las paredes y el suelo. Se imaginaba corriendo tras él hasta capturarle, viéndole latir en sus manos, enfangado y húmedo, como uno de esos animales que viven en las charcas, y que retenemos un momento, tratando de comprender su misteriosa vida, antes de devolver a su mundo de oscuridad.

De pronto oyeron ruidos.

—Hay alguien —murmuró Marta agarrándose con fuerza al brazo de Fernando—, Vámonos, por favor.

Fernando dudó un momento, pero, ante la repetición de los ruidos, que provenían sin ninguna duda del interior de su casa, se dejó arrastrar por Marta escaleras abajo. Al llegar a la calle, casi se echan a correr. Marta estaba de verdad asustada. Y, aunque Fernando trató de distraerla bromeando sobre la situación, ella no lograba tranquilizarse.

—Había alguien… —repetía con un tono obsesivo, monocorde—, seguro que había alguien…

—A lo mejor éramos nosotros —le contestó Fernando.

Marta se lo quedó mirando con una expresión de estupor e incredulidad.

—¿Nosotros? —acertó a farfullar.

—Sí, los verdaderos. Tú y yo somos sus copias, y ellos son los verdaderos. Siguen viviendo en la casa, porque no se adaptan a ningún otro lugar.

Fernando estaba leyendo las Crónicas marcianas de Ray Bradbury, y estaba bajo la influencia absoluta de los marcianos telépatas.

—Son telépatas —continuó—. En realidad no abandonaron nunca su refugio. Viven en una ciudad en ruinas. Estas calles —y volvió a señalar la calle recién asfaltada—, las casas que nos rodean, nosotros mismos, no somos sino alucinaciones, la materialización de sus pensamientos y deseos. Existimos porque ellos están allí.

A Marta no le gustó la idea.

—No dices más que bobadas —murmuró.

Se había puesto muy seria, y cuando Fernando le propuso que, antes de volver a casa, entraran en algún bar a tomar una copa, ella se negó.

—No tengo ganas —le dijo con sequedad—. Las alucinaciones no beben.

Luego, ya en la cama, cuando Fernando empezó a insinuarse, ella se negó.

—Déjame —le dijo— no me toques.

Fernando no insistió. Conocía a Marta y sabía que aquellos enfados, casi siempre inesperados, no solían prolongarse mucho tiempo, pero a la mañana siguiente, su actitud era la misma. Era domingo, y solían aprovechar para levantarse tarde. Casi siempre después de hacer el amor. Pero esa mañana, cuando Fernando se despertó, Marta ya no estaba a su lado. Fernando la llamó, pidiéndole que volviera a la cama, pero ella se limitó a asomarse a la puerta para decirle que ya se había duchado, y que más le valía levantarse él también y ventilar un poco el cuarto.

Fernando no relacionó ese hecho con su visita a la casa, ni por supuesto con aquel comentario suyo acerca de los amantes telépatas.

—¿Puedo sentarme a la mesa? —le preguntó desde la puerta.

Marta estaba desayunando, y Fernando le dijo aquello con sorna pero sin malicia, porque quería hacer las paces.

—Qué bobadas dices.

Fernando se sentó a su lado. Marta estaba muy guapa, y le sonrió complaciente, como dándose cuenta de lo injusta que había sido. Pero cuando fue a cogerle la mano ella la retiró con brusquedad.

Femando no pudo evitar una reacción de enojo.

—Ah, me olvidaba —murmuró con desapego—, ni mi olor ni mi aspecto son los adecuados para sentarme en una mesa como Dios manda. Fue al baño y, después de afeitarse y vestirse, se dirigió al dormitorio. Estaba muy molesto, y no pensaba despedirse de Marta, pero, al pasar por delante de la cocina, no pudo evitar el mirar de refilón. Marta continuaba frente a la mesa, con una galleta en las manos, como preguntándose lo que era y para lo que podía servir. Al sentir ruidos levantó los ojos y sus miradas se encontraron brevemente. Pero no era la mirada de una chica arrepentida, sino la mirada que habría podido dirigir a cualquiera, a un chico vulgar y tosco al que distraídamente le diera una moneda al cruzarse con él.

Femando pasó de largo. Y ella le llamó.

—¿Adónde vas?

Y oyó la puerta de la calle. Marta se levantó enseguida, y aunque su primer impulso fue asomarse al descansillo para llamarle, se limitó a quedarse pegada a la puerta escuchando sus pasos perdiéndose escaleras abajo. Era demasiado impaciente, y cuando el ascensor no estaba en su piso prefería bajar andando. Lo contrario de ella, a la que no molestaba esperar todo lo que fuera preciso.

—Tienes complejo de reina —le decía Fernando, que muchas veces la dejaba plantada frente a la puerta del ascensor mientras él bajaba por las escaleras—, A ti lo que te gustaría es bajar directamente por la ventana.

Y ella sonreía reconociendo que no estaría nada mal. Y se imaginaba descendiendo lentamente por el aire; o, a su regreso, elevándose con las bolsas de la compra hasta alcanzar la ventana ante el asombro general, porque su cuerpo, el mundo entero, obedecía a sus pensamientos.

¿No era eso lo que decía san Juan? Un pensamiento vale más que el mundo. Fernando no estaba de acuerdo.

—No es verdad —replicaba—, el mundo está ahí, y su realidad es más fuerte que nuestros deseos y cavilaciones. El problema es cómo reformar nuestra conciencia.

¿Era tan diferente de lo que decía ella? No, porque ella formaba parte del mundo, y sus sueños surgían de zonas escondidas a las que esa conciencia de la que hablaba Fernando no podía llegar. Por ejemplo, esa mañana había vuelto a imaginar que tenía un bebé. Incluso había entrado en una tienda a preguntar por el precio de unos zapatos diminutos que había visto en el escaparate. Y toda la escena, el diálogo con la dependienta, a la que había dicho que su niño ya estaba empezando a andar, su orgullo al examinar los artículos que ésta le iba enseñando, había sido más cierto para ella que todo lo que le había pasado luego a lo largo de la mañana. Ese niño no era real, claro, pero era su sueño. Un sueño más real que el mundo. O mejor dicho, sin el que el mundo no podía existir, al menos para ella.

Trató de explicárselo a Fernando, pero era demasiado complicado y no resultó convincente. Fernando, como siempre hacía en tales casos, no desaprovechó la ocasión de sermonearla.

—Hay una anécdota de Malraux que me gusta mucho. Una vez se encontró con un viejo párroco, y le preguntó que, después de tantos años de escuchar las confesiones de sus feligreses, cuál era su conclusión acerca de la condición humana. El cura no dudó: «Fundamentalmente, no hay adultos».

Marta le miró conmovida, y prefirió cambiar el rumbo de la conversación. Aunque esa noche al ir a lavarse y ver su imagen en el espejo, pensando en aquella frase, se dijera a sí misma: «¿Y qué? ¿Era tan malo que no fuéramos adultos?».

Se había recogido el pelo en un moño improvisado para no mojárselo, y su rostro le pareció iluminado por una luz extraña, una luz que no parecía venir de sí misma, sino de otra escondida, infinitamente más atrevida y preciosa, otra que la animaba a hacer lo que en circunstancias normales le habría dado pavor.

No volvieron a verse hasta la noche. Marta estaba viendo la televisión, y Fernando entró decidido a saludarla. Había comprado una botella de vino y lo primero que hizo fue enseñársela.

—Mira —le dijo—, la mejor cosecha para los mejores bebedores.

E inclinándose la besó en la mejilla apenas rozándosela con los labios, como si fuera un objeto demasiado delicado que se pudiera romper.

Marta estaba abstraída en la pantalla y se limitó a acariciarle mecánicamente la parte de atrás de la cabeza. Fue un anticipo de la decepción que Fernando experimentaría al llegar a la cocina. La sartén estaba sobre el hornillo, y el plato y los cubiertos sucios revelaban que Marta ya había cenado. Que lo había hecho sola, sin esperarle.

—¿Ya has cenado? —le preguntó con una expresión de derrota.

Marta le dijo que sí.

—Podías haberme esperado, ¿no?

Marta le contestó sin dejar de mirar el televisor.

—Perdona, pero estaba muerta de hambre.

Fernando se recluyó en la cocina. La botella de vino permanecía en el centro de la mesa como una copia desustanciada de sí misma. Aun así decidió abrirla. Se llenó varias veces la copa, mientras cenaba, hasta beberse más de la mitad. Por la ventana de la cocina se veía el patio de luces, con los tendales de ropa, y apartó dolorido la vista. Las prendas destacaban en la oscuridad, y sus formas recordaban fragmentos del cuerpo humano, los pensamientos del descuartizador.

Fernando empezó a sentir los efectos del vino. Se había sentado a cenar con la confianza de que Marta viniera a acompañarle, pero había transcurrido cerca de una hora y seguía sin aparecer. La sintió apagar la televisión, y su mirada se concentró en el vano de la puerta. Pero Marta ni siquiera se acercó a desearle las buenas noches.

—Hasta mañana —le oyó decir desde el fondo del pasillo.

Terminó de cenar, y recogió entristecido los cacharros. Que luego fregó parsimoniosamente, sintiendo en el chorro de agua caliente que golpeaba

sus manos el pálpito vano y sin designio de la vida.

Al entrar en el dormitorio vio que Marta no estaba. La buscó por la casa. Se había acostado en el pequeño cuarto del fondo, en su única cama, y permanecía acurrucada sobre sí misma, en la posición del sueño. No podía haberle dado tiempo a dormirse, pero cuando abrió la puerta ni siquiera se movió.

—¿Se puede saber qué tontería es ésta? —le preguntó irritado. Hasta la voz le temblaba al hablar.

Pero Marta, que seguía haciéndose la dormida, no le contestó.

Fernando se fue dando un portazo. Y se acostó en su dormitorio. Trataba de explicarse aquel comportamiento, lo que podía haberlo motivado y el porqué de su persistencia, pero por más que analizó los hechos de los últimos días no halló causa que lo justificara. Abrió un libro y trató de leer sin lograrlo. Había bebido demasiado y la cabeza le daba vueltas, de modo que apagó la luz y se dispuso a dormir él también, confiando en que al día siguiente los ánimos se hubieran serenado. Un resplandor blanco aleteó brevemente ante sus ojos antes de disolverse en la oscuridad, anunciándole que no sería así.

Y, en efecto, cuando se levantó Marta ya no estaba en la casa. Había una nota en la cocina. «Me he ido a Burgos con Julia y con papá. Hay reunión familiar. Besitos. Marta.» Fernando sonrió al leerla,

maravillándose una vez más de su infinita adaptabilidad. Era como si cada mañana amaneciera con un cuerpo distinto, que en poco o nada se parecía al que había tenido el día anterior, un cuerpo aún por definir cuya constitución y deseos dependieran de los acontecimientos del nuevo día, a la manera en que la forma del guante lo hace de la mano que habrá de ponérselo. Tenía la facultad de cambiar de piel, como los reptiles. Aunque ahí terminaba todo el parecido, pues los reptiles eran fríos y resbalosos, y Marta olorosa y cálida como el gusto de la comida más dulce.

Sonrió al pensar en esa imagen, que hacía de los amantes dos inmensos glotones, y de sus miradas y palabras los preparativos que anticipaban el banquete del amor. ¿Era una imagen tan extraña? ¿No había titulado Platón así uno de sus más famosos Diálogos, precisamente aquel en que hablaba del amor, y en el que decía que los amantes eran parte de un todo perdido, un todo que recuperaban brevemente en sus abrazos, para volverlo a perder al momento? ¿No eran los besos y las caricias semejantes al borbotear de los guisos en las cazuelas? Reparó en que se estaba excitando más de la cuenta, y decidió entregarse a pensamientos menos encendidos. Pensó un rato, y se decidió por la lectura. Tenía libre hasta la una y podría leer hasta esa hora. Retomó las Crónicas marcianas de Ray Bradbury.

Uno de los cuentos le afectó especialmente, aunque no hubiera podido explicar por qué. Los hombres visitaban Marte por tercera vez. Las dos expediciones anteriores habían desaparecido sin dejar rastro, y se extremaron las precauciones, mandando el mejor de los equipos. En el nuevo cohete llegaban diecisiete hombres altamente preparados.

Y desde el principio todo era bien extraño, pues Marte parecía una copia de la Tierra. No sólo eso, que la ciudad a la que llegaban no fuera distinta a las que conocían, sino que había casas, lugares, que eran la reproducción exacta de lugares y casas en las que habían vivido hacía años. La extrañeza aumenta cuando uno de los astronautas se encuentra con sus abuelos muertos. Muertos en la Tierra, pero aquí vivitos y coleando. Le abrazan y cubren de atenciones, en medio de un aluvión de preguntas sobre el estado de los otros miembros de la familia. Aún no han salido de su asombro cuando el capitán identifica entre los marcianos a su hermano, muerto en un accidente cuando ambos eran muy jóvenes. Su hermano le conduce a su casa, donde le aguardan sus padres, también fallecidos en la Tierra. Y esto empieza a suceder con los otros miembros de la expedición. Abandonan el cohete y cada uno de ellos va encontrando en el pueblo algún familiar o amigo desaparecido hace tiempo. ¿Qué está sucediendo?, ¿en qué planeta están? ¿No deberían regresar enseguida a la nave, permanecer aislados hasta tener una explicación convincente de lo que pasa? Pero ¿por qué aquello no era posible?, se pregunta el capitán. ¿Por qué lo que entendemos por muerte no puede ser sino el tránsito hacia otro lugar distinto, al que se llega sin conciencia alguna de una vida anterior? ¿Quién les dice que ellos mismos, antes de morar en la Tierra, no lo han hecho en otro planeta perdido, y que vida y muerte no son sino momentos distintos de un único e inexplicable viaje? La alegría parece reinar entre todos, y el capitán va renunciando a esas preguntas mientras la noche se extiende sobre Marte. Cada uno de ellos se refugia en la casa del familiar reencontrado. El capitán lo hace en la de sus padres. Duerme en la misma habitación que su hermano y de pronto tiene sed. Se levanta a por agua, pero se detiene en la misma puerta. Al volverse ve a su hermano, está sentado en la cama y le mira con fijeza. No tienes sed, le dicen sus ojos. Y el capitán regresa a la cama. Ya acostado, y recordando esa mirada, se da cuenta. Todo es una trampa. Ni su hermano, ni aquellos familiares vueltos a encontrar, son reales. Encubren a marcianos que gracias a sus poderes telepáticos penetran en los pensamientos de los hombres y obtienen los datos que necesitan para crear aquel mundo de alucinación. Nada es como ellos lo ven. Están durmiendo en casas extrañas, rodeados de seres de otro planeta, extraordinariamente hábiles y poderosos, que han formado aquellas imágenes en su pensamiento con la clara voluntad de controlarles a todos.

Y al día siguiente, en efecto, diecisiete ataúdes salen de las casas, a hombros de sus moradores, en dirección al cementerio del pueblo.

Marta regresó a media tarde. Venía cargada de bolsas pues, a la vuelta de Burgos, Julia y ella habían estado de compras.

—Julia ha perdido el juicio —le dijo señalando las bolsas— acaba de equiparme para el resto del año.

Fue dejando la ropa diseminada por la cocina, y se estuvo lavando las manos en el fregadero. Luego abrió el frigorífico, que volvió a cerrar enseguida. Parecía contenta y despreocupada.

Fernando fue a abrazarla, pero Marta se volvió con rapidez, y se le quedó mirando desde la puerta. No quieres abrazarme, le dijeron sus ojos. Era como el marciano del cuento, y tenía el poder de cambiar sus pensamientos. Volvió poco después. Se había quitado la ropa, y venía con el albornoz.

—¿Qué has estado haciendo? —le preguntó, mientras volvía a abrir el frigorífico.

—Leer. Bradbury es genial.

Marta se sentó frente a él, con su sempiterna Coca-Cola, galletas y un paquete de mantequilla.

—Uno de los cuentos es terrorífico. —Y se puso a contárselo.

Cuando terminó, Marta, que no había respirado en todo ese tiempo, le miraba con ojos atónitos.

—¿Te imaginas? —continuó Fernando—. Tú crees estar viéndome, como crees estar viendo este libro y esta cocina, pero en realidad no ves sino tus propios pensamientos acerca del mundo, que yo utilizo para escamotearte mi propia verdad. Tal vez siempre sea así, y lo que vemos en realidad no sean las cosas, sino lo que nuestros pensamientos nos dicen que debemos ver.

—¿Ahora te enteras? —le contestó Marta.

Bebió y encendió un pitillo, en todo ese tiempo había fumado tres, y Femando miró con preocupación el cenicero. Uno de ellos, el primero, tenía el filtro manchado de carmín, y Fernando pensó que le hubiera gustado poner allí los labios.

—¿A que no sabes lo que nos ha pasado en Zabala?

Zabala era una de las tiendas que habían visitado esa tarde.

—Ya sabes que Julia es amiga de las dueñas. Pues bien, mientras yo me probaba la ropa, oía su conversación. Hablaban de una de las dependientas, una chica que llevaba años en la tienda y que atendía de maravilla. La acababan de echar. Había sido un auténtico trauma, pues la querían como una hija, pero no les había quedado otro remedio porque regalaba la ropa. Julia les preguntó extrañada, sin terminar de entender lo que le estaban diciendo. Y ellas volvieron a repetírselo. Sí, regalaba la ropa. Cuando se le antojaba, limitándose a no registrar en la caja la venta. Se enteraron porque una conocida había hecho varias compras y, al darse cuenta de que en el recibo no constaba el precio de una de ellas, llamó a la chica para advertirla de su error. Pero ésta no sólo no quiso escucharla sino que, ante su insistencia, se acercó a ella y le dijo al oído: «esa prenda se la regalo yo». Calculaban que habían dejado de ganar una fortuna, pues la misma chica había reconocido que llevaba haciéndolo al menos cinco años. Y lo curioso era que cuando le habían preguntado la razón de su conducta, que obviamente no le reportaba el menor beneficio, se había limitado a decirles, sin manifestar el mínimo remordimiento: «me gustaba».

Marta hizo una pausa. Se había desplazado un poco hacia uno de los lados, y el albornoz se le había abierto dejando al descubierto el nacimiento del pecho. Fernando se movió un poco tratando de tener una visión más amplia. Disimulaba y volvía a mirar, y era como si también él hubiera entrado en una tienda a llevarse a escondidas lo que podía. ¿No era eso lo que hacíamos todos?

Marta no se daba cuenta, pues todos sus pensamientos estaban puestos en aquella chica.

—¿No te parece misterioso?

—¿Qué? —le preguntó Fernando, levemente ofuscado.

—Que regalara las cosas. Me imagino que lo haría a la gente que le cayera bien, o cuando estuviera muy contenta, o tal vez harta de estar allí, aguantando a aquellos loros. Para vengarse, o a lo mejor sólo porque sí, para sentir que sus pensamientos valían más que el mundo.

Marta se dio cuenta de que Fernando la estaba mirando, y se cubrió el pecho con complacencia.

—Me hubiera gustado conocer esos pensamientos. Estar a su lado cuando regalaba la ropa.

—Entre las dos habríais vaciado la tienda —le dijo con una sonrisa.

Fue a cogerla de la mano, pero ella la retiró.

—Oye, he pensado una cosa. Y te la digo si me prometes que no te vas a enfadar.

Fernando le respondió con una sonrisa forzada, de circunstancias.

—Lo procuraré.

—No quiero que me toques. Ni que me beses, ni que follemos ni nada. Sólo por unos días.

—¿Se puede saber por qué?

—No lo sé muy bien, supongo que quiero probar.

—¿Probar?

—Sí, probar. Quiero pensar en mí, en nosotros dos. Ser yo de verdad, no una pobre marciana. Y si me tocas pierdo la cabeza y me transformo en lo que tú quieres que sea. Una semana, ¿vale? Sólo te pido una semanita. Luego me tienes a tu entera disposición. Hasta para cocinarme con patatas si quieres.

A Fernando le hizo gracia que también ella pensara en la comida, que comparara las caricias y los besos con los gestos que hacíamos en los banquetes.

—¿Qué te parece?

—¿Qué puede parecerme? —le contestó sintiendo unas inesperadas ganas de llorar que, naturalmente, se aplicó en contener—. Me parece que ya has decidido por mí.

—¿Se puede?

Marta llamó a la puerta del dormitorio, y asomó la cabeza por ella. Fernando aún tenía la luz encendida, y la cama estaba llena de revistas y libros.

—Vengo a hablar.

Fernando apartó las revistas para dejarle sitio a su lado, pero Marta prefirió sentarse a sus pies.

—Prefiero evitar tentaciones.

Marta se había recogido el pelo en lo alto de la cabeza, dejando su cuello al descubierto, cuya piel aún tenía el color tostado del verano. Fernando se la quedó mirando. Sentía la tensa expectación de sus músculos, el equilibrio de las vértebras, la sangre fluyendo decidida en dirección al cerebro. ¿Qué circuitos recorrería, qué cambios casi imperceptibles en la química de sus tejidos estarían activando en ese mismo momento sus pensamientos más escondidos? ¿Tal vez ya estaban escritos en algún lugar, y bastaba con llegar a él para poder leerlos antes incluso de que ella misma los conociera? Se acordó de una película que había visto de niño en que un grupo de científicos lograba disminuir hasta el tamaño microscópico un submarino, en el que viajaban luego por el interior de un cuerpo hasta su cerebro, donde seccionaban un pequeño tumor. Y se imaginó viajando en un ingenio semejante, haciéndolo por el interior del cuerpo de Marta, como por el fondo ignorado del mar. Sobre todo los instantes de su llegada al corazón. La velocidad de la sangre, los terribles soplidos, y el remolino de la sangre precipitándose en las cavidades internas, palpitantes, del órgano insaciable. Pero también el acceso posterior a las blancas llanuras cerebrales, los rápidos destellos de insobornable electricidad, que formaban el sustrato de sus pensamientos.

—¿En qué piensas? —le preguntó Marta sacándole de su abstracción.

—En nada —contestó Fernando, que en ese instante habría querido hundir las manos en su cabeza hasta alcanzar su cerebro, y meter los dedos en él. Tocarlo delicadamente por dentro, con la yema del dedo. Como hacía cuando acariciaba su sexo—. Anda, ven conmigo —insistió. Dispuesto a llevar a cabo sin tardanza aquel proyecto insensato.

—No puedo —le contestó Marta, elevando los hombros en señal de disculpa—. Tenemos que cumplir nuestro pacto.

Y sus ojos se iluminaron con una expresión de tristeza, como si le dijera «yo también me muero de ganas».

—Entonces ¿para qué has venido?

—A mirarte.

—Me tienes muy visto.

—No, es distinto. Ahora te miro, pero sabiendo que no te puedo tener.

Fernando se incorporó conmovido y tendió su mano para acariciarle la pierna, pero se detuvo en el último momento.

—Espera —dijo—, tengo una idea.

Se levantó, y estuvo buscando en los armarios. Al principio sin éxito, pues empezó a demorarse más de la cuenta.

—¿Qué haces? —le preguntó Marta.

—Nada, nada, ya voy.

Regresó unos minutos después. Traía unos guantes de piel. Se los había regalado el padre de Marta el día de su cumpleaños. Eran de una piel muy suave, y estaban forrados por dentro, pero Fernando, a quien no le gustaban, no había llegado a estrenarlos.

Por el cambio de expresión de su cara, Marta supo al momento lo que pretendía.

—¿Qué vas a hacer? —le dijo conmovida por aquella locura.

—Yo nada —le contestó Fernando—. Pero mi mano enguantada está dispuesta a llegar todo lo lejos que pueda.

Fernando empezó a acariciarle las piernas y, al principio, Marta, que también se moría de ganas, cerró los ojos y le dejó hacer. Incluso buscó una posición más cómoda, para facilitarle la labor. Pero enseguida se revolvió.

—Uf —murmuró toda sofocada—, estoy segura de que esto no vale.

Tenían las caras muy cerca, y Fernando empezó a soplarle los ojos y los carrillos.

—Sí vale, el pacto era no tocar.

Siguieron un rato, hasta que Marta le contuvo sujetándole por la muñeca.

—Es peor, mucho peor —dijo al tiempo que se le escapaba un gemido—, nos volveremos locos.

Fernando se detuvo, y se la quedó mirando.

Su expresión ya no era maliciosa, ni seductora, sino la expresión resignada de quien siente perderse en el bosque el cortejo con que se acaba de cruzar. Escuchaba el sonido de las risas al alejarse y el amortiguado tintineo del oro.

—Está bien —añadió extendiendo su mano enguantada—. Además, parece la mano que se apareció en el festín del rey Baltasar.

Marta se echó a reír.

—¿Cómo era?

—¿Qué?

—¿Qué va a ser? La historia completa.

Fernando se concentró un momento. Había estado varios años en el seminario y llegó a saberse la Biblia casi de memoria.

—Baltasar era un rey babilonio, amante de la buena vida, y organizó un gran banquete en que él, sus concubinas y sus invitados se pusieron a beber con los vasos de oro que habían cogido en el templo de Jerusalén. En pleno festín apareció una mano y se puso a escribir en la pared. Baltasar, aterrado, pidió ayuda a todos sus adivinos, pero ninguno supo interpretar aquella escritura. Hasta que le hablaron de Daniel, y le mandó llamar. «Mene, tequel, peres», ésa era la frase. Y Daniel le explicó lo que significaba: contado, pesado, y dividido. Es decir, que Dios había contado sus días, le había pesado y no había dado el peso, y su reino había sido dividido y dado a los medos y a los persas.

—Genial —exclamó Marta con entusiasmo—, eres una enciclopedia viviente. Pero tienes razón, y desde un punto de vista erótico, la historia no resulta demasiado estimulante.

Y, con expresión resignada, al tiempo que tomaba el guante y lo arrojaba displicente hacia la cómoda, dijo:

—Es un consuelo, ¿verdad?

Entonces se levantó de la cama y se dirigió a la puerta, donde se detuvo un momento antes de salir.

—Hasta mañana —murmuró sin ni siquiera volverse, consciente de que de haberse encontrado con los ojos de Fernando habría tenido que atender su súplica.

Así pasó el primer día de los siete, y enseguida lo hizo el siguiente. En la mañana del tercero, Marta tuvo que acompañar a Julia al banco, y se quedó con ella a comer. Por la tarde volvieron a salir de tiendas, pues estaban de rebajas. Su padre se empeñó en invitarlas a cenar y llamaron a Fernando desde el restaurante, pero éste no quiso ir. Le dolía la cabeza, y pensaba acostarse enseguida.

—Espérame sin acostarte —le dijo Marta.

Pero cuando llegó estaba dormido. Marta se asomó al dormitorio y sintió su respiración lejana y profunda, que recordaba el sonido del viento en las copas de los árboles. Al llegar a su cuarto vio el guante. Fernando lo había puesto sobre la almohada con una nota debajo: «Ya me contarás mañana lo que habéis hecho».

Y ella lo guardó en el cajón de la cómoda.

—Esta noche te vas a quedar quietecito —murmuró suspirando.

Ya en la cama, se preguntó si hacía bien, y si no estaba abusando de la paciencia de Fernando.

¿Hasta cuándo la aguantaría?, ¿se podía vivir con alguien voluble como las veletas, capaz de elegir el blanco y el negro a la vez? ¿No era ella así? ¿Qué derecho tenía a ir por el mundo poniendo a los demás, sobre todo a los que más quería, pruebas absurdas, con las que sólo buscaba ser servida y adorada?

Volvió a sentir aquel dolor en uno de sus costados, y recordó su fantasía adolescente. Un arquero. Alguien que la visitaba a escondidas. Venía por los tejados y tensaba su arco en los momentos más inesperados. Sentía el dolor repentino, la flecha atravesándole un muslo, el brazo, uno de los hombros. Llegaba a percibir la sangre fluyendo, empapando su ropa, su olor, en el que estaban recogidas las largas tardes de tedio infantil y el sacrificio de los animales en la cocina. Pero aun así lo quería ardientemente, porque eso significaba que él estaba en la casa, que había tirado la flecha, y que de un momento a otro (llegaba a tumbarse en el suelo, para que la impresión de realidad fuese más cierta), empezaría a sentir sus pasos, cómo se acercaba a ella y tendía sus fuertes manos sobre la zona herida de su cuerpo, que sanaba al instante, pues las mismas manos que le habían causado aquel daño tenían el poder de sanarla. Durante todo ese tiempo sufrió mucho. No sabía lo que le pasaba, pensaba que se iba a volver loca. Sin embargo, era dulce estar así, esperando, sentir que el dolor no era tan malo porque revelaba esa proximidad deseada. Entonces creía que el sufrimiento siempre sería una prueba, el anuncio de algo distinto, tal vez de un cuerpo diferente, que habría de nacer de la herida del otro. Pero había pasado el tiempo y ya no estaba tan segura. O mejor dicho, sabía que no era así, aunque el dolor continuara en su costado, anunciando tal vez que el arquero estaba de vuelta.

El cuarto día de su pacto Fernando la llamó a mediodía para decirle que se había encontrado con Oscar y que les habían invitado a comer a su casa. Óscar y Lola, su mujer, también pertenecían al Partido Comunista, y todo el rato estuvieron hablando de la situación política, que en aquellos últimos meses se había hecho sumamente resbaladiza y compleja. La recién iniciada democracia se tambaleaba como un castillo de naipes, y se hablaba de presiones intolerables por parte del Ejército y sectores involucionistas.

—Todo el esfuerzo se nos pide a nosotros —dijo Lola, que veía cómo la izquierda española estaba renunciando a gran parte de sus ideas al objeto de participar en un proceso en el que al final, según su opinión, sería excluida sin contemplaciones.

—Estamos cayendo en su trampa.

Fernando intervino dubitativo, pues la situación le tenía confuso. Estaba de acuerdo en lo que decía, pero ¿podía hacerse otra cosa?

—Tal vez no —sentenció Lola. Que añadió que era preciso intentarlo, para que al menos no les tomaran por imbéciles.

Óscar miró a Marta de reojo, y la vio impacientarse.

—Bueno, ¿qué tal si hablamos de otra cosa? No creo que el mundo vaya a cambiar por lo que podamos decir aquí.

Marta le sonrió agradecida, preguntándose de dónde sacaba aquella energía, pues no podía tener peor aspecto. Oscar estaba enfermo de cáncer, y el médico le había dicho a Lola que no era probable que terminara ese año con vida.

—Tú sí que eres un caballero —le dijo Marta cogiéndole de la mano.

Y, sin mediar aviso, les contó su fantasía del arquero.

—Durante aquellos años —concluyó minutos después—, fue mi único amor.

Fernando la escuchó atónito, preguntándose de dónde podía haber sacado aquella historia, que nunca antes le había contado.

—Puro misticismo adolescente —concluyó Oscar, al que la historia le había encantado—. Supongo que es el anhelo más universal, que el sufrimiento sea una prueba.

Mientras hablaba su frente se había llenado de gotas de sudor, que brillaban como las joyas de una corona.

—Pero puedo asegurarte que no lo es, y que no sirve para nada. Aún más, su efecto suele ser el contrario. El dolor nos embrutece, porque nos advierte que estamos solos, y que nadie va a venir en nuestra ayuda cuando más lo necesitemos.

Y después de una pausa, en la que todos guardaron silencio, pues sobre ellos pesaba de una forma decisiva el fantasma de su enfermedad, se puso a contarles una historia que le había sucedido de pequeño. Tendría tres o cuatro años y su madre se estaba muriendo. Entonces, por su pueblo, se anunció la llegada de la Virgen de Fátima, una virgen milagrera que se había aparecido a unos pastorcitos en Portugal, y cuya imagen llevaban ahora por los pueblos en señal de agradecimiento.

—Hijo —intervino Lola, su mujer—, no hace falta que nos des tantas explicaciones, todos sabemos quién es la Virgen de Fátima.

—Bueno —continuó Oscar—, pues ahora esa Virgen llegaba por primera vez a mi pueblo, acompañada por el Ejército Azul de sus seguidores. La iglesia permaneció abierta durante toda la noche, y la gente iba a rezar y hacer sus peticiones. Contagiado por aquel fervoroso clima, tuve una idea inesperada, pedirle a la Virgen que sanara a mi madre. Y como veía a mis hermanas ponerse los velos para ir a la iglesia, les cogí uno, y de esa guisa fui a escondidas a encontrarme con la Virgen. Y le pedí que mi madre se pusiera buena. Luego me entró sueño y me quedé dormido, mientras en mi casa sonaba la voz de alarma, pues no me encontraban por ningún sitio. Alguien debió de verme en la iglesia y fueron a avisarles. Me hallaron dormido en uno de los bancos, con aquel velo cubriéndome cómicamente el rostro y los hombros, como un presagio de oscuridad.

—¿Y qué pasó con tu madre? —se aprestó a preguntar Marta, que estaba muy emocionada porque al contar Oscar aquella historia se había acordado de su propia madre, y de aquel olor que había en su pelo y su cuello cuando ella, que apenas abultaba lo que un comino, corría a abrazarse contra su pecho.

—Murió dos días después —dijo Oscar, con una expresión de infinita derrota, mientras se mordía el dedo índice de la mano derecha.

Lola intervino con brusquedad.

—No soporto esas tonterías —dijo queriendo hacerse la dura, aunque en realidad estaba profundamente afectada.

Fernando salió en su defensa. Todos estaban conmovidos por aquella confesión, y le pareció que el mejor antídoto era un poco de sentido común. Por eso odiaba la religión, les dijo. Jugaba con la gente, con sus anhelos, con sus esperanzas frustradas, y les impedía ser dueños de su propia vida.

—Yo no lo veo así —dijo Oscar—. Nadie es dueño de su vida.

Entonces se puso a llover. Un aguacero repentino, que empezó a golpear los cristales y las tejas con furia. El agua se escurría torrencialmente por el tejado como si el mundo entero se estuviera licuando.

—Teníamos a la Virgen de Fátima, y ahora tenemos el Diluvio Universal —dijo Lola—, es una noche de lo más completa.

—Es verdad —murmuró Oscar, y con una actitud misteriosa que hacía pensar que sabía un secreto de cada uno de ellos, y que podía revelarlo en cualquier momento, se levantó y fue a situarse frente a la ventana, donde se quedó de pie, mientras seguía mordiéndose el dedo índice de la mano derecha. Entonces, y extendiendo su mirada sobre todos ellos, murmuró:

—No hemos salido del Arca, ni saldremos nunca. La ramita de olivo no existe.

A través de los cristales veían la noche negra, profunda, barrida por el furor del agua. Oscar tenía razón y el interior de aquel cuarto no debía de ser muy distinto al del arca construida por Noé, ni la negra noche muy distinta a las noches del diluvio. La vida para Óscar era estar allí, esperando. Esperando lo que no podía suceder, pues sabía que aquella enfermedad le derrotaría. ¿Era distinto para ellos? No, pues antes o después seguirían sus pasos, y al llegar ese momento tendrían que preguntarse si habían vivido para algo.

Al llegar a casa Fernando le pidió a Marta que levantara su prohibición.

—Por favor —murmuró—. Te juro que no te voy a tocar. Dormiremos como dos hermanitos.

—No puedo —le contestó—. Tú sabes que no sería

así.

Fernando insistió. En esos instantes, para hacerla cambiar de opinión, habría sido capaz incluso de seguirla a gatas hasta el dormitorio.

—Pues me voy a poner un velo —le dijo amenazante—, y me voy a pasar la noche a los pies de tu cama.

—No te serviría de nada —le dijo Marta con una sonrisa triste— ya sabes que las vírgenes no tenemos corazón.

El quinto día transcurrió sin grandes contratiempos, aunque con un Fernando cada vez más susceptible y nervioso, que aprovechaba cualquier motivo para discutir. Una de esas discusiones hizo que, en el sexto día, el plan estuviera a punto de naufragar. Fernando no encontraba unas partituras e hizo responsable a Marta de su pérdida.

—Puede que hasta estén en la basura, con los periódicos.

Los periódicos se amontonaban de un día para otro en el perchero, y Marta, la tarde anterior, se había decidido a tirar los viejos. Siempre aprovechaba esas limpiezas para desembarazarse de revistas y papeles que ya no servían.

—No puede ser —le contestó Marta—. Los fui examinando uno por uno antes de meterlos en la bolsa.

Pero Fernando, que no lograba encontrar aquellas dichosas partituras, volvió a la carga.

—Supongo que esto no habría pasado si las partituras fueran tuyas.

—Vaya, habló don Ordenado —le contestó Marta molesta.

—No seré muy ordenado, pero sé dónde pongo las cosas. Y si nadie las tocara no se perderían.

Marta no quiso contestarle, pues sabía que ella era la única responsable de que estuviera así, ella y aquella extravagancia que ya duraba cinco días, y que sólo un santo como Fernando la permitía llevar adelante. Marta y sus extravagancias, sería un buen título para un libro, semejante a aquellos que leía de niña. Había sido así desde pequeña, en que recurría a aquellas conductas extrañas, irracionales, cuando algo no le gustaba o quería cambiar el curso de los acontecimientos. Y recordó la primera vez que su madre tuvo que guardar cama durante varias semanas, a causa de su enfermedad, y en que a ella le dio por no querer tocar los cubiertos, que hasta la comida se la tenían que dar, porque pensaba que si lo hacía se podía morir. Aunque ahora no se tratara de eso, puros mecanismos obsesivos, en expresión de Fernando, sino de una investigación. Una verdadera investigación, que llevaba a cabo tratando de saber algo que no lograba definir.

Aun así, y temiendo que pudieran llegar más lejos las cosas, esa tarde decidió renunciar. Además, ¿había servido de algo? De nada, porque todo se había complicado. Incluso fue a una tienda y se compró algo muy especial, con el propósito de dar una sorpresa a Femando y compensarle, al menos en una pequeña parte, de la lata que le había dado.

Fernando la estaba esperando en la misma puerta, y no la dejó hablar.

—Calla —le dijo, llevándose el dedo índice a los labios.

Luego, le pidió con gestos que le siguiera.

—Mira —le dijo señalándole la mesa del salón— he encontrado las partituras.

Le contó que era él mismo quien las había colocado sin darse cuenta en uno de los estantes de la despensa, donde permanecieron hasta esa misma mañana, en que se las había encontrado al ir a buscar una botella de aceite.

—Tengo que pedirte perdón —le dijo, con los ojos tristes y grandes de los terneros.

—No —le dijo Marta—, la culpa la tengo yo. Por pensar que las cosas se pueden resolver así. ¿Te acuerdas? Mi estadio animista.

Regresaron a la cocina.

—Me he comprado una cosa —le dijo—. Está en la bolsa de letras azules.

Femando abrió la bolsa, y al ver las dos pequeñas cajas sus ojos se encendieron como candelas.

—No es sadismo —continuó Marta, que había cogido una Coca-Cola del frigorífico y se había sentado en el fogón a tomarla—. He decidido terminar con esta absurda prueba. Y ¿sabes lo que voy a hacer? Me voy a ir al baño, luego me vestiré para la ocasión y tendremos una loca noche de amor. Follaremos hasta que no podamos más.

Y tendió la mano para que le diera la bolsa.

—Ahora vengo —le susurró.

Pero al decir esto Fernando observó que sus ojos se habían llenado de lágrimas.

Fernando se quedó solo. Fue al cuarto de estar, y cogió su violoncelo. Extendió aquella partitura sobre el atril, y empezó a tocar. Era El canto de los pájaros, la pieza que Casals había transformado en el centro más hondo de su arte. La música invadió el cuarto como una ola de oscura melancolía, y cuando levantó los ojos Marta estaba en la puerta. Se había puesto una bata muy ligera, de color azul, y venía recién bañada, con el rosa del mazapán en las mejillas ardientes. Se sentó a escuchar la música, leve e irreal, como tejida de sombras. ¿Era siempre así?, se preguntó. ¿Por qué el sexo tenía aquel poder? ¿Lo tenía realmente, o era una forma de eludir las preguntas que habrían podido referirse, por ejemplo, a la naturaleza del amor? El sexo es lo que tenemos y el amor es lo que nos falta, pensó. La verdadera vida siempre faltaba.

—Anda, ven —le dijo Marta. Su piel tenía el color de las uvas prensadas y le brillaban los ojos con un fuego devorador.

Pero Fernando negó con la cabeza. Y siguió tocando, hasta terminar la pieza. Luego, aún acariciando las cuerdas de su instrumento, le dijo que era mejor que no fuera. Se había puesto burro, la había tratado injustamente, y ahora era él quien quería que siguiera adelante. Llegar hasta el final, hasta cumplir con el pacto.

—Si no lo haces, nunca sabrás si mereció o no la pena.

Marta le sonrió.

—Está bien —le dijo—, ¿Quieres que te enseñe lo que me he comprado?

Fernando dijo que sí.

Marta se abrió la bata y Femando la estuvo contemplando. Había algo en su actitud, en todo su aspecto, cuando reclinaba la cabeza y tendía sus brazos, que recordaba a una reina, una reina que gobierna, reflexiona y permanece aislada.

Luego, al quedarse solo, volvió a tocar aquella pieza. La música llenó la casa de una dolorosa melancolía, mientras pensaba en Oscar y en su rostro contraído por el dolor. ¿Cuánto tiempo le quedaba de vida? ¿Tal vez tres, cuatro meses? Puede que no tuviera la posibilidad de asistir a los cambios políticos que se avecinaban, aunque esto casi era mejor que fuera así, pues lo más probable es que todo terminara con una profunda decepción. Le maravilló su espíritu, su fuerza. La moral del Arca, pensó, recordando la frase de uno de los personajes de Moby Dick: «No sé lo que puede venir, pero de cualquier modo, iré hacia ello riendo».

Luego pensó en Marta. Ahora estaba allí, en el cuarto de al lado, durmiendo. Velaba su sueño, como si su misión fuera ésa, vigilar que nada ni nadie la dañara. Pero tuvo, a la vez, una dolorosa sensación de provisionalidad. El sentimiento de que sólo estaba de paso, y que antes o después tendría que marcharse. ¿Hacia dónde? ¿Era ésa la condición del amor? El hombre ama, y ama lo que desaparece, pensó mientras muy suavemente volvía a tocar su violoncelo, que se unió a sus pensamientos como si estuviera sonando en un sueño.

El séptimo y último día Marta se empeñó en volver a la vieja casa. Pero la puerta estaba cerrada y no pudieron entrar.

Pasearon por las calles solitarias.

—¿Te acuerdas de cuando salieron las hormigas? —dijo Marta.

Un día al volver a su casa vieron las escaleras llenas de hormigas voladoras. Eran tantas que ennegrecían por completo la pared.

—Ahora me habría horrorizado, pero entonces no sentí la mínima inquietud. Aún más, hasta te diría que me gustó. Porque eso significaba que en aquella casa podía suceder cualquier cosa.

—Hasta un incendio.

Se echaron a reír. El constructor, cuando ya se habían ido, provocó un incendio en la casa para atemorizar a Maruja, su vecina, una mujer que pasaba de setenta años, y Fernando, que había sido testigo de las amenazas, fue a denunciarlo al juez. El constructor tuvo que desembolsar una fuerte cantidad para indemnizarla, y lo celebraron los tres juntos, descorchando una botella de champán. Desde entonces aquel hombre les odiaba, y cuando se cruzaban por la calle les echaba miradas asesinas.

—¿Por qué dijiste eso?

—¿Qué?

—El otro día, cuando estábamos en las escaleras.

Fernando no sabía a qué se refería y la miró con una expresión de perplejidad.

—Sí —le recordó Marta—, cuando subimos hasta nuestra casa. Oímos un ruido y tú dijiste que a lo mejor éramos nosotros. No sé, me pareció triste escucharlo, porque era como si lo único real fuera ese tiempo pasado.

Fueron a un café, y se pusieron a hablar de los años que habían pasado en la casa. Cuando compraron el televisor a Santiago y a Benigna, porque Benigna estaba enferma y apenas salía a la calle, y aquel gesto misericordioso provocó una pelea feroz entre ellos, que no se podían ver; cuando entraron a robar en el piso de abajo, y Maruja, su vecina, bajó con el sable a enfrentarse al ladrón; cuando hicieron aquella fiesta en que todos terminaron desnudos. De pronto, Fernando se detuvo y se la quedó mirando con intensidad.

—No eres así —le dijo—, éste no es tu verdadero cuerpo. Te has metido en mis pensamientos, y has tomado de ellos la forma intacta de mis deseos, que ahora haces aparecer ante mí. Todo es una trampa. No existe esa oreja, que ahora estoy señalando, no existe ese ombligo, ni la línea de tus costillas. Tampoco existen tus cejas, ni esos labios, secretos y húmedos como el interior de los pozos. En el fondo me odias, porque soy un terrícola y me he colado sin permiso en tu mundo, y sé que en cualquier momento me vas a matar.

Marta le miraba embelesada, deseando que continuara, que no dejara de hablar, vivir ya para siempre así. Que su cuerpo entero se confundiera con aquellas palabras, y que Fernando las fuera tomando de sus ropas como se hacía con los racimos ocultos en las ramas de las vides.

—¿Sabes una cosa? —le dijo— ayer vi a la dependienta que regalaba la ropa. Iba por la calle y la vi entrar en un supermercado. Y no pude evitar la tentación de seguirla. Llevaba unas gafas oscuras, y parecía muy seria, extrañamente desafecta. Pensé en abordarla, en hablar con ella y preguntarle por qué había actuado así, pero no lo hice porque enseguida me di cuenta de lo embarazoso que habría resultado para las dos.

Marta hizo una pausa, y se restregó la cara con la manga de la chaqueta, como si se estuviera vaciando los ojos.

—Vamos a suponer una cosa —continuó—, que yo no soy así, como tú me estás viendo, sino una marciana, y que a lo mejor tengo tres brazos, unas mandíbulas como las de las hormigas, y varias antenas retráctiles repartidas por la cabeza. Y que este aspecto, con el que me ves ahora, es una mera corporeización de tus pensamientos. Pues bien, ¿y si resultase que yo me hubiera enamorado de este cuerpo, el cuerpo que he tomado de esos pensamientos, y si, después de robarlo, ya no quisiera ningún otro? A Bradbury le faltó escribir ese relato en sus Crónicas. Un relato en que dijera que tal vez el amor es esa segunda vida que encontramos visitando los sueños de los demás.

Y añadió, con el rostro iluminado:

—La vida de mi dependienta, cuando regalaba las cosas.

Se detuvo un momento. Se veía que estaba haciendo un gran esfuerzo de concentración, y que hablar le costaba un gran sufrimiento. Como si las palabras fueran las heridas del arquero.

—Por eso me pareció tan triste lo que dijiste la otra noche, cuando estábamos en las escaleras de nuestra vieja casa y oímos aquellos ruidos. Porque si nosotros estábamos dentro, ¿quiénes eran los que andaban por las escaleras, los que habían subido a ver?

—Supongo —le contestó Fernando— que Oscar habría dicho que los evadidos del Arca, los encargados de volver con la noticia de que había terminado el tiempo de la maldición.

—¿Y lo ha hecho?

—Obviamente, no. Ya lo sabes, la rama de olivo no existe. Lo que damos a los demás, como hacía tu dependienta, son nuestros sueños.

Regresaron tarde a casa. Habían pasado las doce, y acababan de cumplirse por tanto las condiciones del pacto.

—Supongo que puedo entrar —le dijo Fernando a Marta en la puerta del dormitorio, que asintió complacida con la cabeza.

Se acostaron juntos, y Marta se acurrucó contra su pecho. No decía o hacía nada, porque estar así, abrazada a Fernando, inmóvil, era todo lo que necesitaba. Y de pronto vio a Oscar frente a la ventana azotada por la lluvia, mientras contaba la historia del velo, y vio a la dependienta doblando la esquina de la calle sin saber adónde iba, porque nada ni nadie la aguardaba en la ciudad desolada. Los dos eran profundamente desdichados y ninguno sabía lo que tenía qué hacer.

—Anda, ven conmigo —le dijo a Fernando tratando de apartar de sí aquellos pensamientos que ahora la hacían sufrir.

Terminaron de desnudarse y Fernando empezó a acariciarla.

—¿Estás bien? —le preguntó de pronto, extrañado de su pasividad.

Marta asintió suspirando.

Luego, cuando ya estaba en su interior, ella le pidió que se detuviera un momento. Le había tomado la cara con las manos, y le miraba como si temiera que de un momento a otro pudieran borrarse sus rasgos. Y recordó la noche de las escaleras, cuando habían escuchado los ruidos que venían del interior de su vieja casa. También lo inocentes y pequeños que habían sido en aquella casa, y cuán desconocido y grande era a lo que se encaminaban.

—¿Y si no descendimos nunca? —le preguntó de repente, sintiendo un intenso dolor en su costado—, ¿si aún continuamos allí?