—No digas eso —murmuró Marta con una expresión de congoja— sabes que no tienes razón.
Hablaba con la puerta abierta, en la que se había detenido antes de salir.
—Sólo escuchas lo que te interesa —continuó volviendo la cabeza para mirarle. Estaba muy pálida, y su rostro brillaba como recién lavado. Parecía que se pasaba los días junto a la ventana, y que poco a poco la larga exposición a la luz estaba decolorando su piel. Cualquier día se podría mirar a través de su cuerpo como se hacía por un cristal.
—Si sigues adelgazando —le dijo Fernando—, muy pronto tus alumnos sólo van a ver una tiza bailando sobre la pizarra.
—Ya sabes que es mi sueño preferido —le contestó suspirando—. Me pasaría los días en las casas de los demás. Espiándoles a todas las horas.
Toda ella, la casa entera parecía sumergida en el interior de un lago, y casi esperó ver una bandada de peces desplazándose por el pasillo en dirección a la puerta.
Marta volvió a hablar.
—Pero no tienes razón, que conste.
La mesa conservaba aún los restos del desayuno, y Fernando, que aún tenía tiempo, se disponía a continuar leyendo la novela que había empezado el día anterior.
—A ver —le había dicho Marta, quitándole el libro para mirar su título. Era Al otro lado del río y entre los árboles, una novela de Hemingway
—¿Qué tal? —le preguntó al devolvérselo.
—Extraordinaria —le contestó Fernando—. Te gustará. Se desarrolla en Venecia, y trata de los amores entre un viejo coronel y una enfermera joven, durante la Segunda Guerra Mundial. Es una de sus últimas novelas, y el coronel es el propio Hemingway, sintiéndose envejecer.
Marta se había levantado muy temprano para ir a dar clase en el Instituto. Era su bautismo de fuego, y estaba muy nerviosa por esa razón.
El primer día había vuelto con los ojos llenos de lágrimas.
—No me hacen ni caso, creo que se aburren mogollón.
—Tú no tienes la culpa —le dijo Fernando, hundiendo los dedos en sus rizos—. La literatura no pertenece a este mundo.
Marta estaba comiendo galletas sin parar. Las había bañadas de chocolate, de mantequilla y rellenas de pasas. Las compraron la tarde anterior, y Marta no pudo resistir la tentación de abrir los tres paquetes y comer mezclando las galletas. Fernando se lo recriminó cariñosamente.
—Se van a revenir.
—No creo que vaya a darles tiempo —le contestó Marta con una sonrisa glotona.
Fernando no desaprovechó la ocasión.
—Por lo que veo, en esta casa no se vive tan mal —dijo tomando el cazo de leche y dirigiéndose al hornillo para calentarlo.
Marta se lo quedó mirando, con una expresión de arrepentimiento.
—No —murmuró—, creo que me voy a quedar unos mesecitos más.
La sempiterna Coca-Cola estaba entre sus manos, y a su lado el paquete de Ducados, junto a las galletas y la mermelada. Uno de los cigarrillos ya estaba encendido en el cenicero, con la mancha de carmín en su filtro. Y Marta hizo un rápido barrido por la mesa. Había en ella todo lo que una muchacha podía desear.
—Es verdad —murmuró conciliadora—, tenemos hasta aroma de marrón glacé.
Días atrás habían comprado marrón glacé. El tarro estaba vacío, pues se lo había comido de una sentada, pero bien podían abrirlo y dejar que el olor aún reciente de los marrón glacé se extendiera por el cuarto como el aroma de viejos pensamientos.
Fernando ya se había acomodado en la mesa y Marta se levantó y se sentó en sus piernas.
—Tú sabes que no me voy a marchar nunca —le dijo rozando sus labios con los suyos. Sólo un roce, pero lo suficiente para que Fernando percibiera el sabor a carmín.
Pero añadió, contraatacando:
—Aunque esta casa no sea la mía.
La noche anterior estuvieron hablando de eso. De las casas en que cada uno había vivido. Cuando les había llegado el turno a las suyas, las dos casas en que habían estado desde que andaban juntos, Fernando dijo:
—Faltan nuestras casas.
Antes de trasladarse a la casa en que vivían ahora hubo otra, que fue su primer nido de amor.
Marta le rectificó.
—Las nuestras no. Las tuyas.
Le preguntó lo que quería decir.
—Que yo sólo soy tu invitada.
Fernando se puso serio, y Marta trató de rebajar la tensión. Pero ya no podía dar marcha atrás.
—Lo siento, pero nunca pude sentirlas mías. Sobre todo ésta.
Se habían mudado el verano anterior, porque la otra la iban a tirar. Y a Marta aquella casa no le gustaba. De hecho se resistió a alquilarla, aunque hubiera tenido que ceder, por razones prácticas. Fernando podía ensayar en ella con su violoncelo a todas las horas del día sin molestar a los vecinos. Desde entonces, para expresar su descontento, siempre que se refería a ella lo hacía como si fuera sólo la casa de Fernando.
—Anda —le decía cuando salían de noche y le entraba de pronto el sueño—, vamos a tu casa.
A Fernando le sacaba de quicio, sobre todo cuando hacía aquellos comentarios delante de sus amigos, pero Marta no lo podía evitar. Ella pertenecía a la familia de los cucos, que utilizaban los nidos ajenos para poner sus huevos.
—No es algo tan raro. Estoy contigo y es lo único que importa.
Fernando se vengó preguntándole, al verla prepararse para salir, si pensaba volver.
—Eres malo.
—¿No es eso lo que dices tú, que no estás en tu casa?
Fue a darle un beso, pero Fernando apartó la cara.
—Ya sé. Tu grado más frío, ¿verdad?
Fernando asintió. Días atrás estuvieron con unos amigos hablando del amor y Encarna, una chica nueva, que venía de Granada, les había sorprendido a todos con un discurso preciso y lleno de agudeza. El gran secreto para que el amor no nos hiciera desgraciados era no manifestar nunca solicitud cuando se enfriaba, ser siempre un grado más fríos que nuestros amantes. Y Fernando se había mostrado entusiasmado con la idea. Lo que a Marta le había sentado fatal, sobre todo porque la tal Encarna no parecía de esas muchachas capaces de frialdad alguna.
—Te comía con los ojos.
—Eso son bobadas, nos limitábamos a teorizar.
Por eso le recordó ahora lo del grado más frío.
Fernando se encogió de hombros, y se puso a jugar con las galletas mientras encontraba algo que contestar. Pero Marta no le dio tiempo. Se levantó de un salto, después de mirar su reloj, y salió a toda prisa en busca de su bolso y los libros. Fernando se asomó al pasillo
—Chao —le dijo Marta. Y le tiró un beso desde la puerta de la calle.
Fernando volvió a la carga.
—¿Quiere algo especial la invitada para comer?
Marta se detuvo un momento y se dio la vuelta para mirarle.
—No digas eso —le contestó.
Se fijó en sus piernas, que en la oscuridad del pasillo resultaban demasiado delgadas y pálidas. Era un milagro que la sostuvieran.
—Si sigues adelgazando —le dijo Fernando—, muy pronto tus alumnos sólo van a ver una tiza bailando sobre la pizarra
—Ya sabes que es mi sueño preferido —murmuró Marta—. Me pasaría los días en las casas de los demás. Espiándoles a todas las horas.
Y, después de una pausa, añadió:
—Pero no tienes razón, que conste.
Sin embargo se sintió incómoda durante toda la mañana, y al terminar las clases fue a buscar a Fernando al Conservatorio. Llegó demasiado pronto y estuvo paseando por el pequeño jardín. Había un guindo lleno de flores. Tantas, que sus ramas parecían guirnaldas. Guirnaldas suspendidas sobre el paseo para celebrar una boda.
«Hablo demasiado», se dijo Marta, que no podía quitarse de la cabeza lo que había dicho a la hora del desayuno. Su comentario sobre las casas no había sido ningún prodigio de sensibilidad, y no era extraño que Fernando hubiera reaccionado sintiéndose herido. Un mirlo se desprendió de uno de los árboles y se puso a picotear nervioso por el suelo. Su pico naranja recordaba un trocito de coral. Allí tengo mi casa, parecía estar diciendo, al tiempo que señalaba hacia arriba, hacia las ramas de los árboles suspendidas en el aire quieto, como pequeños apartamentos aéreos.
Fernando la silbó desde lejos.
Venía muy guapo, con su trenca azul, y aquella bufanda que se empeñaba en seguir conservando a pesar de que se caía a pedazos. El pelo le tapaba las orejas y en su rostro había una expresión de cuidadosa reserva. Parecía arrancado de un álbum. Un álbum que podía haberse llamado «Elija usted a su marido ideal». Ella le había elegido a él, a pesar de que la oferta era casi ilimitada, pues había hombres de todos los tipos, desde aquellos que parecían almirantes, hasta esos otros, trajeados y serios, que te llevaban cogida del brazo como si a la vuelta de cualquier esquina pudieras echarte a correr. Con las mujeres ya se sabe, murmuraban circunspectos los hombres cuando se encontraban dos parejas así. Fernando se parecía al mirlo. Había saltado de una rama, y tan pronto llegara hasta ella se echarían los dos juntos a volar.
Se besaron en los labios, bajo las guirnaldas de flores, que estaban allí para ellos. Cuando volvieron en sí unas colegialas les miraban embelesadas.
—Se mueren de envidia —le dijo Marta al oído.
Allí mismo estaba la hornacina de la Virgen. Las colegialas escribían a su lado las peticiones más diversas. Normalmente relacionadas con sus estudios, «que apruebe las matemáticas», «que me salga bien el examen de química», pero también con sus primeros escarceos en el amor, «para que encuentre a un chico que me haga feliz», «para que me pida salir quien tú sabes». Las estuvieron leyendo juntos.
—Mira ésta —dijo Marta.
Fernando la leyó en alto: «Para que duremos toda la vida y la muerte».
—Pobrecitas —murmuró—. No saben lo que las espera.
Marta le dio un pellizco.
—Vaya, habló don resabiado. Pues no creo que a ti te esté yendo tan mal.
La Virgen llevaba al Niño Jesús en los brazos, y miraban desde su agujero lleno de flores de plástico, con expresión bobalicona y ausente. Como si dijeran «¿qué podemos hacer nosotros?».
—Anda, vamos —le dijo Marta—, que te invito a comer.
Fueron a un pequeño restaurante, que había cerca de allí. Se llamaba Los Vizcaínos. El plato del día costaba ciento setenta y cinco pesetas. Tocaba ensaladilla rusa y filetes de cinta de lomo. Lo pidieron sin dudar, pues a los dos les encantaba la ensaladilla rusa.
De postre, arroz con leche.
—El mío con mucha canela —se apresuró a pedir Marta.
Que enseguida añadió:
—Hay que desconfiar de los que no piden postre. Son capaces de los crímenes más atroces. Seguro que el japonés no los pedía.
Se trataba de una noticia que esos días había saltado a las páginas de todos los periódicos, y en la que se hablaba de un japonés que había troceado el cuerpo de su amante, y lo tenía guardado en el frigorífico, de donde cada día sacaba un trozo que se iba comiendo con delectación suprema.
—Seguro que luego se hará famoso —dijo Marta—, dando conferencias sobre una experiencia tan ejemplar. Incluso puede que escriba un libro de recetas de cocina: «Las cien mejores formas de cocinar a su amante».
—¿Pues sabes lo que te digo? —le contestó Fernando, mientras metía la mano por debajo de la mesa y le acariciaba las rodillas—: que voy a seguir su ejemplo.
—¿Y qué te comerás primero? —le preguntó Marta poniendo una expresión de sumo y perverso interés.
Había cerrado con fuerza las piernas y tenía aprisionada la mano de Fernando entre sus rodillas. A veces esa mano le parecía tan inmensa que pensaba que podía quedarse a vivir en uno de sus dedos.
A Fernando le delató su mirada.
—Calla, no sigas —dijo Marta decepcionada, colocándose el pecho en el sujetador—. Sois demasiado previsibles.
El camarero llegó con los postres y Fernando hizo ademán de retirar la mano, pero ella no le dejó.
—Eres mi prisionero —le dijo.
Fernando la besó por encima de la mesa. Apenas tuvo que levantarse. Le bastó arquear su cuerpo sobre los platos. Olía como las flores del guindo.
Luego cambió de conversación.
—Me ha llamado mi hermana, para decirme que vaya al pueblo a ver a mi padre. Por lo visto está fastidiado.
La canela estaba irregularmente distribuida sobre el blanco del arroz con leche, sobre la que destacaba como una escritura
—Te imaginas… —dijo Marta bajando el tono de su voz—. Este, en realidad, es un lugar perverso, y alguien se comunica con nosotros. Lo tienen encerrado en la cocina, y trata de escribir mensajes a los clientes sirviéndose de la comida. Pero éstos sólo hacen que comer, y no entienden esos mensajes.
Pero Fernando pensaba en su padre, y no la estaba atendiendo.
—¿Y qué vas a hacer? —le preguntó Marta, dándose cuenta.
—Creo que voy a ir mañana. Cojo el autobús de las once y me paso el día con él. Supongo que no me puedes acompañar.
Marta puso su mano sobre la suya, que ya descansaban sobre la mesa.
—Tengo que ir a clase.
Las dos manos parecían comida, como si el japonés no anduviera tan descaminado. Tampoco lo andaban aquellas niñas, las que escribían cosas delante de la figura de la Virgen. Se acordó de algo que había leído. Unos judíos de una escuela rabínica enseñaban las primeras letras a los niños dibujándoselas en la pizarra con miel. Los niños tenían que pasar los pizarrines por el contorno de esas letras. Pasaban los pizarrines y luego los chupaban, de forma que aprender a escribir esas letras no era distinto a ir comiéndoselas, a tomar de ellas la miel que guardaban en su trazo. El conocimiento era dulce, ésa era la enseñanza. Marta se fijó en la mano de Fernando. Volvió a tener aquella idea extraña. Que era gigantesca y que podía quedarse a vivir en uno de sus dedos.
—Voy a mear —dijo Fernando.
Luego, mientras le esperaba en la mesa, pensó en las niñas que anotaban las peticiones a la Virgen y en que ella estaba en el grupo. Uno de esos rabinos venía a enseñarles los primeros asuntos relacionados con su sexualidad. Dibujaba en la pizarra, el sexo erecto de los chicos. Lo hacía con miel, y ellas tenían que pasar la yema de sus dedos por su contorno, recorrerlo por completo. Y luego se chupaban la yema.
—¿De qué te ríes? —le preguntó Fernando al volver a su sitio en la mesa.
—De nada —le contestó ella.
Había tomado con la yema del dedo los restos de canela del plato y se la estaba chupando con delectación.
—Bueno, sí —murmuró, después de unos segundos—. Estaba pensando en un método revolucionario de educación sexual.
—¿Y cómo es? —le preguntó Fernando.
—Sólo es apto para las chicas —le dijo con una sonrisa.
Femando fue al pueblo al día siguiente, con la intención de volver esa misma tarde. Pero llamó a Marta a la hora de comer para advertirle que se quedaría a dormir.
—No, no pasa nada. Pero a pesar de todo me voy a quedar. Creo que mi padre lo está deseando.
El pueblo estaba a una hora de viaje, y el padre vivía solo desde que Ana, su hija mayor, se casó. Se había quedado viudo muy pronto, y había tenido que sacarles adelante prácticamente solo. Y ahora le pesaba la soledad de aquella casa, y el sin sentido de todas las cosas.
Cuando Fernando volvió en la mañana del sábado Marta estaba en la cocina, preparando las clases del lunes siguiente. Había conseguido aquel trabajo a través de una amiga. Una profesora estaba de baja por maternidad y para cubrir sus clases llamaron a su amiga, que era profesora de Inglés. Pero también había que dar Lengua y Literatura españolas, materias que desconocía, y la llamó para que lo hicieran juntas. Naturalmente, en medio de la máxima discreción, pues era del todo irregular. Marta se preparaba las clases a conciencia, como si un mínimo error pudiera causarle la muerte.
—Y no te creas que no es así —solía decir pensando en sus alumnos, en especial en aquellos tan mal encarados que se situaban en las filas de atrás, y que no paraban de rebullir en toda la clase.
Y se desesperaba porque no tenía el arte de los rabinos, y no acertaba a escribir las oraciones con miel.
—La atención —le había dicho Fernando, cuando estuvieron hablando de ello— es una forma de obediencia.
Había cogido fotos en su casa, y se pusieron a verlas apartando las tazas del desayuno. Dos de ellas estaban tomadas en el mar. Una con su madre y su hermana, en Gijón, cuando ambos eran muy pequeños, su hermana y él se llevaban dos años. Su madre tenía allí un primo, que era ferroviario y habían ido a pasar unos días en aquel verano. La foto estaba fechada por detrás: verano de 1956. Su madre estaba muy guapa, con uno de aquellos trajes de baño que se ceñían al cuerpo, mostrando sus formas limpias, modeladas por el correr del agua, y ellos dos estaban sentados entre sus piernas. Muy juntos, con cara de susto, pues era la primera vez que veían el mar, y no debía de darles demasiada confianza.
—Vaya cara de susto —dijo Marta, poniendo la yema de su dedo sobre aquellas caritas en verdad sobrecogidas, aunque su madre estuviera allí para protegerles. Parecían sacados de un documental sobre la vida de los animales. La leona y sus cachorrillos temblorosos. Ella les miraba con una expresión de orgullo y de perplejidad, como si a la vez que los estaba mostrando no pudiera dejar de preguntarse quiénes eran, y de dónde podían haber salido. Aquel viaje debió de impresionarla tanto, también ella fue la primera vez que vio el mar, que muchos años después lo seguía recordando con la riqueza de detalles de lo que acaba de suceder. Su padre, por ejemplo, no se bañaba. Pero se remangaba los pantalones y se paseaba por la playa buscando conchas. Una vez una ola le sorprendió mientras hurgaba en la arena y le arrastró por la playa como si fuera un saco de leña. Tuvo que cambiarse hasta de calzoncillos. Y a su madre, contando aquello, le entraba una risa tan incontenible que hasta las cosas se le caían de las manos.
La otra fotografía también estaba tomada en una playa, aunque no recordaba en cuál, ni constaba en su reverso la fecha en que fue tomada. A Marta le entusiasmó. Fernando tenía doce o trece años, y estaba en la playa con un largo palo, que utilizaba a la manera de bastón, y las dos bambas colgando de una de las manos. Tenía la pernera del pantalón remangada, y una leve inclinación de cadera que le daba un aspecto muy gracioso, de chulería e imprevisto encanto. También eso mismo expresaba su cara, iluminada por una amplia sonrisa. Como si estuviera diciendo: «puedo hacer lo que quiera».
—Me encanta —dijo Marta, sin dejar de mirarla—. Parecías un golfillo.
Y era verdad que lo parecía, aunque fuera esto precisamente lo que Fernando no llegara a entender, pues siempre había sido un niño retraído, abrumado por las responsabilidades, que raras veces se reía. De hecho en todas sus fotos salía con cara de palo. Nunca recordaba haberse parecido al chico de aquella fotografía, que por otra parte era él sin ninguna duda.
—Es curioso —murmuró—, no puedo recordar dónde está tomada. Ni qué era lo que hacía allí.
—¿No se lo has preguntado a tu padre? —terció Marta que no dejaba de mirar la foto. La miraba y luego le miraba a él con una sonrisa de levísimo choteo.
—Tampoco él lo sabe. Además odia las fotos.
Y después de una pausa, añadió:
—Supongo que no soporta que le engañen.
Su padre nunca había superado la ausencia de su mujer. Pero no conservaba a la vista ninguna de sus fotos, ni siquiera las de boda. Cuando él y su hermana se las encontraban en alguno de los cajones y se ponían a mirarlas, él pasaba de largo. Porque aquellas imágenes, en su opinión, nada tenían que ver con su mujer, a la que había querido con toda su alma. Aún más, según él, eran un obstáculo para recordar cómo había sido de verdad.
Esa noche en la cama, Marta volvió a sacar el tema del golfillo. Había puesto la foto sobre la mesilla, y al tiempo que encendía un cigarrillo se puso a mirarla con delectación.
—No es verdad que no te parezcas a él —murmuró— En realidad sois como dos gotas de agua.
Femando la miró perplejo, sin entenderla.
—Hace un momento tenías la misma cara. De hecho, siempre que follas eres así. Y ¿sabes una cosa?, me encanta. A las mujeres nos gustan los hombres golfos. Todas queremos ser la novia del ladrón.
E, inesperadamente, cambió de tema.
—¿Sabes una de las cosas que me hicieron enamorarme de ti?
Fernando la miró interrogante.
—Que tú tampoco tuvieras madre. Que la hubieras perdido cuando eras un renacuajo. Como me había pasado a mí.
Y, después de acariciar su rostro, añadió:
—Es lo que pasa en las películas de Chaplin, que los amantes siempre son huérfanos.
Marta se despertó a medianoche en medio de una pesadilla terrible. Apenas podía respirar, y había empapado la tela del camisón.
—Ha sido espantoso. El peor sueño de mi vida.
—Cuéntamelo —le dijo, estrechándola entre sus brazos.
Pero ella se limitó a acurrucarse contra su pecho, negando con la cabeza. Fernando la estuvo acariciando, hasta que volvió a quedarse dormida.
Se había desvelado, y se levantó a por agua. La luz de las farolas se colaba por las ventanas, e iluminaba con una claridad difusa el interior de la casa. Se movió por ella sin hacer ruido, sintiéndola extraña y ajena. Al regresar al dormitorio estuvo contemplando a Marta. Su rostro descansaba sobre la almohada, y después del susto había recuperado las formas dulces de la calma. Se acordó de una película que había visto hacía tiempo. Era una escena de amor, en que el protagonista masculino iba comparando el rostro de la actriz con un paisaje. Sus ojos eran dos lagos, su frente una llanura, su nariz una pequeña montaña. Y su boca un volcán. Pensó en su padre, solo en el pueblo, y en las veces que habría hecho eso mismo, y despierto en la noche había contemplado furtivamente el rostro de su madre dormida. Y en que ahora estaba solo, y en que ya no podría hacerlo nunca. Sin remedio. La vida no se andaba con medias tintas. Lo que en un momento te daba a raudales, te lo quitaba al siguiente sin vacilación. Como un saco de grano que se vacía de repente.
Ese día fue Fernando el que se acercó a buscar a Marta a la salida de clase. Estaba muy guapa, y salía con los libros bajo el brazo, de forma que se la habría podido confundir con una estudiante más.
—Creo que será esta noche —le dijo inclinándose sobre ella y dándole en la oreja un pequeño mordisco.
—¿Qué? —le preguntó Marta apartándose con desgana.
Había en su rostro una expresión de abatimiento y temor, pues aún estaba bajo los efectos de aquella pesadilla.
—Cuando empiece a trocearte y a guardarte en la nevera.
Pasearon hasta un parque, y se sentaron en uno de sus bancos. Una anciana, situada en el banco de enfrente, arrojaba migas de pan, y las palomas se reunían alborotadas a sus pies. Parecía una diosa convocando a los pájaros para que le refirieran noticias del mundo de los hombres.
—Yo creo que es Hera —murmuró Fernando—. Llama a los pájaros y les da instrucciones sobre dónde deben ir a espiar.
—No —murmuró Marta—, lo hace porque le gusta sentir a su alrededor la vida y la agilidad que le faltan.
—Claro, y yo te tengo a ti.
—No —murmuró Marta con una expresión cansada—. Tú eres el ladrón. ¿Recuerdas? Es el ladrón el que está en el lugar de la vida. La novia sólo hace que esperar su regreso.
Se quedó en silencio. Con los ojos fijos en las copas henchidas de los árboles, que se mecían suavemente, de dentro a fuera, respirando el aire de la mañana.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Fernando.
—Nada —le contestó—, es que ese sueño me ha dejado hecha polvo.
Fernando volvió a pedirle que se lo contara, y ella tragó saliva. Remitía a un recuerdo antiguo, que sin duda le había despertado la fotografía del golfillo, pues también estaba relacionado con la presencia del mar.
—Supongo —añadió, haciendo una breve pausa que el mar tiene ese oscuro poder, el de trastornarnos. Sobre todo a los que somos de tierra adentro.
Ellos iban a veranear todos los años a Santander. Iban a un hotel familiar que se llamaba Ignacia, y que alquilaba habitaciones a familias enteras. Uno de esos veranos, siendo ella muy pequeña, pues todavía vivía su madre, le regalaron un flotador precioso, de color azul, lleno de estrellas blancas. Estaba deseando estrenarlo y tan pronto llegaron a la playa se fue derechita al agua, llevándolo con orgullo en su cintura. Fue uno de los días más gloriosos de su vida. Ella dirigiéndose al mar con su flotador de estrellas, mientras todos, sobre todo los otros niños, la miraban llenos de envidia. Recordaba haber pisado la primera ola como si el mar la hubiera tendido especialmente para ella, en esa ocasión memorable. Y no era para menos, pues era el flotador más hermoso que se había visto en aquella playa. Aunque apenas llegara a meterse en el agua, pues tenía pánico al mar.
Marta hizo una pausa. Respiraba con dificultad, y en su rostro había una expresión de confuso aturdimiento, pues aquellos recuerdos todavía la hacían sufrir, a pesar del tiempo transcurrido.
—Pues bien —continuó—, dos o tres días después se ahogó una persona. Allí sucedía con relativa frecuencia, pues era una zona peligrosa, llena de corrientes traicioneras. De pronto empezaba a sentirse algo, movimientos, carreras atropelladas, y enseguida se había formado a lo lejos un grupo en cuyas actitudes convivían la fascinación y el horror. A mí, claro, no me dejaban acercarme, y siempre había un adulto cerca que me tomaba de la mano y me llevaba volando en la dirección contraria. Pero esa vez no lo hubo, y cuando mi madre quiso darse cuenta estaba junto al ahogado. Era un hombre inmenso, que permanecía tendido en la arena, con el cuerpo muy blanco y una horrible mueca en el rostro. Recuerdo que yo llevaba mi flotador bajo el brazo, y que en un gesto instintivo lo apreté con fuerza contra mi costado, temiendo que pudiera levantarse y pedírmelo. Llegaron los de la Cruz Roja y el grupo se dispersó.
Marta encendió otro cigarrillo. Fumaba con los ojos fijos en el techo del cuarto. Su rostro se había serenado, pero aún había en sus ojos un brillo extraño, de expectación y locura, como si de verdad pensara que los muertos podían regresar de su reino de sombras.
—El caso fue —continuó— que al día siguiente perdí mi flotador. No puedo explicarme cómo. Estuve toda la mañana jugando y cuando corrí al toldo para pedírselo a mi madre, me dijo que no lo tenía. Regresé donde estaban los otros niños, pero ninguno lo había visto. Me puse a buscarlo, cada vez más desazonada y nerviosa, y de pronto me puse a llorar, de una forma incontenible, desoladora. Mi madre y mi tía fueron a mi encuentro. Me abrazaron, y me envolvieron en una toalla. Pobrecita, decían, porque pensaban que la crisis estaba causada por lo que había visto el día anterior. Pero yo no pensaba en el ahogado, sino en dónde podía estar mi flotador, y quién lo podía tener.
Marta tomó aliento. Se había sentado en la cama, y hablaba con los ojos fijos en algún lugar indefinido, sin dirigirse a Fernando, ni a nadie concreto, sino a sí misma. Una ella misma, sin embargo, que apenas estaba allí, que había adelgazado hasta casi desaparecer. Como si ya no le quedara nada, y sólo le faltara deshacerse de su propia conciencia, que era la cosa más ligera de cuantas había tenido que abandonar. Más ligera incluso que aquel flotador de estrellas y que el recuerdo de su madre perdida.
—Seguí yendo a la playa, y, claro, me olvidé por completo del flotador. Me olvidé, hasta que lo vi de nuevo. La sorpresa no me dejó reaccionar. En parte porque no era otro niño el que lo tenía, sino un hombre mayor, de altura imponente, que lo llevaba bajo el brazo como si no fuera un objeto que me hubiera arrebatado, sino que le perteneciera desde el origen del mundo. Un hombre que pasó de largo sin dar muestra alguna de reconocerme, ni por lo tanto de ir a devolvérmelo, lo que en un momento dado, según le veía avanzar, me pareció que iba a hacer.
»Pues bien —continuó Marta, que ahora sí se volvió hacia Fernando, y clavó sus ojos en los suyos—, en mi sueño ese hombre se confundía con el ahogado. Era al ahogado al que veía por la playa llevando mi flotador bajo el brazo, el que se acercaba a todos los niños y contemplaba largamente sus rostros, porque en mi sueño a quien estaba buscando era a mí. Y yo me escondía y trataba de escabullirme entre la gente, convencida de que si me encontraba le tendría que obedecer en todo.
Marta se había vuelto a acostar, y se acurrucaba ahora contra el costado de Fernando, preguntándose por qué tenían que ser las cosas así, y si era inevitable que todo lo que vive estuviera condenado al mismo destino de desolación y abandono. ¿Podían ellos hacer algo?, preguntaban sus ojos.
Entonces habló Fernando.
—¿Te acuerdas de los zapatos de Santiago?
Marta le miró con perplejidad.
—Sí, mujer, los zapatos de su boda.
Marta asintió distraída con la cabeza. Le parecía que se estaba operando un cambio, un cambio decisivo en la vida no sólo de ellos, sino de todos sus amigos y conocidos (últimamente no habían tenido más que líos entre unos y otros) y que al final sólo quedaría la desconfianza y la espantosa soledad.
—¿Te acuerdas que desaparecieron durante la mudanza, y que una noche me puse a buscarlos como un poseso?
Marta volvió a asentir, aunque esta vez mostrando un mayor interés.
—Pues bien, hay algo que no te dije nunca. Algo de lo que me enteré luego, después de que me los diera. Y que por algún extraño motivo no te llegué a contar.
Marta le miró perpleja, sin entender.
—Unos días después de que Santiago me regalara los zapatos que había llevado el día de su boda, que eran unos zapatos estupendos, y estaban nuevos, pues sólo se los había puesto ese día, estuve hablando por casualidad con Maruja.
Santiago era un anciano, y vivía con su mujer Benigna en el último piso de la casa. Benigna no se movía de allí, pues estaba enferma, y era Santiago el que todos los días iba a hacer la compra. Cada poco se le veía cargar por las escaleras una pequeña garrafa de clarete, de la que no tardaba en dar cuenta. A veces, cuando se encontraban con él, tenía la naricilla roja, y hablaba con un extraño brillo de determinación y júbilo en los ojos, como si de un momento a otro fuera a descolgarse por el hueco de las escaleras agarrado a los hierros de la barandilla. Maruja vivía justo en su mismo piso. Era una mujer también mayor, soltera, que se había quedado sola después de compartir aquella casa con numerosos familiares, llegaron a ser ocho hermanos. La casa estaba destartalada, y no tenía calefacción. De forma que, en pleno invierno, cuando te abría la puerta, salía de las habitaciones una corriente de aire polar. Ella iba tan forrada de ropa que apenas se podía mover.
—Seguro que tiene un novio, escondido en el armario, y lo saca todas las noches para que le caliente la cama —decía Marta, que era muy friolera, y no podía entender que se pudiera sobrevivir a aquellas temperaturas.
—Sí —añadía Femando—, el famoso Yeti, el hombre de las nieves.
Y una noche Fernando la esperó metido en el armario, y cuando Marta estaba en la cama salió de forma intempestiva diciendo que allí estaba el famoso Yeti, y que por primera vez en el mundo se iba a filmar una de sus grandiosas cópulas. Sólo que Marta llevaba un camisón tan fino que, a través de la delicada tela, se transparentaba la sombra oscura de sus pezones.
—No vale —le susurró al oído—. No nos van a creer. Las campesinas tibetanas no visten así.
—Claro —murmuró Marta, embelesada por aquellas caricias—, pero es que yo hago el papel de científica europea.
—Pues bien —continuó Fernando con una sonrisa—, unos días después estuve ayudando a Maruja a mover unos muebles, y salió ese tema. Le hablé del regalo de Santiago, y me hizo una revelación. Algo que la propia Benigna le había contado. Santiago era impotente. Es decir, que no había consumado el matrimonio. Eso fue lo que le dijo Benigna, «me iré del mundo como he venido. Ese calzonazos nunca supo cumplir como hombre».
Santiago y Benigna se llevaban a matar. Discutían a todas las horas, y Benigna en esos instantes se transformaba en una auténtica fiera. No podían entender aquel cambio, pues cuando ellos subían a verla era una mujer bondadosa y apacible, que se desvivía por atenderlos.
—Es horrible —murmuró Marta—, pobre Benigna.-La revelación me afectó mucho, y esa misma tarde abrí la caja de zapatos y los estuve contemplando largo rato. Eran perfectos. Hechos a medida. Siempre me había preguntado por qué no se los había vuelto a poner y ahora todo lo veía claro. Eran los zapatos de un novio, y supongo que le recordaban su fracaso. No podía salir con ellos a la calle porque eran el símbolo de su desdicha.
Fernando se detuvo por unos instantes. Marta le escuchaba muy impresionada por el relato, y tenía los labios secos. Le ofreció agua, pero no quiso beber.
—Y entonces me los regaló a mí. Éramos una pareja joven, que se besaba por las escaleras. A lo mejor hasta escuchaba alguna de nuestras expansiones, pues éramos bastante escandalosos. Y yo era lo que él mismo habría deseado y nunca pudo ser. Me daba los zapatos diciéndome «ahora eres tú su dueño», pero también pidiéndome que con ese gesto equilibrara el mundo, seriamente dañado por su falta. Buscando una reparación.
Y después de una nueva pausa, añadió:
—Me he acordado ahora de esos zapatos porque pienso que se parecen al flotador de estrellas.
—¿Qué quieres decir?
Fernando siguió hablando.
—Santiago era conductor. Llevaba un Dodge, de los años veinte. Cuando se casó, su amo se lo dejó. Le dio las llaves y le dijo: «No me lo devuelvas en una semana». Se fue con Benigna a Santander, porque Benigna no conocía el mar. Imagínate qué viaje. Qué infierno por las noches. Volverían destrozados. De hecho ya no se puso más aquellos zapatos. Pero pasó el tiempo y un día me los dio a mí. Y yo los perdí. Es lo mismo que te pasó a ti con el flotador. Los dos perdimos algo, y en los dos esa pérdida tuvo que ver con un ahogado. El tuyo, un ahogado real, el mío uno imaginario. Un ahogado que sin embargo pedía ocupar mi lugar junto a ti.
Y añadió:
—Porque el problema no es tanto que los vivos tengan que cargar con los muertos, sino que éstos lleguen a ocupar nuestro lugar.
—Genial —exclamó Marta dando una palmada— habló el doctor Freud.
—No te rías, que la cosa es muy seria.
—Por eso le daba a la garrafa de clarete —terció Marta tratando de disimular su nerviosismo—, era la reanimación.
Y añadió:
—Son los riesgos que se corren cuando la gente de tierra firme va a visitar el mar.
Pero una semana después a Marta volvió a repetírsele el sueño. Se despertó bañada en sudor, con la misma congoja que había sentido la primera vez.
—Parecía que me estaba buscando.
Y después de respirar hondamente, le preguntó:
—Ahora, de verdad, ¿qué puede significar?
—Nada, los sueños no significan nada. Sólo están ahí.
Encendieron un pitillo, y mientras Marta se recostaba sobre su pecho y Fernando acariciaba su cabello, continuó hablando.
—Hay una anécdota de Isak Dinesen, durante el tiempo que pasó en África. En una ocasión, un antropólogo le pidió permiso para excavar unos túmulos sepulcrales dentro de su propiedad, a lo que se negó en los términos más vehementes. Pensaba que no era necesario desenterrar las raíces, bastaba con saber que estaban ahí, ocultando lo que protegían.
—Sigue —le conminó Marta.
—Ésa era su idea, había que mantener las raíces enterradas, pero libres los caminos que llevaban a ellas. El flotador de estrellas también protege algo, y por eso te dije el otro día que se parecía a los zapatos de Santiago.
Y añadió:
—Ambos tienen algo en común.
—¿Qué? —le preguntó Marta.
—Que son objetos que perdimos. Tú, el flotador, en la playa; y yo los zapatos de la boda de Santiago.
Bebió un poco de café, y continuó:
—Aún más, yo creo que los perdimos adrede.
—No te entiendo.
—Bueno, con los zapatos es claro. Santiago al darme los zapatos me estaba pidiendo que ocupara su lugar. Como si me dijera: «Ahora el novio eres tú». Supongo que temía que pudiera pasarme lo mismo.
—Pobrecito —le dijo ella—. ¿Y de verdad has pensado alguna vez que no me podrías satisfacer? ¿Tan loba soy?
—No es eso…
Entonces se levantó y fue a las estanterías y estuvo buscando un libro. Era la novela de Hemingway.
—Te voy a leer una cosa.
Estuvo buscando hasta dar con el pasaje que le quería leer.
—El coronel y la muchacha están en la habitación de un hotel. Ella le mira de forma confiada, leal, y Hemingway, poniéndose en el lugar del coronel, escribe: «Sintió que el corazón le daba un vuelco, como si un animal dormido se hubiera revuelto en su madriguera, espantando deliciosamente a otro animal, dormido junto a él».
Marta se lo quedó mirando con los ojos redondeados por la gratitud y el asombro.
—Es precioso…
—Aún más. Fíjate lo que quiere decirnos Hemingway, que lo que importa no es ese primer corazón que despierta, sino el segundo. El animal que se esconde.
—¿Y el flotador? —preguntó rauda Marta.
—Todos los regalos son terribles. Obligan, nos imponen cosas. En ese caso, el flotador te dejaba sin coartada. Ya no tenías excusa para negarte, y cuando te lo pidieran tendrías que meterte en el mar.
Marta se lo quedó mirando con ojos extrañados y pensativos. Por la mañana la encontró mirando la fotografía del palo. La había llevado a la cocina y la tenía junto a ella mientras desayunaba.
—Me hubiera gustado conocerte entonces —le dijo sin levantar los ojos de la mesa—. ¿Sabes lo que pienso? Que ese chico se habría puesto los zapatos de Santiago, que habría vuelto con mi flotador de estrellas. Es más, me habría dicho que no necesitaba utilizarlo, que podía limitarme a llevarlo bajo el brazo, porque a su lado se podía hacer lo que se quisiera.
Y añadió:
—Es como el novio ladrón. Que no regala lo que es necesario, sino lo que no hace falta para nada. Ven —le dijo tendiendo sus brazos.
Fernando fue a su encuentro y se sentó en sus rodillas.
—Te advierto que te voy a aplastar.
Pero Marta no se quejó.
—No pesas nada. Es al golfillo de esa fotografía al que tengo en mis brazos.
Volvieron a coger y a mirar la foto.
—¿A que no sabes por qué sonríe así?
Fernando la miró a los ojos esperando.
—Porque es el único que sabe dónde se encuentra ese segundo animal.
Fernando la miró con ojos interrogantes.
—¿Y, según tú, dónde está?
—Junto a las cosas que hemos perdido.